miércoles, 1 de febrero de 2017

Mujer leyendo una carta, de Cristóbal Toral


 
Se ha inaugurado en Valladolid, en el Museo Patio Herreriano, una muy digna muestra sobre pintura realista, de un grupo de pintores que trabajó a contracorriente en la segunda mitad del siglo XX. Nos encontramos en ella con algunos maestros de este movimiento: Antonio López, Isabel Quintanilla, Carmen Laffon, Francisco y Julio López, María Moreno, Esperanza Parada, José Hernández, Cristóbal Toral. Las pinturas realistas, tan denostadas por los gurús de la dictadura de la abstracción, empiezan a ser vistas con simpatía por los Museos. Es una muy buena muestra de pintura y de escultura. Y podría sin duda quedarme con, al menos, una docena de grandes obras…
Pero sólo me quedaré con un cuadro de Cristóbal Toral, malagueño, nacido en 1940, y con obra en importantes colecciones y museos. Hay un cuadro que resume todo el arte de este gran pintor. El cuadro se titula Mujer leyendo una carta. Una cafetería vacía, las luces prácticamente apagadas. ¿Será la última clienta de la noche a la que se permite por caridad permanecer un rato más, mientras el camarero recoge las tazas, barre con serrín y bosteza aburrido y sonnoliento? ¿O será la dueña a punto de cerrar el bar, o incluso a punto de echar el cierre definitivo a su negocio en que primero trabajaron sus padres y luego ella desde que era una niña? Sentada ante una mesa de mármol de una cafetería, una mujer lee y relee una carta, mientras otras cartas y una fotografía en blanco y negro la hacen un poco de compañía. ¿Es esa carta la razón por la cual la mujer está a punto de emprender un viaje? ¿Le han prometido en esa misma carta otra ciudad, otra vida, más palabras de amor, más cenas con velas, más caricias y más besos, un pequeño paraíso para ella que no ha conocido ninguno? ¿Es esa carta la razón de que haya recogido en una maleta, un bolso de mano y una caja sus enseres personales, las pequeñas cosas que viajan con nosotros, además de la ropa y el aseo: un pequeño álbum de fotos, el único mantel bordado por la madre, una muñeca de trapo de una infancia infeliz, un escapulario de oro barato de la primera comunión, un pañuelo de colores, recuerdo o souvenir de una gran ciudad?
Allí está ella, en un ambiente de penumbra melancólica y triste, respirando el humo cargado de toda la tarde, con su abrigo humilde, con su rostro que va dejando la juventud para entrar en la madurez. Antes de echar a andar, camino de una estación de trenes, lee por una última vez la carta de una promesa, una promesa por la que somos capaces de cerrar una página entera de nuestra vida, una promesa por la que somos capaces de coger el último tren, una promesa que nos haga olvidar una vida de sinsabores y de mezquindades, una vida turbia como el agua de fregar el suelo de una cafetería noche tras noche. Nada sabemos sobre la vida de esta mujer. Y sin embargo, todo hace suponer y presentir que el futuro que la aguarda no será de vino y rosas. Nos gustaría decirle que no se levantase, que deshiciese las maletas, que rasgase la carta y la foto, que no creyera en cielos sin nubes ni en rosas sin espinas. Tenemos la sensación de que esta mujer se encamina hacia una vía muerta, o que nos la encontraremos dentro de nada en la misma cafetería, más vieja y más vencida, o quizás en otra estación de trenes, con la misma maleta, camino de otra promesa vacía, de otra vida tan gris como la que deja.

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