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viernes, 24 de noviembre de 2023

Espigas para Holodomor


El cuarto sábado de noviembre, la palabra holodomor está en los labios de los ucranianos, los que viven en el país y los que forman parte de la diáspora. En las iglesias, los fieles musitan oraciones, y los monumentos se llenan de espigas. Es el día conmemorativo del Holodomor.

La palabra ucraniana “holodomor” significa literalmente exterminio por hambre. A partir de los años cincuenta, se empezó a hablar de genocidio, algo que Rusia no ha admitido nunca. Durante el régimen soviético, estaba prohibido hablar de la ‘hambruna ucraniana”. Con la caída de la URSS empezaron a abrirse los archivos y el mundo pudo conocer poco a poco este trágico episodio acaecido entre 1932 y 1934.

El debate sobre si la hambruna fue un genocidio o tan solo el resultado de una política nefasta de colectivización de los campos aún está en el aire. Si bien, muchos estudiosos, universidades y estados reconocen que la hambruna sufrida por el pueblo ucraniano no fue una fatalidad del destino, una pésima estrategia alimentaria o una sequía, sino un plan perfectamente urdido desde el poder para doblegar al pueblo ucraniano y castigar la resistencia a la colectivización por parte de los campesinos.

         La precipitada y terrible colectivización de las tierras organizada por el régimen comunista impuso gravosas condiciones, imposibles de cumplir, a los campesinos ucranianos (y también a todos los demás). Las cuotas de trigo y otros cereales eran tan abusivas que no dejaban margen para la propia alimentación. La policía pasaba una y otra vez por las aldeas para requisar cualquier cosecha y cualquier alimento.

Cuando los graneros se vaciaron, la gente empezó a devorar los animales, también los perros y los gatos, los pájaros del cielo, las ortigas, las cortezas de roble, las hojas de los tilos, incluso las pieles no curtidas de las ovejas y los huesos roídos. Los campesinos empezaron a huir a la ciudad porque no tenían nada que llevarse a la boca, pero eran  detenidos, torturados y devueltos a sus tierras. Muchos morían por el camino. Si la policía hallaba patatas o un poco de trigo escondido, significaba la pena de muerte. Las calles aparecían llenas de cadáveres de gentes que habían salido a buscar algo de comida y habían muerto en el intento.

El escritor Vassily Grossman, testigo de ese momento, anotó: "Al principio el hambre te echa de casa. Primero es un fuego que te quema, te atormenta, te desgarra las tripas y el alma: el hombre huye de casa [...]. Luego llega el día en que el hambriento vuelve atrás, se arrastra hasta casa. Esto significa que el hambre le ha vencido, aquel hombre ya no se salvará. Se mete en la cama y permanece tumbado: ya no quiere vivir…”


            Gracias a la eficiente propaganda comunista y a la complicidad de los intelectuales europeos, el gran crimen apenas fue conocido. El primer ministro francés, Édouard Herriot, visitó en 1933 Ucrania para conocer la situación. Las autoridades soviéticas le llevaron a aldeas donde había comida abundante y todos se mostraban felices. A su vuelta a París declaró: “Puedo decir que he visto al país como un jardín a pleno rendimiento!".

A la eliminación de los intelectuales ucranianos, a la deportación a Siberia de los pequeños propietarios, los kulaks, a la prohibición de hablar la lengua local y mostrar abiertamente las tradiciones, hay que añadir esta batalla programada contra los campesinos que tanta resistencia habían ofrecido a las medidas colectivistas del Kremlin. En el año 1928, las autoridades soviéticas solo pudieron recoger 4,8 millones de toneladas de trigo, de las 6,8 millones de toneladas programadas, lo que encendió la ira comunista contra los campesinos e inició el ‘holodomor’.

Todo el mundo conoce el holocausto judío y cientos de libros y reportajes lo recuerdan cada año, pero las atrocidades cometidas por el régimen soviético son todavía poco conocidas. Holodomor es una de ellas, y es justo que sea dada a conocer.


Una superviviente escribió: “Tenía un padre, una madre y una abuela: en dos semanas murieron los tres. Me quedé sola en casa. Tenía doce años: ¿qué podía hacer? No se encontraba nada de comer en ninguna parte. Por la mañana salía, y hasta el anochecer me arrastraba por los huertos buscando algo que roer, cualquier hierba o grama; encontrarlas no era fácil, porque no era la única que rebuscaba. Mascaba hojas de tilo, son amargas pero a mí me bastaban. Luego me puse enferma. Una vecina me trajo unas cerezas y una cucharada de miel. Me salvó de la muerte. Nunca olvidaré semejante generosidad”.

Pero de todos los testimonios leídos, sin duda este me parece escalofriante: “En 1933, en un pueblo de la región de Járkov, unas mujeres hacíamos lo que podíamos para cuidar a los niños en una especie de orfanato. Los niños tenían los estómagos abultados; estaban cubiertos de heridas y de costras, sus cuerpos parecían a punto de reventar. Un día, los niños se callaron de repente; fuimos a mirar lo que ocurría y vimos que se estaban comiendo a Petrus, el más pequeño. Le arrancaban tiras de carne y se las comían. Y Petrus hacía lo mismo, se arrancaba tiras y se comía todo lo que podía. Los otros niños ponían los labios en las heridas y se bebían la sangre”.

Tal vez sólo una mujer se atrevió a implorar clemencia a Stalin para el pueblo ucraniano. Nadezhda Alilúyeva, segunda esposa de Stalin, había renunciado a la vida palaciega del Kremlin. Ingresó en la Escuela Técnica y allí pudo escuchar los relatos de la gente del pueblo: las torturas y los fusilamientos. Se le abrieron los ojos. Y pidió a Stalin que reconsiderase su política en Ucrania. Pero obtuvo el silencio. Y ella no soportó la realidad, cayó en abatimiento y se disparó un tiro una noche de noviembre de 1932. El parte oficial aseguró que había muerto de apendicitis.

La periodista Anne Applebaum escribió “Hambruna roja” para hablar de todo esto y para explicar que no se trató de una fatal casualidad sino de un verdadero genocidio en aras al “hombre nuevo al que la Dictadura de los Trabajadores quería dar a luz”. Según esta periodista, al menos 5 millones de personas murieron por la hambruna, de los cuales 3,9 millones eran ucranianos.

            Este último sábado de noviembre, las espigas, en Ucrania y en otras partes del mundo, recordarán que es el Día del Holodomor.








miércoles, 13 de abril de 2016

Chernóbil, ¿parábola del futuro?


 

    El documental de Álvaro Dorado sobre Chernóbil resulta demoledor. Hora y media de un recorrido terrorífico por la antigua central nuclear destinada a ser el orgullo de la Unión soviética. Para dar a entender la magnitud de la tragedia, el autor recurre a la imagen del tercer jinete del Apocalipsis, de nombre Ajenjo, que curiosamente es lo que significa la palabra Chernóbil.
    A la 1:23 h del 26 de mayo de 1986, cuando los científicos de la central estaban realizando uno de los controles o test de la central nuclear, el reactor número 4 saltó por los aires liberando millones de partículas radioactivas. El hermetismo soviético de la época logró ocultar el accidente al mundo durante 48 horas. Y fueron los científicos suecos, al comprobar los niveles particularmente altos de la atmósfera, los que dieron la voz de alarma mundial.
    A esas horas, en Chernóbil se libraba una batalla descomunal y caótica por poner bajo control el resto de los reactores. Cuando nada más ocurrir la explosión, el personal avisó a los bomberos del incendio, estos acudieron de inmediato y sofocaron el fuego, pero todos ellos murieron en el trascurso de los días siguientes. Fueron los primeros héroes. La segunda hornada de héroes fueron los dos mil quinientos mineros excavaron apresuradamente una zanja subterránea para enfriar los otros tres reactores. Lo consiguieron. O los 400 pilotos que al mando de otros tantos helicópteros derramaron agua y arena sobre el reactor. Si una explosión en cadena hubiera hecho saltar por los aires el resto de reactores, Europa entera habría desaparecido aquella noche. Ellos salvaron Europa. Y es justo reconocerlo.


        Cuando los robots teledirigidos intentaron limpiar la terraza de la central nuclear de elementos altísimamente contaminados, en cuestión de minutos dejaban de funcionar y se convertían en trastos inútiles. Aún hoy, 30 años después de la tragedia, los robots abandonados tienen unos niveles de radioactividad 625 veces más de lo normal.  Al fallar la técnica, se echó mano de las personas. Seiscientos mil ‘liquidadores’ (este es el nombre que recibieron los que tuvieron que limpiar la zona, especialmente la terraza del reactor) fueron traídos de todas las partes de la Unión Soviética. A los civiles se les quintuplicaba el sueldo y se les prometía una casa y un coche. A los soldados, se les cambiaba tres años de guerra en Afganistán por tres minutos en la terraza de la central nuclear. Los niveles de radioactividad eran millones de veces lo permitido, y los liquidadores sólo podían permanecer tres minutos en la terraza, lo que apenas les permitía arrojar un par de paladas sobre la zona de escombros. En los años siguientes a esta operación más de doscientos mil liquidadores murieron. Probablemente ninguno de ellos sabía exactamente a que se exponía en esos tres minutos.     Otros se resignaron: “Alguien lo tenía que hacer”. Los ‘liquidadores’ llevaban un uniforme de fabricación propia. Iban equipados con máscaras de gas, botas y, aunque no todos, con láminas de plomo que les cubrían el encéfalo, el torso, la médula ósea y los pies.
    También con un cierto retraso empezó la evacuación de los habitantes de Pripiat, la ciudad en la que vivían la mayoría de los trabajadores de Chernóbil. De Moscú llegaron 1000 autobuses y les dijeron que cogiesen la documentación y una pequeña bolsa con sus efectos de aseo, porque estarían de vuelta ‘en tres días’. Nunca más volvieron y Pripiat es hoy una ciudad fantasma, abandonada. Aún permanecen en pie la guardería, en cuya pizarra, todavía puede leerse “un futuro brillante para todos”, o la casa de la cultura, o la noria del Parque de atracciones y cuya inauguración estaba prevista para unos días después de la tragedia. Y sin embargo, amparados por el bosque algunos residentes se escondieron y volvieron a sus casas y allí siguen, desafiando la muerte, y su sinónimo Chernóbil, pero apegados a su terruño y a los muertos de su cementerio. ¿Algo conmovedor, una locura?
Una tragedia como la de Chernóbil era la primera vez que ocurría. Y todo lo que pudo hacerse mal se hizo. Pocos meses después de la explosión, las autoridades soviéticas decidieron enterrar el reactor número cuatro en un sarcófago de cemento. Poco tiempo después aparecieron las primeras grietas, demostrando lo chapucero de la acción. Otro segundo sarcófago estará acabado dentro de poco tiempo, y tendrá una duración no superior a 100. Luego será necesario otro y otro más. ¿Y así hasta cuándo? ¿Qué montaña artificial crearemos si cada 100 años hay que construir un nuevo sarcófago y así hasta que pasen 24.000 años? Los científicos creen – y este es el dato más desolador- que esta zona no estará libre de radioactividad hasta dentro de 24.000 años.
    Los árboles crecen y los pájaros anidan y los perros salvajes y otros animales campan a sus anchas, una vez el hombre abandonó este espacio. Pripiat será el símbolo de una ciudad víctima de la catástrofe nuclear. Y así estaría ahora toda Europa si el resto de reactores hubiera explotado aquella aciaga noche. Una noche larguísima de silencio y de muerte que durará 24.000 años.
    ¿Se puede seguir apostando por la energía nuclear después de Chernóbil?

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