lunes, 27 de junio de 2022

La Sierra de la ceniza

 


Bomberos exhaustos en medio de un paisaje dantesco. Corzos y ciervos achicharrados. Animales cegados por el fuego que caminan a trompicones en una oscuridad total. Agentes forestales que lloran impotentes. Aldeanos sin más herramientas que una azada para combatir un fuego apocalíptico. Una meteorología adversa de vientos y temperaturas  altísimas para esta época del año. Voluntarios agotados con pocos más medios que sus manos y su corazón de buena voluntad. Ganaderos desesperados que caminan errabundos por un desierto negro y que guían su atajo de vacas y ovejas, desconcertadas y de miradas perdidas, en busca de pastos que ya no existen. Casas reducidas a escombros calcinados. Campesinos evacuados a polideportivos como en tiempos de guerra. Políticos inoperantes de verborrea fácil, y mudos de soluciones. Políticas antiincendios precarias e insuficientes. Mandamases de foto y de promesas millonarias con cámaras alrededor. Lobeznos sorprendidos en sus madrigueras y abrasados vivos en su incipiente vida. La España vaciada convertida en España calcinada. La rabia por doquier. Los gritos y los insultos ante la caravana de coches oficiales de cristales ahumados y brillos metalizados. El olor a madera quemada que pone ceniza en la boca. El aire irrespirable que quema los pulmones. Las columnas de fuego que avanzan inexorables como batallón imparable. Las blasfemias. Las noches sin dormir de los que combaten a un enemigo mil veces más fuerte que ellos. Los soldados desplegados por caminos, pistas y carreteras, en su intento inútil de vencer lo invencible. En pocos días, casi en horas, el paraíso de Sierra de la Culebra, parque natural, reserva de biosfera, convertida en tierra quemada, en infinita paramera de ceniza. Los jinetes del apocalipsis con sus lenguas azules, rojas, amarillas, naranjas, se enseñorean de 30.000 hectáreas. Se dice pronto y bien treinta mil hectáreas. El mayor incendio que se recuerda en este territorio. Los castaños centenarios convertidos en antorchas gigantes. Las abejas y su dulce mil desaparecidas del territorio. La pobreza se instala una vez más en los pueblecitos de cuatro casas de piedra, cuatro pastores, cuatro apicultores, cuatro cazadores. La caza mayor, importante recurso en la zona, abatida para la próxima década. Todo es llama, humo y ceniza. Todo es muerte.

Las ayudas sólo llegan de palabra, y son siempre millonarias. Las verdaderas ayudas llegarán con cuentagotas y se podrán contar en céntimos. Los ojos de los aldeanos que ahora tienen cincuenta años o más, y que vivían de la Sierra, ya no conocerán en sus vidas el verdor de los árboles y de la hierba, el olor a jara, cantueso y aulaga. Ya no conocerán la vida animal retozar en ese edén de la provincia de Zamora. Ahora pueden llorar, sin vergüenza, su dramático destino, gris y negro.

Mientras tanto, en una España de parados, de subsidios y de subvenciones, de clientelismo y de votos asegurados, de ecologismo de salón y de pancarta, nadie habla, ni por asomo, de cuidar  y limpiar los bosques, de prevenir los incendios y de combatir el fuego con los medios necesarios y a la altura de los desafíos de este cambio climático que enloquece la tierra con sus catástrofes y su borrachera de calores, tormentas y aguaceros a destiempo.

El fuego desaparecerá de los telediarios y de las rotativas de los periódicos. Entonces solo quedarán las vidas empobrecidas de los que un día vivieron con su honrado trabajo en esta hermosura de la naturaleza conocida como Sierra de la Culebra, convertida ahora en un infinito campo calcinado, donde la mirada es incapaz de deambular sin lágrimas y sin tristeza, sin opresión en el pecho y sin pesadumbre en el alma.














          Y sin embargo, en medio de esta naturaleza devastada, en medio de un paisaje que parecía no tener cabida para la esperanza, un cervatillo indeciso y confundido vino a refugiarse entre las piernas de un ser humano, un miembro de una brigada cántabra que había acudido a combatir el incendio. Lo acunó entre sus brazos. Y la mirada del cervatillo, con esos ojos humanos con los que a veces miran los animales en su sufrimiento, parece dar aún un voto de confianza a esta especie que llamamos 'humana'.  



domingo, 26 de junio de 2022

La peor parte, de Fernando Savater

El autor, al inicio de su libro, cita este verso de Jacques Prévert “Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse”. La peor parte lleva como subtítulo Memorias de amor, y es un canto a su compañera de vida durante 35 años y a la que un cáncer se llevó por delante. Su amor, a la que él y muchos llamaban Pelo cohete, era Sara Torres Marrero.

Para el filósofo Fernando Savater la “peor parte” de su vida empezó el día en que a su mujer, y la mujer de su vida, le diagnosticaron el cáncer. Después vendrían 9 meses de sufrimiento inenarrable y, finalmente, el apagón definitivo en 2015.  

Como el escritor italiano Cesare Pavese, Savater desea que ese dolor atroz de la desaparición de su amor no pase nunca, que nunca se desvanezca el recuerdo de la amada sin cuya presencia la vida es un tormento insoportable:  “Éramos el destino del otro”. Esta conciencia de ser el destino del otro es lo que permite a la pareja superar diferencias, broncas conyugales, infidelidades espontáneas, cansancios, luchas compartidas en la defensa de la dignidad de las víctimas de ETA (los dos fueron unos verdaderos resistentes en medio de una sociedad, la vasca, enferma moralmente.

El filósofo de compañía, como él gusta llamarse, escribe un homenaje a la mujer que le acompañó, admiró y amó durante décadas, consciente de que si él no lo hace, nadie lo hará. Nadie hará justicia a Pelo cohete, la mujer fuerte que nunca perdió la alegría ni siquiera en los años salvajes vascos cuando tuvo que hacer frente a un nacionalismo excluyente que la quería silenciosa e invisible. No olvidemos que fue apartada como profesora de la Universidad del País Vasco, donde los etarras aprobaban con brillantes notas cualquier carrera y donde los brillantes estudiantes no nacionalistas eran castigados contra la pared.

En varios momentos de este escrito, emotivo y sincero, el autor repite el dictum de Goethe “Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte”. Fernando Savater sintió la fuerza única que le proporcionaba el amor incondicional de Pelo cohete. Probablemente quien tiene la fuerza del amor, no buscará otras fuerzas. “¿Qué otra cosa es el amor sino lo que nos hace irreemplazables para el otro?”

lunes, 20 de junio de 2022

17 (y último).- ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6, 60-71)

 


En pos de palabras muertas

En los últimos años, cada vez que este pasaje evangélico es proclamado o cada vez que lo leo, tengo la sensación de que la pregunta de Jesús “¿También vosotros queréis iros?” la dirige Jesús a los últimos europeos creyentes, en este tiempo de deserciones masivas, y abandonos multitudinarios.

El realismo de Jesús es grande. Él no se hacía ilusiones sobre el comportamiento de los hombres. Sabía de qué barro inconstante estaba formado el corazón. Presentía que la fe abandonaría a sus fieles y que la exigencia de su mensaje impulsaría a otros muchos a extraviarse del  camino emprendido. También la traición más ruin habitaría en medio de los elegidos.

Y sin embargo, él había venido al mundo para ofrecer a los hombres un Dios de amor. Y se apenaba cada vez que este don era rechazado. Así que, contristado, les pregunta: “¿También vosotros queréis iros? ¿También vosotros, a los que os tengo como amigos y hermanos, a los que he entregado mi corazón, que habéis sido testigos de mis palabras y de mis hechos?

Y Pedro, impetuoso pero certero esta vez, contesta: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Son legión los que en las últimas décadas han abandonado el cristianismo, sobre todo en Europa. Unos por rabia, por despecho, por haber chocado con una Iglesia exigente y poco humana. Otros, por cansancio, por pereza, por indiferencia, han abandonado poco a poco, o de repente, la compañía de Jesús. Pero los más, lo han hecho en pos de otros dioses y de otros ídolos. Han corrido en busca de religiones que les ofrecieran un exotismo colorista, o un sincretismo facilón o una moral de manga ancha. Se han dejado arrastrar por los becerros de oro. Fascinados por los ídolos de nuestro tiempo y de todos los tiempos: el yo antes que el nosotros. Como abejas de flor en flor han picado aquí y allá. O como clientes de un supermercado bien abastecido han atiborrado la cesta de la compra con productos espirituales y místicos de todas las creencias.

Alejándose de Dios, se autodefinían como ateos, pero no sabían que, en realidad, eran politeístas. Cortando los vínculos con el cristianismo de sus padres y de su comunidad, han caído en las redes de las sirenas de cada mar que ofrecen bienestar supremo, paraísos en la tierra, religión low cost a precio de saldos, gangas de productos espirituales con solo alzar los ojos y pronunciar sílabas mágicas y mantras de presunta eficacia. Han abandonado las palabras eternas por verborrea que al amanecer florece y por la tarde ya está seca. Han creído que bastaba con abandonar el cristianismo para sentirse libres de preceptos, de normas y de mandamientos. Y las cosas materiales, las ideologías, las tendencias, las modas los han convertido en títeres manejados por quien maneja los hilos de cada momento.

¿A quién iremos? Es una buena pregunta para los tiempos de bajón y de desamparo, para los tiempos de desencanto o de enfado. Para los tiempos en los que estamos tentados, por los motivos que sean, de abandonar el grupo de Jesús, y largarnos en busca de la libertad y de experiencias.

Las experiencias es lo que nos venden como la solución a todos los problemas y para todas las necesidades. Experiencias gastronómicas, viajeras, enológicas, de belleza y cosmética, de música o de senderismo, de lugares exóticos, de templos. Experiencias de silencio o de atronadora música, experiencias rituales, de lujo o de pobreza, de sexo y de sustancias psicotrópicas. Nos prometen la luna y el sol con cada experiencia nueva, a módicos precios o a precios impagables.

La tentación de irse y de largarse para vivir experiencias, sin amarras, en total libertad y con un seguro a todo riesgo de bienestar absoluto, siempre estará ahí y acechará nuestro corazón.

Mis pies también se han ido muchas veces en pos de palabras muertas. Y lo único que han encontrado ha sido el hastío y el aburrimiento. Detrás de cada experiencia había el hartazgo y el tedio. Que esto no lo olvide nunca. Y sólo me cabe pedir a Dios, cada vez que me aleje, lo que escribió Enmanuel Carrére cuando abandonó el catolicismo: “Te abandono, Señor, pero tú no me abandones”. 





jueves, 16 de junio de 2022

Rilke y la Inmaculada de la capilla Oballe

Toledo es una ciudad del cielo y de la tierra

(R. M. R.)

 

Una tarde soleada de 1906, el poeta más poeta del siglo XX, Rainer María Rilke (1875-1926), entró en el apartamento parisino de su amigo español, el pintor Ignacio Zuloaga. La luz inundaba el salón. Y entonces, ante la mirada perpleja del poeta, aparecieron tres lienzos de El Greco: “La estigmatización de San Francisco de Asís”, “San Antonio” y “La Anunciación”. Quedó sobrecogido: “sólo tengo un anhelo: viajar a Toledo”. Como él mismo confesó a su amiga: “el descubrimiento del Greco fue uno de los sucesos más grandes de mis dos o tres últimos años”. Nacido en Praga, el delicado poeta se sintió siempre un apátrida, aunque su corazón sintió a Venecia, Toledo y Duino como “patrias del alma”.

Habrán de pasar 6 años hasta que Rilke pueda cumplir su sueño de encontrarse con El Greco. Nada más llegar a la ciudad imperial le llamaron la atención las cadenas de los “cristianos cautivos colgadas en la Iglesia de San Juan de los Reyes”. Todo en Toledo le asombra. A veces cruza el Tajo por alguno de sus puentes, contempla el paisaje y pasea por las rocas y colinas hasta el anochecer. Una noche, al pasar por el puente de San Martín: “Estaba yo en el maravilloso puente de Toledo; al caer una estrella, trazando un arco lento y tenso en el espacio, cayó también -¿cómo podría decirlo?- en el espacio interior; había desaparecido el contorno delimitador del cuerpo”.

        Todos los días entra en la catedral y deambula despacio por sus naves en penumbra, cautivado por su majestuosa arquitectura y la música solemne de sus órganos, aunque su mayor admiración se dirige hacia las rejas de Villalpando que cierran la Capilla Mayor. Y tarde tras tarde le causa asombro la imagen gigante de San Cristobalón pintada en el muro. Todo es irreal en Toledo: “Las cosas tienen allí una intensidad que no es común y que no es visible a diario: la intensidad de una aparición”.


           Un buen día visita la iglesia de San Vicente. Y allí, como un fulgor, un relámpago, un rayo, la belleza de la Inmaculada de El Greco le fulmina para siempre. El Greco pintó está Inmaculada para la capilla funeraria de Isabel de Oballe, y de ahí le viene el nombre. Tradicionalmente se la venía considerando una Asunción, por su aspecto ascensional, pero la presencia de varios símbolos de las letanías lauretanas (los lirios, las rosas, el espejo, la luna, el sol, el pozo, la fuente) confirma la advocación de Inmaculada. Este lienzo es hoy la obra maestra del Museo de Santa Cruz de Toledo.

Delante del despliegue de alas de los ángeles, de sus vestidos drapeados por efecto del soplo divino, del sentido ascensional de la escena, del revuelo de vientos, torbellinos ascendentes espirituales, el poeta se sintió también él ‘asunto’ al cielo.

En la penumbra del crepúsculo, Toledo es un “sublime y terrible relicario”. Y en los cuadros del Greco encuentra a su ángel, que no es el ángel-doncel de la imaginería religiosa, sino el ángel-pájaro que surca sin descanso el mundo de los vivos y los muertos. Y aquel ángel de la Inmaculada es el más hermoso de todos. Sus pies rozan un macizo de flores (rosas y azucenas) y sus manos tocan la túnica de la Virgen. Y es esa ingravidez angelical la que dota de una fuerza increíble a todo el lienzo. En Toledo “convergen las miradas de los vivos, de los muertos y de los ángeles”.

Lo mejor de su poesía contenida en Elegías de Duino, parte, según el escritor Peñalver, de la revelación de El Greco y de Toledo. Para Rilke solo la poesía puede unir al hombre con el mundo, lo mismo que El Greco, en su   Inmaculada, aúna en un lienzo el mundo celestial y el mundo terrenal. El poeta y el pintor son capaces de unir el mundo visible e invisible en unos versos o en un cuadro.

       María, vestida con túnica roja y manto azul de imponentes proporciones, aparece suspendida en una atmósfera celeste. La figura angélica sirve de unión entre la imagen mariana y el mundo terrenal, interpretado abajo, a la izquierda, con una vista de la ciudad de Toledo.


   Diversos especialistas han subrayado el carácter ascensional de la composición, que se inicia sobre el macizo floral de la zona inferior, desde los pies del ángel y culmina en el rostro de la Virgen, describiendo ambas figuras una línea y un movimiento serpenteantes. Todo es irreal, y a la vez todo verdadero. Hay una luz indefinible, sobrenatural; las formas de las figuras se deforman, pero nosotros las percibimos aún más hermosas, si cabe. Los coros angélicos dibujan una especie de corona alrededor del rostro sereno de la Virgen María. La paloma flamea e irradia su blancura sobre la composición entera. Las colinas toledanas reverdecidas, la niebla que parece cubrir el puente, las velas desplegadas de un barco sobre el Tajo, la muralla zigzagueante, las rosas y los lirios surgidos de la nada, realismo poético, bodegón a lo divino. Todo crea una atmósfera de intensa espiritualidad, un espacio vibrante, de contornos indefinidos, colores incandescentes, nieblas del río, vientos divinos ascendentes. Escuchamos los sonidos de los ángeles músicos y olemos la fragancia de las flores, la humedad de la niebla. El cielo con sus alados querubines, y la tierra con su puente y su río. Los sentidos nos engañan sobre lo que vemos. El espíritu nos confirma lo que sentimos allá en los adentros. Todo invita a la admiración y al estupor, al gozo inefable y a la contemplación gozosa. Basta pararse unos minutos, contemplar la escena, para entender el arrebato y el éxtasis que el poeta checo sintió en aquel noviembre de 1912.  Escribiría:

 

Óleo delicado que la altura quiere,
estela azul que el incensario eleva,
música de laúd compuesta hacia lo alto,
leche del mundo, brota,

apaga la sed del cielo, que es aún pequeño, y nutre
todo lo que en ti duerme, como el reino que llora:
te has transformado en oro como la alta espiga,
te has vuelto pura como una imagen de agua.

Al igual que nosotros, cuando es de noche, oímos
en soledad cómo las fuentes brotan:
así estás tú ascendiendo, enteramente sola
delante de nosotros. Y como en una aguja

quiere enhebrarse en ti mi larga mirada
antes de que huyas de este mundo visible,
y la arrastres así, aunque quede muy blanca,
a través del azul auténtico del cielo.

 


Rainer María Rilke tuvo un final digno de su poesía. La muerte coronó su vida a los 50 años. Si es que existen muertes buenas, no es posible imaginar una mejor para Rilke. El poeta falleció a los pocos días de  pincharse con la espina de una rosa. Estaba haciendo un ramo de flores para ofrecérselo a una amiga que venía a visitarle. La herida se infectó y le acabó produciendo una septicemia. Después de su muerte se descubrió que padecía leucemia.

           Pero quien contempla esta Inmaculada Oballe en el Museo de Santa Cruz de Toledo, como a mí mismo me sucedió hace escasos días, tiene la certeza de que fueron las espinas de las rosas del cuadro de El Greco las que verdaderamente hirieron de muerte al vate. ¡Perfecta justicia poética!












miércoles, 15 de junio de 2022

16.- La curación en la piscina probática (Jn 5, 1-16)

 



Cuando no se tiene a nadie

Habría para hablar largo y tendido sobre la relación de Jesús con los enfermos y la mirada de Jesús sobre el sábado. Los libros del Primer Testamento recogen normas y prescripciones sobre la enfermedad y sobre el sábado.

Lo que Jesús viene a decir es que el enfermo no es un impuro. Es más, por el hecho de estar enfermo, su vida y su historia deben ser colocadas en el centro de la comunidad y en el centro de los corazones. La enfermedad era vista como impura y también como un castigo por los pecados cometidos por el propio enfermo o pos sus padres.

Este breve pasaje evangélico de Juan me resulta admirable. Numerosos enfermos y tullidos se agolpan en el pórtico que da a la piscina probática. Hay una tradición que dice que el ángel del Señor, de vez en cuando, mueve las aguas de la piscina, y en ese momento el primero que se sumerge en ellas quedaría curado de sus dolencias. La curación de la enfermedad dependería de lo ágil y avispado que es el enfermo. La curación tendría que ver con una visión mágica y maravillosa de la religión.

Un hombre al que suponemos de una cierta edad, ya que lleva treinta y ocho años enfermos, aguarda como otros muchos tullidos y lisiados. Espera, los ojos fijos en el agua de la piscina, a que el agua se agite. Jesús llega a la piscina probática, pero él no tiene ojos para el agua, ni espera a que se produzca un fenómeno extraño y mágico. Los sanos se sienten puros y dan gracias a Dios, por no ser de la ralea de los enfermos. Los enfermos se sienten al margen. La única patria a la que pertenecen es la de la enfermedad. Los enfermos gimen o callan, extienden la mano o simplemente se dejan morir. Esperan sin mucha esperanza a que el agua se mueva, para lanzarse a la carrera a sumergirse en la piscina. Una competición demencial ordenada por un Dios de atletas.

Pero Jesús mira al hombre que ya no espera nada. Y le hace una pregunta desconcertante, una verdadera perogrullada: “¿Quieres curarte?” El enfermo podía haberle contestado “Tú, ¿qué crees, majo? ¿Piensas acaso que soy la mar de feliz con mis huesos doloridos y con mis articulaciones encogidas?” Pero no. El enfermo descubre, ante este hombre que se ha fijado en él, ante un hombre que, por primera vez, le dirige la palabra en muchos años, su verdadera pobreza. No le habla de su enfermedad, ni de los dolores que le acosan, ni de la falta de remedios y medicinas. Le habla de su pobreza auténtica: “No tengo a nadie”. Esa es la verdadera pobreza y la más terrible maldición. No tener unas manos que estrechar, unos ojos en los que mirarnos, un hombro donde llorar, una boca que nos diga un ‘gracias’, un ‘amigo mío’, un ‘buenas tardes’. Jesús se fija en el más enfermo de los enfermos: el que no tiene a nadie. El más pobre es el que rebusca en su cabeza y no halla el nombre de un solo amigo. Y la enfermedad -nos recuerda Blaise Pascal- es “el estado natural del cristiano, porque solo en la enfermedad el ser humano es como siempre debería ser”.

Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y  anda”. Levántate, porque eres un hombre y tienes una dignidad. Toma tu camilla, que es tu pasado, tu historia personal, las cicatrices de tu dolor. No olvides nunca quién has sido. Conserva la memoria de tu historia por muy imperfecta que sea. Y anda para ir al encuentro de tu futuro, para ir al encuentro de tu comunidad, de tu nueva patria, que es la de los hombres y mujeres que se reconocen en el amor. Y anda para que otro tenga a ‘alguien’. Para que tú seas un ‘alguien’ para quien siente que no tiene a ‘nadie’. Yo he sido alguien para ti. Anda para ser alguien tú también de otro.

Los judíos pensaban que se honraba a Dios cumpliendo al pie de la letra cada uno de los artículos de la ley, cada una de las palabras de la ley. Entre ellas, el de no realizar ningún trabajo manual en sábado. El sábado era la gran institución judía. El descanso semanal era el recuerdo de un Dios que había descansado de ‘hacer la creación’, pero, a la vez, había supuesto un gran avance social frente a los demás pueblos vecinos. El hombre dejaba la noria a la que estaba atado por el trabajo, y podía sentarse, mano sobre mano, a contemplar el mundo, las luminarias del cielo, la hierba de los campos. O podía reunirse con la familia y contar la historia de los antepasados o la historia de Yahvé. Y, así, acordarse de que tenía un Dios que le había creado.

Pero el sábado era también la institución judía que, con el paso del tiempo, se había llenado de tantas prohibiciones y normas, algunas tan ridículas, que había perdido su espíritu y su sentido: una jornada para Dios y el descanso.

Cuando los judíos vieron al enfermo con la camilla le recordaran una de las minucias de la ley: “No te es posible cargar con la camilla”. No se alegran porque haya recobrado la salud; no se habían preocupado por él cuando no tenía a nadie. No se habían acercado a él cuando yacía postrado junto a la piscina, por si necesitaba algo. Pero ahora se sienten molestos e indignados porque el enfermo lleva a su espalda la camilla.

Muchas de las curaciones de Jesús se producen en sábado, en el día de Dios, en el día que recordamos que tenemos un Padre que nos ha creado y que cuida de nosotros. Jesús ama el sábado porque es el día en que los hombres, sin necesidad de estar cosidos al yugo del trabajo, pueden pensar en las cosas de espíritu, y mirarse un poco los adentros.  Jesús ama este tipo de sábado.

El sábado, el día de Dios, una imagen de la religión al fin y al cabo, no puede estar reñida con el hombre y sus mil necesidades. El sábado es para recordar que Dios nos crea y que nosotros, con nuestras obras, podemos ‘recrear’ a los seres humanos en desdicha. El sábado es el día de un Dios que quiere ser ‘Alguien’ para los que no tienen a nadie. Y es el día del hombre de buena voluntad que desea ser también, para los que no tienen a nadie, alguien.

Los que quieren disociar los intereses de Dios de los intereses del ser humano no pueden y no deben considerarse creyentes. Dios y el hombre comparten un mismo ADN. Y la gloria de Dios siempre será la dicha del hombre. “El hombre es la gloria de Dios”, nos enseñó Ireneo de Lyon.

Para los cristianos, el domingo debería ser una ocasión magnífica para recordar que tenemos un Dios que quiere ser ‘alguien’ en los momentos en que nos sentimos que no tenemos a nadie en nuestra existencia.







lunes, 6 de junio de 2022

Cerca de ti, de Uberto Pasolini

 

    Cuando Cerca de ti, del director Uberto Pasolini, y con los actores James Norton y Daniel Lamont, se estrenó en la Seminci de 2020 se llevó el premio del público. En una Irlanda de lluvia, John se gana la vida con su humilde trabajo, limpiador de ventanas. Su verdadera vida consiste en cuidar a su hijo Michael, un niño de cuatro años a quien su madre abandonó justo después de nacer. Ambos llevan una vida simple en una modesta barriada: la vida en casa, los paseos por el parque, la compra en el supermercado, la lectura antes de dormir…  Una relación hecha de amor y de admiración entre padre e hijo. Pero cosas del destino, a John le quedan pocos meses de vida y decide acudir a los servicios sociales para buscar una familia que se haga carga del pequeño cuando él ya no esté. De casa en casa, vamos conociendo a las diferentes familias que desean acogerlo. Y este argumento que se le podría haber ido de las manos a su director, dando como resultado un pastelón lacrimógeno, ha sido encauzado por los senderos de la belleza, la poesía, los rituales de la vida cotidiana, la sencilla reflexión sobre la muerte que alcanza a todos y que podemos afrontar con valentía, preparando un legado de instantes de amor para quien nos sobreviva, en este caso el pequeño Michael.

Además, la historia es una hermosa reflexión sobre la paternidad, sobre esa tierna y firme tarea de un hombre de 35 años que asume con naturalidad y amor los papeles de padre y de madre. Y sobre todo ese papel más difícil: legar al hijo un hogar donde se sienta amado y legar al hijo unos pocos recuerdos que caben en una caja y que harán sentir al niño, en un futuro, tan “Cerca de ti”.

¡Somos de primera!

 

Un minuto después del ascenso a primera división de fútbol del Real Valladolid, los perfiles y los estados de muchos de mis contactos se tornaron “blanquivioletas”. No soy nada futbolero, aunque entiendo que estar en primera división es un beneficio no pequeño para una ciudad mediana, como lo es la capital de Pisuerga. Y entiendo que los seguidores del Pucela lo hayan celebrado con entusiasmo y algarabía. No me ha costado en absoluto felicitar a mis amigos seguidores del Real Valladolid.

Un cartel, entre todos me ha llamado la atención: La fotografía de los futbolistas y un breve texto: “Somos de Primera”. El cartel en cuestión significa, en efecto, que el equipo del Real Valladolid ha ascendido a primera, y que, por identificación emocional, muchos se “sienten también de primera”.

Dado mi ateísmo futbolero, y puestos a soñar, me gustaría que mi ciudad fuese de primera por alguna otra razón. No estaría mal proclamar:

“Somos de primera”, en lo que se refiere a distribución de la riqueza. “Somos de primera” en el respeto a la naturaleza y a los animales. “Somos de primera” en la falta de prejuicios. “Somos de primera” en la atención a los más vulnerables”. “Somos de primera” en el cuidado de nuestros abuelos. “Somos de primera” en el número de libros leídos y museos visitados. “Somos de primera” en el respeto a las mujeres. “Somos de primera” en el nivel educativo de nuestros alumnos. “Somos de primera” en el voluntariado social y en el sostenimiento de las Ongd’s. “Somos de primera” en la cortesía y en el buen trato a quien se cruza con nosotros.

Por el momento, “somos de primera”, en lo tocante a fútbol. Puede que mañana seamos de primera por alguna otra razón. Solo hay que esperar. 

15.- Las bienaventuranzas (Mt 5, 3-12)

 



La lógica ilógica de Jesús

Como nos ha enseñado la muestra Mons Dei, celebrada en Aguilar de Campoo, algunos de los episodios más importantes del Antiguo y del Nuevo Testamento acontecieron en un monte: el Horeb, el Sinaí, el Carmelo, el Gólgota. Otros acontecimientos muy importantes han ocurrido también en un monte, aunque no sepamos el nombre exacto. Es el caso de la proclamación de las bienaventuranzas, hasta el punto de que el Sermón de la Montaña equivale a decir bienaventuranzas.

Muchos exegetas han llamado a este discurso la Carta Magna de Jesús. En las bienaventuranzas está encerrada y resumida la lógica del evangelio, que es una lógica muy distinta a la del mundo. Por ello, el cristianismo siempre será un signo de contradicción. Y por ello los santos que han vivido hasta sus últimas consecuencias las bienaventuranzas han sido siempre motivo de escándalo.

Bienaventurados los pobres. No los que carecen de bienes materiales, sino aquellos que son conscientes de su pobreza, de su ignorancia, de su insignificancia, de su poca valía, de su radical desvalimiento, de su falta de inteligencia. Los que se saben pobres y se reconocen como tales porque carecen de cosas, de inteligencia, de influencia, de poder, de belleza, de fuerza, de salud. Los que son conscientes de su radical pobreza, y por ello son humildes, porque se sienten incompletos, imperfectos, desvalidos. Se saben pobres, porque se saben pecadores.

 Bienaventurados los que lloran. Los capaces de llorar con los que lloran. Los capaces de hacer suyas las penas y los dolores del mundo. Los que se sienten inclinados hacia los rostros que lloran en lugar de sentirse fascinados por los que ríen o exultan porque las cosas les van a las mil maravillas, porque triunfan a todas las luces, porque suben a todos los pódiums. Bienaventurados los que lloran no sólo con los ojos, sino con el corazón, con las entrañas y con las manos. Bienaventurados los que lloran. No los llorones, los quejicas y los lamentantes, sino los que lloran porque la desgracia, propia o ajena, ha hecho en su carne y en su alma una morada y se sienten aplastados y devastados.

 Bienaventurados los humildes. Bienaventurados los que no se imponen por la fuerza, por la inteligencia o por la riqueza. Bienaventurados los que no van poniendo zancadillas, ni atropellando, los que prefieren sentarse en las últimas sillas y no desean tener nunca la última palabra. Los que piden las cosas por favor y dan gracias por cualquier nonada. Los que deciden ocupar poco espacio. Los que buscan no sentar cátedra. Los que prefieren llevar las de perder, los que no discuten, ni levantan la voz, los que a veces se hacen los sordos para no responder a necedades y los que prefieren que se les tache de tontos a que sus gestos o palabras pongan a alguien en su sitio. Bienaventurados los humildes, es decir los que buscan la verdad, porque en la verdad está la humildad. Los soberbios van con el yo delante, seguro y rotundo. Un yo tan fuerte que, por fuerza, quita el aire a los demás. El yo –que es lo propio de los soberbios- es siempre un crimen. Los humildes son los que han renunciado al yo que es siempre un monstruo insaciable.

 


Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Bienaventurados los que intentan ser justos en todo momento. Los que tratan con justicia a todos. Los que anhelan que la justicia reine en la casa, en el pueblo, en la nación y en el mundo. Los que se sienten indignados cuando la justicia se pone del lado del fuerte. Los que hacen algo para compensar, en lo posible, a aquellos que la vida ha tratado injustamente. Los que claman por todos los medios para que se haga justicia en el mundo. Y más bienaventurados los que, mientras aguardan y anhelan que la justicia sea realidad en todos los rincones, intentan curar los destrozos y las heridas que causa la injusticia allá donde se ejerce como algo natural, como algo normal, o con premeditación. Tienen hambre y sed de justicia los que luchan contra todos los hijos bastardos de la injusticia: los hambrientos, los esclavos, los maltratados por ser de otra raza, de otro sexo, de otra nación, de otra religión. Los desechos que la injusticia va dejando a su paso sólo pueden ser dignificados y restaurados en su grandeza humana por aquellos que están sedientos y hambrientos de justicia.

 Bienaventurados los misericordiosos. Bienaventurados los que no llevan la cuenta de los tropiezos de los demás, ni de sus caídas. Bienaventurados los que son capaces de ponerse en lugar del otro. Los que tratan como ellos mismos quisieran ser tratados. Los que no apuntan nada en la página del ‘debe’. Los que conjugan cada mañana y cada tarde los verbos apiadarse y compadecerse. Los que no hacen pagar a sus deudores hasta el último centavo. Los que no pronuncian nunca “ya me las pagarás”, ni “ya te espero”. Bienaventurados los que saben que ser misericordiosos, a pesar de conocer las miserias ajenas, significa tratar a los demás con corazón. Los que saben que cuanto más miserable es el otro, más necesitado estará de nuestra misericordia. Los que prefieren el perdón a la venganza. Los que tienen memoria sólo para agradecer, pero nunca para recordar las ofensas recibidas. Los que saben que la misericordia beneficia sobre toda al que la utiliza, mucho más que al que la recibe. Porque los misericordiosos son los ricos de corazón, los sanos de corazón.

 Bienaventurados los limpios de corazón. Los que leen el mundo y el corazón de los hombres en clave de inocencia. Los que no son malpensados, aunque a veces se equivoquen. Los que creen en las razones y en las explicaciones de los demás. Los que preguntan sin afán de sonsacar, ni sin afán de pillar en un desliz. Los que no ven las segundas intenciones. Los que hablan llanamente, sin indirectas, sin dobles sentidos, sin dardos envenenados. Los que aun viendo venir al lujurioso, al mentiroso, al necio o al hipócrita, le dan una oportunidad, porque creen que en cualquier momento una persona puede cambiar y modificar su conducta. Los que miran con inocencia a los demás. Los que no temen a  quien pueda infamarles, o mentirles, o aprovecharse de ellos.  Bienaventurados los limpios, es como decir bienaventurados los niños sin cálculos y si oficio de mentir. Los limpios de corazón son capaces de ver una estrella en una noche oscura, un rasgo de belleza en el rostro estragado, una pizca de bondad en el asesino. No juzgan al mundo, ni lo condenan porque creen que en el corazón de todo ser humano hay semillas de bondad y de ternura.

 Bienaventurados los constructores de paz. ¿Hay alguien que no desee la paz? Todos hablan de ella y todos dicen actuar por razones de paz. ¿Pero quienes la construyen? Sólo los pacíficos, es decir lo que hacen con sus manos, sus lenguas, sus corazones, sus dedos y sus pies la paz día a día. ¡Los constructores de paz! Los que evitan cualquier conversación y cualquier acción que pueda sembrar la discordia y la turbación. Cualquier gesto que provoque en el otro la ira, la agresividad y la violencia. Los que calman, los que se interponen entre los elementos discordantes. Los que ponen bálsamo allí donde otros han puesto arenas en el engranaje de la complicada maquinaria doméstica, comunitaria, mundial. Los que disculpan al otro. Los que no contestan para no echar más leña al fuego. Los que bajan el tono cuando alguien grita. Los que saben cómo calmar al otro, como curar sus heridas aún sangrantes. Los que actúan serenando ambientes y tranquilizando comunidades. Los que tratan con justicia a todos para que nadie se sienta perdedor. Los que perdonan porque comprenden que alguien, en algún momento, tiene que parar la espiral de violencia. Los que construyen puentes, aun cuando sean muchos los que les inciten a, con esos mismos adobes, levantar barreras y muros.

 


Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia. La justicia se repite como fondo en dos bienaventuranzas. En la primera alude al hambre de justicia, a la sed de ser justos. La segunda alude a los que asumen que su lucha por la justicia, por los derechos, por las libertades, por la igualdad, por la fraternidad, lleva aparejada casi siempre la persecución, la deshonra, la infamia, el descrédito, el escarnio, la cárcel y hasta la vida. Cuando se busca la justicia, se corre un riesgo, y se endeuda uno con un mundo que, por muy justo que parezca en algunas latitudes, no querrá oír nunca hablar de un reino de igualdad y de libertad para todos. Defender la causa de los sin voz, de los pobres, de los que están en franca minoría, de los desechos, conlleva un riesgo y una condena. La búsqueda de la justicia no sale gratis.

 Las bienaventuranzas, pronunciadas una tarde cualquiera de hace dos mil años en la ladera de un monte, dejaron atónitos a los primeros discípulos, como nos siguen dejando ahora mismo a nosotros. ¿Quién quiere sentirse pobre, y llorar, y ser humilde, y estar devorado por la sed de justicia?

El mundo nos dice todo lo contrario: sé el primero, no te dejes pisar, defiéndete, cada uno que saque sus castañas del fuego, no seas tonto, no seas crédulo, porque el mundo es de los que vencen, de los astutos, de los que tienen vista, de los que nadie se la da, de los que llevan la navaja en el bolsillo, por si acaso.

No caben medias tintas. O se apuesta por Jesús o se apuesta por el Mundo. Dios vomita siempre a los tibios.



jueves, 2 de junio de 2022

La desdicha de los hombres



El grueso de los refugiados ucranianos está constituido por menores de edad y por mujeres, ya que a los varones entre 18 y 60 años no se les ha permitido salir del país. En estos días se ha hablado mucho del drama de las mujeres y de los niños obligados a iniciar una odisea en busca de un techo y un plato de comida lejos de la patria, pero muy poco se ha hablado del drama de los hombres (ucranianos o rusos) que han sido arrastrados a la guerra, a empuñar las armas, sembrar minas, atacar al enemigo y destruir casas, monumentos, escuelas y hospitales, obras de artes, que probablemente antes amaron o respetaron, y lo que es más terrible, hombres obligados a matar, casi siempre a personas que nada les han hecho y contra las que nada tenían hasta hace no tanto tiempo: no eran sus enemigos, sino simplemente ciudadanos de otro país, medio hermanos por la historia, la lengua y la religión.  Matar a otro ser humano, aunque sea el enemigo, aunque sea el invasor, deja una herida incicatrizable y una marca indeleble. "Matar hiere el corazón y mancilla el alma" escribió Sebastian Barry en su novela Días sin final. Quien haya visto los ojos de un soldado o de un civil, poco antes de matarlo, no los podrá olvidar nunca. Pasados los años, acabada la guerra, difuminado el odio hacia los habitantes del país extranjero, volverán los ojos de aquel al que se privó de la existencia.

Es bien sabido que en las guerras se prohíbe mirar a los ojos, porque difícilmente un soldado resistiría una petición de clemencia en las pupilas de otro ser humano. Se sabe también que las tendencias suicidas de los soldados que han vivido una guerra se multiplican y que muchos acaban quitándose la vida, porque esta les resulta insoportable, después de haber destruido, herido, torturado o matado.

            Vemos como normal que a los hombres se les retenga en el país para defenderlo, caso de Ucrania. Y vemos como normal que a los hombres se les ordene subir a un tanque para invadir otro territorio, caso de Rusia. Vemos como normal que se les instruya para la guerra, que se les adoctrine en el odio hacia el enemigo, que se les enseñe a matar sin piedad y sin remordimiento. Pero, ¿esto es normal?  

            ¿Es que acaso a los soldados rusos enviados a Ucrania les ha tocado la lotería porque han ido a invadir un país en el que, con mucha probabilidad, tenían conocidos, a destruir un país que, anteriormente habían visitado o admirado? ¿Es que acaso los soldados ucranianos y todos los varones retenidos en el territorio patrio son unos afortunados por participar en la defensa? No lo creo. Instintivamente el ser humano tiende a protegerse, a cuidarse e incluso a huir cuando su vida corre peligro.

No sé qué porcentaje de los soldados que toman parte en la guerra estará ahí por voluntad propia, por ideales y convenciones personales. Pero muchos -estoy seguro- han sido obligados a tomar parte, a obedecer ciegamente, que es la marca de los ejércitos de cualquier época y lugar, con pocas posibilidades para desertar o huir.

Muchos de los soldados que se encuentran en suelo ucraniano, ya sean rusos o ucranianos, preferirían arar los campos, reunirse cada tarde con la familia, compartir una comida con los amigos o divertirse en cualquier bar de la esquina o acompañar a sus esposas, madres, e hijas en el camino del exilio. Nunca oiremos las opiniones y nunca sabremos sus sentimientos, su inmensa tristeza en la tienda de campaña, su miedo en el barracón, sus lágrimas en la noche (Los soldados lloran de noche, tituló Ana María Matute una de sus novelas), su añoranza infinita de los pequeños placeres cotidianos. Sólo nos llegan los discursos y las razones de Putin o de Zelenski, pero nunca las voces de los combatientes, de uno y otro bando. ¿Qué sabemos del miedo, de la vergüenza, de las ganas de salir huyendo de tantos soldados? Svetlana Alexievich nos hizo oír las voces de los soldados soviéticos enviados a Afganistán en su estupenda novela Los muchachos de zinc, y resultó una polifonía desoladora y amarga.

Los soldados son nadie y nada. Y cuando la guerra acabe, y los vendedores de armas hayan hecho el agosto, y los nuevos reyezuelos y sus adláteres les digan, a unos y a otros, que “esa causa ni era justa ni merecía la pena”, y cuando los ciudadanos dejen de considerarlos héroes y pasen a llamarles villanos, entonces muchos soldados, muchos hombres, se mirarán al espejo de su conciencia y se sentirán carne de cañón utilizada sin piedad por la maquinaria de la guerra y sus generales. ¡Esclavos de guerra! Entonces tendrán que vérselas con sus propios demonios y pesadillas, porque como decía al principio, “matar hiere el corazón y mancilla el alma”. ¡La verdadera desdicha de ser hombres!





miércoles, 1 de junio de 2022

La vida: un guion no escrito


Cada cierto tiempo, el telediario nos sacude con la noticia de un tiroteo en una escuela de Estados Unidos. No por frecuente es menos escalofriante. En esta ocasión, un joven, recién cumplidos los 18 años, entró en la escuela de la pequeña localidad de Uvalde y la emprendió a tiros con todo lo que se movía. Resultado: 2 profesoras y 19 niños abatidos. Poco antes había disparado contra su abuela, con la que convivía.

La maquinaria informativa se puso en marcha y, por ese interés por explicar los comportamientos aparentemente inexplicables, se empezó a indagar en la vida del joven Salvador Ramos para buscar alguna razón a tamaña matanza. Salvador era un niño tímido que sufrió acoso por parte de sus compañeros en esa misma escuela. Hijo de padres separados, mantenía una relación tormentosa con su madre, consumidora habitual de drogas. Después de una fuerte discusión con ella, porque le había cortado el wifi, Salvador abandonó su casa y se instaló en la de sus abuelos. A su padre le veía poco últimamente y se lo reprochaba. No tenía amigos. En una ocasión publicó en redes una foto en la que llevaba pintada la línea de los ojos, razón por la cual algunos de sus compañeros empezaron a tacharle de gay… En fin, todo un historial complejo y marginal. Esto explicaría su conducta asocial y, finalmente, la compra de armas de precisión militar y su irrupción en la escuela donde se había sentido desgraciado.

No quiero entrar en el asunto de la venta de armas, algo que a muchos en este lado del mundo nos parece verdaderamente inexplicable, aunque por lo visto en Estados Unidos forma parte de su cultura/incultura, que hace de cada ciudadano un “vaquero con revólver”. Los periódicos ya se encargado, como cada vez que se produce un tiroteo en el país del tío Sam, de llenar cientos de páginas sobre la oportunidad o no de la venta y tenencia de armas.   

Yo quiero hacer otra reflexión. Compruebo que crece cada día la tendencia a victimizarse, a echar la culpa de todos nuestros males y desgracias a la sociedad, la tecnología, las redes, los padres, las autoridades, las malas compañías. En el caso que nos ocupa, los problemas familiares y de acoso explicarían la conducta de Salvador Ramos y de otros muchos que le han precedido en este catálogo de “películas de tiros”. Un fatalismo social determinaría nuestra conducta y nuestros actos. Una infancia de privaciones, abusos y falta de afecto justificaría, cuando se alcanza la juventud y la madurez, las borracheras, el coqueteo con las drogas, dar una paliza a quien vive bajo nuestro techo, ya sea mujer o hijo, e incluso emprenderla a tiros con unos niños. Pero esto no es una verdad absoluta, y hay que matizar mucho.

Echar al mundo la culpa de todos nuestros fracasos es negar que existen la libertad y la responsabilidad. No seré tan ingenuo como para pensar que hay gente que lo tiene muy difícil y complicado. La novela de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald empieza con una frase muy sensata: “Cuando sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo tuvo las mismas oportunidades que tú tuviste”. Y es verdad.

Pero negar al ser humano el espíritu de superación, perdón, esfuerzo, sacrificio y reacción frente a la adversidad es privarle de lo más grande de su alma: la capacidad para ser el piloto de su propia vida, incluso por derroteros no previstos y por sendas no determinadas. Nadie nace con el guion de su existencia ya escrito.

A los 18 años leí y memoricé una frase que Pablo VI escribió en la encíclica Populorum progressio: “Ayudado, y a veces estorbado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más”.

En Georgetown o en Harvard hay estudiantes que tuvieron un padre ausente y una madre adicta a las sustancias. Entre las mujeres y hombres más destacados de la política, las finanzas, la cultura, la ciencia, las Ongd’s… hay personas con historias de desarraigo y de abusos, de pobreza y de alcohol. Entre las familias corrientes, hay padres y madres que han construido nidos de afecto y de esperanza, hogares felices, aunque ellos recibiesen muy poco en sus infancias. Entre los amigos y compañeros que más apreciamos, hay infancias de marginalidad y carencias.

Explicar las acciones inmorales por el infortunio o la desdicha en la infancia resulta altamente periodístico o novelístico, pero no explica todo, porque cada ser humano es libre y es responsable de sus actos, y no un mero juguete movido por las circunstancias ambientales o los hados del destino. Las razones profundas de la maldad no siempre se pueden explicar por las carencias, los sufrimientos o la marginalidad, al igual que tampoco todo es explicable por un trastorno o alteración mental. El mal existe y habita en cada uno de nosotros. Si lo alimentamos, fácilmente se convierte en un monstruo. Nunca sabremos los motivos que impulsaron a Salvador Ramos a hacer lo que hizo. Cayó abatido por la policía y se llevó su negro secreto a su negra tumba.

Lo que sí es cierto es que los 19 niños y las dos profesoras de la escuela de Uvalde merecían muchos días más de vida y un horizonte de futuro delante de ellos. Pero alguien -¿por qué?- decidió cortar el hilo de sus existencias.






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