viernes, 25 de noviembre de 2022

El hermano Juan de Aguilar


          El Hermano Juan. Hoy, 26 de noviembre de 2022, en el Palacio Episcopal de Palencia se celebra la clausura de la fase diocesana de la causa de Beatificación y Canonización de Juan Vaccari (1913-1971). Luego, la causa continuará en el Vaticano. ¿Cuándo lo veremos Beato o Santo? Por mi edad, yo probablemente no lo veré. Coincidimos en el Colegio San José, de Aguilar de Campoo, él como educador, yo como alumno. Yo tenía 12 años y supe que su rostro y sus manos, su bondad y su alegría eran las de un santo. Porque un hombre no es santo porque haya hecho buenas obras, sino que hace buenas obras porque es santo. Este artículo es una sencilla evocación de su figura por tierras de Aguilar de Campoo.

***


          Una sotana en Lourdes. En una hoja de una libreta anotó los nombres de las ciudades que tenía que atravesar en el largo camino que va desde Barza d’Ispra, una pequeña pedanía de la provincia de Verona, Italia, hasta la villa de Aguilar de Campoo, en Palencia. Es el 15 de octubre de 1965. No hay GPS que valga, y la señalización es escasa en las carreteras. Tendrá que detener el coche en varias ocasiones, bajar la ventanilla y preguntar al primero que pase. Al volante de un coche que él ha bautizado como ‘Josefina’ en honor a San José (en italiano coche, macchina, es femenino), emprende la travesía de su vida. Juan Vaccari conduce; a su lado, otro fraile, Enrique Bongiascia. En los días anteriores, mirando mapas de carreteras, ha podido anotar su itinerario. Escribe esto: “Primer viaje a España en coche. Itinerario: Como, Turín, Susa, Briançon, Gap, Nyons, Croisiére, Ste. Esprit (evitando Avignon), Nîmes, Montpellier, Béziers, Narbonne, Carcassonne, Villefranche, Carbonne, Ste. Gaudens, Tarbes, Lourdes, Pau, Bayonne, San Sebastián, Bilbao, Laredo, Solares, Puente Viesgo, Los Corrales de Buelna, Reinosa, Aguilar de Campoo. Deo gratias et Mariae.” Unos días antes ha posado durante unos instantes su nueva sotana sobre la tumba del Fundador en la ciudad de Como. 

            En el santuario de Lourdes hace una parada para arrodillarse delante de la Virgen y para implorar su bendición. Y también allí, por primera vez, se ha vestido con la sotana, una prenda que nunca antes se había puesto: “No permitas, oh María, que manche esta sotana jamás. Prefiero morir mil veces antes que pecar”.

            De joven no le permitieron estudiar para cura porque le llovían los suspensos, especialmente en latín y en griego. Se quedó en simple hermano lego. Una tradición de la iglesia italiana impedía a los hermanos legos llevar sotana. En cambio, en España sí que podían vestirla. Buena prueba de ello eran los hermanos menesianos que regentaban el Colegio San Gregorio, de Aguilar de Campoo. Todos eran hermanos y todos llevaban su sotana.

            Llegó a Aguilar de Campoo la tarde del 20 de octubre, miércoles para más señas. Notó al instante el viento vespertino aguilarense que corría a ritmo endiablado desde el pantano hasta el castillo, de Camesa hasta las Tuerces, barriendo sin piedad las hojas y curtiendo los rostros. Y también le llegó, nada más abrir la ventanilla, ese olor característico a galletas. El pueblo que mejor olía de España, se decía entonces.

            Aparcó junto a la iglesia de San Miguel. Y nada más bajar del coche, se arremolinó el grupillo de colegiales. Tal vez porque le estaban esperando; tal vez porque los viajeros y los forasteros siempre atraen a los niños. El colegio provisional estaba instalado en el centro del pueblo, junto a uno de los ramales del Pisuerga. Ahí pasaría sus primeros dos años. El coche venía cargado hasta la bandera. Todos habían querido ofrecer al hno. Juan un regalo antes de iniciar el viaje a España. Un baúl, bolsones, maletas y cajas fueron descargados velozmente por los primeros alumnos del Colegio.

                     


          La primera capilla. Pronto llegó la Fiesta del Beato, 24 de octubre. Sólo hacía un año que el Vaticano había proclamado Beato al Fundador Luis Guanella. En los días anteriores, el hermano Juan y sus muchachos habían vaciado el baúl y habían adornado, lo mejor que sabían, una estancia del viejo caserón para transformarla en capilla: el sagrario, los seis candelabros, los cuadros de la Virgen y del Fundador, los floreros, el crucifijo, los telas rojas y blancas que formaban un retablo, los vasos sagrados, las vestimentas del sacerdote, los roquetes para los monaguillos, las sabanillas para el altar...

            El hermano Juan, que conoce su nulidad para el latín y el griego, teme que le sucederá lo mismo con el español, y por eso le pide ayuda a San José para que en su mollera agarren las palabras sonoras de la nueva lengua: alegría, fiesta, hermano, gracias, casa, amigo, Señor, flor, alma, pan, oración. Lleva escritos en una chuleta el padrenuestro, el avemaría y el gloria. Y a cada momento saca el papel de su bolsillo e intenta memorizarlos. El sacerdote, P. Carlos de Ambroggi, después de la comunión, limpia el cáliz y la patena, mientras el hermano Juan, cuaderno en mano, hace repetir a los pocos alumnos la oración: “Bendito sea Dios / Bendito sea Dios; Bendito sea su Santo Nombre / Bendito sea su santo Nombre; Bendito sea Jesucristo…

            Cuando Juan estuvo a punto de abandonar estudios, congregación, vida religiosa y todo, se encontró con un padre espiritual, don Enrique Corneo, que le conocía bien, le quería y que le dijo: “Yo me algo responsable de tu alma”. ¿Quién de nosotros ha recibido una bendición tan grande? El hermano Juan no se olvidaría nunca de este ofrecimiento y, sin duda, él también se hizo responsable de otras muchas almas, sin palabras, con la sola cercanía de sus buenas obras y oraciones, lluvia silenciosa que reverdece las hierbecillas a punto de agostarse.

 


          Sembrar y desbrozar. Días suceden a días, meses suceden a meses. La gran tarea de los ‘frailes italianos’ recién llegados a Aguilar de Campoo es construir un gran colegio para albergar entre 100 y 130 alumnos. En el frío glacial del invierno castellano o en el ardimiento del estío, entre andamios, hormigoneras y montañas de ladrillos caravista, el Colegio San José va tomando forma. A la sombra de la imponente Peña Aguilón, un edificio de ladrillo rojo y persianas azules da la bienvenida a un numeroso grupo de niños venidos de los pueblos y aldeas de Palencia, Burgos, Valladolid, Santander, León, e incluso de Asturias y Vascongadas. Niños de familias humildes, cuando no pobres; niños para los que la única forma de estudiar es ir a un seminario, en un tiempo en que los institutos de bachillerato solo están en la capital de provincia. Niños crecidos en familias de fe sencilla, pero recia, agricultores en su mayoría, que verían con buenos ojos que un hijo suyo llegase a ser sacerdote. Juan recorre aldeas, pueblos y caseríos, escuelas y parroquias, casas y campos. “Hoy he sembrado. Hoy se han apuntado dos niños… hoy el párroco de Villalón me ha ofrecido cena y un lecho donde dormir… ayer noche me hospedé en los pasionistas de Peñafiel… hoy solo he sembrado… Pasé por Carrión… llegué a Sahagún… fui a Torrelavega… estuve en Canalejas… Gracias, Dios mío“. Nombres y nombres. Topónimos que forman el primer mapamundi guaneliano de España.

Pero no solo surge un edificio de cuatro alturas, también la extensión alrededor tiene que ser cultivada. La tierra pedregosa, una tierra buena para nada, poco a poco, por esa voluntad que no se doblega, ve surgir chopos, pinos, abetos, manzanos y rosales… El hermano Juan que de joven, en su pueblo natal, sabía que no tenía las fuerzas de sus hermanos para trabajar los campos, aquí, en el Colegio San José, se siente rejuvenecer. Y el huerto, la chopera o los manzanos ocupan también parte de su tiempo y de sus desvelos. Todo en la vida es sembrar y desbrozar: lo mismo trigo y patatas, que vocaciones y cristianos. Una tarde reúne a todo un equipo de voluntarios. Empiezan a segar toda la hierba y la maleza que está a punto de ahogar a los pequeños pinos. Rastrillas, dalles, garias, horcones, azadas, escobas, picos y palas… todo vale a este equipo sonriente capitaneado por el hermano Juan.

 


Pedrea de caramelos. Aparte de las clases, muchas eran las horas dedicadas al estudio y la lectura. Y el trabajo también estaba presente. No entraban limpiadoras en el Colegio y todos los alumnos aprendían a manchar poco para tener que limpiar poco, ya que ellos eran los encargados de la limpieza, de lavar los platos y de fregar los suelos, montar las mesas o barrer el patio. Y en tiempos de patatas, había que atroparlas, como decían en Aguilar, y si había que hacer la cancha de baloncesto, nadie se escaqueaba de preparar las masas de cemento o acercar calderetas… Pero no todo es estudio y trabajo en el internado. También los tiempos de ocio, recreación y aficiones son muchos y muy creativos y alegres. El deporte, la cultura, aprender a tocar instrumento, participar en concursos culturales o hacer largas caminatas a las Tuerces o al Monte Bernorio. El hermano Juan, y con él los demás frailes, inculcan el esfuerzo, el trabajo, pero también la diversión, la alegría y el contento. “Estad siempre alegres, mis chicos”, era un estribillo en sus labios. La foto que tienes ante ti es bastante borrosa, pero ahí puedes contemplar al hermano Juan tirando caramelos a la muchachada después de la comida campestre. Arremolinados, cuatro docenas de niños saltan y alzan sus manos o mueven sus pies para coger un caramelo. A veces, también, se asomaba a la ventana de su cuarto, y comenzaba a lanzar caramelos, y, en más de una ocasión, un vaso de agua, ante la algarabía y regocijo de los niños. Años más tarde, la fecha de su muerte (9 de octubre) se asociará indisolublemente a los caramelos. Los caramelos que, en su testamento, pidió que se comprasen a los niños con discapacidad si hallaban, a la hora de su muerte, alguna moneda en sus bolsillos.  

 


El bote de agua. No sabemos quién fue el autor de esta fotografía. No es un posado. Alguien lo vio así y le disparó sin avisar. Y tal vez esa espontaneidad logró la foto más lograda. En el murete de piedra junto al huerto, el hermano Juan, con su guadapolvo de diario, es sorprendido en el momento en que riega una humilde flor o hierba que ha crecido entre las piedras. Con un bote de hojalata derrama un poco de agua sobre esta planta en la que nadie habría reparado, y destinada, muy probablemente, a morir ahogada entre las piedras. La mano izquierda apoyada en otra piedra, la vista fija en esa insignificante planta, ¿pensaría que tal vez esa sencilla planta podría lucir algún día ante el sagrario en la capilla? ¿Veía acaso en esa hierbecilla una metáfora de la vida insignificante de tantos seres humanos que pasan inadvertidos para todos, salvo para la mano amorosa de un ser querido o de Dios? Bien podemos considerar que esta instantánea es un retrato simbólico de la personalidad del hermano Juan, sensible, delicado, tierno, atento, y de su misión apostólica en los últimos años de su vida en Aguilar de Campoo: búsqueda sacrificada de muchachos en las aldeas más humildes, entrega generosa hacia ellos, cuidado amoroso de sus almas. Si la vida de cualquier seminarista florecía y daba frutos podría llegar también, como la planta, al altar del Señor.

Tal vez por todo ello, esta foto le representa mejor que ningún otro retrato. Este es el hermano Juan. A todas las personas pequeñas, humildes o pobres, escondidas o insignificantes de su vida, pudo decirles con gestos y actos: yo me encargo de ti. No te faltará el agua ni mi cuidado, para que tu vida crezca, florezca y fructifique, con libertad y con alegría.

Armando Budino, compañero y amigo, escribió de él lo máximo que se puede decir de un hombre: “Donde estaba el Hermano Juan, el mundo era mejor y más bello gracias a él”.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Un balón de bolsas de plástico y cuerdas

 


De mis viajes a África, guardo algunas figuras de artesanía en madera y algunas pinturas en batik o arena. Y junto a ellas un pequeño balón hecho por niños congoleños. Una tarde en Kinshasa-Congo, vi a unos niños descalzos corriendo tras un balón que ellos mismos habían hecho con bolsas de plástico y cuerdas. Fue entonces cuando me pareció que el fútbol tenía un aire de grandeza y de pureza. Era un campo polvoriento. Las porterías, marcadas con dos ramas. Los niños se jaleaban a gritos,  y celebraban cada gol con abrazos y piruetas, como si se tratase de una gran final. Pedí a esos niños que me hicieran un balón, y aquí lo tengo todavía mientras escribo.

Estos días, sin interés y sin voluntad, oigo noticias sobre el Mundial de Fútbol que se celebra en Qatar. Ya la propia designación de la sede en 2009, (se supo más tarde cuando explotó el escándalo Platini-Francia), estuvo amañada. Por lo visto, millones de dólares compraron voluntades de algunos miembros de la FIFA. Pero la investigación no llegó a más ni tampoco hubo marcha atrás en la decisión de la sede designada para 2022.

La construcción de los estadios, llevada a cabo por miles de emigrantes, especialmente de Nepal, India o Bangladesh, en francas condiciones de precariedad laboral (trabajos a 50º de temperatura, largas jornadas, malas condiciones de alojamiento, medidas de seguridad escasas, salarios bajos), ha dejado, según el periódico The Guardian, unos 6.500. La todopoderosa FIFA, en cambio, dice que sólo tres trabajadores han fallecido durante la construcción. No cabe duda de que los ocho estadios construidos son magníficas obras de arquitectura. Pero si nos fiamos de Amnistía Internacional y otras Ongds, en todos ellos hay rastros de sangre obrera. Parece que no han escatimado dinero en pagar sumas elevadas a los arquitectos estrellas, menguando, tal vez por ello, los salarios de los jornaleros.

Qatar, ya se sabe, no es famoso por su legislación garantista, ni por su preocupación por los derechos humanos. Ni es conocido por su respeto y promoción de la mujer ni de los derechos de la comunidad LGTBI ni de la libertad religiosa, de opinión o prensa, por citar solamente unos pocos.

Los futbolistas se están haciendo algún selfie con brazaletes ‘solidarios’ y alguna fotografía de postureo. Y hasta los entiendo, lo justo para quedar bien, no comprometerse y que no les saquen tarjeta amarilla (tal vez la excepción podrían ser los jugadores de Irán que se negaron a cantar su himno, manifestando así su cercanía con su compatriota Mahsa Amini, la mujer muerta en extrañas circunstancias tras negarse a llevar el velo). Mostrarse solidario, sin que nuestro bolsillo se vea afectado, no es algo nuevo. Es lo que toca en el guión de cada momento y lugar.

Y Europa, la pobre, ya se sabe, no hará nada, salvo alguna frase en algún mitin para ganar una ovación momentánea. Los señores de los petrodólares son dueños de medio mundo. Y Europa, que ha perdido la costumbre de arrodillarse en las iglesias, se arrodilla sin rubor ante los dioses del dinero y los combustibles, buena parte de los cuales están en Qatar y petromonarquías del área.

Nada nuevo, por otra parte. El mundo ha sido siempre así. Y no hay que escandalizarse, porque es la costumbre. Durante casi un mes, en nuestro propio país, se hablará poco de la inflación que a diario hace temblar la cesta de la compra, de la subida generalizada de impuestos a la clase media, del recorte de las libertades, del atosigamiento a la independencia de la justicia, de la cultura de la cancelación a todo el que no dance al son del que manda, de un tambaleante sistema sanitario tras el covid. Sabremos todo de los futbolistas españoles y de sus rivales: balones que tocan, regates, tiros, corners que sacan, pero también vida y milagros: mujeres y ligues, colección de coches, calzoncillos que anuncian, fiestas que organizan, cambio de corte de pelo, gustos, aficiones y manías. Y escucharemos diariamente las declaraciones del entrenador y de los jugadores con la misma reverencia que los griegos escuchaban el oráculo de Delfos o los católicos la bendición urbi et orbi. Esta es la sociedad que nos ha tocado vivir: un joven con un libro en la mano es más peligroso que un joven levantando pesas. Todo el esfuerzo y el tiempo dedicados al gimnasio y a la cancha suelen ir en detrimento del tiempo dedicado a la lectura y a la cultura.

Los grandes eventos deportivos son, a veces, una fabulosa operación de blanqueo de un sistema. Al igual que las empresas que más contaminan patrocinan ongds verdes para limpiar su imagen, las naciones puede utilizar una cita universal del deporte, para ofrecer una imagen de tolerancia que no es tal. Nada nuevo bajo el sol.

Para mí el fútbol verdadero será siempre el que practican unos niños descalzos –y felices porque sí- con un balón hecho de bolsas de plástico y cuerdas.










domingo, 20 de noviembre de 2022

Mouchette, de Georges Bernanos


“Ya sopla con fuerza el lúgubre viento de la noche”.  Es la primera línea de uno de los libros más conocido de Georges Bernanos (1888-1948). Y desde esa primera línea la oscuridad y la tiniebla envuelven al lector, como envuelven a Mouchette, la niña de 14 años. Estamos a punto de conocer un fragmento de su vida y, al mismo tiempo, un fragmento de la vida de tantos desdichados.

 ¿Por qué he tardado tanto en leer este libro? No lo sé. Desde hacía mucho tiempo estaba en la lista de ‘pendientes’. Georges Bernanos me deslumbró con su  Journal d’un curé de campagne, que leí y releí hace mucho tiempo. Mouchette, como otros tantos libros, fue una sugerencia de mi querido José Jiménez Lozano, mi guía más fiable en cuestión de lecturas.

En otra tarde otoñal, de nubarrones amenazantes, de lluvia violenta, de ventoleras furiosas que arrancaban las últimas hojas y las arremolinaban en el pavimento, la historia de Mouchette me ha atravesado.

La historia sucede en un brevísimo espacio de tiempo, apenas una noche y la mañana siguiente. En un pequeño pueblo francés, una niña abandona la escuela y se dirige hacia su casa. El Mal es el verdadero protagonista de esta breve novela de Bernanos escrita en 1937 (y luego llevada al cine por Robert Bresson). El Mal se erige como una presencia que ocupa todo el espacio: el bosque, la escuela, la casa, la taberna y hasta las almas y los cuerpos. A Mouchette la detestan sus compañeras de colegio, la desprecia por insolente su profesora. Su padre, alcohólico, le da una buena tunda de palos por cualquier motivo. Su madre se muestra distante y escasamente cariñosa. Vive en un pueblo perdido de cazadores furtivos, murmuraciones rutinarias, escasa misericordia y lluvias que convierten en lodo los caminos. Es un mundo de pobreza, de brutalidad, de violencia, de alcohol y enfermedad.

Pero Mouchette no es un ángel. Lleva en sí las marcas del animal herido dispuesto a defenderse a dentelladas, si es preciso. También ella busca cariño y afecto, como cualquiera, pero es desconfiada por naturaleza, desafía con desprecio y altivez a quien la golpea. Odia la música, pero sólo porque la música es amada e impuesta por la profesora. Camina por las roderas para embarrarse las piernas y aparecer, como una salvaje, en el momento en que sus vecinos salen de misa mayor un domingo cualquiera. No rechista ante las humillaciones ni llora ante los golpes, mostrando un orgullo desconcertante. Solamente siente un poco de ternura por Arsène, un cazador furtivo que vive de espaldas a todos, y que una vez contempló cómo el padre la golpeaba y la miró con piedad. Pero este hombre, el único ser hacia el que ella siente un poco de afecto, la infringe el golpe más cruel. Luego, desaparece.

Al abandonar la escuela, calzada con sus zuecos grandes que se le salen a cada paso, con su pañoleta pobre y sus andrajos,  Mouchette vuelve a su casa. Cruza el bosque. La noche cae. El viento golpea las ramas. Llueve inmisericordemente. Y ella se extravía. Se encuentra con Arsène que le confiesa que acaba de cometer un crimen. Ella le escucha en un silencio tenso y está dispuesta a defenderle. También él esta borracho, como todos. También para él, como para todos, la mujer no es nada, tal vez una cosa, y no demasiado buena. También Mouchette, sin saberlo, “en lo más hondo de su ser posee esa instintiva sumisión física de las mujeres del pueblo”. Finalmente, en mitad de la noche, Mouchette llega a su casa. Su padre aún está en la taberna, gastando en vino lo que hubiera podido servir para pagar una consulta médica para la madre enferma. Su madre agoniza y le muestra, en esta hora final, un poco de ternura. No teme a la muerte. No teme dejar este infierno de gruñidos y miserias. El hermano más pequeño, un bebe, berrea hambriento de leche, y ahíto de frío y suciedad.  

El silencio aumenta, como aumenta el frío de un amanecer sin compasión.  Crece el odio. Se acorta la esperanza. La aldea, y todos los que allí viven, es un muladar de miseria que resulta irrespirable. ¿Qué puede hacer Mouchette? ¿Hay acaso un pequeño rincón de sol y de alegría en la aldea, en el mundo? ¿La pobreza material arrastra y condena a quienes la sufren a una miseria también moral? ¿Qué puede hacer Mouchette? ¿Seguir instalada en el desprecio, en la altivez, en la insolencia, en la más absoluta indiferencia incluso cuando recibe golpes y desprecios? ¿Continuará ella esa cadena de miseria material y moral, como lo ha hecho su padre alcohólico, su madre distante, el bruto Arsène, los niños y la profesora de la escuela?¿Habrá más vejaciones, habrá más abusos, habrá más desprecios? Leemos: “… desde hace tiempo, Mouchette tiene la angustiosa conciencia de una miseria, una miseria tan infranqueable como los muros de una prisión”.  

El Mal, decía, es el protagonista de esta novela. También su autor había conocido la miseria, la violencia y la injusticia en los turbios años treinta mientras vivía en Mallorca. A Bernanos siempre se le consideró un novelista católico, porque la fe, la gracia, Dios son temas recurrentes en sus novelas. En cambio, no hay rastro de Dios en Mouchette. Dios es el gran ausente de esta novela. El silencio de Dios planea sobre la novela. Un silencio oscuro, insufrible, aterrador, desde el momento en que Mouchette deja la escuela hasta que a la mañana siguiente en el río “siente que se le escapa la vida mientras el olor mismo de la tumba penetra en sus fosas nasales”.

Bernanos parece decirnos que el corazón humano, pero también el corazón del mundo, o está en manos de Dios o está en manos del Mal. ¿Será siempre así? En esta espléndida novela, Dios se ha alejado de Mouchette y del pueblo. El Mal, entonces, campa a sus anchas sobre todos, y destroza cuerpos y almas, como le ha sucedido a Mouchette.

Será difícil olvidar a Mouchette. Lo fue también para su propio autor que en el prólogo de esta novela llegó a escribir: “He visto vivir y morir a Mouchette en una soledad trágica. ¡Que Dios se apiade de ella!”







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