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domingo, 24 de diciembre de 2023

Descanso en la huida a Egipto, de Joachim Patinir

    

                   El Evangelio de Mateo dice que un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise; porque Herodes ha de buscar al Niño para matarle”. Entonces José se levantó, tomó al Niño y a su madre de noche, y se retiró a Egipto”.

             En torno a esta huida a Egipto surgieron muchas leyendas y romances, y los pintores plasmaron muchas veces este episodio que cierra el ciclo de Navidad. A finales del siglo XV y durante todo el siglo XVI, los pintores flamencos descubrieron el paisaje y situaron escenas de la infancia de Jesús en medio de espectaculares naturalezas. Es el caso de Joachin Patinir, autor flamenco del que el Prado cuenta con maravillosos cuadros.

            A Joachim Patinir (Dinant, 1480 – Amberes 1524), se le considera precursor del paisajismo hasta el punto de relegar el asunto religioso a un segundo plano. En la Sala 55 A del Museo del Prado nos encontramos con este fabuloso óleo sobre tabla (121 cm x 177 cm): “Descanso en la huida a Egipto”. A primera vista este cuadro podría parecer una obra de paisaje, pero descubrimos en seguida a la Virgen María amamantando al Niño en el centro de la escena. Sentada en el campo, su manto le da una forma piramidal, algo muy habitual para indicar perfección estética e importancia del retratado. A los pies de María aparecen los elementos típicos de una peregrinación, la cesta, la calabaza para el agua, el palo de viaje.

Tratándose de una huida a Egipto, podríamos esperar un paisaje desértico de arenas y dunas, y sin embargo nos encontramos con un vergel, un paraíso de rocas, árboles, prados, flores, arroyos. Patinir se inspiró en su Dinant natal, pero supo tocar la naturaleza que tenía delante de sus ojos de poesía y grandiosidad. Su obra es una convocatoria a la ensoñación.

María y el Niño son el centro de la creación, parece sugerirnos Patinir. Y si María es la esclava del Señor, San José aparece como el siervo y criado de María y Jesús. Lo vemos, pequeño y casi empequeñecido por voluntad propia,  a la izquierda de María. En sus manos lleva un cantarillo de leche que intenta mantener en equilibrio para que no se derrame.

A las espaldas de María, contemplamos un manzano, que recuerda el pecado de Adán y Eva en otro paraíso fugaz; un manzano que la sola presencia de Jesús hace fructificar en un paraíso, ahora sí, con vocación de duradero. También aparece una parra enroscada a un árbol, preanuncio de la Eucaristía y de la sangre de la redención.

Patinir conocía bien las leyendas que adornaban esta peregrinación de la Sagrada Familia y no se resistió a pintarlas. A la derecha podemos ver la ciudad de Heliópolis y la caída desde los más altos tejados de los antiguos ídolos. Los viejos dioses caen al paso del Señor, como lo confirma esa bola granítica sobre la cual reposan solamente los pies de un antiguo ídolo de oro.

Otro episodio legendario es el del Milagro del Trigo, que podemos ver a la derecha del cuadro. Poco antes del descanso en la huida a Egipto, María y José se encontraron con un agricultor sembrando trigo. Le pidieron que, si acaso llegaban soldados preguntando por ellos, les dijeran la verdad. Y así lo hicieron. Cuando los soldados de Herodes llegaron a este lugar, preguntaron a un campesino si había visto pasar a un hombre y una mujer con un niño, y él les dijo la verdad: “por aquí pasaron cuando yo sembraba este trigo”. Pero el trigo milagrosamente había crecido y madurado, y las espigas estaban combadas y listas para la siega, así que los soldados renunciaron a proseguir su captura, pensando que habían transcurrido muchos meses.

Las rocas fantasmagóricas, las prodigiosas arquitecturas de las ciudades, las nieblas del fondo, los numerosos árboles, la hierba de los prados, las múltiples flores, las escenas costumbristas (el arado de la tierra, la cerda alimentando los lechones, los hombres de paseo seguidos por un perro, el hombre defecando, el músico) no pueden esconder un hecho trágico recogido, no en las leyendas, sino por el propio evangelista: la matanza de los inocentes. A la derecha de la tabla, los soldados irrumpen violentamente en la aldea de Belén para acabar con las vidas de los niños menores de dos años. Nada les detiene en su cabalgada de muerte y horror: ni los padres que intentan defender lo que más quieren ni las madres suplicantes de brazos lanzados al cielo o petrificados por el dolor. Las lanzas serán siempre más fuertes que los brazos implorantes. Es la ley del infierno. Los cuerpecillos de algunos infantes yacen por el suelo. La vida ha huido de sus vidas.

El hermoso paisaje no esconde la terrible realidad en la que los hombres viven con frecuencia. María y el Niño descansan por un instante, y José acaba de procurarse el alimento para ese día. Pero su camino deberá proseguir, y será un camino amargo como es el de todos los exiliados, el de todos los refugiados, por el simple hecho de que su vida no encaja en el mundo fantasmal que los poderosos (político, económico, ideológico) crean a su gusto y para su beneficio.

Una pintura, una obra de arte, no es sólo un manjar estético para los ojos, es también una pregunta dramática, una interrogación lacerante. Cada obra de arte nos transmite un mensaje. Cada obra de arte actualiza el mundo y nos da las claves para leerlo.

La Navidad puede ser muy idílica –como el paisaje del cuadro- pero las mujeres de Gaza, de Ucrania, de Sudán, de Nagorno-Karabaj (Armenia), Bateke (R.D. del Congo) están viviendo su particular ‘huida a Egipto’ o su  particular ‘matanza de los inocentes”.

Y sin embargo, la Navidad trae en su misma palabra un mensaje de esperanza: los ídolos terminarán por caer, porque los ‘dioses humanos fabricados por otros hombres”  son de barro y de papel, aunque los seres humanos en su locura les lleven dones para sus sacrificios inútiles, como vemos en la terraza de uno de los edificios.

La esperanza es siempre la última llama que permanece encendida. Precisamente por eso seguimos celebrando la Navidad dos mil años después, aunque muchos se empeñen en cambiar el significado de estas celebraciones. Y esa llama no tiene nada que ver ni con los neones de los grandes almacenes ni con las bombillas de las calles. Es otra cosa.













lunes, 22 de mayo de 2023

Lucien Freud: debajo de la piel y de la carne


Lucien Freud decía que cuando pintaba retratos perseguía que la pintura dijera más verdad sobre el retratado que su presencia real. Lucien Freud, nieto preferido del famoso psicoanalista austriaco, Sigmund Freud, tuvo que abandonar Berlín a los 11 años, debido a la persecución desatada en Alemania contra los judíos. Se trasladó a Reino Unido y allí se formó y alcanzó la gloria pictórica. 

Hasta el mismo día de su muerte y más allá, la fama de maldito persiguió al pintor. Sus excesos amorosos y ludópatas ocuparon más líneas que la glosa sobre sus pinturas en las revistas de arte. Vivió casi siempre solo, en su estudio-taller, aunque tuvo 14 hijos de seis mujeres diferentes. El número de amantes nunca nadie lo ha podido contar, y el de hijos no reconocidos, tampoco. En algunas ocasiones, compartió intimidad con sus amigos artistas homosexuales. Vividor y empedernido jugador de apuestas de caballos, con una energía desbordante, un alma de seductor, un encanto irresistible, conversador fino, con un ácido sentido del humor, aunque incapaz de disimular su enfado o su mala leche con los pelmas y los pedantes. Pintaba siempre de pie; utilizaba la luz del día en sus cuadros, y sin embargo pintaba casi siempre de noche sus desnudos. Fue sin duda un pintor excepcional del siglo XX, el renovador del género del desnudo, uno de los poco pintores que atraviesan fronteras y que pueden codearse con los consagrados artistas de todos los museos. En un mundo del arte sometido a la dictadura de la abstracción, él desafió las modas y apostó por el la figura humana.

Probablemente sus grandes retratos desnudos son los que más le identifican con su firma, y los que suscitan más atención en cualquier exposición. En este momento en el Museo Thyssen se celebra una exposición (abierta hasta el 18 de junio). Las últimas salas de la muestra madrileña están dedicadas precisamente a estos cuadros, con un título sencillo pero acertado “Carne/flesh”.

Los cuerpos, despojados de la ropa, son vistos en su indefensión, en su desamparo. La ropa, que normalmente sirve para tapar los defectos del cuerpo, es también la que habla de la clase social, el estatus económico, o la tribu laboral en la que se ejerce (bomberos, militares, médicos). De ahí que la ropa, en muchas ocasiones, otorga una dignidad que no se corresponde con el alma del retratado. Sus desnudos no son heroicos, olímpicos, de cuerpos eróticos, piel sedosa, proporciones armónicas y posturas elegantes. El pincel de Freud penetra en la carne para intentar descubrir la verdad del retratado. Al igual que la cabeza o el corazón, la carne también guarda memoria de los placeres pretéritos, los deseos desvergonzados, los arrebatos de la libido, las humillaciones recibidas, las heridas del tiempo, las caricias y las bofetadas, las enfermedades, los excesos del alcohol, las drogas, el sexo o el insomnio.

Los desnudos de Freud son freudianos (en el sentido psicoanalista del término). La carne, sometida a la inexorable ley de la gravedad, retiene en su territorio los resacones, el asco y el gozo, las comilonas, los medicamentos, el sudor acumulado, el trabajo aplastante o los cuidados de la toilette. La obesidad morbosa que hace desaparecer el esqueleto bajo capas de grasa, la carne que se pliega sobre sí misma en redondeces bochornosas, los ganglios, las rojeces de la piel, las estrías, la celulitis, las arrugas, las manchas de la piel, la sequedad y sus escamas, los pellejos que cuelgan, todos los estragos de los años... A veces los cuerpos, derrengados, adormilados, despatarrados sobre un sofá o un revoltijo de sábanas muestran todo eso. ¿La carne es triste, como decía el poeta? ¿El paso de los años siempre muestra la tragedia de la carne?.

Lucien Freud no buscó nunca modelos ‘modélicos’, hermosos o bien proporcionados, bellos, según lo que desde siempre se entiende por belleza. En sus cuadros aparecen amigos y amigas, mujeres, amantes, hijas y también personas que, por diversas razones, eran para él la quintaesencia de lo retratable. “Pinto a mujeres heterosexuales porque me gusta la naturaleza femenina, pero pinto homosexuales por la valentía de los maricas”. Este fue el caso de Leigh Bowery o Sue Tilley, que pasaron interminables horas en su cochambroso estudio de Londres y que se convirtieron en verdaderas obsesiones para él. Los desnudos de Freud representan el dolor de la carne, la permanente inquietud que se abate sobre los humanos, el sueño que no es sinónimo del descanso reparador sino preanuncio de la muerte y de la putrefacción de la carne. Son los desnudos de la marginalidad.

Los animales nunca están desnudos. Van siempre con sus ropajes de piel, lanas, plumas, escamas. Freud pinta desnudos a hombres y a mujeres para “hacer caer las fachadas protectoras y que el observador pueda verlos en su verdad y en su miseria”. Cuando la ropa cae, aparece la persona. Más allá de la epidermis y de las capas de grasa, Freud encontró el alma de un ser humano, muy parecido a cualquier animal, con su necesidad de sueño, de cópula, de comida. Con su miedo y su instinto de supervivencia. “Los desnudos de Freud -escribió un crítico- tienen algo de animales desollados, reses en una cámara frigorífica”. Los desnudos de Freud tienen algo de perturbador, de inquietante, algo de animal vulgar, que muestra, sin pudor, sus piernas abiertas y su sexo, las marcas en la piel, una postura chabacana, una mirada triste o sufriente, o una mirada sin mirada porque los párpados en el sueño así lo exigen. 

Freud pasaba horas, semanas, meses girando y volviendo a girar alrededor del modelo desnudo, a veces apoyado en un camastro desvencijado o directamente en el suelo, en un ambiente casi de inmundicia, como lo era su estudio londinense, carente de poesía o de orden. Era su manera de trabajar. Intentaba a todo trance demoler la fachada del retratado, para que apareciese el verdadero hombre o mujer. Arrebataba cualquier protección al modelo hasta lograr dar con el alma que vivía, en gozo o en miseria, por debajo de las capas de la piel.

Y sin embargo, a pesar de la vulgaridad, a pesar de las imperfecciones de estos cuerpos desnudos, percibimos un erotismo animal, un deseo oscuro que tiene mucho que ver con la indecencia, la marginalidad, la carne de un antro barato. Todo el mundo entiende el deseo que provoca un adonis o una Venus, pero resulta menos comprensible el deseo de cuerpos vencidos por la obesidad o por la vulgaridad. Y sin embargo ahí está. También estos cuerpos han sido amados, han suscitado pasión y han proporcionado éxtasis.

            Veamos tres de sus cuadros más famosos en la exposición del Thyssen:

Título: Y el novio (The Lewis Collection).

En el estudio londinense del pintor posa su modelo fetiche Leigh Bowery junto a la que poco después será su mujer, Nicola Bateman. Una noche, en un antro gay de mala fama, presentaron a Lucien a Leigh Bowery, un transformista australiano afincado en Londres, que triunfaba en la noche gay, con la robustez de su cuerpo y los maquillajes y vestidos extravagantes. Con la misma altivez y seguridad de un lord o de un magnate, Bowery se dirigió a Freud para decirle que quería que le retratase. Caminaron hasta su estudio y, antes de que el pintor encendiese las luces del taller, Bowery ya se había quitado la ropa. Durante los diez años siguientes, 10 cuadros dan buena cuenta de esta amistad y de esa fascinante fascinación por este modelo de uno noventa metros y 120 kilos de peso, rapado, excesivo, robusto, un verdadero armario de carne. Con Bowery, Lucien Freud llegó a ser Lucien Freud. Nunca un modelo había catapultado a la fama a un artista. Poco antes de pintar este retrato, Leigh Bowery se había prometido, de ahí el título, aunque lo suyo fue un matrimonio de conveniencia, para obtener la nacionalidad inglesa. En el cuadro aparecen los dos modelos durmiendo. Todo el espacio de la estrecha cama lo ocupa Leigh, mientras su escuálida prometida aparece arrinconada en un borde de la cama. Despatarrado, mostrando sin pudor su sexo, Leigh duerme a pierna suelta. Los amantes comparten camastro y sueño, pero no hay intimidad entre ellos, tampoco un gesto de ternura. Dos seres vencidos y rendidos han caído por casualidad en el mismo colchón. A Leigh le quedan poco meses de vida. El sida rindió su cuerpo robusto. Es el año 1994.

  

Título: “Durmiendo junto a la alfombra del león” (The Lewis Collection)

Durante cinco años Sue Tilley compaginó su trabajo como inspectora de seguros en una oficina londinense con su trabajo como modelo para un ya afamadísimo Lucien Freud. Llegaba al taller del pintor, se desnudaba y durante horas fingía estar dormida o estar pensando en las musarañas en un camastro o en un sofá. Muchas veces se quedaba verdaderamente dormida o pensaba con los ojos cerrados en su trabajo del día siguiente o en la cena de un rato después. Y se desquitaba, de paso, de tantos que la tildaban, sin piedad, de gorda, o por decirlo algo más fino la “Big Sue”. Con 130 kilos de peso, y todas sus redondeces, michelines, lorzas, pliegues de grasa y obesidades, Sue podía finalmente vengarse de todas las modelos modélicas de 90-60-90. En este cuadro, Sue deja caer su cuerpo voluminoso de escultura primitiva y tosca sobre un desvencijado sillón. Ajena a la imagen que ofrece de sí misma, o tal vez orgullosa de su robusta hechura, Sue sabe, a pesar de sus ojos cerrados, que para el gran Freud ella es la quintaesencia de modelo. Podrá decirse que el cuadro es vulgar, grotesco y sin embargo es más real de lo que imaginamos. Hay ‘Big Sues' por doquier. Vestidos amplios, abrigos largos y holgados, fulares y pañuelos esconden carnes oprimidas por una ropa interior de tortura y la respiración contenida. Y sin embargo estos cuerpos también han sido amados, deseados, han abrazado y protegido con sus anchas hechuras. En un mundo de la delgadez y del canon de belleza, estos cuerpos derrengados y sudorosos, lentos en su caminar, torpes en sus movimientos supieron captar la atención y el respeto del gran retratista londinense. Por debajo de lorzas y michelines, de tetas abundosas, nalgas generosas, pies regordetes y muslos descomunales, Freud nos mostró la vida y el sueño de una mujer cualquiera, una inspectora que acudía cada mañana a su tedioso trabajo de papeles y calculadora.

 

Título: “El retrato del lebrel” (Colección particular)

En la exposición está el último cuadro de Lucien Freud. El artista lo dejó inacabado. En el cuadro vemos a su asistente, David Dawson, también pintor y fotógrafo. El hombre que le ayudó en el taller los últimos años de la vida del artista y al que dejó su taller, las huellas de toda una vida de más de 90 años, fue su última musa y su último modelo. Cada mañana el asistente se desnudaba y posaba junto a Eli, el perro del artista. Un lebrel pacífico que pasaba buena parte del día dormido o amodorrado junto al modelo. David Dawson, ni hermoso ni feo, un hombre vulgar y corriente encima de una sábana, una mirada algo alelada y un rostro que delata el cansancio de las largas horas de posado. El 3 de julio de 2011, Lucien Freud se levantó como todos los días. Su asistente le fotografió mientras el pintor se ataba los cordones. Luego, de pie, como pintaba siempre, empezó a mezclar los óleos, cada vez más espesos y grumosos, y a dar las primeras pinceladas, que serían las últimas. Un hombre y un perro comparten una intimidad, a veces menos silenciosa y más amistosa que la de dos seres humanos.

¿Intuyó el pintor que su fin estaba cerca? ¿Fue asaltado por un dolor súbito? ¿Pensó simplemente que ya no tenía sentido seguir observando esa escena y trasladando al lienzo lo que sus ojos aprehendían? Soltó el pincel, posó la paleta: “Ya nada tiene sentido. Nada más. Hasta aquí”. Las últimas pinceladas las dio en la oreja derecha del lebrel. Así quedó inconcluso el último cuadro de Lucien Freud. David Dawson se vistió y Eli se despertó de su modorra y se estiró por el taller. Para todos, la sesión definitivamente había acabado.  

El taller entró en un silencio monacal. Lucien Freud acababa de morir. Los tubos de óleo se fueron secando poco a poco. Una sábana cubrió el lienzo inacabado. El pintor de los inquietantes y turbadores desnudos había entrado en una posteridad vestida de grandes exposiciones y sumas astronómicas en las casas de subastas.











jueves, 11 de mayo de 2023

Los Beatos: belleza para tiempos apocalípticos

 


Me enteré de la conferencia sólo una hora antes de que diese comienzo. Me entró un whatsapp escueto: “Montes habla de los Beatos esta tarde en los Filipinos”.

                Pero llegué a tiempo. No es exageración afirmar que Luis Ángel Montes posee un saber enciclopédico, pero sin pedantería ni cátedra dogmática que valga. Este ‘renacentista’ palentino al que he escuchado con idéntico placer cuando habla de las Elegías de Duino, de Rilke, de la oración de los Salmos, de la música y la botánica en la vida de Hildegarda von Bingen, o del pintor del retablo mayor de la catedral de Palencia, Juan de Flandes… es también un amante ‘perdido y rendido’ de los libros a los que en el mundo entero se da el nombre de “Beatos”.

                El ponente dividió su conferencia en dos partes. La primera de ellas tuvo lugar en el  Auditorium del Colegio de los Agustinos, de Valladolid (vulgo ‘Filipinos’) y consistió en una introducción histórica y estética a los Beatos. La segunda parte fue una visita guiada por el Claustro donde están expuestos los facsímiles (bellísimamente editados en España) de los Beatos, una magnífica colección del propio conferenciante. Esta exposición permanecerá abierta hasta el 1 de junio.

                Ante un público poco numeroso, pero muy receptivo, el ponente explicó la importancia artística de estos libros y su valor para el conocimiento. En el año 786 el monje Beato de Liébana, e un apartado rincón de la geografía cántabra, escribió un comentario a uno de los libros más enigmáticos, poéticos y sugerentes del Nuevo Testamento: el Apocalipsis de San Juan. El comentario tuvo un éxito sin precedentes. Desde finales del siglo IX y hasta el XIII, los scriptoria de los monasterios lo copiaron y los iluminaron con miniaturas de una rara belleza que compartía con la pintura mozárabe, románica o protogótica un mismo gusto y un canon común: colores planos, contrastes cromáticos, figuras trazadas con líneas gruesas oscuras, intensa expresividad, proporciones simbólicas y jerárquicas. Y todo ello con resultados espectaculares que aún hoy, un milenio  después, causan el estupor y el asombro de quien puede abrir una de sus páginas.

Para Umberto Eco eran los “libros más bellos del mundo”. Hasta el momento tenemos constancia de 24 Beatos repartidos por algunas de las Bibliotecas o Museos más importantes del mundo (París, Nueva York, Londres, Madrid, El Escorial, el Burgo de Osma, Gerona, Berlín, Ginebra o la Universidad de Valladolid). En casi todas esas Bibliotecas, los Beatos constituyen el tesoro número uno de las mismas.

No son pocos los historiadores de arte que opinan que la principal aportación de España a la historia de la pintura universal son las miniaturas contenidas en los Beatos, por encima de Velázquez, El Greco, Zurbarán o Picasso.

En un momento histórico, en torno al año Mil de la era cristiana, monjes, obispos, pensadores, escritores, artistas, labriegos o artesanos vivieron con intensidad y con pasión, también con dolor y esperanza, las preguntas más esenciales del ser humano: qué somos y hacia donde nos encaminamos. El Libro del Apocalipsis –y los muchos comentarios sobre el texto de san Juan- venía a dar respuesta, si bien velada, a estos interrogantes angustiosos. Cristo, Señor del Mundo y de la Historia, iluminaba con su triunfo sobre la muerte y el mal la pobre vida de tantos cristianos, sabios o analfabetos. La sangre del Cordero podía lavar todos los pecados pero también prevalecer sobre todas las injusticias y las amenazas contra la vida y la fe (muy reales en España por el dominio musulmán en tantos territorios). 

Las incomparables imágenes -por ejemplo las del Beato de Valcabado (Palacio de Santa Cruz, Valladolid)- que podemos admirar en la exposición de facsímiles dan cuenta de esa promesa apocalíptica de victoria sobre el Mal y sobre la Muerte. La Belleza, y en estos libros hay mucha, es siempre una imagen poética y legible de la Redención. Los Beatos aquí contemplados zambullen al espectador en una cierta beatitud, a la vez que nos transportan a un pasado medieval con sus oscuridades e injusticias pero también con sus luminarias, como lo prueban estos bellos códices miniados.

Esta es una exposición totalmente recomendable y única que nos permite admirar con nuestros propios ojos “las más prodigiosas creaciones iconográficas de toda la historia del arte occidental”, en palabras del autor de El nombre de la rosa. De la conferencia y de la visita a la exposición uno sale con más ‘hambre’, con deseos de saber más de este capítulo de la historia del arte, pero también de la historia del cristianismo. También estos tiempos que vivimos hoy son apocalípticos. ¿Conseguiremos transformarlos en belleza duradera, en libros de esperanza? Todo un desafío.












sábado, 24 de diciembre de 2022

La Adoración de los Magos, del Bosco




            Del más enigmático y extravagante de los pintores europeos, Jheronimus van Aker, el Bosco (1450-1516), el Museo del Prado custodia algunas de sus obras más importantes y famosas. Una de ellas, absolutamente genial, es el Tríptico de la Adoración de los Magos, pintada en 1494. Cuando lo miramos por encima, se tiene la sensación de que no estamos ante un Bosco, o que es el Bosco menos Bosco de sus pinturas. A primera vista no vemos las características del Bosco: animales fantásticos, escenas delirantes o grotescas, personajes salidos del mundo de las pesadillas, paisajes infernales, violencia y muerte. Al contrario, estamos ante una imagen religiosa, una Adoración de los Reyes Magos. Un paisaje que consideraríamos bucólico. Una atmósfera tranquila. Se puede pensar que toda la escena rezuma serenidad, paz, sosiego. Una Epifanía clásica que nos sumerge en un clima de adoración y de paz.

Pero cuando el ojo busca los detalles, entonces, ante nosotros, aparece otro cuadro, totalmente bosquiano. Tal vez este tríptico, en su día, fue un retablo portátil. O un retablo para un pequeño oratorio que se abría en algunas solemnidades, permaneciendo cerrado el resto del tiempo.

Cuando el tríptico se cierra podemos contemplar, en grisalla, un tema de gran devoción popular: la Misa de San Gregorio, es decir un tema eucarístico que tiene también su resonancia en el interior del tríptico. La escena del tríptico cerrado nos prepara para otro sacrificio, el de Jesús. En la parte superior de la cabaña encontramos una gavilla de trigo, alusión a la eucaristía, y en la corona del Rey Melchor está esculpido el sacrificio de Isaac. En la escena de la Epifanía, en cierto modo, ya está inscrito el Calvario. En el Niño recién nacido ya está prefigurado el Crucificado muerto.

En las dos hojas laterales aparecen los comitentes. A la izquierda el donante con su patrón, San Pedro portando las llaves. A la derecha, la donante con su protectora Santa Inés, como nos lo indica el corderillo blanco cerca de ella.

Miremos la tabla central, donde propiamente se desarrolla la escena de la Adoración de los Reyes Magos. A la intemperie, se sitúan María, el Niño y los Reyes Magos. Los Reyes Magos, en actitud de humildad y oración, se postran o se inclinan ante el Niño, escuálido, casi famélico, sentado sobre las rodillas de María, con un rostro entristecido, grave, serio, y los párpados semicerrados.

Es en el vano de la puerta de la cabaña donde encontramos una figura inquietante, estrafalaria, semidesnuda, indigna. Todos los intérpretes de esta pintura lo identifican con el Anticristo. Y probablemente así es. María y José han llegado a una cabaña abandonada donde ya estaba el Anticristo; por eso ellos prefieren quedarse fuera, a la intemperie. El Anticristo aparece medio desnudo, apenas cubiertos sus hombros con un manto regio, de color púrpura. Es más, su rostro y su cuello, muy morenos, contrastan con la palidez del resto del cuerpo. Adornado con ajorcas, pulseras, cadenas de oro y otras joyas que nos hablan de su mundanidad, de su señorío sobre este mundo y de su identificación con él: un mundo de oro y oropel. Lleva dos coronas, una sobre su cabeza y otra en su mano. La corona sobre su cabeza es una falsa corona de espinas, en un intento de buscar similitudes con Jesús. Curiosamente, los tres reyes, en actitud de humildad ante el verdadero Rey, se han quitado sus atributos regios. El Anticristo, por el contrario, mantiene la corona puesta, no se inclina ni se destoca ante Jesús. El Anticristo se sabe el rey del mundo. Y su deseo es serlo por los siglos de los siglos. Por ello lleva en la mano una corona de repuesto. Nadie va a quitarle su trono. Por encima de su cabeza, aparece un búho, símbolo de mal agüero, con un ratoncillo muerto junto a sus garras. Encima de la techumbre y en un lateral aparecen varios hombres, entre ellos un músico. No están en actitud de oración ni de reverencia ni de estupor ante el recién nacido. Son solo espectadores que asisten, entre divertidos y burlones, a esta escena de la Epifanía. Hasta la mula tiene un aire triste, una bestia prisionera en la choza del Anticristo. Un pequeño fuego en el interior de la cabaña, nos recuerda el infierno al que, en último término, irán a parar todos los que rodean al Antricristo y también el mismo Anticristo, pues al fin y al cabo el Anticristo representa todo lo contrario al mensaje de amor que Jesús trajo al nacer en Belén.

El paisaje, a primera vista, puede parecer de cuento de hadas, un paisaje encantador, formado por tierras, árboles, bosques, cultivos, lagos y una ciudad de arquitecturas fantasiosas y exóticas, pero maravillosas… Y sin embargo, esta visión idílica de la naturaleza se fractura y se rompe, porque ahí vemos dos ejércitos a punto de iniciar una batalla. El sueño de Isaías “el león pacerá con el cordero”, no es más que un desideratum. El mundo impone su realidad y su realidad es la de la guerra y la violencia extremas. Estos dos ejércitos bien pueden ser una metáfora aún válida para nuestra Europa actual donde desde hace meses, dos pueblos se enfrentan y destruyen, ajenos a cualquier petición de paz y de concordia. El mundo desde que es mundo no ha dejado de estar en guerra. En el cuadro, desperdigadas o volanderas, aparecen lanzas y flechas en varios puntos del paisaje.

Pero diseminadas a lo ancho del paisaje, descubrimos aún muchas escenas inquietantes, escenas que nos hablan de la realidad de nuestra existencia tocada por mal. Un hombre desvergonzado enseña sus vergüenzas a una mujer. Otra mujer es arrastrada por la fuerza por un hombre. Una mujer huye despavorida ante la presencia amenazante de un lobo, mientras un hombre yace moribundo por el zarpazo de un oso. Un hombre arrastra del ronzal a un burro sobre el que va un mono, símbolo de la lujuria, y verdadera bestia que el hombre no puede dominar. La naturaleza idílica sucumbe ante la presencia del mal y de la muerte, de la corrupción y de la violencia.

En el lado izquierdo del tríptico nos encontramos con la imagen más encantadora de esta pintura. Un hombre anciano, sentado encima de una cesta de mimbre, bajo un cobertizo destartalado, sostiene en sus manos unos pañales para secarlos ante un fueguecillo que arde ante él. Es San José, al que no vemos en la escena central y que aparece, apartado, cumpliendo su papel de verdadero padrazo de Jesús, realizando una tarea que, en aquella época era propia de las madres y de las mujeres. San José ladea su cuerpo y desvía un momento su mirada de los pañales para ver un poco el barullo que la presencia de los sabios llegados de países lejanos ha provocado, pero él es un hombre que no prestará nunca oídos ni ojos a los ruidos y a las pompas del mundo. Él sigue a lo suyo: cuidar lo que importa a su corazón. No es ni mucho menos el San José más bonito de la Historia del Arte, pero es el más auténtico. El Bosco ha captado, como ningún otro artista, la verdadera naturaleza de San José: el silencio, la servicialidad, la no apariencia, la no centralidad, el apartamiento. A algunos les puede parecer una imagen grotesca, burlona de San José, pero, creo que estamos ante la más certera visión del hombre que simplemente quiso servir a María y al Niño lo mejor que pudo.

Esta hermosa pintura que, al principio, nos encanta por su belleza y serenidad, poco después nos perturba por su violencia y los pecados ahí representados, y finalmente nos engancha por su manera afilada, certera, escalofriante de pintar el mundo lleno de iniquidad del Anticristo y la dulzura y mansedumbre del Mundo de Dios. Pero ambas presencias casi se rozan, de tan cercanas como están. La lucha de los dos ejércitos, la fiereza de los animales contra los seres humanos, la violencia de los hombres contra las mujeres. En fin, la omnipresencia de Jesús y del Anticristo y su ejércitos en todas las realidades de la existencia humana. Dentro de cada uno habita Cristo y el Anticristo. Lo podemos experimentar cada día y a cada hora. El Mal y el Bien estarán en nuestro interior, convocándonos y solicitándonos a su campo de acción y a su lado.

El Tríptico de la Adoración de los Magos del Bosco es un reflejo de este mundo. Están los que gobiernan y que azuzan a sus mesnadas de súbditos para batallar en una guerra de la que puede que salgan vivos, o tal vez no, pero más pobres y más miserables, sin duda. Están los que de mil maneras diferentes ejercen la violencia: de los fuertes contra los débiles, de los hombres contra las mujeres. Están los que con su mirada impura manchan todo lo que tocan. Están los verdaderos sabios (los Magos) de corazón, mente y cuerpo, que son los que no tienen miedo a las luengas peregrinaciones, con tal de descubrir la verdad y la bondad. Están los que sostienen este mundo, pobre, hambriento, al igual que hace María con su Hijo. Están los que hacen bien su deber, aman en el silencio y sirven, como José. Están los meros espectadores, los que miran sin tomar partido, los que no se comprometen, los tibios, los que esperan el resultado de la batalla para alinearse con los vencedores, como lo hace el grupo de curiosos y mirones. Están los que merodean alrededor de los buenos, dificultan sus proyectos les hacen saber que no van a consentir su bondad, ni su alegría ni su trabajo en favor de la fraternidad. Se asoman para ver el mundo e incordiarlo, pero ellos se reparan y se protegen bajo la techumbre. Tienen en sus manos y en su cabeza el poder para salirse con la suya, como lo es la figura del Anticristo y sus adláteres. Y luego están los invisibles, los que nadie ve, en los que nadie repara. Son los que construyen la ciudad, cultivan los campos, amasan el pan. No los vemos, pero vemos sus frutos: la ciudad construida y los campos cultivados.

Este cuadro, enigmático, inquietante, desasosegante refleja bien esa encrucijada ante la que nos sitúa la Navidad. ¿Qué papel queremos desempeñar? ¿Al lado de quien queremos ponernos? ¿Queremos ser un lobo para el hombre cómo vemos en una de las escenas? ¿Queremos sostener en nuestro regazo la fragilidad de los frágiles como hace María? ¿Queremos realizar las tareas más sencillas con tal de facilitar la vida a los demás, como hace José? ¿Queremos llevar en nuestra cabeza y nuestras manos las insignias del poder, para ser temidos y reverenciado por los demás?

Al anticristo le adornan cadenas de oro, símbolo de esa esclavitud a la que quiere someternos. Las cadenas, sean de oro o de hierro, son cadenas y significan la esclavitud y la falta de libertad. El Niño, en cambio, está desnudo, a la intemperie. Sólo los verdaderos sabios, de alma y de corazón (no los inteligentes ni los astutos ni los sagaces ni los arteros) son capaces de verlo, postrarse y adorarlo. 

El ave exótica sobre el cofre esférico de la mirra que porta Baltasar, es un ave fénix, símbolo del resurgir de todas las personas que han caído en las garras del Anticristo, como el ratoncillo en las del búho. Todo puede volver a la vida, recobrar la energía desaparecida y liberarse de las cadenas de la esclavitud. El sueño de un mundo nuevo y mejor no se extinguirá nunca de las cabezas y de los corazones del ser humano. Nada ni nadie está perdido del todo.

En la portezuela de la derecha, el cordero inocente e inmaculado nos habla de este mundo nuevo y puro que muchísimos han construido a lo largo de la Historia. Y con ellos, y a su lado, Jesús, Salvador del mundo. Nacido en Belén, a la intemperie. Nacido para instaurar una redención universal.

https://youtu.be/UYqAg2Q0JtY

https://www.youtube.com/watch?v=wCk80pP5znw


















sábado, 10 de diciembre de 2022

Las manos que sostienen los pinceles


Decía José Jiménez Lozano que es preferible no leer las biografías de las personas que admiramos mucho, porque podrían defraudarnos bastante. Habían pasado pocas horas desde que me había acercado a la Capilla del Santísimo, de la Catedral de la Almudena, para permanecer unos minutos en silencio y, de paso, contemplar, una vez más, los hermosos mosaicos de Marco Iván Rupnik, cuando me enteré, a través de una noticia en la revista Vida Nueva, que el autor esloveno había sido denunciado por abusos a varias mujeres. Parece ser que hubo una investigación, pero como los hechos se remontaban a treinta años atrás, habían prescrito y, por lo tanto, no se había producido ninguna sentencia. Sin embargo, la acusación ahí estaba. Y no creo equivocarme si digo que el sufrimiento seguirá ahí, vivo, en sus víctimas, porque, al contrario que la justicia del mundo, el sufrimiento no prescribe casi nunca.

Creo que llevo siguiendo el trabajo de Rupnik desde que un grupo de cardenales le encargaron en 1996, como homenaje al Papa Juan Pablo II, la decoración de la capilla Mater Redemptoris, dentro de los muros vaticanos. Al poco tiempo de su inauguración, en la casa de un amigo, me encontré con un hermoso catálogo que daba buena cuenta del trabajo de Rupnik y su equipo de colaboradores del Centro Aletti.

Probablemente Rupnik, jesuita para más señas, es el artista de arte religioso más importante de nuestra época. Sus trabajos que beben de la mejor tradición musiva del arte bizantino, son un intento de fusionar la mirada oriental y occidental (los dos pulmones del cristianismo) para releer, en clave artística, el Evangelio. Rupnik crea conjuntos que verdaderamente invitan al silencio y a la contemplación. Él no pinta cuadros, crea atmósferas de adoración con sus mosaicos, de diferentes tamaños, donde las imágenes sagradas parecen flotar en medio de mundos que sólo existen en los sueños o en lo profundo del al alma de cada creyente (o no creyente).

Difícil olvidar su interpretación de tantos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento: la adoración de los reyes Magos, el Buen samaritano, el encuentro de Emaús, las Bodas de Cana, la creación de Adán y Eva, la Trinidad, el Buen Pastor, el Bautismo de Cristo… En España existen buenos conjuntos de sus obras: Cripta de Santo Domingo de la Calzada, Capilla del Santísimo y Sala Capitular de la catedral de la Almudena, Cueva de San Ignacio en Manresa, Capilla de la Conferencia Episcopal, en Madrid…

“El arte – ha escrito Rupnik- debe hacer percibir tanto la verdad y la bondad como belleza”. Y probablemente ahí radica el secreto de los trabajos de este artista esloveno: en la belleza del arte hay verdad, y esa verdad puede inducirnos a la bondad.

Las últimas noticias sobre la vida personal de este artista podrían provocar una devaluación de su arte. Y probablemente así será, porque nos es difícil separar al autor de su obra. Y porque toda obra, en cierta forma, queda iluminada o ensombrecida por la vida de su autor. Y más en una sociedad como la actual que, de forma férrea e implacable, cancela a una persona conocida y pública, por sus obras y opiniones, a veces incluso por la sola divulgación de un rumor o de una noticia que nadie averiguará nunca si era verdad o mentira.

A la luz de estas noticias, me gustaría hacer dos consideraciones:

Una. De ser ciertos los hechos de los que se le acusa (la presunción de inocencia debe aplicarse a todos, nos guste o no) estaríamos ante conductas reprobables, y más en un religioso, como es el caso. Y reprobables, independientemente de que hayan prescrito legalmente.

Pero el cristiano que debe escandalizarse y condenar el pecado, ¿le está permitido escandalizarse y condenar al pecador? La Justicia debe investigar, juzgar y sentenciar los hechos constitutivos de delito, y el autor debe acatar la justicia y cumplir la condena. Más allá de la indignación momentánea que provoca una noticia, ¿nos es lícito moralmente cancelar o anular a una persona o la obra de una vida?

Dos. El ser humano se enfrenta cada día al misterio de la iniquidad. El cristiano conoce la gracia y conoce la fragilidad. Su mirada es una mirada realista sobre el corazón humano. El ser humano, a pesar de sus pecados y de sus crímenes, es capaz de crear una obra bastante más grande que él mismo. A veces se tiene la sensación de que un ángel guiaba las manos llenas de barro de un miserable artista, y que, por ese motivo, la belleza que produjo en la construcción de un catedral, de una partitura de música, de un poema o de un mosaico eran, sin lugar a dudas, mucho más grandes que él mismo, mucho más dignas que su persona. A la vez que exigimos que se haga justicia con las víctimas, ¿no será preciso conceder a todo ser humano la posibilidad de arrepentirse, cambiar, convertirse y ser otro muy diferente al que fue? ¿Cuándo prescribe a los ojos de esta sociedad bastante hipócrita el crimen cometido en un momento determinado de la vida de un ser humano?

Entrar en el convento de Asís y quedarse anonadado por la belleza de los frescos de Giotto que relatan la vida del Poverello es todo uno. Y sin embargo Giotto fue un usurero que llevó a la ruina y a la desgracia a unos cuantos vecinos suyos. Pero los frescos de Asís siguen iluminando a quien los admira. Rafael, mujeriego contumaz, pintaba Madomnas bellísimas mientras fornicaba como un descosido. Y sin embargo, ¡cuántos han rezado delante de esas Vírgenes! También esto forma parte del misterio de la vida y de la iniquidad.

No está de más saber que, a veces, los pinceles que pintan la belleza de Dios y la belleza del mundo, los sostienen y guían manos manchadas.  
















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