Austerlitz es
la primera novela que leo de S.G Sebald,
escritor nacido en Alemania, pero que se afincó finalmente en Reino Unido,
donde murió trágicamente en un accidente de carretera a los 66 años. El
narrador de la novela se encuentra causalmente en la estación de Amberes con Jacques Austerlitz que poco a poco le
va contando su vida, desde que, siendo niño, para salvarlo de la persecución,
fui subido a un tren en Praga con destino a Londres, donde fue adoptado por una
familia, pasando por el descubrimiento de su propio pasado, hasta su retorno a
Praga para encontrarse con su historia familiar, etc..
Entre otras muchas
cosas, S.G. Sebald cuenta “la campaña de
embellecimiento” que los nazis llevaron a cabo en el campo de Theresienstadt (actual República Checa). Cuando las autoridades
nazis aceptaron, después de muchas presiones y tiras y aflojas, la visita al
campo de una comisión de la Cruz Roja, pensaron que era una ocasión única para blanquear su imagen y engañar al mundo sobre
el trato dado a los judíos, haciendo creer que los judíos llevaban una vida
normal en “aquella ciudad”.
Los responsables –cuenta
S. G. Sebald- emprendieron una “campaña de embellecimiento”, en el curso de la
cual los habitantes del guetto, bajo
la dirección de las SS, realizaron un enorme programa de saneamiento: se instaló
césped, senderos para pasear, se pusieron bancos e indicadores que, al estilo
alemán, se adornaron con tallas alegres y ornamentaciones floreales, se
implantaron más de mil rosales, una casa cuna para niños de pañales y una
guardería con cajones de arena, pequeñas piscinas y tiovivos. Y el antiguo cine
Oreal, que hasta entonces había servido de alojamiento miserable para los
habitantes más ancianos del guetto, se
transformó en pocas semanas en sala de conciertos y teatro, mientras que en
otras partes, con cosas de los almacenes de las SS, se abrieron tiendas de
alimentación y utensilios domésticos, ropa de señora y caballero, zapatos, ropa
interior, artículos de viaje y maletas. También había una casa de reposo, una
capilla, una biblioteca, un gimnasio, una oficina de correos y un banco. Se
instaló una cafetería, ante la cual, con sombrillas y sillas plegables, se creó
un ambiente de balneario. Todo fue saneado, pintado y barnizado antes de la
visita de la Comisión. Asimismo, se enviaron al Este a siete mil quinientas
personas, las menos presentables del campo. Teheresienstadt se convirtió en una
ciudad digna, un El Dorado. La comisión, compuesta de dos daneses y un suizo, fue
llevada por las calles de acuerdo con un plan elaborado al detalle por la
comandancia. Así los comisionados de la Cruz Roja pudieron ver con sus propios
ojos qué personas más amables y contentas habitaban esa ‘ciudad, a las que se
evitaban los horrores de la guerra, qué atildadamente iban todos vestidos, qué
bien estaban atendidos los escasos enfermos, cómo se distribuía una buena
comida en platos y se repartía el pan con blancos guantes, cómo en todas las
esquinas los carteles anunciaban acontecimientos deportivos, cafés-teatros,
representaciones teatrales y conciertos, y cómo los habitantes de la ciudad, al
acabar el trabajo, tomaban el aire, casi como pasajeros en un transatlántico, en
un espectáculo en definitiva tranquilizador, hasta el punto de que los
alemanes, al terminar la visita, con fines de propagada, para legitimar ante el mundo su manera de
proceder, recogieron en una película…
La película está depositada
en Praga, y muchos de sus retazos sirven para cortos audiovisuales como los que
se pueden ver en youtube. Algunos supervivientes contaron, después, la otra
cara de la película y también denunciaron que los integrantes de la Cruz Roja,
en ningún momento, se salieron del recorrido oficial, abrieron alguna casa o se
acercaron a hablar con esos ‘judíos felices’. Al final de su satisfactoria
visita, certificaron que los judíos eran bien tratados y que se mostraban
contentos en esa ciudad que Hitler les había regalado.
La historia, más o
menos, funciona siempre así.