Cada
jueves santo, a las 11:00 horas de la mañana, el Cristo de la Luz de Gregorio
Fernández sale del Palacio de Santa Cruz, portado a hombros por la Cofradía
Universitaria, para su procesión anual de Semana Santa. Es una de las muchas obras
maestras del barroco español que desfilan por las calles de la ciudad.
Esta
escultura, realizada en tono al año 1630, conocida como la “perla de Gregorio
Fernández”, es quizás una de las mejores esculturas salida del taller que el
autor tenía en la ciudad de Valladolid. La otra obra, a su misma altura, podría
ser El Ecce Homo (en el Museo Diocesano de Valladolid).
Y
si nos atenemos a un concepto moderno de ranking de crucificados barrocos
españoles, probablemente sólo el Cristo de la Clemencia del sevillano Martínez
Montañés haría sombra al Cristo de la Luz.
Hasta
la desamortización, el Cristo de la Luz estuvo en San Benito el Real de Valladolid, la casa
matriz benedictina a la que estaban federadas 34 abadías
españolas.
Hoy
día, el Cristo de la Luz pertenece al Museo de Escultura, aunque es en la
capilla de la Universidad del Palacio de Santa Cruz donde está depositado.
La
Reforma protestante que invalidó el poder mediador de las imágenes tuvo su
réplica en el mundo católico con una explosión de imaginería que alcanzó a
todas las iglesias y conventos. Las imágenes estaban destinadas a conmover y a
mover a piedad y a fervor a los devotos, pero también a los fríos que las
podían contemplar, por ejemplo en las procesiones de Semana Santa, en las calles,
frente a sus casas, o desde el umbral de una taberna.
La
imagen que nos ocupa es de una anatomía perfecta y de un realismo sobrecogedor.
Cristo no ha muerto todavía, aunque sus párpados están a punto de cerrarse
definitivamente. Un cuerpo extremadamente delgado, los brazos muy abiertos, el
vientre hundido, las costillas marcadas. La boca entreabierta, las heridas de
los clavos bien marcadas, la espalda con las señales del azotamiento, las
rodillas desolladas. El rostro, a pesar de la tortura de las últimas horas, permanece increíblemente hermoso, "eres el más bello de los hombres" está escrito en el salmo 45. El pelo
lacio en guedejas, con raya al medio, una oreja descubierta, y una espina que atraviesa la
ceja, marca de la casa, la barba rizada, la barbilla apoyada en el pecho. La policromía apagada y amoratada, sanguinolenta en algunas zonas, ayuda a subrayar el
sufrimiento extremo antes de la muerte.
Pero
más allá de la perfección anatómica, lo que el autor transmite es la imagen de
un hombre inocente, salvajemente flagelado, coronado de espinas, al que,
inmisericordemente, se le ha obligado a cargar con la cruz camino del lugar de
ejecución y, al que finalmente se ha clavado al madero: la condena más
ignominiosa a la que podía ser destinado un reo. Un hombre inocente ha muerto
e, incluso los desalmados, pueden experimentar, a su paso, un sentimiento de
culpa o un sentimiento de compasión.
De
nuevo, este jueves santo, la campana de la Universidad doblará a muerto dando
inicio así a la procesión. La impresionante escultura saldrá a la calle
mientras el coro, reproduciendo la burla y el escarnio vivido en el Gólgota, volverá
a cantar “Si tú eres Cristo, hijo de Dios, baja de la Cruz”. El silencio se impone. La compasión también. La belleza es siempre una puerta de acceso o de aproximación a Dios.