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domingo, 23 de noviembre de 2025

El cura Antonio Ronchi: el 'patagón' de Dios

 


            Parece ser que Magallanes y sus compañeros fueron los que dieron a los habitantes de la región más austral de Sudamérica, los tehuelches, el nombre de patagones, por su elevada estatura, y en alusión al gigante Pataghón que aparece en la novela de caballerías Primaleón.

          El pasado verano, en el momento del café, mi amigo y misionero en Chile, P. Alfonso Martínez, sacó de su mochila un libro y me lo entregó: El cura Ronchi, de Roberto Gómez Suárez. En una heladora mañana de noviembre, con un café en la mano, al agrego de solillo invernal, he concluido esta biografía. Primera impresión: cuesta entender que hayan existido hombres así, verdaderos gigantes, 'patagones', al servicio de los más abandonados y aislados, precisamente en la Patagonia de Chile.

            Antonio Ronchi nació en 1930, en un pueblo de la provincia de Milán, de una madre muy religiosa y de un padre que pisaba la iglesia justo cuando no quedaba más remedio y que creía que los curas eran todos unos holgazanes. El padre, emprendedor y dinámico, tenía grandes planes comerciales para su primogénito varón, Antonio. Pero éste, poco a poco, empezó a frecuentar la iglesia y el oratorio, y manifestó su voluntad de entrar en el seminario de los padres guanelianos. El enfado se apoderó del padre y con una cierta ira le espetó: “¡Anda a hacerte cura que no servís pa’ na’!”

            Una noche, su madre, Agnese Berra, tuvo un sueño: “Vi un lugar lleno de gente que tenía hambre. No sé qué sitio era. Esta gente esperaba algo… De repente tú, Antonio, aparecías con una cesta grande de pequeños panes. La gente se sintió feliz de lo que tú llevabas y empezaron a saciarse. Tú te veías muy pequeño y muy pobre; más pobre incluso que ellos”.

            Ordenado sacerdote, manifestó su deseo de ir a tierra de misiones. “al lugar más difícil que exista, donde todo esté por hacerse”. A veces Dios acepta a la primera nuestras oraciones. En agosto de 1960, en el puerto de Génova, comienza la aventura misionera de Antonio Ronchi. La Patagonia chilena será su destino. Y concretamente la región de Aysén, allí donde el diablo perdió el poncho o donde Cristo perdió el zapato.

La Patagonia: Un lugar extremo, donde el salvajismo de las olas y de los vientos, y la intensidad de frío empequeñece y enloquece a cualquiera. Apunta el explorador Roquefere: “El metabolismo patagónico es de continuo cambio geológico, telúrico y  espacial. Todos los días ocurre un cataclismo: un río cambia bruscamente su curso, un lago desaparece, un glaciar se desborda, una etnia se extingue, una montaña se hunde y las piedras ‘caminan’ de un lugar a otro”. Glaciares, fiordos, selva fría, campos de hielo, lagos, ríos y pampa y una extensión inabarcable, donde malviven hombres y mujeres perdidos y aislados en esa inmensidad, abandonados a su suerte por el Estado y ¿tal vez dejados de la manos de Dios?.

            La climatología es extrema. Y la pobreza también. La falta de alimentos es endémica, el aislamiento del resto de la civilización es insalvable. Las condiciones educativas y sanitarias son deplorables. Al aventurero Ronchi no le arredra la climatología extrema. Y la pobreza le estimula, desafía, aguijonea y arrastra a un despliegue de actividad y de servicio tan extremos como el clima austral.

            Y este misionero guaneliano se dedicó durante 30 años a recorrer el ‘planeta Patagonia’, a pie, en barca, a caballo, en solitario. Jornadas extenuantes de viaje, dormir a la intemperie, helarse de frío, perderse en los bosques, embarcarse en el mar proceloso, para encontrarse con unos seres humanos que peleaban con el mar y con la tierra, ver con sus propios ojos las necesidades y poner remedio, llevar esperanza, consuelo y también una pequeña candela de fe que asegurara a los patagones que Dios  no les abandonaría.      

            Y así emprendió su obra titánica de caridad entre los patagones. Con su sotana sucia de barro, con sus dotes de persuasión, con su argumentario incontestable, con su pesada insistencia, con sus botas empapadas, con su vozarrón que competía con el viento, recorrió leguas y leguas, aguas y aguas, pero también despachos gubernamentales, para exponer las urgentes necesidades de esa tierra perdida. Y no sólo en Chile, también en su tierra natal, Italia, en Francia en Estados Unidos, en las sedes de la por entonces Comunidad Económica Europea. Lo más urgente eran los alimentos. Los alimentos escaseaban. Nada se podía comprar porque nada había para comprar. A través de una asociación francesa Aide au Tiers Monde que enviaba alimentos a África que le proporcionaba la CEE, consiguió que esos alimentos se enviasen también a la Patagonia. Fue una proeza. Toneladas y más toneladas de alimentos llegaron a este extremo del mundo. Una nota de la aduana con fecha  21 de febrero de 1984 señala que se recibieron de la CEE con destino a las actividades caritativas de P. Ronchi: 80 000 kg de leche en polvo, 1500 cajas de mantequilla y 30 toneladas de aceite. Y así sucesivamente.

            Pero Antonio Ronchi no quería que los patagones se sintieran mendigos que reciben leche en polvo, aceite o carne enlatada, sino protagonistas de su progreso. Y así ideó lo que él llamaba “trabajo por alimentos”. Los alimentos eran repartidos, pero los hombres y mujeres se comprometían a realizar trabajos en beneficio de la comunidad. Surgieron escuelas, pequeños puertos, postas, cabañas, talleres, caminos, pasarelas, puentes, almacenes, capillas, aserraderos…

            Pero a La Patagonia, no sólo llegaron alimentos, también toda clase de maquinaria y herramientas: tractores, segadores, secadoras de madera, máquinas de coser, motores fuera borda, motosierras, palas mecánicas y todo lo necesario para instalar una producción maderera. Él mismo aprendió a manejar toda esta maquinaria, para enseñar a otros.

            Antonio Ronchi pertenecía a los guanelianos, pero era un tipo que iba a su aire y a su bola. Se “sentía guaneliano hasta la médula y hasta la muerte , pero era incapaz de atenerse a los tiempos y a los ritmos de una comunidad guaneliana. Entraba, salía, corría. No tenía horarios, no tenía reglas, no pedía permiso. Un viento tan impetuoso como el de la climatología austral, le empujaba siempre más allá. Permaneció guaneliano hasta el final de su vida, pero un guaneliano sui géneris. Algunos le admiraban; otros no lo comprendían o lo juzgaban con severidad. Algunos, a su muerte, reconocieron su humanidad y su santidad. Probablemente sentirse incomprendido o juzgado severamente por algunos de sus hermanos guanelianos o por otros sacerdotes y algún obispo fue la única cruz que sintió sobre sus fuertes espaldas de patagón.

De don Guanella había aprendido dos cosas. Mantuvo una fe sin fisuras en la Divina Providencia a la que ‘culpaba’ de todo el bien que había hecho en La Patagonia. Y memorizó una frase (no sé si la única), que la cumplió al pie de la letra hasta el último aliento: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”. Esta máxima era su razón de ser, su excusa perfecta para no pararse nunca quieto y la gasolina para su actividad desbocada.

            Capítulo aparte merece el tema de las estaciones de radio y televisión que instaló en decenas de territorios. Si los alimentos eran su lucha contra el hambre. Si la maquinaria era su lucha contra el atraso económico. La radio y la televisión fueron su lucha contra el aislamiento secular de la Patagonia. Después de muchos tiras y aflojas, el ministerio chileno tuvo que otorgar los permisos necesarios para la instalación de estaciones de radio y televisión. Las parabólicas intentaban captar las señales, pero desde las estaciones también se retransmitía producción propia: avisos útiles para la población, música, eucaristías, formación. Fue una verdadera promoción humana y social. En este campo, sobre todo, se manifestó como un hombre adelantado a su tiempo. Por primera vez los habitantes de estas regiones aisladas empezaron a conocer lo que sucedía en otros lugares, ver cine televisado, recibir información y formación, misas, catequesis y rezos retransmitidos, y mostrar al resto de los chilenos su forma de vida, sus costumbres, sus pequeños progresos, sus rostros, incluso. Estos canales de radio y televisión fueron bautizados con el nombre de MADIPRO (Madre de la Divina Providencia).

             Su fe en la Divina Providencia, que asiste, protege, consuela y otorga a cada uno de sus hijos, era una fe sin fallas. Cuando recibía aplausos y elogios, siempre decía que todo era mérito de la Divina Providencia. Muchos le tildaron de preocuparse únicamente por el progreso humano. Pero este libro de Roberto Gómez Suárez nos da mil razones para entender que los bienes materiales que el cura Ronchi donaba no eran “más que el anzuelo para llevar a todos los patagones a Dios”. Cuando llegaba a un sitio, lo primero que hacía era celebrar la misa, rezar el rosario, bautizar, casar, visitar a los enfermos y bendecirlos. Dios estaba en sus labios y en su corazón. Pero su fe no era teórica ni abstracta ni descarnada. Su fe iba directamente a la carne llagada de Cristo. Unas llagas de hambre, de atraso económico y de incomunicación.

            Cura extravagante, revolucionario, cura marxista y también fascista (porque defendía a los pobres o se inmiscuía en temas que competían al Estado), bulldozer de la Patagonia, el padre Hurtado de Aysén, activista radical, hombre ejemplar, El cura ‘rasca’, gran promotor social, religioso ‘desobediente’, gigante de la caridad, emprendedor, cristiano cabal que entregaba alimentos, construía casas, abría caminos y ponía en comunicación a los villorrios aislados.

            El paso de Antonio Ronchi por estas latitudes, mejoró las condiciones de vida de muchos patagones. Cuando el 17 de diciembre de 1997 murió en Santiago de Chile, las gentes sencillas de la Patagonia, que no sabían de teologías, lo lloraron como a un padre y lo “canonizaron” como a un santo. Calles, plazas, escuelas, puertos, barcazas, estaciones de radio y televisión, monumentos, un museo, una isla y una fundación llevan su nombre.

            Desde todos los poblados por donde el cura Ronchi había pasado llegaron peticiones para que sus restos mortales descansasen en esa tierra que él había amado y servido hasta el último día. Finalmente se decidió que fuese enterrado en Puerto Aysén, en un sepulcro en forma de barca. Miles de personas lo acompañaron; cada uno tenía un motivo y una anécdota para ese homenaje. El féretro fue depositado en el sepulcro y fue cubierto con saquitos de tierra de islas, poblados, villorrios, puertos y territorios que habían sido pisados por las botas embarradas de P. Antonio Ronchi, mientras que un coro de miles de personas rezaban, lloraban y cantaban a la vez un canto a él tan querido: “Aunque te digan algunos que nada puede cambiar, lucha por un mundo nuevo, lucha por la verdad”.

            A las generaciones venideras probablemente les será difícil creer que un solo hombre pudo llevar a cabo tantas empresas en favor de los hombres y mujeres de Puerto Aysén, de Puerto Marín Balmaceda, de Puyuhuapi, de Lago Verde, de La Tapera, de Villa Amengual, de Caleta Tortel, de Villa O’Higgins, de Puerto Ibáñez, Cerro Castillo, Levicán, Murta, Río Tranquilo, Machinal, Mallín Grande, Guadal, Bertrand, El Plomo, Cochrane, Los Ñadis, Ruta San Carlos, Lago Vargas, Chacabuco, Puerto Cisnes, Mañihuales, Villa Orteg, Ñireguao, Río Negro, Chulín, Chaulinec, Chadno Central, la Junta, Villa la Tapera, Puerto Aguirre, Caleta Andrade, Melinka, Puerto Yungay, Puerto Sánchez, Puerto Cristal, Isla Toto, Puerto Gaviota, El Toqui, Río Tranquilo, Coyhaique…


Portada del libro "El cura Ronchi"




Documental sobre la vida del misionero de La Patagonia

Museo Antonio Ronchi en Villa O'Higgins

Escultura del cura Ronchi en el corazón de La Patagonia

Exposición temporal en el Museo Regional de Aysén

Una Fundación continúa la obra del cura Ronchi






Parabólica en una de las muchas estaciones de radio y televisión







Celebración de la eucaristía de un grupo de peregrinos





Mausoleo de Antonio Ronchi en Puerto Aysén (Patagonia)


sábado, 25 de octubre de 2025

En Amalia Rodrigues el fado encontró su casa


        Su abuela, analfabeta, decía que Amalia Rodrigues había nacido en el tiempo de las cerezas del año 1920. Tampoco sus padres recordaban exactamente la fecha de su nacimiento. Aunque luego, en su partida de nacimiento, hicieron constar el 23 de julio. Amalia Rodrigues llevó el fado portugués a todos los rincones e hizo vibrar a todo un país con su “Casa portuguesa”. Hoy sus restos reposan en el Panteón Nacional de Lisboa, la única mujer entre hombres portugueses de pro.

    Su vida también tuvo mucho de esa tristura y melancolía del fado. Una infancia pobre en una casa de nueve hermanos. Las idas y venidas de su familia entre la aldea sin trabajo y los barrios cochambrosos de Lisboa, también sin trabajo. Amalia, para ganar cuatro cuartos, tuvo que aprender a bordar y hacer pasteles. Difíciles inicios en el mundo de la canción, siempre con la oposición de una familia que no veía con buenos ojos la vida loca de los artistas. Amalia, tímida, romántica, apasionada, religiosa, dramática, temperamental, exitosa y fracasada… En su juventud, se sentía identificada con la Dama de las Camelias. Abría las ventanas de par en par para agarrarse una tuberculosis y morir joven como la heroína de Alejandro Dumas. Se enamoró equivocadamente de un guitarrista, y el matrimonio fracasó estrepitosamente a los dos años. Entró en la desesperación y la culpa.
        Pero poco a poco, su voz inconfundible y una presencia física, siempre vestida de negro, que llenaba el escenario, le consiguieron un lugar en el mundo del fado. Actuaciones, discos, películas, giras… se sucedieron sin parar. Vendió 30 millones de discos solo entre sus compatriotas, es decir tres veces más que la población portuguesa. Le acompañó siempre el misterio. Para unos, fue demasiado amiga del régimen del dictador Salazar. Para otros, la mujer célebre que donaba dinero para los políticos encarcelados por la dictadura, como reveló José Saramago. Luego, pasado algún tiempo, Portugal entero se puso de acuerdo y se rindió a sus pies. En ese Portugal de las tres ‘F’: Fado, Fátima y Fútbol, ella fue la Reina indiscutible del Fado y la mejor embajadora musical de Portugal en el mundo. Murió en 1999.
    La canción Uma casa portuguesa daría la vuelta al mundo. Muchos portugueses la consideran un himno a la acogida y a la hospitalidad, una canción símbolo que los define como pueblo. Y los portugueses, emigrantes repartidos por el mundo o afincados en las colonias africanas, piensan en ella, nostálgicos y llorosos. Este pequeño país, con un pasado lleno de esplendor y con una cultura y un patrimonio impresionantes, golpeado por el final de la dictadura, por la descolonización dramática de África o por la crisis de 2008, siempre encuentra en esta canción, admirablemente interpretada por la gran Amalia Rodrigues, la fuerza para seguir adelante: el hogar que se ofrece al visitante, el pan y el vino, el olor de romero, el sol de primavera, el plato de sopa que se comparte, una rosa en el jardín… En fin esa riqueza de dar y de sentirse feliz, de tener cariño para dar y repartir, de saber que basta muy poco para estar contentos, porque, después del pan y del vino compartidos, hay una promesa de besos y de abrazos.
    Otro mes de julio, recorriendo los arribes del Duero, por la orilla portuguesa, me encontré con un viejecito que golpeaba rítmicamente una lata para espantar los pájaros y evitar así que comiesen las cerezas. Sentado a la sombra de una choza de piedra, en pleno campo, el buen hombre pasaba las horas muertas cuidando sus cuatro cerezos. Cuando pasamos a su lado, nos dijo: “esperad un momento”. Cogió un buen puñado de cerezas y se las dio a la niña de mi amigo que nos acompañaba. Pensé en ese tiempo de cerezas en el que había nacido Amalia. Y pensé en la canción que nos asegura que la alegría de la pobreza consiste en esa gran riqueza de dar y de sentirse feliz.
        Cada uno de nosotros quisiera que su casa y la casa de sus amigos se pareciese siempre a la casa que cantó miles de veces Amalia Rodrigues.

    










domingo, 21 de septiembre de 2025

Dalai Lama: compasión y alegría

       

        El Dalai Lama envejece, al mismo tiempo que envejece la causa del Tíbet. Una noche de 1937 el monje tibetano Yamphel Yeshe Gyaltse tuvo un sueño: un monasterio, una carretera, una casa con tejado azul, un perro y un pórtico con un niño sentado bajo él. Algún tiempo después, unos monjes, disfrazados de mercaderes, fueron enviados para localizar este enclave. En el poblado de Taktser encontraron todas las señales. Y el niño reconoció a los monjes disfrazados y dijo sus nombres. A continuación, los monjes le sometieron a una serie de pruebas, entre ellas el reconocimiento de objetos pertenecientes al anterior Dalai Lama: rosarios, libros, tazas de té. El candidato debe elegir las que pertenecieron al anterior Lama, porque, según sus creencias, se trata de una reencarnación (tulku) y, por lo tanto, el niño debía conservar la memoria de su anterior vida.

        Tenzin Gyatso, a la edad de cuatro años, fue ordenado monje budista y entronizado como XIV Dalai Lama. A los 16 años, asumió todo el poder temporal sobre el Tíbet, una teocracia feudal con capital en Lhasa y con sede administrativa en el Palacio de Potala. Era el año 1950 y China ya estaba pensando y soñando en la anexión de este territorio.

        Las conversaciones, que buscaban algún tipo de entendimiento con Mao Tse Tung, fracasaron. En 1959 hubo una insurrección en Tíbet. Fue aplastada sin miramientos por los soldados chinos. Miles de tibetanos murieron y otros tantos miles emprendieron el camino del exilio. Entre ellos el Dalai Lama. Logró abandonar el Palacio de Potala disfrazado de mendigo. Después de una arriesgada travesía a pie por las montañas del Himalaya, llegó a Dharamsala, en el norte de la India. En la amarga ruta del destierro, le fueron siguiendo miles de sus súbditos. Las autoridades indias le permitieron establecer allí su ‘vaticano’. Y esto ocurrió ante la mirada indiferente del mundo entero, que no levantó un dedo para no molestar a los mandamases comunistas chinos. En este caso, los intelectuales occidentales agacharon la cabeza y comulgaron con ruedas de molino. El comunismo chino, por entonces, encandilaba a muchos intelectuales y medios de comunicación. Los monjes tibetanos no tenían amigos.
        La anexión china no solo supuso la muerte de miles de tibetanos sino también la destrucción de cientos de templos y de miles de obras de arte, manuscritos y libros únicos. Un enorme patrimonio cultural perdido para siempre.
        Curiosamente, el exilio del Dalai Lama supuso la internacionalización del budismo tibetano. Y su figura, marcada por la compasión, ganó la admiración de muchos, lo que le hizo valedor del Nobel de la Paz en 1989.
        El Dalai Lama acaba de cumplir 90 el pasado 6 de julio. Envejece, como envejece el sueño de un Tibet independiente. China sabe que tiene la sartén por el mango. Y sabe también que cuando muera Tenzin Gyatso será un duro golpe para el budismo tibetano. Será elegido otro dalai lama, pero ya nada será igual. El Dalai Dama ha mantenido viva la llama tibetana y ha sido el estandarte de un pueblo y de una cultura.
        El Dalai Lama ha preferido la vía pacífica a la lucha. Y la compasión ha sido su bandera, por encima incluso de las reivindicaciones tibetanas. Se ha convertido en un maestro universal, en un referente del pacifismo en todo el mundo. Pero este pacifismo del Dalai ha sido utilizado por China para imponer su fuerza de potencia universal sobre este pequeño rincón en las alturas del mundo y sobre sus 6 millones de habitantes. Que David venza al gigante Goliat es una anomalía. Lo normal es que los gigantes y los guerreros se impongan sobre los pequeños y los pacíficos.
        China ejerce con éxito sus presiones políticas y económicas sobre cualquier gobierno que apoye la causa del Tibet, aunque sea tímidamente. En la inauguración de los Juegos Olímpicos se vio claramente: todos los Jefes de Estado del mundo acudieron a la inauguración, aunque todos ellos sabían perfectamente que China es un país donde no ser respetan los derechos humanos, donde no existe la libertad política, ni la libertad de expresión, ni el resto de libertades. La pleitesía rendida por los mandatarios extranjeros indicó, a todas las luces, que el dinero siempre será obedecido. Tristemente, los buenos deseos de paz y de armonía son simples danzas poéticas, para románticos empedernidos y trasnochados soñadores.
        Nos lo recordaba hace un tiempo una canción de Mecano, Aidalai:
    "En nombre del progreso y de la revolución, / quemaron tradiciones y pisaron el honor. / El rey de las montañas tuvo que escapar / vestido de mendigo / y con el alma envuelta en el ombligo.
    A falta de petróleo no hubo amigos en el mar, / dejando las naciones tu barquito naufragar. / Novel en la guerra, / nobel de la paz…"

        El Dalai lama ha sido un elemento importante en la unión de las religiones para buscar la paz en un mundo convulsionado por la violencia. Así lo ha demostrado su participación en eventos ecuménicos, como los de Asís. No ha vuelto a poner nunca los pies en el Tibet, y a estas alturas pocas esperanzas le quedan. Ha intentado vivir el presente sin la amargura de un exiliado y sin la violencia de un insurrecto, invitando a sus files a vivir el presente, sin refugiarse en el ayer o en el mañana: “Sólo hay dos días en el año en que nada se puede hacer. Uno se llama Ayer y el otro se llama Mañana. Hoy es el día adecuado para amar, creer, y sobre todo vivir”
        La causa del Tíbet envejece y languidece. La existencia del Dalai Lama, sin embargo, permanece aún anclada en la compasión y en la alegría. Suya es una frase para no olvidar nunca: “Un buen corazón es la mejor religión”.














miércoles, 17 de septiembre de 2025

En recuerdo de Pedro Casaldáliga

 

        A un lugar del inmenso estado brasileño de Mato Grosso, en Brasil, llegó en 1968 Pedro Casaldáliga. Muy pronto fue nombrado obispo de la nueva diócesis de San Félix de Araguaia. Vestido con unas sandalias de campesino, con una rama de árbol por báculo, con un sombrero de paja por mitra y con el alma apasionada de un seguidor del Evangelio, muy pronto el nombre de Pedro atravesó fronteras y se convirtió en la imagen de la lucha por los indígenas, impotentes para hacer valer sus ancestrales pequeñas parcelas ante los terratenientes de la Amazonía que querían todo y más.

        Cuando llegó a esa inmensa región, allí no había ni Estado, ni escuelas, ni ambulatorios. Tuvo que enterrar, sin féretro y a veces sin nombre, a campesinos que aparecían muertos por los bosques.
            Había nacido en el municipio catalán de Balsareny en 1928. A los 9 años ingresó en el seminario claretiano de Vic. Recordaría, en una ocasión, que en la casa familiar “muchas veces tuve que silenciar —ante los milicianos, ebrios de vino y de preguntas— el paradero de las monjas de la primera escuela o el escondite de los desertores, o el paso de cualquier cura o fraile con el nombre cambiado o indumentaria sospechosa”.
            Creía, como Gabriel Celaya, que la poesía es un arma cargada de futuro. Y pronto, sus poemas y sus escritos se clavaron en las carnes y en los huesos de hombres y mujeres que vivían o trabajaban en las fronteras del cristianismo
            Con sus escritos, pasados a máquina en una vieja Lexicon 80, anunció y denunció. Anunció la buena nueva para los pobres. Y denunció la opresión que esos mismos pobres sufrían. Denunció, por ejemplo, que en Brasil existía el trabajo de esclavos, que cualquier conato de insubordinación era castigado con la muerte, y que los caciques terratenientes exigían a sus sicarios las orejas de los campesinos como prueba de que los habían hecho desaparecer.
            Sobrevivió a emboscadas y tiroteos. Se convirtió en el hombre más peligroso de Araguaia. Peligroso, claro, para los que se creían dueños y señores de vidas y haciendas. Para los indefensos y desprotegidos, Pedro (como le gustaba que le llamasen: ni obispo, ni monseñor, ni padre) fue fortaleza y castillo donde podían encontrar refugio. Él fue escudo y baluarte para los pobres, como reza el salmo.
            En los años 80 estuvo en el punto de mira del Vaticano, muy estricto con cualquier lectura marxixta del evangelio. Por aquellas tierras, hablaban de teología de la liberación. Pedro, el obispo rojo, fue llamado a capítulo para que se explicase. Y sin embargo, unos años antes, en 1972, un Papa lo había defendido con una frase lapidaria: “Quien toque a Pedro, toca a Pablo”. Un aviso a terratenientes y sicarios a sueldo: quien se atreviese a tocar un pelo de Pedro de Araguaia, tendría que vérselas con Pablo VI de Roma.
            Su ‘palacio episcopal’ era una casa, idéntica al resto de casas de la aldea. Y la capilla estaba abierta a los árboles, a las flores, al trajín de la vida y a los afanes de los hombres, también a los perros sin dueño y a los altivos gallos. Pero esa misma capilla estaba sostenida por la memoria martirial de América. Dos reliquias especiales: un poco de sangre de monseñor Romero y un pedacito de cráneo de Ellacuría, ambos asesinados.
            A los 75 años dejó de ser obispo pero se quedó como sacerdote de a pie, dando testimonio de entrega hasta el final: “Nunca se abandona”. Muchos jóvenes y muchos profesionales fueron llegando a Araguaia para ofrecerse como trabajadores en ese pequeño reino cristiano.
            Luego, llegaría la vejez, la merma de facultades y el párkinson. Devotos y fieles de muchas partes de Brasil acudían a él para implorar su bendición o darle las gracias por sus palabras y sus obras.
            A pesar de la incomprensión de la propia Iglesia, o al menos de parte de ella, él permaneció 'fiel en la rebeldía y rebelde en la fidelidad" a la Iglesia. De palabra y de obra. Su amor a la Iglesia nunca fue cuestionado.
            Pedro Casaldáliga murió el 8 de agosto de 2020. Su cuerpo fue velado por los pobres. Fue enterrado descalzo y con el evangelio sobre sus pies. Fue un incansable obispo-poeta, y un luchador en primera línea por la dignidad y los derechos de los indígenas y de los más pobres.
                Cuando se recuerda a Pedro, uno se acuerda siempre de este breve poema-oración:
                       "Al final del camino mi dirán:
                        -¿Has vivido? ¿Has amado?
                        Y yo, sin decir nada,
                        Abriré el corazón lleno de nombres".
                Este poema resume una vida, una forma de concebir el evangelio y la manera en que cualquier creyente se presentará ante Dios. Al final del camino, nos preguntarán si hemos vivido, si hemos amado, y el cristiano tendrá que abrir su corazón y mostrar los ‘nombres’. Los nombres nos juzgarán, nos condenarán o nos salvarán.
                Una mañana de domingo, en Nnebukwu, mi amigo misionero, Andrés García, presidía una misa llena de color africano, de cantos y de bailes. Era la forma nigeriana de expresar la alegría y la esperanza de ser creyentes. Cuando llegó la homilía, fue al fondo de la iglesia y tomó de la mano a una viejecita, la hizo subir hasta el altar y, ante todos los fieles, le dijo lo siguiente: “Mírame a los ojos, apréndete bien mi rostro y mi nombre, porque cuando llegue el final de mi vida, tú hablarás a Dios de mí”. Me impresionó. Y desde entonces así concibo la manera en que nos habremos de presentar ante Dios.
                Y así será sin duda. Al final del camino, los ‘nombres’ que hemos amado, servido, protegido, cuidado y alentado… aquellos seres humanos a los que dimos un trozo de pan o un minuto de alegría darán testimonio en nuestro favor. Pero incluso el arbolillo que regamos en el estío y el perrillo al que pusimos un cuenco de agua ‘hablarán’ también de nosotros. Nada se pierde del amor dado. Y todo cuenta. El corazón está hecho de nombres.
















viernes, 12 de septiembre de 2025

Simone Weil: en el umbral de la Iglesia


        Estuvo desde muy joven al lado de los crucificados. Pero solo más tarde supo que su amor por los aplastados de este mundo le venía directamente del Gran Crucificado. Simone Weil (París, 1909-Ashford, 1943) es una de las figuras femeninas más interesantes del siglo XX. Y también una de las más grandes místicas cristianas. Y sin embargo, durante toda su vida rehusó recibir el bautismo, como solidaridad con todos aquellos que no tenían cabida en la Iglesia. Fue una cristiana de verdad y de corazón. Una cristiana sin iglesia.

        Simone Weil procedía de una familia judía que “no respetaba el sabath”. Profesora de filosofía en un liceo. Afiliada al partido comunista francés. Miembro de las brigadas internacionales que participaron en la Guerra Civil Española. Trabajadora, por decisión propia, en la embrutecedora cadena de montaje de Renault en París. Participante en la resistencia francesa durante la ocupación nazi. Escritora lúcida, pensadora profunda. …                 Tuvo el valor de descender al mundo de la esclavitud y de la pobreza, donde la fuerza aplasta la debilidad, sin contemplaciones y sin miramientos. Para el gran escritor y premio Nobel, Albert Camus, Simone Weil fue “el único gran espíritu de nuestro tiempo”.

    Descubrió a Cristo en tres momentos. Y desde entonces, supo y escribió que el cristianismo es una religión de esclavos y que los aplastados no podían dejar de identificarse con el Gran Crucificado.

        Momento 1. Simone había dejado la fábrica y sentía sobre sí la marca de la esclavitud (idéntica al hierro con que son marcadas las reses y los esclavos). Se dirigió a la aldea portuguesa de Póvoa de Varzim. “Entré en esta pequeña aldea portuguesa en un estado físico miserable. De noche, sola, bajo la luna, en el día de la fiesta patronal. Las mujeres de los pescadores giraban en torno a los barcos en procesión, llevando cirios y entonando cánticos muy antiguos y de una tristeza punzante… De pronto, tuve la certeza de que el cristianismo es, por excelencia, la religión de los esclavos, que los esclavos no pueden no adherirse a ella, y yo entre ellos”.

        Momento 2. En 1937 viaja por Italia. Le encanta la belleza del país. Pero “cuando vi Asís, todo el resto de Italia se me borró”: “Estando sola en la capilla románica del siglo XII de Santa María de los Ángeles, incomparable maravilla donde San Francisco rezó muchas veces, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas”.

    Momento 3. Abadía benedictina de Solesmes-Francia. Simone sufre migrañas insoportables que, en ese espacio, se unen a la belleza del canto gregoriano. Es Semana Santa y la pasión de Cristo se rememora una vez más: “Es evidente que en el curso de estos oficios, el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mi de una vez para siempre”. En esta Semana Santa lee el poema Love, de George Herbert. La poesía habla del banquete que prepara Amor y al que invita al pecador a compartir su mesa. Este se niega alegando indignidad. El Amor le responde que él ha asumido sus faltas y sus culpas para poder servirle ese banquete. El invitado se sienta; el Amor le sirve y él come: “Con frecuencia, recitaba con atención este poema y me adhería con toda mi alma a la ternura que encierra. Creía recitarlo solo como un bello poema, pero tenía la virtud de una plegaria. En uno de los recitados, Cristo en persona bajó y me tomó”.

        Murió sola en el sanatorio de Ashford (Inglaterra) donde había ingresado consumida y débil, en parte por su negativa a comer más de lo que establecían las cartillas de racionamiento para los obreros en tiempo de guerra. Era el 24 de agosto de 1943. Siete personas asistieron a su entierro. El sacerdote que tenía que rezar el responso perdió el tren y no llegó a tiempo. Su amigo Schumann, de rodillas, rezó la oración de los muertos. Unos días antes de morir, pidió a su amiga y enfermera que la bautizase. Esta tomó agua del grifo y la derramó sobre la cabeza de Simone Weil.










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