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sábado, 28 de junio de 2025

Campaña de embellecimiento en Theresienstadt

 


Austerlitz es la primera novela que leo de S.G Sebald, escritor nacido en Alemania, pero que se afincó finalmente en Reino Unido, donde murió trágicamente en un accidente de carretera a los 66 años. El narrador de la novela se encuentra causalmente en la estación de Amberes con Jacques Austerlitz que poco a poco le va contando su vida, desde que, siendo niño, para salvarlo de la persecución, fui subido a un tren en Praga con destino a Londres, donde fue adoptado por una familia, pasando por el descubrimiento de su propio pasado, hasta su retorno a Praga para encontrarse con su historia familiar, etc..

Entre otras muchas cosas, S.G. Sebald cuenta “la campaña de embellecimiento” que los nazis llevaron a cabo en el campo de Theresienstadt (actual República Checa). Cuando las autoridades nazis aceptaron, después de muchas presiones y tiras y aflojas, la visita al campo de una comisión de la Cruz Roja, pensaron que era una ocasión única para  blanquear su imagen y engañar al mundo sobre el trato dado a los judíos, haciendo creer que los judíos llevaban una vida normal en “aquella ciudad”.

Los responsables –cuenta S. G. Sebald- emprendieron una “campaña de embellecimiento”, en el curso de la cual los habitantes del guetto, bajo la dirección de las SS, realizaron un enorme programa de saneamiento: se instaló césped, senderos para pasear, se pusieron bancos e indicadores que, al estilo alemán, se adornaron con tallas alegres y ornamentaciones floreales, se implantaron más de mil rosales, una casa cuna para niños de pañales y una guardería con cajones de arena, pequeñas piscinas y tiovivos. Y el antiguo cine Oreal, que hasta entonces había servido de alojamiento miserable para los habitantes más ancianos del guetto, se transformó en pocas semanas en sala de conciertos y teatro, mientras que en otras partes, con cosas de los almacenes de las SS, se abrieron tiendas de alimentación y utensilios domésticos, ropa de señora y caballero, zapatos, ropa interior, artículos de viaje y maletas. También había una casa de reposo, una capilla, una biblioteca, un gimnasio, una oficina de correos y un banco. Se instaló una cafetería, ante la cual, con sombrillas y sillas plegables, se creó un ambiente de balneario. Todo fue saneado, pintado y barnizado antes de la visita de la Comisión. Asimismo, se enviaron al Este a siete mil quinientas personas, las menos presentables del campo. Teheresienstadt se convirtió en una ciudad digna, un El Dorado. La comisión, compuesta de dos daneses y un suizo, fue llevada por las calles de acuerdo con un plan elaborado al detalle por la comandancia. Así los comisionados de la Cruz Roja pudieron ver con sus propios ojos qué personas más amables y contentas habitaban esa ‘ciudad, a las que se evitaban los horrores de la guerra, qué atildadamente iban todos vestidos, qué bien estaban atendidos los escasos enfermos, cómo se distribuía una buena comida en platos y se repartía el pan con blancos guantes, cómo en todas las esquinas los carteles anunciaban acontecimientos deportivos, cafés-teatros, representaciones teatrales y conciertos, y cómo los habitantes de la ciudad, al acabar el trabajo, tomaban el aire, casi como pasajeros en un transatlántico, en un espectáculo en definitiva tranquilizador, hasta el punto de que los alemanes, al terminar la visita, con fines de propagada, para  legitimar ante el mundo su manera de proceder, recogieron en una película…

La película está depositada en Praga, y muchos de sus retazos sirven para cortos audiovisuales como los que se pueden ver en youtube. Algunos supervivientes contaron, después, la otra cara de la película y también denunciaron que los integrantes de la Cruz Roja, en ningún momento, se salieron del recorrido oficial, abrieron alguna casa o se acercaron a hablar con esos ‘judíos felices’. Al final de su satisfactoria visita, certificaron que los judíos eran bien tratados y que se mostraban contentos en esa ciudad que Hitler les había regalado.

La historia, más o menos, funciona siempre así.

 https://www.youtube.com/watch?v=4kKc05jlIFg






W. G. Sebald


 






 

miércoles, 25 de junio de 2025

Otoño alemán, de Stig Dagerman

 


“Fue un otoño triste, con lluvia y frío, crisis de hambre en el Ruhr y hambre sin crisis en el resto del antiguo Tercer Reich. Durante todo el otoño llegaron a las zonas occidentales trenes con refugiados del Este. Gente andrajosa, hambrienta y no grata, apretujada en la oscuridad pestilente de las estaciones ferroviarias…” Es el inicio del libro Otoño alemán, del escritor sueco Stig Dagerman.

En el otoño de 1946, un año y medio después del final de la Segunda Guerra Mundial, el rotativo sueco Expressen envió a un jovencísimo escritor de apenas 23 años a emprender un viaje a Alemania y escribir unos cuantos artículos sobre este pueblo derrotado, que en ese momento concitaba todo el desprecio y el odio del mundo. Puede que no faltasen razones para ello. La guerra había terminado, pero los muertos eran llorados en cada rincón de Europa y más allá. Los cuerpos aún conocían las penurias de la posguerra. Y las almas, humilladas y aplastadas por la ideología totalitaria nazi, aún no habían alzado el vuelo. “Alemania” o “alemanes” eran palabras que se pronunciaban aún con rabia y con ira.

         Stig Dagerman había nacido en Suecia en 1923. Niño prodigio de las letras, publicó su primera novela a los 21 años. El periódico sueco que le envió a Alemania como reportero tal vez esperaba de él artículos incendiarios que confirmasen la locura nazi y reafirmasen la tesis de que los alemanes tenían que ser castigados por sus crímenes horrendos en la misma proporción que ellos habían hecho con las naciones subyugadas y los judíos exterminados.

         Pero Stig Dagerman pisa suelo alemán libre de prejuicios y limpio como un folio en blanco. Quiere saber, para entender. Y quiere observar y hablar con la gente para levantar acta de lo visto, oído y sentido. Deambula en medio de las ruinas de varias ciudades alemanas. Se asoma a los sótanos con 10 centímetros de agua donde varias familias se hacinan, muertas de frío y sin una rebanada de pan que llevarse a la boca. Se sube a trenes atestados, con las ventanas tapiadas con tablas, que acogen a 25 personas de pie en un compartimento pensado para ocho. Observa a los refugiados y a los prisioneros que vuelven de cualquier país de Europa a una Alemania donde no son bien recibidos (basta pensar que cinco millones de soldados eran prisioneros de los aliados en todos los países de Europa). Ve a niños que no pueden ir a la escuela porque no tienen zapatos. Asiste a sesiones de desnazificación en las cuales los colaboradores o presuntos colaboradores del régimen de Hitler tienen que demostrar con certificados de buena conducta y testimonios (a veces pagados) que ellos no fueron tan malos. Ve a escritores cambiar su máquina de escribir por unos gramos de mantequilla. Ve a gente hambrienta recorrer kilómetros hasta llegar a un pueblo donde los campesinos venden a precio de oro unos kilos de patatas. Habla con un joven alemán que lo único que desea es huir a América, torturado por un pasado lleno de culpa y por un presente lleno de humillaciones: “Ya no se puede estar en Alemania”. Y cuando Dagerman le invita a cenar en un buen restaurante se encuentra con un cartel: “Prohibido el paso a los alemanes”. Por todas partes se encuentra con gentes indiferentes o desesperadas que sopesan si las razones para seguir viviendo sobrepasan a las razones para morirse de una vez.

         Lo que Dagerman vio es que, tras la victoria de los aliados, Alemania fue repartida y bombardeada sin piedad. Los que de alguna forma habían ejercido una resistencia al nazismo o simplemente habían sufrido la cárcel o el campo de concentración a manos de los nazis, se encontraron con un ejército victorioso que los castigó colectivamente. Aquellos alemanes que habían anhelado el fin del nazismo se encontraron con otro castigo.

         Dagerman observa, escucha, habla y comparte con ciudadanos de todo tipo ese tiempo inmediato a la victoria de los aliados.  En un momento en el que odiar a los alemanes estaba bien visto y en el que el discurso de humillarlos recibía aplausos, un joven escritor sólo ve el hambre y el frío por doquier, la amargura y la desesperanza. Y siente compasión. Y cree que “preguntarse sobre la ideología de los ciudadanos es menos importante que preguntarse por el hambre de sus estómagos”.

El libro provoca algunas preguntas, por ejemplo, ¿fue necesario arrasar ciudades enteras cuando Alemania ya se había rendido? No olvidemos que la tormenta de bombas dejó a Dresde completamente en ruinas y cerca de doscientas mil personas murieron en esa operación bélica. Y el libro suscita una enseñanza: en los momentos convulsos de la historia, cuando las masas imponen su criterio de venganza y odio generalizados, sólo algunas personas, como lo fue el caso de Stig Dagerman, son capaces de mirar limpiamente a los ojos de los que sufren y sentir compasión.

Ochenta años después de estos acontecimientos, sabemos que Dagerman viajó por nosotros y nos muestra que el terror implantado en Alemania y en media Europa por Hitler, no debe hacernos olvidar otros excesos, en este caso de los aliados, que en el fondo fue un castigo ciego a tantos alemanes, muchos de los cuales había sufrido el nazismo y habían sido las primeras víctimas de un régimen que fue la encarnación del Maligno. Al acabar la guerra, muchos gerifaltes nazis consiguieron huir con su buena cartera a países donde vivieron tranquilamente. Pero los alemanes más pobres perdieron todo: los hijos en el frente, la casa, el pan y la dignidad. Sólo les quedó el frío y el hambre.

         Hay una especie de ‘santidad’ en este escritor sueco que fue capaz de sentir piedad en un momento en que lo normal era sentir odio y desprecio. Stig Dagerman en su recorrido por las ciudades en ruinas no vio alemanes, sólo vio personas necesitadas de una hogaza de pan, un abrigo para el crudo invierno, una casa donde cobijarse y un poco de dignidad para sostenerse en pie.

         Tenía apenas 31 años cuando Stig se quitó la vida a las afueras de Estocolmo. Tal vez, como tantos hombres sensibles en aquella dramática hora de Europa, no pudo soportar tanta bruticie. Dos años antes había escrito una especie de testamento titulado “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”.











Stig Dagerman (1923-1954)






















domingo, 1 de junio de 2025

El lector, de Bernhard Schlink.

 


    La novela El lector fue publicada en 1995. El título original en alemán, Det Volteser, significa el que lee en voz alta, un bonito matiz que no tiene vocablo equivalente en español. Su autor, juez de profesión, es Bernhard Schlink. Desde el principio la novela gozó de una gran acogida, hasta el punto de que su lectura está en el plan alemán de estudios, para que los jóvenes puedan conocer la Alemania de la posguerra, ese momento histórico que conoció el hundimiento de una nación, la división de un país, el sentimiento exacerbado de la culpa en tantos ciudadanos que habían aplaudido el auge del nazismo o simplemente habían mirado a otro lado, aunque todo el mundo sabía, más o menos, lo que estaba sucediendo en los campos de concentración. Pero también la posguerra fue ese momento en que Alemania se armó de valor para levantar una nación en ruinas, físicas y morales Y también fue el periodo en que una juventud avergonzada por el pasado reciente de su propio país, sin explicarse muy bien cómo había podido triunfar el nazismo y sentirse rodeados por padres, abuelos, vecinos o profesores que habían apuntalado una sociedad enferma moralmente.

    Y en ese contesto de culpa generalizada, pero también de disciplina conjunta para levantar de nuevo una nación y de ajuste de cuentas de todo el mundo contra todo el mundo, Michel Berg, un joven chaval de apenas 15 años inicia una relación amorosa, a escondidas de todos, con una mujer que le dobla la edad. Los amantes se ven en el apartamento de ella, siguiendo el mismo ritual todos los días: se duchan o se bañan, hacen compulsivamente el amor, para finalizar con un tiempo dedicado a la lectura: el joven estudiante lee en voz alta novelas, mientras una entusiasta y entregada Hanna Schmitz escucha atentamente. Así, en estos encuentros amorosos, entran también Homero, Goethe o Schiller. Pero un buen día Hanna desaparece y Michel pasa de una tumultuosa iniciación sexual a una desolación sin límites. La carne siempre tiene memoria del placer. El tiempo de la tristeza se hace eterno.

    El joven llega a la universidad, como estudiante de derecho, y asiste con otros compañeros de curso a los juicios que, dentro del programa de desnazificación, se llevaba a cabo en todos los tribunales alemanes contra personas directamente implicadas en la barbarie nazi. Entre el público, por lo tanto, está el joven universitario, que descubre, atónito e incrédulo que, entre las acusadas, está Hanna Schmitz, la mujer que le inició en el sexo y la mujer por la que él se convirtió en lector en voz alta. Hanna había ejercido de guardiana en un campo de concentración. La novela no ha hecho más que empezar. A partir de ahí, un joven universitario se debate entre la mujer que conoció en el apartamento de sexo y libros y la historia vergonzante de una guardiana que decide a diario sobre la vida y la muerte de las mujeres a ella confiadas.  

        Independientemente de la peripecia amorosa de Michel y Hanna, que se devoran como amantes, para después abismarse en la paz de los roles asumido de lector y escuchante, esta el telón de fondo de la historia amarga de Alemania y del Europa. 

       Y aquí entra el misterio de la iniquidad. El misterio del mal. El misterio del corazón humano, que es capaz de todo, de lo mejor y de lo peor. La culpa que a unos enloquece y a otros los torna impenetrables y herméticos. La vergüenza por un analfabetismo inconfesable arrastra a Hanna a un precipicio demoniaco que, poco a poco, conocerán Michel Berg y el lector de la novela o de la película de cine que admirablemente dirigió en 2008 Stephen Daldry, con Kate Winslet, David Kros y Ralph Fiennes como protagonistas principales.

        La novela también nos habla de que las ideologías, como una riada, arrasan con todo y, en su locura, a todos arrastran. A los sabios los torna mediocres, y a los pacíficos los convierte en criminales. Cuando las ideologías adquieren la categoría de religiones -y así sucedió con el nazismo y el comunismo- corrompen el alma humana y abocan al desastre a toda una generación. Las ideologías fuerzan al individuo a identificarse irracionalmente con una masa dócil y aborregada que es arrastrada a cometer crímenes abominables, impensables en personas civilizadas.

        Para mí el gran acierto del libro es que a partir del momento en el que Michel descubre que Hanna colaboró activamente con el régimen nazi, el lector no sabe por qué derroteros transcurrirá la historia: ¿Justificará Hanna su trabajo como guardiana? ¿Repudiará Michel a Hanna por su pasado inconfesable o la absolverá por ese amor que sintió hacia ella? ¿Conoceremos qué llevó a Hanna a esa huida hacia adelante? ¿Qué secreto inconfesable está en la raíz del comportamiento tan imprevisible de Hanna? ¿Se encontrarán los amantes y habrá para ellos un final feliz? ¿Es Michel un hombre marcado para siempre por su precoz iniciación sexual, sin que encuentre en ninguna otra mujer lo que encontró en Hanna? ¿Qué futuro le espera a Hanna? ¿Volverán Michel y Hanna a ser el lector satisfecho y la escuchante apasionada, como lo fueron en esas breves semanas de un verano que los marcó?

    En un momento determinado del juicio, Hanna, acorralada por las gravísimas acusaciones que se vierten contra ella, pregunta al juez "¿usted qué hubiera hecho?". Se produce el silencio. No hay respuesta. Es el silencio de alguien que no sabe la respuesta o que duda ante ella, o que piensa que es mejor no verse jamás en esa tesitura.

    Hay una escena muy hermosa que sólo entenderemos muchas páginas más adelante, en el juicio. Durante una excursión que hacen los amantes en bicicleta, Hanna entra en una pequeña iglesia rural donde un coro ensaya una hermosa canción religiosa. Hanna escucha la canción desde un banco sobrecogida hasta las lágrimas. ¿Recordaría en ese momento otra iglesia en la que años atrás Hanna y sus compañeras guardianas asistieron impertérritas a un incendio que provocó la muerte de las prisioneras allí encerradas? 

        Como se ha dicho y escrito muchas veces, las ideologías prostituyen la nobleza de las almas. Y como todos sabemos, en periodos de violencia extrema, como son las guerras, a los ciudadanos, sometidos a una presión extrema, sólo les quedan dos opciones: el heroísmo de la santidad o  la abyección del crimen. Por eso la pregunta de Hanna al juez seguirá siendo trágicamente pertinente: "¿Usted qué hubiera hecho?". 

            Serán los escritores los que nos cuenten todo esto, porque así está escrito en el fulgurante inicio de la Odisea, como se nos recuerda en este libro de Bernhard Schlink: "Háblame, Musa, de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo, después de haber destruido la sagrada ciudad de Troya". 

















domingo, 4 de mayo de 2025

José Tolentino Mendonça: el cardenal poeta


Pero hacen falta años / para olvidar a alguien / que nos acaba de mirar”.

         Francisco de Asís solía decir a sus frailes que debían cultivar un huerto para poder comer todos los días, pero que dejasen un poco de terreno para plantar flores. Lo útil y lo inútil deben ser colindantes. Los garbanzos y los tomates de cada día no pueden estar lejos de las margaritas y las lilas. Necesitamos una cuchara en nuestra boca y un poco de hermosura en nuestros ojos.

         En estos días de cónclave y fumatas, en estos días de cardenales púrpura, de apuestas sensatas o disparatadas sobre el nuevo pontífice, me resulta grato hablar de un cardenal poeta. Se llama José Tolentino Mendonça. Es portugués, nacido en la isla de Madeira. En su infancia vivió en Angola, lo que le marcó para siempre. Y antes de aterrizar como prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación del Vaticano, había sido párroco, profesor de la universidad de Lisboa, teólogo, conferenciante y sobre todo poeta. La poesía, tan inútil como las flores que aconsejaba plantar el Poverello de Asís, es necesaria precisamente porque perfuma la vida y llena los oídos de musicalidad y preguntas. Tolentino confiesa: “No teorizo: observo. No imagino: describo. No elijo: escucho”.

         De adolescente, al entrar en el seminario de Funchal, Tolentino se sintió deslumbrado por la biblioteca, bien guarnecida de literatura y poesía. Fue entonces cuando empezó a escribir poesía, un oficio que no ha dejado ni siquiera ahora que está al frente de un ‘ministerio’ vaticano. Insiste una y otra vez en que el desafío de la Iglesia es comunicar con el lenguaje de hoy el mensaje eterno de Jesús. Como cardenal anima a los sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos a leer libros, escuchar música y ver películas, porque sólo así tendrán la capacidad de “entender la complejidad del ánimo humano que Fernando Pessoa decía que era el abismo de los abismos de la complejidad, si no tenemos esta mirada hacia la complejidad y diversidad humana, no podemos realmente servir”.

         Tolentino es para muchos una de las mejores voces contemporáneas en la lengua de Camoens y Pessoa. Ganador de prestigiosos premios del país vecino y representante de Portugal en la Jornada Mundial de la Poesía. El oficio de poeta no parece oficio propio de un príncipe de la Iglesia. Y sin embargo ahí está este cardenal, como un mediador y un constructor de puentes entre la Iglesia y el mundo de la cultura. Escribe Tolentino:

El poema puede contener: cosas ciertas, cosas incorrectas, venenos para mantener fuera del alcance / excursiones campestres […] / una guerra civil / un disco de los Smiths / corrientes marinas en vez de corrientes literarias”

         En 2018 cuando era profesor en Lisboa el Papa Francisco le invitó a predicar los ejercicios espirituales de la Curia romana. Sus conferencias fueron recogidas con posterioridad en un libro de poético título Elogio de la sed. Sus palabras causaron una profunda impresión en los oyentes, al manejar con gran soltura los nombres de los autores profanos que constituyen el grosor de nuestra cultura y ponerlos en relación con los textos evangélicos. En una sociedad en que existe un producto para cada sed y para cada necesidad humana (productos todos ellos con el precio en la etiqueta), resulta aterrador la insatisfacción de los seres humanos en este momento de la historia. Nos daría la sensación de que la sociedad sólo ofrece productos que, al mismo tiempo que sacian las necesidades y la sed, provocan más sed y más necesidades. En un poema dice:

Vivimos el cuerpo, coincidimos / en cada uno de sus poderes: movemos las manos / sentimos frío, vemos el blanco de los abedules / que escuchamos en la otra orilla / o por encima de los avellanos / el graznido de los cuervos”

         El lema de su escudo cardenalicio es “considerate lilia agri” (mirad los lirios del campo) que es una invitación a la contemplación de la belleza, puerta de acceso al sentido de la trascendencia, pero también una confirmación de que el ser humano no puede vivir sin un poco de hermosura y un poco de poesía, salvo que sólo queramos ‘fabricar’ seres humanos para trabajar y consumir.  

Escuela del silencio:

Que tu silencio sea tal /que ni el pensamiento / lo piense

Cuando el templo se vacía / brilla / espléndido

La historia relata lo que ocurrió / el silencio narra / lo que ocurre

 El silencio no es un modo / de reposo o suspensión / sino de resistencia

Silencio: / contemplar la nieve / hasta confundirse con ella

Las nubes hoy parecen / a monjes que toman té / en silencio

 El silencio tiende a soterrar el pensamiento / pero también de él / el pensamiento vive

Aprende a renunciar / a todo / incluso al silencio

 Muchas veces Dios prefiere / entrar en nuestra casa / cuando no estamos

 El silencio es el narrador / y también el único / vocablo




















miércoles, 30 de abril de 2025

El loco de Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas



La muerte del Papa Francisco me pilló con el libro “El loco de Dios en el fin del mundo” que acaba de publicar el escritor español Javier Cercas. En mayo de 2023, mientras el escritor firmaba libros en el Salón del Libro de Turín, se le acercó el responsable de la Editorial Vaticana, Sr. Fazzini, y le propuso algo sorprendente: acompañar al Papa en su viaje a Mongolia para escribir un libro. Javier Cercas, ateo, anticlerical y laicista, pensó que el Vaticano había perdido los estribos si encargaba un libro a un escritor con ese currículum. La propuesta le pareció disparatada y fuera de lugar. Pero también era un encargo de los que nunca se presentan en la vida de un escritor, un regalo llovido del cielo. Además, le dijeron que el Vaticano no pensaba poner ninguna condición, ni siquiera pedían revisar el texto o que se publicase en su editorial. Libertad total para escribir lo que quisiera y con la editorial que quisiera. Durante un tiempo, Cercas habitó el territorio de la perplejidad y la duda.

         Luego pensó en su madre, viuda, católica, con los primeros síntomas de alzheimer, y que repetía en muchas ocasiones que no la asustaba la muerte, porque cuando llegase, iría al encuentro con su marido, el único y largo amor de su vida, porque ella creía sin dudas en la resurrección de la carne y en la vida eterna prometida por Cristo.

         Cercas cuenta que el libro de Unamuno San Manuel Bueno Mártir, leído a los catorce años, le hizo perder la fe y la práctica religiosa. Desde entonces, como tantos españoles de su época, se hizo ateo militante y anticlerical practicante. Al final decidió aceptar la invitación vaticana, a condición de mantener una conversación a solas con el Papa para preguntarle sobre la resurrección de los muertos y poder llevar la respuesta a su madre de parte del Papa.

         El libro es ensayo sobre un minúsculo estado, el Vaticano, probablemente el único ‘estado’ planetario. Es estudio de la Iglesia, el único imperio que lleva dos milenios en activo y con una fuerza inexplicable, a pesar de la crisis de fe que ataca a Europa por los cuatro costados. Es crónica del viaje papal a Mongolia, sucesión de entrevistas, resumen de lecturas sobre el tema, biografía del Papa Francisco... Y todo ello salpimentado con recuerdos y memorias del propio autor. El libro tiene su parte de intriga, de crítica acerba, su mala leche, su elogio y admiración por aspectos luminosos de la Iglesia, como la vida abnegada de los misioneros o el afán de Francisco por poner en el centro de la Iglesia a Cristo y a los pobres.

Antes de llegar a Roma, Javier lee y lee sobre Francisco (periferia, sinodalidad, discernimiento, alegría, misericordia), en un intento de entender la figura de Jorge Mario Bergolio, que no deja indiferente a nadie: detractores acérrimos y admiradores sin peros. Una frase de Michel de Montaigne: “Hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos, que entre nosotros y los demás”, le sirve para buscar e indagar en los muchos Bergoglios que han existido antes de marzo de 2013 cuando fue elegido Papa: Bergoglio enamoradizo, Bergoglio próximo al peronismo, Bergoglio jesuita, Bergoglio Provincial de jesuitas, Bergoglio alejado de los jesuitas, Bergolio obispo y arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio defensor de los curas villeros (curas que viven en los extrarradios paupérrimos de Buenos Aires, compartiendo todo con los más pobres), Bergoglio crítico con el gobierno argentino. Bergoglio conservador, bergoglio reformista, etc. Ese intento de acceder a las distintas caras o épocas de Bergoglio creo que es lo más acertado del libro, porque nadie es un círculo que se ve a primera vista, sino un poliedro de muchas caras. Así es el ser humano. Todo yo debe ser matizado por otros yoes contrarios y contradictorios.

         El Vaticano le abre sus puertas y le facilita encontrarse con altos cargos de la Santa Sede para entrevistarles y tratar de entender al Papa y a la Iglesia del momento presente. Cardenales, obispos, consagrados, laicos, hombres y mujeres. En los días previos y posteriores al viaje a Mongolia, Javier Cercas pasa por los despachos, y comparte comida y café en el comedor vaticano o en las trattorie romanas. El viaje del Papa a ese lugar remoto del mundo, insignificante política, cultural y económicamente hablando, ocupa un buen tramo del libro. En su intento por llegar a los países periféricos, Francisco tiene la osadía de visitar un país donde todos los católicos caben en una foto: apenas mil quinientos fieles, incluido el pequeño grupo de misioneros presididos por el cardenal Marengo. En el viaje se le abren las puertas de las misiones y es allí donde comprueba el coraje, la fe, la luz, el heroísmo de estos misioneros que no se dedican a convertir sino a ayudar a los más pobres en este país donde las temperaturas alcanzan fácilmente los cuarenta grados bajo cero.

         De vuelta a Roma, y antes de volver a España, aún tendrá ocasión de realizar nuevas entrevistas y de completar su búsqueda. El libro se lee con mucho interés. No es ni mucho menos -lo que se agradece-, una hagiografía de Francisco o una visión edulcorada del Vaticano. Hay crítica, pero también admiración. Es un libro muy distinto a lo que habitualmente se escribe sobre el Papa, en plan argamasa turronera. Al mismo tiempo, el hecho de que el libro haya sido encargado a un ateo, nos da una idea de esa apertura que existe en la Iglesia que no es monolítica, secreta o hermética, como se dice con frecuencia, sino un edificio construido con una amplia gama de sensibilidades y puntos de vista (¿alguien se puede imaginar el encargo de un libro sobre el presidente del Gobierno a un escritor declaradamente antisocialista o antisanchista?). El loco de Dios en el fin del mundo tiene el valor añadido de haber sido escrito por alguien que 'no es de la casa', y que ha hecho un enorme esfuerzo para entender y comprender las luces, las sombras y esas zonas de penumbra que son las que siempre pasan inadvertidas.

Al final del libro he pensado en la famosa sentencia de Baruch de Spinoza: “Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere”, traducida normalmente por “No reír, no lamentar ni detestar, sino comprender”. Lo que significa una propuesta de compresión racional y de observación imparcial de las acciones y del pensamiento humanos. La máxima spinoziana es, en el fondo, una invitación a dejar de un lado nuestros prejuicios e intentar comprender las causas detrás de los hechos y las razones que llevan a esos actos.



















 








domingo, 27 de abril de 2025

Luisge Martín y José Bretón: El odio

       


      A estas alturas, la publicación o no del libro El odio, de Luisge Martín, sobre el caso José Bretón, va a ocupar tantas páginas como las que en su día ocupó el propio caso: el asesinato de sus dos propios hijos, de corta edad, como una venganza infinita contra la madre de los pequeños. ¿Es lícito o no es lícito publicar un libro sobre un asesino? ¿Supone la publicación del libro una especie de victoria del asesino? ¿Debe prevalecer el derecho a saber o el derecho de la madre de los niños a que no se reviva una vez más su sufrimiento y el honor de los pequeños asesinados? Yo creo que todo depende del punto de vista que Luisge Martín haya dado al caso. Yo no he leído el libro y no sé si el escritor blanquea un poco la historia de José Bretón o, al contrario, es un alegato contra la crueldad insensata del padre y el misterio de la iniquidad que siempre acecha al ser humano.

    Recuerdo haber leído algún otro libro que trataban casos similares. El más terrible, El adversario, de Enmanuel Carrère. Lo leí conmocionado y en ningún momento su lectura provocó en mí simpatía alguna hacia el protagonista, Jean-Claude Romand que asesinó a su mujer, hijos y padres para evitar que se descubriera la verdad sobre su doble vida. Mi simpatía fue hacia las víctimas que fue dejando a su paso por el mundo. Y sobre todo me enseñó una cosa: el adversario, otro de los nombres del demonio, puede en cualquier momento apoderarse de nuestro corazón y convertirnos en monstruos. 

    En toda esta historia de l publicación del libro El odio puede haber no poco del espíritu de esta época: angelismo generalizado, buenismo sentimental y anhelos de cancelación. 

      

lunes, 21 de abril de 2025

El árbol generoso

 


The giving tree es un cuentecillo de apenas dos páginas. Fue escrito por el prolífico autor norteamericano Shell Silverstein, para sus dos hijos, como una manera de entretenerles pero a la vez de provocar en ellos la reflexión. En español se conoce como El árbol generoso. El P. Leo Bigelli profesaba una admiración increíble por este cuento. Y en el internado de Aguilar de Campoo, el cuento servía en campamentos y cursillos como material para la reflexión. El cuento provocaba debate y discusión,  análisis de actitudes, promesas y compromisos de bondad y oraciones ingenuas y sinceras. En alguna ocasión se llegó a poner en escena esta pequeña obra maestra, que Silverstein publicó en 1964, con ilustraciones propias, y que fue traducido a más de treinta idiomas, y utilizado hasta el infinito como material pedagógico en los colegios.

 El cuento narra la relación entre un niño y un árbol. Él árbol se siente feliz cada vez que puede ayudar a su amigo en cada una de las etapas de su vida: al niño le regala sus ramas para columpiarse y sus hojas para tejer una corona; al joven, le ofrece sus frutos para que los pueda vender y ganarse un dinero; al casado le entrega sus ramas para construir una cabaña donde vivir; al adulto desencantado le da su tronco para hacer una canoa y recorrer el mundo; al anciano cansado le ofrece lo único que le queda: un tocón donde descansar como cualquier viejecito al sol. Y en todos los momentos, el árbol se siente feliz por poder ofrecer algo de lo suyo a su amigo, para hacerle la vida más fácil y llevadera, sin reprocharle ni exigirle nada a cambio.

Y cuando el cuento acababa de ser leído, llegaban en tromba las preguntas: “¿Somos felices cuando damos y facilitamos la vida a los demás? ¿La felicidad es dar, o mejor dicho, darse? ¿Nos acordamos del árbol únicamente cuando nos van mal las cosas y necesitamos algo? ¿Quién es este árbol feliz? ¿A quién podríamos compararlo? ¿Quién es el niño, el joven, el adulto y el anciano? ¿Con quién nos identificamos? ¿Qué significan el columpio, las manzanas, las ramas, el tronco, el tocón?  ¿Es el cuento la relación entre un egoistón y un generoso hasta el extremo? ¿Es una historia triste porque el niño se aleja continuamente del árbol? ¿O es una historia luminosa, porque al final quedan los dos, el niño-anciano y el árbol-tocón, enlazados para siempre?

         Alrededor del fuego de campamento o a la sombra de la chopera del Colegio San José, los niños y adolescentes meditábamos, reflexionábamos, orábamos y escribíamos compromisos para el día siguiente o para la vida entera. Los niños que en los años setenta del pasado siglo escuchábamos el cuento ya somos sesentones o casi  setentones, ¿Qué ha habido en nuestra vida de árbol generoso y qué de niño? ¿Para quién hemos sido árbol generoso? ¿Ante quién hemos sido eterno niño pedigüeño?

Lo que es cierto es que yo no me había vuelto a acordar de este cuento en muchos años. Pero el pasado Viernes Santo, en los oficios de la Pasión de mi parroquia, el P. Alberto Ruiz recordó en la homilía este cuento, poniendo en paralelo el árbol generoso del cuentecillo y el árbol de la cruz donde pende el Crucificado. Y en ese momento, como en el episodio de la magdalena de Marcel Proust, me acordé del cuento, de los campamentos y cursillos del Colegio San José, y del querido P. Leo Bigelli, que en todo ponía pasión, música y poesía.

         En 2011, en un viaje a Italia, visité a Leo Bigelli, mi antiguo educador. Por entonces trabajaba en Milán, en la Casa Gastone, una casa de acogida para personas sin techo. Compartí la cena con Leo y sus amigos, y noté al instante que todos ellos le querían como a un padre. ¿Pero cómo no iban a quererle si había salido por las calles de un Milán inhumano a buscarlos, los había llevado a su casa, les había devuelto la autoestima, les había llamado ‘amigos’, y preparaba cada noche el tupper de comida y el termo de café con leche para aquellos a los que había buscado un pequeño trabajo que les ocuparía parte del día y les devolvería la dignidad?

         Leo Bigelli nos hizo descubrir muy pronto El árbol generoso, pero también El Principito, un libro que luego me ha acompañado tanto. No sé hasta qué punto, teniendo en cuenta las cabezas atolondradas de adolescentes, este Árbol generoso haya sido semilla y brote y fruto en nuestra vida. Quiero creer que algo habrá quedado de aquel cuentecillo.







Te puede interesar también: 

Texto de El árbol generoso, de Shell Silverstein
https://www.sparkenthusiasm.com/teacher_treasures_el_arbol_generoso.pdf

Concesión del Panettone de Oro a Leo Bigelli
https://adanbreca.blogspot.com/2025/04/un-panettone-de-oro-para-leo-bigelli.html



martes, 15 de abril de 2025

La vegetariana, de Han Kang

        


No conocía a Han Kang antes de que la academia sueca le concediese el premio Nobel. La vegetariana es el primer libro que leo de esta escritora surcoreana. He de confesar que me ha gustado mucho. Y espero hincar el diente a algún otro texto. De la noche a la mañana Yeonghye decide dejar de comer carne. Y no lo hace por dieta o por motivaciones medioambientales. La única razón que nos da es que "tiene sueños" que la inquietan y que sufre por su causa. Pero apenas conocemos el punto de vista de la protagonista. En la primera parte es la voz del marido quien da su versión de los hechos. En la segunda parte es el su cuñado, marido de su hermana, el que nos habla de Yeonghye. En la tercera parte, es la voz de la hermana, sin lugar a dudas la única persona que permanece a su lado en este proceso inexorable de autodestrucción.

            Estamos ante una novela inquietante y desasosegante, pero es una novela que capta la atención y que te sumerge en el cuerpo y el alma atormentados de la protagonista. En la segunda parte hay un momento en que se vislumbra la redención o una posible sanación de Yeonghye, pero es una historia que no podía acabar bien: lanzarse al fuego y creer que este no nos devorará.

            Las novelas son espejos en los que nos reflejamos, porque todo relato habla del ser humano. Unas veces salimos bien parados y otras no. Vale la pena leer esta novela.            


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