miércoles, 28 de abril de 2021

Sobre la libertad religiosa




Cada dos años, personas independientes y universidades elaboraran el Informe sobre la Libertad Religiosa en el Mundo auspiciado por Ayuda a la Iglesia Necesitada Internacional. De acuerdo con el último Informe, de este mismo año 2021, podría decirse que la libertad religiosa está en caída libre en el mundo. El Artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, dice que “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad para cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o creencia individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.

Y sin embargo, el Informe asegura que uno de cada tres países no respeta la libertad religiosa. El 67% de la población mundial, unos 5.200 millones de personas viven en países que claramente discriminan, impiden, amenazan o castigan a las personas por sus creencias religiosas. En 26 países, los creyentes sufren persecución grave y en otros 36 países se les discrimina a la hora de buscar trabajo, en la vida social o en la educación. “Un paulatino empeoramiento” podría ser el resumen de este Informe, que es el más serio y riguroso de cuantos se elaboran sobre las amenazas al derecho a la libertad religiosa.

África, Oriente Medio y Asia son las zonas más afectadas, pero persecución por razones de conciencia o de religión se da también en países como Venezuela, Nicaragua o Cuba. Países autoritarios –el caso de China es verdaderamente sangrante-, países donde campa a sus anchas el extremismo islamista y países donde el nacionalismo étnico-religioso es excluyente, forman parte de ese mapamundi de la vergüenza. En 30 países se han producido asesinatos por causa de la fe, lo cual es una noticia inquietante y que, desgraciadamente, escuchamos a menudo en las noticias. El Informe dice también que en 42 países el cambiar de religión acarrea graves consecuencias sociales y legales, incluso la muerte, mientras que muchos de los secuestros o violación de niñas y mujeres tiene que ver con las conversiones forzadas, algo que está aumentando significativamente en el ámbito islámico.

En muchos países, el Covid ha sido la excusa perfecta para poner cortapisas y aumentar las prohibiciones a los creyentes de cualquier religión para expresar su fe.  Marcela Szymanski es la responsable máxima de este Informe sobre libertad religiosa. De sus declaraciones en estos días, me han llamado la atención dos cosas:

 

1º.- El Informe denuncia el avance imparable del yihadismo radical en África. Las matanzas se suceden, los atentados se multiplican. Los violentos ya no se conforman con llegar a una aldea y arrasarla, sino que expulsan a sus moradores y, así, amplían su territorio, acaparan los recursos naturales y siembran el pánico en los alrededores. Miles de cristianos han tenido que abandonar sus ancestrales territorios y emprender el camino del destierro.

Europa y el mundo occidental parecen no tener sensibilidad alguna ante este terror indiscriminado por motivos de fe o conciencia. Tampoco parecen tomarse en serio lo que ya se ha dado en llamar el cibercalifato transcontinental. A través de las redes sociales, el yihadismo seduce cada vez más a un mayor número de jóvenes a los que les otorga una razón fuerte y desesperada para sus vidas, antes o después de lavarles el cerebro. En África este fenómeno es verdaderamente preocupante. Los jóvenes son arrastrados y seducidos y las mujeres son forzadas a la conversión a través de la violación o el matrimonio impuesto.

 

2º.- Pero hay otra novedad en el Informe 2021, lo que se ha denominado la ‘persecución educada’. Se está produciendo en el mundo occidental. La ridiculización del cristianismo o de la praxis de la fe, la obstaculización creciente a expresar públicamente la fe, la creación de supuestos ‘nuevos derechos’ que van en contra de la moral cristiana, y un creciente adoctrinamiento político en los medios de comunicación o en las escuelas públicas. En fin, una persecución larvada, pero eficaz. Los cristianos practicantes son señalados como ciudadanos carcas, viejunos o trasnochados. En fin, unas antiguallas”. Todo este proceder no es otra cosa que una discriminación en toda regla, por el hecho de creer en una determinada fe o de seguir la propia conciencia.

 Marcela Szymanski declara a la revista Vida Nueva que esta ‘persecución educada’ se está dando en España, y que “nuestro país está en el límite de la libertad religiosa”. Es más, dice que ha estado a punto de ser señalado en este Informe como país que no respeta la libertad religiosa. No hace falta ser un experto, para saber que esto es así: un laicismo agresivo, una ridiculización continua de la fe, una divulgación mediática amplia de los errores de la Iglesia, una minimización de la ingente labor social llevada a cabo por el clero, los religiosos y los laicos cristianos, la obstaculización progresiva de la escuela concertada, etc. Son, sin duda, noticias preocupantes, pero que no aparecerán en ningún telediario, porque cualquier noticia que suene a religiosa es ‘puro trasto viejo”, y  nada pinta en esta España  progresista y moderna.

Mientras escribía esta reflexión, dos noticias saltaban a la actualidad. Por un lado, dos periodistas españoles y un irlandés han fallecido en una emboscada, a manos de terroristas yihadistas, en Burkina Faso. Los periodistas españoles, David Beriain y Roberto Fraile, que habían trabajado con anterioridad en zonas de riesgo, estaban haciendo un reportaje sobre la caza furtiva, los intereses económicos y la violencia que genera. Pero el terrorismo musulmán, que cuenta en la zona con medios más potentes que el propio ejército nacional y que tiene infiltrados en las altas esferas,  conocía esta misión y solo tuvo que planear la emboscada. En un audio de la propia banda criminal se oye: “Hemos matado a tres blanco y nos hemos incautado de coches y armas”.

Por otro lado, en Sudán del Sur, en la diócesis de Rumbek, el joven obispo electo Christian Carlassare ha sido tiroteado en las piernas, como una clara advertencia y un acto de intimidación para que se largue. Tres balas y una gran pérdida de sangre han puesto en peligro su vida. Ahora se recupera en un hospital. Veo la foto. Sobre la camilla, el hombre de 43 años, mira a la cámara, aún asustado y aún débil. Alguien le ha entregado un vaso con flores blancas que él sostiene en su mano. La vida del ser humano es así de frágil como un vaso de cristal. Y las balas, en esta ocasión, llevan un mensaje de odio precisamente para los pocos que en este rincón del mundo tratan de poner un poco de cordura y de concordia en la locura de una violencia que no cesa.  De momento, recién salido de la operación, el P. Christian ha pedido a su familia y a sus hermanos combonianos: “Rezad, pero no por mí, sino por la gente de Rumbek, que sufre mucho más que yo”.

Marcela Szymanski, asegura que  el informe “muestra la impunidad que impera, porque nadie hace nada. Todos los autores que violan este derecho necesitan acabar con la diversidad de pensamiento, conciencia y religión”. Y sostiene que en el mundo presente “el hombre y la mujer que piensa, que busca la verdad y la transcendencia, es un obstáculo” a los ojos del mundo presente.






domingo, 25 de abril de 2021

Una temporada en Olmo

 LA OPCIÓN GUANELIANA

7.- Una temporada en Olmo.

En tiempos de noches oscuras, es preciso mirar y leer el interior.

“Dios usa contigo la misma ternura que un padre que en todo momento y ocasión educa a su pequeño” (L.G.)

            


            En algún momento de nuestra vida nos toca pasar una temporada en Olmo. Olmo es el desierto, la sequedad, el abandono, la acedia, el aislamiento, la discriminación. En el mapamundi guaneliano, Olmo es un hito. Olmo es el nombre de un pueblecito de montaña en Valtellina. Un pueblo aislado y en el que sus habitantes –en el último tercio del XIX- tenían fama de huraños y hoscos. Tarde o temprano, la vida nos destierra a ‘Olmo’. Los biógrafos de Luis Guanella dan mucha importancia al breve periodo –apenas 3 meses- que  estuvo de párroco en este pueblo. El destierro a Olmo se había gestado en los años anteriores. Una incomprensión y una hostilidad por parte de las autoridades políticas que, poco a poco, se fue contagiando a las eclesiásticas, hasta decretar el destierro a este pueblo perdido.

Su alineamiento al lado del Papa, su celo sacerdotal, su compromiso con los más desfavorecidos -algo que sienta mal a los políticos porque esa debería ser competencia suya- su ardor apostólico que propició el surgimiento de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, hasta el punto de que alguien dijo que “bastaba levantar un muro para que el pueblo pareciese un monasterio”, sus escritos nada veleidosos con el modernismo imperante, le hicieron caer en desgracia.

Abatido y cabizbajo, llegó Luis Guanella a Olmo. Vio que las gentes cerraban los postigos a su paso. Allí transcurrió tres meses de estudio y de oración, pero también con el desaliento como espada de Damocles sobre su corazón. Fue entonces cuando escribió: "Mis compañeros de sacerdocio, mis hermanos salesianos y mis alumnos hacen obras grandes para gloria de Dios y de las almas. Y yo aquí”. Él se sentía el apóstol fracasado obligado a pronunciar: "Tota nocte laborantes, nihil cepimus" (hemos trabajando toda la noche sin coger nada).

Pero Cristo no se detuvo a las puertas de Olmo, sino que entró con él, y allí le descubrió su corazón. El lugar de confinamiento, se convirtió en el Tabor de Don Guanella. Pero antes de entrever el Tabor, antes de tener esa certeza de que, pronto o tarde, la “hora de la misericordia sonaría”, este párroco, impulsivo y fogoso, conoció el derrumbe, la tristeza, el bajón, las dudas y la noche oscura.

 Olmo es importante en la historia de Luis Guanella, pero no lo es por la persecución ni el destierro (el obispo llegó a decirle: “no tengo motivos para suspenderte, pero lo haría con gusto”), sino porque, en esta temporada de castigo, don Guanella descubrió, no sólo que Dios no lo había abandonado, sino que le quería como el padre más amante. Como a la oveja perdida, Dios lo ponía sobre sus hombros y le conducía al valle.

Cada ser humano, cuando sufre rechazo o no es valorado como él quisiera o como cree merecer, puede tener dos actitudes: Una: maldecir su suerte, considerarse una víctima, despotricar contra los que han urdido su desgracia, repartir culpas a diestro y siniestro. Y dos: aceptar el presente que le ha tocado, perdonar de corazón a los que han tejido su desventura, mirar su interior, purificar sus sentimientos, disolver su sufrimiento, y permanecer en la presencia de Dios con su presente de desdicha. Por todo ello, ¡Olmo puede ser una bendición!

Esta segunda actitud lo cambia todo. La mayor fuente de conocimiento de uno mismo nos llega en los momentos de sufrimiento. Y del sufrimiento podemos salir como resentidos o como bendecidos.

Pero ‘Olmo’ nos puede enseñar algunas cosas.

Si nos tomamos en serio el cristianismo, tarde o temprano, nos sentiremos marginados. Ignacio de Loyola dijo en una ocasión que solo le preocupaba la Compañía si no se la perseguía: “Si no causamos ninguna extrañeza, es que hemos abandonado nuestra misión”.

Pero, al mismo tiempo, podemos descubrirnos como los que expulsan a otros cristianos a Olmo. Si no estamos muy atentos, tal vez pensemos que aquellos que no viven el cristianismo como nosotros creemos que debe vivirse, se ‘merecen’ una temporada en Olmo.

            Olmo nos da pie para hablar de cuantas veces nuestra forma de ser o de vivir entra en conflicto con el mundo e, incluso, con la propia Iglesia. Hace no mucho un periódico publicaba un elenco de las cosas más políticamente incorrectas. En ese listado aparecía, en primer lugar, el declararse cristiano practicante y exteriorizarlo en un lugar público, por ejemplo bendiciendo la mesa en un restaurante. Que alguien nos cuelgue el sambenito de ‘católico’ puede significar una defenestración social. En Europa, los cristianos no somos perseguidos con saña hasta la muerte, como está ocurriendo en otros lugares de Medio Oriente, pero sí que hay un tufillo de anticlericalismo por doquier. Hoy día, en el puesto de trabajo, decir que uno va a misa los domingos, que reza, o simplemente defender a la Iglesia en una conversación, no está bien visto. Si te confiesas abiertamente católico, te caen encima algunas categorías: carca, rancio, o te adjudican pertenecer a alguno de los movimientos más retrógrados de la Iglesia Católica. Cada vez las normas de un país se alejan más del Catecismo (cuestiones como la sexualidad, el aborto, el matrimonio, la eutanasia, pero también cuestiones económicas, migraciones, etc.). Por doquier abundan las burlas, los chistes gruesos, cuando no la inquina o el intentar hacerte callar la boca con algún escándalo eclesiástico (el de la pederastia del clero es infalible y pone fin a cualquier argumento y a cualquier defensa).

Pero Olmo es también “la tierra de nadie” que habitan los incomprendidos o los que se adelantan a su tiempo, los que sueñan sueños. Y la Iglesia no siente mucho afecto por estas categorías de personas. José María Rodríguez Olaizola escribe en su libro Tierra de todos que todavía persisten cristianos a los que se ve con recelo y sospecha, cristianos más o menos tolerados y más o menos incómodos. Y aunque los tiempos están cambiando, aún sigue habiendo cristianos  a los que se destierra: ¿Por qué tan pocas mujeres hoy aún en la toma de decisiones? ¿Por qué a tantas personas del colectivo LGTBI se ha negado el pan y la sal hasta hoy mismo? ¿Y los ex sacerdotes y los religiosos exclaustrados que han vivido de forma desgarradora su salida del presbiterado o de la vida religiosa? ¿Y tantos laicos a los que se trata como monaguillos? ¿Y los divorciados y vueltos a casar a los que aún no se permite la plena comunión con la Iglesia?

 Y estos colectivos son muchos y también han pasado o aún están en Olmo. Algunos, como Don Guanella, recibieron la luz en Olmo. Pero para otros, Olmo fue el final de su pertenencia a la Iglesia o el principio de una lejanía resentida y dolorosa. Para un creyente guaneliano sentir simpatía por los que “están o han estado en Olmo” tendría que ser lo más natural del mundo. Ellos también son parte de nuestra familia y a ellos nos une un ‘vínculo de amor’.

            “Acostumbrados a dormirnos sobre la cruz como sobre una almohada” (Marguerite Yourcenar),  muchos cristianos echarán de menos los tiempos gloriosos en que hacer pública ostentación de catolicismo estaba bien visto e incluso puntuaba y daba caché. Esto no es así y probablemente no lo volverá a ser. El mundo va por otros derroteros.

            La hostilidad social nos puede ayudar a hacer autocrítica sobre una determinada manera de ser creyente: la de vernos como miembros selectos del único Club verdadero. ¿Cuál es el plan de Dios sobre las distintas religiones? Es algo que no estamos capacitados para responder. Forma parte del misterio. Despojarnos de seguridades pétreas y de certezas inamovibles nos ayudará a vivir con serenidad y alegría en medio de una sociedad multicultural y mutirreligiosa. El creyente tiene una buena noticia que proponer, pero no que imponer.

            Nos sabemos barro, pero un barro que ha recibido un soplo de bondad y de belleza. Por ello, tenemos la obligación de ofrecerlo como un presente delicado. Y de ahí nuestra alegría. Somos imperfectos y pobres. Ya no constituimos una mayoría en posesión de la verdad, sino sencillos ladrillos de un puente por donde pasa la gracia y la dicha.

            En cada Olmo en el que estamos o estaremos confinados, podemos experimentar la ternura de Dios y ofrecer esta ternura al que está a nuestro lado. No ya desde el púlpito ni desde la cátedra, sino desde la cena compartida y el lavatorio de los pies.

Don Guanella tomó conciencia de que su Dios-Amor tenía que ser comunicado, como se ‘comulga’ un pan entre los hermanos cualquier mediodía del mundo. Utilizó todos los medios a su alcance para hablar de Dios. Basta echar una mirada a los libros, artículos, opúsculos, cuadernos que escribió sobre los más variados temas. Con el lenguaje pesado que por entonces estaba de moda en las esferas eclesiásticas, habló de todo, con más pasión que acierto literario, hay que confesar. En Olmo, germinaron muchas de sus ideas, porque en medio de la noche oscura, él experimentó la iluminación.

Olmo puede ser el lugar de nuestras desdichas, pero también de nuestras oportunidades. El lugar para ver nuestra pobre carne de hombres y, al mismo también, descubrir que no estamos solos en el exilio. Olmo siempre propicia una mirada lúcida a los cuartos tenebrosos del corazón. 

 


 Próximo domingo: Cap. 8.- Descubrir Claras y Catalinas. Descubrir centuriones


miércoles, 21 de abril de 2021

La campesina eslovena que amó a Umberto




“Mi padre fue para mí el asesino / hasta que a mis veinte años lo encontré”. Así comienza uno de los más hermosos poemas de Umberto Saba.

Había nacido en Trieste en 1883, entonces un territorio del imperio Austrohúngaro. Tenía que haberse llamado Umberto Poli, pero su progenitor, antes incluso de que él naciera, se esfumó. Cada vez que la madre le hablaba del padre se refería a él como el “asesino” y le conminaba a no “parecerse nunca a su padre”. Cuando a los 20 años finalmente Umberto lo conoció, pudo ver que no era un asesino, solo un niño grande, vagabundo calavera, amado y mantenido por algunas mujeres, inconstante y ligero, hasta morir en la indigencia. Umberto heredó del padre la mirada azul y algo de su ligereza y de su alegría.

Mi padre fue para mí “el asesino”,
hasta que a mis veinte años lo encontré.
Entonces comprendí que él era un niño
y que el don que poseo de él provenía.

Tenía en su rostro mi mirada azul,
una sonrisa, en la indigencia, dulce y astuta.
Siempre anduvo errante por el mundo;
más de una mujer lo amó y lo alimentó.

Era alegre y ligero; mi madre
sentía todo el peso de la vida.
Se le escapó de las manos, como un balón.

“No te parezcas—me decía—a tu padre”.
Y yo en mí mismo lo comprendí más tarde:
Eran dos razas en antigua contienda

La madre, judía, castigó con desapego al niño por el abandono del padre. Durante varios años se desentendió de Umberto, y lo dejó al cuidado de una mujer campesina eslovena. Y fue precisamente en ese ‘castigo’ donde Umberto Saba encontró un verdadero paraíso de afecto y de cariño. La niñera se llamaba Peppa Sabaz. Cuando Umberto publicó su primer libro de poemas no quiso firmarlo con su apellido ‘Poli’, sino que eligió ‘Saba’, por el apellido de su aya. Además, en hebreo ‘saba’ significa ‘pan’.

Fue su niñera la que le enseñó el padrenuestro en esloveno, aunque él era un niño judío, como lo era su madre. El amor de la campesina eslovena lo sostuvo durante toda su vida. Cuando la madre fue a buscarle a la casa de la niñera, para llevárselo a su propia casa, empezaron los verdaderos problemas para el poeta. Allí no encontró un hogar. Muchos de sus trastornos y depresiones a lo largo de su vida, proceden de la amargura de su infancia y juventud en la casa materna.

Umberto Saba, casi al final de su vida, escribió la novela Ernesto, una obra que dejó inacabada y donde el escritor hace memoria novelada de su iniciación al sexo y al afecto, con un hombre y con una mujer. Lo que cautiva de esta novela es la sencillez, la verdad desnuda, ligera, sin dramas y sin traumas. Un joven Ernesto, de 16 años, conoce, en el comercio donde aprende a llevar la contabilidad, a un trabajador manual, algo mayor que él, con el que se inicia sexualmente. Después, acude a Tanda, una prostituta de la ciudad de Trieste, extranjera eslovena, como lo era su aya, que le recibe en su cuerpo acogedor, y lo trata con afecto y maternidad. El adolescente Ernesto vive estos encuentros sin la conciencia del pecado, ni la transgresión social. No hay drama, ni tensión, ni moralinas al uso. Ernesto acepta Los cuerpos que la vida le ofrece, por curiosidad, por deseo, por soledad. La carne ama o repite los gestos del sexo que pueden parecerse a los del amor.

Esta tarde los versos de Umberto Saba me acompañan. Me recojo en casa después de un breve paseo en que mi mirada ha danzado entres los campos de colza amarillos, los aún minúsculos frutos del almendro, las nubes grises y ligeras en el cielo, las primeras gotas de lluvia como bendición sobre los campos. Y a mis ojos y a mi corazón le sienta bien la sencilla desnudez de las palabras, en italiano, de Umberto Saba.  Es esa falta de retórica lo que más me cautiva de la poesía del poeta triestino.

Termino este artículo con uno de sus más conocidos poemas: La cabra. El poeta reconoce, en el balido de una cabra atada en el prado, su propio dolor y el dolor ajeno, porque el dolor es eterno y tiene su propia voz:

Le he hablado a una cabra.

Estaba sola en el prado, y atada.

Saciada de hierba, empapada

por la lluvia, balaba.

 

Aquel monótono balar se identificaba

con mi dolor. Y yo le respondí: primero,

por bromear; después, porque el dolor es eterno,

y tiene su voz y no varía.

Era esta voz la que sentía

gemir en una cabra solitaria.

 

En una cabra de rostro semita

sentía lamentarse cada mal ajeno,

cada ajena vida.

Umberto, aunque agnóstico, era judío y fue condenado al ostracismo durante la ola antisemita que zarandeó a Italia y a Europa. Un silencio ultrajante cayó sobre su obra. Fue un perdedor, sin duda, que no esperaba mucho de la vida, tal vez sólo mantener el recuerdo intacto de su niñera, la compañía –pacífica o convulsa- de su mujer, Lina,  y los ojos amados de su hija única, Linuccia.

Muy joven perdió la fe del pueblo de Israel. Y sin embargo, -misterios del corazón humano- al final de su vida, entró en la fe católica. ¿Le decidió a dar este paso el recuerdo del padrenuestro en esloveno que cada noche le susurraba, como un canto antiguo y familiar, su niñera? La muerte vino a su encuentro en Gorizia en 1957. ¿Pensaría, en los últimos momentos de su existencia, en los brazos cálidos de su aya eslovena?









domingo, 18 de abril de 2021

Sentirse y saberse "buonfiglio"

 LA OPCIÓN GUANELIANA

6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.

Discapacidad que nos capacita y defensa de la dignidad de cualquier persona.

“Cuando acoges en tu corazón las debilidades humanas con el deseo de ofrecer una respuesta, entonces eres auténticamente misericordioso” (L.G).

 


           

Vale la pena dedicar una hora a observar la explosión de felicidad y de perfección que burbujea en las redes sociales. Un extraterrestre que mirase las fotos de Facebook, Twitter, Instagram y similares, pensaría que había llegado al mejor de los mundos posibles. Las sonrisas y las poses –en suma, el postureo- dominan las redes. Las librerías nos venden libros de cómo conseguir la felicidad en una semana o en veinte pasos. La cuestión es que, cuando hablas de tú a tú, cuando escarbas un poco en esa felicidad de merengue que aparentamos, nos damos cuenta de que el otro tiene sus sonrisas, pero también sus lágrimas. Nunca como ahora, que corremos en un continuo maratón tras la felicidad, esta nos es tan esquiva. El mortal aburrimiento en el que estamos instalados nos lleva a preguntarnos una y otra vez por qué no somos más felices. Este mundo zen que nos venden en el que tenemos que sentirnos superbién las 24 horas del día, ya no se lo cree nadie. Stefan Zweig en su parábola Los ojos del hermano eterno pone patas arriba nuestra manera de pensar: es en la humildad y en la servicialidad donde encontraremos el sentido a nuestras vidas y, por ende, la plenitud. Solo quien trata de hacer más fácil la vida a los demás, evitará herirlos y golpearlos. Corremos enloquecidamente tras el bien-estar, sin darnos cuenta de que solo lo encontraremos si practicamos, en el día a día, el bien-ser.

Vivimos en un mundo que nos vende la ‘perfección’ como un producto al alcance de la mano: sea la perfección del cuerpo (después de pasar por el quirófano), la de las sonrisas (tras acudir al dentista), la de los viajes (previo pago en la agencia), la de las vidas idílicas (mediante coach personal, el mindfullness, el yoga…) y el sexo a lo grande y a lo bestia (que es lo que nos muestra el porno y el sexo virtual). Y sin embargo, la ‘opción guaneliana’ nos invita a ser creyentes que viven la imperfección propia y la ajena como una oportunidad para refrenar nuestro impulso a la soberbia, a creernos mejores y a mostrarnos intolerantes con los demás. Como bellamente ha escrito Víctor Herrero de Miguel: “Solo en los ojos del débil puede el poderoso fracasado sentirse invitado a una vida en fraternidad”. Los creyentes de este siglo XXI -habitantes de una galaxia de soledades interconectadas- solo alcanzaremos la condición de hermanos si nos sabemos y nos sentimos débiles, porque “es por las rendijas de la fragilidad por donde se cuela la luz de Dios”.         

Si tuviera que poner nombre al sistema filosófico-teológico que subyace en lo que llamamos la ‘guanelianidad’, diría que son la “teología de la fuerza de la debilidad” y “la filosofía de la imperfección”. Un poeta guaneliano, Alfonso Martínez, habla muy a menudo en sus versos de esta teología y de esta filosofía, porque sólo estos seres imperfectos Saben poner al dolor / un silencio misterioso que nos supera”:

Consciente del poder divino,

te canto mi canción desafinada,

víctima de la filosofía de lo imperfecto,

porque yo trabajo en eso,

convivo con la imperfección,

Mi filosofía de lo imperfecto

creo yo que me hace más humano,

más tolerante, humilde y misericordioso,

más cerca de lo débil y de los débiles,

más cerca del marginado,

del excluido,

del empobrecido.

Mi filosofía choca a los sabios,

a los que quieren tener todo controlado,

todo perfecto.

Deja espacio a la improvisación,

y es amiga de decir: “lo siento”.

 

            Todos tenemos alguna discapacidad. Este debe ser el punto de partida. Considerarnos ‘capaces para todo’, nos convierte en engreídos y fatuos. Nacemos indefensos y morimos indefensos. Y en ese sendero que trascurre de la cuna a la tumba, se manifiestan nuestras múltiples imperfecciones, discapacidades, incapacidades, faltas, ausencias, carencias, necesidades, pecados y retrocesos. Saber que el ser humano es un ser imperfecto y desvalido nos cura de toda prepotencia y de toda soberbia. La humildad es el único estiércol que puede abonar nuestro humus y, así, añadir un palmo a nuestra estatura humana.

            La discapacidad mental y la minusvalía física son bien visibles. Las reconocemos a simple vista. Y en nosotros pueden provocar rechazo, simpatía, aceptación o indiferencia. O lo mejor de todo: normalidad. Pero hay otras discapacidades y minusvalías, mucho más serias y mucho más peligrosas que ser síndrome de down, ciego, sordomudo, tetrapléjico o con parálisis cerebral… ¿No tiene una seria discapacidad quien maltrata a una mujer o quien abusa de un niño? ¿No tiene una seria discapacidad quien es incapaz de empatizar con el dolor del otro? ¿Y quién saca beneficio de la mentira o quien saquea los bienes públicos? ¿Y quién se aprovecha de su inteligencia o de su belleza o de su fuerza para hacer callar al otro, humillarle o hundirle? ¿Y quien explota a los demás, y quien se enriquece fraudulentamente y quien hace negocios sucios aprovechándose de la pobreza de los más miserables? ¿Y quién destruye y saquea la naturaleza o es cruel con los animales? ¿Y quién es incapaz de compadecer o de perdonar?

            Habría que decir mucho sobre discapacidades. Pero lo cierto es que la discapacidad de corazón es la más severa de todas, porque siempre causa sufrimiento ajeno. Y tal vez son a estos ‘discapacitados’ hacia los que el creyente de esta generación debe estar más abierto, porque si nuestro odio es la respuesta a sus odios, ya nos han ganado, ya hemos entrado en su lógica y en su laberinto. Lo propio del creyente es el cuidado, incluso –tal vez sobre todo- de aquellos que no lo merecen o resultan odiosos. Condenar el mal no nos debe llevar a condenar a los ‘malos’.

            Pero vayamos a una discapacidad que don Guanella conoció bien y que sus seguidores intentan cuidar, remediar y dignificar. Como párroco de pequeñas aldeas, Luis descubrió que algunos chicos con discapacidad mental vivían descuidados en casa, apartados y escondidos por sus propios familiares. Logró convencer a los padres para llevarlos él mismo a una casa de Benito Cottolengo. Pero, nada más acomodarlos en esa casa, empezaba a preguntarse: “¿No podría hacer yo algo así en mi tierra?” De esta manera surgió  –estamos a finales del siglo XIX– la idea de construir una ‘choza’ para estos seres de desgracia. Conseguiría abrir una y muchas casas para ellos. Pero lo que denota su extraordinaria creatividad es que pensase que estos chicos y chicas no podían estar encerrados como en un manicomio, sino que podían aprender, ser útiles, trabajar en tareas sencillas. En una palabra, otorgarles dignidad. Nueva Olonio explica muy bien la recuperación y rehabilitación mediante trabajos manuales en el campo. Un buen día, en un carro, se presentó en la zona pantanosa de Olonio. Un terreno insalubre e improductivo, lleno de mosquitos. Picos, palas, azadas, rastrillas, canales de drenaje, desmontes y allanamientos… todo para que, en poco tiempo, allí donde solo había aguas estancadas y malaria, surgiesen los primeros huertos, los primeros árboles frutales, pero también una casa grande para personas con discapacidad mental. Poco a poco, otros hombres y mujeres y niños fueron llegando a la zona y construyeron sus casas y levantaron una iglesia y una escuela. Surgió un pueblo nuevo, un vergel en una zona pantanosa e ‘imposible’.

            Una sociedad se mide por el respeto a las minorías y a los diferentes. Frente a las palabras insultantes del lenguaje ordinario para nombrarles (subnormales, anormales, idiotas, tontos…), don Guanella inventó una palabra: “buonifigli”, que podríamos traducir como ‘buenoshijos’, o utilizando el lenguaje rural castellano ‘inocentes’. Pero ‘buonifigli’ alude a los hijos mejores, queridos, amados, predilectos. Todos somos ‘buenoshijos’, porque todos somos intrínsecamente imperfectos, frágiles, discapacitados. Y todos somos “discapacitados queridos, cuando alguien nos ame con un amor de predilección”.  Escribía Luis Guanella: “Los ‘buenoshijos’ … todo lo que les falta en la mente les sobra en el corazón. Son harto sensibles a la bondad que se usa con ellos. Por lo tanto, es preciso abstenerse de tratarles con brusquedad, y, en cambio, comprender sus manías. Nadie puede culparles de nada, sino que, por el contrario, se les debe tratar con gran ternura”.

La discapacidad es también un espejo en el cual podemos mirarnos. La discapacidad nos remite a nuestra propia vulnerabilidad e imperfección. Y es esta fragilidad la que nos torna humanos. Solo si recordamos el barro del que estamos formados, seguiremos siendo humanos, además de hombres y mujeres. Como nos ha enseñado Enmanuel Lévinas, “todo rostro es un mandamiento para el que lo mira: No me matarás”. Cada rostro humano lleva una marca de sacralidad. Es la marca que el propio Dios escribió sobre Caín, el asesino de Abel.

Al mismo tiempo que avanzamos por el camino de sabernos frágiles e imperfectos, debemos promover la defensa de las personas que conviven con una discapacidad. En la sociedad observamos movimientos esquizofrénicos. Por un lado, se dan avances extraordinarios en el campo de la inserción laboral y social de estas personas. Por otro lado, las leyes permiten la eliminación, en el seno materno, de estos seres, apenas se detecte alguna anomalía en el feto. También constatamos que, en una sociedad tecnificada y compleja y en una sociedad que aspira a crear el ‘superhombre’ y la ‘supermujer’, las personas afectadas por algún tipo de discapacidad, juegan con clara desventaja. Solamente una sociedad que ve más allá de la inteligencia y del éxito profesional o de la perfección del cuerpo, puede llegar a admirar y a hacer suyos esos valores de los que ellos andan sobrados: la inocencia, el perdón, la falta de prejuicios, la no competitividad, la capacidad para disfrutar de las cosas sencillas, el agradecimiento, el ritmo lento y la alegría porque sí…

Curiosamente, y lo confirman padres y cuidadores, las personas con discapacidad mental suelen ser buenas lectoras del alma humana, porque son capaces de ver lo que hay por detrás de nuestra fachada de seguridad, honorabilidad, profesionalidad, vestimenta y posesiones. Ellos atraviesan con su sexto sentido –Simone Weill hablaba de ‘genialidad’- nuestra epidermis y ven la mucha o poca valía de nuestro corazón.

“Hay en mí –escribe Soren Kierkegaard- una simpatía por el hombre puro y simple, por ejemplo, por los enfermos y los infelices, los tardos de mente, etc. He aprendido a dar gracias a Dios por esta simpatía como por un don”. Que esta sea también nuestra acción de gracias en la plegaria de cada día.

  


Próximo domingo: Cap. 7.- Una temporada en Olmo.

 

miércoles, 14 de abril de 2021

El príncipe del gatopardo




Por los pasillos y las estancias de los palacios de Palermo y Santa Margherita de Belice, Giuseppe Tomasi (1896-1957), príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, “fue aprendiendo, desde muy joven, el camino de la soledad y la compañía de los libros”.

            Es lo que hizo durante toda su vida: “buscar la soledad y amar los libros”. Amaría también, y detestaría, la isla de Sicilia. El hombre más culto de Sicilia, el que mejor conocía su paisaje y el alma de sus paisanos, se decidió en 1954 a escribir un libro, El gatopardo. Un libro que él nunca vio publicado. Las dos principales editoriales de Italia rechazarían el manuscrito, porque les parecía una novela rancia, decimonónica. Los responsables de Einaudi y Mondadori no se lo perdonarían nunca. ¿Cómo les pudo fallar su ojo clínico? La mejor novela italiana del siglo XX pasó ante sus ojos y ellos no la reconocieron. Ambos eran esclavos de sus prejuicios de clase y de una ideología política –en este caso de izquierdas- incapaz de admitir que una novela que versase sobre gentes con título nobiliario pudiera ser buena literatura.

Pero resulta que el libro se convirtió en un fenómeno editorial. Fue el escritor Giorgio Bassani el que removió Roma con Santiago hasta lograr su publicación. El libro contó con el favor del público y la novela entró por derecho propio en la Historia de la Literatura italiana.

El Gatopardo tuvo, además, la suerte de ser llevada al cine, impecablemente, por el gran Luchino Visconti. La novela está ambientada en la época de la Unificación italiana. El gatopardismo ha pasado a definir la astucia y el cinismo con los que los partidarios del Antiguo Régimen se adaptaron al triunfo de la revolución, para beneficio propio, como exactamente refleja una frase lapidaria de la novela: “Es preciso que todo cambie, para que todo siga igual”. Basta con echar una rápida mirada al mundo para darse cuenta de que los poderosos se amoldan a los tiempos para seguir gobernando este mundo.

Pero la novela es también el acta notarial de una época, de un estilo de vida, de una aristocracia rancia que asiste, impertérrita o nerviosa, a su propia decadencia y a sus ansias por sobrevivir y seguir mandando en una situación política que, en principio, les es adversa. Todo cambia, pero Sicilia no cambia. No cambia el paisaje seco, ni la altivez de la aristocracia, ni la reciedumbre de los palacios, ni el oropel de los bailes. Tal vez, en el fondo, el Gatopardo es una meditación barroca sobre la muerte y la resistencia a morir de los individuos y de las clases sociales. Una historia de ocasos.

Giuseppe Tomasi había nacido en Palermo en 1896. Una madre absorbente que ejerció una gran influencia en su vida y un padre desapegado fueron su compañía en los vetustos palacios sicilianos. Durante la Primera Guerra Mundial partió para el frente. Fue hecho prisionero por los austriacos y recluido en un campo húngaro de donde escapó y consiguió llegar a pie a Italia.

            “Era un hombre muy tímido, no le gustaban las multitudes, tenía un elevado sentido de su clase social, se relacionaba con unos pocos amigos, hablaba varios idiomas y sus conocimientos eran tan amplios, que sus conocidos le llamaban ‘el monstruo”, comentaba su biógrafo, David Gilmour.

            Se casó con la aristócrata, de origen letón, Alexandra Wolff Stomersee. La pareja se instaló en Palermo. Pero las relaciones imposibles entre suegra y nuera hacían inviable habitar el mismo palacio. Alexandra abandonó Sicilia, y solamente volvería a Palacio tras la muerte de la madre de Giuseppe Tommasi.

            Hijo único (su hermana había muerto de pequeña de difteria) y sin herederos, adoptó a un primo lejano y discípulo suyo en las tertulias literarias, Giacomo di Lanza, que finalmente heredó el título de príncipe de Lampedusa, y que ha mantenido viva la memoria del escritor.

            El escritor viajero Javier Reverte buscó en Palermo el rastro del autor de El gatopardo: “Caminando por Palermo, me parecía que el hombre que más amó y mejor comprendió Sicilia fue, al mismo tiempo, quien más la detestaba. Era profundamente agnóstico. La cultura que poseía le había convertido en un escéptico. Pero se sentía monárquico y rezumaba clasismo. No soportaba la ignorancia y, en consecuencia, no se dignaba a corregirla en público”. 

Cuando la muerte le llegó mientras dormía en la casa de Roma, Giuseppe Tomasi estaba recibiendo tratamiento por un cáncer que se le había diagnosticado poco tiempo antes. En su testamento, pidió que “se intentase la publicación de su novela aunque no a expensas de sus herederos, porque eso sería humillante”. Y también que en el entierro solo estuviesen presentes su esposa, su hijo adoptado y la novia de éste, los únicos seres vivos a quienes decía amar, junto con su perro Pop.

La novela empieza con un latinajo “Nunc et in hora mortis nostrae. Amen”. “Y ya la muerte y la belleza no nos abandonan en todo el relato”. En el cementerio de los capuchinos de Palermo, en una sencilla tumba rodeada de una verja de hierro reposa el autor que dolorosamente dejó este mundo sin ver publicado su manuscrito en el que él tenía una fe absoluta.

 










domingo, 11 de abril de 2021

Sacos de padrenuestros

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

5.- Sacos de padrenuestros

La oración como amistad. El sufrimiento como compromiso con el otro.

“En cualquier duda, incluso grave, ora a Dios y, después, deja que actúe la Providencia del Señor” (L.G).

 

 


El 27 de septiembre de 1915, mientras Luis Guanella comía, su cabeza y su cuerpo se inclinaron bruscamente. ¡La parálisis! Sobrevivió un mes en medio de grandes sufrimientos, braceando entre estados de semiinconsciencia y momentos de lucidez. Uno de ellos se produjo el 11 de octubre. Recobró las fuerzas y pudo decir algunas palabras: “La Providencia ha tenido a bien enviarme esta enfermedad para que sobre mis obras lluevan gracias abundantes. Mi enfermedad me llevará al cielo. Dios no os dejará de su mano. En esta tierra nadie es imprescindible. La Providencia no os faltará. No olvidéis este programa: Rezar y sufrir”.     

Rezar y sufrir. Hay una argamasa que une estas dos palabras y que las torna inseparables. Una invitación a rezar y una invitación a aceptar el sufrimiento. Al sufrimiento ni se lo invoca ni se le da la bienvenida. El creyente no busca el sufrimiento pero, mediante la oración y la meditación, se prepara para aceptarlo cuando llegue. La mayoría de nuestros sufrimientos proceden de nuestra resistencia a aceptarlos. Hay contrariedades de la vida que nos afectan dolorosamente. La falta de salud o de prosperidad, la pérdida de trabajo, la angustia ante el porvenir. Y hay un sufrimiento que procede directamente de nuestro amor o de nuestras elecciones personales. Me explico. Si nos decidimos a querer a alguien, cualquier cosa que a él o a ella le atañe nos llenará de dicha, pero también de dolor. Si nuestro hijo sufre por su enfermedad, su fracaso o su ruina, ese dolor pasa directamente a nosotros, porque esa persona nos importa, nos duele. Nos apena su pena. Y nos duele su dolor. Y hay otro sufrimiento que procede directamente de nuestras decisiones. Si uno opta por la conciencia recta, por la ética sin fisuras, por el seguimiento de Jesús, o por la verdad, sabe que, tarde o temprano, tendrá que pagar un precio. Lo comprobamos a diario en las noticias. Un defensor de los derechos de los campesinos es asesinado en el Amazonas, un grupo de cristianos pierde la vida en un atentado en una iglesia de Nigeria, un criminal arrepentido es eliminado por su antigua banda. Es a este sufrimiento del amor y a este sufrimiento de las decisiones personales al que apunta Luis Guanella.

Si te decides a ser padre, madre o hermano de tu prójimo, estás optando por no dejar de sufrir ni uno solo de tus días. Hacer el bien es encaminarse –así nos lo enseña cada día la vida- por un camino donde el sufrimiento está siempre presente. Sufrir no es el objetivo del cristiano. Eso sería masoquismo. Pero aceptar el sufrimiento como una oportunidad para crecer interiormente, sí. Aceptar el sufrimiento (y aquí cabe hablar de renuncia, sacrificio, privación) cuando éste ayuda a alguien, también. Cuántas veces hemos oído decir: “El cáncer me ha hecho mejor persona”, “los meses que cuidé a mi madre fueron los más importantes de mi vida”. “No cambiaría por nada haber permanecido durante toda la enfermedad al lado de mi mujer”. ¡Cuántas veces hemos experimentado que el deber y el cariño hacia los que sufren nos alejaban, momentáneamente, de nuestra zona de confort y de nuestra ‘dolce vita’. Aunque, poco después, probábamos una especie de plenitud interior, gracias a nuestra decisión correcta y hecha en conciencia.

Muchos hombres y mujeres, por su defensa de la dignidad del ser humano o de su fe, huelen su muerte. ¿La desean? No. Pero no la rehúyen. Saben que puede ocurrir. Pero su compromiso no admite componendas. Si, finalmente, tienen que pagar con su vida, lo pagarán y ya está.

Hubo un tiempo, allá por el siglo XVI en que la inconsútil túnica de Cristo se desgarraba por toda Europa. Católicos, protestantes, anglicanos se lanzaban a guerras sin cuartel y el mundo se tornaba más y más intolerante. En una celda de un convento abulense, Teresa de Cepeda, mujer, una pobre monja, lejos de las enconadas batallas teológicas, descubría la belleza de la oración, la belleza de la descalcez. Fue ella la que dijo que oración es “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos ama”. A finales del siglo XIX, un cura inadaptado, controvertido, perseguido, leía estas palabras, las saboreaba como la mejor de las polentas. Y las hacía suyas.

Es difícil hablar en nombre de Jesús, si no cultivamos su amistad a través de la oración. La oración estuvo mal vista durante décadas, porque se tenía la sensación de que era una especie de pérdida de tiempo. El activismo europeo valoraba más a los creyentes que dedicaban las 24 horas del día a solucionar problemas, crear iniciativas sociales, hacer más y más cosas. Muchos se cuestionaron la razón de ser de las mismas órdenes contemplativas, muchas veces sin haber pisado un monasterio y sin haber gustado estas islas de paz y de libertad interiores.

Los católicos dejaron la oración personal, la oración comunitaria, para al final alejarse de todo lo que les sonara a Cristo. Pero era tanta la sed que los hombres sentían de trascendencia y de quietud interior que por doquier surgieron grupos de zen, meditación, mindfulness que vinieron a suplir, descafeinadamente, lo que era la oración católica: “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos ama”. La nostalgia de Absoluto no ha dejado de crecer en estas últimas décadas y cada uno busca, en el gran supermercado de productos espirituales, lo que cree que le conviene para su mente y su ánimo. ¿Está respondiendo la Iglesia Católica a esta inmensa sed de los hombres y mujeres de hoy? Y sin embargo es esta búsqueda afanosa de la interioridad donde están surgiendo cosas verdaderamente interesantes en el mundo católico. Basta pensar en Pablo d’Ors y su red de Amigos del Desierto. El silencio y la quietud como lenguaje y como método para mirarnos por dentro, conocernos en profundidad, redescubrir a Jesús de Nazaret y llegar al corazón del hermano: Escribe el autor de Biografía del silencio: “El gran desafío para el hombre del presente y del futuro es la dimensión espiritual. ¿Qué supone esto? Articular caminos para el cultivo de la interioridad, dar a la esperanza un fundamento para que no se quede en un bonito deseo o en un mero temperamento optimista”.

Don Guanella, cuando sus monjas le preguntaban qué tenían que hacer para ser unas buenas religiosas, cariñosamente les decía: “Vosotras sed sacos de padrenuestros”.

Si Jesús nos hubiese dejado únicamente la oración del Padrenuestro ya hubiera sido una auténtica buena noticia, una preciosa herencia. El padrenuestro ya constituye, él sólo, un evangelio.  La oración del  padrenuestro es más importante que todo el magisterio y que todo el catecismo de la Iglesia. Don Guanella escribió un breve ensayo sobre la oración dominical: ‘Vayamos al Padre’. Si escardamos un poco el lenguaje ampuloso y barroco, propio de la escritura eclesiástica de finales del XIX, nos encontramos con auténticas perlas, profundas reflexiones en torno a una oración que, por sí sola, constituye y funda a un cristiano. Al final, muchos cristianos, descubren que, después de tantos discursos y tantos libros, nos quedan el silencio y el Padrenuestro. Esta oración ha sostenido a miles de cristianos perseguidos o encarcelados a los que no se permitía siquiera leer el evangelio. Rezar un padrenuestro en el silencio de su cárcel o su destierro, les mantenía en pie y mantenía su corazón y su mente en la cordura. Un padrenuestro impedía que enloqueciesen o que abjurasen.

Escribió Luis Guanella: “Al rezar el Padre nuestro, haz que tu corazón rebose de afecto por el Señor, y trata con entrañas de misericordia a tus hermanos, por muy pecadores e imperfectos que sean. En toda familia hay hermanos mayores y hermanos pequeños, hermanos sanos y hermanos enfermos. ¿Qué sería de una familia -¡Y qué pensaría un padre!- si el hijo mayor, sano y fuerte, no sostuviera y no ayudase a sus hermanos más pequeños y enfermos?”

“Necesitas pan para tu cuerpo pero también pan para tu alma. Dios dispone para ti una mesa de manjares suculentos para el alma y un banquete de alimentos exquisitos para el cuerpo”.

 Hace poco, el Papa Francisco decía que “el que reza es como un enamorado" porque "lleva siempre en el corazón a la persona amada, vaya donde vaya". Por eso, ha recordado que se puede rezar "en cualquier momento, en los acontecimientos de cada día: en la calle, en la oficina, en el tren; con palabras o en el silencio de nuestro corazón". “La oración nos va transformando: calma la ira, mantiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza de perdonar".

El escritor francés, Enmanuel Carrère, después de unos años de converso católico, dejó la religión. El día que decidió salir de la Iglesia anotó en su dietario una de las más  hermosas y conmovedoras oraciones de un no-creyente: “Te abandono, Dios mío, pero tú, Señor, no me abandones”.

 


 

Próximo domingo: Cap. 6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.

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