Mostrando entradas con la etiqueta un evangelio en la mochila. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta un evangelio en la mochila. Mostrar todas las entradas

lunes, 20 de junio de 2022

17 (y último).- ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6, 60-71)

 


En pos de palabras muertas

En los últimos años, cada vez que este pasaje evangélico es proclamado o cada vez que lo leo, tengo la sensación de que la pregunta de Jesús “¿También vosotros queréis iros?” la dirige Jesús a los últimos europeos creyentes, en este tiempo de deserciones masivas, y abandonos multitudinarios.

El realismo de Jesús es grande. Él no se hacía ilusiones sobre el comportamiento de los hombres. Sabía de qué barro inconstante estaba formado el corazón. Presentía que la fe abandonaría a sus fieles y que la exigencia de su mensaje impulsaría a otros muchos a extraviarse del  camino emprendido. También la traición más ruin habitaría en medio de los elegidos.

Y sin embargo, él había venido al mundo para ofrecer a los hombres un Dios de amor. Y se apenaba cada vez que este don era rechazado. Así que, contristado, les pregunta: “¿También vosotros queréis iros? ¿También vosotros, a los que os tengo como amigos y hermanos, a los que he entregado mi corazón, que habéis sido testigos de mis palabras y de mis hechos?

Y Pedro, impetuoso pero certero esta vez, contesta: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Son legión los que en las últimas décadas han abandonado el cristianismo, sobre todo en Europa. Unos por rabia, por despecho, por haber chocado con una Iglesia exigente y poco humana. Otros, por cansancio, por pereza, por indiferencia, han abandonado poco a poco, o de repente, la compañía de Jesús. Pero los más, lo han hecho en pos de otros dioses y de otros ídolos. Han corrido en busca de religiones que les ofrecieran un exotismo colorista, o un sincretismo facilón o una moral de manga ancha. Se han dejado arrastrar por los becerros de oro. Fascinados por los ídolos de nuestro tiempo y de todos los tiempos: el yo antes que el nosotros. Como abejas de flor en flor han picado aquí y allá. O como clientes de un supermercado bien abastecido han atiborrado la cesta de la compra con productos espirituales y místicos de todas las creencias.

Alejándose de Dios, se autodefinían como ateos, pero no sabían que, en realidad, eran politeístas. Cortando los vínculos con el cristianismo de sus padres y de su comunidad, han caído en las redes de las sirenas de cada mar que ofrecen bienestar supremo, paraísos en la tierra, religión low cost a precio de saldos, gangas de productos espirituales con solo alzar los ojos y pronunciar sílabas mágicas y mantras de presunta eficacia. Han abandonado las palabras eternas por verborrea que al amanecer florece y por la tarde ya está seca. Han creído que bastaba con abandonar el cristianismo para sentirse libres de preceptos, de normas y de mandamientos. Y las cosas materiales, las ideologías, las tendencias, las modas los han convertido en títeres manejados por quien maneja los hilos de cada momento.

¿A quién iremos? Es una buena pregunta para los tiempos de bajón y de desamparo, para los tiempos de desencanto o de enfado. Para los tiempos en los que estamos tentados, por los motivos que sean, de abandonar el grupo de Jesús, y largarnos en busca de la libertad y de experiencias.

Las experiencias es lo que nos venden como la solución a todos los problemas y para todas las necesidades. Experiencias gastronómicas, viajeras, enológicas, de belleza y cosmética, de música o de senderismo, de lugares exóticos, de templos. Experiencias de silencio o de atronadora música, experiencias rituales, de lujo o de pobreza, de sexo y de sustancias psicotrópicas. Nos prometen la luna y el sol con cada experiencia nueva, a módicos precios o a precios impagables.

La tentación de irse y de largarse para vivir experiencias, sin amarras, en total libertad y con un seguro a todo riesgo de bienestar absoluto, siempre estará ahí y acechará nuestro corazón.

Mis pies también se han ido muchas veces en pos de palabras muertas. Y lo único que han encontrado ha sido el hastío y el aburrimiento. Detrás de cada experiencia había el hartazgo y el tedio. Que esto no lo olvide nunca. Y sólo me cabe pedir a Dios, cada vez que me aleje, lo que escribió Enmanuel Carrére cuando abandonó el catolicismo: “Te abandono, Señor, pero tú no me abandones”. 





miércoles, 15 de junio de 2022

16.- La curación en la piscina probática (Jn 5, 1-16)

 



Cuando no se tiene a nadie

Habría para hablar largo y tendido sobre la relación de Jesús con los enfermos y la mirada de Jesús sobre el sábado. Los libros del Primer Testamento recogen normas y prescripciones sobre la enfermedad y sobre el sábado.

Lo que Jesús viene a decir es que el enfermo no es un impuro. Es más, por el hecho de estar enfermo, su vida y su historia deben ser colocadas en el centro de la comunidad y en el centro de los corazones. La enfermedad era vista como impura y también como un castigo por los pecados cometidos por el propio enfermo o pos sus padres.

Este breve pasaje evangélico de Juan me resulta admirable. Numerosos enfermos y tullidos se agolpan en el pórtico que da a la piscina probática. Hay una tradición que dice que el ángel del Señor, de vez en cuando, mueve las aguas de la piscina, y en ese momento el primero que se sumerge en ellas quedaría curado de sus dolencias. La curación de la enfermedad dependería de lo ágil y avispado que es el enfermo. La curación tendría que ver con una visión mágica y maravillosa de la religión.

Un hombre al que suponemos de una cierta edad, ya que lleva treinta y ocho años enfermos, aguarda como otros muchos tullidos y lisiados. Espera, los ojos fijos en el agua de la piscina, a que el agua se agite. Jesús llega a la piscina probática, pero él no tiene ojos para el agua, ni espera a que se produzca un fenómeno extraño y mágico. Los sanos se sienten puros y dan gracias a Dios, por no ser de la ralea de los enfermos. Los enfermos se sienten al margen. La única patria a la que pertenecen es la de la enfermedad. Los enfermos gimen o callan, extienden la mano o simplemente se dejan morir. Esperan sin mucha esperanza a que el agua se mueva, para lanzarse a la carrera a sumergirse en la piscina. Una competición demencial ordenada por un Dios de atletas.

Pero Jesús mira al hombre que ya no espera nada. Y le hace una pregunta desconcertante, una verdadera perogrullada: “¿Quieres curarte?” El enfermo podía haberle contestado “Tú, ¿qué crees, majo? ¿Piensas acaso que soy la mar de feliz con mis huesos doloridos y con mis articulaciones encogidas?” Pero no. El enfermo descubre, ante este hombre que se ha fijado en él, ante un hombre que, por primera vez, le dirige la palabra en muchos años, su verdadera pobreza. No le habla de su enfermedad, ni de los dolores que le acosan, ni de la falta de remedios y medicinas. Le habla de su pobreza auténtica: “No tengo a nadie”. Esa es la verdadera pobreza y la más terrible maldición. No tener unas manos que estrechar, unos ojos en los que mirarnos, un hombro donde llorar, una boca que nos diga un ‘gracias’, un ‘amigo mío’, un ‘buenas tardes’. Jesús se fija en el más enfermo de los enfermos: el que no tiene a nadie. El más pobre es el que rebusca en su cabeza y no halla el nombre de un solo amigo. Y la enfermedad -nos recuerda Blaise Pascal- es “el estado natural del cristiano, porque solo en la enfermedad el ser humano es como siempre debería ser”.

Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y  anda”. Levántate, porque eres un hombre y tienes una dignidad. Toma tu camilla, que es tu pasado, tu historia personal, las cicatrices de tu dolor. No olvides nunca quién has sido. Conserva la memoria de tu historia por muy imperfecta que sea. Y anda para ir al encuentro de tu futuro, para ir al encuentro de tu comunidad, de tu nueva patria, que es la de los hombres y mujeres que se reconocen en el amor. Y anda para que otro tenga a ‘alguien’. Para que tú seas un ‘alguien’ para quien siente que no tiene a ‘nadie’. Yo he sido alguien para ti. Anda para ser alguien tú también de otro.

Los judíos pensaban que se honraba a Dios cumpliendo al pie de la letra cada uno de los artículos de la ley, cada una de las palabras de la ley. Entre ellas, el de no realizar ningún trabajo manual en sábado. El sábado era la gran institución judía. El descanso semanal era el recuerdo de un Dios que había descansado de ‘hacer la creación’, pero, a la vez, había supuesto un gran avance social frente a los demás pueblos vecinos. El hombre dejaba la noria a la que estaba atado por el trabajo, y podía sentarse, mano sobre mano, a contemplar el mundo, las luminarias del cielo, la hierba de los campos. O podía reunirse con la familia y contar la historia de los antepasados o la historia de Yahvé. Y, así, acordarse de que tenía un Dios que le había creado.

Pero el sábado era también la institución judía que, con el paso del tiempo, se había llenado de tantas prohibiciones y normas, algunas tan ridículas, que había perdido su espíritu y su sentido: una jornada para Dios y el descanso.

Cuando los judíos vieron al enfermo con la camilla le recordaran una de las minucias de la ley: “No te es posible cargar con la camilla”. No se alegran porque haya recobrado la salud; no se habían preocupado por él cuando no tenía a nadie. No se habían acercado a él cuando yacía postrado junto a la piscina, por si necesitaba algo. Pero ahora se sienten molestos e indignados porque el enfermo lleva a su espalda la camilla.

Muchas de las curaciones de Jesús se producen en sábado, en el día de Dios, en el día que recordamos que tenemos un Padre que nos ha creado y que cuida de nosotros. Jesús ama el sábado porque es el día en que los hombres, sin necesidad de estar cosidos al yugo del trabajo, pueden pensar en las cosas de espíritu, y mirarse un poco los adentros.  Jesús ama este tipo de sábado.

El sábado, el día de Dios, una imagen de la religión al fin y al cabo, no puede estar reñida con el hombre y sus mil necesidades. El sábado es para recordar que Dios nos crea y que nosotros, con nuestras obras, podemos ‘recrear’ a los seres humanos en desdicha. El sábado es el día de un Dios que quiere ser ‘Alguien’ para los que no tienen a nadie. Y es el día del hombre de buena voluntad que desea ser también, para los que no tienen a nadie, alguien.

Los que quieren disociar los intereses de Dios de los intereses del ser humano no pueden y no deben considerarse creyentes. Dios y el hombre comparten un mismo ADN. Y la gloria de Dios siempre será la dicha del hombre. “El hombre es la gloria de Dios”, nos enseñó Ireneo de Lyon.

Para los cristianos, el domingo debería ser una ocasión magnífica para recordar que tenemos un Dios que quiere ser ‘alguien’ en los momentos en que nos sentimos que no tenemos a nadie en nuestra existencia.







lunes, 6 de junio de 2022

15.- Las bienaventuranzas (Mt 5, 3-12)

 



La lógica ilógica de Jesús

Como nos ha enseñado la muestra Mons Dei, celebrada en Aguilar de Campoo, algunos de los episodios más importantes del Antiguo y del Nuevo Testamento acontecieron en un monte: el Horeb, el Sinaí, el Carmelo, el Gólgota. Otros acontecimientos muy importantes han ocurrido también en un monte, aunque no sepamos el nombre exacto. Es el caso de la proclamación de las bienaventuranzas, hasta el punto de que el Sermón de la Montaña equivale a decir bienaventuranzas.

Muchos exegetas han llamado a este discurso la Carta Magna de Jesús. En las bienaventuranzas está encerrada y resumida la lógica del evangelio, que es una lógica muy distinta a la del mundo. Por ello, el cristianismo siempre será un signo de contradicción. Y por ello los santos que han vivido hasta sus últimas consecuencias las bienaventuranzas han sido siempre motivo de escándalo.

Bienaventurados los pobres. No los que carecen de bienes materiales, sino aquellos que son conscientes de su pobreza, de su ignorancia, de su insignificancia, de su poca valía, de su radical desvalimiento, de su falta de inteligencia. Los que se saben pobres y se reconocen como tales porque carecen de cosas, de inteligencia, de influencia, de poder, de belleza, de fuerza, de salud. Los que son conscientes de su radical pobreza, y por ello son humildes, porque se sienten incompletos, imperfectos, desvalidos. Se saben pobres, porque se saben pecadores.

 Bienaventurados los que lloran. Los capaces de llorar con los que lloran. Los capaces de hacer suyas las penas y los dolores del mundo. Los que se sienten inclinados hacia los rostros que lloran en lugar de sentirse fascinados por los que ríen o exultan porque las cosas les van a las mil maravillas, porque triunfan a todas las luces, porque suben a todos los pódiums. Bienaventurados los que lloran no sólo con los ojos, sino con el corazón, con las entrañas y con las manos. Bienaventurados los que lloran. No los llorones, los quejicas y los lamentantes, sino los que lloran porque la desgracia, propia o ajena, ha hecho en su carne y en su alma una morada y se sienten aplastados y devastados.

 Bienaventurados los humildes. Bienaventurados los que no se imponen por la fuerza, por la inteligencia o por la riqueza. Bienaventurados los que no van poniendo zancadillas, ni atropellando, los que prefieren sentarse en las últimas sillas y no desean tener nunca la última palabra. Los que piden las cosas por favor y dan gracias por cualquier nonada. Los que deciden ocupar poco espacio. Los que buscan no sentar cátedra. Los que prefieren llevar las de perder, los que no discuten, ni levantan la voz, los que a veces se hacen los sordos para no responder a necedades y los que prefieren que se les tache de tontos a que sus gestos o palabras pongan a alguien en su sitio. Bienaventurados los humildes, es decir los que buscan la verdad, porque en la verdad está la humildad. Los soberbios van con el yo delante, seguro y rotundo. Un yo tan fuerte que, por fuerza, quita el aire a los demás. El yo –que es lo propio de los soberbios- es siempre un crimen. Los humildes son los que han renunciado al yo que es siempre un monstruo insaciable.

 


Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Bienaventurados los que intentan ser justos en todo momento. Los que tratan con justicia a todos. Los que anhelan que la justicia reine en la casa, en el pueblo, en la nación y en el mundo. Los que se sienten indignados cuando la justicia se pone del lado del fuerte. Los que hacen algo para compensar, en lo posible, a aquellos que la vida ha tratado injustamente. Los que claman por todos los medios para que se haga justicia en el mundo. Y más bienaventurados los que, mientras aguardan y anhelan que la justicia sea realidad en todos los rincones, intentan curar los destrozos y las heridas que causa la injusticia allá donde se ejerce como algo natural, como algo normal, o con premeditación. Tienen hambre y sed de justicia los que luchan contra todos los hijos bastardos de la injusticia: los hambrientos, los esclavos, los maltratados por ser de otra raza, de otro sexo, de otra nación, de otra religión. Los desechos que la injusticia va dejando a su paso sólo pueden ser dignificados y restaurados en su grandeza humana por aquellos que están sedientos y hambrientos de justicia.

 Bienaventurados los misericordiosos. Bienaventurados los que no llevan la cuenta de los tropiezos de los demás, ni de sus caídas. Bienaventurados los que son capaces de ponerse en lugar del otro. Los que tratan como ellos mismos quisieran ser tratados. Los que no apuntan nada en la página del ‘debe’. Los que conjugan cada mañana y cada tarde los verbos apiadarse y compadecerse. Los que no hacen pagar a sus deudores hasta el último centavo. Los que no pronuncian nunca “ya me las pagarás”, ni “ya te espero”. Bienaventurados los que saben que ser misericordiosos, a pesar de conocer las miserias ajenas, significa tratar a los demás con corazón. Los que saben que cuanto más miserable es el otro, más necesitado estará de nuestra misericordia. Los que prefieren el perdón a la venganza. Los que tienen memoria sólo para agradecer, pero nunca para recordar las ofensas recibidas. Los que saben que la misericordia beneficia sobre toda al que la utiliza, mucho más que al que la recibe. Porque los misericordiosos son los ricos de corazón, los sanos de corazón.

 Bienaventurados los limpios de corazón. Los que leen el mundo y el corazón de los hombres en clave de inocencia. Los que no son malpensados, aunque a veces se equivoquen. Los que creen en las razones y en las explicaciones de los demás. Los que preguntan sin afán de sonsacar, ni sin afán de pillar en un desliz. Los que no ven las segundas intenciones. Los que hablan llanamente, sin indirectas, sin dobles sentidos, sin dardos envenenados. Los que aun viendo venir al lujurioso, al mentiroso, al necio o al hipócrita, le dan una oportunidad, porque creen que en cualquier momento una persona puede cambiar y modificar su conducta. Los que miran con inocencia a los demás. Los que no temen a  quien pueda infamarles, o mentirles, o aprovecharse de ellos.  Bienaventurados los limpios, es como decir bienaventurados los niños sin cálculos y si oficio de mentir. Los limpios de corazón son capaces de ver una estrella en una noche oscura, un rasgo de belleza en el rostro estragado, una pizca de bondad en el asesino. No juzgan al mundo, ni lo condenan porque creen que en el corazón de todo ser humano hay semillas de bondad y de ternura.

 Bienaventurados los constructores de paz. ¿Hay alguien que no desee la paz? Todos hablan de ella y todos dicen actuar por razones de paz. ¿Pero quienes la construyen? Sólo los pacíficos, es decir lo que hacen con sus manos, sus lenguas, sus corazones, sus dedos y sus pies la paz día a día. ¡Los constructores de paz! Los que evitan cualquier conversación y cualquier acción que pueda sembrar la discordia y la turbación. Cualquier gesto que provoque en el otro la ira, la agresividad y la violencia. Los que calman, los que se interponen entre los elementos discordantes. Los que ponen bálsamo allí donde otros han puesto arenas en el engranaje de la complicada maquinaria doméstica, comunitaria, mundial. Los que disculpan al otro. Los que no contestan para no echar más leña al fuego. Los que bajan el tono cuando alguien grita. Los que saben cómo calmar al otro, como curar sus heridas aún sangrantes. Los que actúan serenando ambientes y tranquilizando comunidades. Los que tratan con justicia a todos para que nadie se sienta perdedor. Los que perdonan porque comprenden que alguien, en algún momento, tiene que parar la espiral de violencia. Los que construyen puentes, aun cuando sean muchos los que les inciten a, con esos mismos adobes, levantar barreras y muros.

 


Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia. La justicia se repite como fondo en dos bienaventuranzas. En la primera alude al hambre de justicia, a la sed de ser justos. La segunda alude a los que asumen que su lucha por la justicia, por los derechos, por las libertades, por la igualdad, por la fraternidad, lleva aparejada casi siempre la persecución, la deshonra, la infamia, el descrédito, el escarnio, la cárcel y hasta la vida. Cuando se busca la justicia, se corre un riesgo, y se endeuda uno con un mundo que, por muy justo que parezca en algunas latitudes, no querrá oír nunca hablar de un reino de igualdad y de libertad para todos. Defender la causa de los sin voz, de los pobres, de los que están en franca minoría, de los desechos, conlleva un riesgo y una condena. La búsqueda de la justicia no sale gratis.

 Las bienaventuranzas, pronunciadas una tarde cualquiera de hace dos mil años en la ladera de un monte, dejaron atónitos a los primeros discípulos, como nos siguen dejando ahora mismo a nosotros. ¿Quién quiere sentirse pobre, y llorar, y ser humilde, y estar devorado por la sed de justicia?

El mundo nos dice todo lo contrario: sé el primero, no te dejes pisar, defiéndete, cada uno que saque sus castañas del fuego, no seas tonto, no seas crédulo, porque el mundo es de los que vencen, de los astutos, de los que tienen vista, de los que nadie se la da, de los que llevan la navaja en el bolsillo, por si acaso.

No caben medias tintas. O se apuesta por Jesús o se apuesta por el Mundo. Dios vomita siempre a los tibios.



lunes, 30 de mayo de 2022

14.- Las tentaciones de Jesús (Mt. 4)

 


La religión como tentación

Es una página enigmática, al menos para mí, ésta de las tentaciones. Los primeros 30 años de Jesús transcurren en el más absoluto anonimato, en una discreción total en la pequeña aldea de Nazaret.

Durante esos 30 años, Jesús vivió en el humilde taller de su padre, José. La suya no fue la soltería del comodón que no quiere formar una familia ni tampoco la del que se ha quedado sin novia. Los 30 años de carpintería fueron para Jesús una escuela del silencio, trabajo y oración.  En esos años, Jesús fue un buscador. ¿Quién soy? ¿Cuál es mi misión? ¿Qué quiere Dios de mí? Al acabar su trabajo diario, entre virutas, sierras y escoplos, lo podemos imaginar caminando entre los campos, los olivares, los trigales, los viñedos, cerca de un pozo, o a la sombra de una higuera. Observaría al sembrador, al viñador, a las mujeres amasando el pan, a los pájaros en el cielo, a una oveja perdida y a los lirios a la orilla del río. Observaría, sobre todo, a los seres humanos que le rodeaban: las cargas insoportables que escribas y fariseos cargaban sobre los hombros de los judíos devotos, la marginación a la que eran sometidos los leprosos y los enfermos, el apartamiento en el que vivían locos y trastornados (“endemoniados”), la exclusión en la que se movían las mujeres, el odio que mutuamente se profesaban judíos y romanos, la humillación de los pobres, la tiranía de los reyezuelos, la mirada perdida de los huérfanos y las viudas, la muerte atroz de alguna adúltera…

Durante 30 años de escondimiento, Jesús se hizo una buena idea de los dolores y las angustias de los hombres de su tiempo, pero también de sus más profundas aspiraciones. Y lo que es más importante, se hizo una acertada y veraz idea de cómo los sacerdotes y el clero habían convertido la fe de Abrahán y de Moisés en una serie de normas imposibles de cumplir, en una carga insoportable, en un ritualismo supersticioso, en una religión muy lejana de la verdadera fe (la fe siempre lleva las de perder ante la religión). Se había matado la vida y había surgido el rito vacío y huero. De la religión judía había desaparecido la fe, la fides, en un Dios cuyo primer nombre es Padre. De la religión había desaparecido la cáritas, porque los más pobres eran vistos como culpables de su pobreza, en lugar de como víctimas. De la religión judía había desaparecido la spes, porque ya no había un futuro en que creer, ni un Mesías que esperar. Únicamente esperaban un rey más fuerte que el de los romanos. Esperaban a un caudillo, pero no a un Salvador.

Y en este sentido Jesús toma conciencia de que él ha venido al mundo para cumplir una misión. Quiere contribuir a cambiar los corazones de los creyentes, a que crean en un Padre que ama. Dios ha había sido convertido, con el paso de los siglos, en el gran mudo, en el gran silencio. Jesús quiere que Dios hable de nuevo a su pueblo. Jesús quiere ser la Palabra de Dios.

El desierto de Jesús son los 30 años de vida escondida. El autor del Evangelio resume en una experiencia de 40 días de silencio, ayuno y oración lo que fue todo el periodo de Nazaret.

Y yo creo que las tentaciones de Jesús tuvieron que ver con la manera en que Jesús quería relacionarse con Dios y con la manera de presentar a Dios a los demás.

El Antiguo Testamente jugaba mucho con la noción de que, si tú tenías riquezas, ganados, hijos y salud, eso significaba que Dios te había bendecido. El Primer Testamento coqueteaba con la idea de que el cumplimiento (cumplo y miento) del rito te acercaba a Dios, aunque tu corazón estuviese lejos.

La primera tentación del cristiano es convertir a Dios en el solucionador de problemas: que Dios convierta las piedras en pan. Por el solo hecho de creer y pronunciar su nombre, nosotros tendríamos resueltos los problemas materiales. Un Dios mágico.

La segunda tentación es la utilización de la religión como un colchón de seguridad, como un quitapenas, como una red de protección. Un Dios que nos ahorraría el sufrimiento.

La tercera tentación –y probablemente la más perversa- es creer que la religión es poder, que los reinos del mundo nos pertenecen, que las llaves de las naciones deberían estar en nuestras manos. Es hacer política de la religión. La religión como juego de poder, como conquista, como imposición, como batalla y sometimiento.

Cuando Jesús tuvo clara su misión, cuando Jesús en lo profundo de su ser llegó a la conclusión de que la relación con el Padre estaría basada en el amor y en la confianza, y que serían estas las facetas que enseñaría a sus futuros discípulos, las tentaciones se acabaron, porque Jesús no estaba dispuesto a creer que la fe era la solución a los problemas materiales o un prestigio mundano o un poder político.

La fe en Dios no nos asegura ni el pan de cada día, ni el éxito en nuestras empresas, ni el prestigio ante los demás, ni las buenas relaciones familiares o de amigos.

La fe sólo nos asegura que Dios estará siempre a nuestro lado, pero no como nosotros quisiéramos, un talismán mágico en nuestro bolsillo. El hombre no a imagen de Dios, sino Dios a imagen del hombre. La fe nos asegura que solamente en el servicio y en el amor encontraremos la paz y la serenidad interiores, aunque a nuestro alrededor todo sea violencia o infamia contra nuestra persona, a veces por el simple hecho de pertenecer a la ‘secta de Jesús’.


 






lunes, 23 de mayo de 2022

13.- El buen samaritano (Lc 10, 25-37)

 

Desviarse de los pobres

El pasaje se abre con la pregunta de un experto. Aunque, a renglón seguido, se nos dice que era para poner a prueba a Jesús. Y así debe de ser, porque los expertos saben todo y de todo.

La pregunta que hace a Jesús es: ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Esta es una pregunta económica. Es la pregunta que podría hacer un rico a un bancario para asegurar sus ahorros y aumentarlos. Por otro lado, es una pregunta anticuada. Pura antigualla. Hoy a nadie se le ocurriría una pregunta sobre la salvación del alma, sino sólo y únicamente sobre la salvación del cuerpo.

Jesús le responde con otra pregunta: ¿Qué está escrito en la Ley? Y el experto, como buen experto, cita de carretilla las condiciones para ganar la vida eterna.

Pero el experto vuelve a la carga y formula una de las preguntas más importantes del cristianismo: ¿Quién es mi prójimo? A su vez, Jesús le responde con una parábola. Le responde para que él mismo se responda. Una hermosa parábola, probablemente de las más hermosas en la amplísima tradición de literaturas sagradas.

Cualquier lector entiende que el prójimo es el ‘samaritano’, porque fue él quien se apiadó del hombre malherido. El centro del evangelio no lo constituyen largas reflexiones, amplios razonamientos sobre cuestiones teológicas, cosmológicas y éticas, sino breves parábolas, bellas imágenes que cualquiera puede entender y recordar.

Así que ya sabemos quién es nuestro prójimo, un prójimo siempre diferente y siempre distinto. El prójimo es aquel que simplemente nos encontramos por los caminos del mundo y de la vida cotidiana.

Salvo que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente.

Mi actitud encaja muy bien y muchas veces con la del levita y la del sacerdote: cuando ven al malherido, se desvían del camino, dan un rodeo y así ni sus ojos ven ni sus pies tropiezan con el pobre hombre. Yo también desvío la mirada y los pies muchas veces.

Los pobres son invisibles. Esa es su esencia. La invisibilidad es lo que les define. Son invisibles los parados, los amigos sin dinero, los enfermos, los ancianos, los no influyentes, los insignificantes. Ya lo decía Simone Weil: es connatural al ser humano identificarse con los poderosos porque imagina que una parte de ese poder puede alcanzarle, como sucede con los vasos comunicantes. Es completamente antinatural identificarse con los pobres. Esta identificación es un don. Y sólo la gracia te la puede conceder.

Y sin embargo, en mi descargo, tengo que decir que también yo algunas veces no me he desviado del camino y he ejercido de ‘buen samaritano’. Lo normal es dar un rodeo; lo natural es desviar la mirada. Pero algunas veces, empujado por la gracia, he sentido compasión, me he acercado, he curado y vendado las heridas y he sacado un par de monedas de mi bolsillo. He sido samaritano. Que el Señor, en su infinita misericordia, recuerde estos momentos.

Y sin embargo, durante toda mi vida debería haber ejercido de samaritano. Mis padres me lo enseñaron y me lo inculcaron. Hacer un favor era una norma en su vida.

Y me lo inculcaron, sobre todo, los guanelianos para quienes esta parábola constituía el meollo de su espiritualidad y de su carisma. Pero en fin, me temo, como ya he escrito otras veces, que no fui un alumno aplicado.

Ante los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús: tener compasión y acercarse.















lunes, 16 de mayo de 2022

12.- La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (Marcos, 11)

 


La inutilidad del triunfo

 Los evangelios que han llegado hasta nosotros no parecen escritos para idolatrar y mitificar a un Dios al uso, lleno de gloria, de poder y de majestad, sino para retratar a un Dios, bastante distinto a la idea de Dios. Ahí radica la veracidad de los evangelios. Cualquier escritor que se hubiese empeñado en inventar una biografía para Jesús digna de un  Dios, no hubiera, ni mucho menos, escrito ese nacimiento misérrimo y esa muerte ignominiosa. Lo propio de los dioses es la inmortalidad. Pero nosotros tenemos un Dios que ha muerto.

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén resulta bastante paradójica. Parece que por un momento las masas, llevadas por su entusiasmo hacia este profeta que algunos veían como el Mesías, quisieron provocar e impresionar a las autoridades y a los jerosolimitanos. Por otro lado, tenemos la sensación de que Jesús dejó hacer, se prestó a este juego infantil, a este teatro popular, a esta puesta en escena un poco rudimentaria. Durante unas horas permitió que sus discípulos se desbordasen y se desmandasen, que tuviesen la ilusión de asistir a un triunfo, de vivir un momento histórico: la presentación oficial del Mesías en la ciudad santa de Jerusalén. Uno puede imaginarse a Jesús seguir la escena con una sonrisa en los labios, con una mueca de ironía, casi condescendencia hacia sus rústicos seguidores. Como un padre que deja que sus hijos pequeños le pongan una corona de papel el día del cumpleaños.

La escena tiene sin duda un fondo teológico y una profundidad catequética: El, Jesús, es el bendito, el que viene en nombre del Señor. Es el enviado que llega para traer un novum. Los hosannas y los aleluyas están más que justificados. Pero el atrezzo es un poco cómico. Nada de carros de emperadores, ni despliegue de soldados, ni alfombras de seda. Jesús entra en Jerusalén sobre un pollino. Y los seguidores alfombran el camino con sus pobres harapos y palmas, ramas de romero y de olivo. Gritan Hosannas, eso sí, lo que enfurecen a las autoridades que ya tienen en el punto de mira a este nazareno que se está pasando cuatro pueblos.

Es un triunfo efímero. El mensaje sería este: Jesús es digno de ser aclamado como rey. Pero la advertencia es clara: el cristianismo, mirado con la lógica del mundo, lleva en sí una semilla de fracaso. La entrada triunfal es sólo un espejismo, una ilusión que se desvanece al instante.

Las mismas masas que participan en esta entrada triunfal, dentro de apenas unas horas, cambiarán sus hosannas, por sus ‘crucifícale’. Nada nuevo. Solo una advertencia para navegantes cristianos. Lo de la Iglesia triunfante solo es un barroquismo más de la iglesia. Cuando la iglesia y los cristianos triunfan en el mundo hay que pensar que algo va mal. Las masas, las iglesias llenas, las visitas papales millonarias en gente pueden hacer pensar a muchos cristianos que el catolicismo triunfa. Es un autoengaño. No es oro. Solo oropel de masas.  Lo propio de la iglesia (y de los cristianos) es el silencio, la exclusión y el exilio.

Cuando la Iglesia triunfa, ya no es la Iglesia de Jesucristo. Y a veces cuanto más triunfa la Iglesia, menos triunfa Cristo y su mensaje evangélico.

Los que aplaudían a rabiar aquella mañana en Jerusalén no estaban aplaudiendo a Cristo, sino a una idea veterotestamentaria del Mesías. Le vitoreaban los que querían un Cristo sanador y milagrero. Le aclamaban los que querían un caudillo que liderase la rebelión contra el yugo romano. Buscaban un Dios sólo para el pueblo de Israel, para los hijos benditos de Moisés. No podían admitir que ese Dios sirviese a los pedantes griegos ni a los explotadores romanos, ni a los idólatras egipcios. Querían un Mesías a la medida de sus sueños políticos y mundanos. Querían un Dios pequeño como su corazón pequeño y encogido.

Pero hubo un instante, un fugaz instante, en una mañana en Jerusalén, en que todos, unos y otros, vieron, en ese hombre de mirada profunda y de rostro manso, que había llegado el momento. Él, por su autoridad, por su libertad para criticar la hipocresía religiosa, por su modo de vivir, podía ser el Esperado, el Ansiado, el Deseado, el Mesías. El fuego de los deseos no satisfechos, la nostalgia por revivir el Reino de David y de Salomón, aunó a unos y a otros por unas horas en los umbrales de Jerusalén. Y todos, por unas horas, sintieron que había llegado el momento para presentar a este nazareno como el Libertador de Israel, el Moisés redivivo.

Fue un sueño efímero a los que despertó la peor de las pesadillas. Este Cristo no solo no era omnipotente, sino palmariamente un fracasado. Por todo ello, cuando llegó la hora del apresamiento, del juicio, de la tortura y la muerte, no tuvieron empacho en gritar ‘crucifícale’. No sólo por el miedo a ser descubiertos como seguidores de Jesús, sino también por esa frustración grande, por ese engaño manifiesto. Habían puesto sus esperanzas en un hombre que creían que era el Enviado, y no era más que un simple mortal, ni más poderoso, ni más fuerte que ellos. Se sentían decepcionados. Habían esperado en vano y habían confiado a tontas y a locas. Jesús se merecía toda la rabia. La frustración largamente reprimida, estaba a punto de estallar. Nadie, empezando por los propios apóstoles, había entendido nada. Quizás algunas mujeres que lo seguían tampoco entendían mucho más, pero ellas decidieron quedarse hasta el final. Puede que Jesús de Nazaret no fuese el Mesías esperado, pero, sin duda, era un inocente. Un sentido de piedad les ayudó a seguir a su lado cuando todos a su alrededor gritaban ‘crucifícale’.








miércoles, 11 de mayo de 2022

11.- La multiplicación de los panes y los peces (Juan 6, 1-15)

 


El niño que hizo un milagro 

Al principio de su ministerio, Jesús pasa recorriendo los pueblos y aldeas. Poco después, unos cuantos se deciden a seguirlo. A veces, como en el caso que nos ocupa, le sigue una multitud a lo lejos. El evangelio nos dice que le seguían porque había curado a muchos enfermos. La enfermedad, en la mentalidad judía, estaba considerada como un castigo divino. La salud era una bendición de Dios y la enfermedad una maldición. Los enfermos eran vistos, por lo tanto, como gente que se había apartado del sendero de Dios y recibía su merecido. Los enfermos eran indeseables. Los primeros milagros de Jesús quieren, justamente, cambiar la mentalidad. La enfermedad nada tiene que ver ni con la bendición ni con la maldición de Dios. Cristo devuelve la salud a los enfermos para que estos de nuevo sean incorporados y aceptados por la comunidad. La enfermedad más dolorosa es y será siempre la marginación y la exclusión.

La fama de Jesús tiene, por tanto, que ver con esta sanación de cuerpos. Jesús va camino de un monte y nota que le sigue una multitud. Y en seguida se siente responsable de ellos. Jesús se hace responsable de sus seguidores, y sobre ellos quiere ejercer una protección amorosa. La primera protección y la más elemental es la del pan de cada día. ¿Dónde vamos a comprar panes para que coman todos estos? Lanza a sus seguidores más cercanos una pregunta dura y difícil. De sobra sabe Jesús –luego lo sabrán también hasta el día de hoy todos los cristianos- que en el mundo no hay ‘panes’ para los pobres y sencillos. En el mundo nunca los pobres podrán comprar todo el pan que quieran, porque su calderilla de pobres no les da el derecho a su sustento diario. Felipe, como un buen ecónomo, contesta: “Doscientos denarios no bastan para que cada uno coma un poco”. Y Felipe sin saberlo también hace otra profecía para el futuro de la Iglesia: nunca habrá denarios suficientes para dar de comer a una multitud desorientada, como ovejas sin pastor. La Iglesia, como institución, nunca tendrá denarios suficientes para quitar el hambre en el mundo.

Y aquí en esta situación de limitación, limitación de la Iglesia, limitación de los sucesores de los apóstoles, se produce el milagro y también la solución. El día en que los cristianos compartan lo que tengan, como hizo el muchacho del que habla el evangelio, ese día se acabará el hambre en el mundo. El milagro sólo se produce cuando se comparte. El pan que se parte y se comparte, se multiplica. Las vidas de los santos de la caridad han reproducido este episodio. Ellos han sido el muchacho de los cinco panes y de los dos peces. Ellos han dado de comer a multitudes. Ellos han obrado el milagro. ¡En cuántos episodios de la vida de Luis Guanella se ‘reproduce’ esta multiplicación de los panes y de los peces!

Este es el aspecto más interesante. Este es el milagro del que nos habla el evangelio: Es un niño el que tiene los panes y los peces. Y él los pone a disposición de Jesús. Se los entrega. El niño no hace cálculos matemáticos y económicos, como rápidamente los ha hecho Felipe. El niño confía, y por eso confía su cesta a Jesús. No sabe lo que va a hacer Jesús. No se puede imaginar el milagro. Pero no se deja vencer por ese miedo a perder cesta y alimentos. Este muchacho –hay que decirlo- es el único de los que seguía a Jesús que no necesitaba en absoluto un milagro, porque él disponía de lo necesario para comer ese día y al día siguiente. Este niño tiene el pan asegurado, tiene las necesidades resueltas. Este niño no precisa el milagro. No calcula las posibles consecuencias negativas de esa entrega de la cesta. Pero este niño, el único materialmente no necesitado, quiere experimentar en su pequeña alma la satisfacción de la entrega, el placer de la generosidad, el ideal de la humanidad. Es un niño pero quiere ser un hombre en plenitud, un hombre total. El –lo sabemos ahora- es el primer cristiano. El Reino de los Cielos no se construye sin niños (sin pequeños, sin insignificantes…) que pongan en las manos de Jesús sus cinco panes y sus dos peces. Hay una belleza y una poesía en la reacción de este chico: él que no tiene hambre de pan, porque lo lleva bajo el brazo, tiene hambre de Dios, quiere acercarse a Dios, confiar en Él. Saber de una vez lo que es saciar el hambre de eternidad. 

El pasaje termina diciendo que, ante el portento realizado, la multitud quería proclamarlo rey, pero Jesús se escabulló y se apartó a lugares solitarios. En cuanto se llena la barriga a los hombres, uno se asegura su voluntad y su pleitesía. Y esta multitud hubiera estado encantada con tener un rey que les asegurase el chusco diario. El Reino de Dios hubiera sido, así, la Corte de los Milagros. Pero la multiplicación de los panes y de los peces son sólo la imagen de la preocupación que es preciso sentir por los que están necesitados y, al mismo tiempo, la certeza de que sólo habrá milagros verdaderos y cotidianos cuando los hombres y las mujeres puedan compartir la cesta de alimentos que tienen en sus manos, en su cabeza o en su corazón. Pero nunca para obtener de ellos una proclamación regia, nunca para que los beneficiados se conviertan en súbditos. He aquí la radical diferencia con los tiranos del mundo. Nunca para que aquellos a los que ayudamos nos digan: “Qué bueno eres. Sé tú mi rey”. Cuando la Iglesia se ha dejado proclamar ‘Rey’, o se ha constituido en poder establecido de este mundo, ha sido la hecatombe, para el mundo y para la propia Iglesia.






martes, 3 de mayo de 2022

10.- Las bodas de Caná (Juan 6, 1-15)

 Multiplicar las alegrías

 


Un buen día, un oscuro carpintero de Nazaret de unos 30 años, deja su casa, su trabajo, e inicia una peregrinación por Galilea. Seguido de unos pocos amigos y familiares (entre ellos su madre), va de pueblo en pueblo y de plaza en plaza. Un sin-techo más, un sin-morada-fija más. Un aprendiz de profeta, de los que Palestina tenía para dar y tomar. Predicadores vagabundos, iluminados, que hablaban del Mesías que estaba por llegar, o que interpretaban el momento histórico a la luz de las escrituras, o que denunciaban las injusticias sufridas bajo el yugo romano. Los había con más éxito y con menos. Tenían más o menos seguidores. Las autoridades religiosas establecidas, guardianas de la ortodoxia, no se entrometían en estos asuntos. Los consideraban charlatanes, juglares, poetas, hippys, inconformistas. Vagabundeaban y predicaban durante unos meses, o quizás sólo unas semanas. Luego, sentaban la cabeza, se casaban, tenían hijos y, ya ancianos, contaban, a sus nietos la aventura de un tiempo en que también ellos habían querido cambiar el mundo. Las autoridades no se entrometían, salvo que estos utópicos se extralimitasen y pusieran en entredicho la autoridad de los líderes religiosos. Entonces, se tomaban medidas. ¡Una cosa es hablar del Mesías o de las utopías de un mundo mejor, y otra cosa es hablar mal de los representantes de la religión establecida! Y así ha sido siempre. ¡Una cosa es que se haga chirigota de Dios y otra muy distinta que se haga escarnio de los que se autoproclaman sus vicarios y portavoces! ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Jesús acaba de salir a los caminos de Galilea. Antes, ha pasado una temporada en el desierto, en total soledad. Ha querido saber qué es lo que Dios quiere de él y cómo va a hablar a sus futuros discípulos, a sus seguidores de este Dios. Una preparación, en silencio, a lo que él cree que es la misión de su vida. La razón de su existencia.

Lo suyo no es una aventura. No es una puesta en escena de rebelión. No pretende jugar a revolucionario. Tiene treinta años. Se ha pasado media vida entre virutas y tablas, entre el cepillo y el escoplo. Pero su corazón estaba en otra cosa y su alma estaba en el Otro. Lo ha meditado bien. Lo ha madurado bien. Ha renunciado a muchas cosas para prepararse en cuerpo y alma a esta misión. Aún a costa de ser tenido por un joven ensimismado, por un solterón empedernido, él no se ha desviado ni un solo minuto de su trabajo verdadero: cómo anunciar a Dios, cómo ser su Palabra…, cuando llegase el momento.

Ya está en los caminos. Pero no se ha vestido de profeta. No lleva hábito de santón. Él es un hombre normal, que va a asumir la normalidad, como norma de su vida. Y dentro de la normalidad, podemos comprender su asistencia a la boda de unos amigos.

En la boda también está María. María también ha salido a los caminos siguiendo a su hijo. Quizás al cerrar los postigos de las ventanas y entregar la llave de la casa a una vecina pensó que, a partir de ese momento, su casa estaría donde estuviese su hijo.

El trabajador humilde que ha sido Jesús hasta este momento inicia su ministerio público en una boda, en un momento de alegría para la comunidad, que se ve interrumpida por la falta de vino. ¿Puede haber un banquete sin vino, sin bebida? ¿Puede haber una fiesta sin que el vino anime los corazones para conversar, cantar y danzar? El vino se ha acabado en esta boda. Y María puede intuir la vergüenza y la pena de unos novios por invitar a los amigos a un banquete escaso de vino. Hay agua, para saciar la sed, pero el hombre no sólo tiene necesidad de saciar la sed, sino de animar el corazón y alegrarse, por el mero hecho de estar juntos y de celebrar los buenos momentos. Al cuerpo le basta el agua. Al corazón el agua no le basta.

Jesús convierte el agua en vino. Y así multiplica la alegría. Jesús trae un mensaje de alegría que se nos ha olvidado con frecuencia a los cristianos, y más aún a la Iglesia. Se ha hecho hincapié en el pecado, la austeridad, la penitencia, la culpa, la cuaresma y la abstinencia... Y hemos perdido de vista que el mensaje originario de Cristo es un mensaje de liberación, de alegría, un gozo grande, una buena noticia, una redención, una salvación, un banquete, un convite, un alegre compartir de los seguidores de Jesús.

 Entre el vino de las bodas de Caná y el vino de la última cena transcurre la vida de Jesús, creando atmósfera de fraternidad, compartiendo con los hombres sus momentos de pena, pero también de alegría. Compartiendo el compartir de los hombres.

Jesús ha multiplicado las alegrías de los hombres. Nos lo recuerda la bellísima partitura de Bach, Jesús, alegría de los hombres. Jesús está en medio de nosotros convirtiendo el agua de nuestra vida –nuestra insípida existencia- en vino oloroso y estimulante. Las tinajas de agua están llenas. El agua es la dura cotidianidad, las penas de cada día, los sinsabores y las rutinas, el trabajo opresivo, las relaciones incordiantes y desgastadoras, la devastadora realidad del mundo, el desierto de las emociones, el polvo del camino, la rabia de las frustraciones.

Pero Jesús está aquí para transformar todo esto en ‘vino’. ¿Y cómo podemos experimentar en el ajetreo mesetario y gris del día a día esta transformación? La clave nos la da María: haced lo que él os diga. Esa es la receta para que un agua, una vida incolora, inodora e insípida se transforme en una vida de color, en una vida perfumada, en una vida de sabor. Jesús ha venido a operar este cambio y a realizar esta transformación. Es un milagro, ciertamente, convertir el agua en vino, pero mucho menos milagroso que transformar nuestra vida cenicienta, tristona, desmotivada en una vida con sentido, en una vida plena, en una vida de alegría.

Jesús ha venido no sólo a borrar nuestros pecados, sino a multiplicar nuestras alegrías.







miércoles, 27 de abril de 2022

9.- El banquete en casa de Simón (Lc 7, 36-50)

 La conciencia del pecado

         Sabemos que la hipocresía de los fariseos, y el hecho de que utilizasen la religión como un arma de poder, fue objeto de terribles acusaciones por parte de Jesús. Pero Jesús aceptó su invitación a comer. No rehúsa el encuentro, aun sabiendo que esta invitación proviene de personas retorcidas.

Nos sorprende asimismo el hecho de que Simón, que al igual que la mayoría de los fariseos no comulgaba con las ideas de Jesús, y que le seguían minuto a minuto para hacerle caer en sus trampas, invitase a Jesús a un banquete. ¿Por qué lo hizo Simón? ¿Sentía simpatía por las enseñanzas del maestro de moda? ¿Quería a un antisistema en su banquete para dar un poco de chispa al encuentro, para alegrar la comida, para divertirse, para ironizar sobre sus enseñanzas, para domesticarle, para atraerle a su terreno, para polemizar con él?

Jesús asiste al banquete. No detesta, ni se retira de los hombres, ni de los placeres de la compañía y de la mesa. Acepta la invitación porque cree que todo ser humano es redimible, y que todo el mundo merece una oportunidad. Él es un hombre sin prejuicios. Vivir, nos había dicho Marguerite Yourcenar, es luchar contra los prejuicios.

Y allí, quizás al final de la cena, una mujer irrumpe en el banquete, sin que nadie la haya invitado, por supuesto. Porque éste, como eran la mayoría de los banquetes, era cosas de hombres. Sólo ellos podían hablar, dialogar, discutir o polemizar sobre los asuntos del mundo y sobre los asuntos de la religión.

Los comensales y bebensales se sienten horrorizados por esta irrupción: ¡es una pecadora! Pero ella va a lo suyo: masajea los pies cansados de Jesús, los encrema, los perfuma, los seca con su cabellera sedosa, como si fuese una toalla de holanda. Y alrededor empiezan las murmuraciones: “Si la conociera, no la dejaría hacer todo esto, dar este espectáculo”. Evidentemente Jesús no la conocía. La conocían los demás porque, muy probablemente, habían yacido con ella, o habían deseado hacerlo. La impureza nunca asusta a los puros, pero a los impuros les pone nerviosos. Omnia munda mundis. Para los puros todo es puro. María se arrodilla, consciente de su propia insignificancia, de su poco valor social. Le lava los pies con un perfume caro y se los seca con sus propios cabellos. Ella habrá lavado, no sólo los pies, a los clientes, y lo habrá hecho por el salario, quizás con rabia, quizás con profesionalidad. Pero ahora lo hace por puro amor, por puro cariño, porque quien tiene delante no es un cliente, y nunca lo será, sino alguien limpio como un niño. La pecadora haría este mismo gesto con un niño. Y por eso mismo, lo hace con Jesús, que es puro de corazón. Ella no teme la honra, porque no la tiene, porque hace tiempo, quizás desde adolescente, ya es una deshonrada.

La observan, coléricos. Para todos es una situación embarazosa: ¡Una pecadora en esta casa santa del fariseo Simón! La miran con desprecio y con rabia. Expectantes a ver lo que dice Jesús. No se atreven a echarla, porque Jesús, no solo no siente rabia, sino parece divertido y enternecido a la vez. Divertido, al ver los rostros abotargados, a punto de estallar por la ira de los hombres que lo rodean. Y enternecido por esta mujer que ha osado entrar en una casa respetable, quizás con la intención de buscar la comprensión de Jesús, quizás con la necesidad de ser escuchada, pero no es capaz de hablar, de decir una palabra, sino solamente de llorar y de acariciar los pies de este hombre nuevo, de este hombre diferente. El único de la concurrencia con el que no se ha acostado, pero el único al que se atrevería a hacer una confidencia del corazón, una confesión de su alma.

La pecadora no tiene de qué preocuparse. Nada teme. No les va a echar en cara que les ha visto antes en su cuchitril de mala muerte, que sabe quiénes son, que les ha visto desnudos y procaces, que los ha visto sin la máscara del hábito de las personas respetables. Los demás temen la verdad. Y no entienden cómo este profeta, que debería estar al tanto de la reputación de esta mujer, no hace nada para impedir este besuqueo y estas deshonrosas caricias. ¿Qué van a decir de Jesús mañana en toda la ciudad? ¿No se devaluará su prestigio, no se desmoronará su buen nombre?

Después de unos eternos minutos de silencio, Jesús toma las riendas de la conversación y de la sobremesa, pero no para echar con cajas destempladas a la pecadora ni para poner cara de indignado por la indignidad de la vida de esta mujer. Jesús, al igual que haría muchos siglos después Teresa de Jesús, no le espantan las debilidades humanas. Le espanta la hipocresía, esa fachada de honorabilidad que esconde una pocilga hedionda.

Y entonces, Jesús se sale por la tangente. Y habla del perdón. Y cuenta una parábola a Simón sobre un señor que tenía dos deudores. Uno le debía mucho y otro le debía poco. Perdona la deuda a ambos deudores. Y entonces llega la pregunta: ¿Quién debería estar más agradecido? El fariseo se sabe la respuesta y responde acertadamente: “Aquel a quien más se le perdonó”. Pero no capta nada más, ni siquiera la ironía y la retranca de Jesús. El fariseo entiende que esta mujer despreciable debería sentir agradecimiento hacia este profeta que no la juzga y que la perdona. Pero no era así: Es Simón quien debe sentirse más agradecido que la pecadora, porque Jesús, viniendo a su casa, había hecho la vista gorda y había pasado por alto sus pecados, que no eran pocos.

Jesús echa en cara al anfitrión haberle invitado a comer y no haberle acogido con calor de amigo. Le ha dado el pan y los buenos manjares, pero no la amistad y la alegría. Ella sí. Ella es una pecadora. Y los es por su relación venal con el sexo. En la cultura judía y también en la cultura cristiana, los pecadores son únicamente los que rozan o se enfangan en el sexo. Y esto atañe especialmente a las mujeres. Los varones que hacen eso mismo simplemente son ‘más hombres’.

Jesús cambia el concepto no solamente del perdón, sino del pecado mismo. A los ojos de Jesús, servirse de la religión para medrar socialmente  e instalarse entre los poderosos, encierra un pecado mayor que servirse del cuerpo para ganar cuatro monedas.  Por eso mismo, echa en cara a Simón no haberse mostrado más agradecido. Y despide a la pecadora con una bendición: ‘vete en paz’.









A destacar

Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

Lo más visto: