El cuarto sábado de noviembre, la
palabra holodomor está en los labios
de los ucranianos, los que viven en el país y los que forman parte de la diáspora.
En las iglesias, los fieles musitan oraciones, y los monumentos se llenan de
espigas. Es el día conmemorativo del Holodomor.
La palabra ucraniana “holodomor” significa literalmente exterminio por hambre. A partir
de los años cincuenta, se empezó a hablar de genocidio, algo que Rusia no ha
admitido nunca. Durante el régimen soviético, estaba prohibido hablar de la ‘hambruna
ucraniana”. Con la caída de la URSS empezaron a abrirse los archivos y el mundo
pudo conocer poco a poco este trágico episodio acaecido entre 1932 y 1934.
El debate sobre si la hambruna fue un
genocidio o tan solo el resultado de una política nefasta de colectivización de
los campos aún está en el aire. Si bien, muchos estudiosos, universidades y
estados reconocen que la hambruna sufrida por el pueblo ucraniano no fue una
fatalidad del destino, una pésima estrategia alimentaria o una sequía, sino un
plan perfectamente urdido desde el poder para doblegar al pueblo ucraniano y
castigar la resistencia a la colectivización por parte de los campesinos.
La precipitada y terrible colectivización de
las tierras organizada por el régimen comunista impuso gravosas condiciones,
imposibles de cumplir, a los campesinos ucranianos (y también a todos los
demás). Las cuotas de trigo y otros cereales eran tan abusivas que no dejaban margen
para la propia alimentación. La policía pasaba una y otra vez por las aldeas
para requisar cualquier cosecha y cualquier alimento.
El escritor Vassily
Grossman, testigo de ese momento, anotó: "Al principio el hambre te
echa de casa. Primero
es un fuego que te quema, te atormenta, te desgarra las tripas y el alma: el
hombre huye de casa [...]. Luego llega el día en
que el hambriento vuelve atrás, se arrastra hasta casa. Esto significa que el
hambre le ha vencido, aquel hombre ya no se salvará. Se
mete en la cama y permanece tumbado: ya no quiere vivir…”
Gracias a la eficiente propaganda comunista y
a la complicidad de los intelectuales europeos, el gran crimen apenas fue conocido.
El primer ministro francés, Édouard Herriot,
visitó en 1933 Ucrania para conocer la situación. Las autoridades soviéticas le llevaron a aldeas
donde había comida abundante y todos se mostraban felices. A su vuelta a París
declaró: “Puedo decir que he visto al país como un jardín a pleno
rendimiento!".
A la eliminación
de los intelectuales ucranianos, a la deportación a Siberia de los pequeños
propietarios, los kulaks, a la
prohibición de hablar la lengua local y mostrar abiertamente las tradiciones,
hay que añadir esta batalla programada contra los campesinos que tanta
resistencia habían ofrecido a las medidas colectivistas del Kremlin. En el año
1928, las autoridades soviéticas solo pudieron recoger 4,8 millones de
toneladas de trigo, de las 6,8 millones de toneladas programadas, lo que
encendió la ira comunista contra los campesinos e inició el ‘holodomor’.
Todo el mundo conoce el holocausto judío y cientos de libros y reportajes lo recuerdan cada año, pero las atrocidades cometidas por el régimen soviético son todavía poco conocidas. Holodomor es una de ellas, y es justo que sea dada a conocer.
Una superviviente escribió: “Tenía un padre, una madre y una abuela: en dos semanas murieron los
tres. Me quedé sola en casa. Tenía doce años: ¿qué podía hacer? No se
encontraba nada de comer en ninguna parte. Por la mañana salía, y hasta el
anochecer me arrastraba por los huertos buscando algo que roer, cualquier
hierba o grama; encontrarlas no era fácil, porque no era la única que rebuscaba.
Mascaba hojas de tilo, son amargas pero a mí me bastaban. Luego me puse enferma.
Una vecina me trajo unas cerezas y una cucharada de miel. Me salvó de la
muerte. Nunca olvidaré semejante generosidad”.
Pero de todos los
testimonios leídos, sin duda este me parece escalofriante: “En 1933, en un pueblo de la
región de Járkov, unas mujeres hacíamos lo que podíamos para cuidar a los niños
en una especie de orfanato. Los niños tenían los estómagos abultados; estaban cubiertos
de heridas y de costras, sus cuerpos parecían a punto de reventar. Un día, los
niños se callaron de repente; fuimos a mirar lo que ocurría y vimos que se
estaban comiendo a Petrus, el más pequeño. Le arrancaban tiras de carne y se
las comían. Y Petrus hacía lo mismo, se arrancaba tiras y se comía todo lo que
podía. Los otros niños ponían los labios en las heridas y se bebían la sangre”.
Tal vez sólo una
mujer se atrevió a implorar clemencia a Stalin para
el pueblo ucraniano. Nadezhda
Alilúyeva, segunda esposa de Stalin, había
renunciado a la vida palaciega del Kremlin. Ingresó en la Escuela Técnica y
allí pudo escuchar los relatos de la gente del pueblo: las torturas y los
fusilamientos. Se le abrieron los ojos. Y pidió a Stalin que reconsiderase su política en Ucrania. Pero obtuvo el silencio. Y ella no soportó la realidad, cayó en abatimiento
y se disparó un tiro una noche de noviembre de 1932. El parte oficial aseguró
que había muerto de apendicitis.
La periodista Anne Applebaum escribió
“Hambruna roja”
para hablar de todo esto y para explicar que no se trató de una fatal
casualidad sino de un verdadero genocidio en aras al “hombre nuevo al que la
Dictadura de los Trabajadores quería dar a luz”. Según esta periodista, al
menos 5 millones de personas murieron por la hambruna, de los cuales 3,9
millones eran ucranianos.
Este
último sábado de noviembre, las espigas, en Ucrania y
en otras partes del mundo, recordarán que es el Día del Holodomor.