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jueves, 14 de septiembre de 2023

Prólogo: "Cosas que me traje en la mochila"

 


A mediados del mes de noviembre de 1998 se celebró una exposición en Palencia. Una muestra realizada con diversos materiales (fotografías, artesanía local, batiks (pinturas), esculturas ashanti, telas y abalorios tradicionales, instrumentos musicales, libros) que el primer misionero de Ghana, P. Fernando de la Torre, y los primeros voluntarios africanos (Santi María, Bautista Aguado y Julio Martín) habían recogido durante su estancia en la misión guaneliana de Abor (Ghana).

Pero la exposición no pretendía ser una actividad cultural más. Fue el pretexto perfecto para hablar de una realidad: el Centro de Formación Profesional de Abor donde enseñaban diversos oficios (electrónica, calzado, tejido tradicional, corte y confección), a unos ochenta jóvenes, de ambos sexos, con minusvalías físicas (generalmente víctimas de la polio). Y una excusa para comenzar a recaudar fondos que permitiesen realizar algunas operaciones quirúrgicas, sencillas pero necesarias, en las extremidades inferiores de adolescentes afectados por la poliomielitis.

Por primera vez, en aquel fin de semana de noviembre de 1998, un grupo de amigos, formados en la espiritualidad guaneliana, vio la necesidad de organizarse y apoyar con afecto, actividades de sensibilización y donativos a los misioneros guanelianos en ese concreto rincón del continente africano. Nos propusimos algo muy sencillo: recaudar antes de navidad unas 100.000 pesetas (600 euros) para costear una intervención quirúrgica que necesitaba una joven ghanesa, de nombre Helen.

Nos pusimos manos a la obra. Difundimos la noticia entre los familiares y los amigos más cercanos. Hicimos postales navideñas y repartimos huchas. En navidad hicimos cuentas. Habíamos conseguido 550.000 pesetas (3.300€).

            Fue entonces, cuando pensamos que este impulso solidario no podía acabar en la Navidad de 1998. Era el inicio de una corriente solidaria que, al principio, se llamó Ghana Solidaridad; luego, Misiones Guanelianas, y que todos terminaríamos por llamar Puentes Ongd.

            Ahora que se cumplen los XXV años de estos comienzos, quiero recordar algunas impresiones, algunos fogonazos de humanidad, solidaridad y cultura que dejaron en mi retina los distintos proyectos en África o Hispanoamérica en los que Puentes se ha movido en este cuarto de siglo. Son las cosas, los rostros, los nombres y las historias que uno se trae a casa en el viaje de vuelta. Y que quedan ahí en el archivo del corazón para siempre. En los próximos meses, iré compartiendo con los lectore estas “cosas que me traje en la mochila”.









martes, 4 de septiembre de 2018

43.- El cuidado de la tierra. El cuidado de los niños.




 
Erik me enseña el proceso del vermicompost. Es un proyecto que ha sido subvencionado en parte por Puentes y en parte por el Ayuntamiento de Valladolid. En unos contenedores de plástico hay miles de lombrices, y es ahí donde se vierte la pulpa del café sobrante del proceso, así como otras mondas de frutas y verduras no aprovechables. Las lombrices comen esta pulpa y luego hacen un estiércol que sirve para los viveros de cafetales que hay en la misión y para los cafetales del bosque. Cada semana las lombrices hacen unos 10 centímetros de compost. Erik me dice que es una buena cosa, mucho mejor que los abonos tradicionales y que, encima, sale más barato y es muy respetuoso con el medio ambiente. Es una agricultura sostenible, por utilizar un término muy usado en estos momentos.
Después de comer subo con Leo y con Mauricio a Santa Lucía de la Buenavista. Santa Lucía está en un alto, por un camino de cabras que sólo se puede subir con un buen coche. Las 42 familias que viven en esta aldea sufren el aislamiento. Muy de mañana bajan con sus quesos de vaca que ellos mismos elaboran a vender al mercado de Chapas. Y con el dinero de la venta pueden comprar aceite, azúcar, harina etc. que tienen que subir a cuestas y andando y que les lleva unas tres horas, agotadoras por el ascenso.

Vamos recogiendo en la ranchera de la misión a todas las personas que nos encontramos en el camino. Al final llegamos con 8 mujeres más todo lo que llevaban en las manos y en la cabeza.
Iglesia pobre y desangelada. Humildes y toscas imágenes. Templo muy pobre, pero quizás hermosa ‘iglesia’, hermosa asamblea de fieles. Un coro de cuatro mujeres y dos chicos jóvenes con sus guitarras. En cuatro hojas grapadas están escritas las letras de las canciones. Una cantora sostiene a su hijo dormido. Yo creo que toda la chiquillería de Santa Lucía está en esta iglesia, más un buen grupo de adultos. Al finalizar la misa, el cura, Leo, me pide que diga unas palabras. Y yo no sé qué decir, porque me siento rico, cegado por mi riqueza, pero a la vez me siento más pobre que todos ellos. En fin, hay poco que  sermonear. Únicamente pienso que Puentes podría hacer suya alguna de las pobrezas de esta  comunidad, pero ni me atrevo a decirlo.
Terminada la misa, salgo afuera. Desde este privilegiado mirador, las vistas son inmejorables y el ojo humano abarca todo el valle.
La bajada hasta Chapas en silencio. Quizás los tres que vamos en la camioneta no queremos perdernos un atardecer tan espectacular. Todo el valle parece inundado en sangre, o inundado de pétalos de rosas rojas.  Yo estoy melancólico.

 
Nota: Un tiempo después, desde la misión Guanella de Chapas animaron a cuatro adolescentes de la aldea de Santa Lucía, dos chicos y dos chicas, para que se apuntasen en la escuela secundaria de Chapas. Puentes pagó este proyecto. Los chicos pernoctaban en Chapas de lunes a jueves, y pasaban el fin de semana en su aldea. Era la primera vez que niños de esta aldea cursaban la enseñanza secundaria. Mi viaje a Santa Lucía había tenido sentido.
 
“Cosas que me traje en la mochila” (Guatemala, 2010) – 20 Años de Puentes

42.- El niño y su saquito de café




 
Llegué a media mañana al aeropuerto de México DF para coger el vuelo que me tenía que llevar a Guatemala. Pero el avión se había averiado. Nerviosismo en los mostradores de la compañía. Al final, tendría que hacer noche en un hotel del aeropuerto y coger un vuelo al día siguiente, de madrugada, vía El Salvador. Pasé muchas horas en el hotel Camino Real, como uno de esos solitarios de las pinturas de Hopper. Nunca me había sentido tan incómodo en medio de tanta comodidad. Menos mal que el libro de José Jiménez Lozano Los cuadernos de Rembrant me hizo una cierta compañía.
El misionero español Juanma no había podido ir a recogerme al aeropuerto de Guatemala, y envío a un conocido suyo, el señor Pedro, indicándole que escribiera en un cartelito ‘Bautista’, pero se le olvidó el nombre cuando estaba a punto de llegar al aeropuerto. Así que cuando llegué a la terminal me encontré con muchos carteles pero ninguno con mi nombre. Después de un rápido vistazo, volví a leer los carteles detenidamente y pude leer uno que decía ‘Luis Guanella’. Pensé que ese cartel se refería a mí y al mirar al hombre de frente me preguntó: “¿Usted es el español amigo del padre Juanma?

El señor Pedro me dice que tenemos que pasar primero por Antigua a dejar a otro voluntario y que espera que no me moleste. No sólo no me molesta, sino que me da mucha alegría poder visitar Antigua, la primera capital de Guatemala. Apenas veinte minutos para ver esta preciosa ciudad. Pero algo es algo. Ahí están los antiguos conventos e iglesias levantados por los españoles y a los que un terremoto redujo a ruinas. Así pasa la gloria del mundo
Nada más apearme del coche en Chapas, donde está enclavada la misión, se acercan unos cuantos ‘buonifigli’ a saludarme. Siempre es así su acogida. Y ahí mismo se acerca también a saludarme Jorge, un trabajador al que conocía de oídas. Me dice que, si no estoy muy cansado, puedo acompañarle a los cafetales. Dejo la maleta en la habitación y, sin deshacerla, me subo de nuevo al coche. Jorge es un apasionado del café. Me dice que a los 11 años ya estaba trabajando en el campo. Ahora es un trabajador de la misión, pero también posee un pequeño cafetal. Los fines de semana estudia para ser ingeniero agrónomo. Su abuelo le enseñó todo. Nos internamos por senderos empinados entre los bosques que rodean el lugar. Es un paisaje montañoso y cubierto de una vegetación espesa.  Después de la megalópolis de Ciudad de México, tan contaminada, tan sucia, tan ruidosa, este rinconcito tranquilo, de exuberante naturaleza, es un descanso para los ojos y yo diría que para el alma.
Y escondidos entre los altos árboles del bosque están los cafetales, con sus frutos rojos listos para ser recolectados. La economía de Guatemala depende mucho de las cosechas del café. El café es una seña de identidad de este pueblo. Y durante el tiempo de cosecha, las escuelas cierran para que los niños puedan echar una mano a sus padres. En los cafetales hay grupos de familias aquí y allá. Finalmente el todoterreno se detiene. Y los trabajadores se acercan. Se pesan los sacos con los frutos y se anotan los kilos de cada familia. También se acerca un niño de cinco años, Roberto. Viene con su saquito de café. Ese es el fruto de su trabajo: 13,5 kgs. Y él está orgulloso de contribuir también a llevar el pan a casa. Cuando sonríe, se le marcan unos hoyuelos en la cara. Le pregunto si puedo hacerle una foto y él en seguida se pone junto a los sacos de café y sonríe feliz.

El día atardece. Los rayos de un sol moribundo pero espléndido se cuelan entre los cafetales. Llega el momento de acercar los sacos a la Cooperativa Nuevo Sendero de la que la misión forma parte.  Las multinacionales copan el mercado del café en Guatemala. Pagan mal y pagan poco a los trabajadores, y establecen los precios que les da la gana. Cuando el precio del café baja, es un malaugurio, pues anuncia un año de escasez y de carestía. Desde hace unos años, en muchas aldeas se han creado cooperativas cafeteras, lo que permite pagar un poco más alto el café y contribuir de esta forma a levantar algo las economías domésticas. Me muestran todo el proceso de elaboración del café, un proceso complicado y meticuloso. Jorge y los que me acompañan se muestran contentos de que yo manifieste tanto interés por el asunto y de que haga tantas preguntas
Desde entonces, cada vez que me siento con una taza de café en la mano pienso en aquella tarde: el paisaje de los cafetales, los trabajadores de rostros quemados, la cooperativa, y, sobre todo, en aquel niño y su saquito de café.


“Cosas que me traje en la mochila” (Guatemala, 2010) – 20 Años de Puentes

41.- Jeremías y la mitad de su hamburguesa




Era el día de la Inmaculada, 8 de diciembre, patrona de la aldea de Chapas donde está situada la misión. Me levanté a las cuatro de la mañana para asistir al canto de Las Mañanitas en la iglesia. Había mucha gente, sobre todo mujeres. Se sucedieron durante casi una hora oraciones y cánticos. Después, se repartió un chocolate entre todos los asistentes.
Al acabar la misa mayor, me uní a una excursión singular. Una vez al mes, se hace una excursión a la capital con un grupo de 22 niños de las familias pobres de la parroquia, aunque en este rincón de Guatemala muy pocas no lo son. Es un día de fiesta. Muchos de ellos no han viajado nunca y, si alguna vez lo han hecho, es porque han tenido un problema serio de salud. Acompañados por el P. Juanma y por algunos laicos, los niños revolotean alrededor del microbús. La primera parada está situada antes de entrar en la capital en un establecimiento de nombre Pollo Campero. Se invita a comer a los muchachos. Para todos era la primera vez que se permitían este pequeño lujo. Pueden elegir entre una pizza, un muslo de pollo o una hamburguesa, con patatas fritas y ensalada. Y también pueden elegir refresco. Mientras preparan la mesa y la comida, los niños pueden disfrutar de los hinchables y de los toboganes que el restaurante pone a disposición de los clientes. Es un momento de jolgorio y de alegría. Están nerviosos. La timidez de los primeros momentos del viaje ya ha sido vencida.  Y la gravedad de la escuela o la dureza del trabajo en los cafetales ha sido interrumpida por unas horas. Pocos minutos después, ya están locos de alegría. Da gusto verlos disfrutar tanto.
Pedro tiene el calcetín con un agujero y cada vez que baja del tobogán, intenta recolocárselo para que no se vea la ‘patata’, quizás consciente de su propia pobreza.
Cuando la mesa está dispuesta se lavan las manos para comer. Cada niño tiene su bandeja delante y una corona de papel que enseguida se ciñen en la cabeza. Y yo noto su alegría, pero quizás no es sólo porque han elegido un plato que quizás solo ven en televisión, sino también porque están juntos, porque alguien los quiere hasta el punto de invitarles a una excursión, porque todo niño alberga sueños.

Jeremías va muy pobremente vestido, quizás algo más pobre que los demás, si eso es posible. Deja sobre su plato la mitad de la hamburguesa. Le pregunto si no le ha gustado. Y todo serio, formal y responsable, me contesta algo que me aturde: “Es para mi hermano Ángel que está muy chiquito”. Otros niños, al menos cuatro, recogen las sobras en una bolsa y se las llevan para casa. Un par de voluntarios se acercan al mostrador del restaurante y vuelven con una bolsa con fiambreras de comida que entregan a una niña preciosa para que se lo lleve a su madre que tiene cáncer.
Subimos al autobús y nos dirigimos al aeropuerto, pasando por la ciudad que ya está adornada para la Navidad. Los niños llevan sus naricillas pegadas a los cristales y los ojos abiertos de par en par para intentar ver y recordar todo lo que sucede delante de sus ojos: los coches, las gentes caminando, los adornos de Navidad, los anuncios de colores, las tiendas, los vendedores ambulantes, los edificios, las luces.
En el aeropuerto nos asomamos a una de las terrazas para ver los aviones despegar y aterrizar. Es todo un espectáculo para ellos y sin duda soñarán que algún día, cuando hayan recolectado mucho, mucho café, podrán hacer un viaje y montar en avión.
“Cosas que me traje en la mochila” (Guatemala, 2010) – 20 Años de Puentes

40.- “Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo”






"Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo". Esta fue la respuesta del inspector de policía al misionero Juanma Arija, cuando vino a quejársele de que la misión estaba recibiendo amenazas.

Ciertamente, Guatemala no era un sitio para hablar de derechos humanos cuando los misioneros llegaron a este rincón del mundo allá por el año 1996. Los acuerdos de paz acababan de ser firmados y, podemos decir, que los años de plomo habían pasado pero aún estaban muy cerca. Los misioneros recuerdan que cuando iban a una casa a preguntar por el padre de familia, las mujeres decían que no sabían dónde estaba, que hacía tiempo que no lo veían, que se había ido a los Estados Unidos, etc., etc. Guardaban en su memoria aquellos tiempos en que los militares o paramilitares venían a buscar a los hombres, los cargaban en una camioneta y no se volvía a saber de ellos. O volvían al cabo de unas horas, ensangrentados y hechos un guiñapo.

Los caciques eran los dueños de los pueblos y ejercían de alcaldes o de concejales. Compraban los votos, por ejemplo entregando un par de sacos de cemento. Amenazaban con quitarles pequeños huertos o un terreno de cafetal, o con no darles unas míseras horas de jornal durante la recolección. Todas estas cosas se susurraban a media voz, se rumoreaban, pero cuando a alguien se le preguntaba exactamente en qué consistían estas amenazas, la gente callaba por miedo, por un terror instalado en las venas desde hacía tres décadas. Eran desconfiados por naturaleza. Y lo primero que debían hacer los misioneros era ganarse su confianza y hacer ver a los campesinos que ellos estaban de su parte, y no de parte de los caciques. Costó.

Pero llegó un día en que en una Asamblea parroquial, los chapanecos se atrevieron a levantar la mano, a contar sus cuitas, a denunciar amenazas, a acusar a personas ‘respetables’, a decir en voz alta nombres y apellidos. Los misioneros, especialmente Juanma Arija, ayudaron a los lugareños a desenmascarar a los caciques y a los que se creían los señores del mundo.

Se organizaron en la parroquia los primeros talleres sobre Derechos Humanos y un observatorio sobre los mismos. Las gentes, amparadas en los espacios parroquiales, empezaban a conocer sus derechos, como trabajadores, como administrados, como guatemaltecos. Hacían un análisis de las situaciones en que los derechos eran conculcados o simplemente no llegaban a ese rincón de Guatemala. La mayoría de los participantes eran mujeres, como suele ocurrir en estos asuntos.

Más tarde harían perder las elecciones a un auténtico bandido, implicado incluso en el asalto a la Embajada de España en el año 1980 y donde murió, entre otros, el padre de la premio Nobel Rigoberta Menchú. Hasta entonces se había creído impune y había obrado como tal.

Años después, llegó la batalla contra las multinacionales canadienses de la minería que querían asentarse en la zona. Había sucedido ya en otros departamentos de Guatemala. Compraban las tierras a los campesinos, con la promesa de convertirlos en trabajadores de la explotación minera. Mediante un sistema de irrigación con un altísimo porcentaje de mercurio, lo que no está permitido en ningún país del primer mundo, en poco tiempo recuperaban en plata la inversión hecha. Y se largaban. Los antiguos campesinos se quedaban sin trabajo. Sus tierras, después de la explotación a la que había sido sometida, no servían para ningún cultivo durante años. Era la ruina.


En este terreno, los chapanecas, también ayudados por el propio obispo y por la Iglesia, lograron algunas victorias sonoras, lo que puso en el punto de mira al misionero Juanma. Era un extranjero incómodo. Es verdad que inició muchos fuegos, algunos innecesarios. Y que su apasionamiento le jugó malas pasadas. Antes de empezar una batalla, hay que calcular las fuerzas. Quizás pecó de imprudente o de ingenuo, pero la razón le acompañaba. Las amenazas se sucedieron y empezó a notar que le estaban siguiendo los pasos. Una noche, una llamada telefónica desde la Embajada Española le advirtió que le estaban preparando una emboscada y que podía resultar fatal. Le insistieron para que se fuera directamente al aeropuerto, por lo menos hasta que se calmasen las aguas. No podía esperar ni una hora más. Así lo hizo. Por caminos alternativos logró salir de Chapas y llegar al aeropuerto de la Ciudad de Guatemala, y salir del país.

La misión Guanella decidió replantear el asunto, para no correr riesgos innecesarios. Eligió la vía de la prudencia y de la diplomacia. Seguir trabajando los derechos humanos pero sin caer en el éxito efímero del altoparlante y la pancarta.

 

“Cosas que me traje en la mochila” (Guatemala, 2010) – 20 Años de Puentes

39.- La casa más bonita del mundo





Cuando le pregunto al más pequeño de los hermanos qué es lo que más le gusta de su casa nueva me dice que el colchón. Entonces me coge de la mano y me lleva hasta la habitación y empieza a saltar sobre el colchón. Un juguete. Una cama elástica en una tarde de hinchables. Juanma que contempla la escena me dice que hasta hace una semana dormían en el suelo o sobre un saco de paja seca. Fueron los laicos de la misión los que decidieron echar una mano a esta familia, para que abandonase la choza de latones y cartones y tuvieran finalmente una casa. Pidieron ayuda a Puentes que, en seguida, aceptó su petición. Nuestra ongd pagó los materiales, y los laicos, más algunos profesionales voluntarios, construyeron las dos habitaciones, el servicio y una pequeña cocina en el exterior.

Juanma me acerca para ver cómo ha quedado todo. La casa está construida en el mismo emplazamiento que tenía la choza, en una pequeña ladera. Cuando llegamos la hermana mayor está haciendo unas tortillas en el fuego. La madre y los tres hermanos mayores están trabajando en los cafetales. Los cuatro menores andan por casa, jugando en el pequeño terreno que hay junto a la casa. La madre vive en la casa con sus ocho hijos. La mayor tiene 17 años y el más pequeño 4. Cuando nació el último, el padre hacía dos meses que había emigrado a Estados Unidos, y desde entonces no ha regresado.


 Luego, Juanma me dice que hace poco el padre de la numerosa prole ha escrito diciendo que quiere volver a Guatemala, a vivir con la familia, pero que no tiene un dólar.

Los niños pequeños sonríen sin parar. Son juguetones y hambrientos de que un adulto les haga caso, juegue con ellos, se sienta interesado por su mundo, o les entregue unos donuts. Cuando llegamos estaban jugando con unas latas y un poco de arena, pero dejaron enseguida el juego y se unieron a nosotros, como quien se suma a una fiesta. En cambio la hermana mayor, 17 años, tiene una mirada dura, una mirada triste, es como si no se fiase del todo de nosotros, o como, si a la edad que tiene, ya entendiese qué futuro de mujer le espera. Quizás ha observado mucho a su madre e intuye que su destino y su vida correrán por parecidos raíles. Se muestra callada y seria, tímida. O quizás se siente juzgada por estos dos europeos superiores, o por lo menos que ella considerará superiores, porque tienen dinero, tienen estudios, tienen casas bonitas, tienen comida en abundancia. Probablemente ella se siente intimidada. Es una chica muy guapa, con unos ojos negrísimos, y un pelo negro y brillante  recogido en una cola de caballo. Va muy limpia, aunque muy humildemente vestida: una falda estampada, una camiseta blanca y un delantal verde. Ella sigue a lo suyo, atenta al fuego y a la plancha donde, una tras otra, va haciendo las tortillas que servirán para matar el hambre a mediodía a la numerosa ‘hermandad’. No veo más alimentos en la cocina y probablemente no los hay. Probablemente estas tortillas de maíz sean el único alimento a mediodía.


Y yo siento una rabia contra mí mismo en ese momento. Casi un malhumor por toda esta injusticia, de la que yo también soy, en cierta forma, culpable. De mi aspecto sombrío, me sacan los niños que me arrastran a enseñarme una cabaña que han construido con tres palos y un trozo de plástico. Están felices. Ellos aún no saben lo que es ser adulto. Ellos aún pueden soñar el mundo. Miro sus pies descalzos. Todos van descalzos. Corren por el campo y por el patio y por la casa descalcitos. Juanma me dice que también les compraron unos zapatos a cada uno, pero que se los ponen solo cuando van a la escuela o cuando van a misa. El pequeño está atento a nuestra conversación y entonces me vuelve a coger de la mano y me lleva a su habitación. Abre una caja de cartón y ahí están los zapatos de todos los hermanos. Saca un par de zapatos. Son azules marinos. Se los pone. Me mira como pidiendo mi aprobación. ¡Qué bonitos que son y qué guapo que estás! Y él se cubre el rostro con sus manitas, como avergonzado de ser tan guapo, mientras una sonrisa amplia se dibuja en su boca desdentada.

 

“Cosas que me traje en la mochila” (Guatemala, 2010) – 20 Años de Puentes


 

38.- Un mantel bordado y una súplica de ayuda





Cada mañana el señor Lupe (en México Guadalupe es también nombre de varón) arranca la furgoneta y se dirige a recoger a un grupo de ancianos que pasará el día en el Centro de Día que en la misión de Amozoc tienen los guanelianos. Techo Fraterno dicen por aquí.

Lo primero que hacen nada más llegar es desayunar como Dios manda: huevo revuelto con tomate, un vaso de zumo, un panecillo dulce y, quien lo desea, un trozo de bizcocho. Después del desayuno empiezan las manualidades: manteles y pañuelos bordados a punto de cruz, bolsos y cestitas de rafia, bufandas y gorros de lana.

Los que tienen algún achaque o necesitan medicinas se van acercando de uno en uno al despacho médico. También algunos ancianos aprovechan el Centro para bañarse, como lo hace el señor Cástulo que va en silla de ruedas. “Yo que siempre anduve montando caballos, ya ve lo que me toca montar ahora”.

A media mañana rezan el rosario todos juntos. Son varios los que expresan en voz alta sus peticiones personales antes de empezar un misterio. Una mujer pide por ‘el señor de Puentes”.

Hoy, para comer, tienen arroz, carne con guisantes y un trozo de bizcocho, el mismo menú que después comeré yo junto a la comunidad religiosa.


Una mujer retrasada, abstraída, con dos trenzas blancas y un rostro negrísimo, me mira con insistencia.  Me acerco a ella y le digo que lleva unos pendientes muy bonitos, y ella me sonríe ampliamente. No hace ninguna labor ni manualidad. Se sienta, se levanta, mira, va de un lado para otro. Pero, luego, cuando acabe la comida, será la primera que se alce a recoger los platos, acercarlos al fregadero, lavarlos y secarlos.

Cuando acaban de comer, un par de viejecitas me dicen que quieren hacerme un regalo. Piden silencio al grupo. Me entregan una cestita de rafia que curiosamente teje un anciano invidente, el señor José Juárez. También me regalan una bufanda multicolor de lana y un mantelito bordado con flores de colores. Me dicen que están muy agradecidos a Puentes y me hacen una petición: “Sígannos ayudando, porque usted ahora sabe que nosotros no podemos pagar todo lo que aquí recibimos”.

Es verdad que este proyecto del Techo Fraterno depende prácticamente de la ayuda de Puentes. Y por ello, quería conocerlo de cerca, y sobre todo quería conocer a qué personas concretas llegaba nuestra ayuda. Luego acercan hasta mí a la señora Lupita que dentro de dos semanas cumplirá 100 años para que me fotografíe junto a ella. No los aparenta. Tiene los ojos muy cerrados, como si los párpados ya no aguantasen tantas cosas vistas en una centuria vivida, pero no deja de sonreír en ningún momento. Me siento pagado con estas muestras de cariño. Y lo que es más importante: me siento obligado a trabajar por mantener este proyecto. 

 

“Cosas que me traje en la mochila” (México, 2010) – 20 Años de Puentes

 

37.- La fe de los últimos





Estoy hablando con padre Bruno en la puerta del Seminario de Amozoc cuando vemos que una pareja de unos 45 años (después comprobaré que ambos tenían menos) cruza la verja. Son del barrio de San Andrés de las Vegas. Preguntan por Arturo, el catequista, porque esta mañana no le han entregado la cuota para la Primera Comunión de sus hijas Jasmine y Mª Jesús. Dicen también que, de momento, no pueden entregar los 300 pesos, sino solamente 200.

A partir de ahí, y durante un buen rato, Bruno y yo asistimos a una larga confesión. Ella va peinada con una cola de caballo. Lleva una falda de flores, un jersey oscuro, un delantal de cuadros verdes y blanco, medias azules y unas zapatillas de goma, que he visto también en otras mujeres. Él lleva un pantalón de dril azul y una camiseta a rayas. Ambos son muy morenos. Voy a intentar resumir la situación.

Esta mañana ellos no pudieron venir a misa porque otra de sus hijas dio a luz con cesárea. La madre se encuentra bien, pero el niño necesita respiración asistida. No hace mucho, a otra hija también le ocurrió algo parecido y a los pocos días les avisaron que la criatura había muerto.

La buena mujer cree que su hija, durante el embarazo, se asustó mucho porque ella, la que nos está relatando esta historia, sufrió un aborto y, al final, tuvieron que vaciarla. También nos cuenta que su hijo Abrahán anduvo por un tiempo metido en malos rollos de droga. La madre había empezado a notar un cambio en el comportamiento de su hijo, y, además, no le gustaban nada las compañías con que le veía. Hasta que un día se armó de valor y siguió a su hijo. Lo sorprendió con algo en las manos. No supo de qué clase de droga se trataba, pero era alguna sustancia ‘mala’.  Por aquel tiempo, su marido trabajaba fuera y ella acudió a su hermano para que hablara con Abrahán y le hiciera recapacitar. El tío afeó a su sobrino la mala vida que llevaba y le propinó una buena  sarta de latigazos. La madre asistió a la escena envuelta en lágrimas. Y en los días siguientes, siguió suplicando a su hijo para que se apartase de esa mala vida. Y añade que “entre mis súplicas y el castigo de su tío, Abrahán ha vuelto a ser el hijo de antes”.

Pero lo que me llama la atención no es esta confesión a un desconocido sino que la conversación esté encarnada y sostenida por una fe incontrovertible, por una fe fuerte,  confiada y, sin duda, pura y sin contaminación.

En varias ocasiones: “Yo me dirigí a Jesús para que mi hijo se convirtiese”. “Yo he pedido para que el recién nacido viva”.  “He dicho a mi marido vamos a confiar en el Señor para aceptar lo que él nos mande, porque si nos lo manda es por nuestro bien”. “Mi marido se siente mal y sufre, pero yo le digo que la Virgen nos ha de amparar también en esta ocasión”.

El marido, silencioso,  y con las manos enlazadas sobre el vientre, aprieta el mentón y las manos en un intento de contenerse o de mostrarse duro. Luego, se lleva un dedo al ojo no sé si para frotárselo o para impedir el paso de una lágrima.

Bruno les dice que no se preocupen por los pesos de la primera comunión, que ya hablará él con el catequista: “Lo importante es que el niño empiece a respirar bien. Ya veréis como así es”.  Y muy probablemente lo dice desde el corazón, desde esa convicción de que Dios no puede dejar abandonados a sus pobres. Se despiden de nosotros, y después de andar unos metros, se vuelven y nos estrechan la mano con fuerza y nos la besan.

Bruno me comenta: “Es admirable esta fe. Tienen más fe que nosotros. Cuántas lecciones de fe nos dan. Por eso nosotros estamos obligados a escucharles. Sólo con escucharles les estamos haciendo un gran bien. Quererles no sólo con nuestra ayuda, sino también con nuestro tiempo”.

Y luego Bruno me cuenta una historia. Una noche le llamaron para llevar la comunión y dar la extremaunción a una mujer enferma y moribunda. Llovía. Llegó a una casa que no era casa, sino una choza hecha de tablas, corcho y hojalata. El somier se sostenía sobre cuatro ladrillos y el agua corría a sus anchas por la habitación. Cuando terminó su ministerio, un hijo de la mujer enferma fue recogiendo unos pesos entre los que estaban presentes en la habitación para el padrecito. “Yo me sentí avergonzado. Pensaba en todas las comodidades que tenía en el Seminario. No acepté el dinero y les pedí que comprasen alimentos y medicinas para ellos. De esta experiencia volví a casa con preguntas muy amargas”.

 

“Cosas que me traje en la mochila” (México, 2010) – 20 Años de Puentes


 

lunes, 3 de septiembre de 2018

36.- El Señor de nuestras manos





Cuando los guanelianos llegaron a México DF, se fueron a uno de los extremos de la ciudad y allí decidieron hacer algo por los pobres. Junto al infame poblado de las Lomas, un secarral áspero donde los haya, en el barrio de San Miguel de Teotongo, allí donde Cristo perdió el zapato, o donde Cristo se detuvo, pensando que no podía haber nadie más allá a quien evangelizar.

Cuando uno llega al aeropuerto del DF, y para un taxi para que lo lleve a San Miguel de Teotongo, el taxista, amable o tajante, le dirá que él no sube hasta ese lugar. Cuando mi amigo, Alfredo Montiel, profesor en el barrio de la Condesa, me vino a buscar para enseñarme el casco histórico de México un domingo, me confesó que había tardado en coche casi dos horas y que nunca hubiera podido imaginar que esto existía en su país y en su ciudad.

Los guanelianos se instalaron aquí, en este cerro empinado y extremo de la ciudad de México. En este barrio de inmundicias por el suelo y construcciones ilegales que otros mexicanos llegados de otros puntos del país levantaban donde podían y como podían. Pero los misioneros cometieron un error de bulto nada más llegar: construir un recio casoplón de considerable altura en un barrio de casas bajas y maltrechas. No fueron ellos, en verdad, sino una imposición desde Italia. Ya se sabe que el mal del ladrillo es un virus que sufren casi todos los italianos cuando salen al extranjero. Donde van, tienen que recrear una pequeña Italia: la pasta, el Corriere de la Sera, la lengua italiana y la manía de los casoplones.

Si olvidamos este pecado, la llegada de los guanelianos al barrio de México DF, como a Amozoc-Puebla, ha supuesto una mejora considerable en las condiciones de la población más cercana. Atención a las personas con discapacidad intelectual, Techos fraternos para los abuelos, guardería para hijos de madres solteras trabajadoras, pequeño ambulatorio y farmacia, campamentos para niños en verano, atención a los adolescentes, promoción social a través de la parroquia samaritana, entrega de ‘despensas’ y de alimentos, visita a las casas de las familias desfavorecidas. Y así un montón de pequeñas acciones. Pero sobre todo, esa certeza de la población de saber que los misioneros son de fiar y que se puede contar con ellos para sentirse escuchados y queridos.


Amozoc, en el estado de Puebla. Una mañana, de hace 20 años,  haciendo una mudanza de una casa en la que había vivido un párroco diocesano, mi amigo Alfonso Martínez se encontró un viejo crucificado de madera sin cruz, corroído por las termitas, por la humedad y por los años. El Cristo no tenía manos. Mi amigo pensó que este Cristo es lo que él necesitaba y que, precisamente en esa ausencia de manos, yacía  todo un símbolo de la misión que él había venido a cumplir a México, como guaneliano y como cristiano. Limpió amorosamente la escultura, la barnizó, le hizo una cruz y le colocó en la capilla del Seminario de Amozoc. Esa era la capilla donde se formarían los futuros guanelianos y era este el mensaje que tenían que aprender los futuros sacerdotes: “Cristo sólo cuenta con vuestras manos”. Le bautizó como “Señor de nuestras manos”.

“Era un Cristo que no tiene manos, porque necesita las nuestras para bendecir, repartir el pan, limpiar, consolar, sembrar, acariciar, ofrecer. Mis manos, nuestras manos, deben ser las manos de Cristo, para que la misión de caridad nunca esté manca ni incompleta. Yo, nosotros seremos las manos de aquel crucificado”.

Desde entonces el Cristo de nuestras manos preside la capilla de Amozoc. Y a él vienen a rezar gentes de alrededor: se postran ante él, le hablan, le traen flores, le rezan. Y prometen ser las manos caritativas de un Cristo que carece de ellas.

 

“Cosas que me traje en la mochila” (México, 2010) – 20 Años de Puentes


 

35.- Eucaristías de tazón de leche con café





Cada tarde el P. Alfonso decía misa en una capilla o en un rincón del barrio de Las  Vegas. Fue en una de esas misas donde descubrí a una niña descalza. Ver niños descalzos en África no me había impresionado. O no me había impresionado tanto. Pero en las cercanías de la Sierra Norte de Puebla, las noches son frías. Yo iba con una cazadora y mi buen calzado. Y esta niña, de unos diez años, iba con una camisetilla agujereada y descalza. A la hora de la homilía, se sentó junto al altar, como dándonos a entender que era a ella a la que correspondía esa preeminencia, ese mismo privilegio que se arrogan las autoridades cuando, como buenos ‘descreídos’, van a misa. Y mis ojos no se pueden apartar de sus piececitos descalzos y cubiertos de polvo. Una pequeña puñalada a mi vida confortable.

Otra tarde, en otra capilla, se acerca al altar un drogadicto tambaleante con su frasco de aguarrás en la mano. Alfonso interrumpe la celebración y le dice que le cambia el frasco por una propina y un calendario, pero él no acepta y sale de la iglesia como había entrado, con la vejez y la muerte anticipada en sus ojos y en su piel.


Y una tarde más en la novena a San Andrés. Esta vez, la misa es en la calle porque no hay una capilla. Este rincón del barrio es aún, si cabe, un poco más pobre. Ya es de noche cuando llegamos a la callejuela donde hoy está previsto celebrar la misa. A la luz de unos candiles tiene lugar la celebración. Una mesa de cocina hace de altar. En unas andas llega también la pobre imagen de San Andrés que han traído de otra capilla. Unas ciento cincuenta personas se arremolinan alrededor. Rostros y caras de gentes pobres; muchos de ellos van sucios. Habrán recorrido caminos polvorientos para llegar a misa. ¿En qué condiciones higiénicas vivirán en su casa? Alfonso ejerce de cura pero también de guitarrista para animar la eucaristía. Habla en la homilía de que “Diosito nos quiere cada día y cada noche, cuando estamos contentos y cuando estamos tristes. Dios quiere echarnos una mano pero quiere también que nosotros echemos una mano a quien tiene necesidad. Diosito es nuestra alegría y nuestro consuelo”.

Y estas dos últimas palabra me sorprenden: alegría y consuelo. Y casi estoy por rebelarme contra ellas, y protestar. Pero cuando veo los rostros de los niños, los rostros de los adultos y de los ancianos, los rostros de las mujeres, creo, sinceramente, que así es. Después de un día de duro trabajo, de penalidades, de tener que hacer mil cálculos para que el pan llegue a todos los de la casa, este momento de la eucaristía es un momento de alegría y de consuelo. No están solos. El hecho de que un sacerdote venga hasta aquí es porque cree en su intrínseca dignidad de seres humanos. Diosito les consuela y les descansa tras un día duro. Y les entrega un poco de alegría, callada y silenciosa, la justa para seguir tirando. Dos perros en primera fila, devotos, están muy atentos a las palabras del cura. Durante el Padrenuestro, doy las manos a una mujer anciana y a un niño de unos tres años, que ya no se soltará de mí, ni parará de sonreírme. ¿Qué será de este niño tan confiado, tan sonriente, tan guapo el día de mañana? Tiemblo.


Miro las caras de los niños. ¿Tímidos, tristes, desconfiados, temerosos, curtidos, apaleados? ¿Qué llevan registrado en su ADN social y familiar? Para mí es un misterio. Y me temo que si alguien me lo desvelase no vería nada bueno

La eucaristía acaba. Se entona el canto final. Y entonces llega la otra ‘eucaristía’. Unas mujeres de la parroquia han preparado una perola de café con leche. Desde la misión se ha traído una caja grande con centenares de bollos dulces. A los niños, primero a ellos, les reparten un vaso de café con leche y un pan dulce. Luego, también a los mayores. Un vaso de leche no sirve sólo para alimentar el cuerpo, también para calentar las manos en esta fría noche serrana, y también para caldear los espíritus. Cada uno de los llegados a la misa recibe su tazón de café con leche y su pan dulce. La gente se anima, comenta cómo ha ido el día, se cuentan sus pequeños afanes, calientan sus estómagos, pero también su alma.


Sin esta segunda eucaristía de tazón de leche y pan dulce, la primera eucaristía, de cáliz de sangre y carne de Cristo, sería una farsa, probablemente una blasfemia. Pero las dos eucaristías unidas en esta noche fría del barrio de las Vegas tienen el sabor de lo auténticamente religioso y de lo humanamente sagrado. Estos niños, de infancias difíciles y de futuras adulteces aún más difíciles, quizás recordarán, dentro de muchos años, que alguien les ofrecía por las noches, en nombre de Dios, un vaso de leche.

 

“Cosas que me traje en la mochila” (México, 2010) – 20 Años de Puentes

34.- Cristo se paró en Las Vegas




 ¿Quién tuvo la ironía o el sarcasmo de bautizar así a un barrio? Nada tiene de rica vega, ni de umbrosa y herbosa  y aguada vega. Y menos aún ningún parecido con la ciudad norteamericana del juego, el dinero y el lujo. Todo es pobre, quizás mísero, en este apartado barrio marginal de Amozoc.

Casas fabricadas con desechos de maderas, latones, pizarras, plásticos y ladrillos sobrantes de algún derribo. Perros famélicos y tristes. Jóvenes enganchados al aguarrás. Niñas analfabetas que se quedan cada mañana al cuidado de su hermano, apenas dos años menor que ellas, mientras su madre va a hacer la limpieza a alguna casa principal o a vender algo al mercado. 


Era los días previos a San Andrés patrón del barrio. Y como su santo patrón, también ellos eran seres aspados por las carencias y por las desdichas. Al caer la tarde, subía andando con el P. Alfonso Martínez. Un cerro pelado. Ni un árbol. Ni un arbusto. Ni una brizna de hierba. A través de la alambrada que cierra un patio, dos niños me miran con sus ojos abiertos e incrédulos de par en par. A su lado, un perrazo ladra con un ladrido lastimero y poco convincente. Nos encontramos con dos mujeres que acarrean leña. Vienen de lejos. Desgreñadas y empolvadas de un polvo blanco. “Todos los días, padrecito, tenemos que salir a buscar leña, y cada día más lejos”. Poco después, nos topamos con dos niños, dos hermanos. Rostros quemados y ásperos. Un poco mayor ella, quizás los doce años. Y una mirada dura y seca, desconfiada. ¿Y cómo no va a desconfiar de dos hombres güeros perdidos en este secarral? El niño, en cambio, aún no tiene edad para desconfiar. Y nos mira casi con alegría, aunque responde un poco tímido a las preguntas de Alfonso. La niña cuida de su hermano. Los padres trabajan fuera de casa. Ella no tiene tiempo para ir a la escuela. Cuando saco mi máquina de fotos, el niño enseguida se yergue como queriendo ofrecer toda la dignidad para aparecer en el retrato, pero la niña se da media vuelta e insta a su hermano a seguirle. No hay foto. Luego, Alfonso me dirá: “Son niños desnutridos. Sólo hay que fijarse en sus dientes. No van a la escuela. Serán carne de cañón. Se podría hacer tanto por ellos”. Le veo apesadumbrado. Por mucho que él recorra estos parajes desolados y haya visto esta misma escena cinco mil veces, no se acaba de acostumbrar a estos destinos inciertos, a estos futuros imperfectos.


En un pequeño terreno llano, han improvisado un campo de fútbol. Jóvenes que desahogan su rabia o su furia. A espaldas de la iglesia, a espaldas del mundo. En este momento, unos 6 jóvenes están tonteando con sus bicicletas escacharradas. Observo que uno de ellos tiene una botellita y un trozo de algodón. Es la droga de los pobres. Una pequeña botella de aguarrás. De vez en cuando empapa el algodón en el líquido y se lo lleva a la nariz. Es su manera de colocarse. Tienen alrededor de 17 años y ya están colgados. Un buen número de  ellos terminará mal, con el cerebro destrozado y la vida destrozada. En los días siguientes me encontraría con muchos de estos colgados. Nos miran con desconfianza y prevención cuando pasamos cerca de ellos, como diciéndonos qué se os ha perdido a vosotros por estos andurriales.


“Cosas que me traje en la mochila” (México, 2010) – 20 Años de Puentes

jueves, 30 de agosto de 2018

33.- Chonito, el ángel enfermo


 

En Tepetzintan quise también conocer a Chonito. Desde hacía tiempo sabía que era el joven que confeccionaba pulseras con hilos de colores. Los voluntarios de Amozoc enviaban las pulseras a España; Puentes las vendía y transfería el dinero para que se lo entregasen a este joven y, así, ayudarle.
Había que recorrer una senda tortuosa de casi dos kilómetros hasta llegar a su casa. No costaba mucho imaginarse lo que sería este sendero en días de lluvia inmisericorde. Gallinas y guajalotes alborotaban ante su humilde vivienda.
Cuando Chonito, huérfano de madre, tenía 12 años, la rama del árbol al que había trepado se desgajó y, como consecuencia de la caída, la columna sufrió un daño irreparable. Desde entonces pasa prácticamente todo el día postrado en la cama. Cuando los voluntarios de Amozoc llegaron a Tepetzintan se interesaron por su caso y, después de hacer interminables gestiones en el hospital de Puebla, consiguieron que fuera atendido para realizarle diferentes análisis y pruebas. Pasaba unos días en el hospital y otros días en las casas de los voluntarios de Amozoc. Las sesiones de rehabilitación, los diferentes tratamientos y las medicinas de choque no consiguieron apenas nada. Y Chonito regresó definitivamente a su casa de Tepetzintan. Le aconsejaron que algún familiar le ayudase a hacer todos los días unos ejercicios de rehabilitación, para no perder musculatura, pero al padre se le olvida con frecuencia. Muy de mañana, su padre y su madrastra salen a trabajar el campo de maíz y el huerto, y Chonito pasa casi todo el día solo. Cuando se encuentra un poco menos cansado, teje las pulseras de colores con los hilos que los voluntarios le han proporcionado. Cuando yo lo conocí, tenía 23 años.
Llego a su casa donde la puerta está siempre entornada, para que cualquiera pueda entrar. Está solo y echado en un camastro. Una tabla de madera hace de jergón. Un par de mantas delgadas son su colchón. Al vernos, intenta incorporarse. Poco después, un par de sobrinillos de Chonito, llega a casa, pero se quedan en un rincón, sin molestar, curiosos ante esta visita.

Chonito. Delgadez extrema en todo su cuerpo, carne fofa sobre sus huesos, color cetrino en su piel. Una expresión seria en su rostro. Unos ojos profundamente negros, de resignada actitud ante la vida, de estoicismo frío ante la existencia. ¿Cuándo fue la última vez que se rio a gusto? No sé cuántos kilos pesará, pero parece que tiene el peso de un gorrioncillo al que una ráfaga de viento puede arrojar fuera del nido. Tiene un hilo de voz en su garganta. Pero de su boca no salen sino palabras de gratitud y de bendición al Señor que ‘es bueno conmigo’. Será sin duda por esto por lo que Chonito es considerado por sus vecinos un 'ángel'. Un joven enfermo, postrado en cama, frágil y débil como una brizna de hierba, es capaz de consolar, con palabras, con su actitud de mansedumbre, con su fe de niño, a las pobres gentes del lugar. Son muchos los que a lo largo de la semana se acercan para visitarle. Le ponen al día de sus vidas, le cuentan sus pesares, le piden oraciones y bendiciones para sus cuitas y sus problemas, para sus pobres almas de este rincón extremo de México. Le llevan unos fríjoles o unas tortillas recién hechas. Y él lo acepta todo, los pesares y las tortillas, con serenidad y con paz. Y lo ofrece todo, oraciones y bendiciones, completamente convencido de que, por encima de todo, "Diosito me quiere y no me dejará nunca”.
 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan - México, 2010.

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