jueves, 28 de abril de 2022

Un hermano para siempre


            El antiguo alumno sube al tren casi vacío en la estación de Valladolid, con destino a Palencia. Son las 09:55 horas de la mañana de un sábado 23 de abril de 2022. A esa hora, los tenderetes de libros se montan en plazas de todas las ciudades para celebrar el Día del Libro. También a esa misma hora,en la carpa de Villalar, suenan las primeras dulzainas y tamboriles, y el monolito que recuerda a los comuneros castellanos vencidos empieza a cubrirse de flores. En Villa San José, los últimos casos de Covid entre cuidadores, religiosos y usuarios alteran la marcha cotidiana del centro. Mucho más allá, Ucrania despierta un día más (y ya van sesenta días guerra) con el sonido inequívoco de las alarmas y la amenaza de más bombardeos y más destrucción. Un día más, los refugiados ucranianos, desperdigados por todas las naciones de Europa, recuerdan cada minuto esta tragedia. Las noticias sobre contagios después de la Semana Santa y el todavía reguero diario de fallecidos hacen pensar que el coronavirus aún es una realidad cotidiana y no sólo una antigua pesadilla. En el mundo, el Papa Francisco ya es la única autoridad moral, indiscutible e indiscutida, que sigue clamando, a tiempo y a destiempo, sobre la necesidad de compasión y de misericordia hacia los más vulnerables. Sobre una España cada vez más fragmentada, ideologizada y pobre, reina un hombre honesto, uno de los pocos españoles que hablan de concordia, entendimiento y unidad. En la capilla de Barza d’Ispra, donde reposan los restos mortales de Juan Vaccari, alguien ha colocado unas flores ante su tumba.  

           Faltan pocos minutos para las 11 de la mañana cuando las luces de la capilla del Palacio Episcopal de Palencia se encienden. Un fotógrafo y un camarógrafo instalan sus equipos. Hace un tiempo desapacible, una temperatura inusualmente baja para la época del año, viento racheado y lluvia intermitente. Una jornada ‘sacada’ de los largos inviernos aguilarenses que en los años sesenta y setenta del pasado siglo azotaban aquel colegio de ladrillo rojo y persianas azules. El antiguo alumno piensa en todo esto. Durante el viaje ha continuado la lectura del libro “Paraíso”, de Abdulrazak Gurnah, escritor tanzano y último premio Nobel de Literatura. En la puerta del Palacio se encuentra con los primeros invitados que cierran sus paraguas y saludan a otros invitados. En el segundo piso, está situada la Capilla. Aquí, concretamente aquí, en este espacio recoleto y hermosamente decorado, desconocido para el público, tendrá lugar el “Inicio oficial del proceso de beatificación y canonización del hermano Juan Vaccari”.

       

    Sólidos muros neoclásicos encierran la capilla neorrenacentista que terminó de pintar en 1901 el palentino Mariano Lantada, con un amplio programa iconográfico de santos, escenas bíblicas, virtudes y símbolos cristianos, y en el que, como curiosidad, cabe destacar la pintura de Fray Francisco Fernández de Capillas, palentino y primer mártir cristiano de China. Ocupa el presbiterio una transverberación de Santa Teresa de Jesús. Esta imagen llama la atención del antiguo alumno y piensa que no es mal escenario para esta ceremonia. Un 15 de octubre de 1965, festividad de Teresa, Juan Vaccari dejaba la casa de Barza d’Ispra camino de Aguilar de Campoo. Y en la misma fecha, pero de 1971, un coche fúnebre con los restos mortales del Hno. Juan abandonaba Aguilar de Campoo camino del cementerio de Como.

            La ceremonia se desarrolla dentro del rezo de la Hora Media. Ocupa la presidencia el obispo, Mons. Manuel Herrero, agustino. A su derecha, P. Umberto Brugnoni, Superior General de los Siervos de la Caridad. A su izquierda, P. Bruno Capparoni, Postulador de la Causa. En el primer banco están sentados Daniella, sobrina del Hno. Juan, y su esposo, Giancarlo.

      El obispo va presentando a los intervinientes. En primer lugar, toma la palabra P. Andrés García, inasequible al desaliento en la promoción de la figura de Juan Vaccari. Es el encargado de ofrecer el perfil del nuevo Siervo de Dios. Y lo hace con sus propias palabras: “Procuremos hacernos santos”. “Busquemos la santidad como Dios la quiere y donde quiere”. Recuerda su devoción a San José como modelo de una santidad sencilla, de andar por casa. Juan anhelaba la santidad y veía en José el modelo: “San José no ha hecho cosas extraordinarias, pero ha hecho las cosas ordinarias de forma extraordinaria”. Y recordaba el secreto de la vida espiritual del fraile guaneliano: “No hay alegría más grande que hacer la voluntad de Dios”. “Ayúdame a ser santo en el ejercicio de la caridad”. Un “deseo de santidad” que el hermano Juan quiso inculcar en su sobrina Daniella en el día lejano de su Confirmación. Una Daniella emocionada, medio siglo después, leía la carta: “Ahora que eres una pequeña soldado de Cristo, intenta cada día ser buena para llegar a ser una pequeña santa”.

            La Canciller-notaria de la diócesis de Palencia, Dª Natalia Aguado, da lectura a los diferentes Protocolos y Actas. Poco después, tiene lugar el juramento de las personas encargadas de llevar adelante, a nivel diocesano, esta Causa. Además del propio obispo, pronuncian su juramento el Delegado Episcopal de la Causa, D. Ginés Ampudia, el Defensor del Vínculo, D. Antonio García, la Notaria, Dª Natalia Aguado, y el Postulador de la Causa, Don Brupo Capparoni.

            Finalizados los juramentos, Mons. Manuel Herrero se dirige a la Asamblea para agradecer a todos los presentes y a todos los que han trabajado por este día. Afirma que estamos viviendo un día de alegría y de gracia en la diócesis de Palencia, y que la santidad es vivir el bautismo en plenitud. Y termina: “Que el hermano Juan se acuerde de nosotros”.

            A continuación, toma la palabra P. Umberto. Da las gracias a la diócesis palentina por haber hecho suya esta causa, y por la rapidez de los tiempos en el proceso. “No sabemos si vamos a llegar ni cómo. Lo que sí sabemos es que hemos empezado. Solo por eso, es un día único en nuestra historia”. El Superior General de los Siervos de la Caridad, llegado expresamente de Italia, junto al Consejero, Gustavo de Bonis, se pregunta qué hizo el hermano Juan, qué fundó, qué escribió. Y se responde: “Nada de nada. Juan fue el menos dotado de los religiosos guanelianos. Un hermano lego en medio de una congregación clerical. Y sin embargo él brilla entre nosotros. El hermano Juan nos recuerda que nuestra vocación no es la de hacer sino la de amar. Vida sencilla y pobre, escondida, desapercibida. Un testigo del Evangelio”.

            La breve ceremonia -duró apenas 45 minutos- acaba con el canto del Regina Coeli’, todos los ojos vueltos hacia la hermosa talla medieval de una Virgen que, descubriendo su seno, descubre su ‘ser de maternidad’. Hoy, este canto de gozo y aleluya en la pequeña capilla parece la lógica continuación de aquel canto del ‘Resucitó’ que resonó en la Colegiata de Aguilar de Campoo durante su funeral, cinco décadas atrás.

            Ya fuera de protocolo, y con esa familiaridad acorde con la sencillez de Juan Vaccari, el obispo invita a todos a un café: “Si no hubiese café para todos, trataremos de estirarlo”. Estirado o no, hubo café para todos en ese rato de alegre confraternización.

            Cuando, poco después, el antiguo alumno pasea por las salas del Museo Diocesano que su director, José Luis Calvo, tuvo a bien enseñar a un grupo, entre Pedro Berruguete, Juan de Flandes, Felipe Bigarny, Andrea del Sarto, Alejo de Vahía, y otros muchos grandes artistas, piensa en dos imágenes de las que el hermano Juan habló en sus escritos y que se han mencionado en la ceremonia. Estas dos imágenes son como los “deberes” cotidianos que el Hno. Juan pone a sus antiguos alumnos y a todos los hoy congregados en su nombre. Hoy, nosotros le “queremos hacer santo”, pero él quiere que “nosotros seamos santos cada día”.

            El Hermano Juan pedía al Señor ser hierro incandescente, que se deja forjar, y que no opone resistencia al herrero. Sólo un corazón ardiente, un corazón encendido en el Señor, puede tomar la forma a la que ha sido destinado, de acuerdo con la voluntad de Dios.

            La otra imagen es la de la luciérnaga. En una ocasión el Hermano Juan se encontraba de ejercicios en una casa de espiritualidad. Después de cenar se perdió por los senderos del parque adyacente. Era de noche y las luces estaban apagadas. Se sintió extraviado, y no acertaba con el sendero que conducía a la puerta de entrada. Fue entonces cuando vio una luciérnaga. Una pequeña luz brillaba en el suelo, pero suficiente para iluminar un poquito la noche oscura y dar con el sendero que llevaba a la puerta principal. Y al Hno. Juan esto le hizo meditar. Y se propuso a sí mismo ser en la vida como esa luciérnaga. Una luciérnaga no es el sol, la luna, un faro, y sin embargo, es capaz de emitir un poco de luz, la necesaria para alumbrar los pasos extraviados de alguien, de facilitar la vida de otro, para que, en la noche oscura, pueda encontrar el camino que lleva a la Casa del Padre. Nada más, pero nada menos.

           Al abandonar el Palacio Episcopal, la lluvia y el frío vuelven a hacerse presentes. Por calles prácticamente vacías, relucientes de lluvia, el antiguo alumno reconoce que pocas palabras más hermosas para honrar a un ser humano que llamarle “hermano”. Juan Vaccari desde hoy es ‘Siervo de Dios”.  Durante muchos años fue ‘Siervo de la caridad’. ¿No es lo mismo? Tal vez, si Dios quiere, un día llegará a ser venerable, beato e incluso santo. Pero ningún nombre le pegará mejor que el de ‘hermano”. ¿Hay alguna palabra más bonita que ‘hermano’? Juan Vaccari Magnani fue, es y será ‘hermano’ para siempre. Un fraile, entre 1913 y 1971, encarnó acertadamente el sueño eterno de la fraternidad universal. Se hizo hierro incandescente en las manos del Gran Forjador del Mundo. Y supo ser ‘pequeña luciérnaga” por los senderos de Sanguinetto, Fara Novarese, Barza d’Ispra, Monteggia, Roma y Aguilar de Campoo. Ejerció de hermano de muchos y muchos, por él, se hicieron hermanos a su vez. ¿Qué mejor título podríamos darle? Tal vez, ninguno. Cuando, poco después, el antiguo alumno se sienta a comer en una mesa de veinte comensales escasos, y de diferentes nacionalidades, españoles, italianos, indios, congoleños, argentino…, le parece una hermosa metáfora de universalidad para concluir una jornada en la que la palabra “hermano” ha estado en boca de todos.

            La lluvia sigue inmisericorde después de la comida fraterna. Los invitados se dispersan, camino de sus casas en Palencia, o de sus destinos en Galicia, Madrid o Italia. Ni un alma por las calles de la ciudad castellana. El antiguo alumno hace memoria de la ceremonia que se ha desarrollado hace escasas horas. Ha echado de menos que en ningún documento oficial se hable de “Juan”, sino sólo de “Giovanni”. Al igual que ha echado de menos los “caramelos” en algún momento de la jornada. Dos detalles insignificantes, sin duda.

        En el tren de vuelta a Valladolid, al antiguo alumno de Juan Vaccari le entra un whatsapp de un amigo que está viviendo un momento doloroso. “¿Tendrías tiempo para un café esta tarde?”, pregunta. Y le contesta que está en el tren, pero que dentro de media hora estará en su casa. Momento de abrazos, confidencias, desahogos, pero también algunas sonrisas y, en un momento determinado, una risa amplia, clara y sonora. Un “momento Hermano Juan”. Unas horas después, ya en casa, otro whatsapp del mismo amigo: “Me he encontrado esta estampa del Hermano Juan en casa. Sin duda, se te ha caído al suelo cuando has sacado el móvil”. Y acto seguido, la respuesta del antiguo alumno: “Eso significa que el Hermano Juan quiere quedarse en tu casa. No es mala compañía; te lo aseguro”.


miércoles, 27 de abril de 2022

9.- El banquete en casa de Simón (Lc 7, 36-50)

 La conciencia del pecado

         Sabemos que la hipocresía de los fariseos, y el hecho de que utilizasen la religión como un arma de poder, fue objeto de terribles acusaciones por parte de Jesús. Pero Jesús aceptó su invitación a comer. No rehúsa el encuentro, aun sabiendo que esta invitación proviene de personas retorcidas.

Nos sorprende asimismo el hecho de que Simón, que al igual que la mayoría de los fariseos no comulgaba con las ideas de Jesús, y que le seguían minuto a minuto para hacerle caer en sus trampas, invitase a Jesús a un banquete. ¿Por qué lo hizo Simón? ¿Sentía simpatía por las enseñanzas del maestro de moda? ¿Quería a un antisistema en su banquete para dar un poco de chispa al encuentro, para alegrar la comida, para divertirse, para ironizar sobre sus enseñanzas, para domesticarle, para atraerle a su terreno, para polemizar con él?

Jesús asiste al banquete. No detesta, ni se retira de los hombres, ni de los placeres de la compañía y de la mesa. Acepta la invitación porque cree que todo ser humano es redimible, y que todo el mundo merece una oportunidad. Él es un hombre sin prejuicios. Vivir, nos había dicho Marguerite Yourcenar, es luchar contra los prejuicios.

Y allí, quizás al final de la cena, una mujer irrumpe en el banquete, sin que nadie la haya invitado, por supuesto. Porque éste, como eran la mayoría de los banquetes, era cosas de hombres. Sólo ellos podían hablar, dialogar, discutir o polemizar sobre los asuntos del mundo y sobre los asuntos de la religión.

Los comensales y bebensales se sienten horrorizados por esta irrupción: ¡es una pecadora! Pero ella va a lo suyo: masajea los pies cansados de Jesús, los encrema, los perfuma, los seca con su cabellera sedosa, como si fuese una toalla de holanda. Y alrededor empiezan las murmuraciones: “Si la conociera, no la dejaría hacer todo esto, dar este espectáculo”. Evidentemente Jesús no la conocía. La conocían los demás porque, muy probablemente, habían yacido con ella, o habían deseado hacerlo. La impureza nunca asusta a los puros, pero a los impuros les pone nerviosos. Omnia munda mundis. Para los puros todo es puro. María se arrodilla, consciente de su propia insignificancia, de su poco valor social. Le lava los pies con un perfume caro y se los seca con sus propios cabellos. Ella habrá lavado, no sólo los pies, a los clientes, y lo habrá hecho por el salario, quizás con rabia, quizás con profesionalidad. Pero ahora lo hace por puro amor, por puro cariño, porque quien tiene delante no es un cliente, y nunca lo será, sino alguien limpio como un niño. La pecadora haría este mismo gesto con un niño. Y por eso mismo, lo hace con Jesús, que es puro de corazón. Ella no teme la honra, porque no la tiene, porque hace tiempo, quizás desde adolescente, ya es una deshonrada.

La observan, coléricos. Para todos es una situación embarazosa: ¡Una pecadora en esta casa santa del fariseo Simón! La miran con desprecio y con rabia. Expectantes a ver lo que dice Jesús. No se atreven a echarla, porque Jesús, no solo no siente rabia, sino parece divertido y enternecido a la vez. Divertido, al ver los rostros abotargados, a punto de estallar por la ira de los hombres que lo rodean. Y enternecido por esta mujer que ha osado entrar en una casa respetable, quizás con la intención de buscar la comprensión de Jesús, quizás con la necesidad de ser escuchada, pero no es capaz de hablar, de decir una palabra, sino solamente de llorar y de acariciar los pies de este hombre nuevo, de este hombre diferente. El único de la concurrencia con el que no se ha acostado, pero el único al que se atrevería a hacer una confidencia del corazón, una confesión de su alma.

La pecadora no tiene de qué preocuparse. Nada teme. No les va a echar en cara que les ha visto antes en su cuchitril de mala muerte, que sabe quiénes son, que les ha visto desnudos y procaces, que los ha visto sin la máscara del hábito de las personas respetables. Los demás temen la verdad. Y no entienden cómo este profeta, que debería estar al tanto de la reputación de esta mujer, no hace nada para impedir este besuqueo y estas deshonrosas caricias. ¿Qué van a decir de Jesús mañana en toda la ciudad? ¿No se devaluará su prestigio, no se desmoronará su buen nombre?

Después de unos eternos minutos de silencio, Jesús toma las riendas de la conversación y de la sobremesa, pero no para echar con cajas destempladas a la pecadora ni para poner cara de indignado por la indignidad de la vida de esta mujer. Jesús, al igual que haría muchos siglos después Teresa de Jesús, no le espantan las debilidades humanas. Le espanta la hipocresía, esa fachada de honorabilidad que esconde una pocilga hedionda.

Y entonces, Jesús se sale por la tangente. Y habla del perdón. Y cuenta una parábola a Simón sobre un señor que tenía dos deudores. Uno le debía mucho y otro le debía poco. Perdona la deuda a ambos deudores. Y entonces llega la pregunta: ¿Quién debería estar más agradecido? El fariseo se sabe la respuesta y responde acertadamente: “Aquel a quien más se le perdonó”. Pero no capta nada más, ni siquiera la ironía y la retranca de Jesús. El fariseo entiende que esta mujer despreciable debería sentir agradecimiento hacia este profeta que no la juzga y que la perdona. Pero no era así: Es Simón quien debe sentirse más agradecido que la pecadora, porque Jesús, viniendo a su casa, había hecho la vista gorda y había pasado por alto sus pecados, que no eran pocos.

Jesús echa en cara al anfitrión haberle invitado a comer y no haberle acogido con calor de amigo. Le ha dado el pan y los buenos manjares, pero no la amistad y la alegría. Ella sí. Ella es una pecadora. Y los es por su relación venal con el sexo. En la cultura judía y también en la cultura cristiana, los pecadores son únicamente los que rozan o se enfangan en el sexo. Y esto atañe especialmente a las mujeres. Los varones que hacen eso mismo simplemente son ‘más hombres’.

Jesús cambia el concepto no solamente del perdón, sino del pecado mismo. A los ojos de Jesús, servirse de la religión para medrar socialmente  e instalarse entre los poderosos, encierra un pecado mayor que servirse del cuerpo para ganar cuatro monedas.  Por eso mismo, echa en cara a Simón no haberse mostrado más agradecido. Y despide a la pecadora con una bendición: ‘vete en paz’.









martes, 19 de abril de 2022

Juan Vaccari: 12 momentos de una vida


                Para quien ama los libros, cada 23 de abril es un día importante. En esa fecha se celebra mundialmente el Día del Libro, porque ese mismo día de 1616 murieron dos de las más altas luminarias de la literatura universal: Don Miguel de Cervantes y William Shakespeare.

            Cuando me anunciaron que el inicio oficial del proceso de beatificación y canonización de Juan Vaccari tendría lugar el 23 de abril de 2022 en la capilla del obispado de Palencia, pensé que era una feliz coincidencia.

            Como Borges, díficilmente puedo imaginar el mundo sin libros, pero también sé que la existencia de cada ser humano es el más emocionante de los libros. Cada vida, con sus éxitos y sus fracasos, su llanto y su dicha, daría para una novela. Desde muy pequeño las ‘vidas de los santos’ me han parecido apasionantes. Basta pensar en Ignacio, Javier, Teresa, Francisco o Clara. También la vida del hermano Juan Vaccari fue un libro fascinante.

            Entre el más de centenar de fotos que se ha conservado de Juan Vaccari, he elegido doce de ellas. Por sí mismas, me parece a mí, ilustran una andadura de silencio, luz, renuncia, alegría y bondad que transcurrió entre 1913 y 1971.  

 

01 Retrato de los Vaccari-Magnani con un fondo de rosas y espinas.


        Ante la fachada de la casa de Sanguinetto (Verona-Italia), con un fondo de rosales, ventanas enrejadas y un cuadro del Corazón de Jesús, el matrimonio formado por Pietro Vaccari y Giuseppina Carmela Magnani (en el centro, sentados) posan con sus hijos. De pie, de izquierda a derecha: Luigi Gaetano, Giuseppe Luigi, Agostino Giuseppe, Giovanni, Cirillo y Marcello. Sentados: Diletta Luigia, María, Pietro y Giuseppina Carmela, Pace y María Esterina. En el suelo: Danilo, Gaetano Pietro y Antonio. Por aquella época raramente la gente humilde se fotografiaba, y el fotógrafo imponía un poco de respeto e infundía una cierta solemnidad.

Pietro conoció a Carmela cuando ya era un hombre viudo y con cinco hijos. Y Carmela aceptó casarse con él, a pesar de la carga que suponía empezar un matrimonio con una familia numerosa ya formada. Pero mamá Carmela estaba hecha de una pasta diferente y muy pronto los hijos del primer matrimonio supieron que ella no haría nunca una distinción entre los ‘tuyos’ y los ‘míos’. A pesar de ser analfabeta, tenía sentido común y temor de Dios, lo que le permitió afianzar la unión entre todos los hermanos. Ella les enseñaba a rezar, a trabajar y a no discutir. Aparentemente frágil, tenía la fortaleza de una mujer bíblica. En la fotografía el hermano Juan es el cuarto de la fila de atrás, justo detrás de su madre. Toda una simbología, porque la vida del hermano Juan, hasta que entró en religión, estuvo marcada por la figura fuerte y religiosa de la madre. Y de ella heredaría el deseo de mantener la armonía y la paz entre todos los hermanos. Hasta el último momento de su vida, Juan fue el alma de la familia, facilitando reconciliaciones, forjando encuentros, cuidando a todos con sus palabras sanadoras, ofreciendo detalles, cartas y oraciones. La fotografía, muy probablemente se tomó en el año 1934. Juan tendría entonces 21 años y acababa de llegar a su pueblo desde el seminario de Barza d’Ispra, para pasar unos días de vacaciones.  

Serios, formales, graves, intimidados… aparecen los 15 miembros de la familia. Visten sus ropas de domingo, oscuras como era la tónica en la época. Este retrato familiar, similar a tantísimos de aquel tiempo, nos habla de familias cargadas de trabajo y de hijos, unidas bajo la palabra severa del padre, la palabra dulce de la madre y la confianza en Dios.


02 La insignia de la Acción Católica

         Tiene 19 años y acaba de ser elegido presidente de la Acción Católica de su pueblo, Sanguinetto, donde había nacido un 5 de junio de 1913. Con tal motivo, Juan Vaccari pasa por el estudio del fotógrafo local. Es un joven apuesto, de rasgos finos y delicados, ojos y pelo castaños, 1,75 m de estatura, cabello corto y ligeramente fosco, mirada limpia y soñadora.  Al igual que el resto de su familia, se dedica a las faenas del campo, pero carece del vigor de  sus hermanos. Tampoco las facciones del rostro o los modales nos harían pensar en un campesino. Hay algo de aristocrático en ese retrato.

En dos o tres ocasiones ha intentado entrar en un seminario para hacerse sacerdote, pero ha sido rechazado por su fracaso en los estudios. Le cuesta memorizar y, a la hora de los exámenes, se bloquea y aparece, ante los ojos de los demás, como un muchacho lerdo. También su corazón, brevemente, se ha sentido atraído por una joven del mismo pueblo.

 En el retrato, viste un traje oscuro, camisa blanca y corbata, y en el ojal de la solapa izquierda lleva la insignia de la Acción Católica. Al menos que yo sepa, este es el primer retrato que conservamos de Juan.

La Acción Católica no es una simple asociación de fieles, es la avanzadilla de la Iglesia, un ejército, una cabeza pensante, unas manos hacedoras. En Sanguinetto, su presidente no es un gran organizador, ni siquiera el más inteligente o culto de los jóvenes. No es el militante más activo. Pero es un buen muchacho, un joven serio, religioso, y también el único del pueblo que no tiene enemigos ni opositores dentro de la propia asociación. Es, diríamos, un presidente de consenso, al que se respeta. Pero una tarde, un joven fascista del lugar, para intimidarle o como pura prepotencia o broma, le conmina a entregarle la insignia de la Acción Católica, que tan orgulloso muestra en la solapa. Para no llegar a las manos ni hacer explotar la violencia, él se la entrega, pero, allá en lo hondo de su corazón, se siente un traidor. Este muchacho soñador que en los días de fiesta se pierde entre los trigales con el rosario en la mano, conmovida su alma por las obras del Creador, experimenta, por vez primera, el amargor de las lágrimas de San Pedro.

 

03 Sueño de cálices. Realidad de pucheros

        A la luz del sol que se cuela por dos amplios ventanales o a la luz nocturna e insuficiente de dos bombillas, bendecido por un cuadro de la Virgen de la Providencia y la leyenda “Santísima Providencia de Dios, proveednos”, un fraile-cocinero está a punto de hacer su aparición en el escenario donde transcurre su vida cotidiana: una cocina. Apenas alcanzamos a verle. Lo que vemos es el teatro donde se desarrollan sus días y los instrumentos de sus faenas: una cocina a carbón, una cazuela, un puchero, una cafetera, un hervidor, espumadera, cacilla… Años atrás estuvo a punto de dejar la congregación guaneliana porque a él, que aspiraba a ser sacerdote, le dijeron que nones, que sus escasos rendimientos académicos no daban siquiera para un cinco en filosofía y teología. “Podía quedarse, y hacerse hermano lego”. Pero él rehusó, tajante, el ofrecimiento. Y sin embargo, su director espiritual le advirtió: “Y si marchándote, ¿perdieses tu alma?”. Y fue ahí, justamente ahí, cuando con la fe sencilla del carbonero y el poco aliento que aún le quedaba en la garganta pronunció la frase de su vida: “Entonces, me quedo” (allora, rimango, en italiano). Una frase que resume una vida entera. 

Esa cocina de Barza, la que vemos en la foto, fue su libro, su cuaderno y su pluma. Jornadas extenuantes entre leña y carbón, perolas y marmitas, cucharones y sartenes, patatas y judías, polentas y albóndigas, estropajos y escobas. Este fue el escenario donde transcurrió su vida de 1934 a 1950. De joven, soñó con cálices y patenas, pero la vida puso en sus manos cazuelas y pucheros. Soñó con un altar, y Dios le regaló unos fogones.

 

04 La charanga de la alegría


          ¿Cómo sonaban los bombardinos, los helicones, el clarinete, los platillos, el bombo y la caja, la trompeta y la corneta? No lo sabemos. Podemos intuir un cierto desafine. Casi podríamos asegurar que ninguno de estos frailes había estudiado solfeo o composición. Ninguno de ellos toca con la partitura delante. Tocan de oídas y a tientas.

Son religiosos guanelianos y aquí los vemos en plena actuación o en un ensayo sobre una de las la terrazas de Barza d’Ispra.  Han formado una  charanga para despertar con sus pasacalles a los seminaristas en los días de fiesta. También esta formación musical tendrá su pequeño espacio en los festivales del internado. Harán un poco de ruido y de fanfarria, y probablemente no se espera de ellos nada más. No se les exigirá que toquen Va pensiero o la Marcha Triunfal de Aida, de Verdi. Acompañarán, mal que bien, el Bella ciao, Quel mazzolin di fiori, Polenta e baccalá, La compañía del fil de fer…

Y sin embargo, esta foto, en blanco negro, ligeramente borrosa, es una de mis preferidas. Discretamente, al fondo, el tercero empezando por la izquierda, prácticamente tapado por otros dos frailes músicos, el hermano Juan toca un helicón o sousafón. ¿Por qué? Simplemente para alegrar a los demás, para hacer que la vida de los que viven en el recinto conventual de Barza fuera un poco más liviana, perdiese algo de su seriedad y gravedad. Una pequeña interrupción musical, un intervalo festivo en medio de largas horas de estudio, clases en latín, liturgias solemnes, trabajos varios. El alimento fue escaso en esos años en Barza. Y podemos intuir que la alegría también lo fue para las decenas de estudiantes que allí vivieron por los años treinta y cuarenta del pasado siglo. El surgimiento violento de los populismos, la fascinación enfermiza por las ideologías fascista y comunista, la Segunda Guerra Mundial, la posguerra de penuria y sacrificio, no dejaban mucho margen para la fiesta y el jolgorio. Juan Vaccari, que ejercía de cocinero en Barza, también quiso hacer de músico, payaso, juglar, cómico, prestidigitador. Tocar y hacer fiesta, aunque sólo sea para arrancar una sonrisa, una risa, unas palmadas, el bamboleo del cuerpo, unos pitos, la interrupción de las obligaciones y la diversión. Y sobre todo, mantener encendida la llama de la alegría en esos tiempos oscuros.

Años más tarde, estos instrumentos que vemos en la foto los traerá el hermano Juan en un baúl al colegio de Aguilar de Campoo. Con más bollones aún, más desafinados todavía, sirvieron a su propósito: hacer un poco de fiesta y alegrar el corazón de los muchachos.

 

05 Monteggia di Fratel Giovanni


            Monteggia ya no existe, pero existió. Bajo el sofisticado edificio del Euraton (Centro europeo para la investigación de la energía atómica) estaban las casas, las cuadras, los corrales, las tierras de labrantío, los pastos de una pequeña pedanía de nombre Monteggia. En los años ‘30 y ‘40 de la centuria anterior, varias veces a la semana, a pie o en bicicleta, un religioso guaneliano recorre los pocos kilómetros que separan la comunidad religiosa de Barza d’Ispra de esta pedanía. El fraile cocinero de Barza acude al pueblo a dirigir el rosario, a organizar la procesión, a ayudar al sacerdote, pero también a consolar, a animar, a buscar trabajo para desempleados, a llevar la comunión a enfermos, a secar las lágrimas de un agonizante o a jugar con los niños de pantalones remendados.

Miremos la foto: Un cura dirige una encendida plática, si juzgamos por el movimiento de sus manos. Un pequeño grupo de mujeres, hombres y niños se arremolina alrededor. La capillita para albergar la imagen de la Virgen de Monteggia ha sido finalmente terminada. Hace apenas unos minutos, en procesión, la han traído desde la pedanía de Monteggia hasta este nuevo emplazamiento en Barza d’Ispra. Todo será demolido y las pocas familias que allí vivían serán reubicadas en otro lugar. Pero la imagen de María que había acompañado su fe, delante de la cual habían celebrado bodas y entierros, bautizos y fiestas patronales, no podía acabar bajo el montón de escombros.

Desde Roma, donde ahora vive Juan, su amigo, su confidente, su benefactor, en fin, su “párroco” como ellos le llaman, les ha animado, casi les ha retado, a no olvidarse de la Madonna ante la que han rezado, llorado o agradecido. Y ahí están los pocos vecinos de la pedanía de Monteggia asistiendo a la entronización de María en su nueva capillita. Juan ha vuelto por unos días de Roma, para reunirse con sus 'feligreses' y rendir homenaje a la Señora. Lo vemos ahí, casi una sombra, en medio de clérigos vestidos con el roquete blanco. Es el 22 de octubre de 1961.

Hasta el final de sus días, esos hombres, mujeres y niños que vemos en la foto recordarán con lágrimas de emoción su Monteggia desaparecida y su ‘cura Juan”. Monteggia di fratel Giovanni, podría haberse llamado esta pequeña pedanía, al igual que otros pueblos se llaman Alar del Rey, Llánaves de la Reina, Mota de Marqués, Torrecilla de la Abadesa o Aldea del Obispo…

 

06 La Historia desde un apartado rincón


        En varias fotografías, se ve a Juan Vaccari de refilón, en un extremo de la foto, ocupando el mínimo espacio posible. Tal vez es una coincidencia. Tal vez el fiel retrato de una manera de ser y de estar en el mundo. Esta fotografía fue tomada ante la fachada del santuario de la Virgen de Lourdes. El cardenal Micara había sido invitado a celebrar un pontifical y su fiel sirviente, lo acompañó. De 1950 a 1965, con una interrupción de un par de años, la vida de Juan Vaccari transcurre al lado del cardenal Clemente Micara, en las estancias del Palacio de la Cancillería, en el corazón de Roma. En la instantánea, hay muchos fotógrafos para dar cuenta del evento solemne y de la pompa que rodea todavía a la Iglesia Católica. Hay muchos fotógrafos pero la dirección de sus cámaras apunta a otro lado.

Loreto, Bruselas, Lourdes, Vaticano, Luxemburgo, Holanda, Asís, Suiza, cónclaves de Juan XXIII y Pablo VI, grandes celebraciones, liturgias papales, dedicación de templos, inicio del Concilio, visitas de Papas al Palacio… ¡Todo un mundo! La Historia pasó a su lado, pero apenas le rozó, porque él estaba en el extremo de la foto, en el lado de los invisibles.

Años más tarde, cuando la decrepitud y la enfermedad del cardenal lo atenacen, Juan Vaccari será las manos y los pies de este ‘príncipe de la iglesia’: cuidador, enfermero, comensal, compañía, monaguillo, consejero, lector… pero para entonces ya no habrá fotógrafos. La vida transcurrirá en el silencio y la oscuridad de una vetusta estancia de un palacio que diplomáticos y purpurados han empezado a olvidar. Por muy encumbrado que uno haya sido, las épocas de fragilidad de un ser humano siempre transcurren en la oscuridad y el silencio. Entonces, como una candela en la noche, brillará la caridad de su fiel y sufrido sirviente.

 

07 Pro ecclesia et Pontifice. Pro nobis et pro multis


     La cabeza gacha y los ojos prácticamente cerrados. Sostiene en sus manos el pergamino honorífico y lleva prendida en su pecho la condecoración que le ha otorgado el Papa Pablo VI. Un poco abrumado por los elogios que el cardenal Clemente Micara acaba de pronunciar en el acto de entrega. En los aposentos cardenalicios del Palacio de la Cancillería, el hermano Juan Vaccari recoge la condecoración Pro ecclesia et Pontifice, la máxima distinción de la Santa Sede para los seglares.  ¿Acaso he hecho yo algo para merecer este galardón?, parece preguntarse el galardonado, ruborizado por las alabanzas del vicario del Papa para la ciudad de Roma. El mismo que, años atrás, lo despidió porque pensó que era algo patán a la hora de moverse por los aposentos palaciegos y tratar a las distinguidas personalidades que pisaban las alfombras o subían la escalinata renacentista, platicando con el príncipe de Santa Romana Iglesia.

Pero los que conocen a Juan Vaccari saben que sus méritos bastan y sobran para tan alta distinción. Lo sabe sobre todo el eminentísimo y reverendísimo cardenal Clemente Micara, porque sus ojos han sido testigos de los ‘milagros de conversión de personas que llevaban vidas disipadas’, acaecidos en Palacio desde que este buen fraile vive a su lado.

Juan Vaccari: seminarista obediente, cocinero creativo, sirviente solícito, devoto sincero, enfermero entregado... La Iglesia y el Papa tienen más necesidad de los humildes creyentes que de los grandes pensadores y predicadores. Sin saberlo, él ha trabajado por la Iglesia y por el Pontífice. Juan ha contribuido a la edificación de la Iglesia y de algunos de sus díscolos miembros.

        Cuando cada cual permanece en su sitio, haciendo bien lo que bien debe ser hecho, la maquinaria de la Iglesia ni se atasca ni se desquicia. Veamos su su figura en la foto: no suelta un discurso, sino que está con la boca cerrada; no  mira al cielo, haciendo gala de una espiritualidad digna de un santo de El Greco, sino que inclina su cabeza, fiel a su propósito de “custodiar los ojos” frente a la tentación de altanería y altivez.    

En la mañana del 19 de diciembre de 1963, el cardenal creía que le entregaba la medalla “Por la Iglesia y por el Pontífice”, pero hoy sabemos que se la entregaba “Pro nobis et pro multis”. Una condecoración por nosotros que le conocimos y aprendimos de él y por muchos que le conocerán y seguirán de él aprendiendo.

 

08 El viaje: de Fratel Giovanni a Hermano Juan


        A ese coche con matrícula Roma 875342 le faltan aún 1222 kilómetros para llegar a la frontera española. La mañana del 15 de octubre de 1965 amaneció llena de niebla en Barza d’Ispra, a orillas del lago Maggiore. Nada más acabar el desayuno, todos los seminaristas salieron a despedir al hermano Juan que, junto con el P. Enrique Bongiascia, estaba a punto de partir en coche, bautizado para la ocasión como ‘Josefina’, con destino a Aguilar de Campoo. En la misa que acaban de escuchar se ha hecho memoria de Teresa de Jesús, la gran santa castellana, la maestra de oración. Para sus adentros, Juan piensa que es una buena fecha para empezar esta nueva etapa de su vida. Tiene 52 años.

Una fundación en España llevaba tiempo sonando en el imaginario de la congregación guaneliana. Revistas y periódicos italianos hablaban un día sí y otro también de la catolicísima España, con iglesias a rebosar, procesiones multitudinarias, seminarios llenos y sacerdotes para dar y tomar. En 1964, con motivo de la Beatificación de Luis Guanella, se tomó la decisión de abrir casa y Aguilar de Campoo fue el pueblo elegido para formar la primera comunidad religiosa en tierras de Don Quijote.  

Sonrientes, relajados, alegres, los frailes guanelianos, todos en sotana, despiden contentos al hermano Juan que marcha hacia la misión apostólica en tierras de Castilla. La congregación entera bulle de entusiasmo misionero. El hermano Juan no viste sotana, porque en Italia solamente los sacerdotes podían hacerlo. En cambio, en España, también los hermanos legos pueden llevarla. El coche hará una parada en el santuario de Lourdes. A los pies de la Inmaculada, el hermano Juan vestirá por primera vez en su vida la sotana y se abotonará los 33 botones, uno por cada año de la vida de Cristo.

Cuando vislumbre las antiguas peñas y picachos de águilas de la villa castellana, a los ojos de todos parecerá un cura más. Aún tendrá que aprender muchas palabras en la nueva lengua. De momento es capaz de decir: “gracias”. Después de los saludos de rigor, toca descargar el coche: un sagrario, un cuadro de la Virgen de la Providencia y otro del Beato, ropa para la capilla, paramentos sagrados para los curas, pelotas de plástico, cartas, un parchís para los niños, figuras para el nacimiento, café, pasta y una botella de licor de hierbas, panettone y otros dulces italianos para todos. Y unos cuantos donativos para las urgentes y múltiples necesidades de la nueva construcción.

 

09 Sobre pilares y cimientos


            A P. Carlos de Ambroggi y al Hno. Juan, se une en seguida otro sacerdote, apenas misacantano, Alfonso Crippa. Con él llega la organización y también una manera más aperturista de ver el día a día en el seminario. En las afueras de Aguilar de Campoo, en el pago conocido como Peña Aguilón surge el nuevo edificio pensado para unos doscientos seminaristas, aunque luego se modificarán los proyectos para reducir su tamaño. Una tarde los tres curas y la primera veintena de seminaristas se acercan a la nueva construcción y se fotografían junto a ella. Una casa grande les espera a todos. Los cimientos ya están puestos y podemos ver el arranque de los pilares. Pero son estos tres religiosos, cada uno con su carácter y con sus múltiples cualidades, los verdaderos cimientos y pilares de la obra en España. La fotografía pronto llega a Italia y las pequeñas revistas de las distintas casas guanelianas la reproducen con encendidos comentarios misioneros que se traducen en limosnas para la nueva construcción. 

En aquellos primeros años, entre 1965 y 1971, los inicios de la obra son seguidos de cerca por toda la congregación. En la nueva obra de la católica España se tienen puestas muchas esperanzas. Una cantera, un granero para las casas de la América Española. Pero cuando el colegio se asienta y se pone en funcionamiento, la sociedad española ya no es la misma que hace una década, cuando se empezó a soñar con fundar en esta tierra. El propio hermano Juan se da cuenta en seguida de que no todo el monte es orégano. El ambiente es católico, la gente de los pueblos vive aún inmersa en una espiritualidad sincera y recia, pero las nuevas generaciones se van alejando de la fe de sus mayores.

Juan Vaccari hace lo que puede y se multiplica, porque el trabajo es mucho: cocinero (hasta que llegaron las monjas), encargado de las compras, ecónomo, reclutador vocacional, animador espiritual. Y también el imán que atrae donativos de sus muchos amigos y bienhechores italianos para el nuevo seminario. Pero sobre todo: el buen fraile que sabe ganarse los corazones y las voluntades

 

10 La caligrafía del alma

          El fotógrafo, tal vez un hermano, debió sorprenderle con la puerta abierta de su habitación, y aprovechó para sacar una fotografía. Falló el encuadre. ¿Qué le vamos a hacer? Pero es suficiente para entender que el hermano Juan se encuentra en su celda escribiendo una carta o redactando un “fervorín” para leer más tarde en el “pensamiento de las buenas noches”. A lo largo de su vida, mantuvo correspondencia con la familia, los cohermanos, los bienhechores y los alumnos, los amigos y las personas que le abrían su corazón. Ya las canas han nevado sus sienes, las gafas de pasta negra, la sotana, unos pocos libros y cuadernos en la pequeña biblioteca.

Especialmente en sus años aguilarenses, cuando tuvo que ejercer como reclutador vocacional por parroquias y escuelas de Palencia y provincias limítrofes, al caer la noche, el hermano Juan se recoge en su habitación, establece su hoja de ruta: pueblos que debe recorrer, lugares donde alojarse, discursillos que pronunciar. Entrará en las escuelas, anotará los nombres y las direcciones de los posibles seminaristas, se mantendrá en contacto con ellos mediante una carta, una postal, una estampa. En su habitación escribirá cartas y más cartas a los bienhechores que desde Italia sostienen la obra, les enviará fotos del colegio, les contará novedades, les repetirá agradecimientos y les asegurará oraciones.

La noche ha caído, la persiana está bajada, el flexo encendido. Con caligrafía minúscula escribe palabra tras palabra. Escribir, alentar, aconsejar, agradecer forma parte de su trabajo. En esa pequeña habitación un hombre descansa, trabaja, reza y se mortifica. Esa es su celda y esa su vida monacal. El fraile lleva un diario espiritual y redacta, para la posteridad, los primeros años de su vida, desde su nacimiento hasta el momento en que encuentra su vocación y su lugar en el mundo: religioso en los Siervos de la Caridad. Con letra pequeña y algo irregular, en italiano o en español para principiantes, Juan Vaccari no buscó nunca el lucimiento en sus escritos. Él iba a otra cosa: la escritura de los adentros. La caligrafía del alma.

 

11 El día tan suspirado

         “El día tan suspirado por el hermano Juan ha llegado”. Son las palabras que Don Cantoni, director del Colegio San José, escribe en el cronicón el día 1 de mayo de 1971. El colegio fue bautizado como San José, aunque en Aguilar de Campoo todos lo conocerán como “los italianos”. En la foto, el hermano Juan posa junto a Olimpio Giampedraglia, Superior General, Don Cantoni, y diversos miembros de la conocida familia Fontaneda que quiso costear la estatua de San José en memoria a la madre recientemente fallecida. La estatua fue un viejo sueño del hermano Juan que movió Roma con Santiago para que la escultura de San José (realizada en Italia en buen mármol de carrara) fuera el guardián y el custodio del Colegio Apostólico.

No sabemos cómo fue creciendo la devoción a san José. Pero, de sus escritos y de los testimonios de sus cercanos, sabemos que Jesús Eucaristía, la Virgen María y San José eran la triada de sus devociones espirituales.

La vida de San José tiene no pocos paralelismos con su propia vida. Por caminos no soñados transcurrió la vida de San José y también la del hermano Juan. La obediencia y la humildad adornan al esposo de María y también a Vaccari. San José, un hombre del silencio, de conciencia, justo, un hombre que aceptó los planes de Dios diferentes a los suyos, un hombre que permaneció al lado de María y Jesús en el camino amargo del exilio… fue para Juan Vaccari el modelo a imitar y hacer imitar.  A imagen de José, Juan permaneció donde Dios le pedía. Este fue su horizonte. El silencio bondadoso de San José fue el espejo donde se miró. Por ello, aquella tarde en que se descubrió la bellísima estatua de San José, en medio de encendidos discursos, bendiciones y banderines al viento, fue una de las más felices de su vida. Misión cumplida, podría haber escrito en su diario. En la oración de completas de aquella noche, pudo rezar con verdadera confianza filial: “Nunc dimittis”.Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y así fue, en cierta forma. Faltaban menos de seis meses para “irse en paz”.

 

12 Entrar en el cielo con las heridas de la vida.


        Juan Melero, capellán, aún impresionado por la muerte cristiana que acaba de presenciar en el hospital de la Cruz Roja de Palencia, marca un número de teléfono. Al otro lado, P. José Cantoni escucha: “accidente de coche… acaba de morir… piadoso tránsito”. Y él, un veterano profesor de filosofía, que ha empleado millones de palabras en sutiles razonamientos tomistas o cartesianos durante años, enmudece completamente. Es el 9 de octubre de 1971.

Al día siguiente del fatídico accidente de tráfico, los restos mortales del hermano Juan llegan a su querido colegio san José para ser velados. Su rostro refleja un tránsito sereno, no obstante el brutal impacto del choque. A la una de la madrugada, en el tren nocturno, llega P. Carlos de Ambroggi desde Italia. Hombre impertérrito que siempre ha tenido a gala el desapego, se arrodilla en la capilla ardiente, se desmorona y prorrumpe en desconsolado llanto, ante la mirada atónita de la comunidad religiosa por tan inaudita reacción. Poco después, P. Carlos entra en la habitación del hermano Juan. Recoge sus diarios, sus cartas y los abraza como un pequeño tesoro. A esa hora, sabe que no será capaz de pronunciar la homilía exequial que ha preparado durante el viaje. La emoción no le dejaría hablar. El estricto sacerdote da paso al amigo que llora a un amigo. Ni siquiera él sabía que lo amaba tanto. En los meses siguientes su único objetivo será recoger testimonios, escuchar relatos, leer escritos y cartas. Él fue el primero en darse cuenta de la ‘madera de santo’ que latía bajo la piel y los escritos del hermano Juan. Luego se convencerían muchos otros, pero él fue el primero. La segunda vida a la que estaba destinado el hermano Juan, ese vivir en muchos otros después de morir, se lo debemos en gran medida a P. Carlos.

Miremos de nuevo la foto. Ahí está en el féretro, en las cuatro tablas de siete palmos en las que cabe cualquier ser humano nacido de mujer. Las manos enlazadas a un pequeño crucifijo y a las cuentas de un rosario. Llegado a la estación Termini de la vida, conserva las heridas del tiempo, de la existencia y del accidente. Al igual que los cristos resucitados muestran las marcas de los clavos, también Juan Vaccari entra en el cielo con las marcas de las heridas, las que son visibles sobre su rostro, y las otras, las del alma, que permanecen veladas para el resto. Esta foto fúnebre expresa perfectamente todo eso.  

Don Ciriaco Pérez, párroco de Aguilar, amigo, confesor, guía en sus primeras búsquedas vocacionales por los pueblos limítrofes, proclama en el funeral: “Hoy ha muerto un santo”. Y este anuncio retumba como un “gloria” o un “aleluya” en el silencio sepulcral de un sábado santo. A las seis y diez de la tarde, de un lunes, 11 de octubre de 1971, víspera de Nuestra Señora del Pilar, en la colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, comienza la ‘canonización’ de Juan Vaccari Magnani: el Hermano Juan.

lunes, 18 de abril de 2022

8.- Los Discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35)

                                             


                                                Partir, repartir y compartir

Así dice la letra de una conocida canción de iglesia:

“Te conocimos, Señor, al partir el pan

Tú nos conoces, Señor, al partir el pan”.

El pasaje de los Discípulos de Emaús siempre me ha llamado poderosamente la atención. Ayer, al mediodía, cuando paseaba en silencio en el silencioso claustro de Silos, me detuve una vez más ante el relieve pétreo de Jesús y los discípulos de Emaús. Tres caminantes descalzos avanzan por el Camino. Y la imaginación vuela hacia una tarde de hace dos mil años, al camino que de Jerusalén conducía hasta Emaús.

Dos hombres apesadumbrados se dirigen a su aldea, a encerrarse en sus casas y a encerrar con ellos el estrepitoso fracaso de la aventura de Jesús de Nazaret. Le habían seguido entusiasmados de camino en camino y de aldea en aldea. Otros muchos le seguían porque su mirada mansa y su palabra verdadera y ‘nueva’ cautivaban a los judíos sencillos y humildes. No era un charlatán más, no era un fanático más, no era un pedante más. Y desde hace unos meses, como en susurro, se iba esparciendo un mensaje, una confesión: es Él el que esperábamos, el que liberará a Israel del yugo de los romanos, como Moisés liberó a nuestros padres de los egipcios. Sólo Él tiene la capacidad y la autoridad para afrontar tamaña empresa.

 Y soñaban. Había llegado el momento profetizado por Joel: “los hombres soñarán sueños”. Soñaban los discípulos y seguidores, campesinos y devotos hombre de fe. Mujeres apaleadas y jornaleros de vida aperreada.

Soñaban también estos dos hombres que ahora arrastran los pies pesarosos de llegar. Ahora el castillo de naipes se ha derrumbado. En pocos días todo se había desmoronado. Jesús había sido apresado, condenado y crucificado. Los sueños yacían ahora aplastados en el corral de los fracasos.

Durante cuarenta y ocho horas estos dos discípulos habían contenido el aliento y habían permanecido en Jerusalén, sostenidos aún por la débil e increíble promesa de una resurrección. Pero, transcurrido este tiempo, los discípulos recogieron su exiguo equipaje y emprendieron el camino de regreso a casa, a las tareas cotidianas, a la dura realidad. Iban comentando todo esto: cómo ellos habían sido tan ilusos, cómo las autoridades se habían aliado para condenar a un justo y cómo Jesús no había ni siquiera intentado defenderse. Hacían bien sus propios parientes, sus amigos y vecinos en mofarse de ellos, en tomarles el pelo. ¿Dónde está vuestro libertador? ¿Dónde están vuestros sueños?

Cabizbajos y pesarosos volvían de Jerusalén. Ellos también, como los vencidos en la guerra, tienen miedo a llegar a su destino. Van ralentizando el paso y, así, no es de extrañar, que otro caminante les dé alcance y que se entrometa en su conversación. “¿De qué hablabais? De lo que habla todo el mundo, de Jesús de Nazaret. ¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha pasado?” Y en breves palabras le cuentan el final de la aventura de Jesús. Y entonces el caminante les suelta una perorata, les da una lección magistral sobre el tal Jesús de Nazaret. Les dice que todo estaba previsto, porque todo estaba en los planes de Dios. Pero ellos no le entienden. Le oyen pero no comprenden. Sus cortas entendederas han sido diezmadas por los últimos acontecimientos. Sin embargo, el caminante les ha caído bien. No le entienden, pero no se ha mofado, al menos, de sus sueños, no les ha echado en cara su necedad.

Y como el día atardece, y las sombras van ganando la batalla diaria a la luz, le invitan a hacer noche en su casa, a cenar algo en su mesa. Ellos son unos necios, unos crédulos, unos cabezas locas, pero también unos buenos judíos para los que la hospitalidad es sagrada.

Y el caminante acepta y entra en la casa. Y uno de ellos le ofrece agua para las manos, mientras el otro dispone la mesa. Y el caminante se sienta en medio de ellos. Y toma el pan y lo bendice como un buen judío. Y les mira a los ojos como nunca nadie los ha mirado. Y ellos sienten que les está radiografiando el alma y el corazón. Sienten que les está leyendo sus entrañas, que se está compadeciendo de su pena, les está consolando y, al mismo tiempo, insuflándoles una paz que han perdido en el Gólgota.  Parte el pan y les entrega un pedazo. Y entonces sus ojos se abren. Y le reconocen: “¡Eres tú! Eres Jesús, nuestro amigo y maestro”.

Nadie parte y reparte el pan así, porque cuando él repartía el pan, repartía también la luz para ver un poco en sus cavernas interiores. Y repartía la alegría que les aligeraba el fardo de sus vidas. Y no saben si echarse a sus pies, si abrazarlo, si cubrirlo de besos, si adorarlo. Lloran de alegría. Lagrimones de dicha les nublan la vista y, cuando se los secan, él ya no está. Pero ha estado. Sí, ha estado. No lo han soñado. ¡Lo han vivido!

Afuera ya es noche ciega. El pan, el vino, el queso, las nueces y los dátiles, el pescado en mojama están ahí sobre la mesa. Y es de noche, pero ellos no pueden quedarse en su casa, masticando su felicidad. Tienen que salir a comunicar lo que han visto y oído. No pueden esperar hasta que amanezca. Toman su manto y se echan a correr. Ya no sienten el peso sobre sus hombros. Notan que tienen alas en los pies. Llegan jadeantes. Llegan eufóricos. Se les traban las palabras que les salen como llamas de fuego de la boca. El Maestro vive y ellos han caminando con él un buen trecho, pese a que les parecía un forastero cualquiera, un caminante más. Y que sólo cuando partió y compartió el pan, sí, entonces lo reconocieron. En ese momento supieron que era él, porque en ese partir y repartir el pan había algo nuevo, algo diferente, algo que empujaba a repetir el gesto.

Desde ese atardecer de Emaús, a los cristianos no se nos reconoce ni por la cruz al cuello, ni por que vayamos a misa, ni por que hagamos encendidos discursos sobre Jesús de Nazaret, ni porque recitemos de memoria cien pasajes del Evangelio. A los cristianos se nos conoce y se nos reconoce cuando partimos nuestro pan para compartirlo.


 









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