domingo, 31 de enero de 2021

Silencio, quietud, lentitud y contemplación

 



En una entrevista al sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santo decía esta frase que me ha hecho pensar: “El virus es un pedagogo que nos intenta decir algo. El problema es saber si vamos a escucharlo”.

Podemos estar angustiados por el preocupante ascenso de los contagios, por los datos de hospitalizados y muertos, por unas rutinas diarias trastocadas desde que en el mes de marzo de 2020 la pandemia hizo una abrupta irrupción en nuestras vidas. Pero, en medio de la adversidad, podemos preguntarnos qué nos quiere enseñar este virus o que podemos aprender nosotros, lectores de la realidad que nos toca vivir.

El virus nos muestra, tal vez con descarnada rotundidad, la fragilidad de nuestras existencias. Las creíamos sólidas, consistentes, programadas hasta el mínimo detalle, y felices. Eran unas vidas seguras y aseguradas.  Y sin embargo, la pandemia, vino a darnos de tortas, desprogramó nuestras agendas, y nos lanzó a la intemperie. La tremenda fragilidad de nuestra carne, que hoy está sana y mañana está enferma. La tremenda fragilidad de nuestra mente, que hoy está eufórica y mañana se siente desangelada.

De repente, nada puede ser planificado. No sabemos si podremos acudir al cumpleaños de nuestro amigo, ir a la boda de nuestro hermano, visitar a nuestro padre en su pueblo, salir de la ciudad para un día de excursión, continuar con el taller de música, hacer deporte o simplemente tomar un café en el bar de la esquina. Nada ya es programable. Las restricciones son de hoy para hoy.

Carpe diem. Lo repetíamos a menudo. Éramos la generación del carpe diem. Decíamos a menudo lo de vive el momento, vive la vida, pero en el fondo estábamos diciendo: sueña con las vacaciones de verano, prepara la comida del próximo domingo, planea la fiesta de cumpleaños del mes que viene, organiza el viaje para conocer tal ciudad el puente de mayo. Y de repente no podemos contar con estos “disfrutes de futuros”. De repente, se nos obliga a cambiar nuestros esquemas. Tenemos que desaprender, desprogramarnos. Ya sólo contamos con el presente más presente, con el instante más instantáneo. Por primera vez nuestra generación no puede conjugar el futuro (en tiempos de guerra, tampoco existía el futuro). Este es el tiempo del aquí y del ahora: un breve paseo, una taza de café, escuchar música, llamar por teléfono a un familiar, preparar un dulce o un plato de pasta para tu pareja, leer un libro que dormía hace tiempo en la estantería… Todas cosas sencillas, humildes, mediocres.

Pero no podemos instalarnos en la queja y en la pesadumbre. ¿No nos querrá decir, acaso, este virus que estábamos marchando a una velocidad endiablada? ¿No éramos especialistas en llenar nuestro ocio y tiempo libre con talleres, aprendizajes, viajes, compras, experiencias? ¿No queríamos probarlo todo, saberlo todo, explorarlo todo, sentir todo? ¿No eran nuestras vidas una especie de carrera por entrar en el libro Guinness, tantos viajes, tantas excursiones, tantos restaurantes, tantos centros comerciales, tantos países, tantos fines de semana? Cada momento del día, de la semana o del mes tenía que ser ocupado por un sinfín de actividades, porque, si no, el aburrimiento y el tedio nos engullían. Queríamos estar en todos los sitios a la vez, tener mil experiencias cada verano, comer todos los platos y beber todas las botellas. Lo queríamos todo y lo queríamos ya.  Y ahora el barco de nuestra ‘dolce vita’ está varado, encallado en el arenal de un virus que nos zarandea y golpea con inusitada violencia.

¿No será este virus el que nos esté invitando a estas cuatro cosas: silencio, quietud, lentitud y contemplación?  ¿Podemos huir del ruido exterior e interior? ¿Podemos pararnos, detenernos, ralentizar nuestro día a día, aquietar nuestras prisas? ¿Podemos conjugar el hacer con el mirar, admirar y contemplar? ¿A qué conduce un activismo sin reflexión?

La naturaleza, en su insondable sabiduría, es una llamada a la lentitud, una convocatoria a la espera, a la paciencia, a la quietud, al descanso. ¡Qué silencio¡ ¡Qué espera! ¡Qué quietud y qué lentitud hasta que la semilla brota y da fruto¡

El coronavirus no es un castigo divino. Si acaso, el azar trágico que golpea de vez en cuando a la humanidad. Una tragedia desconocida para nuestra generación que no había conocido guerras ni cataclismos apocalípticos. El coronavirus –aseguran algunas voces- es una llamada de atención ante la sobreexplotación de la tierra sin conciencia y ante una manipulación genética sin ningún código ético. Yuval Noah Harari, una mente bastante lúcida, ha escrito que “nos esperan cosas mucho peores que la Covid-19, si no tratamos el problema medioambiental. La gran tormenta económica todavía está por llegar. No hay liderazgo y me da la impresión de que no hay ningún adulto en la sala”.

Preguntarnos qué nos quiere decir la pandemia y qué nos invita a cambiar de nuestras enloquecidas existencias es un acto de inteligencia. La pandemia, con sus dolorosas secuelas, no es ningún bien deseable, ni ninguna invitada a la que haya que dar la bienvenida. Pero, puesto que está aquí, y puesto que el ser humano es el único animal que se hace preguntas, podríamos aprovechar la coyuntura para plantearnos algunas cosas y para aprender alguna lección de esta peste y de esta guerra.  

domingo, 24 de enero de 2021

Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal.


 


Adolf Eichmann fue un alto funcionario del Tercer Reich, directamente encargado de la deportación de miles de judíos camino de los campos de concentración, de memoria y nombres infames. Cuando los ejércitos aliados llegaron a Alemania, pudo escapar del país, con nombre y pasaporte falsos. Se instaló en Argentina. En 1960, los servicios secretos de Israel lo raptaron en Buenos Aires y lo condujeron a Jerusalén para juzgarlo por genocidio.

Hannah Arendt  era una filósofa y escritora alemana, de origen judío, que tuvo que exiliarse de su patria. Marchó a Estados Unidos. Y trabajaba para el periódico The New Yorker. Fue este diario quien la envió como corresponsal al juicio que se celebraría en Jerusalén.

Pero Hannah no se limitó a enviar las crónicas a su periódico sino que se entregó, con su penetrante inteligencia, a intentar comprender lo que estaba pasando en el juicio y lo que había pasado en toda Europa desde que la bandera del antisemitismo había empezado a ondear en tantas naciones, y especialmente desde que, con las Leyes de Nuremberg del gobierno de Hitler, comenzó la discriminación y la hostilidad a los judíos, terminando muchos de ellos en las cámaras de gas.

Hannah fue la juez imparcial, en un ambiente, Jerusalén, donde casi nadie lo era. De su búsqueda y de su intento por comprender la globalidad del ‘asunto judío’ surgió un libro Eichman en Jerusalén. Casi sesenta años después de su publicación, ha caído en mis manos.

Hannah Arendt acuñó el término ‘banalidad del mal’, que después se ha convertido en una expresión capital del pensamiento moderno para indicar esa falta absoluta de conciencia a la hora de obrar el mal. Los actos más abyectos fueron ejecutados por “personas normales” que nunca sintieron que estaban haciendo algo malo. Ellos se limitaron a cumplir órdenes: estampar un sello, pulsar un botón, conducir un tren, elaborar unas listas… todas acciones aisladas. Pero nunca se preguntaron dónde terminaban esas acciones banales y cuáles eran sus resultados. Muchos de los criminales nazis (en el mundo comunista se dieron otros tantos) eran padres ejemplares y cariñosos, esposos atentos, personas cultas e instruidas que se emocionaban con Bach o Wagner, cuidaban a sus mascotas, eran encantadores con sus amigos en las excursiones por las montañas …

Eichmann fue uno de esos practicantes de la banalidad del mal. Cuando lo detuvieron, orgulloso, dijo a sus raptores: “Soy efectivamente Adolf Eichman”. En todo momento se declaró inocente. Él siempre había sido un funcionario obediente, ejemplar. Y no se arrepentía en absoluto de haber sido un cumplidor a rajatabla de la promesa realizada al entrar en el mundo nazi: “Yo sólo me dedicaba a organizar el transporte de judíos”.

Las dos ideologías odiosas del siglo XX (nazismo y comunismo) produjeron, como un fruto amargo, esta banalidad del mal. Hacer el mal es un acto banal, como tomarse una copa de vino, lustrarse los zapatos o pasear al perro. ¿Cómo fue posible llegar a hacer el mal con tanta ligereza, con tanta banalidad? A esta banalidad del mal se llega cuando una ideología política se convierte en un asunto de fe ciega. Cuando se idolatra tanto a un líder y a una idea, individuos y masas son capaces de jurar obediencia sin peros y sin fisuras. Para convertir el mal en pura banalidad fue suficiente con extirpar la conciencia personal, anular cualquier sentido de empatía o compasión hacia el otro y con no preguntarse jamás a dónde conducen mis actos, por muy pequeños que sean. Y muchos asintieron sin más, y sin hacerse preguntas.

El extenso informe de Hannah Arendt buceó también en las aguas turbias de la historia y del corazón humano. Y por ello fue vapuleada y criticada. Cuando Alemania fue derrotada, muchísimos alemanes confesaron que, ocultamente, sentían compasión por las víctimas del Holocausto, que ellos nunca aprobaron las políticas y las ideas de Hitler… Hannah demostró que no era cierto: Hitler se sintió arropado por la mayoría de su pueblo. Y todo el mundo miró para otra parte para no ver lo que era obvio a todas las luces. Hannah también arrojó luz sobre las muchas sombras del sionismo en Alemania que, al principio, no ocultó su simpatía por el discurso reivindicativo y patriótico de Hitler. Asimismo, desenmascaró a los Consejos Judíos nombrados por el régimen nazi para hacerse cargo de los asuntos cotidianos que afectaban a todos los judíos. Hay una frase terrible: “En su largo viaje a los campos de concentración, los judíos se encontraban con pocos alemanes”. Eran judíos los que elaboraban listas, conducían a los prisioneros, hacían funcionar las cámaras de gas y distinguían entre judíos alemanes o judíos polacos, judíos combatientes y judíos apátridas. Un capítulo negro dentro de la historia negra de la Shoah.

Eichmann, impertérrito a lo largo de todo el proceso, incapaz de comprender porque se le estaba juzgando, fue condenado a pena de muerte en un juicio con muchas sombras desde el punto de vista de la legalidad internacional. Sirvió, eso sí, para hacer memoria del mayor pogromo sufrido por el pueblo judío. Los numerosos testigos, llegados de media Europa, fueron desgranando su calvario de privaciones, humillaciones, heridas y sufrimientos. Eran los escasos supervivientes de un sistema perverso que se puso como objetivo una “Europa sin judíos”.

La conclusión de Arendt es que Eichmann era “un hombre normal, terriblemente normal”, un hombre sin sentido ninguno de la trascendencia, que se había entregado totalmente a una ideología en la que la exterminación judía era parte del programa. Y a este programa, sin pensárselo y sin sentir ningún odio especial por los judíos (algo que el acusado repitió machaconamente), se entregó metódica y totalmente. Una entrega ciega a una ideología que había trocado el “No matarás” por el “debes matar”

Eichmann se dirigió con gran dignidad al patíbulo, después de haber solicitado una botella de vino. Declaró con énfasis que él era un Gottfläubiger (término nazi para indicar que no era cristiano y que no creía en la vida sobrenatural). Luego prosiguió: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos”. Y la autora concluye: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.







domingo, 17 de enero de 2021

Oriana Fallaci: rabia y orgullo

 




Era una adolescente, casi una niña, cuando iba y venía por las calles de Florencia con un capazo. Debajo de las coles, las zanahorias y las lechugas, transportaba bombas y municiones para la Resistencia contra el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre, un albañil, un partisano muy activo alistado a la Resistencia, la había educado desde pequeña como a un hombre que no debía tener miedo a nada ni a nadie. Al acabar la guerra, fue condecorada como un soldado valiente. Tenía 16 años. Estamos hablando de Oriana Fallaci (1929-2006).

Estudió medicina, pero finalmente se dedicó al periodismo. Cubrió la muerte de Martin Luther King, la de Robert Kennedy  y la matanza en la Plaza de las Tres Culturas de México en 1968, “una masacre peor de las que he visto durante la guerra”. Fue durante esa refriega de la policía contra los estudiantes donde fue herida. Se la dio por muerta y se la condujo a la morgue, pero el capellán, al rezar el responso, se dio cuenta que movía los dedos. Escribió también sobre la llegada del hombre a la luna. Fue la primera mujer corresponsal de guerra, cubriendo la guerra de Vietnan, en la que se mostró igual de crítica con los estadounidenses y con las tropas locales.

Oriana fue la escritora que se dio cuenta de esas contradicciones de la juventud hippy, a la que llegó a ridiculizar: “El vandalismo de los estudiantes burgueses que osan invocar al Che Guevara, pero que viven en casas con aire acondicionado, van a la escuela con el todoterreno de papá y al night club con la camisa de seda”.

En agosto de 1973, Alexandros Panagoulis salía de la cárcel griega donde había permanecido por su oposición a la Dictadura de los Coroneles. Oriana Fallaci se acercó para entrevistarle. Se enamoraron perdidamente, y juntos permanecieron hasta que un sospechoso accidente automovilístico acabó con la vida de Alexandros en 1976 (a él le dedicaría la novela Un hombre). Juntos habían investigado la muerte del poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, y habían señalado “que no era una muerte pasional sino un asesinato con móvil político”, algo que aún hoy no se ha esclarecido. Oriana y Alexandros perdieron al hijo que esperaban, y de esta experiencia traumática, surgió Carta a un niño que nunca llegó a nacer. Vendió cuatro millones de ejemplares.

Después vendría el libro Entrevista con la Historia, en la que recoge entrevistas a personalidades de medio mundo. El Dalai Lama, Gary Grant, Husein de Jordania, el arzobispo Makarios, Golda Meir, su amado Alexandros Panagoulis, Sean Connery, Yasser Arafat, Reza Pahlevi, Federico Fellini, Haile Selassie, Henry Kissinger, Indira Gandhi, Willy Brandt, Deng Xiaoping, Leoplodo Galtieri (a quien llamó directamente "torturador"), Gadafi o Jomeini (a quien acusó de tirano, a la vez que se quitaba el chador que le habían obligado a vestir para hacer la entrevista),  se sometieron a las preguntas aceradas de la más importante periodista de la época.

En 1991 fue enviada a la Guerra del Golfo, última vez que Fallaci trabajó como reportera de guerra. Luego la escritora se retiró a Nueva York, asqueada por una Italia y una Europa del buenismo y de lo políticamente correcto. Se convirtió en una exiliada de su propia patria a la que ya no podía entender. Pero los atentados de las Torres Gemelas en septiembre de 2001 la sacaron de su monacato de Manhattan, de un silencio que duraba ya 10 años. Volvió a la palestra pública, una irrupción atronadora y clamorosa, mediante un artículo publicado en el Corriere della Sera, La rabia y el orgullo. Un largo artículo en el que clamaba contra una forma equivocada de entender la tolerancia por parte de Europa, la multiculturalidad, el diálogo con un islamismo que, según ella, desprecia los valores, la cultura, la religión, la laicidad, los derechos de la mujer, propios del mundo occidental.

Ella que había sido toda su vida una furibunda anticlerical y una atea activa, se declaraba, en esta hora trágica de la historia, una “cristiana atea”. Bramaba contra el buenismo occidental y la ceguera de una Europa ridícula que no quiere ser acusada de racista o xenófoba: “Nuestro primer enemigo no es Bin Laden ni Al Zarqaui, es el Corán, el libro que los ha intoxicado”.  Y consideraba una broma de mal gusto comparar a Cristo con Mahoma: "Alá es un Dios patrón, un Dios tirano, un Dios que en los hombres ve a sus súbditos y sus esclavos. Un Dios que, en vez del amor, enseña el odio, que a través del Corán llama perros infieles a los que creen en otro Dios y manda castigarles, subyugarles, matarles. ¿Cómo se puede poner en el mismo plano al cristianismo y al islamismo?, ¿cómo se puede honrar de igual manera a Jesús y a Mahoma?"

La rabia y el orgullo, el panfleto y alegato contra la decadencia de Occidente y la tolerancia hacia el Islam, encendió todas las iras y todas las críticas contra la periodista italiana. Radical, racista, xenófoba, fascista… Fue denunciada por particulares, ongds, asociaciones y hasta tres gobiernos (entre ellos el francés) “por incitación al odio racial y frases ofensivas para el Islam y los que practican esta religión”. Pero ella ya estaba desbocada. Y fiel a la consigna de no tener miedo ni a nada ni a nadie, siguió presentando batalla contra todo y contra todos (izquierdistas de pancarta, feministas críticas con el catolicismo y tolerantes con el islamismo, la propia Iglesia Católica y sus asociaciones caritativas, las autoridades europeas). Las amenazas y los insultos llovieron sobre Oriana: “Ojalá tengas un cáncer”. Y ella, impertérrita, contestaba: “Ya lo tengo” (como así era, de pulmón). “Ojalá te mueras”,  y ella contestaba: “No tardaré”.

Al final de su vida, sólo decía sentir admiración por la inteligencia clara y la búsqueda de la verdad de un hombre: Benedicto XVI. Llegó a entrevistarse con él en Castelgandolfo, aunque nunca se supo de qué habían hablado. En una de sus últimas declaraciones a la prensa, Fallaci aseguró: "Me siento menos sola cuando leo los libros de Ratzinger".

En 2006, muy enferma, quiso volver a su Florencia para morir, a las calles que la habían visto de adolescente, paseando, arriba y abajo, con su capazo de verduras y bombas de mano. ¿Fue la radical xenófoba y la racista incendiaria  o la Casandra que ve un futuro de nubarrones que nadie quiere ver en esta Europa desnortada?








domingo, 10 de enero de 2021

Otro tipo de paternidad



La inmensa maquinaria del mundo produce tanto ruido que difícilmente somos capaces de fijarnos en las personas que obran el bien en silencio, pero cuya bondad, si faltase, la echaríamos en falta.

San José es el personaje más silencioso del evangelio. Tan discreto que los cristianos tardaron siglos en percibir su grandeza. El arte cristiano, que refleja siempre la fe en un momento determinado de la historia, se ocupó muy tardíamente de él. Y las primeras veces que lo hizo, por ejemplo en las escenas del nacimiento, lo representó en un segundo plano, casi escondido, insignificante, una figura perdida en el escenario en que María y el Niño brillaban con luz propia.

Y este recuerdo a San José me viene ahora a la cabeza porque acabo de leer que el Papa ha decidido que el 2021 sea el Año de San José, un hombre, aparentemente, de escasa biografía, cuya vida y hechos caben en una línea.

Un modesto carpintero de Nazaret se queda prendado de una hermosa joven, pero antes de convivir con ella, descubre que espera un hijo. Y sin embargo –misterios del corazón humano- decide seguir adelante con sus planes de formar una familia. Y renuncia a repudiarla públicamente. ¿Confianza ciega en la joven María que le asegura que no ha conocido varón? ¿Amor sin fisuras hacia esa mujer en cuyos ojos bondadosos él se ha visto reflejado? ¿Fe sin peros en el Dios de sus padres que invita a la misericordia y a la clemencia? En el Evangelio, se nos dice que José tuvo ‘sueños’, que es la manera poética para indicarnos que este hombre tomó decisiones después de escuchar la propia conciencia.

El Nuevo Testamento se inicia con la genealogía de Jesús que nos proporciona el evangelista Mateo. Genealogías tan caras a los orientales y a las estirpes regias.  Abrahán engendró a Isaac y así sucesivamente, generación tras generación… Jacob engendró a José, el esposo de la Virgen María, de la cual nació Jesús. La genealogía se interrumpe abruptamente en José. José es el varón que no engendra. En José, la genealogía se hace trizas. Y aquí termina el antes de Cristo y empieza el después de Cristo. Muere el antiguo pueblo de Dios, al que se pertenecía por la sangre y el semen de la raza,  y nace el nuevo pueblo de Dios, al que se pertenece por el espíritu de amor. La genealogía se interrumpe en José. La paternidad no se otorga a José por la sangre sino por el amor y la ternura. Una paternidad distinta. Lo que crea paternidad es la protección, el cuidado, el cariño, la custodia, el consejo, la guía, el ejemplo…

El gran silente del evangelio, el hombre que ha renunciado a la semilla de su cuerpo, el hombre que alimenta, cuida, protege y mece en sus brazos a un Dios es el más insignificante de los hombres nacidos entre los judíos. Ni rey, ni profeta, ni sacerdote.

El hombre que obedece a su conciencia y que, con su conducta, abole la ley judía que permitía al varón denunciar cualquier conducta ‘no ejemplar’ de la mujer. José es el hombre que afronta el camino de los refugiados a Egipto para no poner en peligro la vida de un hijo que no es suyo, pero al que quiere más que a sí mismo. El hombre que enseña, como piadoso judío, las oraciones a su pequeño, que le acompaña a la sinagoga, que se siente acongojado cuando el niño se pierde en Jerusalén… Un sencillo carpintero que desaparece discretamente de esta mundo, sin hacer ruido, cuando Jesús es un adulto y ya no lo necesita.

José es imagen de tantos hombres y mujeres callados, silenciosos, discretos, que obran el bien sin flashes y sin cámaras. No predican porque se saben ignorantes. No pontifican porque no creen estar en posesión de la verdad. Perdonan porque desean ser perdonados. Cuidan porque han sido convocados a la maternidad y a la paternidad.

San José es la imagen del trabajador sacrificado, del padre que se gana la paternidad día a día, por su ternura, del esposo que confía y protege, del emigrante que huye de su propio país para proteger a su familia. Para los creyentes, es el patrón de los agonizantes, quien vela y cuida de ese instante en el que todo ser humano abandona esta tierra y se enfrenta al misterio insondable del más allá.

En estos tiempos de yoes superinflados, de personas que se creen el ombligo del mundo, de sermoneadores que a cada momento nos dicen lo que debemos pensar, sentir y hacer, de gentes que cacarean, como gallina ponedora, sus cualidades… San José es el hombre justo (el único adjetivo con que le describe el evangelio) que deja la semilla humilde de su vida sembrada en la tierra del mañana.

El mundo no se desquicia y sigue girando como si nada, gracias a estos seres humanos que se ganan, día a día, la paternidad y la maternidad, por su ternura y por sus cuidados. Lo suyo no es vivir a tope. Lo suyo es desvivirse.

martes, 5 de enero de 2021

De lecturas y relecturas en 2020






1.       1. Diez lecturas para resumir el año.

      George Steiner murió en 2020, después de una vida académica al servicio de las humanidades. Uno de los últimos intelectuales en defender los saberes clásicos, ahora en grave retroceso por la revolución tecnológica e informática. Pero sin las humanidades, asegura Steiner, será  fácil perder las raíces, saber de dónde venimos, y  luchar contra la barbarie y las ideologías totalitarias  y los populismos.Un largo sábado es un libro-entrevista muy interesante para quien quiera conocer las inquietudes y los desvelos de este humanista. El libro es también mérito de la periodista francesa Laura  Adler que, mediante inteligentes preguntas, sabe sacar lo mejor del escritor. El título -que contiene la palabra sábado- es altamente significativo. Steiner no renunció nunca a su origen judío, si bien se mantuvo alejado del sionismo y más alejado aún de la manera de conducirse del estado de Israel. Pero Steiner defiende la aportación impresionante del mundo judío a la Historia con mayúsculas. Interesante un apunte: El judío ante un libro, una obra de arte, siempre piensa: “puedo mejorarlo”. Y no por arrogancia, sino por esa tensión de superaración, de esfuerzo y de búsqueda de la excelencia. Steiner es un ateo que sabe que la oposición del modernismo y de la progresía a la tradición bíblica es simplemente un suicido para Occidente. Una larga y enriquecedora entrevista para ocuparnos del ser humano que trabaja, lucha, pero que también tiene el sábado para descansar, para releer su historia, para sosegar su corazón y para tratar de entender los sentires y los pensares de otros hombres. Su reflexión sobre el ser humano que es un invitado a la vida y que, al acabarla, debe dejar esta casa un poco mejor de como la encontró, me parece fascinante.


 

En uno de los momentos más convulsos de la historia de la Compañía de Jesús, Pedro Arrupe fue llamado a dirigirla como su Prepósito General (1965-1983). Este vasco universal  fue testigo ocular, un 6 de agosto de 1945, de la explosión de la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, una tragedia que le marcaría para siempre. El hecho de que, además de sacerdote, fuese médico, le permitió curar a los muchísimos heridos que, de todas partes, acudían a la casa de los jesuitas. Hay que remontarse varios siglos atrás para encontrar un general jesuita tan carismático. Pedro Miguel Lamet traza una biografía apasionante de un hombre verdaderamente fascinante. Arrupe fue uno de los mejores lectores del mundo y de la Iglesia en los tiempos inmediatos al Concilio Vaticano II. El primero en avistar el problema de los refugiados, para los cuales crea el Servicio Jesuita a Refugiados. Su paso por Japón le acercó a la espiritualidad oriental y a sus maneras de meditación y de oración. Su mentalidad abierta, le acarrearía algunos sonoros encontronazos con el Vaticano, aunque, como buen hijo de San Ignacio, su obediencia al Papa estuvo fuera de toda duda.  En 1981, sufrió un severo ictus, por lo que tuvo que empezar de cero, como un niño pequeño, a leer, andar o escribir. Así pasó la última década de su existencia: conviviendo con el sufrimiento y la enfermedad, lo que dejó admirados a todos los que le conocían. Sus últimas palabras: “Para el presente, amén; para el futuro, aleluya”. En uno de sus viajes –cuenta él mismo- recibió su regalo más hermoso. Al acabar una celebración, un campesino indígena le pidió que le acompañara. Le llevó hasta un rincón y le dijo: “Padre, mire, le he traído hasta aquí para que vea este atardecer”.

 

El Orden del día, la breve novela del joven escritor Éric Vuillard con la que obtuvo el Goncourt , nos lleva a un momento clave de la historia de Alemania que tantas desastrosas consecuencias traería para el resto del mundo:  el 20 de febrero de 1933. Ese día los principales industriales alemanes fueron a mostrar a Herr Hitler su apoyo sin fisuras y sin peros, y también sus millones de marcos al proyecto nazi. A cambio le pedían seguridad para sus negocios y unas leyes más acordes con sus intereses. Perfectamente vestidos, allí estaban todos: Los Krupp, Bayer, Afga, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken, porque “las empresas no mueren como los hombres. Son cuerpos místicos que no perecen jamás”.

Los sueños locos de un loco personaje no prosperan sin muchas adhesiones y muchos aplausos. Y no sólo los apoyos del capital sino también los apoyos de muchos ciudadanos en las calles, las fábricas, los hogares y las cancillerías. Es una lección para la Historia, útil en estos tiempos de desmemoria, amnesia y tics populistas que siempre acaban siendo políticas autoritarias. Y también para no olvidar nunca que el poder económico manda ahora como nunca lo ha hecho antes, capaz de adaptarse para no perder influencia y peso. Una buena novela francesa, con una prosa limpia y con un mensaje necesario.

 


El periodista Ramón Lobo llega a Kabul, como corresponsal de El País, en 2009, para cubrir las primeras elecciones de Afganistán. Aparte de las crónicas enviadas a España para intentar comprender la trágica y esperanzada situación de Kabul, capital de Afganistán, después de la inusitada violencia sufrida durante décadas, primero con la invasión del Ejército Rojo y después con la Revolución de los talibanes, el autor aprovecha su estancia en la capital afgana para escribir un libro. En Cuadernos de Kabul, Ramón Lobo posa su mirada en las personas anónimas que, a pesar de la guerra y sus ‘daños colaterales’, intentan y se esfuerzan por llevar una vida ‘normal’. La desigual batalla de ciudadanos sencillos es descrita por el autor con inmensa ternura y con esperanza. Un barbero, un cambista, las ruinas de lo que fue un cine, un equipo femenino de fútbol, el niño que vende vasos de agua en el zoológico, los adolescentes que vuelan cometas, el panadero que acude a su cita diaria con la harina y el horno. El desafío de la reconstrucción de Kabul y el trabajo de los ‘sencillos hombres, mujeres y niños para llevarla a cabo’. Mientras muchos periodistas se limitaban a transmitir literalmente los partes oficiales y los teletipos de las grandes agencias, Ramón Lobo bajó a las casas y a las calles, tal vez ruidosas y sucias, pero sin duda las únicas donde era posible captar el respirar cotidiano de los afganos.


 Fratelli tutti. Esta expresión pronunciada por frate Francesco hace 800 años en Asís ha sido retomada por el Papa para escribir una encíclica sobre la fraternidad y la amistad social. En cierto modo, se trata del proyecto del Papa para ‘sanar el mundo’ después de la Guerra del Coronavirus. En un momento sin liderazgos mundiales, donde los dirigentes políticos, sindicales o intelectuales están a la altura del betún, el único referente mundial, la única voz que suena distinta y clara es la del Papa Francisco. Fratelli tutti hace un análisis certero de los males que acosan el corazón humano y el corazón del mundo, y propone una globalidad de los afectos, una fraternidad universal basada en los derechos humanos, la justicia y la distribución equitativa de los bienes de la tierra. Y pide a las religiones que sean promotoras de la única globalización que merece la pena: la del bien y la de la paz entre creyentes y no creyentes. Cada página de esta encíclica está cargada de mensajes inspiradores, de frases a subrayar, de ideas que invitan a la reflexión y al cambio. En el encuentro celebrado en Abu Dabi con el Gran Imán de Ahmad Al-Tayyeb, ambos pudieron proclamar: “Asumimos la cultura del diálogo como camino, la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio”.

 

Javier Reverte, el escritor viajero con más lectores de este país, nos dejó el pasado otoño. Un buen libro de viajes, si es bueno, tiene que suscitar en el lector las ganas de hacer la mochila y coger el tren o el avión para presentarse en las calles y paisajes que el escritor nos ha descrito. A mí me sucedió con este libro. Pero este viaje italiano de Reverte tiene mucho de literatura y de amor a los escritores de una determinada geografía. Cuando Reverte viaja a Venecia, va en pos de Thomas Mann y su gran novela Muerte en Venecia. Cuando visita Trieste busca las huellas del delicado poeta Rilke y sus elegías de Duino. Y cuando se planta en Sicilia, no puede por menos que recorrer, como un creyente perseguidor  de reliquias, los lugares que Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa y autor del Gatopardo, pisó, amó y detestó de su amada y odiada Sicilia. Y son las páginas dedicadas a este libro y a este autor las que a mí me han gustado más, quizás porque la novela de El Gatopardo me parece algo grande dentro de la narrativa italiana, y porque la bellísima película de Visconti aún danza en mi cabeza, como lo hicieron durante 40 minutos Burt Lancaster y Claudia Cardinale.


 Primero conocí al autor en una tanda de conferencias en la ciudad de Valladolid. Un comunicador nato y un hombre que transmitía una pasión ilimitada por el Libro de los Libros. Luego, lo conocí como lector. Este cuaderno titulado La casa sin paredes de la vida es un poético y profundo análisis del Cantico delle Creature o Cántico del Hermano Sol, de Francisco de Asís, y del que Borges diría que ‘contenía en sí todo el universo’. Leer este pequeño ensayo al lado del río Duero, o desde el altozano donde se contempla el atardecer, o junto a los campos de los girasoles, o de los trinos de los pájaros y las hierbas humildes del campo, ayuda bastante. No es que Francisco fuera un ecologista, ni un ‘verde’ de hace ocho centurias. Es mucho más. Francisco “escribe poco a poco este poema y el poema le va escribiendo a él”. El poverello es un hombre que se ha desnudado de todo para vestirse de Dios. Y de ahí procede su mirada inocente y virgen sobre el Criador y las criaturas: el sol, la luna, el agua, el fuego, la hierba, los frutos, la muerte y, sobre todo, los hombres que, perdonando por amor al Creador, consiguen no deformar la imagen de Dios en este mundo que sigue siendo hermoso. Francisco con su Cántico y Víctor con este cuaderno nos invitan a entender que “todo lo verdadero es frágil y de todo lo frágil emerge lo bello. Y de esta triple cuerda (verdad, fragilidad y belleza), la vida anuda el misterio de amor que nos alienta”.

 

José Jiménez Lozano fue un escritor total. Ensayos, novelas, cuentos, poesía y  diarios. Para mí, los Dietarios fueron lo mejor de su obra. Fueron los que más me enseñaron. Me dieron a conocer pensadores y escritores de los que yo no había oído hablar jamás, pero sobre todo me enseñaron a leer la realidad desde una perspectiva genuinamente humana y, al mismo tiempo, lejana de las modas, de los ‘ismos’,  y de las gafas de lo políticamente correcto. Jiménez Lozano fue el último de los ‘avisadores’, en el sentido de que nos avisó de por dónde se iba a despeñar el mundo si continuábamos practicando, acríticos, el credo de la modernidad (la ingeniería biológica y social, la cristofobia, el horror a los libros, el desprecio por la historia, etc., etc) y la insulsa felicidad que se nos ofrece ‘para nuestro bien”, como nos dicen los telediarios  y los portavoces de las ideologías imperantes cada día y cada noche.

Evocaciones y Presencias es el diario póstumo del escritor abulense que llevó siempre una vida retirada en Alcazarén.  Este dietario corresponde al periodo 2018-2019. El título –Evocaciones y Presencias- dice mucho. Jiménez Lozano evoca figuras, páginas, noticias, voces que son auténticas presencias en el día a día de los humanos. Pondré un ejemplo. El autor evoca una página de Enmanuel Levinas en la que recuerda su paso por el campo nazi, reducido a una rata, a un no-ser por sus guardianes y por unas ideas. Pero en el campo había un perro vagabundo que se había unido al pelotón y que les acompañaba al trabajo, y con ellos volvía ladrando y moviendo la cola. Y Levinas escribe. “Por él fuimos hombres”.

 

Empecé a leer este libro por curiosidad y también porque la autora es una Tordable (cuarto apellido en su caso), una lejana pariente de un apellido minoritario en España. El libro de Paz Velasco de la Fuente se ha convertido en poco tiempo en un manual imprescindible en las facultades y en los departamentos de policías y jueces donde se estudia la criminología como ciencia. Me rindo ante la capacidad sintetizadora de la autora, la falta de prejuicios a la hora de hablar de ciertos temas (por ejemplo de los crímenes cometidos por mujeres, que no son pocos), y sobre todo por ahondar en algunas ideas que considero de máximo interés: el problema del mal, las causas de los comportamientos criminales, las vidas rotas y las infancias truncadas detrás de muchos asesinos, la fascinación por el dominio sobre el otro, el deseo imperioso de hacer entender a la víctima que su vida depende de él, la apariencia de normalidad –incluso de ejemplaridad- que es connatural a muchos de los mayores criminales y asesino en serie,  la fascinación que muchos criminales y canallas de la peor calaña ejercen sobre algunas mujeres hasta el punto de convertirse en sus amantes o colaborar estrechamente en sus crímenes. Y sobre todo: dónde está la delgada línea que separa a un hombre corriente y normal de un asesino. ¿Estamos libres de cruzarla? Es algo verdaderamente inquietante. El libro suscita muchas preguntas, pero también da muchas respuestas.

  


Cuando concedieron el Premio Nobel de Literatura a Svetlana Alexievich fueron muchos los que dudaron de que el galardón fuera merecido. En el fondo, la escritora bielorrusa se había dedicado toda su vida a registrar en su grabadora las historias que otros le habían contado y a a transcribirlas. Y en cambio, ¿por qué gustan tanto sus libros? Tal vez porque, en cada uno de ellos, recoge todos los puntos de vista posibles y todas las voces que tuvieron que ver con algún acontecimiento. No son libros con un protagonista, sino con multitud. Son libros corales. Desde que leí su libro sobre la tragedia de Chernobyl, Svetlana ha sido una habitual en las lecturas de los últimos años. En esta ocasión, la autora recoge los testimonios de los que durante la Segunda Guerra Mundial, en una Unión Soviética alcanzada por el poder nazi, eran unos niños. Su infancia estuvo marcada por la violencia, el hambre, la escasez y los enormes sacrificios. Representan a la generación sin infancia, que pasó de la cuna a trabajar los campos o a cuidar a los heridos.  Toda la vida de estos niños ha consistido en tratar de entender lo que pasó, perdonarse  a sí mismos algunos de sus comportamientos, absolver a sus verdugos e intentar seguir adelante, a pesar de la violencia ejercida sobre sus pequeños cuerpos o almas.  


2.       2. Dos relecturas


Cuando el 1 de enero empecé la relectura de El Quijote, nada hacía presagiar que estábamos a las puertas de una de las bromas más pesadas de nuestras vidas: la pandemia. Cuarenta años después de la primera lectura y de varias relecturas, el Quijote me sigue haciendo reír y pensar. Y también me sigue asombrando y haciéndome feliz (una cualidad de algunos libros insuperables). Para Unamuno, El Quijote era el Evangelio que Dios había dado a los españoles. Y Camilo José Cela decía que España, el día del Juicio Final, podrá presentar el Quijote y La destrucción de las indias (Bartolomé de las Casas) para no ir de cabeza al infierno. Los novelistas, ya se saben, sólo deben rendir cuentas ante Cervantes. En mi biblioteca hay dos ejemplares del Quijote que salvaría de cualquier incendio y de cualquier diluvio: uno de ellos estaba en la Biblioteca del Colegio de Aguilar de Campoo y me fue regalado cuando se clausuró allá por 1991. El otro me fue regalado por un ‘anónimo’, tras atenderle, en mi oficina, “como merecía él y merecía su caso”, según él, después de llamar a mil teléfonos y mil ventanillas, me confesó.

 Siempre me he preguntado cómo habrá gente que, sabiendo que se va a morir,  no lee estos dos libros: la Biblia y El Quijote.

 

Decía George Steiner que, por muy ateo y agnóstico que uno sea, cuesta mucho afirmar que haya sido un ser humano el que haya escrito ciertos libros, entre ellos el Libro de Job. Releí el Libro de Job en pleno confinamiento duro del mes de abril, en la bellísima traducción que hizo Luis Alonso Schökel de este hermoso poema. Lo que sucede con los libros eternos es que saben leer nuestro presente. No es verdad que leemos libros. Son los libros –algunos pocos- los que nos leen a nosotros. En Job está el misterio del mal, las preguntas que nos suscitan la enfermedad y la desgracia. Job es el más impaciente de los pacientes y por ello se atreve a pedir cuentas a Dios de su dolor y de su miseria. Job no se conforma. Job quiere conocer cómo se mueve el corazón de Dios cuando los hombres injustamente sufren, se desesperan, lloran y mueren. En Job hay pocas respuestas, pero todas las preguntas del hombre moderno ya están en los bellísimos -amargos o dulces- versos de Job. El alma humana se retrató definitivamente en este libro de Job, escrito hacia el año 500 antes de Cristo.


3.     3.  Y un libro muy especial.


Me reconozco parcial y subjetivo al hacer la crítica de este brevísimo cuento escrito por chicos y chicas con discapacidad intelectual de Villa San José. Les conozco de cara y nombre y he frecuentado la casa donde viven y trabajan. Pero esto no quita mérito a este pequeño libro: la historia de Azahar, de su llanto por la pérdida de un ser querido, de su enamoramiento singular por un joven, de sus problemas de convivencia con sus compañeras, de su aprendizaje de cómo funciona su corazón y el corazón de los demás… Es un cuento que refleja la vida de tantos chicos y chicas con discapacidad, pero que también refleja nuestra vida, porque ninguna diferencia hay entre ‘ellos’ y ‘nosotros’. Todos somos capaces de muchas cosas y todos, a la vez, somos discapacitados para otras tantas. Las bonitas ilustraciones que acompañan al cuento hacen aún más valioso este paseo por el jardín de mis emociones.


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Y dicho todo esto, ¿Te atreves a sugerirme algún libro que te haya gustado en 2020?

























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Una temporada en el infierno

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