martes, 27 de marzo de 2018

El Cristo de la Luz, de Gregorio Fernández




    Cada jueves santo, a las 11:00 horas de la mañana, el Cristo de la Luz de Gregorio Fernández sale del Palacio de Santa Cruz, portado a hombros por la Cofradía Universitaria, para su procesión anual de Semana Santa. Es una de las muchas obras maestras del barroco español que desfilan por las calles de la ciudad.
    Esta escultura, realizada en tono al año 1630, conocida como la “perla de Gregorio Fernández”, es quizás una de las mejores esculturas salida del taller que el autor tenía en la ciudad de Valladolid. La otra obra, a su misma altura, podría ser El Ecce Homo (en el Museo Diocesano de Valladolid).
    Y si nos atenemos a un concepto moderno de ranking de crucificados barrocos españoles, probablemente sólo el Cristo de la Clemencia del sevillano Martínez Montañés haría sombra al Cristo de la Luz.
    Hasta la desamortización, el Cristo de la Luz estuvo en San Benito el Real de Valladolid, la casa matriz benedictina a la que estaban federadas 34  abadías españolas.
    Hoy día, el Cristo de la Luz pertenece al Museo de Escultura, aunque es en la capilla de la Universidad del Palacio de Santa Cruz donde está depositado.
    La Reforma protestante que invalidó el poder mediador de las imágenes tuvo su réplica en el mundo católico con una explosión de imaginería que alcanzó a todas las iglesias y conventos. Las imágenes estaban destinadas a conmover y a mover a piedad y a fervor a los devotos, pero también a los fríos que las podían contemplar, por ejemplo en las procesiones de Semana Santa, en las calles, frente a sus casas, o desde el umbral de una taberna.


 
    La imagen que nos ocupa es de una anatomía perfecta y de un realismo sobrecogedor. Cristo no ha muerto todavía, aunque sus párpados están a punto de cerrarse definitivamente. Un cuerpo extremadamente delgado, los brazos muy abiertos, el vientre hundido, las costillas marcadas. La boca entreabierta, las heridas de los clavos bien marcadas, la espalda con las señales del azotamiento, las rodillas desolladas. El rostro, a pesar de la tortura de las últimas horas, permanece increíblemente hermoso, "eres el más bello de los hombres" está escrito en el salmo 45. El pelo lacio en guedejas, con raya al medio, una oreja descubierta, y una espina que atraviesa la ceja, marca de la casa, la barba rizada, la barbilla apoyada en el pecho. La policromía apagada y amoratada, sanguinolenta en algunas zonas, ayuda a subrayar el sufrimiento extremo antes de la muerte.



    Pero más allá de la perfección anatómica, lo que el autor transmite es la imagen de un hombre inocente, salvajemente flagelado, coronado de espinas, al que, inmisericordemente, se le ha obligado a cargar con la cruz camino del lugar de ejecución y, al que finalmente se ha clavado al madero: la condena más ignominiosa a la que podía ser destinado un reo. Un hombre inocente ha muerto e, incluso los desalmados, pueden experimentar, a su paso, un sentimiento de culpa o un sentimiento de compasión.
    De nuevo, este jueves santo, la campana de la Universidad doblará a muerto dando inicio así a la procesión. La impresionante escultura saldrá a la calle mientras el coro, reproduciendo la burla y el escarnio vivido en el Gólgota, volverá a cantar “Si tú eres Cristo, hijo de Dios, baja de la Cruz”. El silencio se impone. La compasión  también. La belleza es siempre una puerta de acceso o de aproximación a Dios.




 










viernes, 23 de marzo de 2018

La casa junto al almendro


 .

        Como cada sábado he cogido la senda del Esgueva para caminar un buen rato. Lleva lloviendo varios días. Y hoy mismo el cielo amenaza lluvia, pero yo he querido mantener esta marcha. Voy armado, eso sí, de paraguas. La temperatura es agradable. Y un sol débil intenta abrirse paso, casi inútilmente, entre los nubarrones.
        A medio camino, ya cerca de Renedo de Esgueva, veo el primer almendro florecido. Y por asociación de ideas, me acordé de R. G., aquella mujer que había conocido en el Camino Portugués, en 2005, en Redondela, y con la que había compartido la cena en el albergue, el café en un bar cercano, y una larga conversación en español y en francés.
         El  Principito ganaba por el color del trigo, porque le recordaría siempre su encuentro con el zorro. Y yo ganaba por la flor del almendro, porque siempre me recordaría a R.G.
           Había nacido en Inglaterra, de padres españoles. Su madre trabajaba en una casa de un matrimonio acomodado. Pero la señora de la casa se preocupó mucho de que la hija de su sirvienta estudiara. R.G. dio muestras de aprovechar los estudios y, así, tuvo acceso a becas y a buenos centros escolares. Se licenció en literatura inglesa. Y en el ambiente de la Universidad conoció a un joven apuesto inglés a punto de acabar sus estudios a la Real Escuela Diplomática de Londres. Se sintió deslumbrada por su personalidad, por su saber estar y por los ambientes intelectuales y cosmopolitas que el joven frecuentaba.
        Entró así en los círculos selectos de la diplomacia, la banca y la nobleza; en fin, el mundo exquisito, también rancio, de la buena sociedad inglesa. Las carreras de caballos, los tés de las cinco, los conciertos más selectos, pero también las modernidades de la música y las incursiones de fin de semana en un mundo de bohemia, de costumbres relajadas y de vivir ‘todas las experiencias’: el hedonismo inglés de finales de los sesenta y principios de los setenta. Se casaron y empezaron una vida de embajada en embajada. Ella apenas pudo ejercer  un año como profesora de literatura en un instituto de Londres. Lo recordaría siempre y lo echaría de menos toda la vida. Tuvieron tres hijos y, mientras duró la primera infancia de los niños, también el matrimonio fue feliz. Las novedades que aportan los hijos y la ilusión por el trabajo de su marido -y por ejercer de diplomática consorte- llenaban su vida.
        Lima, Nairobi, México DF, Manila, Estocolmo o París fueron algunos de los destinos de su marido. Y ella lo acompañó en fiestas, recepciones, obras de caridad, viajes y negocios. Saludó a reyes, ministros, embajadores, banqueros y artistas con impecable acento oxoniano, castellano o parisino, según las circunstancias.
        Pero conoció también en las embajadas de smoking y vestido largo, entre cóctel y canapé, reverencias y sonrisas almidonadas, los golpes bajos, los negocios turbios, las zancadillas a los representantes de países pobres, las zalamerías a representantes de países ricos, las intrigas para la difamación, las trampas que hacen caer imperios.
           Una noche en el imponente salón regio de la embajada inglesa en París, a la luz de las imponentes arañas que colgaban de un techo pintado al fresco, vio su imagen en uno de los espejos. Era una máscara. Era solamente un vestido palabra de honor de Givenchy colgado de una percha o de un maniquí de plástico. Ya no quedaba nada de aquella muchachita de padres humildes españoles, pero orgullosa de sus raíces, de sus esforzados estudios, de aquella universitaria que se estremecía antes los sonetos de Shakespeare o de Byron. Ya no quedaba nada.
            Tampoco quedaba nada del amor que un día sintió por el joven diplomático. Y lo que a los veinte años le deslumbraba de la corte y de sus luces, ahora le repugnaba y le asqueaba. Ya no veía el oro, sino únicamente el oropel de un mundo que, de joven, quiso conquistar con tanto ahínco, como el muchacho que invierte toda la propina de un domingo en un delicioso helado de fresa que no sabe a la fresa que él imaginaba. Los hijos, por su parte, ya habían volado y estaban aquí y allá, en buenas universidades, entregados también ellos a la conquista de brillantes puestos en la buena sociedad.
        Cuando esa noche llegó a su casa, tuvo la certeza de que, al igual que ocurre en los camerinos de un teatro, a ella le había llegado el turno de desvestirse del personaje, para que apareciese la verdadera persona. A medida que se iba quitando la ropa, las joyas, el maquillaje y las horquillas del recogido, tuvo la sensación de que este ritual lo cumplía por última vez. Y así fue.
            En los días siguientes, pidió el divorcio, dejó la embajada de París, y se ‘retiró’ a la pequeña casa que el matrimonio había comprado años atrás en un pueblo del Valle del Tiétar, Ávila. Allí llegó a primeros de marzo del año 2000. Cuando abrió la cancela del patio de su casa, contempló el almendro florecido. Y para R.G. fue todo un augurio: un poco de alegría y un poco de esperanza para afrontar cada día. ¡Por fin había encontrado su lugar en el mundo! Pocas semanas después, llegarían los baúles con centenares de libros. Fue lo único que se trajo de su pasado.
            Y así transcurrieron, en este remanso de paz, en esta pequeña Andalucía de Ávila, los últimos años de su vida. Paseaba, leía, meditaba y escribía. También, invariablemente, cada viernes por la mañana hacía una tarta de Santiago o unas magdalenas. Había recuperado las riendas de su existencia, aunque a todo su entorno, ahora, le pareciera una insignificante existencia. Y así hasta que un infarto fulminante la doblegó mientras contemplaba, una tarde invernal de 2017, las cumbres nevadas en la lejanía.
            Desde que nos conocimos en el Camino, cada primavera me mandaba una fotografía del almendro florecido, y unas líneas de buenos deseos de alegría y esperanza para el futuro, algo que ella, finalmente, había alcanzado en una casa al lado de un almendro.

jueves, 15 de marzo de 2018

Serenidad y alegría.




Me piden que dé mi opinión sobre la página web ‘Guanelianas en el Camino’ que han creado unas monjas que ofrecen acogida a los peregrinos en Arzua-La Coruña. Es una página breve, limpia y clara, algo que se agradece en este mundo de masificación informativa. No hay mucho más que decir. Pero en uno de los enlaces de la página web, capta mi atención un breve testimonio de una monja a la que yo conozco, sor Sara Sánchez.
No la he tratado asiduamente, pero hemos coincidido en algunas celebraciones guanelianas. Es la responsable de una residencia de ancianos en el norte de Italia. En un par de ocasiones, cuando se ha pasado por España, me ha llamado y nos hemos visto en Valladolid. La última vez fuimos juntos a la eucaristía de nueve y cuarto de la noche en los jesuitas de Ruiz Hernández, porque ella quería conocer al padre José María Olaizola, comunicador, escritor y responsable del proyecto Rezando voy. No hubo suerte. Y esa noche presidió otro cura la misa. Después fuimos a tomar algo al Fierabrás. Y sor Sara, con toda la naturalidad del mundo, se acodó en la barra con su cocacola y su chapata de calamares. Al verla así, pensé en la expresión paolina ‘omnia munda mundis’ (para los puros todo es puro). Sara tiene una de esas sonrisas que yo no calificaría de deslumbrante sino de iluminadora. En aquella tarde, iba vestida con su hábito blanco de monja, pero parecía que llevaba un chanel encima de la piel.
 
De su testimonio me han llamado la atención algunas cosas, que ahora resumo. A los 14 años era una muchacha amante del deporte. Jugaba en el equipo de voleibol y de baloncesto y ya tenía planeada su vida: bachillerato en Palencia y Educación Física en León. Se quería dedicar a la enseñanza del deporte o a algo relacionado con él. Pero una amiga suya insistió hasta la saciedad para que la acompañase a los encuentros juveniles que se tenían cada sábado en Casa Guanella, en Palencia. Unos encuentros que, como se decía a finales de los ochenta, eran lo más in, y de los que toda la ciudad estaba al tanto.
Durante un buen número de sábados, aplazó la cita por ‘culpa’ de los partidos. Finalmente, un sábado que tenía libre accedió a acompañar a la amiga. Y le gustó el ambiente. Aceptó también apuntarse al campamento-nieve que organizaban los mismos curas en la montaña palentina, en Salcedillo. Era la Navidad de 1988: “Recuerdo aquellos días de diciembre de 1988 como el momento en el que Dios se apoderó de mí y dónde intuí que nada iba a ser como antes. Volví a casa trasformada, con la certeza de que mi forma de vivir el cristianismo no era como Dios quería y que el Señor me pedía más”.
El deporte fue perdiendo peso en su vida y lo fue ganando la oración. La idea de hacerse monja le rondaba la cabeza, pero ella la espantaba a manotazos: “Trataba de autoconvencerme de que aquello no era para mí y de que mis planes eran mejores. Cuando rezaba el padrenuestro y llegaba a la frase ‘hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo’ me ponía a temblar”.
El Señor no quería su tiempo o su inteligencia, o sus habilidades. El Señor quería a Sara. Y ella no se atrevía a darle una respuesta definitiva, una respuesta de entrega total: “Hubo un tiempo en el que viví la llamada casi como una “desgracia” porque sentía que el Señor era exigente y seguirle no iba a ser fácil conociéndome (menudo genio tenía yo…)”. Y esto me recuerda lo desgraciado que se sintió Jonás cuando el Señor le mandó a predicar a Nínive.
Poco a poco fue descubriendo la belleza de esa llamada y la belleza de esa entrega. Y ya no sintió miedo al contárselo a sus familiares y a sus amigos. Después de muchos años como monja está convencida de que fue hermoso seguir a Jesús, y seguirle en medio de los pobres.
Y cuando alguien le pide un consejo para “detectar la maravillosa enfermedad crónica de la vocación a la vida consagrada”, responde que hay dos síntomas que no dan lugar a equívocos: la alegría y la serenidad. Ella, sin duda, las tiene.
 

martes, 13 de marzo de 2018

El puritanismo que regresa.


 

 
    ¿Nos hemos vuelto mojigatos? ¿Nos hemos vuelto pudibundos? ¿Ahora que ya no queremos ser puros nos hemos convertido en puritanos? Digo todo esto a propósito de esa ola de mojigatería y de pudibundez que recorre el mundo. Facebook retira por unas horas la venus de Wilendorf por pornográfica. El Museo de Manchester lleva a los almacenes el cuadro de Las ninfas, de Willian Waterhouse, para crear debate en torno al cuerpo desnudo femenino. Varias ciudades se niegan a exponer una antológica de Egon Schiele en el centenario de su muerte. Presentan firmas en el Metropolitano de Nueva York para que desaparezca de la sala una pintura de Balthus.

    Recuerdo aún que la restauración de los frescos de Miguel Ángel se vivieron, a nivel mediático, con mucha intensidad, sobre todo cuando los responsables vaticanos anunciaron que los paños que velaban el sexo de varias figuras allí representadas iban a ser retirados. Y a todo el mundo le parecía lo más correcto y como un símbolo de apertura y modernidad después de aquellos tiempos oscuros de la iglesia que ordenaba velar los desnudos al pintor Daniele de Volterra, por lo que se ganó el apelativo de braghettone.
    Y ahora esta campaña de ‘puritanismo’ no está liderada por la Iglesia, que ahora ya no tiene voz de mando ni peso en el mundo, sino por un feminismo radical, puede que minoritario pero muy activo en las redes, y que está engrosando lo políticamente correcto, que es la nueva inquisición.
Su discurso es más o menos éste: la mujer no puede seguir siendo vista como una cosa. Y por lo tanto su cuerpo no puede ser un objeto para deleite de los hombres, machistas, sinvergüenzas, etcétera, etcétera. Así que nada de chicas monas en las carreras ciclistas o en Fórmula 1. Nada de azafatas bien vestidas y bien maquilladas en los stands de cualquier Feria. Nada de anuncios en los que se intuya que lo que se vende no es una colonia sino el cuerpo sedoso de la modelo.

    Y así, en esta carrera de puritanismo hipócrita y enfermizo, pasamos a lo siguiente: nada de pinturas en las que mujeres con un pecho al descubierto llamen la atención a los machitos voyeur. Nada de obras de arte en que un muslo o un pezón, o un pubis (caso de Egon Schiele) o una braguita (caso de Balthus) den una visión de un tiempo en que los hombres se solazaban en los museos con estos cuadros machistas.

Dentro de poco a la Venus del Louvre le pondrán un corsé o un pareo playero, y la maja desnuda de Goya será colocada detrás de la vestida, como esas mariquitas recortables, y como ya se hizo en otros tiempo en palacio. A este tipo de idiotez estamos llegando. Pero todos tan contentos, porque son los signos de los tiempos, los de la posmodernidad y la posverdad. Nada que decir.

viernes, 9 de marzo de 2018

Una vida de película quinqui


 
 
           José Luis Manzano había nacido en diciembre de 1962 en Vallecas. Y alcanzó una cierta notoriedad tras protagonizar algunas películas de Eloy de la Iglesia en los primeros años de los ochenta. La serie de El Pico, Colegas y Navajeros constituyeron las obras cinematográficas que acabaron denominándose ‘cine quinqui’. Eloy de la Iglesia narraba en estos filmes el mundo de la delincuencia y de la droga en la que muchos jóvenes del suburbio madrileño habían caído. Fue un cine muy popular en su momento.
            La vida de José Luis Manzano, corta vida si tenemos en cuenta que murió a los 30 años, fue también de película, de película quinqui. Parece que el director Eloy de la Iglesia lo descubrió cuando contaba 16 ó 17 años, en los billares Victoria de Madrid, donde los jovencitos del lumpen madrileño se ofrecían a los gays. El director lo invitó a su casa y lo convirtió en su actor fetiche. Manzano no sabía leer, y durante la primera película, se tenía que aprender los diálogos de memoria o le tenían que ‘apuntar’ las frases.
        Al efebo quinqui, al ragazzo di vita madrileño (apareció desnudo en algunas películas en un momento en que el desnudo masculino no era habitual), de mirada perdida e indefensa que transmitía un cansancio existencial doloroso, la cámara le quería y su sola presencia prestaba verosimilitud a una cintas de neorrealismo de barrio donde la navaja, la droga, la policía, las persecuciones de coches, el sexo, el trapicheo, los amores desgarrados, las trampas y las delaciones eran parte del argumento.
             Sin quererlo, o porque estaba destinado a ello, la vida de José Luis Manzano se parecía a las películas, o las películas que rodaba se parecían a su vida. Pronto la cocaína y la heroína formaron parte de su ocio y de su existencia, donde se borraban los contornos entre realidad y ficción.
                 También los amores desgraciados o las dependencias demasiado visibles del director que lo había sacado de Vallecas y de los billares, lo había sentado en un plató, le había llevado al festival de San Sebastián, o le había comprado una moto para recorrer Madrid a toda velocidad.
                    Se acabó el cine quinqui, se marchitó su rostro de adolescente passoliniano, pero no se acabó ni la cocaína ni la heroína ni la desdicha. En 1992, ‘año triunfal de España en el Universo’, el cuerpo sin vida de José Luis Manzano fue encontrado con una jeringuilla en el brazo, en el piso de Eloy de la Iglesia, que había sido su descubridor y protector, también su introductor en submundos de los que no salió con vida, todo como en el cine quinqui.

miércoles, 7 de marzo de 2018

Los pájaros que cantaban para Hikari.

 
 


                Una novela corta La presa hizo a Kenzaburo Oé acreedor de un importante premio literario en su Japón natal. Muchos años después, en 1994, recibió el Nobel de Literatura. Desde un lugar destacado, Hikari, su hijo, con una discapacidad intelectual, seguía orgulloso la ceremonia pomposa de la entrega del premio en Estocolmo.
             Hikari nace en 1963 con una hidrocefalia severa. Los médicos le extirpan una enorme protuberancia en el cráneo. El pequeño sobrevive a la intervención quirúrgica pero las secuelas son irreversibles: discapacidad intelectual, ceguera parcial, epilepsia y autismo. Hikari no se comunica, no habla, no expresa interés por nada, apenas tiene movimiento. Kenzaburo escribió: “Es una especie de flor preciosa”.
 
            Kenzaburo y su mujer Yukari intentan por todos los medios llegar al corazón de su hijo. Analizan cada gesto y cada reacción, por pequeña que sea. Un día descubren que el niño expresa una leve reacción cuando oye cantar a los pájaros. A partir de ese momento, le ponen un montón de discos con cantos de pájaros al mismo tiempo que una locutora va pronunciando los nombres de los pájaros cantores. Un buen día, paseando con su padre por el campo, Hikari escucha a un pájaro cantar y lo identifica. Es un rascón. El niño articula el nombre y su padre no da crédito a lo que está sucediendo. Es la primera vez que se comunica de forma verbal con su progenitor. Ahora es capaz de reconocer los gorjeos de los pájaros y de llamarles por su nombre. Desde entonces, jugará con sus progenitores a adivinar cantos de pájaro. Un paso más en la comunicación.

                Cuando a los 11 años descubre la música, Hikari vuelve a entusiasmarse. Una profesora llega a casa  para enseñarle piano y solfeo, pero el alumno carece de coordinación y es torpe con las manos. Y sin embargo la profesora le reta a escribir música en una partitura.
                Un buen día entrega a su profesora una hoja con unas notas. Es una composición propia. Maestra y alumno tocan la partitura al piano y la cosa suena bien y funciona. Hikari se ha abierto al mundo de la creación musical. Ha sido capaz de expresar algo que él llevaba dentro. La música ha sido capaz de sacar eso hacia afuera.
             Poco después Hikari graba un disco con un par de docenas de breves composiciones suyas. En 1992, el disco se convierte en un éxito comercial en Japón.
        En 1964, un año después del nacimiento de Hikari, Kenzaburo Oé escribe la novela Una cuestión personal, donde se cuenta la vida de Bird, un profesor inglés que tiene que hacer frente al nacimiento de su hijo que llega a este mundo con una deformidad en la cabeza, y que cambiará por completo su vida. Y es curioso que el nombre del profesor sea Bird (pájaro), teniendo en cuenta de que fueron los pájaros los que sacaron de su apatía al niño Hikari. Los pájaros y el amor tenaz de sus padres, Yuraki y Kenzaburo Oé.

 

martes, 6 de marzo de 2018

Pequeña historia de Malva Marina y Pablo Neruda




Pablo Neruda fue uno de los poetas mayores del siglo XX. Poeta del amor y de la sensibilidad hacia los más necesitados. Sus versos y su prosa le convirtieron en abanderado de la justicia a los ojos de miles de seguidores.  Ahora sale a la luz una novela de una escritora holandesa, Hagar Peeters, en la que habla de la única hija de Neruda, Malva, que fue rechazada y abandonada por Neruda a causa de su enfermedad. Maryca o ‘Maruca’, como la llamaba Neruda, era el nombre de su esposa, de origen javanés, y madre de la pequeña.
Malva había nacido en Madrid en 1934 con hidrocefalia. Neruda sólo estuvo orgulloso de su hija los primeros días, mientras no era aún consciente de la gravedad de su enfermedad. Pero después, el rechazo pudo más y terminaría abandonándola a su suerte. De ella llegó a decir que era un ‘ser perfectamente ridículo’, ‘una vampiresa de tres kilos”, “una especie de punto y coma”. Nunca soportó tener una hija enferma, para él era una especie de fracaso personal y de vergüenza social.
Terminaría por abandonar definitivamente a madre e hija. Cuando empezó la guerra civil, ambas tuvieron que dejar España, y tras un periplo, acabarían en Gouda, una ciudad holandesa, donde, sin dinero, les tocó pasar muchas penurias. Maryca encontró una guardería de una iglesia sostenida por un matrimonio, los Julsing, donde dejó a Malva, aunque la visitaba con frecuencia. Malva murió a los 8 años en esta ciudad y en el cementerio de Gouda está su sepultura. Hasta el último día de su vida fue amada por los Julsing (el señor Julsing junto a la lápida sepulcral en el cementerio  de Gouda) y por Maryca.
En las memorias de Neruda no hay ni una sola línea dedicada a su hija. Sus amigos, sus editores y sus aduladores (incluido el Partido Comunista tan ligado a Neruda) siempre silenciaron esta hija que tanto avergonzaba a Neruda, un episodio poco honroso de uno de los grandes poetas del siglo XX.  

 

Obras maestras y autores inmorales



La biografía poco ortodoxa o netamente inmoral de un artista, ¿debería influirnos a la hora de disfrutar de su obra? No debería, pues si una obra es bella o nos ilumina o nos eleva, esto tendría que bastar para el espectador o el lector. Las obras anónimas tienen el encanto de la no autoría. La biografía del autor nos es totalmente desconocida y podemos leer o ver la obra sin los prejuicios que nos puede provocar su autor. Es verdad que si ‘censurásemos’ las obras de literatura o de arte que han sido escritas por ‘inmorales’, nos quedaríamos sin belleza y sin obras maestras en las bibliotecas o en los museos, en las catedrales y en las calles.  Y por otra parte, la moralidad, o la inmoralidad, está muy ligada a una época o a unas circunstancias concretas. Lo que hoy resulta heroico, mañana aparece como mezquino. Hace unos días la editorial Gallimard decidía no volver a publicar la obra de Celine, porque éste fue colaboracionista durante la segunda guerra mundial y pro nazi. Para mí tengo que no se trata de un asunto moral o inmoral, sino de un asunto político. Y lo políticamente correcto no está llevando a una nueva inquisición, pero también a hacer sublimes tonterías. Giotto era un usurero despiadado, pero ahí están sus frescos de San Francisco en Asís. Sartre justificaba todos los excesos del comunismo y se paseaba tranquilamente por la Plaza Roja mientras en los Gulags millones de personas morían de hambre y de frío. Picasso era un depredador sexual. Y Neruda abandonó a su hija de dos años porque estaba enferma. Nos puede gustar o no la biografía de un creador. Podemos incluso censurar su conducta, pero de ahí a privarnos de su obra simplemente por sus ideas ‘incorrectas’ en un momento determinado, o por su falta de moralidad y escrúpulos, es otra cosa y bien distinta.

A destacar

Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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