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jueves, 18 de abril de 2024

Una temporada en el infierno


           

En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud. En el andén, impaciente, lo espera un escritor consagrado, avejentado, a punto de entrar en la treintena, casado y en espera de su primer hijo. Se llama Paul Verlaine. Es el año 1871. Y Francia entera está a punto de vivir el escándalo literario más clamoroso del siglo XIX.

Rimbaud había nacido en el seno de una familia de cinco hermanos, donde los gritos eran la música de fondo de la casa, hasta que un buen día el padre abandonó el hogar para siempre. Los cinco hermanos quedaron al cuidado de una madre autoritaria y exigente que traía a mal traer al adolescente Arthur, rebelde, soñador, pero también el más brillante del Instituto de Charleville.

A los 15 años escribió sus primeros poemas y, convencido de la valía de estos, enamorado como un Pigmalión de sus versos, se los envió a los grandes poetas de París, entre ellos a Paul Verlaine. Necesitaba salir de la cárcel de su casa y de su pueblo. Paul abrió la carta y no dio crédito a lo que leía. Los poetas consagrados llegaban a esta perfección después de veinte años de denodados ejercicios, y ¡un adolescente era capaz de esta grandeza! Verlaine se los dio a leer a Víctor Hugo y éste sentenció: “Shakespeare enfant”. Un Verlaine entusiasmado le escribió y le mando el billete de tren: “Podrás alojarte en mi casa”.

Verlaine paseaba al joven poeta de salón en salón literario y de café en café. Y todos se hacían lenguas del poema de Rimbaud, "Bateau ivre” (barco ebrio), maravillados ante unos versos destinados, como así sucedió, a formar parte de todas las antologías poéticas en lengua francesa. Con aplauso unánime, las revistas literarias publicaron los poemas del enfant terrible.

Rimbaud se sabía elegido por los dioses y por las musas, y allí donde entraba, se formaban corrillos para escucharle o simplemente para ver "la juventud hecha verso y la rebeldía hecha poema”. Verlaine se sentía descubridor y mecenas, y ya no sabía dar un paso por los salones de París sin la compañía del joven poeta. Salían todas las noches. Bebían absenta, fumaban opio, consumían hachís. Y volvían a casa, ebrios de palabras y borrachos de absenta. Muy pronto, Verlaine, sintió que le gustaba el joven Rimbaud, pero no sólo como poeta. Rimbaud sintió algo parecido por aquel Verlaine que le doblaba en edad y que se manejaba por los salones de París, como anguila en el agua. Las palabras encendidas terminaron por encender los cuerpos. Pero aquel torrente de deseo, a contracorriente de los buenos usos y costumbres de la época, no iba a ser fácil de encauzar por un tranquilo canal. En un café literario, melancólicos y absortos, los retrató, junto a otros literatos del momento, Henri-Fantin Latour. El cuadro, titulado Un coin de table (un rincón de la mesa), se puede ver en el Musée d’Orsay.

Algo a la mujer de Verlaine le hizo pensar que Rimbaud, alojado en su casa, era su rival. También los poetas y artistas, los bebedores de licor de ajenjo, leyeron algo en los ojos  de los dos artistas. Los rumores empezaron. Y con ellos, la incredulidad y la burla, el escándalo y la condena. Asustados, decidieron separarse. Rimbaud volvió a su casa. Verlaine mantuvo las formas en la suya.

Pero para Rimbaud la casa materna seguía siendo cárcel. La vida era insufrible, aburrida y vacía. La idea del suicidio entró en su cabeza. Nada más lógico, en un siglo de suicidas incomprendidos. Volvió a París, se encontró con Verlaine en una calle. Era el 7 de julio de 1872. Rimbaud le dijo: “Me voy a Bélgica. Ya no volverás a verme, a menos que me acompañes”. Era la orden esperada. Paul Verlaine, el más renombrado poeta de su generación, sólo pudo balbucir: “Entonces, vámonos”. El escándalo explotó en París como una tempestad no anunciada, como un obús, como un incendio. La pareja dio la espalda al mundo y viajó a Bruselas; luego, a Londres. Vivieron y malvivieron. Los pocos ahorros que llevaban en sus bolsillos pronto se esfumaron. Daban clases, vendían poemas, pero la pobreza llegó a sus vidas. Los insultos, las broncas, las lamentaciones, las culpas, las amenazas de abandono, el perdón y la reconciliación, se mezclaban con la absenta y el opio, las sábanas revueltas y también con los labios que se buscan y se maldicen al mismo tiempo.

Las cosas empeoraron y se salieron de madre. Rimbaud le dijo que definitivamente quería romper y largarse. Verlaine pareció aceptar esta solución, también él reconcomido por un sentimiento de culpabilidad frente a su mujer y a su hijo. Cuando llegó el momento de la despedida, Verlaine enloqueció. Sacó un revólver y disparó dos veces, pero los nervios y la borrachera erraron el tiro. Rimbaud estaba dispuesto a olvidar el incidente, mas cuando Verlaine hizo ademán de coger de nuevo la pistola, avisó a la policía. Un homicidio frustrado puso punto final a la relación amorosa más escandalosa de Francia.

A Verlaine le esperaban dos años de cárcel. Entre los barrotes -y bajo la abstinencia de absenta- tuvo tiempo para reflexionar sobre una vida echada a perder, sobre las personas infelices que había dejado a su alrededor y sobre Rimbaud, el joven poeta que le había elevado a los cielos y le había arrojado al averno. Y en la vorágine de culpa, desdicha, arrepentimiento y sufrimiento, su alma volvió a Dios. Surgió el poeta de espléndidos versos cristianos e inconfundibles anhelos místicos.

Dicen que los dos escritores aún se vieron una última vez. Tomaron una cerveza juntos. Verlaine le dijo que había encontrado refugio y paz en Dios.  Rimbaud le escuchó en silencio como quien oye llover.

Al joven poeta, al niño prodigio de la rima francesa, aún le quedaban otras aventuras por recorrer. Se alistó en diferentes ejércitos mercenarios, viajó por medio mundo y acabó en Harar, actual Etiopía, donde se dedicó al contrabando de marfil y de armas y al tráfico de esclavos. En su poemario en prosa “Una temporada en el infierno” dejó buena cuenta de su atormentada relación con Verlaine. Este, por su parte, habló de ese periodo salvaje en “Libro de los poetas malditos”.

Rimbaud tenía sólo diecinueve años cuando escribió su último poema. No volvió a emborronar una cuartilla.  En cinco años como escritor había alcanzado una de las cimas de la poesía en lengua francesa. Perdido en África, nadie supo nada de él. La tierra se tragó al iluminado poeta, al favorecido de las musas.  

Hace un par de años, un grupo de intelectuales franceses solicitó al presidente de la República, Enmanuel Macron, que Verlaine y Rimbaud fueran sepultados juntos en el Panteón de París. Se opusieron los últimos familiares de ambos y los amigos de sus asociaciones. Lo suyo –argumentaban- no fue una historia de amor. Simplemente sus vidas se encontraron y chocaron durante un breve tiempo. Nunca sabremos si se echaron de menos el uno al otro.

Macron no tuvo más alternativa que respetar la voluntad de los familiares y de los amigos. A pesar de los muchos intentos de hacer de ellos un icono gay en Francia, nada más ajeno a los sentires y pensares de los protagonistas. Rimbaud hubiera probablemente contestado con uno de sus versos rotundos: “Nunca he pertenecido a este pueblo; nunca he sido cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes, soy un bruto: os equivocáis”

Roído por un cáncer de huesos, lo que obligó a amputarle una pierna, Rimbaud volvió a Francia en 1891, para morir unos meses después. Tenía 37 años. Está enterrado en su ciudad natal, Charleville, bajo un escueto epitafio: “Priez pour lui”, rogad por él. Cinco años después, hundido por el alcohol y la locura (en una ocasión intentó estrangular a su madre), Paul Verlaine murió a los 51 años. Está enterrado en París, en la tumba familiar. En su lápida solamente aparece escrita una palabra: “Poéte”

Tal vez muchos no hayan leído un solo verso de estos poetas. Y sin embargo, sus vidas malditas, salvajes e inconformistas seguirán llenando páginas y páginas. Ese lapso que va entre el encuentro de dos hombres en el andén de una estación parisina y el sonido de un disparo fue, como lúcidamente escribió Arthur Rimbaud, una temporada en el infierno, aunque en el momento en que estaban inmersos en ella, también les supiese a gloria y a miel. O por lo menos, a absenta.




























miércoles, 28 de febrero de 2024

Mario Borzaga y los mártires de Laos

 

Laos está lejos de mí. Y Mario Borzaga también lo estaba hasta que una conferencia y un libro de Alberto Ruiz González me lo acercaron. Así ocurre siempre. Todo ha existido en el mundo. La Historia ha registrado todo, pero nosotros apenas sabemos nada. Nuestra mirada poco abarca y nuestra inteligencia poco retiene.  El ser humano es ignorante por naturaleza. Solo la curiosidad lo saca de este trastorno.

Mario Borzaga tenía apenas 27 años cuando el martirio vino a su encuentro en la tierra lejana de Laos, donde unos cuantos frailes extranjeros y unos cuantos cristianos nativos intentaban sembrar el evangelio en surcos donde antes sólo había crecido el arroz. Pero a Mario el martirio no le pilló desprevenido, porque en el horizonte de su existencia lo vio como en esbozo, cada vez más perfilado y delineado, a medida que las noticias sobre la penetración de la ideología de odio al extranjero y al cristiano avanzaba.

En 1957, Mario Borzaga con otros compañeros llega a Laos. Este país, situado en la península de Indochina y con una extensión equivalente a la mitad del territorio español, estaba atenazado entre Vietnam y Tailandia y era objeto de deseo de las grandes potencias (Estados Unidos, China y Unión Soviética). Entre 1954 y 1970, un grupo de 17 mártires, religiosos extranjeros, sacerdotes nativos, catequistas laicos, sufrieron el martirio por causa de su fe. De este grupo, destaca el joven Mario Borzaga, tal vez porque, con sinceridad inaudita, fue anotando en un diario lo que le sucedía en los adentros y en 'las afueras': “El diario de un hombre feliz”. Un diario íntimo ("escribir es lo que más me gusta") que inició poco antes de partir para Laos desde su patria, Italia. 

Había nacido en Trento, en agosto de 1932. Muy pronto comenzó sus estudios en el seminario de los Oblatos de María Inmaculada (omi), una congregación fundada por Eugenio de Mazenod en 1816. Esta congregación, de origen francés, conoció el martirio como pocas órdenes religiosas en el siglo XX (cinco mártires en la Francia ocupada por los nazis; veintidós mártires en Pozuelo de Alarcón durante la persecución religiosa de 1936 y otros seis mártires en Laos, a manos de las guerrillas comunistas) 

Mario, sacerdote recién ordenado, llega a un país extranjero donde el catolicismo está poco extendido, y en un momento en que el auge del comunismo aumenta la hostilidad a los extranjeros y a los cristianos, vistos como miembros de una religión extraña a la cultura laosiana. Y cuando Mario llega a la misión laosiana, lleno de entusiasmo juvenil, de fervor religioso y acaso de un sueño vanidoso de convertir laosianos, choca con una realidad bien distinta. Aunque la lengua oficial es el francés, casi nadie lo habla.  Dedica mucho tiempo al estudio de la lengua local, pero los progresos apenas se ven. Quiere transmitir el evangelio y comunicar la fe, pero siente la impotencia del mudo y del sordo: nadie le entiende y él no entiende a nadie. Cuando los feligreses quieren confesarse buscan a otros curas y se alejan de su lado, porque él no les comprende en su lengua nativa. El sueño se ha quebrado. Y en su diario, en el silencio de la noche, va anotando esta batalla diaria. Por otro lado, los lugareños de acuden a él, como acuden a los otros religiosos blancos, en busca de remedio para las enfermedades de sus cuerpos, pero él nada sabe de medicina. A lo más se atreve a distribuir algunos medicamentos simples,  aún a riesgo de equivocarse. Tiene afición por el tabaco, algo que a él le parece un vicio a erradicar. Sus propósitos de dejar de fumar duran poco, lo que le produce una nueva sensación de fracaso.

Solamente cuando se sabe frágil es cuando su alma se resquebraja, y por las grietas de ese desmoronamiento personal empieza a entrar la luz en su corazón, lo que le permite leer la realidad y el evangelio correctamente. Consciente de su pobreza personal, se sabe “un tipo de poco valor, un ser execrable”, pero mantiene su propósito firme de “no desear otra cosa que hacer la voluntad de Dios”. Y lleno de gratitud puede exclamar: “Dios mío, cuán inmensamente bueno eres conmigo”.

En una memorable página escribe: “Ha pasado el tiempo feliz de la esperanza de ser santos: ha llegado el tiempo de serlo; ha pasado el tiempo dulce de las hermosas promesas: ha llegado el tiempo atroz de cumplirlas. Mi cruz soy yo. Mi cruz es mi timidez que me impide decir una palabra en laosiano. Mi cruz es detestar sordamente a los que debería amar: los laosianos; pero por ellos tendré que dar toda mi vida”. 

Mario Borzaga no encontró en la misión lo que su yo iba buscando: conversión de infieles, transmisión del evangelio, autoridad sacerdotal, una pizca de aventura, un poco de prestigio, un tanto de reconocimiento. Lo que encontró fue su pequeñez, su incapacidad para ejercer el sacerdocio, tal y como él lo había soñado. Pero gracias a ese sufrimiento, encontró sentido a su vida y halló la felicidad. Se abandonó en los brazos de Dios como un niño indefenso. Escribe: “No debemos ayudar a los pobres para hacernos amar, estimar de ellos. Debo amarlos por Jesús, aunque me sean antipáticos”. Y también: “Pertenecemos al grupo de aquellos que luchan desesperadamente contra la tristeza, de aquellos a los que no les es lícito aparentar ni siquiera estar tristes”.

Ante las noticias de las masacres cometidas por las patrullas comunistas del Pathet Lao, Mario siente miedo. Tiene miedo no sólo de los guerrilleros; tiene miedo de no dar la talla, de no estar a la altura cuando las cosas pinten mal, de “no ser capaz de decir sí hasta el final”. Barrunta que la prueba definitiva se acerca, y escribe a su tío  para decirle que “ha dado su dirección en caso de acontecimientos tristes”.

A medida que los grupos violentos se acercan, los religiosos se dirigen a otras comunidades más alejadas. Y entonces, con lirismo poético y viva emoción, escribe, a modo de despedida: “¡Adiós, Kiucatian, que tanto quería! Mi pequeña iglesia, las casas de paja, los cerros ventosos. Niñitos que en vano me sonreísteis, mujeres de ojos serenos como oraciones, vosotros amigos… Todo esto ha pasado y nunca volverá a ser para mí. Y tu recuerdo no será más que lágrimas sobre mis días acabados. A las estrellas cada noche rezaré por vosotros, a quienes siempre he amado”

El 25 de abril de 1960, acompañado de un joven catequista laosiano, Shiong, parte para otro lugar, un saco sobre los hombros, una gorra en la cabeza, vestido de negro como un hombre de la etnia hmong. Se pusieron en camino y poco después se encontraron con un grupo de guerrilleros. Como odiaban a los extranjeros y la fe que profesaban, decidieron matarlo, aunque a Shiong le dieron la oportunidad de huir. El catequista intercedió por Mario: “Es un sacerdote italiano muy bueno, muy amable con todo el mundo. Ha hecho muchas cosas buenas”. Pero se negaron a creerle. “No me iré –dijo Shiong- me quedo con él. Si le matáis, matadme a mí también. Donde él muera, moriré yo, y donde él viva, viviré yo”. Mataron a los dos. Un hmong dio testimonio de su final.

El 11 de diciembre de 2016, en Vientián, capital de Laos, conforme a lo establecido por el Papa Francisco, se celebró la beatificación de los 17 mártires de Laos: religiosos y laicos, laosianos y europeos, entre los 16 y los 59 años de edad. Todos ellos habían intentado vivir el ‘martirio de caridad’ en Laos. Y en Laos encontraron el martirio de sangre. La vida se desgasta por amor. Y a veces, amar y creer cuesta la vida.












jueves, 14 de diciembre de 2023

Los espárragos de Juan de Yepes

Cuando a finales de verano llegué a Úbeda el sol de la tarde doraba los palacios de esta ‘Salamanca de Andalucía’. ¡Bosque de piedras blasonadas! Pero nada más descender del autobús, mis pies marcharon raudos al convento donde Juan de Yepes, después San Juan de la Cruz para la Iglesia Católica, murió el 14 de diciembre de  1591.

La celda donde Juan murió fue convertida en oratorio, y ahora forma parte del museo con el que los carmelitas honran la memoria del genial místico, estudiado por cristianos, musulmanes, budistas e hindúes.

En el centro del oratorio se levanta un cenotafio que recuerda el lugar exacto donde murió. Sus restos mortales no reposarían por mucho tiempo en Úbeda, ya que la segoviana Ana de Peñalosa revolvió Roma con Santiago para que el cuerpo de Juan de la Cruz fuera depositado en la ciudad del Acueducto, como así se hizo (el traslado nocturno y en secreto constituye una de las aventuras del Quijote, y es narrado en el capítulo XIX de la Primera Parte)

 “A oscuras y en celada/ ¡oh, dichosa ventura!

No había nadie en el museo. Y me encontré solo ante el cenotafio. ¿Qué podía hacer sino recitar el Cántico Espiritual, esa cima de la poesía en castellano, que no ha sido aún superada? Viví uno de esos momentos que justifican un viaje. Desde que leí por vez primera el Cantico Espiritual, Juan de Yepes pertenece a mi “liber amicorum”, junto a Miguel de Cervantes, Machado, Teresa de Jesús, Dostoievski, Flaubert, Stendhal, Natalia Ginzburg, Jiménez Lozano, Miguel Delibes, Stefan Zweig, François Mauriac, Enmanuel Carrère y algunos otros.

A Juan de la Cruz, admirado y ensalzado después de muerto, perteneció mientras vivía, a la categoría de los perdedores y de los crucificados. El hambre pasada en su infancia, el hambre que se llevó a su padre y a su hermano lo marcó para siempre. El hambre es la ‘nada’ de alimento. Y él pasaría el resto de su existencia buscando la nada en su interior, como única manera de hacer vacío en sus adentros y que Dios ocupase todo el espacio. El vacío habitado.

Su familia que procedía de Yepes (Toledo) se trasladó a Fontiveros, Arévalo y, finalmente, Medina del Campo. Tal vez, como han sugerido algunos, esa huida del terruño nativo pudiera deberse a la sospecha sobre la limpieza de sangre (la ascendencia judía o morisca) o tal vez al matrimonio de sus padres no aceptado por sus familias. Lo cierto es que su madre, la Catalina, era una criada y una tejedora, y que Juan, en su infancia, tuvo que aprender varios ‘oficios de pobres’, ayudar a su madre a hacer cestas de mimbre, o a aceptar un trabajo degradante como era la asistencia a enfermos infecciosos en el hospital de Medina, donde pudo conocer la pobreza de la enfermedad unida a la marginación que provoca el contagio. Atendió con dulzura a los agonizantes y aceptó las tareas más humildes como asear a los enfermos, cambiar las vendas y recoger sus vómitos. Pero allí, alguien observó al adolescente, canijo y endeble, pero dulce y valiente, y también inteligente, que leía libros sentado en el suelo en los pocos momentos que le dejaba el cuidado de los enfermos. Fue esa inteligencia poco común la que finalmente le llevó al colegio que los jesuitas acababan de abrir en Medina, como estudiante ‘pobre’.

Recién ordenado sacerdote, manifestó su deseo de hacerse cartujo y vivir su vocación en soledad y en silencio, apartado del mundo. Tenía 25 años la tarde en la que, a través de la verja de la clausura del convento de Medina, se entrevistó con Teresa de Jesús. Ella tenía 52 años. Una perspicacia fuera de lo común, le hizo ver que ese “medio fraile” (bajísimo de estatura) era el “hombre” que ella necesitaba para reformar a los carmelitas.

Duruelo (Ávila) fue el primer convento ‘descalzo’ de la rama masculina de los carmelitas. Y la pobreza y oración con la que allí se vivía no asustó a Juan, sino que le confirmó que ese era el camino: descalcez, pobreza, oración, vida interior, silencio… Cuando Teresa lo visitó, quedó maravillada de la vida reformada de su “senequita”, como cariñosamente le llamaba, por esa sabiduría que manifestaba Juan, no obstante su juventud.

Ocupó diversos cargos en la Orden del Carmelo, y ganó muchos amigos, pero también mucha inquina y muchos enemigos poderosos. Acabó con sus huesos en la cárcel de Toledo, encerrado por sus propios hermanos de religión. Todos los días era azotado. Pasaba los días en un cuchitril hediondo, conviviendo con sus propios excrementos, recibiendo como alimento un comistrajo, con el cuerpo lleno de piojos y pústulas. Y sin embargo, esta experiencia de abandono, postración y sufrimiento, lejos de desesperarle y llenarle de rebeldía o amargura, le abrieron el camino al amor de Dios y a la belleza del mundo. En el lugar más mísero, él escribió los versos más hermosos de la lengua castellana (es Doctor de la Iglesia y Patrón de los Poetas): la belleza de Dios, la belleza del amor, la belleza de la ternura, la belleza de la naturaleza. Pero no se resignó a la cárcel y en cuanto pudo, descolgándose por la pared, escapó y encontró refugio en un convento femenino a cuyas monjas él recitó, por primera vez, los versos que tenía bien escritos en su memoria: el Cántico Espiritual.

“Mil gracias derramando,/ Pasó por estos sotos con presura, / Y yéndolos mirando, / Con sola su figura / Vestidos los dejó de su hermosura”.

El desprecio o la cárcel hicieron mella en su cuerpo, que siempre había sido enteco y frágil, pero no en su alma que era libre, fuerte y gozosa. Al final de su vida, las envidias le desposeyeron de todos sus cargos, y el volvió a ser un fraile corriente y moliente. Estando en el convento de La Peñuela, Juan enferma de unas “calenturillas” en la pierna. Como en ese convento no hay farmacia, deciden enviarlo al convento de Úbeda. Y como era un fraile insignificante, un fraile de nada, el superior encarga a un hombre de la Peñuela que le acompañe con su mula. Es un hombre ‘inocente’, corto de inteligencia y algo retrasado. Era el 28 de septiembre de 1591 cuando a lo lejos se divisa Úbeda. En el último descanso antes de alcanzar el convento, el mozo ofrece un poco de pan duro a Juan, pero éste se muestra inapetente, tal vez su boca ya no podía tragar ese corrusco duro. Y así, lleno de melancolía, Juan dice al mozo: “si al menos fuesen unos espárragos trigueros”. Y como el mozo era medio ‘inocente’ no cayó en la cuenta de que septiembre no es mes para espárragos, así que se levantó y a escasos metros encontró, junto al puente, un buen manojo de espárragos, y se los ofreció a fray Juan, que los recibió con contento, y esbozó una sonrisa. Y este episodio, leyenda o florecilla la vi plasmada en una hermosa escultura de madera: Fray Juan y a su lado un manojo de espárragos.

En el convento de Úbeda se encontró con un superior poco dado a la misericordia con el enfermo y pronto le espetó “que eran pobres y que una boca más no convenía al convento”. Juan aceptó la reprimenda. Pero poco a poco la humildad y la bondad de un fray Juan postrado y enfermo fue conquistando a todos los frailes, también al superior, arrepentido de su aspereza. Y en sus últimas horas, toda la comunidad se hallaba en su celda, con lágrimas en los ojos y ternezas en el corazón. Quisieron leerle las recomendaciones del alma, muy apropiadas para los moribundos, pero él les rogó que le leyesen por caridad el Cantar de los Cantares, que es propio de los enamorados. Justo a las doce de la noche entre el 13 y 14 de diciembre, Juan partía a “decir maitines en el cielo”, mientras sus ‘calenturillas’ dejaban de desprender el hedor, y un perfume suave de flores llenaba toda la estancia y todo el convento. Tenía 49 años.

Había peregrinado en pos de la nada, pero una nada que le iba a permitir poseer el Todo: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios es mía y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. 

Se comprende ahora que, nada más llegar a Úbeda, fuese al encuentro de Juan de Yepes o Juan de la Cruz. Los palacios de Las Cadenas, de Vela de los Cobos, de los Marqueses de Bussianos, de los Medinillas, de los Anguís, de los Porceles, del Marqués de Mancera bien podían esperar hasta el día siguiente.










miércoles, 18 de octubre de 2023

Palabras en la despedida a Emiliano

             

     

Nunca sabremos qué imágenes revolotearán en nuestra cabeza antes de cerrar los ojos definitivamente. ¿El viejo olmo bajo cuya sombra jugábamos de niños? ¿Los labios que temblaban ante el primer beso? ¿El baile de la fiesta del pueblo una noche cualquiera de juventud? ¿El peso leve de nuestra hija recién nacida sobre el pecho? ¿La última caricia a nuestro padre enfermo?

Querido Emiliano:

Cada uno de nosotros, al menos de los que te conocimos, intenta evocar recuerdos de ese tiempo en que aún vivías y compartías techo, mesa, plaza y abrazo.

Cada muerte de un ser querido, de un amigo, nos hiere un poco. Y aunque la vida sigue, y lo repetimos después de cada funeral, todos caminamos un poco más renqueantes y torpes, porque las ausencias de los que nos dejaron duelen a nuestro corazón. Y sin embargo, es verdad que somos la suma de los que se cruzaron en nuestra existencia y nos la pusieron un poco más fácil y llevadera, nos dieron cariño o ejemplo, sabiduría o admiración. Por eso nos negamos a que los muertos amados mueran del todo. Y a cada paso, memoria y corazón los resucitan de nuevo.

Comparto –compartimos- la tristeza por tu pérdida, querido Emiliano. O, al menos, nos unimos en sentimiento pesaroso a tu mujer, Petri, a tus hijas, Inma y a Noelia, y a tu familia. Pero esta despedida, además de pésames y lágrimas, es también un momento de agradecimiento por una existencia que “es río que va a dar a la mar”, como nos enseñó el poeta.

Una infancia rural y austera en Ribas de Campos, una adolescencia que conoció el duro trabajo de la tierra, con sus lluvias y sus soles, un espíritu de trabajo y de sacrificio que te fue curtiendo y endureciendo… Luego llegaría el trabajo en Fasa. ¿Cómo te ibas a quejar, después de muchos años de sudor campesino, de los turnos y del trabajo en cadena de la fábrica?

Tuviste siempre, querido Emiliano, una actitud de reconocimiento y gratitud hacia la vida, una ilusión grande en tus ojos. En tus años de infancia, con tantas privaciones, tal vez ni te atrevías a pensar que un día podrías tener acceso a una casa cómoda, a que tus hijas fueran a la Universidad, a que pudieras viajar y conocer el mundo, algo que se convirtió en tu gran pasión.

La entrada de Inma y Noelia en el Centro Juvenil Guaneliano de Palencia abrió delante de ti un horizonte que ni siquiera hubieras osado soñar de pequeño. Voluntariado con los chicos con discapacidad de Villa San José. La posibilidad de ser útil a las necesidades de la comunidad guaneliana, ya fuese para hacer de chófer, colocar unos muebles, ayudar en el invernadero, preparar la paellada de Villa San José o echar una mano en los menesteres humildes de Puentes Ongd.  Y lo que es más importante: empezaste a formar parte de un grupo de creyentes guanelianos, “los Cooperadores”, con el que no sólo compartías la fe, la solidaridad y la formación, también las preocupaciones, las alegrías, los afanes y los sueños de los otros miembros, hasta sentiros una verdadera familia, con sus mesas y sobremesas en miles de sábados de encuentros, cenas y partidas de cartas. Y también conociste y viviste una manera de creer distinta: la paternidad y la misericordia de Dios reemplazaron a la implacable justicia de un Dios aprendido en el catecismo de la escuela y la parroquia del pueblo. Tuviste la oportunidad de conocer los lugares guanelianos de Italia, México, Colombia. La alegría por esta pertenencia a la Familia Guaneliana no te abandonaría ya nunca.

Viviste la jubilación, no como una tiempo de descanso, de no dar palo al agua, de sofá y televisión, sino y sobre todo, como una etapa en la que el mucho tiempo libre te permitía hacer algo para facilitar la vida a los demás: cuántos viajes entre Valladolid y Palencia para echar una mano y atender a tus nietos: Miguel, Ángel, Gabriel y Jimena, para seguir acompañando a los chicos de Villa San José, para compartir con ellos comida cada semana, para hacer de ‘manitas’ doméstico allí donde se te necesitaba.

Personalmente, quiero evocar un momento: Una noche de septiembre en Población de Campos. Una cena de peregrinos, una larga conversación en una chapurreada lengua franca, una oración emotiva y unos cánticos alegres. Estabas feliz. No lo eras, pero parecías el más joven de todos nosotros.

Y hay otro plan que quiero recordarte y que no pudo ser: visitar y mostrarme las ruinas del monasterio de Santa Cruz de Ribas de Campos, entre cuyas piedras y zarzas habías correteado de niño.

Fuiste agradecido con la existencia y esta te bendijo abundantemente. Conservaste hasta el final la energía robusta y alegre de un campesino, el orgullo sano por tus hijas, tus yernos y tus nietos, el aprecio por la Familia Guaneliana, los abrazos calurosos y la acogida a los amigos. Petri y tú mantuvisteis la casa abierta, el vaso de vino y el trozo de pan preparados. ¡No es poco!

La vida, al final de tu vida, te concedió un hermoso viaje. Un viaje para asistir a un acontecimiento familiar en Colombia. Fue una despedida acorde con tu personalidad: celebrar la vida, la familia, los amigos, los paisajes, el don precioso de los encuentros.

Lo escribió Pedro Casaldáliga para hablar de sí mismo. Pero bien valdría para ti, querido Emiliano, y así te lo recito.

“Al final del camino me dirán:
—¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres.”

No te olvides, querido Emiliano, de recordar a Dios nuestros nombres y nuestras pobres historias.





lunes, 22 de mayo de 2023

Lucien Freud: debajo de la piel y de la carne


Lucien Freud decía que cuando pintaba retratos perseguía que la pintura dijera más verdad sobre el retratado que su presencia real. Lucien Freud, nieto preferido del famoso psicoanalista austriaco, Sigmund Freud, tuvo que abandonar Berlín a los 11 años, debido a la persecución desatada en Alemania contra los judíos. Se trasladó a Reino Unido y allí se formó y alcanzó la gloria pictórica. 

Hasta el mismo día de su muerte y más allá, la fama de maldito persiguió al pintor. Sus excesos amorosos y ludópatas ocuparon más líneas que la glosa sobre sus pinturas en las revistas de arte. Vivió casi siempre solo, en su estudio-taller, aunque tuvo 14 hijos de seis mujeres diferentes. El número de amantes nunca nadie lo ha podido contar, y el de hijos no reconocidos, tampoco. En algunas ocasiones, compartió intimidad con sus amigos artistas homosexuales. Vividor y empedernido jugador de apuestas de caballos, con una energía desbordante, un alma de seductor, un encanto irresistible, conversador fino, con un ácido sentido del humor, aunque incapaz de disimular su enfado o su mala leche con los pelmas y los pedantes. Pintaba siempre de pie; utilizaba la luz del día en sus cuadros, y sin embargo pintaba casi siempre de noche sus desnudos. Fue sin duda un pintor excepcional del siglo XX, el renovador del género del desnudo, uno de los poco pintores que atraviesan fronteras y que pueden codearse con los consagrados artistas de todos los museos. En un mundo del arte sometido a la dictadura de la abstracción, él desafió las modas y apostó por el la figura humana.

Probablemente sus grandes retratos desnudos son los que más le identifican con su firma, y los que suscitan más atención en cualquier exposición. En este momento en el Museo Thyssen se celebra una exposición (abierta hasta el 18 de junio). Las últimas salas de la muestra madrileña están dedicadas precisamente a estos cuadros, con un título sencillo pero acertado “Carne/flesh”.

Los cuerpos, despojados de la ropa, son vistos en su indefensión, en su desamparo. La ropa, que normalmente sirve para tapar los defectos del cuerpo, es también la que habla de la clase social, el estatus económico, o la tribu laboral en la que se ejerce (bomberos, militares, médicos). De ahí que la ropa, en muchas ocasiones, otorga una dignidad que no se corresponde con el alma del retratado. Sus desnudos no son heroicos, olímpicos, de cuerpos eróticos, piel sedosa, proporciones armónicas y posturas elegantes. El pincel de Freud penetra en la carne para intentar descubrir la verdad del retratado. Al igual que la cabeza o el corazón, la carne también guarda memoria de los placeres pretéritos, los deseos desvergonzados, los arrebatos de la libido, las humillaciones recibidas, las heridas del tiempo, las caricias y las bofetadas, las enfermedades, los excesos del alcohol, las drogas, el sexo o el insomnio.

Los desnudos de Freud son freudianos (en el sentido psicoanalista del término). La carne, sometida a la inexorable ley de la gravedad, retiene en su territorio los resacones, el asco y el gozo, las comilonas, los medicamentos, el sudor acumulado, el trabajo aplastante o los cuidados de la toilette. La obesidad morbosa que hace desaparecer el esqueleto bajo capas de grasa, la carne que se pliega sobre sí misma en redondeces bochornosas, los ganglios, las rojeces de la piel, las estrías, la celulitis, las arrugas, las manchas de la piel, la sequedad y sus escamas, los pellejos que cuelgan, todos los estragos de los años... A veces los cuerpos, derrengados, adormilados, despatarrados sobre un sofá o un revoltijo de sábanas muestran todo eso. ¿La carne es triste, como decía el poeta? ¿El paso de los años siempre muestra la tragedia de la carne?.

Lucien Freud no buscó nunca modelos ‘modélicos’, hermosos o bien proporcionados, bellos, según lo que desde siempre se entiende por belleza. En sus cuadros aparecen amigos y amigas, mujeres, amantes, hijas y también personas que, por diversas razones, eran para él la quintaesencia de lo retratable. “Pinto a mujeres heterosexuales porque me gusta la naturaleza femenina, pero pinto homosexuales por la valentía de los maricas”. Este fue el caso de Leigh Bowery o Sue Tilley, que pasaron interminables horas en su cochambroso estudio de Londres y que se convirtieron en verdaderas obsesiones para él. Los desnudos de Freud representan el dolor de la carne, la permanente inquietud que se abate sobre los humanos, el sueño que no es sinónimo del descanso reparador sino preanuncio de la muerte y de la putrefacción de la carne. Son los desnudos de la marginalidad.

Los animales nunca están desnudos. Van siempre con sus ropajes de piel, lanas, plumas, escamas. Freud pinta desnudos a hombres y a mujeres para “hacer caer las fachadas protectoras y que el observador pueda verlos en su verdad y en su miseria”. Cuando la ropa cae, aparece la persona. Más allá de la epidermis y de las capas de grasa, Freud encontró el alma de un ser humano, muy parecido a cualquier animal, con su necesidad de sueño, de cópula, de comida. Con su miedo y su instinto de supervivencia. “Los desnudos de Freud -escribió un crítico- tienen algo de animales desollados, reses en una cámara frigorífica”. Los desnudos de Freud tienen algo de perturbador, de inquietante, algo de animal vulgar, que muestra, sin pudor, sus piernas abiertas y su sexo, las marcas en la piel, una postura chabacana, una mirada triste o sufriente, o una mirada sin mirada porque los párpados en el sueño así lo exigen. 

Freud pasaba horas, semanas, meses girando y volviendo a girar alrededor del modelo desnudo, a veces apoyado en un camastro desvencijado o directamente en el suelo, en un ambiente casi de inmundicia, como lo era su estudio londinense, carente de poesía o de orden. Era su manera de trabajar. Intentaba a todo trance demoler la fachada del retratado, para que apareciese el verdadero hombre o mujer. Arrebataba cualquier protección al modelo hasta lograr dar con el alma que vivía, en gozo o en miseria, por debajo de las capas de la piel.

Y sin embargo, a pesar de la vulgaridad, a pesar de las imperfecciones de estos cuerpos desnudos, percibimos un erotismo animal, un deseo oscuro que tiene mucho que ver con la indecencia, la marginalidad, la carne de un antro barato. Todo el mundo entiende el deseo que provoca un adonis o una Venus, pero resulta menos comprensible el deseo de cuerpos vencidos por la obesidad o por la vulgaridad. Y sin embargo ahí está. También estos cuerpos han sido amados, han suscitado pasión y han proporcionado éxtasis.

            Veamos tres de sus cuadros más famosos en la exposición del Thyssen:

Título: Y el novio (The Lewis Collection).

En el estudio londinense del pintor posa su modelo fetiche Leigh Bowery junto a la que poco después será su mujer, Nicola Bateman. Una noche, en un antro gay de mala fama, presentaron a Lucien a Leigh Bowery, un transformista australiano afincado en Londres, que triunfaba en la noche gay, con la robustez de su cuerpo y los maquillajes y vestidos extravagantes. Con la misma altivez y seguridad de un lord o de un magnate, Bowery se dirigió a Freud para decirle que quería que le retratase. Caminaron hasta su estudio y, antes de que el pintor encendiese las luces del taller, Bowery ya se había quitado la ropa. Durante los diez años siguientes, 10 cuadros dan buena cuenta de esta amistad y de esa fascinante fascinación por este modelo de uno noventa metros y 120 kilos de peso, rapado, excesivo, robusto, un verdadero armario de carne. Con Bowery, Lucien Freud llegó a ser Lucien Freud. Nunca un modelo había catapultado a la fama a un artista. Poco antes de pintar este retrato, Leigh Bowery se había prometido, de ahí el título, aunque lo suyo fue un matrimonio de conveniencia, para obtener la nacionalidad inglesa. En el cuadro aparecen los dos modelos durmiendo. Todo el espacio de la estrecha cama lo ocupa Leigh, mientras su escuálida prometida aparece arrinconada en un borde de la cama. Despatarrado, mostrando sin pudor su sexo, Leigh duerme a pierna suelta. Los amantes comparten camastro y sueño, pero no hay intimidad entre ellos, tampoco un gesto de ternura. Dos seres vencidos y rendidos han caído por casualidad en el mismo colchón. A Leigh le quedan poco meses de vida. El sida rindió su cuerpo robusto. Es el año 1994.

  

Título: “Durmiendo junto a la alfombra del león” (The Lewis Collection)

Durante cinco años Sue Tilley compaginó su trabajo como inspectora de seguros en una oficina londinense con su trabajo como modelo para un ya afamadísimo Lucien Freud. Llegaba al taller del pintor, se desnudaba y durante horas fingía estar dormida o estar pensando en las musarañas en un camastro o en un sofá. Muchas veces se quedaba verdaderamente dormida o pensaba con los ojos cerrados en su trabajo del día siguiente o en la cena de un rato después. Y se desquitaba, de paso, de tantos que la tildaban, sin piedad, de gorda, o por decirlo algo más fino la “Big Sue”. Con 130 kilos de peso, y todas sus redondeces, michelines, lorzas, pliegues de grasa y obesidades, Sue podía finalmente vengarse de todas las modelos modélicas de 90-60-90. En este cuadro, Sue deja caer su cuerpo voluminoso de escultura primitiva y tosca sobre un desvencijado sillón. Ajena a la imagen que ofrece de sí misma, o tal vez orgullosa de su robusta hechura, Sue sabe, a pesar de sus ojos cerrados, que para el gran Freud ella es la quintaesencia de modelo. Podrá decirse que el cuadro es vulgar, grotesco y sin embargo es más real de lo que imaginamos. Hay ‘Big Sues' por doquier. Vestidos amplios, abrigos largos y holgados, fulares y pañuelos esconden carnes oprimidas por una ropa interior de tortura y la respiración contenida. Y sin embargo estos cuerpos también han sido amados, deseados, han abrazado y protegido con sus anchas hechuras. En un mundo de la delgadez y del canon de belleza, estos cuerpos derrengados y sudorosos, lentos en su caminar, torpes en sus movimientos supieron captar la atención y el respeto del gran retratista londinense. Por debajo de lorzas y michelines, de tetas abundosas, nalgas generosas, pies regordetes y muslos descomunales, Freud nos mostró la vida y el sueño de una mujer cualquiera, una inspectora que acudía cada mañana a su tedioso trabajo de papeles y calculadora.

 

Título: “El retrato del lebrel” (Colección particular)

En la exposición está el último cuadro de Lucien Freud. El artista lo dejó inacabado. En el cuadro vemos a su asistente, David Dawson, también pintor y fotógrafo. El hombre que le ayudó en el taller los últimos años de la vida del artista y al que dejó su taller, las huellas de toda una vida de más de 90 años, fue su última musa y su último modelo. Cada mañana el asistente se desnudaba y posaba junto a Eli, el perro del artista. Un lebrel pacífico que pasaba buena parte del día dormido o amodorrado junto al modelo. David Dawson, ni hermoso ni feo, un hombre vulgar y corriente encima de una sábana, una mirada algo alelada y un rostro que delata el cansancio de las largas horas de posado. El 3 de julio de 2011, Lucien Freud se levantó como todos los días. Su asistente le fotografió mientras el pintor se ataba los cordones. Luego, de pie, como pintaba siempre, empezó a mezclar los óleos, cada vez más espesos y grumosos, y a dar las primeras pinceladas, que serían las últimas. Un hombre y un perro comparten una intimidad, a veces menos silenciosa y más amistosa que la de dos seres humanos.

¿Intuyó el pintor que su fin estaba cerca? ¿Fue asaltado por un dolor súbito? ¿Pensó simplemente que ya no tenía sentido seguir observando esa escena y trasladando al lienzo lo que sus ojos aprehendían? Soltó el pincel, posó la paleta: “Ya nada tiene sentido. Nada más. Hasta aquí”. Las últimas pinceladas las dio en la oreja derecha del lebrel. Así quedó inconcluso el último cuadro de Lucien Freud. David Dawson se vistió y Eli se despertó de su modorra y se estiró por el taller. Para todos, la sesión definitivamente había acabado.  

El taller entró en un silencio monacal. Lucien Freud acababa de morir. Los tubos de óleo se fueron secando poco a poco. Una sábana cubrió el lienzo inacabado. El pintor de los inquietantes y turbadores desnudos había entrado en una posteridad vestida de grandes exposiciones y sumas astronómicas en las casas de subastas.











miércoles, 3 de mayo de 2023

El fraile que peinaba el ciprés



Conocía a Dom Clemente Serna (Dom, título honorífico que se otorga a cartujos y benedictinos) por las muchas fotos publicadas en diversos periódicos, cuando, contra todo pronóstico, la música gregoriana de la Abadía de Santo Domingo de Silos empezó a sonar en todo el mundo, también en las discotecas de moda.  

La primera vez que lo vi en persona apenas lo reconocí. Era mi primera visita al monasterio, como huésped, para pasar unos días de retiro. Al cruzar el claustro vi a un monje literalmente trepando por el tronco del ciprés para peinar sus ramas, limpiar de hojarasca seca y nidos abandonados el árbol más famoso de España, desde que un poeta, Gerardo Diego, le hiciera uno de los sonetos más perfectos de la lengua castellana. Ahí estaba el Abad de Silos, embutido en un mono de trabajo, la cabeza llena de polvo y hojas, algún arañazo en la frente y en las manos, mimando y cuidando y limpiando este mítico árbol. Una tarea ciertamente humilde, más propia de un hortelano asalariado que de todo un Abad de Silos. Cuando el pasado 27 de abril, un mensaje de mi amigo J.A. de Barcelona, me comunicaba el fallecimiento de Clemente Serna, al que ambos admirábamos, esta fue la primera imagen que me vino a la cabeza.

            Tenía apenas 13 años cuando el niño Clemente entró en el Monasterio de Silos, desde su cercano pueblo burgalés de Montorio. Muy pronto destacó por su inteligencia y por su piedad. Realizó estudios de Filosofía, Teología, Patrística, Arqueología Cristiana, Paleografía y Archivística en España, Roma y Francia. Hablaba correctamente francés, alemán, inglés e italiano. Y algo verdaderamente sorprendente:  desde joven se había esforzado por dominar el latín y pensar en esta lengua oficial de la Iglesia, porque pensar en latín le exigía un plus de concentración, y el pensamiento, por fuerza, era más lento, lo que le ayudaba a ser aún más prudente y sabio en la toma de decisiones. En 1989, con apenas 42 años fue elegido Abad de Santo Domingo de Silos. Permaneció en el cargo hasta 2012. Fue en este año cuando presentó su dimisión, porque la desmemoria empezó a disolver sus recuerdos y el Alzheimer le hizo olvidar todo lo que había aprendido. ¡Así de injusta es la vida! Los últimos años de su larga enfermedad los pasó en el priorato benedictino de Madrid donde, finalmente, ha vuelto a la casa del Padre.

            Fue, sin duda, el abad más célebre y conocido de España, acaso también de Europa. Supo dar un impulso formidable a la Abadía, y no solamente, como han recordado todos los periódicos, por poner Silos en el mapa de la cultura musical debido al canto gregoriano (no hay que olvidar que el disco llegó a ser número 1 de ventas en 32 países, allá por 1994), sino por abrir Silos al mundo, por convertir al monasterio burgalés en una imagen luminosa del diálogo con los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

            El monasterio dejó de ser el lugar donde unas docenas de hombres venían a recogerse en silencio y oración, como huidos del mundo, para convertirse en un lugar donde las gentes del mundo podían ir a saciar su sed de absoluto. La hospedería, la iglesia, el claustro (beldad secular entre los más hermosos del mundo), las exposiciones de artistas contemporáneos en diálogo con las obras de arte del monasterio, la Fundación Silos sobre la historia del monacato… todos ellos fueron puntales y pilares de ese diálogo con el mundo, sin dogmas y sin aspavientos. Silos, de la mano de Clemente Serna, se ofreció al mundo como regalo gratuito, como don generoso.

            Clemente Serna no sólo era un hombre dotado de una inteligencia poco común, también era un hombre dotado de una bondad poco común. En más de una ocasión, compartiendo la mesa con otros huéspedes, saltaba a la vista la admiración de tantos por ese halo de bondad que nimbaba ya en vida al abad silense. Recuerdo perfectamente su homilía en los oficios de un viernes santo. Reflexión pausada, llena de sabiduría y psicología humana, llena de Dios. Fue dibujando, uno a uno, todos los personajes que aparecen en la Pasión. Nos los mostró con pedagogía de docente y puso a los centenares de fieles que abarrotábamos la iglesia abacial frente a un espejo, de cuya vista no era posible huir. Todos teníamos algo de Judas, Pilato, Simón de Cirene, Herodes, Juan, María, Pedro, Anás y Caifás… ¡Inolvidable!

            Unos años después, cuando ya su memoria se empezó a disolver, como terrón de azúcar en el café, lo vi, como un dócil perrillo, obedecer las indicaciones del fraile que tenía a su lado, para seguir, mal que bien, las páginas del breviario. También en ese mismo periodo, una tarde que me lo encontré en el claustro, le pregunté cómo se encontraba. Y con una dulzura increíble y una serenidad desconcertante me contestó: “Muy bien. Dios me quiere. ¿Qué más podría pedir?”

            Los elogios que en estos días he leído no me han parecido exagerados ni tampoco tenían el tono de las exaltadas alabanzas fúnebres. Creo que quienes lo conocieron, quienes tuvieron la suerte de dialogar con él, o dejarse llevar por sus consejos, percibieron en él la luz de la santidad. Algo que, cuando en el curso de tu vida, te encuentras con ella, la reconoces a primera vista, como un flechazo (“flecha de fe / saeta de esperanza”). Él vivía en el claustro, como hijo de un monacato benedictino que dura ya desde el siglo VI de nuestra época, pero no quiso ‘enclaustrar’ en el recinto de la abadía el amor de Dios, la oración, la fe de un verdadero creyente, el don humano de la amistad. En una ocasión confesó a un amigo que “el día más bonito de mi vida será el de mi muerte, porque ese día, ¡por fin!, conoceré el verdadero rostro de Dios y podré empezar a vivir entre sus brazos”

            Sus amigos testimonian que tenía en altísima estima el don de la amistad. No se había retirado del mundo para alejarse de los hombres, sino que había elegido el claustro para acercarse más a los hombres, compartir su hambre y su sed de Dios, y ofrecerles una respuesta con delicadeza y amabilidad. También con su eterna sonrisa. Y el sagrado deber de la amistad lo ejerció con los campesinos de Silos y con reyes y presidentes de gobierno, con creyentes y agnósticos, con altísimas autoridades y con pecadores a la deriva. Por el claustro lo vieron pasear charlando con Felipe rey de los Belgas, con Julio Anguita, con Alicia Koplowitz, con José María Aznar, con el presidente de la Comisión Europea Jacques Delors o con una pareja gay de luxemburgueses, con un cura descarriado, con la señora de la limpieza del hotel del pueblo, con los reporteros de televisión, con gente con fama de comecuras y sindiós, con algún adúltero reincidente, con escritores de fama, con empresarios de fuste, con presidentes de multinacionales discográficas, con algún imán extranjero, con algún pastor protestante, con un chef de estrella Michelin, con el autor del inmortal soneto del ciprés, con estudiosos de arte de medio mundo, con diplomáticos de impolutos modales y con albañiles sudados. Y por supuesto, con algún ‘extasiado’ delante del relieve “Camino de Emaús” o algún poeta lloroso ante la Virgen de Marzo, con jóvenes ruidosos a los que su charla calmaba y serenaba…

Cuando en alguna ocasión, otros frailes, tal vez no tan pacientes ni tan elásticos de pensamiento, le hacían ver a que personas non sanctas acogía en su despacho y a qué hombres y mujeres de dudosa moralidad y religiosidad acompañaba en sus paseos… Cuando sus propios hermanos benedictinos le sugerían más prudencia y más cuidado en la elección de ‘amigos’, él contestaba con dulzura: “también estos son hijos de Dios”, con una naturalidad y una ternura que desarmaba a los prejuiciosos y precavidos.

            Y en esta frase se resume una forma de entender el cristianismo y la espiritualidad: no rehuir el diálogo, estar abiertos a la crítica, oír las razones de la incredulidad, no espantarse ante los pecadores, escuchar el corazón palpitante de amor o de rabia. O simplemente hacerles saber, con dulzura y mano tendida, que Dios hace salir el sol para todos, sobre los buenos y sobre los malos. Y que probablemente, mientras aún vivimos en esta tierra, intermitente en sus gozos y dolores, es un poco temerario afirmar categóricamente quiénes son los buenos y quiénes los malos.

            La vida de los justos -y el abad de Silos lo fue- es siempre una invitación a la bondad y a la acogida universales. Como los centenares de pajarillos que día y noche se refugian, para espantar el sol abrasador, la helada o la lluvia, en el ciprés (“enhiesto surtidor de sombra y sueño”), Clemente Serna, ya está ahora y por la eternidad, bajo las ramas protectoras de un Dios cuyo nombre es Padre.  









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