El pasado mes de marzó visité en el Museo Thyssen de
Madrid, la exposición sobre Proust y las artes. Una curiosa
exposición, bastante insólita. Normalmente los museos exponen a los grandes
pintores o a los grandes movimientos pictóricos. En esta ocasión, han tirado
del escritor francés Proust, para hablarnos de los temas recurrentes de su obra
y de su relación permanente con la pintura.
Considerado una
estrella mayor del firmamento literario del país vecino, Marcel Proust (1871-1922)
retrató la alta burguesía y la aristocracia parisinas, con ironía, admiración,
crítica, según los días y los personajes, y lo hizo en su novela “A la
recherche du temps perdu”/ “En busca del tiempo perdido”, compuesta por
siete libros.
En el primero de
ellos, Du coté de chez Swann /Por el camino de Swann es donde describe
el célebre episodio de la magdalena. Al protagonista le sirven un té y una
magdalena, y justo en el momento en que moja un trozo del dulce en la infusión,
la memoria lo transporta a un momento de gozo y de placer: el instante en que
en Combray, donde el autor pasaba las vacaciones, su tía Léonie le ofreció
también un té y una magdalena. Palabras, frases y páginas para describir
parsimoniosamente cómo un gesto trivial, como es el hecho de mojar un trozo de
magdalena en una taza de té, nos puede llevar a otro acontecimiento de nuestra
vida, nos puede evocar y hacer revivir algo que creíamos muerto y bien muerto. La
memoria involuntaria nos juega a menudo estas pasadas, felices o
dramáticas. Un olor, un sabor, unas notas musicales, un paisaje nos transportan
a momentos olvidados o empolvados y nos hacer re-vivir, re-gozar o re-sufrir situaciones, cosas y
personas del pasado.
Ya en la primera sala
de la exposición del Thyssen sufrí el mismo efecto que Proust con la
magdalena. Las pinturas expuestas me trasportaron a París, concretamente al
curso de 1988-1989: Los libros de segunda mano comprados por unos pocos francos
en Gibert Jeune, la vigilia pascual en la catedral de Notre Dame, las numerosas
visitas al Museo del Louvre, las clases de conversación en el Lycée Voltaire,
las aulas de la Sorbonne, la habitación número 21 de una pensión triste, los
paseos por el barrio del Marais. Y ese final de curso en la Sorbonne en el que
leí unos versos de Baudelaire y en el que me fue regalado Du coté de chez
Swam, un libro ahora perdido en alguna balda de la estantería.
Pero la exposición del
Museo Thyssen me trasportó sobre todo a una amistad, fundamental en mi vida, con
las cuatro jóvenes que conocí en los últimos días del mes de septiembre de 1988,
en el curso preparatorio que nos fue impartido en la ciudad de Clermont-Ferrand,
antes de nuestro salto sin red a la ciudad de París. Y esta amistad no ha sido
un ‘amor de verano’, como suele decirse, sino una amistad sólida que aún se
mantiene en pie, casi cuarenta años después, “como un árbol plantado al
borde de la acequia que da frutos, flores, cobijo y sombra”, tal y como
está escrito en el salmo 1 de la Biblia.
Diré sus nombres: Vicen, Belén, Ana y Olga. En junio de 1989,
cuando nos despedimos con una cena griega en el Barrio Latino, con mil abrazos,
teléfonos y direcciones, tuve la intuición de que a esa amistad le quedaba aún
mucho recorrido.
Yo vivía en una
pensión de mala muerte en el Boulevard Voltaire, y ellas cuatro en una
residencia de monjas, el Foyer Jorbalan (en bromas, les decía que les vendría
bien una ‘reparación’ conventual, después de su vida mundana). Todos teníamos
muchas ganas de perfeccionar la lengua de Molière, escasísimos francos en
nuestros bolsillos, curiosidad infinita por conocer París calle a calle y
monumento a monumento. Y éramos disciplinados ‘asistentes de lengua española’ para
bachilleres parisinos en distintos Liceos, y también disciplinados alumnos en
el Curso de Civilización Francesa, de la Sorbonne.
¿Qué cosas nos
unieron? Una sensación de desamparo al aterrizar en una ciudad tan hermosa
como hostil. Una necesidad de compartir información para enterarnos de tantas
gestiones, pasos, procesos, papeleos, ofertas y gangas. En fin, una necesidad
de sobrevivir. Una forma de ver la vida, los estudios y los gastos bastante
parecida. Una pasión grande por la cultura francesa, desde su lengua a su
historia, desde los libros a los museos. Y unos caracteres dados a la simpatía
y a la ayuda mutua.
¿Y cuántos
recuerdos atesoramos durante ese año? ¡Cientos, miles! Aquel primer
encuentro en el kilómetro cero de París, frente a la catedral, para conocer en
qué instituto había caído cada uno y donde había encontrado un cobijo para
pasar la noche. El déca (descafeinado) en el Centre Pompidou. Siempre
pedíamos lo mismo porque era la modalidad de café más barata. Una tarde soleada
en los jardines y fuentes del Palacio de Versalles para celebrar el Bicentenaire
de la Revolución. Una tortilla española y un poco de chorizo, apretujados en la
pensión angosta, y a la que ‘oficialmente no se podía subir a chicas”.
Un viaje a Amsterdam, compartiendo habitación junto a los canales. Deslumbrados
por el Museo Van Gogh, la casa de Ana Frank, la cafetería con olor a porro y el
piquant del Barrio Rojo. Una tarde para compartir dulces y otras
delicias españolas que cada uno había traído de las vacaciones navideñas. El
sabor inconfundible del foie gras sobre un trozo de pan. Era de la marca Olide
y era el más barato de toda Francia. El paseo al caer la tarde por el Bois de
Boulogne, donde fulanas y chaperos esperaban paseando a que un coche se
acercara y les invitase a subir. Una noche de ópera en el Palais Garnier para
ver Los maestros cantores de Nuremberg, con un intermedio en el que
nosotros mordisqueábamos galletitas baratas, mientras parte del público bebía
champagne y canapés haute cuisine en el comedor de gala. Algunas compras
en Tati, el considerado supermercado más barato de Francia, codo con codo con
todos los magrebíes del mundo. Una excursión a Saint Michel en un autobús lleno
de españoles emigrantes, en el que no paramos de comer, reír y cantar canciones
cañí durante todo el recorrido. Y también teatro, conciertos, ballets, viajes
a Brujas, Londres, Rouan, Estrasburgo, exposiciones, un café, un souvlaki,
un milllefeuille, charletas en cualquier plaza, y paseos sabatinos por cada
uno de los barrios de París.
¿Y que es la ‘connerie’?
Cuando nos veíamos algunos sábados, solíamos intercambiar títulos de libros y vocabulario
francés recién aprendido. También nos poníamos al día de palabras malsonantes o
expresiones picantes, tan necesarias para que nadie se ría de ti. Yo había aprendido
una nueva palabra “con / conne” (gilipollas) (creo que en la novela La
vie devant soi, de Romain Gary), y se lo comenté al grupo, pero cuando me
pidieron qué significaba, les dije que “majetón”. Al día siguiente una de las
chicas descubrió el verdadero significado. Pero la palabra ya había hecho
fortuna, y empezamos a llamarnos los unos a los otros “mon cher con / ma
chère conne”. Durante las vacaciones de Semana de 1989, Ana había viajado a
Sevilla para recibir un premio y a Olga le había venido a ver su novio. En
París sólo nos quedamos Belén, Vicen y yo. Y decidimos hacer una excursión a
Reims y a los castillos del Loira. Y a esa excursión o reunión de amigos ‘cons’,
la bautizamos con el nombre de “La Connerie”. Y así ha permanecido hasta
el día de hoy.
¿Y después de París, qué? Desde 1989 hasta este mismo año de 2025 hemos
continuado encontrándonos y viéndonos en las “Conneries”. En muchas ocasiones,
al completo, y en otras se ha tratado de “conneries” sectoriales. A veces se
han incorporado amigos y parejas. A Jose y a Luis, ya los consideramos “cons
consortes”. Hemos celebrado “conneries”
en Valladolid, Benavides de Órbigo, Zamora, Salamanca, Madrid, Mallorca,
Sevilla, Castellón, Murcia y Quintanilla de Arriba. Puede que me olvide de
alguna ciudad. Hemos conocido paisajes, monumentos, museos o pueblos
pintorescos, hemos celebrado comidas y cenas con productos o dulces típicos de
nuestras respectivas regiones, hemos depositado en las estanterías de nuestras
casas regalos, detalles y recuerdos. Nos hemos reído a montones recordando
anécdotas de nuestro periplo parisino, hemos filosofado y arreglado el mundo en
conversaciones interminables de cafés, chupitos y ‘teresitas’ u otros
dulces. Y hemos hablado con el corazón en la mano y compartido también
tristezas y penas, propias o ajenas. Hemos colaborado con proyectos solidarios
de algún rincón de África, a través de la Ongd Puentes. Y hemos posado para
centenares de fotos, manteniendo la misma sonrisa de otras instantáneas en el
castillo de Vincennes, en la escalinata de la Sorbonne, en un bistrot del
Quartier Latin, en el Jardín de Luxemburgo, la Place de Vosges, el Museo Rodin
y muchos otros lugares que habíamos visitado juntos en aquel curso prodigioso
de París. Una sonrisa imperturbable, no obstante las arrugas y el paso del
tiempo en nuestra piel, o tal vez en nuestro ánimo.
¿Y Siempre nos quedará París? La película Casablanca
(1942) es una obra maestra del cine en blanco y negro, firmada por Michael
Curtiz. Y tiene una última escena memorable: es de noche y una espesa niebla
cubre el aeródromo. Es entonces cuando Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman:
“Siempre nos quedará París”, porque ambos protagonistas habían conocido
la felicidad en la ciudad de la luz, antes de que la separación los alcanzase.
La frase se ha convertido en un símbolo de recuerdos compartidos y momentos
hermosos. Las circunstancias cambian, los recuerdos permanecen. Los encuentros
significativos de un tiempo y un lugar determinados, siguen siendo valiosos y
conservan siempre algo de su dicha o su paz, su
belleza o su alegría. Y casi con toda seguridad, los cinco “cons de
París” podríamos afirmar lo mismo con idéntica fuerza: Siempre nos
quedará París. Y como le sucedió a Proust al comer su magdalena, también a Vicen,
Belén, Ana, Olga y Juan, una novela de Flaubert o Balzac en francés, un
cuadro impresionista de Monet o Degas, una noticia en el telediario sobre Notre
Dame o el Sena, una canción de Edith Piaf o de George Brassens, e incluso un
foie-gras barato, nos transportará a París.
Siempre nos quedará París. Y “siempre nos quedará la amistad, que es otra clase de amor”, como decía un grafitti a orillas del
Sena.
Diferentes obras en la exposicón 'Proust y las artes'
Hunphrey Bogart e Ingrid Bergman en 'Casablanca'