Hace unas semanas recibí la tradicional convocatoria para el encuentro de
exalumnos del Colegio San José, en Aguilar de Campoo. En la carta se decía también
que el encuentro podría llevarse a cabo en el mismo edificio que nos vio como
niños y adolescentes. El Colegio cerró sus puertas hace muchos años –ahora
funciona como residencia de ancianos y taller de la Fundación Santa María la
Real- pero la actual dirección ha tenido a bien ceder por unas horas un salón
del colegio para celebrar esta reunión.
Después, mucho después, la vida fue por donde fue. Y los caminos se
encontraron unas veces, y se bifurcaron otras. Pero esto nunca me impedirá
reconocer la magnífica huella, la impronta que los guanelianos –los italianos,
como todo el mundo los conocía- dejaron en mi carácter y en mi manera de ver la
vida y mirar el mundo. Conformaron mi osatura y mi arquitectura humana, por lo
cual nunca podré entenderme a mí mismo sin utilizar una categoría sin la cual
no puedo entenderme: guanelianidad.
Los guanelianos llegaron a España en 1965, hace ahora justo 60 años. Y yo
llegué al 'Mundo Guanella' en 1971. No debe estar de moda, ni ser de buen tono
o buen gusto, o incluso políticamente correcto, hablar bien de tus maestros o
educadores. En cambio, despotricar y echar la culpa de nuestros complejos o de
nuestras fracasos y límites a los que un día nos guiaron en la escuela, sí que
es moneda común por estos pagos. Pero como no puedo faltar a la verdad y a la
justicia, tengo, por fuerza, que hablar bien de cuantos me educaron, formaron,
instruyeron, e incluso 'domesticaron', por utilizar un término de El
Principito.
Se ha dicho repetidas veces que, cuando los guanelianos desembarcaron en
España, vinieron con el mejor equipo posible, la mejor ‘squadra’, sino azzurra, sí guaneliana: Vincenzo Simione, Adelio
Antonelli, Aldo Recco, Leo Bigelli, Alfonso Crippa, Mario Nava, Bruno
Capparoni, Mario Bellarini, Jose Cantoni, Bautista Pagani, Ezio Canzi... ¿Van
11? Y también algún reserva o en el banquillo, que ahora no recuerdo... y dos
estupendas ‘socorristas’, sor Clelia y sor Antonina. Y sin duda, como
entrenador, el Hno. Juan Vaccari, que no era el superior del Colegio San José,
pero era un hombre ‘superior', y que moriría muy joven en un accidente de coche en 1971,
dejándonos a todos en estado de admiración permanente hacia una vida edificada
con los ladrillos de la servicialidad, la alegría y la oración. No nos equivocábamos de niños cuando
pensábamos que el hermano Juan era un santo. De hecho, su proceso de
beatificación anda ahora en el Vaticano.
Frente a la moral ultracatólica de las parroquias mesetarias y pueblerinas
de aquellos años, frente a la disciplina militar de tantos internados dirigidos
por curas casposos y monjas amargadas, los "italianos" nos enseñaron
una 'religión’ de un Dios Padre más bueno que el pan y más maternal que una
madre, que nos quiere a ciegas, que nos acoge con los brazos abiertos, que nos
perdona los pecadillos y los pecadazos, y que se asoma, cada mañana, a ver si,
por un casual, estamos de regreso a casa, después de haber dilapidado nuestra
existencia en las posadas del desvarío y la ruindad.
Llegué –llegamos- a un Colegio que era un mundo de posibilidades, un universo
de oportunidades, especialmente para los ‘paletos’ venidos de pueblos donde
Cristo perdió el zapato: el aliciente del crecimiento intelectual, la
curiosidad por el saber, el disfrute de la música, con el descubrimiento de los
últimos discos, pero también con la música clásica, el esfuerzo placentero del
deporte y sus olimpiadas, el teatro y la poesía, los campamentos veraniegos,
las excursiones, el cine de los domingos, la formación de grupos y su magnífico
hallazgo de la amistad, la fiesta del Beato, las filminas, los paseos a las
Tuerces y alrededores, las milhojas o los pepitos de muchos domingos bajo los
soportales de la Plaza Mayor o por la Cascajera, los juegos en el patio, las
canciones en varios idiomas, los concursos culturales, las comidas variadas de
gastronomía italo-española, los festivales navideños del cine Campoo, las
míticas semanas de la Juventud cuando nos uníamos a todos los y las jóvenes de
los colegios de Aguilar, que eran un sobresalto para el corazón y las hormonas
efervescentes de la edad…
Pero sin duda, lo más valioso y auténtico era el trato afectuoso, el tono
de confianza, esa fe y esa ilusión que cada día nuestros educadores demostraban
que sentían por los alumnos y sus circunstancias. El hecho de que todas las
puertas del Colegio careciesen de cerradura y de llave, es probablemente la
metáfora que mejor explica una educación abierta y de gran confianza en cada
alumno, con su nombre y sus apellidos y su historia personal y familiar.
Se respiraba en el Colegio San José un equilibrio en la educación, una
traducción del famoso ‘Pan y Señor’ al ámbito educativo: nos inculcaban que
creyésemos en nosotros mismos, sin complejos, pero sin que se nos subiesen los
humos. Nos animaban a destacar en algo, pues todo ser humano necesita el
reconocimiento, aunque sea en una pequeña parcela: en las notas escolares, en
la religiosidad, en el deporte, en la música, en el teatro, en la pintura, en
la devoción, en la capacidad de liderazgo, en la alegría, en la disponibilidad,
en el servicio…
Pero había exigencia, mucha exigencia. Una exigencia que entonces nos podía
parecer latosa, y que nos sacaban la rebeldía y el enfado más de una vez, pero
que, con el paso del tiempo, he podido apreciar y valorar como lo más
importante en la formación. Si podíamos dar diez y sólo dábamos ocho, nos
consideraban como 'defraudadores' de la sociedad. Perder el tiempo era un
pecado a confesar. Eran exigentes, empezando por la limpieza del Colegio (cada
uno de nosotros era responsable de limpiar una parte). Exigentes con el orden,
el aseo, el esfuerzo personal, la meditación matutina. Y verdaderamente
implacables con el estudio, la atención y el esfuerzo intelectual. Exigentes
también, y mucho, con el crecimiento espiritual, con los progresos en la ayuda
a los demás. Y exigentes en la crítica hacia uno mismo, o como se decía antes,
con el examen de conciencia nocturno, que debía ser serio y consecuente.
Y nos educaban o 'catequizaban' (y aquí el verbo no tiene una connotación
negativa), en los valores del compartir, del ayudar a los más débiles, y de ser
generosos con los lejanos, con los pobres del mundo. Recuerdo como si fuese
hoy, aquellas campañas contra el hambre en que, por primera vez, aparecieron
ante nuestros ojos las fotos en blanco y negro de los niños panzudos de Biafra.
Debíamos sacrificar una golosina o una bolsa de pipas y contribuir con nuestras
pocas monedas a engordar la hucha solidaria. Y debíamos también experimentar lo
que era ‘ayunar’ la merienda, para que, aunque simbólicamente, supiésemos lo
que era el hambre. Todo ello explica que, más de una vez, un educador se
mostrase iracundo cuando tirábamos algo de comida: "Es un puñetazo en el ojo de la Providencia", clamaba. Y
esto nos acongojaba, porque una cosa era darle un patadón en la espinilla al
adversario en el partido de fútbol, y otra distintas propinar un puñetazo en el
ojo a la mismísima Providencia. Para mi generación, ‘los niños de Biafra’ serán la imagen del hambre que azotará
eternamente al mundo. Pero también, y unido a ello, una lección para toda la
vida: cada uno de nosotros es responsable de esa ‘hambre’ y de todas las
‘hambres’ del mundo, y por lo tanto, puede y debe contribuir a paliar sus
estragos.
Algunos de los que fueron nuestros educadores nos contemplan ya desde el
cielo. Y no es exagerado decir que siento sobre mi caminar diario su continua
bendición. El último en dejarnos ha sido P. Adelio Antonelli, justo apenas
iniciado este año de 2025. Su muerte provocó en muchos de nosotros una catarata
de recuerdos. Y también una sincera gratitud por una vida que fue una
invitación a la alegría y al optimismo. También la alegría y el optimismo
formaron parte de nuestra educación sentimental en las aulas, en los salones y
en el patio del Colegio San José.
Por todo ello, 60 años después de la llegada a España, quiero unirme a esta
corriente de simpatía y agradecimiento que ha suscitado siempre la presencia
guaneliana en tierras españolas. Algo que los que hemos sido alumnos, voluntarios, trabajadores o
amigos de la ‘Casa’ hemos experimentado en grado aún mayor: una lluvia y un sol
bienhechores que nos han conformado como personas y como cristianos.
Este sábado de mayo, con menos pelo, con más arrugas, con más kilos… aquellos
niños y adolescentes volveremos a este territorio amable de nuestra infancia.
La nostalgia puede ser dulce, pero también paralizante. En cambio, la memoria de
la infancia, de su inocencia y su mirada limpia, aún puede darnos motivos para
una vida un poquito más plena y más dichosa.
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