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viernes, 10 de febrero de 2023

Pequeña historia de Pedrito

         


Detrás de la escultura más famosa de Luis Guanella se esconde una historia real. En la escultura se representa a Luis Guanella caminando con un niño en brazos y con otros dos niños pegados a las faldas de su sotana. El grupo camina hacia una casa, hacia un hogar, que no vemos, pero que sabemos por los hechos reales. La estatua en cuestión se puede admirar en la ciudad de Milán, ante la iglesia de San Gaetano. Conozco esta escultura en bronce desde hace mucho tiempo. Su promotor, para más señas, fue mi educador y profesor de lengua francesa, Mario Bellarini. He visto copias de la misma en Nigeria, Congo, España, México o Guatemala. Yo mismo tengo una copia, de 20 cm, en un lugar destacado del salón, entre libros y fotografías. Nada nuevo para mí. Y sin embargo, hace pocos días, mientras visitaba la exposición de arte “Ánima: pintar el rostro y el alma”, me entró un whatsapp de mi amigo J.A.V. Me decía que le había llegado un artículo escrito por un tal Pierino Bedont, publicado en una revista hace muchos años. Mi amigo me enviaba también fotos de las páginas de este artículo. Lo dejé ahí y seguí mi ruta entre retratos pintados por José de Ribera, Francisco Ribalta, Bartolomé Esteban Murillo, Juan de Juanes, Joaquín Sorolla, Vicente López o Mariano Benlliure.

Hace un par de días recuperé el whatsapp y leí tranquilamente el artículo. Tenía que ver directamente con la historia que inspiró la estatua de don Guanella. Un relato de pobreza y tristeza, pero donde la ternura y la compasión tienen una palabra importante que decir.

Os dejo con esta Pequeña historia de Pedrito:

Norte de Italia. Municipio de Menaggio. Una mañana de mayo de 1904, Luis Guanella sale de la espléndida villa que le ha regalado, para una de sus obras de caridad, una baronesa belga. Pinos y castaños, olivos y fresnos rodean la villa; en frente, las aguas claras del lago. El padre Luis sale de casa con la intención de dar un largo paseo hasta la pedanía de Sonenga. Pero el pequeño valle le depara una sorpresa. A la derecha del camino pedregoso, ve una casa medio en ruinas con una puerta destartalada. Ante la fachada, sentado en el suelo sobre un poco de paja, un hombrecillo apesadumbrado está trenzando con juncos el asiento de una silla. El humilde artesano, sin dejar de hacer su trabajo, esboza un saludo cuando Luis pasa a su lado.

El sacerdote mira con atención y se detiene. Por la puerta sale un niño, seguido de una niña, de otro muchacho, y de uno más. Como suele hacer siempre, Luis lleva la mano a sus bolsillos y saca un caramelo de menta y una medallita, otro caramelo y otra medallita… Los niños le rodean. Cogiendo la barbilla a uno, le interroga: “¿cómo te llamas?”. A otro, haciéndole una carantoña, le pregunta: “¿eres bueno?”. El grupo de mocosos, descalzos y harapientos, cogen confianza y terminan por agarrarle de la sotana y abrazarle. Pero el hombrecillo que trenzaba enea desaparece. Desde la ventana, abierta de par en par al sol y al campo, llegan gemidos y lamentos, suspiros y gritos reprimidos. El mayor de los hermanos, apenas un muchacho de nueve años, da respuesta al silencioso interrogatorio del cura que ya siente sus ojos humedecidos: “Nuestra madre está enferma. Pedrito no para de llorar en la cuna y Antonio, aún pequeño, sigue gritando en la cama de al lado…”

“¿Hay otros dos, entonces?”, pregunta Luis. “Sí, somos siete en total -responde el muchacho. Y a nuestro padre le toca hacer todo, pensar en todos. Raramente nos echan una mano, porque somos “los forasteros”.

Don Guanella escucha la historia con el corazón encogido. Entra en la casa, sube las escaleras y se asoma a la habitación: el padre acuna entre sus brazos al pequeño Antonio. Pedrito chilla en la humilde cuna de madera que el escuálido brazo de la madre mece lentamente. Ella se retuerce en la cama, intentando reprimir un dolor que le rasga las entrañas. Un rostro demacrado y amoratado, y una mirada que oscila entre Antonio y Pedrito. La habitación es un cuadro de trágico desamparo: la madre moribunda, el padre desolado, y junto a ellos, los hijos del dolor y la miseria. Y también un cura que se siente torpe porque no sabe cómo mostrar su ternura. Balbucea unas palabras. Nadie las recordará en el futuro. Pero cuando con sus grandes manos traza en el aire el signo de la cruz, todos caen de rodillas. Y también ellos, padres e hijos, quisieran agradecer con palabras a este sacerdote diferente, pero sus labios no consiguen despegarse.

El padre Luis abandona la casa, y abandona también su paseo. Vuelve sobre sus pasos, herido en la retina y en el corazón. De vez en cuando echa la vista atrás donde la pobre casa va empequeñeciendo. Y desde la distancia, aún le llega el llanto de un niño mezclado con un canto popular religioso cantado entre sollozos.

Poco después, dos mujeres vestidas de negro se acercan a la casa. Son las dos monjas que el padre Luis ha enviado. Saludan al artesano y entran en la casa: encienden el hogar, barren, friegan, limpian, ponen orden, preparan la comida. Los niños son aseados y lavados. La madre agradece con dulces lágrimas estos gestos de ternura a los que ella no está acostumbrada, e intenta proseguir con su papel de madre: arrullar a los más pequeños.

Las monjas –centinelas de la caridad- no abandonarán la casa. Pero la muerte está a punto de hacer sonar sus horas más tristes. Después de días de agonía insoportable, la mujer cierra los ojos en paz: se lleva con ella los rostros angustiados y asustados del marido y de los hijos, pero también una luz de esperanza a la que no sabe poner nombre. Las monjas la amortajan. El féretro desciende hasta el cementerio de cipreses, seguido de un reducido cortejo mudo. Unos días más tarde, un féretro aún más pequeño sigue idéntico camino. Y detrás, el mismo cortejo y la misma desolación: Antonio ha querido irse con su madre. Pequeña vida que sólo ha conocido su propio llanto y el abrazo de una madre crucificada por el dolor. 

Luis Guanella regresa otra tarde a esta desdichada casa y abraza entre lágrimas al padre. En el umbral de la puerta, una monja sostiene entre sus brazos a Pedrito. Los otros cinco hermanos los rodean. Poco después, Luis y la monja abandonan la casa, pero se llevan consigo a cinco hermanos, los más pequeños. Solo el mayor se queda en casa con el padre.

Estos cinco huérfanos vivirán y crecerán en la casa guaneliana de Como. Esta misma casa que, tiempo atrás, fue incendiada por los anticlericales que no podían soportar que Luis Guanella fuera faro de concordia y de fe en la ciudad, ha conocido una gran historia de amor: ser hogar y familia para cinco hermanos huérfanos.

Quien esto recuerda y quien esto agradece sintió, de niño, la caricia en su rostro y el abrazo en su cuerpo de un robusto cura montañés. Y todavía, pasados muchos años, se acuerda de la mirada bondadosa y alegre de Luis Guanella cuando encontraba a los cinco hermanos, revoltosos e inquietos, corriendo por la casa de Como.

El niño que gritaba en la cuna aquella tarde en que Luis se asomó a la habitación más triste del mundo era yo, Pedrito Bedont.






miércoles, 21 de octubre de 2020

Acompañar la fragilidad hasta medianoche




Su historia es la historia de una cabezonería. Y también la historia de un niño que se sabe amado por su Padre. Luis Guanella. Había nacido en 1842 en el seno de una familia numerosa que le había enseñado dos verbos importantes: trabajar y cuidar. Un plato de polenta no faltaba cada mediodía en casa, pero a él siempre le parecía que era escaso. Llegó al mundo en un pueblo de montaña, Fraciscio, Italia, muy cerca de la frontera con Suiza. 
De vez en cuando, alguna familia del pueblo venía a despedirse porque iba a coger un barco para Estados Unidos, como emigrantes de tercera. Y su madre acompañaba el abrazo de despedida con una hogaza. Había visto como comerciantes suizos, de religión protestante, eran acogidos de noche para dormir en casa, una casa católica a machamartillo. Los rostros de unos y de otros no se le olvidarían nunca. 

Sintió siempre un arrepentimiento lacerante por un episodio de su niñez: un anciano le había pedido un caramelo. Y él, en lugar de dárselo, se había apresurado a esconder el cucurucho. Había visto la frente de los campesinos inclinarse hasta rozar el suelo para recoger el heno para las bestias. Había visto a los hombres y mujeres analfabetos que daban a leer al cura la carta del hijo lejano. Había visto el rostro alelado y torpe de un niño retrasado. Y a él le había parecido que era el rostro de un niño bueno e inocente. 
Llevaba todas estas pobrezas en su corazón desde niño. Eran como visiones. También como latigazos. Sueños de heroísmo. Sueños de buen samaritano. Jugaba al infantil juego de hacer sopa con agua y barro para los pobres, soñando y prometiendo que, de mayor, la sopa sería de verdad. 
Correteaba por los prados y descendía por la montaña nevada. Sabía lo que era el viento, el torrente, las estrellas alpinas, las hierbas medicinales de los campos. Apreciaba la libertad de la montaña. Por ello, cuando entró en el seminario, se sintió como en una jaula. Las órdenes, los gritos, la disciplina militar… todo le inspiraba temor. Y cada noche, arrodillado, pensaba y repensaba que la educación debería ser siempre una obra del corazón.
Nada más hacerse sacerdote, quiso facilitar la vida a los necesitados. Cuidar de los frágiles, ayudar a los menesterosos. Su cabezonería genética le llevaba a proponerse una y otra vez construir una ‘choza’ para los más desamparados. Todo le salía torcido y al revés. Los políticos le veían muy clerical, porque no paraba de decir que Dios es un Padre lleno de amor. Y los clericales le veían muy político, porque defendía con inusitado ímpetu a los pobres y sólo pensaba en construir ‘chozas’ para ellos. 


Fue denunciado por insurrecto. Vilipendiado y multado. Un carabinero tomaba nota de sus homilías. Querían sorprenderlo en falta. Le llamaban el cura loco. Clericales y anticlericales estaban de acuerdo en que era un curo peligros, con muchos humos en la cabeza. El obispo le desterró a una aldea perdida, Olmo, para que dejara de dar la tabarra con los pobres y los menesterosos, con los analfabetos, los huérfanos, las mujeres trabajadoras, los ancianos solos, los discapacitados escondidos por vergüenza. 
Y curiosamente en Olmo no se llenó de amargura, ni de rabia. Se supo un fracasado: “Todos mis compañeros hacen grandes cosas, y yo nada”. Pero también se supo un niño amado por Dios, porque Dios no podía dejar de amar a este cura frágil, desterrado, fracasado y loco. Había sobrepasado los 40 años, y en cierta forma se sintió vencido por los hombres. Pero también se sintió rendido por el amor de Dios.
Justo después de su destierro en Olmo, sonó para él 'la hora de la misericordia'. Las fundaciones que él había soñado fueron surgiendo una tras otra. Todos los que llamaban a su puerta, eran acogidos. Era un ‘médico de atención primaria’. A él acudían todos los ‘enfermos’: Niños huérfanos, trabajadoras explotadas como hilanderas, adultos analfabetos, jóvenes aprendices de taller, ancianos solos, hasta curas y monjas que habían sido descartados en otras congregaciones. Pero si por alguien mostraba predilección era por los ‘benjamines de la casa’, los niños con alguna discapacidad, a los que él empezó a llamar ‘buenoshijos’ (buonifigli), porque le parecían que su fragilidad, su incapacidad a los ojos de los ‘normales’, mostraba a las claras su inocencia. Él veía una grandeza y una dignidad donde los demás veían ‘spazzatura’ (basura). 
Hizo alta teología de la amorosa paternidad de Dios. Hizo alta filosofía de la vulnerabilidad intrínseca de cada hombre y de cada mujer. Es en la fragilidad, donde conocemos al verdadero ser humano. Y sólo si amamos esa debilidad, nosotros mismos nos convertimos en ‘humanos’. Mirar con compasión al enfermo o al pobre, nos hace hombres y mujeres de bien. Seres humanos completos. 

Un día, de visita en el Vaticano, le preguntó el Papa Pío X si las preocupaciones le dejaban dormir de noche. Le contestó que no sólo dormía bien de noche, también algunas veces de día. Y siguió el Papa interrogando cómo se las apañaba para hacer tantas cosas. Y Luis: “Bueno, hasta medianoche, me encargo yo; después de medianoche, es Dios quien se encarga de todo”. Esa fe sin fisuras en la bondad de un Dios Padre le hizo escribir en letras grandes en la Capilla de la Casa de Lora: ‘Banco de la Divina Providencia’. 

Murió un 24 de octubre de 1915 en la ciudad de Como, donde había surgido su primera ‘choza’. Y podemos decir que murió con las botas puestas y las manos manchadas de los escombros del terremoto que había asolado el municipio de Avezzano. Intentaron convencerle de que no fuera al escenario de la catástrofe, pero él, como quien suelta una perogrullada, les dijo: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”.

jueves, 25 de junio de 2020

Mario Bellarini, añorado profesor







Cuando el Padre Mario Bellarini murió en un trágico accidente de carretera en Medina del Campo, el 25 de junio de 1995, me fueron regalados algunos libros de arte de su biblioteca personal, y también su breviario. Unos días después lo abrí y me encontré con una fotografía mía, tamaño carnet. Había sido tomada en 1971, justo al llegar yo al Colegio San José de Aguilar de Campoo. Tenía por entonces 13 años. Se me heló la sangre.
P. Mario Bellarini había sido mi profesor de francés en tercero y quinto de bachillerato, en Aguilar de Campoo. Hablaba perfectamente el francés, ya que había estado viviendo en Francia varios años, pues sus padres eran emigrantes italianos en Alsacia. En un momento en que los profesores de idiomas en España tenían un nivel bastante bajo, Mario Bellarini brillaba con luz propia hablando de Montaigne, Victor Hugo, Stendhal o François Mauriac. Mi apego a la cultura francesa viene de esas primeras lecciones de bachillerato.
Un preparado y exigente profesor de francés que empezaba sus clases abriendo las ventanas en pleno invierno aguilarense, para que nos ventilásemos, e invitándonos a hacer algunos ejercicios de gimnasia, al ritmo de “un, deux, trois, ¡forza!”. Una expresión que se convertiría en coletilla de todo el colegio. En muchas ocasiones, las clases acababan con una breve audición de música clásica, una exquisitez extraña a nuestros oídos rurales, más habituados a Manolo Escobar, Formula V o Los Brincos. Bajaba las persianas, nos pedía silencio, y el tocadiscos empezaba a girar mientras el Jesús Alegría de los Hombres, de Bach, o el Agnus Dei de la Misa de la Coronación de Mozart o uno de los movimientos de la Novena de Beethoven, llenaban el aula del internado. Teníamos oídos duros casi todos, y necesitábamos las explicaciones apasionadas de este profesor melómano que poseía una colección magnífica de música clásica, toda ella de Deutsche Gramophon, como debe ser.
Siempre me he sentido agradecido a los profesores que abrieron la mollera de este pobre hombre y le metieron algunas ideas ‘insanas’ sobre arte, música, literatura, cine, idiomas, religión, solidaridad, paisajes y gentes de otras tierras. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Mi arquitectura espiritual, aunque pequeña y endeble, se la debo a esos primeros maestros italianos.
Seguimos siendo amigos hasta el final de su vida. Nos veíamos con frecuencia. Y a su lado siempre experimenté una compañía agradable y serena. Cuando él se instaló en Madrid, en la Pía Unión, siempre tuve la casa abierta y la mesa puesta. Nunca faltaba un buen café y una onza de chocolate que sus muchos amigos italianos, franceses o suizos le enviaban. Durante mi estancia en Francia, nos carteamos con frecuencia. Él era el orgulloso maestro. Yo, el agradecido alumno. Y cuando escribí un pequeño libro sobre Luis Guanella en 1991, Mario Bellarini me regaló elogios y parabienes que enrojecerían al más templado.
Un día me comentó que, trasteando en la biblioteca de Aguilar de Campoo, había caído de un libro una pequeña foto mía, a la que he aludido más arriba: “La he recogido y la he guardado en mi breviario. Así todos los días me acordaré de rezar por ti”. Pocas veces me he sentido tan querido y tan bien querido.
Después de morir, y antes de obtener los permisos para el funeral en Palencia y la repatriación a Italia, su cadáver permaneció durante un par de días en el tanatorio de Medina del Campo. Me acerqué a despedirlo. Era una muy calurosa tarde de finales de junio. En el tanatorio, el empleado accedió a que pudiese ver el cuerpo sin vida del respetado maestro. No había nadie en el velatorio. Su rostro desfigurado acusaba el brutal impacto del accidente, pero yo reconocí en ese rostro devastado al amigo bueno y generoso. Me senté ante él y le leí algunos poemas religiosos de un libro que llevaba conmigo “Dios en la poesía actual” (edición de la Bac). Y también le recité el poema de Charles Péguy dedicado a la catedral de Chartres y que él nos había hecho aprender de memoria en 1975:

Un homme de chez nous a fait ici jaillir,
Depuis le ras du sol jusqu’au pied de la croix,
Plus haut que tous les saints, plus haut que tous les rois,
La flèche irreprochable et qui ne peut faillir

Cuando el empleado de la funeraria entró de nuevo en la sala, se encontró con un alumno agradecido que lloraba en silencio a su maestro muerto y que recitaba versos, lo mismo que, de adolescente en el colegio, repetía la lección de francés.
Una vez Mario me confió que, cuando viajaba y entraba en una iglesia a rezar, sacaba la agenda de los contactos y leía los nombres de sus amigos a Dios. Y, con cada nombre, pedía un deseo o una gracia. Estoy seguro de que aún conservará esa agenda en el cielo. Cada atardecer, seguirá recordando a Dios mi nombre y rogando por mi pobre vida.



miércoles, 28 de noviembre de 2018

Ordenación de Rubén en ‘modo abrazo’




Nunca antes había participado en una celebración litúrgica en Casa Guanella tan radicalmente guaneliana. Ocurrió el pasado 25 de noviembre en la parroquia San Joaquín de Madrid. Y el motivo fue la ordenación diaconal y presbiteral del joven colombiano Rubén Vargas.
Hacía mucho que no veía a Rubén. Lo había conocido en 2010 en Amozoc, México. Al día siguiente de mi llegada a la misión, me acompañó a Puebla para conocer esta hermosa ciudad.
Este domingo me encontré de nuevo con él. El cuerpo, torpe y cansado; el rostro, hinchado por la enfermedad. Y sin embargo, en Rubén brillaba, esa mañana, una dignidad que, por humilde, era regia.

Alfonso Martínez me ha tenido informado todo este tiempo de la enfermedad de Rubén, solicitándome oraciones y novenarios a San Luis Guanellla y al Hermano Juan Vaccari. Y muchas veces me he imaginado a Rubén, oscilando entre la tristeza terrible por la enfermedad y la alegría rebosante por la curación. Isaías lo expresa hermosamente:

Yo pensé: «Ya no veré más al Señor
en la tierra de los vivos,
ya no miraré a los hombres
entre los habitantes del mundo.
Pero también
Me has curado, me has hecho revivir,
la amargura se me volvió paz
cuando detuviste mi alma ante la tumba vacía
y volviste la espalda a todos mis pecados.
 

Nada más comenzar la eucaristía –la iglesia llena y con nutrida participación de personas con discapacidad, de sacerdotes y religiosas y de colombianos- el obispo auxiliar de Madrid, Mons. José Cobo, manifestó su alegría por “estar en una parroquia experta en abrazos y besos”. Y lo expresó con un tono gozoso y lleno de sentimiento. El tono del pastor.
La palabra ‘abrazo’ y la actitud ‘abrazo’ marcarían el resto de la liturgia. Una liturgia, eso sí, con un protocolo algo caótico, en parte debido a la precipitación de la ordenación, apenas fijada unos días antes, y en parte debido al estilo ‘manga por hombro’ de los guanelianos. Es verdad que la doble ordenación complicaba el rito, aunque también es cierto que pocos sabían cuando debían intervenir. Los curas que rodeaban al obispo, incluidos el General y el Provincial de los guanelianos, hacían de maestros de ceremonias, pero en verdad dudaban de cuándo se debía recoger la mitra o el báculo, cuándo debía aparecer en el ambón el lector, o cuándo se debían acercar los óleos. Por no saber, los intervinientes trabucaban la palabra ‘presbítero’. Todo eran recaditos entre los acólitos y de estos con el Obispo. No había nada de la belleza litúrgica benedictina. Todo era protocolo guaneliano. Pura ‘Arca de Noé’.
Pero la palabra ‘abrazo’, decía, marcó la jornada. Yo creo que todo el mundo, interiormente, se puso ‘en modo abrazo’. Sobre los abrazos de Dios a los hombres y de los hombres entre sí versó la homilía.
Abrazos conmovidos y conmovedores al neosacerdote. Especialmente el de sus cohermanos, que tanto habían luchado para que desde la curia madrileña se diese el visto bueno a la doble ordenación. Se nos aseguró también que el cardenal Osoro había dado todas las facilidades, teniendo en cuenta la excepcionalidad del caso. 
Abrazo especial el que recibió Rubén de José Antonio, con discapacidad mental. José Antonio estaba revestido con alba blanca. Todos conocen su afición a hacer de monaguillo. Cuando el nuevo presbítero recibió el abrazo de los sacerdotes presentes, también José Antonio se acercó a abrazarlo.

A abrazo sonaron las palabras de gratitud de Rubén que, con entereza y dignidad sacerdotal, pronunció al final de la misa: gracias a Dios, a sus padres, a la congregación de los Siervos de la Caridad, y a todos los presentes. La última palabra de su breve alocución fue ‘misericordia’. Curiosamente en su casulla recién estrenada estaba bordada la imagen del Cristo de la Divina Misericordia.
Abrazo fue la emotiva carta que desde Caracas envío la hermana de Rubén y que fue leída al final de la comida. Fue en este momento, cuando vimos a Rubén verdaderamente emocionado hasta las lágrimas.
Abrazos efusivos y besos gordos y lágrimas a flor de piel –y no de ritual protocolario- en la interminable fila que se acercó al besamanos del nuevo sacerdote.
Abrazo fue la cualificada presencia del Superior General, del Provincial, de los sacerdotes guanelianos llegados desde Colombia y México y desde Palencia. Subrayaron así el carácter excepcionalmente ‘guaneliano’ de esta ordenación.
Abrazo fue el hecho de que a la una de la tarde, mientras en Madrid se iniciaba la eucaristía, en todas las comunidades del mundo guaneliano se hiciera un momento de oración por Rubén.
A Abrazo sonaron las canciones que entonadas por José Antonio y por Rosy, ambos de la Villa San José, y guitarreadas por el animado Alfonso Martínez, lograron crear un ambiente de familia, en una sobremesa distendida y de fiesta mayor.
El genio del cristianismo, según la expresión de Chateaubriand resplandeció en la pequeña iglesia de los padres guanelianos, en Madrid. Un cristianismo que pone en el centro de su vida y de su historia la debilidad, la enfermedad y el sufrimiento humanos. Monsieur Pascal nos sigue recordando que lo ‘verdaderamente natural del cristianismo es la enfermedad, porque es en ese momento donde cada ser humano es como debería ser siempre”.

La ceremonia de ordenación de Rubén está ya en los anales de la historia de esta pequeña congregación, experta en abrazos y besos a personas frágiles, a personas insignificantes e invisibles para la sociedad. Los guanelianos saben que el ‘centro’ está en otros lugares, allí donde se juega la dignidad del ser humano, a secas y sin adjetivos. El ser humano en su impresionante y terrible desnudez, sin los ropajes del rango social, de la salud, del estatus económico, de la fuerza, de la inteligencia y de la belleza.
Oportunamente o por un guiño de la Providencia, el domingo pasado se celebraba la fiesta de Cristo Rey. El hombre está hecho a semejanza de Dios, pero un Dios ante Pilato, un Dios azotado y maltratado, un Dios en los umbrales de la muerte. Allí reina Dios y con él reina la fragilidad y la debilidad de este mundo. El genio del cristianismo.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Alfonso Martínez: pacificar




Ciertamente no es un honor ser Provincial de una Provincia religiosa. Aunque en este caso la Provincia sea "Nuestra Señora de Guadalupe", grande en territorio (España, México, Colombia y Guatemala), y mínima en religiosos (unos 25). Los cargos, para quien no aspira a ellos, son cargas, ya se sabe. Así que no sé muy bien si dar la enhorabuena a mi compaisano José Alfonso Martínez Herguedas, o darle el pésame. Creo conocer al nuevo Provincial desde que tenía unas escasas horas de vida, cuando mi madre me llevó consigo para dar la enhorabuena y el parabién a la señora Clara, como era costumbre por mi tierra, cuando los niños nacían en la casa, y las vecinas acudían a llevar un caldo, una compota, o simplemente una puchero de leche recién ordeñada o una tajada de queso. Era el año 1959.

Ahora Alfonso ha sido elegido Provincial por sus propios hermanos de religión guaneliana. Alfonso quería ser futbolista de pequeño, y por el pueblo baloneaba todo lo que podía desde la escuela a la Tejera, su barrio, y viceversa. Pero un día, el hermano Juan pasó por Quintanilla y él se fue a estudiar a los guanelianos de Aguilar de Campoo. El hermano Juan triunfaba allí donde los otros frailes 'buscadores' de vocaciones fracasaban, aunque fueran más listos y entregasen estampitas más grandes. Y el buen Alfonso se olvidó poco a poco de sus ídolos futbolistas, creo que Gento, Pirri y Santamaría por aquella época, y se dedicó a estudiar con ahínco, a jugar con entusiasmo, y a rezar con perseverancia. Siempre fue músico y poeta. Y creo haber asistido a su primer concierto con canción propia "Todos tenemos una vocación", muy ad hoc para el Colegio Apostólico en el que estudiaba. Después llegarían más canciones y más 'éxitos' en teatros aguilarenses y festivales vocacionales palentinos y en cintas y CD's grabados.

Una vez ordenado sacerdote en Quintanilla, le llegaron las obediencias, primero a Aguilar de Campoo y, poco después, para México. Con su estupendo oído musical, Alfonso ya hablaba en 'mexicano' a los diez minutos de llegar al aeropuerto del DF. En México, concretamente en Amozoc, en el estado de Puebla, encontró la horma de su zapato, su lugar en el mundo: dotado, como siempre lo ha estado, para tratar con gentes humildes, para escuchar a las almas insignificantes a las que nadie ha escuchado. Incapaz de decir nones a las numerosas invitaciones para decir misas, rosarios, novenas, bendiciones, aunque eso le supusiese ir de la zeca a la meca todo el santo día... se conquistó a las gentes sencillas. Le confiaron sus desdichas en el despacho y en la calle, y sus pecados en el confesionario y en la cena. Fue mucha la simiente paciente que sembró este cura con alma campesina, hasta el punto de que en Amozoc, decir que uno era amigo del padrecito Alfonso abría todas las puertas y todos los corazones.

Pero, cuando el padrecito se estaba convirtiendo ya en el 'personaje' Alfonso, la obediencia le devolvió de nuevo a España, como Delegado Provincial. Y Alfonso se encontró con muchos y serios problemas en las comunidades levantiscas y díscolas españolas. Le llovieron 'disgustos y escándalos', alguna incomprensión y alguna zancadilla. No se desanimó. Fiel a oración y a la paciencia, aguantó el temporal. Se refugió en los chicos de la Villa, en los discapacitados, que leen el corazón y no la brillantez del discurso, pues ellos son siempre 'dadores natos de satisfacciones'.

Fue por aquel entonces, cuando dio el placet para que los laicos hiciesen una Ongd, que terminaría por llamarse Puentes. Fue uno de los 39 socios fundadores y sería elegido vocal en la primera Junta Directiva.

En 2009, volvería a México para continuar el trabajo en medio de las gentes humildes de Amozoc y de todas esas villas-miseria que rodean la pequeña ciudad. Y allí me encontré de nuevo con él. Recuerdo aún una de sus misas: en una calle, de noche, en el barrio misérrimo de Las Vegas. Pobreza en las caras, pobreza en las ropas. Quizás no en el espíritu. Allí estábamos todos, animados por una liturgia católica que suena igual de verdadera en la Catedral de Notre Dame de París que en esta calle polvorienta. Alfonso iluminaba la celebración con su voz y su guitarra, y las sonrisas iban apareciendo en los niños a los que no se permitía precisamente serlo, en las mujeres que conocían tratos y maltratos, en jóvenes de adicciones baratas pero destructoras y en ancianos que sólo esperaban descansar. Pero al acabar la misa, había para todos un buen tazón de café con leche y unos bollos de pan dulce que mi amigo había traído en el coche. Allí, en esta pobreza grande, yo conocí la encarnación de ese lema: "hay que dar pan y Señor a los pobres".

La elección como Provincial le ha pillado en Guatemala donde llevaba dos años trabajando en un clima borrascoso comunitaria y nacionalmente. Observado por los caciques que tenían al Centro Luis Guanella en el ojo del huracán por su posicionamiento claro en favor de los campesinos y en contra de las minerías extranjeras, observado por los partidarios del anterior director del Centro, maniatado casi por una economía maltrecha que no llegaba a fin de mes, medido por los propios trabajadores que tenían un estilo propio de trabajo. ... Guatemala, en fin, han sido años de penitencia.

Alfonso tiene una notable claridad teológica, lo cual es bastante positivo en medio de un relativismo grande que afecta a sus propios hermanos guanelianos, a los que a veces da igual una una Inmaculada que un San Francisco.

Conservador por carácter (lo propio de la misericordia es conservar), filósofo por actitud y talante, psicólogo de nacimiento, sabe buscar la fibra sensible para hacer fácil la convivencia, y posible lo bastante incierto.

Y es un buen poeta. Es un componedor de salmos, un rezador en verso y un compositor de plegarias cantadas. Algunas de sus letras se han cantado y grabado por ahí. Pero queda pendiente un libro con sus poemas. En esto, en lo de poeta, no es guaneliano (con escasa afición a la literatura), sino más bien teresiano. Y es juglar, en esto le sale la vena franciscana. Así que digamos, que el nuevo provincial tiene corazón guaneliano (La Petri siempre decía que más que padre Alfonso es 'madre' Alfonso), con pluma teresiana y con cántico franciscano.

En las discusiones teológicas, religiosas, eclesiásticas, políticas y filosóficas Alfonso entra al trapo: se pone en pie, camina de un lado para otro de la sala, a veces con cigarrillo en la mano, y le salen los argumentos y las teorías a medida que da un paso y otro. Se enciende y acalora. Es una apasionado. Pero al final le vence el corazón, y olvida las diferencias con su contrincante o tertuliano. Y concluye todas las discrepancias, polémicas, malentendidos con 'primero Diosito'. Y en esa expresión no hay nada de precedencia protocolaria, sino de primacía de la esencialidad. Dios nos une, porque es el primero, y las tonterías no pueden enzarzarnos.

Y para acabar esta nota, diré que Alfonso me dedicó un poema y una canción, en dos momentos muy diferentes de mi existencia. Mi amistad, evidentemente, no está mediatizada por estos dos obsequios poético-musicales, pero sí son la guinda del la tarta o el picante de la salsa de una larga amistad. Que 'Diosito' te bendiga siempre.


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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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