miércoles, 26 de octubre de 2022

Palabras para Carmen

 


Querida Carmen,

Eras una niña en Langayo, cuando las campanas de la torre tocaban a las 12 en punto para recordar a campesinos, pastores, lavanderas  y panaderas que había que detener las tareas rutinarias para rezar el ángelus. Desde entonces, siempre mantuviste esa tradición de religiosidad popular y agrícola. Estuvieras donde estuvieras, en todos los mediodías de tu vida recordabas que había que parar un minuto para elevar a Dios y a María unas palabras de alabanza y afecto.

Ayer, a las seis de la mañana, tu vida había entrado en la recta final. Y por una de esas intuiciones misteriosas o sagradas de la existencia, en la habitación 314 del Hospital Río Hortega, tuve la dicha de encontrarme en la cabecera de tu cama rezando en voz alta el ángelus. En ese instante tu respiración se cortó y tu corazón dejó de latir. Mientras yo terminaba de rezar el ángelus, tú ya respondías, en silencio, desde esa otra orilla, que la fe nos invita a llamar “Cielo”.

En este momento de despedida, en esta iglesia de San Isidro Labrador, que fue tu parroquia durante varias décadas, yo quiero recordar tu profunda fe. Ante cualquier dificultad, repetías “El Señor me ayudará”. Siempre creíste que era la mano de Dios la que había guiado tu existencia a lo largo de tus 87 años.

Cuando siendo aún una niña te quedaste huérfana de madre, tuviste que tirar de la casa, en un hogar de gran pobreza, donde hasta hacer el cocido de cada día era una tarea ardua, pues no era fácil encontrar leña. Tenías doce años y ya eras la mujer de la casa para tu padre y para tus tres hermanos varones mayores que tú.

Cuando tu hermano José Aguado se ordenó sacerdote, te convertiste en ama de cura, te fuiste a vivir con él, y con él permaneciste hasta su muerte, ocurrida hace una par de años. Durante este largo periodo, no solamente fuiste la encargada de llevar la casa, sino también la mujer vigilante, pendiente de las necesidades de la parroquia.

Cuidar a tu hermano sacerdote, lo entendiste como la misión de tu vida, como una forma concreta de vivir tu cristianismo. Sirviendo y acompañando a un sacerdote, en las humildes tareas de la casa o del templo, prestabas un servicio a la Iglesia de Cristo. Tu casa se convirtió en casa de acogida para otros sacerdotes, feligreses, catequistas, amigos de la parroquia o misioneros. 

La parroquia de San Isidro –y las otras por donde has pasado- no la han construido solo sus párrocos, sino también tantos –especialmente mujeres- que en las tareas más humildes y menos vistosas la han hecho posible: la limpieza, el adorno con flores, el canto, la catequesis, la comunión de los enfermos, el montaje cada Navidad del Belén… y así tantas tareas aparentemente ‘invisibles’. El rostro del sacerdote preside en el altar, pero son los rostros de los feligreses colaboradores los que han sostenido y sostienen las cuatro paredes de esta casa común.

Tenías casi 60 años cuando te embarcaste para Uruguay para conocer el trabajo que tu hermano José realizaba como misionero en ese país. En tu recorrido por barriadas de chabolas y cabañas, descubriste a personas medio descalzas o con calzado que apenas podía recibir ese nombre. Mucho tiempo después, supe que cada año enviabas un generoso donativo para que los niños pobres de aquellos barrios pudieran tener calzado. Un día te pregunté por qué para zapatos y no para otra necesidad. Me respondiste que, cuando eras una niña en tu pobre casa de Langayo, te daba vergüenza salir a la calle con unos zapatos tan viejos y tan rotos. Estoy seguro de que esta obra de caridad y otras muchas que hiciste, tan discretamente que sólo tú conocías, no habrán sido olvidadas por el Dios que ve hasta lo escondido.

Quisiera agradecer en este momento a algunos grupos de personas que hicieron la vida de Carmen un poco más fácil y más hermosa: sus hermanos, sobrinos y familiares de Langayo, Quintanilla, Curiel y Valladolid. Agradecer también a los amigos que encontró en las distintas parroquias: Serrada, Velliza, Barrio Girón, San Isidro, Minas-Uruguay y barrio de Parquesol. Recordar también al grupo más íntimo de amigos de esta Parroquia con el que cada sábado o domingo compartías merienda e interminables partidas de cartas, además de confidencias y favores. Dar las gracias también al personal que, en la Comunidad de Santa Marta, la cuidó y la acompañó estos últimos 8 años, que fueron los años de su ancianidad, enfermedad y soledad, también cuando la cabeza ya se iba perdiendo por los territorios del olvido.

Querida Carmen creías en el Paraíso con la fe recia y sencilla de una campesina. En ese cielo donde no existen ni la artrosis ni menos el alzhéimer, te pedimos que sigas recordando a Dios nuestros nombres, nuestras vidas, a veces mezquinas, frágiles, escasas de compasión. Recuerda, por lo tanto, a Dios los nombres de los que te acompañamos en uno u otro momento de tu existencia. Algunos de estos nombres los puedes ver aquí en esta misa de funeral, dulcificada por la luz de la Pascua.  Gracias, tía Carmen. Gracias a vosotros por acompañarla y acompañarnos.

(Texto leído durante el funeral en la parroquia de San Isidro - Valladolid. 25 octubre 2022)















martes, 18 de octubre de 2022

Santillana de Campos y Puentes


Cuando mi buen amigo, Jorge Antolín, me dijo que sus niños de catequesis habían elegido el proyecto “Tepetzintan” para una actividad altruista, me hizo una especial ilusión.

Había conocido este proyecto en diciembre de 2010. Desde Amozoc, donde estaba situada la misión guaneliana, me acerqué con otros voluntarios a la comunidad indígena náhualt que vivía en Tepetzintan, un lugar muy apartado de la Sierra Norte del estado de Puebla, en México. El paisaje era de una hermosura sobrecogedora. Era un día húmedo y caluroso. Por el bosque, fui recorriendo los senderos que conducían a las casas desperdigadas aquí y allá. Humildes cabañas. Un catequista local nos guiaba hacia donde había personas enfermas, muy ancianas o totalmente pobres y para las que los voluntarios traían bolsas de alimentos y medicinas. Era verdaderamente conmovedor  ver la pobreza de las casas, el dolor de los enfermos, que aún sacaban fuerzas para hablar, sonreír, agradecer u ofrecer unas tortillas de maíz o una infusión. Nosotros les llevábamos algo; ellos compartían lo poco que tenían. En una casa, pedí a una familia numerosa que accediese a fotografiarse conmigo. De repente la abuela, con un rostro de arrugas como una corteza de árbol, se escabulló y se alejó. Volvió un minuto después y me entregó un huevo que acababan de poner las gallinas.

En el último censo, de enero de 2021, se dice que Santillana de Campos, pedanía palentina dependiente del ayuntamiento de Osorno la Mayor, tiene 67 empadronados. Cuenta, eso sí, con algunos matrimonios con hijos que cada fin de semana, puntualmente, llegan al pueblo.

            La actividad altruista consistió en un “Pincho solidario” organizado el pasado 16 de octubre. Cuando el coche llegó a la carreterilla que conducía al pueblo, nos encontramos con la flecha “Pincho Solidario”. Luego veríamos otras repartidas por las calles, para que nadie se perdiese. Y no estaban de más las flechas, porque otros vecinos de los pueblos limítrofes se acercaron, al igual que un numeroso grupo de amigos de Puentes y de amigos de los propios vecinos de Santillana.

            El momento del “pincho” fue precedido por una Eucaristía en la iglesia parroquial de Santa Juliana, donde un coro compuesto por niños y adolescentes animó musicalmente la celebración. Encontrar niños en una parroquia es algo insólito en la España vaciada, aunque no más que en las parroquias de las grandes ciudades. Viendo a esos niños y adolescentes pensé que no está tan cerca el fin del cristianismo por estas tierras, como muchos auguran o temen. Chicos y chicas leyeron las lecturas del domingo desde el atril, pasaron el cestillo, hicieron de monaguillos y pidieron en la oración de los fieles. El guaneliano, P. Santi, misionero por tierras de Congo, Guatemala, México, Colombia o Brasil era la persona más indicada para hablar de cristianismo y solidaridad.

            La nave agrícola que acogió el pincho no podía estar mejor equipada para hacer de bar durante unas horas. Pero es que, además, estaba muy bien adornada con carteles y con fotografías de los proyectos solidarios que atiende Puentes en países como Ghana, Nigeria, Congo, Colombia, Guatemala, México, India, Filipinas... Una mesa alargada exponía pequeños objetos de artesanía local y misionera para la venta.

            La organización de una actividad benéfica no es una novedad ni en las parroquias ni en los pueblos, lo que sí llama la atención es que, pequeños y grandes, vecinos y residentes de este pequeño pueblo palentino, se implicasen tanto en la preparación y el desarrollo del “Pincho Solidario”. En un mundo de individualidades, la unión resplandece como una joya. Desde los que cocinaron tortillas y empanadas, hasta los que, al pie de la plancha, lidiaron con chorizos, pancetas o morcillas. Desde las mujeres que hicieron manualidades hasta los que acondicionaron los espacios, desde los que adornaron la iglesia o la nave donde se sirvió comida y bebida, hasta los que hicieron de camareros en la barra, de tenderos en la mesa de artesanía o cobraban en la caja.

El tiempo benigno y un sol espléndido pusieron también de su parte para el éxito de la jornada. Y también el Ayuntamiento de Osorno la Mayor quiso aportar su ayuda, costeando la bebida (un detalle que tiene su importancia, porque los ayuntamientos, que suelen ser manirrotos con festejos y verbenas, son bastante cicateros a la hora de la solidaridad).

Es de justicia, hacer una mención especial a Jorge Antolín que animó a todos y sumó voluntades para que el pincho fuese un ‘acontecimiento’ en su patria chica. Pocas veces había visto tanta ilusión y tanta generosidad en un pequeño pueblo. Por ello, nada más llegar a  Santillana, supe que el “Pincho Solidario” ya había triunfado antes de empezar.

            Personalmente, me sentí un poco desbordado por tanta generosidad, compromiso, ilusión y simpatía (me pasa lo mismo en el pueblo vallisoletano de Quintanilla de Arriba). Pensaba en los habitantes de Tepetzintan que, en circunstancias de enfermedad o paro, sin subsidios y sin ayudas, tienen que enfrentarse a la pobreza o al abandono. El dinero recaudado ha sobrepasado los dos mil euros. Una cantidad muy abultada para un pequeño pueblo. Y ese dinero llenará muchas bolsas de alimentos y pagará muchas medicinas.

            Durante la Santa Misa se pudo escuchar la canción “¿Dónde está la juventud, si la tenemos? Pues sí, la infancia, la adolescencia y la juventud, pero también la madurez y la ancianidad de Santillana de Campos estaban ahí, detrás de la barra de un bar, sirviendo pinchos y detrás de la mesa, vendiendo artesanía y en los bancos de una iglesia. Pero estaban, sobre todo, en la ilusión por hacer algo juntos para personas lejanas, que no conocen y que nunca les pagarán lo que han hecho, ¿o sí?

¿Podremos añadirle un apellido más a Santillana? ¿Santillana de Campos y Puentes, por ejemplo?

Gracias de corazón.











jueves, 6 de octubre de 2022

Los vencejos, de Fernando Aramburu


             Uno de los propósitos en el avión de vuelta a Madrid desde Accra, hace ahora casi un cuarto de siglo, fue dejar de comprar libros. No de leerlos, claro. Desde entonces, las bibliotecas públicas me han suministrado casi todas mis lecturas. Es más, en alguna ocasión han aceptado mi sugerencia para adquirir un nuevo libro. Es verdad que todavía cometo algún pecado venial, al no resistirme a la tentación de comprar un libro. Cuando J. me ve llegar con nuevos libros, siempre me recuerda, entre bromas, mi propósito. Sin embargo él a menudo aparece con un libro envuelto de papel de regalo. En los días previos a las vacaciones, llegó con Los vencejos, de Fernando Aramburu, una lectura que yo tenía en la lista de espera. Con la novela Patria, Fernando Aramburu se convirtió en un escritor mayor en lengua española.

            Los vencejos no desmienten este último elogio. Creo que el mayor acierto de esta novela de 700 páginas (que no asusten a nadie, por favor) es retratar muy bien nuestra época de desconcierto, confusión, inseguridades, frustraciones y cansancio vital. O por resumirlo en una palabra: hastío.

            El libro se inicia en el momento en que un hombre corriente y vulgar, profesor de filosofía de secundaria, Toni, decide fijar la fecha para acabar con su vida: el 31 de julio de 2019, o sea, justo doce meses después de tomar la decisión. No es un hombre desesperado ni sufre trastornos mentales. Es un hombre indiferente, al que la vida le pesa, no por un motivo particular ni por una razón poderosa. Toni pone fecha a su muerte, y a partir de ahí, inicia a escribir un diario sincero y sin paños calientes. En las 365 entradas que Toni escribe nos va sirviendo la crónica de su día a día, pero también los recuerdos de una vida, parecida a tantas vidas, y por eso ‘ejemplar’. Las peripecias, chungas, degradantes, risueñas, eróticas, mezquinas, altruistas, ramplonas, humillantes, vergonzantes, desternillantes…se suceden y el desencanto turbio y confuso de vivir también. Y, así, el diario nos va presentando esas otras vidas que se han cruzado con la suya: sus padres, su mujer, su hijo único, su mejor amigo, su exnovia reencontrada, algún compañero de trabajo y su perra.

            Poco a poco, como en un rompecabezas, el lector va conociendo al  futuro suicida, y sus recuerdos almacenados en la cabeza, el corazón o la bragueta a lo largo de cincuenta y pico años. Y, a la vez que conocemos la trayectoria existencial de Toni, bastante banal, vamos conociendo esta sociedad nuestra que nos ha tocado vivir. Nada hay seguro ni duradero en esta época. Las personas van de acá para allá buscando un sentido a la vida, una felicidad en mil experiencias distintas. Pero la dicha esperada no llega, y, en su lugar, aparece e cansancio de vivir, el agotamiento existencial, el afán de nihilismo, la frustración provocada por esos sueños que no se cumplen, por ejemplo, el hijo sobre el que tantas ilusiones se había hecho el propio Toni, y que se van desinflando a medida que Nikita crece y no es, ni por asomo, como su progenitor había soñado. Pero también el amor, que confundimos con los efluvios eróticos de los primeros tiempos, los viajes románticos y la carne joven, pero cuando el tiempo pasa, el desamor llega puntualmente y se convierte en una pesadilla (basta ver las cifras de divorcios y cómo el ser más amado pasa a convertirse en el ser más odiado, el que más nos hace sufrir). También las difíciles relaciones con los padres y con los hermanos son una muestra de nuestras familias cada día más desestructuradas, fuente continua de conflictos. La casa convertida en “nido de víboras”, como nos había dicho François Mauriac. El sexo, al que una sociedad pansexualizada atribuye altísimas expectativas de felicidad, y que no tarda mucho en diluirse en desencanto y frialdad. Un sexo que va pasando de la pareja al burdel y de éste a la muñeca hinchable. Sexo banal, venal, exento de ternura y compromiso.

Al acabar la novela se tiene la sensación de que todos los temas de nuestro tiempo están ahí. Las trifulcas políticas y la confrontación. A abuelos comunistas les suceden nietos que se tatúan la esvástica. A padres santurrones les nacen hijos que no pisan la iglesia y que se niegan a bautizar a sus hijos. Los padres, laboralmente exitosos, son incapaces de educar a sus hijos. A veces se tiene la sensación de que Aramburu, buen oyente, buen lector, ha escuchado las noticias o ha leído los periódicos y todo ello le ha servido de humus de donde ha surgido una contundente novela sobre nuestra historia más reciente. La vida va por ahí repartiendo maltratos, mobbing escolar, ideologías, fracasos amorosos, okupas, familias rotas, borracheras y desequilibrios mentales varios. El “futuro suicida” describe sin tapujos y sin piedad a sus congéneres, empezando por su padre, su mujer, su hijo, su exnovia o su mejor amigo (al que durante toda la novela le nombra con un apodo insultante) y sobre todo a sí mismo. Pero también es capaz de quitar hierro a las situaciones calamitosas y, como cualquier indiferente, ver el lado jocoso y cómico de la existencia. Por ello, a lo largo de la novela, el lector se identifica, bien con Amalia, bien con Toni, con Nikita, con Raulito, con Águeda, o con el amigo.

La novela, sobre todo, nos habla de un hombre vacío, cansado, hastiado, frustrado. Un hombre al que la vida le ha decepcionado totalmente: desde sus padres, sus compañeros de trabajo en un instituto, hasta su papel como padre o como marido, sus relaciones sexuales, o la filosofía que enseña. La compañía de sus congéneres saca de quicio a Toni, aunque, al mismo tiempo, no puede pasar un día sin buscar un vino compartido con su amigo o acostumbrarse a la dulce verborrea de su bondadosa ex novia.

La perra Pepa es la única referencia a la ternura y a la compañía que todo ser humano reclama y exige como una súplica desesperada. Y también este punto refleja, con toda su fuerza poética o su sociología demoledora, nuestro mundo, donde tantos y tantos ciudadanos cuidan más y mejor a sus mascotas que a sus padres. Donde tantos y tantos solitarios encuentran en la compañía de un chucho un poco de humanidad y de compañía, que no pueden o no saben hallar en el trato con su propia familia, con sus amigos o compañeros. Ese ‘amor’ a los animales en un tiempo de ‘desamor’ a los propios humanos no es uno de los temas menores de este libro.

No contaré nada más, pero así son las primeras líneas correspondientes al 1 de agosto de 2018: “Llega un día en que uno, por muy torpe que sea, empieza a comprender ciertas cosas. A mí me ocurrió mediada la adolescencia, quizá un poco más tarde, pues fui un muchacho de desarrollo lento…”

Los vencejos no paran de volar. Comen, copulan e incluso duermen durante el vuelo. Y solo se posan cuando entran o salen del nido donde incuban y alimentan a sus crías. Pasan los inviernos en África y los veranos en Europa. Pueden parecer aves corrientes, vulgares, pero tienen una característica única: no paran de volar. Los vencejos son para el escritor una imagen poética para acompañar al ser humano en tiempos de hastío, desazón, aburrimiento  y sinsentido.





martes, 4 de octubre de 2022

Ser en la vida caramelo

 


Hay 365 días al año, pero debe haber, por lo menos, siete mil  ‘Días’ dedicados a las causas más peregrinas. Unas muy nobles: Día del Refugiado, del Cáncer, del Amor Fraterno, de la Paz, del Árbol. Pero también existen ‘días’ para todos los gustos, románticos, pintorescos, comerciales o delirantes: Día de los enamorados, de la Manzana Saboyana, de la Harley Davidson, de la Cerveza, del Jazz, etc.

Para un puñado de amigos, cada 9 de octubre es el “Día de los Caramelos”.  Y no porque estos amigos tengan sus negocios en el mundo de la dulcería o quieran exaltar algún tipo de caramelo con denominación de origen. La cosa es más sencilla: cada 9  de octubre se recuerda el aniversario de la muerte de Juan Vaccari, religioso guaneliano que murió hace cinco décadas en accidente de carretera y que dejó tras sí un halo de santidad que aún  permanece en los que le conocimos y en los que, más tarde, han leído sus escritos o han conocido su biografía.

Pero ni siquiera la evocación de su noble figura, cuya estatura moral sobrepasaba en mucho a su apostura física, sería suficiente para justificar el ‘Día de los Caramelos’. Fue su Testamento -concretamente una cláusula- lo que dio origen a la tradición de repartir o compartir caramelos cada 9 de octubre. El hermano Juan en su Testamento,  junto a altísimas consideraciones espirituales y piadosos deseos de salvación para sí y para sus hermanos, escribió una línea que sorprendió a todos:  ‘Si a la hora de mi muerte, se encontrase algo de dinero en mis bolsillos, ruego se compren caramelos para los chicos con discapacidad”. Él emplea, para ser exactos, el término “buonifigli”, que es el vocablo cariñoso que Casa Guanella siempre ha usado para nombrar a las personas con alguna discapacidad.

Un caramelo es mucho para un niño pobre, para un ‘buonfiglio’, para un anciano solo. Un caramelo era mucho incluso en mi infancia que coincidió con la muerte del hermano Juan. ¿Puede hoy día considerarse regalo un caramelo? Sin duda, precisamente porque es de escaso precio pero de abundante valor. Un caramelo devuelve a todos a la infancia, a esa etapa en que preferíamos la golosina de un caramelo a cualquier otro alimento. Un caramelo remite a lo festivo y a lo celebrativo. Nadie es tan pobre que no pueda regalar un caramelo ni nadie es tan rico que no sonría cuando alguien le ofrece uno.

Por otro lado, no estaría mal que todos nos sintiéramos un poco incompletos, un poco “buonifigli’, porque en el fondo todos tenemos algún tipo de discapacidad. Pensamos que los discapacitados son los que tienen algún tipo de minusvalía física o incapacidad mental. Y sin embargo, ¿qué es el que tiene un carácter endiablado, el que carece de empatía hacia los demás? ¿Qué es el que tiene escasa capacidad para amar, el que es prepotente, el que se cree superior o se crece cuando crea tensión y malestar alrededor? En el fondo, también este tipo de personas tiene alguna ‘discapacidad’, y por lo tanto también ellos necesitan un caramelo, un abrazo y una palabra amable. Ya lo decía Natalia Ginzburg que “cuando miramos a alguien de cerca, siempre nos da un poco de pena”.

Inmensamente discapacitados e infinitamente capaces, todo ser humano es frágil y a la vez fuerte, limitado y a la vez hábil, dichoso y al mismo tiempo desgraciado. Por eso mismo, ese Testamento del hermano Juan se dirige a cada uno de los que le conocimos y, por extensión, a cada uno de los que, por nosotros, le han conocido y le conocerán en el futuro. Todos somos herederos afortunados de una magnífica herencia vital que un simple caramelo simboliza con gran fuerza poética.

Muchos episodios de la vida del Hermano Juan (Sanguinetto, 1913 – Palencia, 1971) podrían resumir su existencia de perfecta humildad, obediencia, servicio y oración. Pero es, a mi modo de ver, este Testamento (de los Caramelos) el que mejor define toda su andadura humana: la vida ordinaria, cuando se vive desde Dios y desde el prójimo, es la más extraordinaria, dichosa y dulce de las vidas.

El Día de los Caramelos nos recuerda que, en la sencillez de un pequeño y humilde gesto, se encierra a veces una gran lección, más importante aún para el que ofrece el caramelo que para el que lo recibe. A nadie le amarga un dulce, decimos popularmente. La vida santa del hermano Juan fue como un caramelo que endulzó los días de los que se cruzaron con él y aún puede endulzar las almas, a veces amargas, de cuantos se acerquen  a su espiritualidad y a sus enseñanzas.

El Testamento del hermano Juan no es solamente una escritura poética, sino también una llamada a la responsabilidad, una convocatoria a endulzar la vida de los que giran a nuestro alrededor, desde el vecino del bloque, al compañero de trabajo, la pareja y los hijos, los familiares, los amigos de tertulias y cafés. Y es también una llamada a la solidaridad, una invitación a manifestar nuestra cercanía concreta, nuestro ‘caramelo’ concreto para los “buonifigli”.

Al igual que el pasado año, invito a ex alumnos de Aguilar o Palencia, a los guanelianos en general, y a mis lectores, a celebrar el Día de los Caramelos, aportando un ‘caramelo’ de generosidad para un proyecto relacionado con la discapacidad.

En este año, marcado por la guerra en Europa, nuestro gesto de solidaridad será destinado a las personas con discapacidad procedentes de Ucrania que están siendo atendidas en las casas guanelianas de Rumanía y de Polonia.

Al ingresar tu donativo, escribe en concepto: “Caramelos”.

IBAN: ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)

Gracias de corazón. Feliz Día de los Caramelos.







 

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