miércoles, 28 de febrero de 2018

La serena reflexión de los obispos catalanes.




Hace unos días los obispos catalanes, con dulces palabras y el tono melifluo que se supone a los purpurados, invitaban (se supone que al Gobierno de España) a hacer una “serena reflexión” sobre la situación actual política que se vivía en Cataluña, en la que se incluía a los que ‘sufren’ prisión preventiva.
De todos es sabida la sensibilidad de los obispos catalanes por los que sufren y padecen. Ellos defendieron a los castellanoparlantes cuando los catalanoparlantes les hacían el vacío y castigaban a los niños que no hablaban la lengua de Verdaguer. Ellos mostraron su sensibilidad y cercanía a los hijos de guardias civiles que eran arrinconados en las escuelas, y a los propios policías a los que no se permitía alojarse en hoteles de Cataluña. Ellos fueron sensibles con los ciudadanos catalanes que no pensaban como los ‘indepes’ en los días en que estos se saltaban las leyes a la torera y sembraban el odio por doquier. Ellos pidieron ‘serena reflexión’ a los alborotadores de la Cup, Junts per Catalunya y ERC cuando vulneraban una y otra vez el ordenamiento jurídico vigente tanto en España como en Cataluña. Ellos -¡con cuánta sensibilidad¡-, exigieron a párrocos y a abades que facilitasen misas en castellano, porque en Cataluña también vivían andaluces, castellanos, colombianos y ecuatorianos. Ellos no se prestaron (¡ni por asomo!) al juego de colocar esteladas en los campanarios de las iglesias, ni de abrir los templos para hacer mítines independentistas, pues sabían que la mitad de los catalanes (y más de la mitad de los fieles católicos) opinaban de otra manera y se sentirían excluidos. Ellos, los obispos catalanes, desautorizaron con contundencia a los grupos de sacerdotes o al propio abad de Montserrat que hacían campaña en favor de un referéndum declarado ilegal por el Tribunal Constitucional. Ellos fueron los que llamaron al orden a su compañero de mitra, el obispo de Solsona, cuando se prestó a la payasada de vestirse de diablo en medio de esteladas en una fiesta popular y, más aún, cuando fue a votar en la jornada del uno de octubre.
 
En estos últimos días, los obispos catalanes, pidiendo una ‘serena reflexión’ y rezando en las preces dominicales de todas las parroquias catalanas por los de la ‘prisión preventiva’, no hacen sino seguir la ‘estela’ de su cercanía y de su sensibilidad hacia todos los que sufren y son marginados.
Tanta cercanía y tanta sensibilidad, tanto espíritu universal (eso es lo que significa católico) hace que las iglesias catalanas estén llenas de fieles católicos dispuestos a ser ‘cristianos en salida’, como desea el Papa Francisco. Esta cercanía episcopal es la que hace posible que los seminarios catalanes estén llenos de jóvenes arrastrados por una visión tan universal del amor y de la caridad.
 
 Ellos, los obispos catalanes, en resumen y también en serio, deberían haber sido pontífices, constructores de puentes (quizás lo ha sido Mons. Omella, de Barcelona), en estos tiempos inciertos, pero se han convertido en ‘lanzadores de piedras y escondedores de manos’ contra una parte (algo más de la mitad) del Pueblo de Dios que peregrina en Cataluña, por el simple hecho de que esta porción prefiere la unidad y la concordia con los otros pueblos de España.

martes, 27 de febrero de 2018

El Yacente de Venancio Blanco.



 
El pasado 22 de febrero moría Venancio Blanco. Vi en muchos sitios y en muchas exposiciones obras suyas, pero fue en la catedral de Salamanca, en las Edades del Hombre, cuando su escultura ‘Cristo yacente’ me subyugó por completo. Curiosamente se trata de una obra de madera, un material poco habitual en la trayectoria artística de Venancio Blanco. Una cofradía salmantina le encargo un ‘yacente’, para su paso titular de Semana Santa, pero la obra no gustó a los cofrades y, de este modo, la escultura se quedó en el taller del artista.
 
Se trata de una escultura prácticamente sin policromar. Vemos la madera de pino de Valsaín al desnudo con todas sus vetas. Pero él supo transformar esta madera en carne. Venancio no hizo un ‘yacente’ al uso, tal como los ‘yacentes’ que Gregorio Fernández convirtió en canónicos. Venancio eligió el momento en que Cristo muerto se incorpora lentamente a la vida. Es el primer paso de la resurrección. No es ya un yacente, pero todavía no es un resucitado. Cuando se lo contempla de cerca, se tiene la sensación de que a Dios le cuesta resucitar a su Hijo, la sensación de que la tortura, los golpes, las vejaciones, el dolor y la muerte fueron tan reales y tan terribles que se necesita toda la omnipotencia para restaurar ese cuerpo maltrecho y esa alma devastada.
Cuantas veces lo he vuelto a ver (en Santa María de Valbuena o en Salamanca), siempre me he sentido conmovido por esa carne de Cristo que aún conserva las huellas de la pasión y de la muerte, pero que poco a poco, por una misteriosa fuerza que ni el mismo cuerpo dolorido parece entender, empieza a volver a la vida, a respirar, a incorporarse. Dentro de unos momentos el Cristo se mostrará erguido y triunfante, pero en el momento en que Venancio Blanco nos lo muestra, todo el dolor parece estar presente: la impotencia y la debilidad de un Dios ‘mortal’ no han sido aún vencidas del todo.

lunes, 19 de febrero de 2018

Los nuevos dogmas de la economía.


Ya sé que las cifras son mareantes y cuando se habla de cantidades colosales, los mortales de a pie no nos podemos hacer una idea exacta del problema. Según se recoge en el Informe del Banco de España el rescate a la banca española alcanza la cifra de 77.000 millones de euros. Los economistas entendidos y otros nobeles de las finanzas dicen que es más barato rescatar un banco que dejarlo hundir, como sucedió con el Lehman Brothers americano, que en su caída arrastró a muchos provocando una auténtica debacle. Y hasta aquí lo puedo entender.
Lo que ya no comprendo – y además me resulta totalmente inaceptable e inmoral- es que este rescate bancario lo tengamos que pagar entre todos. Ya sabíamos que la crisis la estábamos pagando a partes iguales los que habían vivido por encima de sus posibilidades y los que habíamos vivido incluso por debajo. Pero el rescate bancario que se nos había repetido por activa y por pasiva que ‘no costaría un duro a los contribuyentes’ también lo vamos a pagar todos.
Hemos visto como la banca ha saneado sus cuentas y como empieza a tener sonoros beneficios. Y por lo tanto nadie en su sano juicio entiende que ganes y dinero y no pagues las deudas. Según este mismo informe del Banco de España, hasta la fecha sólo se ha recuperado el 5% del dinero concedido a los bancos, y se espera que, como mucho, se recupere otro 10% (en el que queda incluido lo que se pueda sacar de la venta de Bankia). Resumiendo, y en el mejor de los casos, debemos pensar que de cada 5 euros, sólo las arcas del Estado (que somos todos los ciudadanos que vivimos en este país) recuperarán 1 euro.
Los bancos han sido vendidos (incluida Banca Catalana que, junto a Bankia fue la que más recibió) y, por lo tanto, las nuevas entidades propietarias no devolverán un duro.
¿Se entiende esto? Sinceramente, no. Parece una ofensa a todos los españoles a los que la crisis zarandeó hasta arrastrar a la pobreza a muchos que tuvieron que hacer cola permanente ante Cáritas y el Banco de Alimentos, con todos los dramas personales y familiares que el empobrecimiento supuso –y aún supone- en esta pobre país nuestro.
Si se exigiese la devolución total del rescate bancario, España podría disminuir su deuda monstruosa o volver a llenar la hucha de las pensiones, amenazadas en este momento de paro cardiaco y de colapso total.
Pero se ve que las leyes económicas mundiales siguen otros derroteros y otras razones que los ciudadanos de a pie no entendemos. ¡Misterios más profundos y más intricados que los de la fe tiene la economía mundial! Nos dirán que todo es por nuestro bien. Y nos lo dicen y dirán desde la izquierda y desde la derecha. Y a nosotros parece que únicamente nos queda decir ‘amén’, lo mismo que ante el misterio de la Santísima Trinidad.

miércoles, 14 de febrero de 2018

El Santo Entierro de Juan de Juni.




Juan de Juni esculpió en madera este grandioso Santo Entierro de Cristo en torno al año 1540 para la capilla funeraria de Fray Antonio de Guevara, en el desaparecido convento de San Francisco, situado en la Plaza Mayor de Valladolid. Fue la obra que más me impresionó en mi primera visita a Valladolid, y una de esas obras que uno no se cansa de ver. Otras obras maestras de la escultura policromada le hacen compañía, pero probablemente ninguna le hace sombra. Y a mí me sigue cautivando cada vez que  me acerco al Museo.
Juan de Juni, natural de Borgoña, había vivido un tiempo en Italia, formándose como artista, para recalar finalmente en España. En torno a un Cristo muerto, de potente corporalidad y cuya cabeza parece inspirada en el Laooconte, seis figuras parecen apresadas, subyugadas y rotas de dolor ante el cuerpo sin vida del que fuera la razón de su vida y el porqué del latir de su corazón. Son la madre y cinco amigos los que, primero, han descendido el cuerpo de Cristo de la cruz y, luego, lo han limpiado, lavado y aseado, precipitadamente porque la pascua judía estaba a punto de comenzar y esta era una tarea ‘impura’. La jarra y el paño junto a Nicodemo y el tarro del bálsamo en la mano de María Magdalena parecen sugerirlo así.
El grupo escultórico, que más que esculpido en madera parece modelado en barro, recoge el momento preciso en que, una vez limpio el cuerpo de Jesús, contemplan al que acaba de morir y, al mismo tiempo, da rienda suelta a su dolor. Cinco de las figuras concentran su apenada mirada en Cristo, mientras que uno, José de Arimatea, mira directamente al espectador, mostrándole acusatoriamente una espina que acaba de quitar de la cabeza de Jesús. Juan por su lado, el brazo abrazante en torno a Maria, parece intentar sujetar y consolar a María para que no se desplome del todo ante el rostro golpeado y sin vida del hijo.
 
Volúmenes rotundos de las figuras, ropajes que parecen girar como torbellinos, rostros que representan todas las edades del hombre, cuerpos modelados como arcilla, volúmenes que se contraponen formando equilibrios armoniosos: Juan y María inclinados, Nicodemo y José de Arimatea, rodilla en tierra, María Magdalena y María de Salomé, de pie.
En la policromía, predominan los tonos dorados, creando una sensación de hoguera llameante entorno al cuerpo inerte y frío de Cristo. Danza sagrada alrededor del Dios muerto. Teatro sacro que busca la conmoción y el arrepentimiento de los fieles ante la muerte mil veces injusta del más inocente de los hombres.

lunes, 12 de febrero de 2018

A propósito de René Girard.




A René Girard lo encontré por primera vez en algunos de los dietarios de José Jiménez Lozano. Hace unos días, Pablo d’Ors, en un artículo sobre el libro de Lucetta Scaraffia “Desde el último banco’, escribía que algunos de los males de la Iglesia actual es que había leído poco y mal a René Girard y a Claude Levi-Strauss. Decidí buscar cosas sobre uno y sobre otro. Encontré un largo artículo de Ramón Alcoberro sobre René Girard que me dio hambre para seguir conociendo a este antropólogo francés.
René Girard (Aviñón 1923 – Stanford 2015) emigró desde su Francia natal a Estados Unidos a los 24 años, donde se convirtió al cristianismo. Y este es un hecho fundamental, porque toda su teoría del ‘deseo mimético’, encuentra uno de sus fundamentos en la Biblia. Cuatro temas centrales ocupan la amplia obra de este antropólogo controvertido, admirado y vilipendiado a partes iguales por pensadores y lectores:
1.       La importancia del deseo mimético en las relaciones humanas: el deseo de ser otro y el deseo de poseer lo que el otro posee está en la raíz de toda violencia. La modernidad ha exacerbado el deseo mimético y de ahí la ‘religión del consumismo’. Cada vez hay que trabajar más para obtener menos (¡El progreso!) El hombre actual es un ‘disciplinado consumidor’. Girard es un adversario del progreso que es una de las ‘mitologías contemporáneas’ y que nos arrastra a la idolatría del consumo autodestructivo. El deseo es un drama existencial que se juega a tres bandas:  nosotros, los otros y la cosa deseada. Creemos, equivocadamente, que el otro tiene una plenitud que a nosotros nos falta. La rivalidad mimética se resuelve siempre en violencia. Caín y Abel son el ejemplo bíblico de ese deseo mimético que engendra el asesinato y la destrucción. Parece que este deseo mimético está en la propia estructura biológica del ser humanos (las neuronas espejo). Nos volvemos desgraciados ante el solo hecho de pasarnos la vida comparándonos. El deseo instaura la violencia como ley. Las personas libres son las que gestionan y controlan el deseo. La reiterativa comparación con el otro conduce a la insatisfacción y condena a la infelicidad.
 
2.       El criterio arcaico de religión que gira sobre el mecanismo victimario del chivo expiatorio. Nietzsche con su teoría del eterno retorno supone un retroceso sombrío respecto al cristianismo, pero definiendo al cristianismo como ‘religión de esclavos’ ha revelado lo mejor y más verdadero del cristianismo. El chivo expiatorio es un rito habitual en las religiones primitivas: para apaciguar la cólera de los dioses, se sacrifica a una víctima inocente, al tiempo que se exige la complicidad de los ‘fieles’ obligándoles a participar del ritual. El mito de Edipo es un ejemplo clásico (peste en  Tebas. El pueblo se pregunta el porqué de esta peste. Se busca una víctima. Se descubre a Edipo. El oráculo: si os desembarazáis de él, estaréis curados. La ciudad se desembaraza. La ciudad está curada (eso al menos cree). El chivo expiatorio permite superar la desunión del grupo (búsqueda de un enemigo común).
 
3.       La apología del cristianismo como superación del mito fundador (el chivo expiatorio) mediante el sacrificio de Cristo y su propuesta de amor y de perdón para resolver la violencia en las relaciones humanas. Uno de los objetivos del judeocristianismo es la lucha contra la fatalidad sangrienta del deseo. Sin el papel moderador de lo sagrado, la violencia sería imparable. En el antiguo Testamento, se produce un cambio significativo respecto a las religiones anteriores: El Dios de Abraham detiene el brazo en el sacrificio de Isaac (se cambia de víctima: de un ser humano a un animal). Job se mantuvo fiel frente al entorno hostil. Con la sola fuerza del hombre no se podía resolver la eterna rivalidad de los humanos, era preciso el sacrificio de un hombre que fuese Dios.  Y Jesús se presenta como la última víctima, la que rompe el esquema victimario del eterno retorno. Él es el Inocente. Su resurrección indica que la muerte no es la última palabra y da esperanza así a todas las víctimas. En el cristianismo lo esencial es la piedad ante el dolor de la víctima, ante el dolor del inocente. Esto es un ‘novum’. Este hecho (entrevisto en el sacrificio de Abrahan) funda una civilización: las víctimas no son culpables. Las víctimas son inocentes. Si el mal no está en la víctima, hay que hallarlo en la sociedad. La revelación cristiana desvela la verdadera naturaleza del hombre: el mal y el pecado personal e individual. Con Cristo se torna vacía la mentalidad sacrificial. Cristo pone al desnudo el mecanismo victimario; por ello, el cristianismo es la religión de los parias, los únicos que pueden comprender el absurdo de la violencia y de la búsqueda de víctimas propiciatoria. El mecanismo de la venganza queda desarticulado. Sólo podemos participar de Cristo, si renunciamos a la violencia sacralizada.  
 
 4.    El análisis de los tiempos apocalípticos que vivimos (neopaganismo): una violencia sin redención y una vuelta a las religiones primitivas. El mismo Cristo fue consciente de que en este mundo no cabría nunca la justicia total, porque este mundo es el de la violencia que nunca desaparecerá del todo. “Mi reino no es de este mundo” es capital para entender el ‘fracaso’ parcial del cristianismo. El cristianismo sólo obtendrá victorias parciales. El Evangelio termina con el libro del Apocalipsis que no es una profecía sino un aviso: el fracaso de la religión cristiana. El Apocalipsis está ahí para indicarnos que el hombre que no quiera escuchar a Cristo sucumbirá ante Satán y ante su propio deseo de violencia. El Apocalipsis es un anuncio de lo que está sucediendo en Europa desde hace 200 años (desde Las Luces): la violencia de este mundo puede conducir a la desaparición del propio ser humano como especie (la destrucción de la naturaleza, los genocidios, la amenaza nuclear, el retroceso hacia las religiones primitivas, la neomentalidad de que las ‘víctimas’ son culpables). La paradoja está en que cuando los tiempos son apocalípticos, el Apocalipsis deja de leerse
Para Girard el ‘Dios ha muerto’ de Nietsche se ha traducido en ‘el hombre no existe’. Cuando se logra convencer a los sabios y al ‘pueblo’ de que el hombre no existe, es posible hacer cualquier cosa con los seres humanos, ya que se trata de ‘fantasmas’. El lager y el gulag serían las expresiones aterradoras, pero muy ilustrativas, de la muerte de Dios y de la muerte del hombre.

miércoles, 7 de febrero de 2018

En el contenedor de los escombros.




Conocía la instalación ‘La abdicación del Rey’ de Cristóbal Toral desde el momento en que se produjo su exhibición en una sala de arte madrileña, pocos meses después de la abdicación del Rey, en 2014. La obra dio mucho que hablar, ya que provocó una cierta polémica. En un contenedor de escombros, junto a una bañera, una mesilla de noche, otros cachivaches inservibles y muchos cascotes, aparece un retrato de Juan Carlos I.
Hoy me he encontrado de nuevo con la foto de esa instalación, y puedo decir que no sólo no me ha parecido irreverente, como la tacharon algunos, sino dramáticamente cierta y certera. Cristóbal Toral ya había dicho en su día, que no quería ser una ofensa contra el Rey emérito, contra el que no tenía nada, sino simplemente constatar un hecho: Todos acabamos ahí, en un contenedor de basura o de escombros, junto a todas las demás cosas inservibles e inútiles.
La instalación me parece exactamente una constatación de lo que sucedió al propio monarca, que tuvo un papel destacadísimo en la escena nacional e internacional, y que durante décadas gozó de una popularidad de la que no disfrutó ninguna otra institución española.
Pero el rey joven y campechano, el rey de la concordia que había sabido poner de acuerdo a izquierdas y derechas para construir la España de la modernidad, cayó en desgracia al final de su largo reinado. Fue justo en el momento en que España estaba pasando por la peor crisis económica del último medio siglo de historia. Y el rey se hizo viejo y además enfermó. Y por si fuera poco, al rey se le ocurrió frivolizar con cierta dama con la que se marchó de safari africano. Fue el final.
Las personas viejas y enfermas sobran en todos los sitios pareció sentenciar el pueblo. El gran error de Juan Carlos fue creerse impune y pensar que los medios le respetarían como lo habían hecho hasta entonces. Pero la ‘lealtad’ saltó por los aires. Y no sólo no continuó el respeto y la adulación hacia el monarca, sino que las críticas acerbas explotaron e hicieron añicos el personaje. Juan Carlos se vio obligado a abdicar la corona en su hijo Felipe. Y, como en la instalación de Cristóbal Toral, acabó en el contenedor de los escombros, donde acabaremos todos, por cierto.
La historia juzgará a Juan Carlos I con ecuanimidad y con justicia. Pero me temo que, en esta época de posverdades, la rehabilitación del papel del Rey Emérito aún queda lejos.

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Una temporada en el infierno

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