domingo, 31 de diciembre de 2023

Las lecturas de 2023

Desde hace décadas, en los primeros días del año, intercambio la lista de los libros leídos en el año precedente con JAMM. He dedicado buena parte de este 31 de diciembre a redactar un rápido resumen de la diez lecturas que, por diversos motivos, más me han gustado en el  año que ahora acaba. Ahí están. El listado no va de libro más importante a menos, sino que he seguido el orden cronológico en el que fueron leídos (en un par de casos releídos) a lo largo de 2023.

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Plataforma (Michel Houellebecq)


            Enfant terrible de las letras francesas, Houellebecq es un escritor muy ‘incorrecto’, y por ello es tan odiado como idolatrado. El argumento, sin duda suena porque los periódicos hablan con frecuencia del asunto del turismo sexual. El argumento: Un funcionario público, de unos cuarenta años, aburrido de la vida, indiferente a la muerte del padre, vive una nueva ilusión en su vida mediante ese turismo que combina descanso, bebida, exotismo y mucho sexo, sexo al por mayor. Y a partir de su viaje a Tailandia, el protagonista cree que este turismo es un gran invento y que se podría hacer un gran negocio si se mezclan bien todos los ingredientes necesarios. Puede parecer un argumento banal, pero banal es también la vida de tantos hombres de mediana edad que detestan el compromiso y buscan rejuvenecerse continuamente con experiencias rápidas y gratificantes.  A pesar de su incorrección y de su procacidad, el escritor francés bien merece el título de sociólogo porque un cierto tipo de hombres en Occidente queda muy bien reflejado en esta novela. Tal vez por ello, Houellebecq siempre escuece.

Broklyn (Cólm Toibín)


            Los escritores irlandeses tienen algo. Irlanda es la nación con más escritores por metro cuadrado. Se entiende el éxito de Colm Tóibín. Brooklyn es una novela sobre la fatalidad. En el Brookyn neoyorkino de los años 50 transcurre la vida de Eilis Lacey, una joven irlandesa que llega a Estados Unidos en busca de trabajo y nuevas oportunidades. Se gana la vida en unos almacenes, comparte residencia con otras cuantas jóvenes, conocer el amor, y regresa temporalmente a su verde Irlanda, donde se encuentra con un pasado no resuelto. Es una hermosa novela sobre el desarraigo de quien tiene que coger la maleta y emigrar. Y es una novela en cierto modo fatalista, porque a veces los hilos de la vida, por una nonada, se enmarañan y ya no encontramos fuerzas para deshacer los nudos gordianos. Estupenda la forma de recrear la vida en Irlanda y Norteamérica de mediados del siglo pasado, las mentalidades tan diferentes, la vida de los emigrantes europeos, el peso de todo lo que se deja atrás y que nunca cabe en la maleta.

Los hombres del Felipe VI (Jose de Apezarena)

            Felipe VI asumió la Jefatura del Estado en el momento en el que la Corona conocía sus horas más bajas. A la desmoralización general producida por la crisis económica se unían el movimiento separatista y los años finales (poco ejemplares) del reinado de  Juan Carlos I. Este libro de historia es interesante porque habla de Felipe VI a través de los hombres (y también mujeres) que lo han modelado como persona humana y como líder: familiares, militares, intelectuales, profesores, diplomáticos, amigos, políticos. Cuando empezó su reinado, apenas un 57% de los españoles valoraban positivamente al Rey. En este momento el porcentaje se aproxima al 80%. En su reinado ha tenido que hacer frente a una herencia familiar envenenada, a la crisis catalana, a la irrupción de partidos radicales, a izquierda y a derecha, a una fragmentación de la sociedad. Con una ciudadanía polarizada y con una caterva de políticos de poca altura y dudosa catadura moral, la figura de Felipe VI aparece como un hombre digno de representar a España. Ahí radica el interés de este libro.

El Orient Express (Mauricio Wiesenthal)

            De la historia de este legendario tren que, durante casi un siglo,  unió París y Estambul, atravesando muchas ciudades europeas, Mauricio Wiesenthal ha escrito un ameno libro en el que capítulo a capítulo narra las peripecias de todo tipo que sucedieron en los wagones de maderas nobles, mesas listas para platos exquisitos, salitas de café  para conversaciones brillantes, y compartimentos para amores y amoríos. Intelectuales y aristócratas, políticos y espías pisaron alguna vez sus moquetas. Y no sólo por viajar cómodamente hasta la mítica ciudad de Estambul, sino también para conocer gente, intercambiar ideas, codearse con excéntricos millonarios o con literatos que triunfaban en las librerías y suministraban ideas a medio mundo. El Orient Express fue escenario de novelas y películas. Pero todo tiene su fin: el telón de acero hizo cada vez más penoso el tránsito por los países de la órbita soviética. Y luego la alta velocidad puso la puntilla a un tren pensado para el sosiego. El Orient Express fue por sí mismo un viaje y un destino.

BXVI: Réquiem por el Papa sabio (Vida Nueva AAVV)

            Faltaban pocas horas para que el año 2022 finalizase cuando el Papa Benedicto XVI dejaba este mundo. Teólogo de amplio espectro,  escritor fecundo, profesor sin peros, lector apasionado, apenas permaneció seis años en el solio pontificio antes de su renuncia al ministerio petrino, algo verdaderamente insólito. Situado entre dos titanes, Juan Pablo II y Francisco, apareció a los ojos de todos como el intelectual apegado a su escritorio que debe hacer un gran esfuerzo para salir a la calle en medio del ruido y las voces. Sacudido por el escándalo de la pederastia en el seno de la Iglesia, su voz apenas fue escuchada. En un mundo acostumbrado a formarse ideas a base de eslóganes breves, el Papa proponía buscar la verdad y hacerlo mediante la razón, tareas sin duda arduas para esta época de ‘posverdad y de emocionismo’. Y sin embargo, bastaría leer con sosiego y tiempo alguno de sus hermosos libros para disfrutar de una sabiduría poco común.

Todos nuestro ayeres (Natalia Ginzburg)

            Relectura de esta obra que considero la mejor novela de Natalia Ginzburg. Es difícil no enamorarse de Anna, “ese insecto, pequeño, perezoso y triste encima de una hoja”, y aún más no hacerlo de Cenzo Rena, que al final del libro ocupa un gran espacio y que para mí es como “la expresión pura y limpia de la coherencia personal”. Todos tenemos muchos ayeres. Anna los tiene. Ayeres insulsos, mediocres, sublimes, miedosos, indiferentes, livianos o puros. Y en muchos de esos ayeres de Anna o de Cenzo nos identificamos. Ese es el poder de la palabra, de la literatura. Y así, de la mano de Anna de hoja en hoja, como insectos pequeñitos, conocemos el fascismo y el antifascismo en una Italia convulsa. Y luego la guerra y sus mil impiedades. Pero la guerra y la traición, la redención o la santidad las llevamos también en nuestro interior cada uno de nosotros. La vida vista como sucesión de ayeres o de hojas donde nos posamos un breve o largo rato. Concettina, Maria, Giuma, Giustino,… y tantos otros personajes resultan deliciosos. Y una frase de la novela la retengo para siempre: “Todos los hombres dan un poco de pena cuando se los mira de cerca”.

Cinco horas con Mario (Miguel Delibes)

            La novela de Delibes es para mí una de sus obras mayores. Y aguanta bien las relecturas (éste ha sido el caso), aunque la época en la que transcurre la novela y hasta los propios dichos y coletillas resulten raros para los lectores más jóvenes. Mario acaba de fallecer de un infarto. Y Carmen se empeña en pasar la noche del velatorio con él a solas. Algunos párrafos de la Biblia subrayados por Mario le ayudan a repasar la vida de Mario. Un monólogo de cinco horas de Carmen ante Mario, de cuerpo presente. La frustración, la perplejidad, la incapacidad para entender a su marido muerto brotan de los labios incontinentes de Carmen. Reproche tras reproche forman un río de palabras y de sentires. Aparece el Mario íntegro, que no da su brazo a torcer, con sus ideas fijas sobre educación, política, religión. Y aparece Carmen con su mezquindad, con su hipocresía, con sus justas aspiraciones o con sus frustraciones de décadas. Carmen retrata a Mario y ella misma queda retratada. Y queda retratada una época de la historia de España, y hasta un lenguaje, una forma de vivir en sociedad y de vivir la religión. Todos tenemos algo de Mario y algo de Carmen. Y por eso Cinco horas con Mario sigue arrancándome muchas risas y algunas reflexiones. Una novela redonda.

George Steiner, el húesped incómodo (Nuccio Ordine)

            Al día siguiente de la muerte de George Steiner acaecida en su casa de Oxford el 3 de febrero de 2020, apareció la entrevista que Nuccio Ordine le había hecho, con la condición de que no fuera publicada hasta después de su muerte. El libro del que ahora hablo es un homenaje de Nuccio Ordine (desaparecido recientemente) a George Steiner. Además de la entrevista póstuma, el autor italiano rinde tributo a su gran maestro y a su gran amigo. Unidos por la pasión por los clásicos y por un humanismo europeo que ellos veían en peligro de extinción, debido al afán de barbarie que hoy domina a los intelectuales del Viejo Continente y a los medios de comunicación y que han transmitido eficazmente a unos ciudadanos conformistas e indiferentes. Un librito, unas pocas páginas, pero que ofrecen la aspiración humanista, proteica, de dos de los últimos gladiadores de una forma de entender la civilización europea y la humanidad individual de cada uno. Por cierto, los diarios de George Steiner no verán la luz hasta 2070.

Mañana y tarde (Jon Fosse)

            Ni siquiera había oído el nombre de Jon Fosse cuando la Academia Sueca comunicó el nombre del Premio Nobel de Literatura 2023. Luego, una tarde, descubrí en el expositor de la biblioteca del barrio “Mañana y tarde”. Una deliciosa novela. El autor nos cuenta la vida de Johannes en dos momentos. Uno: aquel en que Olai espera nervioso el nacimiento de su hijo al que impondrá el nombre de Johannes. Dos: aquel en que asistimos al final de su vida en la alcoba de su casa, en soledad. O tal vez ‘acompañado’ (emocionalmente acompañado) por su mujer, Erna; su amigo, Peter, y su hija más querida, Signe. Mañana y tarde representa los dos momentos cruciales en la vida de cualquier hombre. El nacimiento (momento de espera para los seres queridos que nos acogen) y muerte (momento de despedida para los seres queridos que dejamos). Jon Fosse no nos ofrece una narración lineal, sino que la realidad se mezcla con el sueño, el recuerdo, el pensamiento, la luz de la fe en la otra vida. En pocas novelas el tránsito hacia el más allá está descrito con tanta fuerza, poesía y sencillez como en esta obra. No está de más recordar que el escritor, hundido por el alcohol, abandonó la fe luterana en la que había nacido y se convirtió al catolicismo.

 Ética para Amador (Fernando Savater).

            En 1991, Fernando Savater, uno de los filósofos más notables de este país, y también conciencia cívica en los años de plomo del terrorismo etarra, escribe un libro de ética para su hijo, Amador. Y lo hace de la forma más sencilla. No se trata de ser personas morales por ideales superiores o por creencias. Se trata de ser personas con conciencia ética porque, cuando uno respeta y hace suyos ciertos valores morales, puede ser razonablemente feliz, “darse una buena vida”. Fernando Savater parte de un concepto básico: trata a los demás como te gustaría ser tratado en circunstancias similares. Esto que parece algo elemental, no lo es tanto. Y así tenemos que la mayoría de los sufrimientos que experimentamos en la vida es porque no nos sentimos tratados como nos hubiese gustado serlo. Al final de cada capítulo, el autor nos regala frases de grandes filósofos que resumen bien esos valores éticos a los que debemos aspirar. No es extraño que este libro, escrito en un lenguaje accesible, haya sido traducido a una treintena de lenguas y que se siga reeditando año tras año.

domingo, 24 de diciembre de 2023

Descanso en la huida a Egipto, de Joachim Patinir

    

                   El Evangelio de Mateo dice que un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al Niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise; porque Herodes ha de buscar al Niño para matarle”. Entonces José se levantó, tomó al Niño y a su madre de noche, y se retiró a Egipto”.

             En torno a esta huida a Egipto surgieron muchas leyendas y romances, y los pintores plasmaron muchas veces este episodio que cierra el ciclo de Navidad. A finales del siglo XV y durante todo el siglo XVI, los pintores flamencos descubrieron el paisaje y situaron escenas de la infancia de Jesús en medio de espectaculares naturalezas. Es el caso de Joachin Patinir, autor flamenco del que el Prado cuenta con maravillosos cuadros.

            A Joachim Patinir (Dinant, 1480 – Amberes 1524), se le considera precursor del paisajismo hasta el punto de relegar el asunto religioso a un segundo plano. En la Sala 55 A del Museo del Prado nos encontramos con este fabuloso óleo sobre tabla (121 cm x 177 cm): “Descanso en la huida a Egipto”. A primera vista este cuadro podría parecer una obra de paisaje, pero descubrimos en seguida a la Virgen María amamantando al Niño en el centro de la escena. Sentada en el campo, su manto le da una forma piramidal, algo muy habitual para indicar perfección estética e importancia del retratado. A los pies de María aparecen los elementos típicos de una peregrinación, la cesta, la calabaza para el agua, el palo de viaje.

Tratándose de una huida a Egipto, podríamos esperar un paisaje desértico de arenas y dunas, y sin embargo nos encontramos con un vergel, un paraíso de rocas, árboles, prados, flores, arroyos. Patinir se inspiró en su Dinant natal, pero supo tocar la naturaleza que tenía delante de sus ojos de poesía y grandiosidad. Su obra es una convocatoria a la ensoñación.

María y el Niño son el centro de la creación, parece sugerirnos Patinir. Y si María es la esclava del Señor, San José aparece como el siervo y criado de María y Jesús. Lo vemos, pequeño y casi empequeñecido por voluntad propia,  a la izquierda de María. En sus manos lleva un cantarillo de leche que intenta mantener en equilibrio para que no se derrame.

A las espaldas de María, contemplamos un manzano, que recuerda el pecado de Adán y Eva en otro paraíso fugaz; un manzano que la sola presencia de Jesús hace fructificar en un paraíso, ahora sí, con vocación de duradero. También aparece una parra enroscada a un árbol, preanuncio de la Eucaristía y de la sangre de la redención.

Patinir conocía bien las leyendas que adornaban esta peregrinación de la Sagrada Familia y no se resistió a pintarlas. A la derecha podemos ver la ciudad de Heliópolis y la caída desde los más altos tejados de los antiguos ídolos. Los viejos dioses caen al paso del Señor, como lo confirma esa bola granítica sobre la cual reposan solamente los pies de un antiguo ídolo de oro.

Otro episodio legendario es el del Milagro del Trigo, que podemos ver a la derecha del cuadro. Poco antes del descanso en la huida a Egipto, María y José se encontraron con un agricultor sembrando trigo. Le pidieron que, si acaso llegaban soldados preguntando por ellos, les dijeran la verdad. Y así lo hicieron. Cuando los soldados de Herodes llegaron a este lugar, preguntaron a un campesino si había visto pasar a un hombre y una mujer con un niño, y él les dijo la verdad: “por aquí pasaron cuando yo sembraba este trigo”. Pero el trigo milagrosamente había crecido y madurado, y las espigas estaban combadas y listas para la siega, así que los soldados renunciaron a proseguir su captura, pensando que habían transcurrido muchos meses.

Las rocas fantasmagóricas, las prodigiosas arquitecturas de las ciudades, las nieblas del fondo, los numerosos árboles, la hierba de los prados, las múltiples flores, las escenas costumbristas (el arado de la tierra, la cerda alimentando los lechones, los hombres de paseo seguidos por un perro, el hombre defecando, el músico) no pueden esconder un hecho trágico recogido, no en las leyendas, sino por el propio evangelista: la matanza de los inocentes. A la derecha de la tabla, los soldados irrumpen violentamente en la aldea de Belén para acabar con las vidas de los niños menores de dos años. Nada les detiene en su cabalgada de muerte y horror: ni los padres que intentan defender lo que más quieren ni las madres suplicantes de brazos lanzados al cielo o petrificados por el dolor. Las lanzas serán siempre más fuertes que los brazos implorantes. Es la ley del infierno. Los cuerpecillos de algunos infantes yacen por el suelo. La vida ha huido de sus vidas.

El hermoso paisaje no esconde la terrible realidad en la que los hombres viven con frecuencia. María y el Niño descansan por un instante, y José acaba de procurarse el alimento para ese día. Pero su camino deberá proseguir, y será un camino amargo como es el de todos los exiliados, el de todos los refugiados, por el simple hecho de que su vida no encaja en el mundo fantasmal que los poderosos (político, económico, ideológico) crean a su gusto y para su beneficio.

Una pintura, una obra de arte, no es sólo un manjar estético para los ojos, es también una pregunta dramática, una interrogación lacerante. Cada obra de arte nos transmite un mensaje. Cada obra de arte actualiza el mundo y nos da las claves para leerlo.

La Navidad puede ser muy idílica –como el paisaje del cuadro- pero las mujeres de Gaza, de Ucrania, de Sudán, de Nagorno-Karabaj (Armenia), Bateke (R.D. del Congo) están viviendo su particular ‘huida a Egipto’ o su  particular ‘matanza de los inocentes”.

Y sin embargo, la Navidad trae en su misma palabra un mensaje de esperanza: los ídolos terminarán por caer, porque los ‘dioses humanos fabricados por otros hombres”  son de barro y de papel, aunque los seres humanos en su locura les lleven dones para sus sacrificios inútiles, como vemos en la terraza de uno de los edificios.

La esperanza es siempre la última llama que permanece encendida. Precisamente por eso seguimos celebrando la Navidad dos mil años después, aunque muchos se empeñen en cambiar el significado de estas celebraciones. Y esa llama no tiene nada que ver ni con los neones de los grandes almacenes ni con las bombillas de las calles. Es otra cosa.













jueves, 14 de diciembre de 2023

Los espárragos de Juan de Yepes

Cuando a finales de verano llegué a Úbeda el sol de la tarde doraba los palacios de esta ‘Salamanca de Andalucía’. ¡Bosque de piedras blasonadas! Pero nada más descender del autobús, mis pies marcharon raudos al convento donde Juan de Yepes, después San Juan de la Cruz para la Iglesia Católica, murió el 14 de diciembre de  1591.

La celda donde Juan murió fue convertida en oratorio, y ahora forma parte del museo con el que los carmelitas honran la memoria del genial místico, estudiado por cristianos, musulmanes, budistas e hindúes.

En el centro del oratorio se levanta un cenotafio que recuerda el lugar exacto donde murió. Sus restos mortales no reposarían por mucho tiempo en Úbeda, ya que la segoviana Ana de Peñalosa revolvió Roma con Santiago para que el cuerpo de Juan de la Cruz fuera depositado en la ciudad del Acueducto, como así se hizo (el traslado nocturno y en secreto constituye una de las aventuras del Quijote, y es narrado en el capítulo XIX de la Primera Parte)

 “A oscuras y en celada/ ¡oh, dichosa ventura!

No había nadie en el museo. Y me encontré solo ante el cenotafio. ¿Qué podía hacer sino recitar el Cántico Espiritual, esa cima de la poesía en castellano, que no ha sido aún superada? Viví uno de esos momentos que justifican un viaje. Desde que leí por vez primera el Cantico Espiritual, Juan de Yepes pertenece a mi “liber amicorum”, junto a Miguel de Cervantes, Machado, Teresa de Jesús, Dostoievski, Flaubert, Stendhal, Natalia Ginzburg, Jiménez Lozano, Miguel Delibes, Stefan Zweig, François Mauriac, Enmanuel Carrère y algunos otros.

A Juan de la Cruz, admirado y ensalzado después de muerto, perteneció mientras vivía, a la categoría de los perdedores y de los crucificados. El hambre pasada en su infancia, el hambre que se llevó a su padre y a su hermano lo marcó para siempre. El hambre es la ‘nada’ de alimento. Y él pasaría el resto de su existencia buscando la nada en su interior, como única manera de hacer vacío en sus adentros y que Dios ocupase todo el espacio. El vacío habitado.

Su familia que procedía de Yepes (Toledo) se trasladó a Fontiveros, Arévalo y, finalmente, Medina del Campo. Tal vez, como han sugerido algunos, esa huida del terruño nativo pudiera deberse a la sospecha sobre la limpieza de sangre (la ascendencia judía o morisca) o tal vez al matrimonio de sus padres no aceptado por sus familias. Lo cierto es que su madre, la Catalina, era una criada y una tejedora, y que Juan, en su infancia, tuvo que aprender varios ‘oficios de pobres’, ayudar a su madre a hacer cestas de mimbre, o a aceptar un trabajo degradante como era la asistencia a enfermos infecciosos en el hospital de Medina, donde pudo conocer la pobreza de la enfermedad unida a la marginación que provoca el contagio. Atendió con dulzura a los agonizantes y aceptó las tareas más humildes como asear a los enfermos, cambiar las vendas y recoger sus vómitos. Pero allí, alguien observó al adolescente, canijo y endeble, pero dulce y valiente, y también inteligente, que leía libros sentado en el suelo en los pocos momentos que le dejaba el cuidado de los enfermos. Fue esa inteligencia poco común la que finalmente le llevó al colegio que los jesuitas acababan de abrir en Medina, como estudiante ‘pobre’.

Recién ordenado sacerdote, manifestó su deseo de hacerse cartujo y vivir su vocación en soledad y en silencio, apartado del mundo. Tenía 25 años la tarde en la que, a través de la verja de la clausura del convento de Medina, se entrevistó con Teresa de Jesús. Ella tenía 52 años. Una perspicacia fuera de lo común, le hizo ver que ese “medio fraile” (bajísimo de estatura) era el “hombre” que ella necesitaba para reformar a los carmelitas.

Duruelo (Ávila) fue el primer convento ‘descalzo’ de la rama masculina de los carmelitas. Y la pobreza y oración con la que allí se vivía no asustó a Juan, sino que le confirmó que ese era el camino: descalcez, pobreza, oración, vida interior, silencio… Cuando Teresa lo visitó, quedó maravillada de la vida reformada de su “senequita”, como cariñosamente le llamaba, por esa sabiduría que manifestaba Juan, no obstante su juventud.

Ocupó diversos cargos en la Orden del Carmelo, y ganó muchos amigos, pero también mucha inquina y muchos enemigos poderosos. Acabó con sus huesos en la cárcel de Toledo, encerrado por sus propios hermanos de religión. Todos los días era azotado. Pasaba los días en un cuchitril hediondo, conviviendo con sus propios excrementos, recibiendo como alimento un comistrajo, con el cuerpo lleno de piojos y pústulas. Y sin embargo, esta experiencia de abandono, postración y sufrimiento, lejos de desesperarle y llenarle de rebeldía o amargura, le abrieron el camino al amor de Dios y a la belleza del mundo. En el lugar más mísero, él escribió los versos más hermosos de la lengua castellana (es Doctor de la Iglesia y Patrón de los Poetas): la belleza de Dios, la belleza del amor, la belleza de la ternura, la belleza de la naturaleza. Pero no se resignó a la cárcel y en cuanto pudo, descolgándose por la pared, escapó y encontró refugio en un convento femenino a cuyas monjas él recitó, por primera vez, los versos que tenía bien escritos en su memoria: el Cántico Espiritual.

“Mil gracias derramando,/ Pasó por estos sotos con presura, / Y yéndolos mirando, / Con sola su figura / Vestidos los dejó de su hermosura”.

El desprecio o la cárcel hicieron mella en su cuerpo, que siempre había sido enteco y frágil, pero no en su alma que era libre, fuerte y gozosa. Al final de su vida, las envidias le desposeyeron de todos sus cargos, y el volvió a ser un fraile corriente y moliente. Estando en el convento de La Peñuela, Juan enferma de unas “calenturillas” en la pierna. Como en ese convento no hay farmacia, deciden enviarlo al convento de Úbeda. Y como era un fraile insignificante, un fraile de nada, el superior encarga a un hombre de la Peñuela que le acompañe con su mula. Es un hombre ‘inocente’, corto de inteligencia y algo retrasado. Era el 28 de septiembre de 1591 cuando a lo lejos se divisa Úbeda. En el último descanso antes de alcanzar el convento, el mozo ofrece un poco de pan duro a Juan, pero éste se muestra inapetente, tal vez su boca ya no podía tragar ese corrusco duro. Y así, lleno de melancolía, Juan dice al mozo: “si al menos fuesen unos espárragos trigueros”. Y como el mozo era medio ‘inocente’ no cayó en la cuenta de que septiembre no es mes para espárragos, así que se levantó y a escasos metros encontró, junto al puente, un buen manojo de espárragos, y se los ofreció a fray Juan, que los recibió con contento, y esbozó una sonrisa. Y este episodio, leyenda o florecilla la vi plasmada en una hermosa escultura de madera: Fray Juan y a su lado un manojo de espárragos.

En el convento de Úbeda se encontró con un superior poco dado a la misericordia con el enfermo y pronto le espetó “que eran pobres y que una boca más no convenía al convento”. Juan aceptó la reprimenda. Pero poco a poco la humildad y la bondad de un fray Juan postrado y enfermo fue conquistando a todos los frailes, también al superior, arrepentido de su aspereza. Y en sus últimas horas, toda la comunidad se hallaba en su celda, con lágrimas en los ojos y ternezas en el corazón. Quisieron leerle las recomendaciones del alma, muy apropiadas para los moribundos, pero él les rogó que le leyesen por caridad el Cantar de los Cantares, que es propio de los enamorados. Justo a las doce de la noche entre el 13 y 14 de diciembre, Juan partía a “decir maitines en el cielo”, mientras sus ‘calenturillas’ dejaban de desprender el hedor, y un perfume suave de flores llenaba toda la estancia y todo el convento. Tenía 49 años.

Había peregrinado en pos de la nada, pero una nada que le iba a permitir poseer el Todo: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios es mía y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. 

Se comprende ahora que, nada más llegar a Úbeda, fuese al encuentro de Juan de Yepes o Juan de la Cruz. Los palacios de Las Cadenas, de Vela de los Cobos, de los Marqueses de Bussianos, de los Medinillas, de los Anguís, de los Porceles, del Marqués de Mancera bien podían esperar hasta el día siguiente.










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