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domingo, 23 de noviembre de 2025

El cura Antonio Ronchi: el 'patagón' de Dios

 


            Parece ser que Magallanes y sus compañeros fueron los que dieron a los habitantes de la región más austral de Sudamérica, los tehuelches, el nombre de patagones, por su elevada estatura, y en alusión al gigante Pataghón que aparece en la novela de caballerías Primaleón.

          El pasado verano, en el momento del café, mi amigo y misionero en Chile, P. Alfonso Martínez, sacó de su mochila un libro y me lo entregó: El cura Ronchi, de Roberto Gómez Suárez. En una heladora mañana de noviembre, con un café en la mano, al agrego de solillo invernal, he concluido esta biografía. Primera impresión: cuesta entender que hayan existido hombres así, verdaderos gigantes, 'patagones', al servicio de los más abandonados y aislados, precisamente en la Patagonia de Chile.

            Antonio Ronchi nació en 1930, en un pueblo de la provincia de Milán, de una madre muy religiosa y de un padre que pisaba la iglesia justo cuando no quedaba más remedio y que creía que los curas eran todos unos holgazanes. El padre, emprendedor y dinámico, tenía grandes planes comerciales para su primogénito varón, Antonio. Pero éste, poco a poco, empezó a frecuentar la iglesia y el oratorio, y manifestó su voluntad de entrar en el seminario de los padres guanelianos. El enfado se apoderó del padre y con una cierta ira le espetó: “¡Anda a hacerte cura que no servís pa’ na’!”

            Una noche, su madre, Agnese Berra, tuvo un sueño: “Vi un lugar lleno de gente que tenía hambre. No sé qué sitio era. Esta gente esperaba algo… De repente tú, Antonio, aparecías con una cesta grande de pequeños panes. La gente se sintió feliz de lo que tú llevabas y empezaron a saciarse. Tú te veías muy pequeño y muy pobre; más pobre incluso que ellos”.

            Ordenado sacerdote, manifestó su deseo de ir a tierra de misiones. “al lugar más difícil que exista, donde todo esté por hacerse”. A veces Dios acepta a la primera nuestras oraciones. En agosto de 1960, en el puerto de Génova, comienza la aventura misionera de Antonio Ronchi. La Patagonia chilena será su destino. Y concretamente la región de Aysén, allí donde el diablo perdió el poncho o donde Cristo perdió el zapato.

La Patagonia: Un lugar extremo, donde el salvajismo de las olas y de los vientos, y la intensidad de frío empequeñece y enloquece a cualquiera. Apunta el explorador Roquefere: “El metabolismo patagónico es de continuo cambio geológico, telúrico y  espacial. Todos los días ocurre un cataclismo: un río cambia bruscamente su curso, un lago desaparece, un glaciar se desborda, una etnia se extingue, una montaña se hunde y las piedras ‘caminan’ de un lugar a otro”. Glaciares, fiordos, selva fría, campos de hielo, lagos, ríos y pampa y una extensión inabarcable, donde malviven hombres y mujeres perdidos y aislados en esa inmensidad, abandonados a su suerte por el Estado y ¿tal vez dejados de la manos de Dios?.

            La climatología es extrema. Y la pobreza también. La falta de alimentos es endémica, el aislamiento del resto de la civilización es insalvable. Las condiciones educativas y sanitarias son deplorables. Al aventurero Ronchi no le arredra la climatología extrema. Y la pobreza le estimula, desafía, aguijonea y arrastra a un despliegue de actividad y de servicio tan extremos como el clima austral.

            Y este misionero guaneliano se dedicó durante 30 años a recorrer el ‘planeta Patagonia’, a pie, en barca, a caballo, en solitario. Jornadas extenuantes de viaje, dormir a la intemperie, helarse de frío, perderse en los bosques, embarcarse en el mar proceloso, para encontrarse con unos seres humanos que peleaban con el mar y con la tierra, ver con sus propios ojos las necesidades y poner remedio, llevar esperanza, consuelo y también una pequeña candela de fe que asegurara a los patagones que Dios  no les abandonaría.      

            Y así emprendió su obra titánica de caridad entre los patagones. Con su sotana sucia de barro, con sus dotes de persuasión, con su argumentario incontestable, con su pesada insistencia, con sus botas empapadas, con su vozarrón que competía con el viento, recorrió leguas y leguas, aguas y aguas, pero también despachos gubernamentales, para exponer las urgentes necesidades de esa tierra perdida. Y no sólo en Chile, también en su tierra natal, Italia, en Francia en Estados Unidos, en las sedes de la por entonces Comunidad Económica Europea. Lo más urgente eran los alimentos. Los alimentos escaseaban. Nada se podía comprar porque nada había para comprar. A través de una asociación francesa Aide au Tiers Monde que enviaba alimentos a África que le proporcionaba la CEE, consiguió que esos alimentos se enviasen también a la Patagonia. Fue una proeza. Toneladas y más toneladas de alimentos llegaron a este extremo del mundo. Una nota de la aduana con fecha  21 de febrero de 1984 señala que se recibieron de la CEE con destino a las actividades caritativas de P. Ronchi: 80 000 kg de leche en polvo, 1500 cajas de mantequilla y 30 toneladas de aceite. Y así sucesivamente.

            Pero Antonio Ronchi no quería que los patagones se sintieran mendigos que reciben leche en polvo, aceite o carne enlatada, sino protagonistas de su progreso. Y así ideó lo que él llamaba “trabajo por alimentos”. Los alimentos eran repartidos, pero los hombres y mujeres se comprometían a realizar trabajos en beneficio de la comunidad. Surgieron escuelas, pequeños puertos, postas, cabañas, talleres, caminos, pasarelas, puentes, almacenes, capillas, aserraderos…

            Pero a La Patagonia, no sólo llegaron alimentos, también toda clase de maquinaria y herramientas: tractores, segadores, secadoras de madera, máquinas de coser, motores fuera borda, motosierras, palas mecánicas y todo lo necesario para instalar una producción maderera. Él mismo aprendió a manejar toda esta maquinaria, para enseñar a otros.

            Antonio Ronchi pertenecía a los guanelianos, pero era un tipo que iba a su aire y a su bola. Se “sentía guaneliano hasta la médula y hasta la muerte , pero era incapaz de atenerse a los tiempos y a los ritmos de una comunidad guaneliana. Entraba, salía, corría. No tenía horarios, no tenía reglas, no pedía permiso. Un viento tan impetuoso como el de la climatología austral, le empujaba siempre más allá. Permaneció guaneliano hasta el final de su vida, pero un guaneliano sui géneris. Algunos le admiraban; otros no lo comprendían o lo juzgaban con severidad. Algunos, a su muerte, reconocieron su humanidad y su santidad. Probablemente sentirse incomprendido o juzgado severamente por algunos de sus hermanos guanelianos o por otros sacerdotes y algún obispo fue la única cruz que sintió sobre sus fuertes espaldas de patagón.

De don Guanella había aprendido dos cosas. Mantuvo una fe sin fisuras en la Divina Providencia a la que ‘culpaba’ de todo el bien que había hecho en La Patagonia. Y memorizó una frase (no sé si la única), que la cumplió al pie de la letra hasta el último aliento: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”. Esta máxima era su razón de ser, su excusa perfecta para no pararse nunca quieto y la gasolina para su actividad desbocada.

            Capítulo aparte merece el tema de las estaciones de radio y televisión que instaló en decenas de territorios. Si los alimentos eran su lucha contra el hambre. Si la maquinaria era su lucha contra el atraso económico. La radio y la televisión fueron su lucha contra el aislamiento secular de la Patagonia. Después de muchos tiras y aflojas, el ministerio chileno tuvo que otorgar los permisos necesarios para la instalación de estaciones de radio y televisión. Las parabólicas intentaban captar las señales, pero desde las estaciones también se retransmitía producción propia: avisos útiles para la población, música, eucaristías, formación. Fue una verdadera promoción humana y social. En este campo, sobre todo, se manifestó como un hombre adelantado a su tiempo. Por primera vez los habitantes de estas regiones aisladas empezaron a conocer lo que sucedía en otros lugares, ver cine televisado, recibir información y formación, misas, catequesis y rezos retransmitidos, y mostrar al resto de los chilenos su forma de vida, sus costumbres, sus pequeños progresos, sus rostros, incluso. Estos canales de radio y televisión fueron bautizados con el nombre de MADIPRO (Madre de la Divina Providencia).

             Su fe en la Divina Providencia, que asiste, protege, consuela y otorga a cada uno de sus hijos, era una fe sin fallas. Cuando recibía aplausos y elogios, siempre decía que todo era mérito de la Divina Providencia. Muchos le tildaron de preocuparse únicamente por el progreso humano. Pero este libro de Roberto Gómez Suárez nos da mil razones para entender que los bienes materiales que el cura Ronchi donaba no eran “más que el anzuelo para llevar a todos los patagones a Dios”. Cuando llegaba a un sitio, lo primero que hacía era celebrar la misa, rezar el rosario, bautizar, casar, visitar a los enfermos y bendecirlos. Dios estaba en sus labios y en su corazón. Pero su fe no era teórica ni abstracta ni descarnada. Su fe iba directamente a la carne llagada de Cristo. Unas llagas de hambre, de atraso económico y de incomunicación.

            Cura extravagante, revolucionario, cura marxista y también fascista (porque defendía a los pobres o se inmiscuía en temas que competían al Estado), bulldozer de la Patagonia, el padre Hurtado de Aysén, activista radical, hombre ejemplar, El cura ‘rasca’, gran promotor social, religioso ‘desobediente’, gigante de la caridad, emprendedor, cristiano cabal que entregaba alimentos, construía casas, abría caminos y ponía en comunicación a los villorrios aislados.

            El paso de Antonio Ronchi por estas latitudes, mejoró las condiciones de vida de muchos patagones. Cuando el 17 de diciembre de 1997 murió en Santiago de Chile, las gentes sencillas de la Patagonia, que no sabían de teologías, lo lloraron como a un padre y lo “canonizaron” como a un santo. Calles, plazas, escuelas, puertos, barcazas, estaciones de radio y televisión, monumentos, un museo, una isla y una fundación llevan su nombre.

            Desde todos los poblados por donde el cura Ronchi había pasado llegaron peticiones para que sus restos mortales descansasen en esa tierra que él había amado y servido hasta el último día. Finalmente se decidió que fuese enterrado en Puerto Aysén, en un sepulcro en forma de barca. Miles de personas lo acompañaron; cada uno tenía un motivo y una anécdota para ese homenaje. El féretro fue depositado en el sepulcro y fue cubierto con saquitos de tierra de islas, poblados, villorrios, puertos y territorios que habían sido pisados por las botas embarradas de P. Antonio Ronchi, mientras que un coro de miles de personas rezaban, lloraban y cantaban a la vez un canto a él tan querido: “Aunque te digan algunos que nada puede cambiar, lucha por un mundo nuevo, lucha por la verdad”.

            A las generaciones venideras probablemente les será difícil creer que un solo hombre pudo llevar a cabo tantas empresas en favor de los hombres y mujeres de Puerto Aysén, de Puerto Marín Balmaceda, de Puyuhuapi, de Lago Verde, de La Tapera, de Villa Amengual, de Caleta Tortel, de Villa O’Higgins, de Puerto Ibáñez, Cerro Castillo, Levicán, Murta, Río Tranquilo, Machinal, Mallín Grande, Guadal, Bertrand, El Plomo, Cochrane, Los Ñadis, Ruta San Carlos, Lago Vargas, Chacabuco, Puerto Cisnes, Mañihuales, Villa Orteg, Ñireguao, Río Negro, Chulín, Chaulinec, Chadno Central, la Junta, Villa la Tapera, Puerto Aguirre, Caleta Andrade, Melinka, Puerto Yungay, Puerto Sánchez, Puerto Cristal, Isla Toto, Puerto Gaviota, El Toqui, Río Tranquilo, Coyhaique…


Portada del libro "El cura Ronchi"




Documental sobre la vida del misionero de La Patagonia

Museo Antonio Ronchi en Villa O'Higgins

Escultura del cura Ronchi en el corazón de La Patagonia

Exposición temporal en el Museo Regional de Aysén

Una Fundación continúa la obra del cura Ronchi






Parabólica en una de las muchas estaciones de radio y televisión







Celebración de la eucaristía de un grupo de peregrinos





Mausoleo de Antonio Ronchi en Puerto Aysén (Patagonia)


miércoles, 17 de septiembre de 2025

Los niños gazatíes en el altar de los sacrificios

     


        Una Comisión de la ONU, creada hace unos meses, con el encargo de redactar un informe sobre las acciones de Israel en la guerra de la Franja de Gaza ha sido contundente y acusa a Israel de cometer crímenes contra civiles a los que tenía la obligación de proteger y de imponer "condiciones inhumanas que causan la muerte de palestinos, incluyendo la privación de alimentos, agua y medicinas".

        El Informe detalla las acciones reprobables llevadas a cabo por Israel, tanto dentro de la Franja de Gaza como en las diferentes cárceles de Israel, y le acusa de no respetar el derecho internacional para los casos de guerra.

    Por lo tanto nada que añadir. Sólo cabe condenar una política de guerra que no busca la legítima defensa, sino la eliminación del adversario, por motivos raciales, étnicos, religiosos, etc.

    En estas campañas de solidaridad hacia los gazatíes que hemos visto en España con motivo de la Vuelta Ciclista y que han sido clamorosas, ruidosas y, en varios casos, violentas (el ministro las calificó de pacíficas, aunque tuvo que admitir que había 22 agentes heridos), es preciso matizar porque, de lo contrario, podemos caer en el eslogan fácil y en la pancarta simplona, en el megáfono que canturrea consignas. Y en la masa que sigue al abanderado, sin saber a quien sigue.

    Lo primero que hay que decir, en honor a la verdad, es que los dos millones de habitantes de la Franja de Gaza ya eran rehenes de los terroristas de Hamás, mucho antes de que el ejército israelí lanzara su ofensiva destructora, por cierto después de atentado llevado a cabo por palestinos de Hamás contra Israel y en el que murieron casi mil cuatrocientas personas y otras 252 fueron secuestradas.

    Sí, los dos millones de gazatíes que vivían en la Franja de Gaza ya eran prisioneros de los terroristas y lo eran desde que nacían. Y los niños, en la escuela, en la calle y en el campo de fútbol eran adoctrinados en el odio y la venganza. Y esos dos millones de palestinos malvivían en una situación de economía precaria. No vivían así los dirigentes de Hamás, ni mucho menos, que utilizaban muchos dineros procedentes de donaciones, no para aliviar la vida cotidiana de los palestinos, sino en beneficio personal y en la adquisición y contrabando de armas, porque Hamás tenía y tiene conexiones con los terroristas de medio mundo.

    El territorio de Palestina está dividido entra la Franja de Gaza (las regiones bíblicas de Judea y Samaria), controlada por Hamás, y Cisjordania, esta última región está políticamente en manos de Fatah, que a su vez controla a la Autoridad Nacional de Palestina, partidaria del diálogo con Israel y la que goza de un mayor reconocimiento internacional, por su enfoque moderado y su renuncia a las violencia. En 2007 ambas facciones políticas dirimieron sus diferencias a tiros y a sangre. Israel se benefició de estas disensiones internas. En este momento Fatah y Hamás son dos formas de ver y pensar Palestina prácticamente irreconciliables.

    Hamás es terrorismo duro y puro. Y ha creado en la Franja de Gaza un sistema de vida en el que se mezcla la precariedad económica con la ignorancia y el adoctrinamiento sin pausa en el odio. Y por supuesto, la venta al exterior de un "relato de víctimas de Israel" que funciona muy bien entre ciertos partidos europeos, especialmente en España, que aún arrastran una idea romántica del terrorismo.  Defender al pueblo gazatí ante los desmanes de Israel no es óbice para condenar las prácticas nada democráticas de Hamás en la Franja de Gaza, donde los derechos individuales son burlados con frecuencia, y las libertades, como la de opinión, prensa o asociación son inexistentes. Además, las mujeres son apenas unos "vientres de reproducción", y los niños y jóvenes son considerados como "materia prima para amasar futuros terroristas". 

    El atentado del 7 de octubre de 2023 contra Israel fue un golpe de efecto sin duda grande. Un atentado pensado y premeditado, aún a sabiendas de que la respuesta de Israel sería demoledora y desproporcionada. ¿Qué buscaba, entonces, Hamás? Buscaba niños muertos, civiles muertos, mujeres muertas, edificios arrasados, penurias y hambruna. ¿Y eso por qué? Para mostrar al mundo la "inocencia de los palestinos y el carácter asesino de los israelíes". ¿Lo ha conseguido? En parte sí, como lo demuestra la simpatía suscitada últimamente por la causa palestina. ¿Pero se puede entender como una victoria política el sacrificio de miles de personas?

    Y podríamos hacernos más preguntas ¿Quién en su sano juicio comete un atentado que sabe que va provocar una terrible venganza por parte del Gobierno de Israel? ¿Qué padre arriesga la vida de sus hijos y de su mujer y de su madre en una guerra que de antemano sabe perdida? ¿Por qué los niños gazatíes no han sido protegidos en los casi quinientos kilómetros de túneles excavados en la Franja para uso y servicio de los terroristas de Hamás? Si de verdad a los terroristas de Hamás les importaban sus hijos, les importaban sus mujeres o les importaban sus ciudadanos, ¿les hubieran expuesto a una muerte segura al enfrentarse a un gigante militar como es Israel? ¿Por qué, para salvar a sus niños de Gaza, no entregan a Israel a los secuestrados que Hamás tiene todavía en su poder?

    Palestina no es Hamás, por supuesto, pero habrá que reconocer que el propio pueblo de Palestina tiene un enemigo muy serio en los terroristas de Hamás. Palestina no es Hamás, claro está. Y eso nos obliga a condenar lo condenable, a sentir compasión por los gazatíes que han perdido la vida, la casa, la tierra y la paz. Tampoco el pueblo de Israel es Netanyahu. Aunque muchos, en esta ola que huele a antisemitismo, quieran eliminar la presencia de israelitas en los festivales de música, las competiciones deportivas, los escenarios y los foros internacionales. Si de alguno dependiese, arrojaría de nuevo a los israelíes al campo de concentración. A veces creo que esta simpatía y admiración de algunos partidos europeos (y sobre todo, españoles) por todo lo musulmán no es ni mucho menos verdadera, sino un disfraz para disimular su odio al cristianismo y, de paso, al judaísmo.

            Los niños gazatíes no sólo son las víctimas inocentes de las fuerzas militares de Israel, son también las víctimas del terrorismo de Hamás. Unos terroristas a los que importa un bledo sacrificar una generación entera de niños y de jóvenes. Unos terroristas que han hecho del terror y de la violencia su oficio y su beneficio, su trabajo y su siniestra vocación. Un terrorismo, el de Hamás, que ha recibido a lo largo de los últimos años cuantiosas donaciones por parte de muchas organizaciones europeas. Todo hay que decirlo.

        Los niños gazatíes se han llevado y se llevarán la peor parte de esta guerra. Sin compasión, han sido tratados por las fuerzas de Israel y su afán aniquilador. Y sin compasión han sido tratados por los propios palestinos, envenenados por los delirios terroristas de Hamás. 

        El genocidio contra los niños gazatíes no sólo lo está cometiendo el Gobierno de Israel, sino también los propios dirigentes de Hamás, dispuestos a sacrificarlos, como corderos degollados, en el altar de su ideología.

        La ONU ha condenado claramente el genocidio llevado a cabo por el ejército de Israel sobre la Franja de Gaza, reducida ahora a pura ruina y pura miseria. Pero no nos olvidemos que la Franja de Gaza no era, ni mucho menos, un paraíso gobernado por los angelitos de Hamás. 

  









     


    


lunes, 14 de julio de 2025

Gaza: el hambre entre las ruinas

Hubo momentos en que parecía posible que dos pueblos, como el israelí y el palestino, pudiesen convivir con un mínimo de civilidad y de seguridad. Estuvo cerca de conseguirse. Ahora parecen cosas lejanas, lejanísimas incluso.

La Franja de Gaza ya no existe. No existen las casas ni los mercados. No existen los hospitales ni las escuelas. No existen las carreteras ni los puentes. Sólo escombros sobre escombros. Ciudades y aldeas trituradas por la furia del ejército israelí, con Netanyahu a su cabeza, el apoyo incondicional de Estados Unidos, el desentendimiento de Europa, el abandono de los países árabes y la indiferencia del resto del mundo.

Ahora sólo quedan los escombros. Y el hambre. Y los disparos contra  los gazatíes desesperados que buscan algo que llevarse a la boca cuando un camión de víveres pasa cerca. ¡Y que imploran con sus cacerolas vacías a un cielo que parece haberlos olvidado!

Mikel Ayestaran hubiera querido estar ahí, para contar, como periodista, lo que allí sucede, pero no le ha sido posible, porque los periodistas no pueden entrar. Y cuando los periodistas no pueden entrar difícilmente podemos enterarnos de las víctimas concretas con sus nombres, sus rostros y sus historias personales. El continuo goteo de muertos desde que empezó el ataque a Gaza es un goteo de números, sólo números, diez, veinte, cuarenta. Mikel Ayestaran conoce bien la zona y ha escrito mucho al respecto. En una entrevista reciente declaraba: “La palabra “guerra” no define lo que pasa en Gaza. ¿Cuál es esa palabra? No lo sé, me quedo sin ellas. Pero una guerra no es, no hay un ejército enfrentándose a otro ejército. Gaza es un lugar que antes ya estaba cercado, ahora está totalmente cercado y tenemos un superejército que… Yo ya no sé qué está bombardeando, bombardea sobre lo bombardeado”.

La matanza de 1200 personas y el secuestro de otras 250, a manos del grupo terrorista Hamás (7 de octubre de 2023), ofreció la excusa perfecta a Netanyahu para lanzar su ofensiva total contra los terroristas, pero también contra la población civil, contra sus casas, sus tierras, sus animales y sus pertenencias.

Ya no queda piedra sobre piedra en esa franja. La última fase de esta sinrazón y de esta impiedad es conseguir una victoria total y definitiva rindiendo a la población por hambre, obligando a Palestina a la capitulación e imponiendo el control militar israelí en todo ese territorio.

Los camiones cargados de víveres son detenidos en la frontera, mientras que los niños lloran de hambre. Los pocos camiones a los que se permite el acceso, se las ven y se las desean para distribuir los alimentos en medio de la balacera y de todo tipo de obstáculos por parte del ejército de Israel. Muchas panaderías y más de un centenar de comedores, gestionados por asociaciones humanitarias, y que proporcionaban pan y un plato de comida diaria, han tenido que cerrar por falta de harina y otros alimentos. En Gaza se han llegado a pagar 500 dólares por un saco de 25 kilos de harina.

De nada valen las súplicas de la ONU o del Vaticano. De nada sirven los lloriqueos de las autoridades de tantos países que con la boca pequeña dicen sentirse avergonzados. De nada sirven las resoluciones internacionales que deben aplicarse en tiempos de guerra con los enemigos. León XIV ha dicho una frase muy elocuente: “Matar de hambre a la población es una forma muy barata de hacer la guerra”.

Palestina pudo ser otra cosa. Estuvo a punto de serlo. Luego, el grupo terrorista de Hamás se hizo con las elecciones, con las armas, fanatizó al pueblo y empezó a tomar decisiones verdaderamente nefastas. Palestina no sólo tiene un enemigo en Israel, lo tiene también en Hamás. Tal vez por todo ello, Palestina es un pueblo sin amigos. Palestina es un territorio indeseable para sus propios vecinos, para los países árabes que deberían compartir con ella un destino común de fe, lengua e ideales.

Pero condenar el terrorismo de Hamás no puede justificar en ningún caso esta hambruna deliberada y planificada”, como ha declarado un responsable de la Ong Oxfam. ¿Son acaso los ciudadanos corrientes y molientes de Gaza culpables de las decisiones de unos gobernantes fanáticos o corruptos? Cuando se identifica a los ciudadanos con los que tienen el poder y las armas, se llega a estas situaciones inhumanas. Un niño, un anciano, una mujer que tienen hambre no pueden ser castigados por crímenes de los que no son autores. Por esa misma razón, me niego a identificar a los ciudadanos israelíes con la práctica genocida del Gobierno de Netanyahu.

¿Dónde están los justos de Israel de los que se habla a menudo en los Salmos o en el Libro de la Sabiduría? ¿Dónde están las mujeres y hombres judíos justos que deberían llevar en su corazón la misericordia y la compasión de los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento? ¿No les dirá nada José que perdonó a sus hermanos que lo habían vendido como esclavo y llenó los sacos de trigo para saciar su hambre en tiempo de sequía? ¿No les dirá nada David que, aunque tuvo la oportunidad de matar a Saúl que lo perseguía a muerte, no lo hizo por el temor sagrado a Dios? ¿No les dirá nada Ruth, la moabita, que no abandonó a su suegra por compasión y que junto a ella salía a espigar cada mañana de verano? ¿No les dirán nada Tobías, Zacarías y otros tantos, hombres justos que practicaron la misericordia y ayudaron a los necesitados?

Hemos pasado de la paz de los valientes, implorada por Rabin y Arafat, a la guerra de los cobardes. Parece que el objetivo de Netanyahu es hacer de Gaza un inmenso solar, sin vida y sin habitantes, y recluir a todos los gazatíes en campos de refugiados de los que luego tendría que encargarse la ONU. Los gazatíes tendrían –cruel sarcarsmo- la libertad de escoger entre la muerte o la deportación al campo de refugiados. A estas alturas, da la sensación de que estamos asistiendo a la ejecución milimétrica de un plan de destrucción total. Hacer desaparecer Gaza. Hacerla invisible. Reducirla a polvo y ceniza. Desde muchas sensibilidades e instancias se habla claramente de genocidio.

Solo cabe esperar que aún queden justos en Israel. Y que cuando pase esta “generación perversa”, ellos sean levadura, para hacer crecer la convivencia pacífica en la tierra que habitó Jesús, porque en el Salmo 1 está escrito:

Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos,

Ni entra por la senda de los pecadores,

Ni se sienta en la reunión de los cínicos

Será como un árbol plantado al borde de la acequia.

Da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas.

Y cuanto emprende tiene buen fin.

Porque el Señor protege el camino de los justos.

Pero el camino de los impíos acaba mal.























viernes, 18 de abril de 2025

"Sed tengo", de Gregorio Fernández

 


Sed tengo es el primero de los grandes pasos que Gregorio Fernández realizó para la Semana Santa de Valladolid. Fue un encargo de la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, integrada por el gremio de los pasamaneros, por entonces muy activos en la ciudad. Gregorio Fernández, con la ayuda de su taller, lo llevó a cabo entre 1612 y 1616. Después de muchas vicisitudes históricas, el paso acabó integrado en las colecciones del Museo Nacional de Escultura, un museo que cada Viernes Santo abandona para participar en la Procesión General de la ciudad del Pisuerga, portado por la Cofradía de las Siete Palabras.

El paso está compuesto por el Cristo clavado en la cruz y cinco sayones: sayón de la escalera o del rótulo, sayón de la esponja de vinagre, soldado vestido con armadura y lanza en mano, sayón descalabrado que lanza el cubilete con los dados y sayón que mira al suelo para ver el resultado de los dados.

         “Tengo sed” fue la quinta de las siete palabras que cristo pronunció desde la cruz (las otras: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Mujer, ahí tienes a tu hijo. ¿Por qué me has abandonado. Todo está consumado. En tus manos encomiendo mi espíritu). Las ‘Palabras’ constituyen, por tanto, una especie de testamento o resumen de la vida de Jesús de Nazaret. Cada Viernes Santo, la cofradía titular de las Siete Palabras convoca a vallisoletanos y forasteros a acudir a la Plaza Mayor para escuchar a un orador sagrado el Sermón de las Siete Palabras. Este acto, con toda su solemnidad y teatralidad, conserva aún la atmósfera de los grandes autos sacramentales llevados a cabo en la Plaza Mayor con motivo de las fiestas religiosas o de los autos de fe que tuvieron lugar en este mismo escenario contra hombres y mujeres acusados de herejía.

         El paso Sed tengo tiene forma de pirámide, geometría de equilibrio y perfección constructiva. Tiene una altura muy considerable, pues encaramado a la escalera y por encima de la cabeza de Cristo, el escultor coloca un sayón. La teatralidad barroca es la seña de identidad de los pasos de Gregorio Fernández. El pueblo iletrado es capaz de leer estas imágenes y conmoverse hasta las lágrimas, darse golpes de pecho, arrancar improperios contra los sayones o arrodillarse conmovido. Desde todos los ángulos de la plaza o de la calle, los devotos podían comprender el desarrollo de la Pasión de Jesús. En el caso concreto que describo, el paso reúne varios momentos de la Pasión: el grito de Jesús que clavado en la cruz, las manos crispadas por la el dolor y la fiebre, grita: tengo sed. El momento en que un sayón acaba de fijar al madero el rótulo del motivo de la condenación, resumida en el INRI, Jesús, el Nazareno, el Rey de los Judíos. La escena en que echan a suerte la túnica de Jesús, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Y finalmente el instante en que un sayón, sirviéndose de una caña a modo de hisopo, acerca una esponja empapada en posca, vinagre con agua, muy utilizada por las legiones romanas,  a los labios de Jesús, mientras que otro sayón-soldado mira, curioso y burlón, al crucificado.

         El Cristo tallado por la magistral gubia de Gregorio Fernández es uno de los más hermosos que salió de sus manos: cuerpo esbelto y delgado, perfección anatómica, huellas de la flagelación en su espalda, marcas de las tres caídas en sus rodillas, rostro hermoso, manos crispadas que indican el momento en que el sufrimiento llega a su límite, expresión de mansedumbre y compasión, ojos entrecerrados, regueros de sangre en la espalda, brazos y piernas.

En cambio, Gregorio Fernández esculpió los sayones con todos los estragos del vicio, la brutalidad y la fealdad. Esto es algo también muy barroco, porque la idea de bondad-belleza y fealdad-maldad ha sido un artificio del que se han servidos muchos artistas. Los fieles debían comprender, al primer vistazo, quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Pero lo que verdaderamente reflejan los sayones, no es la vileza ni el crimen, sino la indiferencia ante el mal. Por costumbre, por supervivencia, por obediencia, por instinto a seguir el juego a los que administran justicia y deciden sobre la vida y la muerte de los demás. Los que echan a suerte sus ropas simplemente están ejerciendo su derecho a quedarse con las vestiduras de los condenados. Una especie de salario por su tarea ingrata de conducir a los reos hasta el lugar de la crucifixión. El sayón encaramado a la escalera simplemente obedecía órdenes de clavar el INRI en el madero. Era su oficio. Probablemente no conocía ni el latín ni el griego ni el hebreo, las tres lenguas en las que estaba escrito el cartel. El sayón que le da a beber la posca, le da a beber lo único que tiene a mano, una mezcla de agua y vinagre, y que podía calmar la sed abrasadora que atacaba a todos los crucificados, pero también provocar las náuseas y el vómito. Lo que sí es cierto, como nos dicen los evangelistas, es que todo el mundo, los sayones y soldados incluidos, se reía y hacía mofa de los crucificados. Los condenados eran, en su mayoría, pendencieros y bravucones, ladrones u homicidas, rebeldes contumaces que habían desobedecido las leyes con altanería y chulería, habían atropellado o habían desafiado la autoridad religiosa. Pero en el momento de la crucifixión eran guiñapos de carne destrozada, cuerpos desgarrados por la asfixia, atormentados por la sed o los huesos descoyuntados. Simples piltrafas. Y por ello los sayones podían burlarse de ellos, recordarles sus fechorías y, así, humillarles y vejarles delante de todos. Las masas, ya se saben, son cambiantes y mudables. Bastan cuatro consignas para que cambien de bando y de parecer. Por eso, en el fondo, el populacho acudía gustoso y festivo a estos espectáculos.

         Los sayones son el reflejo, no de nuestra maldad, sino de nuestra capacidad para mimetizarnos con los deseos de los gobernantes y con los eslóganes de la chusma en mayoría. No es la maldad, es la indiferencia la que prevalece. O la obediencia ciega a quien ordena y manda. Hanna Arendt lo resumió muy bien en su famosa expresión: “la banalidad del mal”. El mal puede ser llevado a cabo por personas corrientes y molientes que, en determinadas situaciones de embrutecimiento colectivo, aplauden, gritan, lanzan piedras o bombas. Lo mismo que, en determinadas circunstancias, fríos funcionarios o soldados ejecutan lo que se espera de ellos en esa hora precisa.

         El grito desgarrador de Jesús en la cruz “Tengo sed” será siempre el grito de los hombres y mujeres que sufren en cada momento. Tienen sed los migrantes que en cayucos arriban a nuestras costas, y que esperan desesperadamente que un voluntario acerque a sus labios una botella de agua. Tienen sed de pan, valga la contradicción, los niños desnutridos de tantos países del llamado Tercer Mundo. Tienen sed de paz los soldados que, sin comerlo ni beberlo, tienen que ir al frente a defender decisiones políticas tomadas en impolutos despachos. Tienen sed de compañía los ancianos aparcados que no reciben visitas, ni abrazos, ni un solo gesto de afecto. Tienen sed dignidad los trabajadores a los que un sistema injusto laboral condena a un trabajo de esclavos, incluso en nuestras ciudades opulentas. Tienen sed de respeto tantas mujeres maltratadas en sus propios hogares o víctimas de explotación sexual en burdeles de carretera. Tienen sed de cultura y oportunidades niños y jóvenes de todas las periferias, que desde pequeños se sentirán condenados a una cadena perpetua de subclase.

         “I thirst” estaba escrito por todas las partes en la casa de Madre Teresa de Calcuta, en el Congo. Este grito de Cristo en la cruz fue elegido por la misionera de origen albanés para dar sentido a su vida y trabajo en medio de los pobres más pobres. Tengo sed escrito en inglés lo leí nada más llegar al orfanato de las Misioneras de la Caridad en Kinshasa en 1998. Lo vi escrito en letras grandes en el comedor donde más de dos centenares de niños huérfanos devoraban su plato de fufú y su vaso de agua. Escrita ahí, en este comedor de niños abandonados, tenía todo su sentido y su valor.

         También la Madre Verónica, fundadora de Iesu Communio ha hecho de esta ‘quinta palabra” el centro de su vida. Ella lo escribe siempre en hebreo, la lengua de Jesús. Y suena así: Tsajenà. Y en su caso no se refiere a la sed material, sino a la sed de dignidad de tantos seres humanos. Precisamente ella, nacida María José Berzosa, al emitir sus votos religiosos, quiso llevar el nombre de Verónica, no por la mujer que limpió, según los evangelios apócrifos, el rostro de Jesús en la Calle de la Amargura, sino por la joven maltratada y explotada que conoció en Burdeos. Ella, Véronique, gritaba llorando “nadie me quiere, no tengo a nadie”, que es otra manera de gritar: “Tengo sed”.

         Cada Viernes Santo en la ciudad de Valladolid, el paso Sed Tengo, de Gregorio Fernández, no es solamente una simple evocación de una escena ocurrida en Jerusalén hace dos milenios, sino una fotografía exacta de nuestro mundo. Y tal vez de nuestro corazón.



















 


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