lunes, 22 de mayo de 2023

Lucien Freud: debajo de la piel y de la carne


Lucien Freud decía que cuando pintaba retratos perseguía que la pintura dijera más verdad sobre el retratado que su presencia real. Lucien Freud, nieto preferido del famoso psicoanalista austriaco, Sigmund Freud, tuvo que abandonar Berlín a los 11 años, debido a la persecución desatada en Alemania contra los judíos. Se trasladó a Reino Unido y allí se formó y alcanzó la gloria pictórica. 

Hasta el mismo día de su muerte y más allá, la fama de maldito persiguió al pintor. Sus excesos amorosos y ludópatas ocuparon más líneas que la glosa sobre sus pinturas en las revistas de arte. Vivió casi siempre solo, en su estudio-taller, aunque tuvo 14 hijos de seis mujeres diferentes. El número de amantes nunca nadie lo ha podido contar, y el de hijos no reconocidos, tampoco. En algunas ocasiones, compartió intimidad con sus amigos artistas homosexuales. Vividor y empedernido jugador de apuestas de caballos, con una energía desbordante, un alma de seductor, un encanto irresistible, conversador fino, con un ácido sentido del humor, aunque incapaz de disimular su enfado o su mala leche con los pelmas y los pedantes. Pintaba siempre de pie; utilizaba la luz del día en sus cuadros, y sin embargo pintaba casi siempre de noche sus desnudos. Fue sin duda un pintor excepcional del siglo XX, el renovador del género del desnudo, uno de los poco pintores que atraviesan fronteras y que pueden codearse con los consagrados artistas de todos los museos. En un mundo del arte sometido a la dictadura de la abstracción, él desafió las modas y apostó por el la figura humana.

Probablemente sus grandes retratos desnudos son los que más le identifican con su firma, y los que suscitan más atención en cualquier exposición. En este momento en el Museo Thyssen se celebra una exposición (abierta hasta el 18 de junio). Las últimas salas de la muestra madrileña están dedicadas precisamente a estos cuadros, con un título sencillo pero acertado “Carne/flesh”.

Los cuerpos, despojados de la ropa, son vistos en su indefensión, en su desamparo. La ropa, que normalmente sirve para tapar los defectos del cuerpo, es también la que habla de la clase social, el estatus económico, o la tribu laboral en la que se ejerce (bomberos, militares, médicos). De ahí que la ropa, en muchas ocasiones, otorga una dignidad que no se corresponde con el alma del retratado. Sus desnudos no son heroicos, olímpicos, de cuerpos eróticos, piel sedosa, proporciones armónicas y posturas elegantes. El pincel de Freud penetra en la carne para intentar descubrir la verdad del retratado. Al igual que la cabeza o el corazón, la carne también guarda memoria de los placeres pretéritos, los deseos desvergonzados, los arrebatos de la libido, las humillaciones recibidas, las heridas del tiempo, las caricias y las bofetadas, las enfermedades, los excesos del alcohol, las drogas, el sexo o el insomnio.

Los desnudos de Freud son freudianos (en el sentido psicoanalista del término). La carne, sometida a la inexorable ley de la gravedad, retiene en su territorio los resacones, el asco y el gozo, las comilonas, los medicamentos, el sudor acumulado, el trabajo aplastante o los cuidados de la toilette. La obesidad morbosa que hace desaparecer el esqueleto bajo capas de grasa, la carne que se pliega sobre sí misma en redondeces bochornosas, los ganglios, las rojeces de la piel, las estrías, la celulitis, las arrugas, las manchas de la piel, la sequedad y sus escamas, los pellejos que cuelgan, todos los estragos de los años... A veces los cuerpos, derrengados, adormilados, despatarrados sobre un sofá o un revoltijo de sábanas muestran todo eso. ¿La carne es triste, como decía el poeta? ¿El paso de los años siempre muestra la tragedia de la carne?.

Lucien Freud no buscó nunca modelos ‘modélicos’, hermosos o bien proporcionados, bellos, según lo que desde siempre se entiende por belleza. En sus cuadros aparecen amigos y amigas, mujeres, amantes, hijas y también personas que, por diversas razones, eran para él la quintaesencia de lo retratable. “Pinto a mujeres heterosexuales porque me gusta la naturaleza femenina, pero pinto homosexuales por la valentía de los maricas”. Este fue el caso de Leigh Bowery o Sue Tilley, que pasaron interminables horas en su cochambroso estudio de Londres y que se convirtieron en verdaderas obsesiones para él. Los desnudos de Freud representan el dolor de la carne, la permanente inquietud que se abate sobre los humanos, el sueño que no es sinónimo del descanso reparador sino preanuncio de la muerte y de la putrefacción de la carne. Son los desnudos de la marginalidad.

Los animales nunca están desnudos. Van siempre con sus ropajes de piel, lanas, plumas, escamas. Freud pinta desnudos a hombres y a mujeres para “hacer caer las fachadas protectoras y que el observador pueda verlos en su verdad y en su miseria”. Cuando la ropa cae, aparece la persona. Más allá de la epidermis y de las capas de grasa, Freud encontró el alma de un ser humano, muy parecido a cualquier animal, con su necesidad de sueño, de cópula, de comida. Con su miedo y su instinto de supervivencia. “Los desnudos de Freud -escribió un crítico- tienen algo de animales desollados, reses en una cámara frigorífica”. Los desnudos de Freud tienen algo de perturbador, de inquietante, algo de animal vulgar, que muestra, sin pudor, sus piernas abiertas y su sexo, las marcas en la piel, una postura chabacana, una mirada triste o sufriente, o una mirada sin mirada porque los párpados en el sueño así lo exigen. 

Freud pasaba horas, semanas, meses girando y volviendo a girar alrededor del modelo desnudo, a veces apoyado en un camastro desvencijado o directamente en el suelo, en un ambiente casi de inmundicia, como lo era su estudio londinense, carente de poesía o de orden. Era su manera de trabajar. Intentaba a todo trance demoler la fachada del retratado, para que apareciese el verdadero hombre o mujer. Arrebataba cualquier protección al modelo hasta lograr dar con el alma que vivía, en gozo o en miseria, por debajo de las capas de la piel.

Y sin embargo, a pesar de la vulgaridad, a pesar de las imperfecciones de estos cuerpos desnudos, percibimos un erotismo animal, un deseo oscuro que tiene mucho que ver con la indecencia, la marginalidad, la carne de un antro barato. Todo el mundo entiende el deseo que provoca un adonis o una Venus, pero resulta menos comprensible el deseo de cuerpos vencidos por la obesidad o por la vulgaridad. Y sin embargo ahí está. También estos cuerpos han sido amados, han suscitado pasión y han proporcionado éxtasis.

            Veamos tres de sus cuadros más famosos en la exposición del Thyssen:

Título: Y el novio (The Lewis Collection).

En el estudio londinense del pintor posa su modelo fetiche Leigh Bowery junto a la que poco después será su mujer, Nicola Bateman. Una noche, en un antro gay de mala fama, presentaron a Lucien a Leigh Bowery, un transformista australiano afincado en Londres, que triunfaba en la noche gay, con la robustez de su cuerpo y los maquillajes y vestidos extravagantes. Con la misma altivez y seguridad de un lord o de un magnate, Bowery se dirigió a Freud para decirle que quería que le retratase. Caminaron hasta su estudio y, antes de que el pintor encendiese las luces del taller, Bowery ya se había quitado la ropa. Durante los diez años siguientes, 10 cuadros dan buena cuenta de esta amistad y de esa fascinante fascinación por este modelo de uno noventa metros y 120 kilos de peso, rapado, excesivo, robusto, un verdadero armario de carne. Con Bowery, Lucien Freud llegó a ser Lucien Freud. Nunca un modelo había catapultado a la fama a un artista. Poco antes de pintar este retrato, Leigh Bowery se había prometido, de ahí el título, aunque lo suyo fue un matrimonio de conveniencia, para obtener la nacionalidad inglesa. En el cuadro aparecen los dos modelos durmiendo. Todo el espacio de la estrecha cama lo ocupa Leigh, mientras su escuálida prometida aparece arrinconada en un borde de la cama. Despatarrado, mostrando sin pudor su sexo, Leigh duerme a pierna suelta. Los amantes comparten camastro y sueño, pero no hay intimidad entre ellos, tampoco un gesto de ternura. Dos seres vencidos y rendidos han caído por casualidad en el mismo colchón. A Leigh le quedan poco meses de vida. El sida rindió su cuerpo robusto. Es el año 1994.

  

Título: “Durmiendo junto a la alfombra del león” (The Lewis Collection)

Durante cinco años Sue Tilley compaginó su trabajo como inspectora de seguros en una oficina londinense con su trabajo como modelo para un ya afamadísimo Lucien Freud. Llegaba al taller del pintor, se desnudaba y durante horas fingía estar dormida o estar pensando en las musarañas en un camastro o en un sofá. Muchas veces se quedaba verdaderamente dormida o pensaba con los ojos cerrados en su trabajo del día siguiente o en la cena de un rato después. Y se desquitaba, de paso, de tantos que la tildaban, sin piedad, de gorda, o por decirlo algo más fino la “Big Sue”. Con 130 kilos de peso, y todas sus redondeces, michelines, lorzas, pliegues de grasa y obesidades, Sue podía finalmente vengarse de todas las modelos modélicas de 90-60-90. En este cuadro, Sue deja caer su cuerpo voluminoso de escultura primitiva y tosca sobre un desvencijado sillón. Ajena a la imagen que ofrece de sí misma, o tal vez orgullosa de su robusta hechura, Sue sabe, a pesar de sus ojos cerrados, que para el gran Freud ella es la quintaesencia de modelo. Podrá decirse que el cuadro es vulgar, grotesco y sin embargo es más real de lo que imaginamos. Hay ‘Big Sues' por doquier. Vestidos amplios, abrigos largos y holgados, fulares y pañuelos esconden carnes oprimidas por una ropa interior de tortura y la respiración contenida. Y sin embargo estos cuerpos también han sido amados, deseados, han abrazado y protegido con sus anchas hechuras. En un mundo de la delgadez y del canon de belleza, estos cuerpos derrengados y sudorosos, lentos en su caminar, torpes en sus movimientos supieron captar la atención y el respeto del gran retratista londinense. Por debajo de lorzas y michelines, de tetas abundosas, nalgas generosas, pies regordetes y muslos descomunales, Freud nos mostró la vida y el sueño de una mujer cualquiera, una inspectora que acudía cada mañana a su tedioso trabajo de papeles y calculadora.

 

Título: “El retrato del lebrel” (Colección particular)

En la exposición está el último cuadro de Lucien Freud. El artista lo dejó inacabado. En el cuadro vemos a su asistente, David Dawson, también pintor y fotógrafo. El hombre que le ayudó en el taller los últimos años de la vida del artista y al que dejó su taller, las huellas de toda una vida de más de 90 años, fue su última musa y su último modelo. Cada mañana el asistente se desnudaba y posaba junto a Eli, el perro del artista. Un lebrel pacífico que pasaba buena parte del día dormido o amodorrado junto al modelo. David Dawson, ni hermoso ni feo, un hombre vulgar y corriente encima de una sábana, una mirada algo alelada y un rostro que delata el cansancio de las largas horas de posado. El 3 de julio de 2011, Lucien Freud se levantó como todos los días. Su asistente le fotografió mientras el pintor se ataba los cordones. Luego, de pie, como pintaba siempre, empezó a mezclar los óleos, cada vez más espesos y grumosos, y a dar las primeras pinceladas, que serían las últimas. Un hombre y un perro comparten una intimidad, a veces menos silenciosa y más amistosa que la de dos seres humanos.

¿Intuyó el pintor que su fin estaba cerca? ¿Fue asaltado por un dolor súbito? ¿Pensó simplemente que ya no tenía sentido seguir observando esa escena y trasladando al lienzo lo que sus ojos aprehendían? Soltó el pincel, posó la paleta: “Ya nada tiene sentido. Nada más. Hasta aquí”. Las últimas pinceladas las dio en la oreja derecha del lebrel. Así quedó inconcluso el último cuadro de Lucien Freud. David Dawson se vistió y Eli se despertó de su modorra y se estiró por el taller. Para todos, la sesión definitivamente había acabado.  

El taller entró en un silencio monacal. Lucien Freud acababa de morir. Los tubos de óleo se fueron secando poco a poco. Una sábana cubrió el lienzo inacabado. El pintor de los inquietantes y turbadores desnudos había entrado en una posteridad vestida de grandes exposiciones y sumas astronómicas en las casas de subastas.











miércoles, 17 de mayo de 2023

Cap. IX (y último) - El permanente "pensamiento de las buenas noches" (Juan Vaccari: un hermano para siempre)


 

CAP. IX.- El permanente “pensamiento de las buenas noches”

(Cinco enseñanzas del Hno. Juan para nuestro momento actual)

¿Y ahora, qué?, podemos preguntarnos. ¿Esperar, sin más? ¿Esperar que Roma acepte, sin reservas, el proceso diocesano de Palencia? ¿Esperar a que, por intercesión de Juan Vaccari, se produzca un milagro de curación lo que facilitaría su Beatificación y Canonización?

Cuando el proceso de canonización de Luis Guanella ya estaba muy avanzado y la extensa documentación en torno al milagro sobre el joven patinador americano, William Glisson, yacía empolvado en estanterías vaticanas, el Papa Benedicto XVI recibió en una audiencia a los Superiores Generales. P. Alfonso Crippa dijo al Papa que toda la Congregación esperaba la canonización. Con la consabida ‘esencialidad ratzingeriana”, el Papa contestó: “mientras tanto, haceos santos vosotros”. Intanto, fatevi voi santi.

Mientras tanto, mientras esperamos la finalización del larguísimo proceso de beatificación (algo que, por mi edad, yo no conoceré), intentemos nosotros hacernos santos, al modo y manera del hermano Juan Vaccari. Un cardenal, no recuerdo el nombre, dijo hace unas semanas, y yo creo que con mucho acierto: “Uno no es santo porque haya hecho buenas obras, sino que hace buenas obras porque es santo”.

Por lo tanto, tratemos de ser santos, y de seguro que seremos capaces de hacer buenas obras. El legado del hermano Juan, me parece a mí, es un hermoso legado y una preciosa herencia. ¿Qué nos diría hoy el hermano Juan si pudiera dirigirse a nosotros como se dirigía a los alumnos de Aguilar de Campoo, al final de cada día, con el ya célebre “Pensamiento de las buenas noches”? El sonido del silbato ponía fin al recreo posterior a la cena. Era la hora de irse a la cama o, tal vez, de pasar por el estudio para el último repaso a las tareas. En cualquier caso, era el final del día. En el patio de cemento, cuando el buen tiempo lo permitía, o en el gran salón, de futbolines ping-pongs y billar, en las frías noches invernales, se nos ordenaba que formásemos en fila de a dos, por cursos. Entonces, el hermano Juan esperaba nuestro silencio, para hacer la señal de la cruz. Comenzaba, así, el “pensamiento de las buenas noches”: una breve reflexión, un apunte, una historia, una idea, algo para hacernos pensar, para ayudarnos a hacer examen de conciencia, para exhortarnos a rezar, para mirar nuestro interior y provocar un pequeño cambio en nuestra conducta.

Los santos son siempre actuales, porque su mensaje puede ser leído con ojos nuevos. Más allá de las palabras o incluso de algunos gestos o devociones que nos pueden parecer “pasados o de moda” o “lejanos de nuestra espiritualidad actual”, la vida y el testimonio del hermano Juan siguen inspirando, interrogando, alentando al bien, facilitando la bondad…

Su vida sigue siendo para nosotros un permanente “pensamiento de las buenas noches”. He resumido en cinco pensamientos que son, entre otros, su perenne enseñanza.

 

1.- La oración a todas horas… frente a un activismo desquiciante y un eficientismo obsesivo.


Aguilar: Santa Misa en la capilla de la sede provisional 

Una cita de su Diario nos viene bien en estos tiempos de velocidad y de afanosa búsqueda de éxito: “María, enséñame a vivir en lo escondido, para que así pueda atraer la mirada de Jesús. Defiéndeme de las prisas y del ansia de actuar y de tener éxito”.

Y también este bellísimo párrafo: “Me conozco de sobra y veo qué poca cosa soy. Conozco a Dios y sé que con él todo lo puedo. Cuanto más pequeño, débil, arrastrado hacia el pecado me siento, tanto más crece en mí la necesidad de abandonarme en Dios”.

En la vida del hermano Juan, no hay tiempos para la oración, sino que la oración llena todo el tiempo desde que suena el despertador hasta que los párpados se cierran y la cabeza cae sobre la almohada. Respirar es oración, conducir el coche es oración, jugar es oración, rezar también es oración

Su Diario espiritual da buena cuenta de esta actitud. Sus escritos, raramente son crónica, narración, perfil biográfico, ensayo, análisis, sino y sobre todo una oración. A la oración interior, a la oración vocal, el hermano Juan añade la oración escrita.  Ya en la primera entrada de su Diario, escrita el 20 de marzo de 1952, en la estación de Ostiglia mientras espera el tren, escribe: “Os pido, Jesús, que aumentéis en mí el espíritu de oración mediante la unión con Vos”.

Cuando entraba en una casa, según nos refiere un testimonio de Monteggia: “nos metía a todos en un espíritu de oración, con una avemaría y un gloria”. Las largas jornadas conduciendo el coche en busca de niños por Castilla, se las pasaba rezando el rosario y, si le acompañaba alguien en el asiento, le invitaba a rezar con él. P. Leo Bigelli refiere que “cuando iba a las tiendas a comprar y había mucha gente, especialmente mujeres, él sacaba su rosario y esperaba su turno en oración, y alguna mujer impaciente se le adelantaba, cuando le veía tan concentrado rezando y tan poco atento a la cola”.

El activismo es uno de los riesgos del creyente y más aún del religioso consagrado. La velocidad de los aviones, trenes o coches, no es nada comparada con la velocidad a la que se nos invita a trabajar, a pensar, a actuar y a vivir hoy en día. Se nos exige que respondamos velozmente a mil estímulos, mil llamadas, mil presiones. El inmediatismo y el productivismo nos arrastran a un precipicio del que no somos conscientes hasta que caemos en él. El remitente de un whatsapp exige una rápida respuesta, y, si no le llega pronto la contestación, se pone nervioso. Y así con todo lo demás. Todo parece urgente. Recibimos emails con la marca de la exclamación roja para que respondamos inmediatamente. Lo urgente devora a lo importante. Y como la oración no lleva la marca roja del urgentismo, la vamos relegando y relegando, hasta que el final un activismo nervioso y un eficientismo delirante se convierten en monstruos que nos devoran.

¿Cuándo es la última vez que nos hemos detenido a oler una flor? ¿Cuándo la última vez que hemos desconectado el móvil 24 horas seguidas? ¿Cuándo nos hemos citado con alguien por el mero placer de escuchar y hablar sin tasa de tiempo? ¿Cuándo a leer una tarde entera una novela o uno libro de versos, a contemplar las pinturas de un museo o a caminar sin rumbo por un bosque?

La oración nos centra en el Centro, en el Importante, y nos concentra, es decir nos devuelve al centro de nuestro yo. Por otro lado, no deja de ser curioso que por doquier surjan gurùs y coach personales. Grupos pseudorreligiosos, filosóficos, promueven jornadas, retiros, seminarios para aprender a meditar, a estar en silencio. Y las gentes parecen encantadas de pagar, a veces altos precios, para aprender a meditar, hacer silencio, contemplar la naturaleza o vaciar la mente de imágenes y pensamientos, en pocos días y con resultados ‘asombrosos’.  Al mismo tiempo, sin embargo, los cristianos hemos ido abandonando las prácticas religiosas para zambullirnos en un activismo sin límites, dejando a un lado la oración porque es ‘una pérdida de tiempo’. Nos hemos creído tan importantes que hasta hemos llegado a pensar que, sin nuestras eficientes obras solidarias, el mundo se vendría abajo. Hemos llegado a olvidar las palabras de Jesús: “siempre habrá pobres entre vosotros”. Tal vez no caemos en la cuenta de que el derrumbe del mundo se producirá el día que se enfríe nuestro amor por el Amor. Decimos que nos falta tiempo para la oración, pero no es esa la razón verdadera. Es nuestro miedo a encontrarnos con nuestras zonas oscuras, nuestros demonios personales, nuestros territorios indeseables. Miedo a encontrarnos con la advertencia de Jesús “Ella ha elegido la mejor parte”, dirigida a una María contemplativa. Cuando nuestro pozo se quede sin agua y nuestra lámpara sin aceite, nos encontraremos desnortados, frustrados, preguntándonos con dolor: ¿mi vida ha merecido la pena?

El hermano Juan nos invita a acompasar nuestra respiración con la oración, mediante un pensamiento dirigido a Dios, unos labios que invocan al Señor y un corazón que se calienta en la lumbre de Dios.

El hermano Juan nos diría: “¡Pobre mundo! Cómo se agita y se desvive buscando la felicidad, mientras que la verdadera y única felicidad está en poseer el amor de Dios” (11 de abril 1964).

Cuando faltaban apenas unas horas para viajar a España, precisamente en la festividad de Teresa de Ávila, escribe: “Santa Teresa, inflámanos de amor de Dios, como tú lo estabas, y revélanos el secreto, o mejor, ayúdanos a descubrir el secreto del éxito en el apostolado…imitándote en el ejercicio de la vida interior”.

Un buen día anota, dándose un consejo a sí mismo: “Hermano Juan, aprende y practica lo que ha hecho San José: vida interior, vida de unión con Dios, vida de oración” (agosto, 67).

Y en otro momento, en junio de 1970, resumiendo la charla de un predicador: “Necesito rezar. Si no rezo, es porque no amo. Si amo a Dios necesariamente le rezo, le pido, le pregunto, le deseo”.

Juan confiaba en las palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré”. Y por eso pudo escribir: “Que mi descanso sea tratar contigo”. Juan terminaba sus larguísimas jornadas ante el Santísimo. En Barza era el último que dejaba de trabajar, pero no se iba a la cama sin pasar antes por la capilla. En una ocasión, un hermano se dio cuenta de que Juan estaba literalmente exhausto y fue a decírselo al superior: “Di al hermano Juan que se acueste; no puede más”.

 

2.- El enamoramiento del Amor… frente a un tiempo de poliamoríos e infidelidades sin número


Roma: El Hno. Juan con los buonifigli (personas con discapacidad)

En muchos aspectos, la espiritualidad del hermano Juan es hija de su tiempo, de las corrientes de devoción popular transmitidas por su familia y en su parroquia de Sanguinetto, en las vivencias de Fara Novarese y Barza d’Ispra. La continua oración de repetición, la concepción de la vida como un valle de lágrimas, el pensamiento dirigido a la muerte, la voluntad de hacer méritos para ganar la vida eterna, la penitencia y el sacrificio personales… todo ello es común a las biografías y a los escritos de sus contemporáneos.

Es preciso reconocer que el Concilio Vaticano II fue deseado, seguido, interiorizado y vivido por las mentes más inquietas, más ilustradas o avanzadas de pensamiento. El CVII supuso un antes y un después en la Historia de la Iglesia, pero la implantación fue lenta; en muchos casos, aún no ha llegado. Hubo rechazos y obispos que no se enteraron de la novedad, seminarios que siguieron con las viejas enseñanzas y congregaciones que muy lentamente se hicieron eco de la nueva visión conciliar. Quizás las Congregaciones más inquietas o intelectuales, como los jesuitas, empezaron muy pronto a debatir y a proponer; otras, como la de los Siervos de la Caridad, más tradicional y conservadora, cambiaron más lentamente.

Alguien ha insinuado que la espiritualidad del hermano Juan no era acorde con lo expresado por el CVII. No estoy de acuerdo. No se puede pretender que el hermano Juan tuviera el lenguaje de los grandes intelectuales y teólogos que propulsaron el Concilio: Karl Rahner, Yves Congar, Joseph Ratzinger, Henri de Lubac, Hans Küng, Jean Daniélou... Su arquitectura espiritual ya estaba formada en 1962. Pero hay aspectos de su espiritualidad que son completamente actuales: uno de ellos es la  súplica de “enamorarse de Jesús”. Y esta súplica es ansia, deseo, anhelo, búsqueda, hambre y sed de Jesucristo. Más allá del miedo al pecado y el temor a no obtener la salvación, más allá de la ascesis, la penitencia y el sacrificio, nos encontramos con ese pasión de Dios, anhelo de gozar de su íntima amistad, de que Cristo fuera su único esposo, su novio para siempre. “Enamórame, Señor”, remite a lo más íntimo, al corazón, a la pasión, al deseo, a la esperanza, al noviazgo, al Cantar de los Cantares de la Biblia o el Cántico Espiritual de Juan de la Cruz. Correr tras el amado, gozarse en el amado, disfrutar del amado, no enfriarse nunca en su amor al amado. Esto es verdaderamente hermoso. P. Andrés García fue el primero en captar este rasgo tan importante de la espiritualidad vaccariana. El enamoramiento implica la mente, el corazón, el alma y hasta el cuerpo.

Esto es también el legado del hermano Juan. ¿Y por qué? Por qué vivimos en una sociedad de amores minúsculos y en minúsculas. En una sociedad sin grandes relatos e historias de amor duraderos. Nuestro mundo es el mundo de los amoríos, los affaires, los flirteos, los devaneos, las sensualidades, las infidelidades, los noviazgos y matrimonios con fecha de caducidad, ¿tal vez obsolescencia psíquicamente programada? Una época en que el amor únicamente es eterno mientras dura. Pero tal vez este tiempo de ‘amores inconstantes” no se refiere únicamente a las relaciones de pareja, sino que hay inconstancia y deslealtad en las amistades personales, en las familias, en las ideas y en los trabajos.

Es fácil, hoy en día, dejarse llevar por las novedades, por lo trending topic sociales, por las corrientes de cada momento, por la agenda de la modernidad (la cuestión de género, el aplastamiento de la autoridad, la exaltación del animalismo, el mito de la ecología, el recelo contra los ricos, el panteísmo, el supermercado espiritual, los códigos del movimiento LGTBI+, el revisionismo histórico, los discursos del odio en las redes sociales, la banalidad de la pornografía … y aquí cada uno puede añadir las que quiera) . Bailando de una flor a otro, como hacen las abejas, vamos cambiando de ‘amores’ a golpe de novedad, de me gusta, de me apetece, de esto es lo que se lleva. Vivimos en la sociedad del like. La rutina, la repetición, lo cotidiano son “maldiciones” en nuestro mundo de hoy. Y fácilmente, la novedad de las cosas y las personas nos deslumbra y nos seduce.

El hermano Juan centra su vida en el Centro: “Oh, Jesús, haz que pueda acariciarte siempre con una fe inmensa. Oh, Jesús, que sienta que tú también me acaricias”.

“Enamórame, Señor” es una invitación a no perder de vista el único objeto de nuestro amor; es más, la única persona de nuestro amor. Con las sencillas palabras de un rústico enamorado, de un romántico empedernido, los creyentes podríamos decir, con palabras de Juan Vaccari: “Enamórame, Señor”.

Enamórame” es el verbo-súplica que más sorprende y llama la atención en sus escritos, teniendo en cuenta la época en la que el Hermano Juan vive y la espiritualidad en la que se había formado. Dios deja de ser Todopoderoso y Omnipotente, y pasar a ser compañía, consuelo, descanso, refugio, solaz... Como solía decir el Hermano Rafael, este sentirse ‘chiflado’ por Dios transformó toda su vida.

La obsolescencia programada, que las fábricas aplican a los electrodomésticos, es decir ese dispositivo por el que dejan de ser útiles cuando llevan determinadas horas de funcionamiento, podemos correr el riesgo de aplicarla también a las personas y a los valores. Descarte, utilitarismo, caducidad… también están siendo aplicadas a las personas y hasta a las ideas virtuosas.

 Hay un paralelismo entre el pensamiento de Pedro Arrupe, Prepósito de los Jesuitas, y cabeza pensante de su época, y el del Hno. Juan, un sencillo hermano lego, de estudios y cultura limitadas. Dice Pedro Arrupe: “No hay nada en el mundo que me atraiga sino Tú sólo, Jesús mío. A él me debo entregar y de él debo recibir su amistad apoyo, su dirección. Pero también su intimidad, el descanso, la conversación, la consulta, el desahogo…; el lugar es ante el sagrario: Jesucristo nunca me puede dejar. Yo siempre con él. Señor, que yo no te deje y no permitas que me separe nunca  de ti”. El hermano Juan, por su parte, llegó a escribir: “Jesús, ata mi corazón al tuyo, para que nunca me separe de ti” (junio, 1970).

Reflexionando sobre qué le diría Dios, escribe: “A pesar de todas tus infidelidades –¡cuántos eran mejores y más dignos que tú!- mi mirada se ha posado sobre ti, he pensado únicamente en ti, te he amado solo a ti. Y la mirada de ese día que decidiste seguirme te sigue acompañando en todos los momentos, y ¡pobre de ti, si yo me alejase!”  (agosto 67). 


3.- Irradiar luz como una luciérnaga… frente a un mundo de crecientes sombras y oscuros extravíos.


Aguilar: Trabajando la tierra con los bueyes al lado del señor Teófilo

Es ya un clásico cuando se habla del Hermano Juan recordar la breve reflexión que escribió la noche del 20 de junio de 1970, conocida como la “parábola de la luciérnaga”. La acción transcurre en la casa de ejercicios que los jesuitas tenían en Pedreña (Cantabria). Dejemos que nos los cuente él: “Una noche, paseando por el parque de la casa de ejercicios, vi a lo lejos, en la oscuridad, una luciérnaga; me acerqué y observé que todo el jardín estaba sepultado en una profunda oscuridad y no se veía nada, ni plantas, ni árboles, ni hierbas; en cambio, alrededor de este pequeño animalito, con el resplandor que emanaba, empecé a ver hierba, algunas flores, y la piedra donde estaba... Este animalito daba luz... Que yo también sea, a mi alrededor, luz de buen ejemplo. La luciérnaga no envidia a la luna, ni a las estrellas, ni mucho menos al sol. Yo no tengo que envidiar, ni tampoco desanimarme, porque no tenga tanta capacidad, dones, y tampoco porque no tenga santidad…”.

Esa pequeña luciérnaga que irradia una luz muy tenue, casi insignificante, es para el hermano Juan, una metáfora de lo que debe ser su vida y la vida de cada cristiano: irradiar un poco de luz para que nuestra alma y otras almas no se extravíen por el inmenso y oscuro bosque del mundo. Esta es la misión que Dios quiere de él: ser en la vida luciérnaga. El hermano Juan, dada su humildad, no aspiraba a ser un faro en medio del océano, sino tan solo una luciérnaga en un sendero una noche cualquiera.

Y esta ‘parábola de la luciérnaga” es también parte de ese legado del hermano Juan para nosotros. En una reflexión se aconseja a sí mismo: “Esparce a tu alrededor toda la luz que te viene de Dios”. En un mundo de sombras crecientes, inmersos en una realidad tan ajena y tan lejana a la lux Christi, extraviados en la selva mundana de los consumismos y de las idolatrías atractivas, de los becerros de oro, de los cantos de sirena, de la antítesis de valores morales y culturales que hasta ayer mismo creíamos que formaban parte indisoluble de nuestra civilización occidental, tener como misión “ser luciérnaga para los demás”, es un proyecto que puede abarcar toda nuestra vida y convertirse en la razón de una existencia.

Ideologías cambiantes suplantan a la teodicea, la religión se vende en los supermercados. Dios es colocado al mismo nivel que Pachamama, el centro del mundo ya no es el hombre en sí, desde su concepción hasta su muerte natural, sino una visión utilitarista del ser humano, con distintos valores y precios dependiendo de la influencia, el dinero, la juventud, la salud, etc. Algunas voces reclaman que el ser humano y el animal (especialmente las mascotas) tengan el mismo nivel de derechos. Llamamos derechos a lo que son solamente caprichos (como nos había advertido Chesterton). A veces se tiene la sensación de que el hombre puede prevalecer sobre Dios. Y es que en esta idea llevan abundando desde las ideologías totalitarias del siglo XX hasta los populismos crecientes del XXI. Prevalecer sobre Dios es la aspiración demoniaca de todas las ideologías que aspiran a la totalidad, a ocupar el nicho que ha ocupado siempre Dios. La relativización de la verdad lleva a la posverdad que no es sino la mentira. El auge de las fake news, la implantación de una cultura woke, o cultura de la cancelación que borra a las personas y sus creaciones por simples razones ideológicas o por su inadaptación a lo políticamente correcto en cada momento. Dios sería un estorbo para el hombre. La historia de la Iglesia vista como una sucesión de guerras de religión e inquisiciones. La cultura cristiana que ha inspirado la literatura, la música, el arte, los Derechos Humanos y hasta las fiestas, los topónimos, la gastronomía y el lenguaje mismo…  se olvida o se reduce a pura arqueología muerta.

En este mundo de crecientes sombras, se necesitan cristianos-luciérnagas que, a pesar de su pequeñez, ayuden a aminorar el extravío de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Acoger la luz, atraparla en nuestro corazón e irradiarla en medio de las sombras espesas de nuestro momento histórico. Esta podría ser también parte de su legado y parte de nuestra misión.

“Esto es lo que Dios me pide. Con mis oraciones, con practicar la regla, con sacrificios, condimentar mis conversaciones con algo de espiritual, inoculando algo de bien a todos y en todas las formas de apostolado que se presenten. Esta luz es la que Dios quiere de mí. Por tanto, tranquilo y ¡adelante!”

Cuando estamos llenos de Dios y vacíos del mundo, cambia nuestra forma de ver a los demás y de ver este pobre mundo. La propia naturaleza se transforma en maravilla para quien está instalado en Dios: Así, en la mañana de Pascua de 1970 escribe: “¡Aleluya! Estaba sentado en la mesa cuando amanecía en el horizonte… ¡Qué maravilla! La salida del sol produce gozo, alegría, vida. Jesús, sol eterno como el de esta mañana, mañana lejana pero siempre nueva. Jesús, ilumíname y embriágame de tu luz eterna. Que mi alma esté siempre inundada de santa alegría, para que pueda infundir en mis hermanos, tu amor”.

 

4.- Ser hierro candente y dócil a las manos de Dios… frente a una sociedad de yoes inflados.


Aguilar de Campoo, 1967. Los primeros estudiantes del Colegio San José

El 6 de enero de 1971, escribe uno de sus párrafos más luminosos: “Siempre habrá en mí gozo interior y también exterior si me mueve una vida de fe viva y mi alma es maleable en las manos de Dios y de mis superiores. Seré como un metal en el fuego; mientras el metal está en el fuego o, cuando se lo aparta, pero conserva aún todas las cualidades del fuego, el herrero hace de él lo que quiere y no encuentra ninguna dificultad en trabajarlo. Pero si se enfría, le resultará difícil trabajarlo. Así sucederá con mi alma. Si estoy, si vivo, si miro con espíritu de fe, seré como un metal abrasado y no me opondré nunca ni a la santa voluntad de Dios ni tampoco a la de mis superiores”. El hermano Juan no sólo pide docilidad en las manos de Dios, también en las manos de sus superiores. Nos puede parecer un poco fuerte, incluso trasnochado y obsoleto. Pero para alguien que hizo de la obediencia una norma básica de su vida religiosa, resulto normal y lógico, aunque resulte chocante para nuestra mentalidad de negar toda autoridad y “matar a toda costa al padre”.

El yo no ha dejado de crecer desde que los primeros pintores y escritores dejaron su firma en el lienzo o en el frontispicio de la portada de un libro. Vivimos en una sociedad de yoes inflados que, con el paso del tiempo, se convierten en monstruosos. En todo tenemos que dejar la baba de nuestra marca. El culto a la personalidad ya sea esta política, económica, cultural o religiosa no ha dejado de crecer. 

Todo ser humano que aspira a la verdadera grandeza interior sabe que llega un momento en el que el yo no debe notarse, no debe aparecer. Y lo que es más grave y tiene repercusiones nefastas: Un ‘yo’ invasor y desmesurado aniquila y aplasta al ‘nosotros’.

Es una batalla para toda la vida. Dicen que la civilización cristiana empezó el día que San Agustín puso punto final a sus Confesiones. Él que fue un homo romanus acabó por ser un homo christianus. El mundo había dejado de ser, culturalmente, romano y empezaba a ser cristiano. Él fue el primero consciente de ello. En ese periodo en el que su alma oscilaba entre el pecado y la conversión, escribió: “Hazme casto, pero todavía no”.  Agustín, que conocía perfectamente todas las trampas y los engaños del corazón humano, pudo escribir esta súplica realista, acorde con nuestra condición humana de barro. La oración más humana, la más frecuente en los cristianos imperfectos y débiles, repite palabra por palabra lo expresado por San Agustín.

Noche a noche repetimos lo mismo: “Hazme obediente, orante, juicioso, caritativo, fiel, limpio… pero todavía no”. Todavía quiero hacer mi voluntad, mi santa voluntad, mi real gana. Son expresiones hechas pero que nos hablan de una profunda verdad: creemos que nuestra voluntad, por el hecho desearla nosotros, es santa y es soberana. Y pensamos que nuestra real gana, porque es nuestra, nos hace reyes. Y al final nos maravillamos si el otro no comparte nuestro punto de vista y no aprueba nuestro obrar. Nos dan ganas de exclamar: “Pero si es obvio que lo que yo digo y pienso es lo justo y lo correcto”. En cambio, Juan escribe: “Os agradezco, Señor, que las cosas no vayan a mi manera”. Esto es puro Charles de Foucauld. A medida que disminuye el yo, el nosotros crece y florece.

El Hermano Juan quería ser el hierro abrasado, dócil al martillo del herrero. Es una imagen poética que él mismo nos ha suministrado. Ningún herrero puede torcer un hierro en frío. Ni Dios es capaz de moldear a un cristiano frío de fe, esperanza y amor. Solamente cuando nuestra alma, e incluso nuestro cuerpo, es hierro candente, Dios puede hacer algo, reorientar nuestra vida, enderezar nuestra dirección, encauzar nuestra mirada. Doblarnos y doblegarnos, para bien nuestro.

Escribe en 1968: “Mi tarea en cada momento es hacer la santa voluntad de Dios. No hay alegría más grande ni seguridad más sólida”

 

5.- Vivir la serena alegría cristiana… frente a una civilización del tedium vitae y el vacío existencial.

                                   

Aguilar: el Hno. Juan preparando la piñata en un día de fiesta

 “Ánimo, mis queridos chicos del Colegio San José, que os encuentre siempre alegres en la gracia de Dios, fuente de la verdadera alegría”, escribe en una carta a los seminaristas de Aguilar.

Los que le conocieron dan testimonio de su alegría. Y a los que no lo conocieron les invito a mirar algunas fotografías y algunos vídeos de su etapa en Aguilar, para caer en la cuenta de que este hombre que miraba cara a cara a la muerte, no era, ni mucho menos, un hombre funerario, sino la viva imagen de una alegría sencilla, serena, espiritual y vivificante.

El 5 de junio de 1961, Juan cumple cuarenta ocho años y escribe: “¡Qué gran regalo el de la vida!” Y así debería ser siempre para un cristiano. Somos hijos de un ‘evangelio’, de una buena noticia. ¿Por qué la alegría ha tenido tan mala fama entre los devocionarios, los libros y la praxis en seminarios y parroquias? Nunca lo sabremos. ¿Cómo es posible? La alegría debería ser una virtud, y ‘oficialmente’ aún no lo es. Pero, ¿cómo vamos a ser creíbles los cristianos con estas caras de palo, con estas expresiones mortecinas, con esta actitud cuaresmal que tienen los curas, los catequistas y los teólogos a la hora de hablar, y los cristianos, en general, a la hora de vivir su cristianismo? Basta asistir a una misa, especialmente en Europa, para ver el mortal aburrimiento en el que transcurren nuestras liturgias, que deberían ser expresión de celebración y de belleza. Todo parece indicar que no celebramos nada y que no hay nada que celebrar.

Si algo nos llamaba la atención en el hermano Juan, si algo nos atraía de él en el día a día era su alegría. En una carta escribe “manteneos siempre contentos y alegres”.  ¡Cómo nos maravillaban esos juegos de fantasía que nos tenían con la boca abierta! Pero también cuando jugaba en bromas a boxear, cuando animaba las luchas con almohadas, cuando preparaba una cucaña o una piñata en los días de fiesta.

Pero era sobre todo su alegría interior, su manera de contagiarnos el amor a Maria, después de una jornada extenuante por tierras de Castilla, lo que causaba nuestro estupor. Él era un hombre feliz. Feliz de ser religioso, de ser guaneliano, de ser cocinero, sirviente o reclutador vocacional: “supercontento de ser un siervo de la caridad”

¡Cuántos baúles habrá traído desde Italia a España, cargados de regalos, de figuras y adornos navideños, de juegos, para que todos estuviesen contentos!

No son estos los tiempos de “la vita è bella”, sino del “odio vivir”, frase espeluznante que apareció hace algún mes en un grafitti. Hemos probado todos los placeres de la vida y nos han dejado insatisfechos, hemos leído todos los libros y no nos han hecho sabios, hemos ido tras todos los becerros de oro y no nos han hecho felices. El aburrimiento, el hastío, la frustración forman parte del ADN del hombre actual como no lo habían hecho nunca. Nunca hemos tenido tanto y nunca nos hemos sentido tan poco. Acabo de leer una novela Los vencejos, de Fernando Aramburu, un libro que refleja muy bien el cansancio de vivir. Ni el sexo, ni el alcohol, ni el ascenso laboral, ni la familia, ni el abandono de la fe, nos hacen más alegres, sino más sombríos, apagados y tristes. Una tristeza mortal se ha apoderado del hombre de hoy. Y por todos los sitios nos venden estimulantes, picantes, afrodisiacos, para ponernos a tono y tener una efímera sensación de felicidad, ya sea un viaje, una experiencia, una novedad, una comida gourmet, un vino gran reserva, la pornografía más transgresora…

En este mundo de hastío, el hermano Juan nos enseña el secreto de la alegría, nos invita a participar de esa fuente de leticia que es anclarse en Dios y trabajar, como buenos peones, en la construcción del Reino de Dios aquí abajo. En su testimonio, Alfonso Martínez recuerda la honda impresión que causaba la alegría del hermano Juan: “Una de las virtudes que más recuerdo del hermano Juan es la alegría que producía en mí su presencia. Cuando él estaba presente en el Colegio San José, yo sentía una gran alegría y serenidad. Daba mucha tranquilidad su presencia entre nosotros”.

Un alma que es capaz de admirar la obra de Dios, fuente de tantas alegrías: “Una verdadera maravilla volar sobre las nubes blanqueadas por el sol, que unas veces parecen montañas o prados inmensos; otras, cumbres o rebaños de infinidad de ovejas, como nubes de algodón que el Creador hubiera esparcido aquí y allá”.

En uno de sus viajes a Italia desde España, es invitado a dar una catequesis a las guanelianas. Y elige el tema de la alegría. Cito un párrafo: “El pasado ya no nos pertenece. ¿El futuro? No sabemos si lo tendremos. Lo único que tenemos es el presente. Es este presente el que tenemos que llenar de alegría, rociarlo de alegría, sembrarlo de alegría. La alegría de contar con el Corazón de Jesús, de tener a María, madre nuestra. La alegría de poseer a Jesús en la Eucaristía, los santos Sacramentos. La alegría de las inspiraciones santas y de poseer, a través de nuestros superiores, al mismo Jesús: “quien os escucha a vosotros, a mí me escucha”. La alegría de poder repetir a cada instante: “Padre nuestro que estás en el cielo…” La alegría de tener una vida, un alma, un corazón, una inteligencia y una voluntad. La alegría de poseer pronto a nuestro Dios y de encontrarnos con nuestros seres queridos. La alegría de la vocación… y precisamente de la mía, como Siervo de la Caridad, y de la vuestra, como Hijas de Santa María de la Providencia”.

Amor, felicidad, dicha, bienestar, santidad van de la mano: “Sin amor, es decir, sin la caridad no es posible la santidad. Hermano Juan, recuerda que debes procurar hacer felices a todos. Caridad con todos y para todos” (agosto 67)

De vez en cuando, Juan imagina lo que le diría Dios. Y así escribe: “Por eso quiero que estés contento y alegre, porque tienes derecho a estarlo, por todo lo que he hecho y todo lo que te he dado y todo lo que te he prometido”

         Y para concluir este legado vaccariano, una cita de Juan en el que aúna el testimonio de la alegría y el éxito del apostolado: “Ayúdame, Madre, a no desanimarme, a pesar de mis miserias, sino que con humildad empiece de nuevo cada día, ¡y además con alegría! Mi vocación es una llamada a la alegría, y encontraré las vocaciones, no solo con la ayuda de Dios, sino también si vivo el gozo que me da mi vocación” (junio, 70).

       

Epílogo: “Dios envió para nuestro bien al hermano Juan”

Recordatorio del 25 Aniversario de Profesión Religiosa


Ojalá que, gracias a nuestras oraciones y gracias a nuestras acciones, la vida del Hermano Juan pueda un día ser admirada, propuesta e imitada en el ancho orbe católico. El pequeño sendero de humildad y de alegría, de devoción y de entrega que abrió a su paso por tierras de Sanguinetto, Fara Novarese, Barza d’Ispra, Roma, Aguilar de Campoo y por tantos otros pueblos y ciudades, pueda convertirse, oficialmente, en un sendero fiable y seguro que conduce y desemboca en el Camino de Jesús, para nuestro bien y nuestro provecho.

Cuentan que al día siguiente de los funerales por el hermano Juan, el profesor de latín escribió en la pizarra un versículo del evangelio, referido a Juan el Bautista, para que sus alumnos de bachillerato lo tradujesen: “Fuit homo missus a Deo, cuius nomen fuit Ioannes”. 

Cuentan también que los alumnos tradujeron, con más o menos acierto, la frase del evangelio de San Juan, es decir: ‘Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre fue Juan”, o también, los menos literales: “Hubo un hombre enviado por Dios de nombre Juan”. Pero un alumno, el que siempre maltrataba el latín hasta la irrisión y el disparate, ya fuese un texto de las Catilinarias, ya fuese De Bello Gallico, tradujo: ‘Dios envió para nuestro bien al hermano Juan’. 

            Y cuentan, finalmente, que sólo este bachiller, este pésimo latinista, fue del agrado total del profesor, que sólo él recibió su beneplácito, antes de ocultar el rostro entre las manos, para que sus alumnos, atónitos, no le viesen llorar. Este alumno dio en la diana y acertó de pleno: el hermano Juan Vaccari fue un hombre de Dios enviado para nuestro bien. 

 Por ello, con él podemos rezar y cantar: “Oh, Señor, perdona mis pecados y los pecados del mundo. Ten piedad, ten piedad, por tu inmensa misericordia, de todo el mal que existe. Por tu naturaleza (¡Dios de misericordia!) tú te inclinas más, mucho más, a la misericordia que a la justicia, así como a los buenos y al bien que todavía existen en este pobre pero maravilloso mundo, hecho para mí y para mis hermanos”.

 

La foto:


Cursillo de Julio 1971.Única foto en la que coinciden el Hno. Juan y el autor de este blog

            He escrito muchas veces sobre el hermano Juan. En más de una ocasión he lamentado no tener ni una sola fotografía a su lado. En la tarde del 1 de octubre de 2022, repasaba en mi ordenador el archivo “Fotos hermano Juan”, para seleccionar algunas que me sirvieran para un artículo que estaba escribiendo. Debo decir que muchas de esas fotos las conocía de memoria. De repente, en la pantalla del ordenador apareció una fotografía desconocida para mí, o en la que antes no había reparado. ¿De cuándo es esta foto?, fue la primera pregunta. Una imagen de mala calidad, con excesivo contraste lumínico. En ella aparece un numeroso grupo de alumnos y tres hermanos educadores: Juan Vaccari, poniendo su sombrero de segador sobre la cabeza de un chaval, Pedro Tomasetti y Jorge. Había sido tomada en la escalinata de cemento que, desde el salón de juegos, conducía al patio donde estaban las canchas de voleibol y baloncesto. Agrandé la foto todo lo que pude: empezaron a aparecer rostros conocidos, compañeros de internado. ¡Finalmente también mi cara! Después de hilvanar varias hipótesis, llegué a la conclusión de que la foto había sido tomada en el cursillo de julio de 1971. El cursillo solía durar poco más de una semana y se celebraba en el mes de julio. Los muchachos que el hermano Juan había buscado por los pueblos durante todo el curso anterior eran convocados a unos días de convivencia en el Colegio. Un periodo de prueba, en definitiva. Los alumnos veían si eso del seminario iba con ellos y los educadores veían si esos alumnos eran los adecuados para el seminario. En el fondo, un examen para unos y otros. Al final del cursillo, algunos chicos preferían seguir en el pueblo en lugar de entrar en un internado. Y también los frailes desanimaban o directamente comunicaban a los cursillistas un ‘no apto’ para el internado. 

        Ahí estoy yo y están los que luego fueron mis compañeros durante los siguientes años. Aún puedo reconocer sus rostros: Fernando de la Torre, Alfonso Tordable, Hilario Carrascal, Gaspar Benito, Constantino de la Parte… y el que esto escribe, Juan Bautista Aguado Tordable, por entonces un muchacho de 12 años. FIN

 

Adán Breca

Valladolid, septiembre 2022.

Quintanilla de Arriba, mayo 2023


Barza: Cartel del llamado Rosario con el Hno. Juan 

                             

Barza: Presentación del libro sobre Juan Vaccari



Barza: rezo delante de la capilla con la Virgen de Monteggia erigida por el Hno. Juan



Barza: Sepulcro del Hno. Juan en la capilla de Nuestra Señora
 

Barza: Detalle de la tumba del Hermano Juan

lunes, 15 de mayo de 2023

Más tinieblas en el corazón del Congo

En el vídeo: enfrentamientos del pasado viernes muy cerca de la misión Bateke

A eso de las dos de la madrugada (15 de marzo) me entró un whatsapp para comunicarme que la misión guaneliana del Plateau de Bateke, en la RD del Congo, se había visto forzada a cerrar dada la creciente violencia en la zona. Este proyecto forma parte de los proyectos de Puentes. En la granja de Bateke vivían y trabajaban, en un programa de reinserción social, jóvenes de la calle y chicos con discapacidad mental. 

“La situación difícil –me comunican- que persiste en la Meseta del Congo nos ha obligado a dejar nuestra casa, el ganado, los cultivos, por miedo a los rebeldes que entran en las aldeas y matan indiscriminadamente  a los que encuentran a su paso y arrasan con todo.

Desde hace tiempo, a nosotros y a todas las misiones nos presionaban, por todas partes, para que abandonásemos y dejásemos todo. Durante un tiempo nos hemos resistido, pero ayer, ante la situación de extrema violencia y para que ninguna de las vidas de los jóvenes de la calle y de las personas con discapacidad que cuidamos corran riesgo alguno, hemos decidido abandonarlo todo y salir.

Las personas con discapacidad han sido acogidas en nuestra misión de Kinshasa. Con gran dificultad y muchas penalidades hemos podido recorrer la distancia entre Bateke y Kinshasa, en medio de un caos y de una confusión enormes, en medio de la desesperación de los que huían. Dadas las prisas, nuestros muchachos ni siquiera han podido llevarse consigo su propia ropa o su calzado.

Atrás hemos dejado todo en la granja, las 70 vacas, las cabras, los cerdos, los cultivos de mandioca y de piñas tropicales y todo lo demás. Unos trabajadores seguirán cuidando los animales y unos guardianes continuarán protegiendo la granja, pero sabemos que poco a poco todo irá desapareciendo. Ya en los últimos tiempos, y para que respetasen la granja, teníamos que hacer entrega de animales y alimentos.

La semana pasada los rebeldes masacraron a machetazos a 20 policías. Ahora, con gran dolor, sabemos que también el ejército y la policía usan mano dura y utilizan las armas con parecida insensatez. Teníamos paz en nuestra casa de Bateke, pero ahora todo ha cambiado bruscamente”. Hasta aquí ese primer testimonio.

A lo largo de la mañana otros mensajes también dramáticos confirmaban el primer whatsapp. Desde hace meses, desde hace años, podríamos decir la República del Congo es un polvorín en las regiones fronterizas. Ahora se repite la misma historia cerca de la capital, Kinshasa. Rebeldes y soldados se tienden emboscadas en cada bosque y en cada aldea. Los testimonios cercanos hablan de centenares de muertos en las últimas semanas, de aldeas quemadas, atrocidades con la población civil, cultivos arrasados y las gentes huyendo por todos los senderos para salvar la vida, con un niño a la espalda y una bolsa de maíz en la mano. Eso es todo.

Evidentemente las grandes agencias de información nada dicen de esto. Es una ‘guerra’ que no interesa. A lo máximo nos recuerdan que en África unas tribus se matan a otras. Y ya está. ¿Pero quién arma a los rebeldes, quién paga la guerra de guerrillas? ¿Y quién arma a las tribus que se enfrentan? La ONU, con muchísimos efectivos en la zona, asiste impotente a este continuo goteo de muertes y ha llegado a reconocer que “los rebeldes cuentan con mejores armas que los cascos azules”.  ¿Pero lo que está pasando en el Congo es únicamente una guerra fratricida? No lo creo. Lo que sucede es que la República Democrática del Congo es un país increíblemente rico en minerales, diamantes, oro y sobre todo coltán. Ese mineral necesario para que tú y yo dispongamos de un móvil y de un ordenador, sin los cuales nuestra vida sería muy diferente. Necesitamos el coltán como necesitamos el pan de cada día. Probablemente más.

En el Congo no mandan los congoleños, sino intereses bastardos y extranjeros. Multinacionales bendecidas por gobiernos de diferentes países, ‘pacíficos’ y democráticos, civilizados e impolutos, arman a los rebeldes para que defiendan las minas y sus riquezas. El cardenal Ambongo dijo hace no mucho que: “Tenemos la clara convicción de que hay fuerzas externas que realmente quieren dividir nuestro país en pequeños estados”. Es lo que se viene llamando la balcanización del Congo. Y los misioneros que viven y sufren en la zona hace mucho que denuncian la debilidad del Estado: El Congo es un país fallido. Y alguien tiene mucho interés en que continúe siéndolo.

¿Nunca habrá paz para los congoleños? Hace más de 100 años, Joseph Conrad se asomó a las orillas que bordean el río Congo para escribir su novela El corazón de las tinieblas. Marlow va en busca de Kurtz, un traficante de marfil que ha enloquecido en la selva. Pero en la travesía Marlow es testigo de la brutalidad a la que son sometidos los nativos. Y la novela nos deja un sabor amargo, porque ambos, Marlow y Kurtz, han visto con sus propios ojos el horror, todo el horror. Cien años después, las tinieblas aún perduran en este hermoso y rico país del corazón de África. 

                     

                         En el vídeo: enfrentamientos entre ejército y rebeldes



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