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viernes, 22 de agosto de 2025

Philippe Besson recuerda a Thomas Andrieu

     


 Marguerite Yourcenar decía que se llega virgen a todas las experiencias importantes de la vida. Y así es. La primera vez es la primera vez: el hierro candente que marca la piel. Philippe Besson escribe un libro autobiográfico para narrar la historia del primer hombre al que amó, Thomas Andrieu. Eran los dos estudiantes en el Instituto de Barbezieux en Charente (Franci)

    En ese tiempo, en un ambiente como el liceo, en una zona rural de Francia, ese enamoramiento y esas relaciones sexuales se deben vivir en secreto. No se pueden tener deslices, si uno no quiere convertirse en el hazmerreír de todos y en el blanco de crueldades. Es más, ambos en el aula o en la cancha de deporte deben ignorarse, no hablar, ni siquiera mirarse: deben parecer dos compañeros de instituto que se caen mal o que son invisibles el uno para el otro. Acaba el Instituto, Thomas abandona el pueblo, y abruptamente la relación acaba. No se volverán a ver.

    Veinte tres años después de aquella relación escondida, Philippe Besson es un escritor conocido en Francia, que vive abiertamente su homosexualidad, tiene pareja y frecuenta con mucha asiduidad el Palacio del Elíseo, donde reside el presidente la República Francesa. Se dice que ha redactado más de un discurso de carácter cultural para Enmanuel Macron.  Y un buen día, mientras está concediendo una entrevista en la cafetería de un hotel de París, ante él aparece un joven de facciones idénticas a las de su antiguo compañero: Thomas Andrieu. Lo aborda. No se ha equivocado. Es el hijo de su primer amor. Conversan durante horas, al principio de forma genérica; más tarde, llegando a lo profundo. 

    Philippe Besson, gracias a este encuentro, va reconstruyendo los diferentes capítulos de la vida de su amor de adolescencia: una vida trágica, marcada por la falta de valentía para leer el propio corazón y aceptarse como es, con sus virtudes, taras e inclinaciones. La novela, como va de suyo, está dedicada a la memoria de Thomas Andrieu. 


Portada del libro con el retrato de Thomas Andrieu


Philippe Besson





domingo, 10 de agosto de 2025

La magdalena de Proust y una amistad llamada “connerie”

 

El pasado mes de marzó visité en el Museo Thyssen de Madrid, la exposición sobre Proust y las artes. Una curiosa exposición, bastante insólita. Normalmente los museos exponen a los grandes pintores o a los grandes movimientos pictóricos. En esta ocasión, han tirado del escritor francés Proust, para hablarnos de los temas recurrentes de su obra y de su relación permanente con la pintura.

                Considerado una estrella mayor del firmamento literario del país vecino, Marcel Proust (1871-1922) retrató la alta burguesía y la aristocracia parisinas, con ironía, admiración, crítica, según los días y los personajes, y lo hizo en su novela “A la recherche du temps perdu”/ “En busca del tiempo perdido”, compuesta por siete libros.

                En el primero de ellos, Du coté de chez Swann /Por el camino de Swann es donde describe el célebre episodio de la magdalena. Al protagonista le sirven un té y una magdalena, y justo en el momento en que moja un trozo del dulce en la infusión, la memoria lo transporta a un momento de gozo y de placer: el instante en que en Combray, donde el autor pasaba las vacaciones, su tía Léonie le ofreció también un té y una magdalena. Palabras, frases y páginas para describir parsimoniosamente cómo un gesto trivial, como es el hecho de mojar un trozo de magdalena en una taza de té, nos puede llevar a otro acontecimiento de nuestra vida, nos puede evocar y hacer revivir algo que creíamos muerto y bien muerto. La memoria involuntaria nos juega a menudo estas pasadas, felices o dramáticas. Un olor, un sabor, unas notas musicales, un paisaje nos transportan a momentos olvidados o empolvados y nos hacer re-vivir,  re-gozar o re-sufrir situaciones, cosas y personas del pasado.

                Ya en la primera sala de la exposición del Thyssen sufrí el mismo efecto que Proust con la magdalena. Las pinturas expuestas me trasportaron a París, concretamente al curso de 1988-1989: Los libros de segunda mano comprados por unos pocos francos en Gibert Jeune, la vigilia pascual en la catedral de Notre Dame, las numerosas visitas al Museo del Louvre, las clases de conversación en el Lycée Voltaire, las aulas de la Sorbonne, la habitación número 21 de una pensión triste, los paseos por el barrio del Marais. Y ese final de curso en la Sorbonne en el que leí unos versos de Baudelaire y en el que me fue regalado Du coté de chez Swam, un libro ahora perdido en alguna balda de la estantería.

                Pero la exposición del Museo Thyssen me trasportó sobre todo a una amistad, fundamental en mi vida, con las cuatro jóvenes que conocí en los últimos días del mes de septiembre de 1988, en el curso preparatorio que nos fue impartido en la ciudad de Clermont-Ferrand, antes de nuestro salto sin red a la ciudad de París. Y esta amistad no ha sido un ‘amor de verano’, como suele decirse, sino una amistad sólida que aún se mantiene en pie, casi cuarenta años después, “como un árbol plantado al borde de la acequia que da frutos, flores, cobijo y sombra”, tal y como está escrito en el salmo 1 de la Biblia.

                Diré sus nombres: Vicen, Belén, Ana y Olga. En junio de 1989, cuando nos despedimos con una cena griega en el Barrio Latino, con mil abrazos, teléfonos y direcciones, tuve la intuición de que a esa amistad le quedaba aún mucho recorrido.

                Yo vivía en una pensión de mala muerte en el Boulevard Voltaire, y ellas cuatro en una residencia de monjas, el Foyer Jorbalan (en bromas, les decía que les vendría bien una ‘reparación’ conventual, después de su vida mundana). Todos teníamos muchas ganas de perfeccionar la lengua de Molière, escasísimos francos en nuestros bolsillos, curiosidad infinita por conocer París calle a calle y monumento a monumento. Y éramos disciplinados ‘asistentes de lengua española’ para bachilleres parisinos en distintos Liceos, y también disciplinados alumnos en el Curso de Civilización Francesa, de la Sorbonne.

                ¿Qué cosas nos unieron? Una sensación de desamparo al aterrizar en una ciudad tan hermosa como hostil. Una necesidad de compartir información para enterarnos de tantas gestiones, pasos, procesos, papeleos, ofertas y gangas. En fin, una necesidad de sobrevivir. Una forma de ver la vida, los estudios y los gastos bastante parecida. Una pasión grande por la cultura francesa, desde su lengua a su historia, desde los libros a los museos. Y unos caracteres dados a la simpatía y a la ayuda mutua.

                ¿Y cuántos recuerdos atesoramos durante ese año? ¡Cientos, miles! Aquel primer encuentro en el kilómetro cero de París, frente a la catedral, para conocer en qué instituto había caído cada uno y donde había encontrado un cobijo para pasar la noche. El déca (descafeinado) en el Centre Pompidou. Siempre pedíamos lo mismo porque era la modalidad de café más barata. Una tarde soleada en los jardines y fuentes del Palacio de Versalles para celebrar el Bicentenaire de la Revolución. Una tortilla española y un poco de chorizo, apretujados en la pensión angosta, y a la que ‘oficialmente no se podía subir a chicas”. Un viaje a Amsterdam, compartiendo habitación junto a los canales. Deslumbrados por el Museo Van Gogh, la casa de Ana Frank, la cafetería con olor a porro y el piquant del Barrio Rojo. Una tarde para compartir dulces y otras delicias españolas que cada uno había traído de las vacaciones navideñas. El sabor inconfundible del foie gras sobre un trozo de pan. Era de la marca Olide y era el más barato de toda Francia. El paseo al caer la tarde por el Bois de Boulogne, donde fulanas y chaperos esperaban paseando a que un coche se acercara y les invitase a subir. Una noche de ópera en el Palais Garnier para ver Los maestros cantores de Nuremberg, con un intermedio en el que nosotros mordisqueábamos galletitas baratas, mientras parte del público bebía champagne y canapés haute cuisine en el comedor de gala. Algunas compras en Tati, el considerado supermercado más barato de Francia, codo con codo con todos los magrebíes del mundo. Una excursión a Saint Michel en un autobús lleno de españoles emigrantes, en el que no paramos de comer, reír y cantar canciones cañí durante todo el recorrido. Y también teatro, conciertos, ballets, viajes a Brujas, Londres, Rouan, Estrasburgo, exposiciones, un café, un souvlaki, un milllefeuille, charletas en cualquier plaza, y paseos sabatinos por cada uno de los barrios de París.

         ¿Y que es la ‘connerie’? Cuando nos veíamos algunos sábados, solíamos intercambiar títulos de libros y vocabulario francés recién aprendido. También nos poníamos al día de palabras malsonantes o expresiones picantes, tan necesarias para que nadie se ría de ti. Yo había aprendido una nueva palabra “con / conne” (gilipollas) (creo que en la novela La vie devant soi, de Romain Gary), y se lo comenté al grupo, pero cuando me pidieron qué significaba, les dije que “majetón”. Al día siguiente una de las chicas descubrió el verdadero significado. Pero la palabra ya había hecho fortuna, y empezamos a llamarnos los unos a los otros “mon cher con / ma chère conne”. Durante las vacaciones de Semana de 1989, Ana había viajado a Sevilla para recibir un premio y a Olga le había venido a ver su novio. En París sólo nos quedamos Belén, Vicen y yo. Y decidimos hacer una excursión a Reims y a los castillos del Loira. Y a esa excursión o reunión de amigos ‘cons’, la bautizamos con el nombre de “La Connerie”. Y así ha permanecido hasta el día de hoy.

     ¿Y después de París, qué? Desde 1989 hasta este mismo año de 2025 hemos continuado encontrándonos y viéndonos en las “Conneries”. En muchas ocasiones, al completo, y en otras se ha tratado de “conneries” sectoriales. A veces se han incorporado amigos y parejas. A Jose y a Luis, ya los consideramos “cons consortes”.  Hemos celebrado “conneries” en Valladolid, Benavides de Órbigo, Zamora, Salamanca, Madrid, Mallorca, Sevilla, Castellón, Murcia y Quintanilla de Arriba. Puede que me olvide de alguna ciudad. Hemos conocido paisajes, monumentos, museos o pueblos pintorescos, hemos celebrado comidas y cenas con productos o dulces típicos de nuestras respectivas regiones, hemos depositado en las estanterías de nuestras casas regalos, detalles y recuerdos. Nos hemos reído a montones recordando anécdotas de nuestro periplo parisino, hemos filosofado y arreglado el mundo en conversaciones interminables de cafés, chupitos y ‘teresitas’ u otros dulces. Y hemos hablado con el corazón en la mano y compartido también tristezas y penas, propias o ajenas. Hemos colaborado con proyectos solidarios de algún rincón de África, a través de la Ongd Puentes. Y hemos posado para centenares de fotos, manteniendo la misma sonrisa de otras instantáneas en el castillo de Vincennes, en la escalinata de la Sorbonne, en un bistrot del Quartier Latin, en el Jardín de Luxemburgo, la Place de Vosges, el Museo Rodin y muchos otros lugares que habíamos visitado juntos en aquel curso prodigioso de París. Una sonrisa imperturbable, no obstante las arrugas y el paso del tiempo en nuestra piel, o tal vez en nuestro ánimo.

             ¿Y Siempre nos quedará París?  La película Casablanca (1942) es una obra maestra del cine en blanco y negro, firmada por Michael Curtiz. Y tiene una última escena memorable: es de noche y una espesa niebla cubre el aeródromo. Es entonces cuando Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman: “Siempre nos quedará París”, porque ambos protagonistas habían conocido la felicidad en la ciudad de la luz, antes de que la separación los alcanzase. La frase se ha convertido en un símbolo de recuerdos compartidos y momentos hermosos. Las circunstancias cambian, los recuerdos permanecen. Los encuentros significativos de un tiempo y un lugar determinados, siguen siendo valiosos y conservan siempre algo de su dicha o su paz, su  belleza o su alegría. Y casi con toda seguridad, los cinco “cons de París” podríamos afirmar lo mismo con idéntica fuerza: Siempre nos quedará París. Y como le sucedió a Proust al comer su magdalena, también a Vicen, Belén, Ana, Olga y Juan, una novela de Flaubert o Balzac en francés, un cuadro impresionista de Monet o Degas, una noticia en el telediario sobre Notre Dame o el Sena, una canción de Edith Piaf o de George Brassens, e incluso un foie-gras barato, nos transportará a París.

Siempre nos quedará París. Y siempre nos quedará la amistad, que es otra clase de amor”, como decía un grafitti a orillas del Sena.





Diferentes obras en la exposicón 'Proust y las artes'


Hunphrey Bogart e Ingrid Bergman en 'Casablanca'










miércoles, 6 de agosto de 2025

Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa

 


Al final de la novela de Mario Vargas Llosa no nos queda claro en qué momento se jodió el Perú. Ni en qué momento se jodió Santiago Zavalita ni en qué momento se jodió Ambrosio.

La Catedral es el nombre de un bar de Lima donde conversan Zavalita y Ambrosio, después de un encuentro casual en la perrera municipal a la que acude Zavalita para recuperar a su perro y donde Ambrosio, antiguo chófer de la familia, apalea perros sospechosos de haber contraído la rabia. Una larga conversación de horas, una conversación que es como un río donde llegan arroyos claros, turbios, fangosos o cristalinos. Un río que atraviesa Perú durante el ochenio del general Manuel A. Odría (1948-1956).

         Se trata de una novela coral, de destino trágico y desesperanzado. Una novela de casi 800 páginas -un río de palabras por contraposición a la palabra amordazada de las dictaduras- que exige al lector bastante concentración en las primeras páginas, porque los diálogos de los protagonistas se abren y se cierran, se mezclan con otros diálogos y con otras descripciones, sin ningún cambio tipográfico que lo indique. Por otro lado, y sin solución de continuidad, pasamos de la casa de Cayo Bermúdez a la de Don Fermín, del burdel regentado por Yvonne a la sede del periódico La Crónica, de las calles de Lima a los despachos gubernamentales, del elitista barrio de Miraflores a la cochambre de la perrera. Y en estos escenarios transcurren las vidas de un puñado de personajes que se cruzan y descruzan, se emulsionan o se repelen. Ministros y generales, chóferes y criadas, estudiantes revolucionarios, ociosos pijos, rebeldes sin causa, prostitutas y alcohólicos, cada uno con su ambición y cada una con su frustración. Porque la frustración es la carcoma que ataca a todos los personajes. Se frustra un país, Perú, por las políticas dictatoriales y las corruptelas del general Odría y sus mandamases, y se frustran las pequeñas vidas de sus habitantes, lo mismo la del periodista de La Crónica que la del chófer de una familia bien, lo mismo la de una prostituta que la de un empresario solvente.

Cuando el lector comienza a leer, necesita un poco de tiempo para adaptarse al “clima” del vocabulario peruano o limeño: la lluvia fina es garúa, los desnudos son calatos, los canillitas vocean los periódicos, los cholos son los mestizos o indígenas, y los zambos son los negros, las polillas son las prostitutas y los cafiches, los proxenetas;  los buitres son gallinazos y el overol es un simple mono de trabajo; los bulines son los burdeles; cachaco es el despectivo para militar y arrecharse es enojarse; cojudo es tonto y disfuerzo es exageración; cachar es mantener relaciones sexuales y lisuras son palabras malsonantes; requintar es protestar y huachafo es cursi. Todas ellas palabras sabrosas y tan ricas como un chupe de camarones o un buen ceviche.

         El mandato del general Manuel Odría, que nunca aparece en la novela, es el que pone el marco temporal donde se desarrollan muchas vidas que se han ido jodiendo poco a poco. La corrupción está presente por doquier. Los favores se pagan, el poder económico siempre arrima el ascua a su sardina. El burdel, muy presente en la novela, es una metáfora de la existencia humana: Las vidas aparentemente impolutas de los hombres socialmente respetables no lo son tanto cuando cruzan el umbral de la casa de citas. El cliente, la prostituta, el proxeneta muestran su otra naturaleza. El burdel es también confesionario y manifestación de dominio y poderío. Los vicios son siempre debilidades que son utilizadas para el chantaje.

         Cayo Bermúdez, director del gobierno y ministro, encarna el espíritu del régimen del general Odría. Representa el poder corrupto, la manipulación, el ojo que todo lo ve y el oído que todo lo escucha. Nada se le escapa a este tenebroso personaje de cuanto ocurre en Perú, y que podría causar sobresaltos en la seguridad del régimen. Con artería, mueve todos los hilos, puentea a quien sea necesario, sabotea, manipula, chantajea para que el edificio de la dictadura no se venga abajo. Las dictaduras, ya se sabe, acogen bajo su paraguas a los leales sin escrúpulos y a los privilegiados sin moral. A las personas se las sube, cuando son útiles, y se las deja caer abruptamente cuando ya no interesan. Es, por ejemplo, el destino trágico de Hortensia, la amante de Bermúdez.

Entré en la universidad con un libro en la mano de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, y desde entonces el escritor peruano me ha dado muchos y buenos momentos de lectura. Conversación en la Catedral era uno de los pocos libros pendientes que tenía del Nobel de literatura. Para el propio autor, fallecido en 2025, era la novela que salvaría de su amplia trayectoria literaria. Estamos, sin duda, ante una obra mayor. No es una novela política en el sentido estricto de la palabra. Los personajes de la novela, Fermín, Zoila, Teté, el Chispas, Zavalita, Hortensia, Ambrosio, Carlitos, Yvonne, Queta, Amalia, Hilario, Ludovico, Hipólito, el general Espina… están ahí con sus miserias, sus vicios y sus frustraciones, pero un contexto político de corrupción generalizada potencia que las vidas sean aún más frustrantes, más corruptas y envilecidas. Poco a poco, al principio esbozados; luego perfectamente delineados, vamos conociendo las existencias de estos protagonistas inolvidables: nacen, trabajan, se enamoran, mienten, sueñan y mueren.

Vargas Llosa se aleja del realismo mágico de algunos escritores del boom americano, para instalarse en el realismo real de las vidas, a veces sórdido y putrefacto. Pocos escritores como Vargas Llosa han hablado tanto y tan profundamente sobre la maldad intrínseca del poder y sus desvaríos y locuras. En el poder, en todo poder, hay una semilla de corrupción, que termina por corromper los cuerpos y las almas. A este respecto baste recordar La Fiesta del Chivo, para mí la mejor novela del escritor peruano.

         Entre trago y trago pasa la vida. Entre trago y trago transcurre la conversación de Zavalita y Ambrosio en ese antro de La Catedral. Caen los dictadores y sus adláteres. Pero el ansia de poder permanece, como permanecen las ganas de corromper y dejarse corromper en el Perú de Odría, y en todos los Perús del mundo. La vida de Santiago Zabalita también se ha jodido, el frustrado revolucionario de la Universidad de San Marcos, el mediocre periodista de la Crónica, el que rompió con su familia adinerada y renunció a la herencia no ha alcanzado, ni mucho menos, la felicidad. Es un ser resignado a su mediocridad, tan estrecha como el apartamento en el que vive un matrimonio insípido y frío. También la vida de Ambrosio se ha jodido. Cedió a los impulsos homoeróticos de su amo, Don Fermín, y gastaba su sueldo en pagar los 500 soles de la tarifa de una prostituta de postín, Queta. Carga a sus espaldas con un crimen, aunque lo cometió por lealtad. Le engañaron en los negocios y perdió a su mujer y se alejó de su pequeña hija. Y rodó por Lima de mal en peor, hasta acabar en una miserable perrera, imagen dramática de un país. 

            El último diálogo que sostienen Zabalita y Ambrosio, y que pone punto y final a la novela nos confirma ese lado fatalista de la existencia humana: 

-         ¿Y cuando se acabe la rabia se acabará tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?

-         Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría, ¿no, niño?


Estado ruinoso del bar de La Catedral


Un trago en la Catedral 








Al final de su vida, Mario regresó a la Catedral










sábado, 28 de junio de 2025

Campaña de embellecimiento en Theresienstadt

 


Austerlitz es la primera novela que leo de S.G Sebald, escritor nacido en Alemania, pero que se afincó finalmente en Reino Unido, donde murió trágicamente en un accidente de carretera a los 66 años. El narrador de la novela se encuentra causalmente en la estación de Amberes con Jacques Austerlitz que poco a poco le va contando su vida, desde que, siendo niño, para salvarlo de la persecución, fui subido a un tren en Praga con destino a Londres, donde fue adoptado por una familia, pasando por el descubrimiento de su propio pasado, hasta su retorno a Praga para encontrarse con su historia familiar, etc..

Entre otras muchas cosas, S.G. Sebald cuenta “la campaña de embellecimiento” que los nazis llevaron a cabo en el campo de Theresienstadt (actual República Checa). Cuando las autoridades nazis aceptaron, después de muchas presiones y tiras y aflojas, la visita al campo de una comisión de la Cruz Roja, pensaron que era una ocasión única para  blanquear su imagen y engañar al mundo sobre el trato dado a los judíos, haciendo creer que los judíos llevaban una vida normal en “aquella ciudad”.

Los responsables –cuenta S. G. Sebald- emprendieron una “campaña de embellecimiento”, en el curso de la cual los habitantes del guetto, bajo la dirección de las SS, realizaron un enorme programa de saneamiento: se instaló césped, senderos para pasear, se pusieron bancos e indicadores que, al estilo alemán, se adornaron con tallas alegres y ornamentaciones floreales, se implantaron más de mil rosales, una casa cuna para niños de pañales y una guardería con cajones de arena, pequeñas piscinas y tiovivos. Y el antiguo cine Oreal, que hasta entonces había servido de alojamiento miserable para los habitantes más ancianos del guetto, se transformó en pocas semanas en sala de conciertos y teatro, mientras que en otras partes, con cosas de los almacenes de las SS, se abrieron tiendas de alimentación y utensilios domésticos, ropa de señora y caballero, zapatos, ropa interior, artículos de viaje y maletas. También había una casa de reposo, una capilla, una biblioteca, un gimnasio, una oficina de correos y un banco. Se instaló una cafetería, ante la cual, con sombrillas y sillas plegables, se creó un ambiente de balneario. Todo fue saneado, pintado y barnizado antes de la visita de la Comisión. Asimismo, se enviaron al Este a siete mil quinientas personas, las menos presentables del campo. Teheresienstadt se convirtió en una ciudad digna, un El Dorado. La comisión, compuesta de dos daneses y un suizo, fue llevada por las calles de acuerdo con un plan elaborado al detalle por la comandancia. Así los comisionados de la Cruz Roja pudieron ver con sus propios ojos qué personas más amables y contentas habitaban esa ‘ciudad, a las que se evitaban los horrores de la guerra, qué atildadamente iban todos vestidos, qué bien estaban atendidos los escasos enfermos, cómo se distribuía una buena comida en platos y se repartía el pan con blancos guantes, cómo en todas las esquinas los carteles anunciaban acontecimientos deportivos, cafés-teatros, representaciones teatrales y conciertos, y cómo los habitantes de la ciudad, al acabar el trabajo, tomaban el aire, casi como pasajeros en un transatlántico, en un espectáculo en definitiva tranquilizador, hasta el punto de que los alemanes, al terminar la visita, con fines de propagada, para  legitimar ante el mundo su manera de proceder, recogieron en una película…

La película está depositada en Praga, y muchos de sus retazos sirven para cortos audiovisuales como los que se pueden ver en youtube. Algunos supervivientes contaron, después, la otra cara de la película y también denunciaron que los integrantes de la Cruz Roja, en ningún momento, se salieron del recorrido oficial, abrieron alguna casa o se acercaron a hablar con esos ‘judíos felices’. Al final de su satisfactoria visita, certificaron que los judíos eran bien tratados y que se mostraban contentos en esa ciudad que Hitler les había regalado.

La historia, más o menos, funciona siempre así.

 https://www.youtube.com/watch?v=4kKc05jlIFg






W. G. Sebald


 






 

miércoles, 25 de junio de 2025

Otoño alemán, de Stig Dagerman

 


“Fue un otoño triste, con lluvia y frío, crisis de hambre en el Ruhr y hambre sin crisis en el resto del antiguo Tercer Reich. Durante todo el otoño llegaron a las zonas occidentales trenes con refugiados del Este. Gente andrajosa, hambrienta y no grata, apretujada en la oscuridad pestilente de las estaciones ferroviarias…” Es el inicio del libro Otoño alemán, del escritor sueco Stig Dagerman.

En el otoño de 1946, un año y medio después del final de la Segunda Guerra Mundial, el rotativo sueco Expressen envió a un jovencísimo escritor de apenas 23 años a emprender un viaje a Alemania y escribir unos cuantos artículos sobre este pueblo derrotado, que en ese momento concitaba todo el desprecio y el odio del mundo. Puede que no faltasen razones para ello. La guerra había terminado, pero los muertos eran llorados en cada rincón de Europa y más allá. Los cuerpos aún conocían las penurias de la posguerra. Y las almas, humilladas y aplastadas por la ideología totalitaria nazi, aún no habían alzado el vuelo. “Alemania” o “alemanes” eran palabras que se pronunciaban aún con rabia y con ira.

         Stig Dagerman había nacido en Suecia en 1923. Niño prodigio de las letras, publicó su primera novela a los 21 años. El periódico sueco que le envió a Alemania como reportero tal vez esperaba de él artículos incendiarios que confirmasen la locura nazi y reafirmasen la tesis de que los alemanes tenían que ser castigados por sus crímenes horrendos en la misma proporción que ellos habían hecho con las naciones subyugadas y los judíos exterminados.

         Pero Stig Dagerman pisa suelo alemán libre de prejuicios y limpio como un folio en blanco. Quiere saber, para entender. Y quiere observar y hablar con la gente para levantar acta de lo visto, oído y sentido. Deambula en medio de las ruinas de varias ciudades alemanas. Se asoma a los sótanos con 10 centímetros de agua donde varias familias se hacinan, muertas de frío y sin una rebanada de pan que llevarse a la boca. Se sube a trenes atestados, con las ventanas tapiadas con tablas, que acogen a 25 personas de pie en un compartimento pensado para ocho. Observa a los refugiados y a los prisioneros que vuelven de cualquier país de Europa a una Alemania donde no son bien recibidos (basta pensar que cinco millones de soldados eran prisioneros de los aliados en todos los países de Europa). Ve a niños que no pueden ir a la escuela porque no tienen zapatos. Asiste a sesiones de desnazificación en las cuales los colaboradores o presuntos colaboradores del régimen de Hitler tienen que demostrar con certificados de buena conducta y testimonios (a veces pagados) que ellos no fueron tan malos. Ve a escritores cambiar su máquina de escribir por unos gramos de mantequilla. Ve a gente hambrienta recorrer kilómetros hasta llegar a un pueblo donde los campesinos venden a precio de oro unos kilos de patatas. Habla con un joven alemán que lo único que desea es huir a América, torturado por un pasado lleno de culpa y por un presente lleno de humillaciones: “Ya no se puede estar en Alemania”. Y cuando Dagerman le invita a cenar en un buen restaurante se encuentra con un cartel: “Prohibido el paso a los alemanes”. Por todas partes se encuentra con gentes indiferentes o desesperadas que sopesan si las razones para seguir viviendo sobrepasan a las razones para morirse de una vez.

         Lo que Dagerman vio es que, tras la victoria de los aliados, Alemania fue repartida y bombardeada sin piedad. Los que de alguna forma habían ejercido una resistencia al nazismo o simplemente habían sufrido la cárcel o el campo de concentración a manos de los nazis, se encontraron con un ejército victorioso que los castigó colectivamente. Aquellos alemanes que habían anhelado el fin del nazismo se encontraron con otro castigo.

         Dagerman observa, escucha, habla y comparte con ciudadanos de todo tipo ese tiempo inmediato a la victoria de los aliados.  En un momento en el que odiar a los alemanes estaba bien visto y en el que el discurso de humillarlos recibía aplausos, un joven escritor sólo ve el hambre y el frío por doquier, la amargura y la desesperanza. Y siente compasión. Y cree que “preguntarse sobre la ideología de los ciudadanos es menos importante que preguntarse por el hambre de sus estómagos”.

El libro provoca algunas preguntas, por ejemplo, ¿fue necesario arrasar ciudades enteras cuando Alemania ya se había rendido? No olvidemos que la tormenta de bombas dejó a Dresde completamente en ruinas y cerca de doscientas mil personas murieron en esa operación bélica. Y el libro suscita una enseñanza: en los momentos convulsos de la historia, cuando las masas imponen su criterio de venganza y odio generalizados, sólo algunas personas, como lo fue el caso de Stig Dagerman, son capaces de mirar limpiamente a los ojos de los que sufren y sentir compasión.

Ochenta años después de estos acontecimientos, sabemos que Dagerman viajó por nosotros y nos muestra que el terror implantado en Alemania y en media Europa por Hitler, no debe hacernos olvidar otros excesos, en este caso de los aliados, que en el fondo fue un castigo ciego a tantos alemanes, muchos de los cuales había sufrido el nazismo y habían sido las primeras víctimas de un régimen que fue la encarnación del Maligno. Al acabar la guerra, muchos gerifaltes nazis consiguieron huir con su buena cartera a países donde vivieron tranquilamente. Pero los alemanes más pobres perdieron todo: los hijos en el frente, la casa, el pan y la dignidad. Sólo les quedó el frío y el hambre.

         Hay una especie de ‘santidad’ en este escritor sueco que fue capaz de sentir piedad en un momento en que lo normal era sentir odio y desprecio. Stig Dagerman en su recorrido por las ciudades en ruinas no vio alemanes, sólo vio personas necesitadas de una hogaza de pan, un abrigo para el crudo invierno, una casa donde cobijarse y un poco de dignidad para sostenerse en pie.

         Tenía apenas 31 años cuando Stig se quitó la vida a las afueras de Estocolmo. Tal vez, como tantos hombres sensibles en aquella dramática hora de Europa, no pudo soportar tanta bruticie. Dos años antes había escrito una especie de testamento titulado “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”.











Stig Dagerman (1923-1954)






















domingo, 1 de junio de 2025

El lector, de Bernhard Schlink.

 


    La novela El lector fue publicada en 1995. El título original en alemán, Det Volteser, significa el que lee en voz alta, un bonito matiz que no tiene vocablo equivalente en español. Su autor, juez de profesión, es Bernhard Schlink. Desde el principio la novela gozó de una gran acogida, hasta el punto de que su lectura está en el plan alemán de estudios, para que los jóvenes puedan conocer la Alemania de la posguerra, ese momento histórico que conoció el hundimiento de una nación, la división de un país, el sentimiento exacerbado de la culpa en tantos ciudadanos que habían aplaudido el auge del nazismo o simplemente habían mirado a otro lado, aunque todo el mundo sabía, más o menos, lo que estaba sucediendo en los campos de concentración. Pero también la posguerra fue ese momento en que Alemania se armó de valor para levantar una nación en ruinas, físicas y morales Y también fue el periodo en que una juventud avergonzada por el pasado reciente de su propio país, sin explicarse muy bien cómo había podido triunfar el nazismo y sentirse rodeados por padres, abuelos, vecinos o profesores que habían apuntalado una sociedad enferma moralmente.

    Y en ese contesto de culpa generalizada, pero también de disciplina conjunta para levantar de nuevo una nación y de ajuste de cuentas de todo el mundo contra todo el mundo, Michel Berg, un joven chaval de apenas 15 años inicia una relación amorosa, a escondidas de todos, con una mujer que le dobla la edad. Los amantes se ven en el apartamento de ella, siguiendo el mismo ritual todos los días: se duchan o se bañan, hacen compulsivamente el amor, para finalizar con un tiempo dedicado a la lectura: el joven estudiante lee en voz alta novelas, mientras una entusiasta y entregada Hanna Schmitz escucha atentamente. Así, en estos encuentros amorosos, entran también Homero, Goethe o Schiller. Pero un buen día Hanna desaparece y Michel pasa de una tumultuosa iniciación sexual a una desolación sin límites. La carne siempre tiene memoria del placer. El tiempo de la tristeza se hace eterno.

    El joven llega a la universidad, como estudiante de derecho, y asiste con otros compañeros de curso a los juicios que, dentro del programa de desnazificación, se llevaba a cabo en todos los tribunales alemanes contra personas directamente implicadas en la barbarie nazi. Entre el público, por lo tanto, está el joven universitario, que descubre, atónito e incrédulo que, entre las acusadas, está Hanna Schmitz, la mujer que le inició en el sexo y la mujer por la que él se convirtió en lector en voz alta. Hanna había ejercido de guardiana en un campo de concentración. La novela no ha hecho más que empezar. A partir de ahí, un joven universitario se debate entre la mujer que conoció en el apartamento de sexo y libros y la historia vergonzante de una guardiana que decide a diario sobre la vida y la muerte de las mujeres a ella confiadas.  

        Independientemente de la peripecia amorosa de Michel y Hanna, que se devoran como amantes, para después abismarse en la paz de los roles asumido de lector y escuchante, esta el telón de fondo de la historia amarga de Alemania y del Europa. 

       Y aquí entra el misterio de la iniquidad. El misterio del mal. El misterio del corazón humano, que es capaz de todo, de lo mejor y de lo peor. La culpa que a unos enloquece y a otros los torna impenetrables y herméticos. La vergüenza por un analfabetismo inconfesable arrastra a Hanna a un precipicio demoniaco que, poco a poco, conocerán Michel Berg y el lector de la novela o de la película de cine que admirablemente dirigió en 2008 Stephen Daldry, con Kate Winslet, David Kros y Ralph Fiennes como protagonistas principales.

        La novela también nos habla de que las ideologías, como una riada, arrasan con todo y, en su locura, a todos arrastran. A los sabios los torna mediocres, y a los pacíficos los convierte en criminales. Cuando las ideologías adquieren la categoría de religiones -y así sucedió con el nazismo y el comunismo- corrompen el alma humana y abocan al desastre a toda una generación. Las ideologías fuerzan al individuo a identificarse irracionalmente con una masa dócil y aborregada que es arrastrada a cometer crímenes abominables, impensables en personas civilizadas.

        Para mí el gran acierto del libro es que a partir del momento en el que Michel descubre que Hanna colaboró activamente con el régimen nazi, el lector no sabe por qué derroteros transcurrirá la historia: ¿Justificará Hanna su trabajo como guardiana? ¿Repudiará Michel a Hanna por su pasado inconfesable o la absolverá por ese amor que sintió hacia ella? ¿Conoceremos qué llevó a Hanna a esa huida hacia adelante? ¿Qué secreto inconfesable está en la raíz del comportamiento tan imprevisible de Hanna? ¿Se encontrarán los amantes y habrá para ellos un final feliz? ¿Es Michel un hombre marcado para siempre por su precoz iniciación sexual, sin que encuentre en ninguna otra mujer lo que encontró en Hanna? ¿Qué futuro le espera a Hanna? ¿Volverán Michel y Hanna a ser el lector satisfecho y la escuchante apasionada, como lo fueron en esas breves semanas de un verano que los marcó?

    En un momento determinado del juicio, Hanna, acorralada por las gravísimas acusaciones que se vierten contra ella, pregunta al juez "¿usted qué hubiera hecho?". Se produce el silencio. No hay respuesta. Es el silencio de alguien que no sabe la respuesta o que duda ante ella, o que piensa que es mejor no verse jamás en esa tesitura.

    Hay una escena muy hermosa que sólo entenderemos muchas páginas más adelante, en el juicio. Durante una excursión que hacen los amantes en bicicleta, Hanna entra en una pequeña iglesia rural donde un coro ensaya una hermosa canción religiosa. Hanna escucha la canción desde un banco sobrecogida hasta las lágrimas. ¿Recordaría en ese momento otra iglesia en la que años atrás Hanna y sus compañeras guardianas asistieron impertérritas a un incendio que provocó la muerte de las prisioneras allí encerradas? 

        Como se ha dicho y escrito muchas veces, las ideologías prostituyen la nobleza de las almas. Y como todos sabemos, en periodos de violencia extrema, como son las guerras, a los ciudadanos, sometidos a una presión extrema, sólo les quedan dos opciones: el heroísmo de la santidad o  la abyección del crimen. Por eso la pregunta de Hanna al juez seguirá siendo trágicamente pertinente: "¿Usted qué hubiera hecho?". 

            Serán los escritores los que nos cuenten todo esto, porque así está escrito en el fulgurante inicio de la Odisea, como se nos recuerda en este libro de Bernhard Schlink: "Háblame, Musa, de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo, después de haber destruido la sagrada ciudad de Troya". 

















domingo, 4 de mayo de 2025

José Tolentino Mendonça: el cardenal poeta


Pero hacen falta años / para olvidar a alguien / que nos acaba de mirar”.

         Francisco de Asís solía decir a sus frailes que debían cultivar un huerto para poder comer todos los días, pero que dejasen un poco de terreno para plantar flores. Lo útil y lo inútil deben ser colindantes. Los garbanzos y los tomates de cada día no pueden estar lejos de las margaritas y las lilas. Necesitamos una cuchara en nuestra boca y un poco de hermosura en nuestros ojos.

         En estos días de cónclave y fumatas, en estos días de cardenales púrpura, de apuestas sensatas o disparatadas sobre el nuevo pontífice, me resulta grato hablar de un cardenal poeta. Se llama José Tolentino Mendonça. Es portugués, nacido en la isla de Madeira. En su infancia vivió en Angola, lo que le marcó para siempre. Y antes de aterrizar como prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación del Vaticano, había sido párroco, profesor de la universidad de Lisboa, teólogo, conferenciante y sobre todo poeta. La poesía, tan inútil como las flores que aconsejaba plantar el Poverello de Asís, es necesaria precisamente porque perfuma la vida y llena los oídos de musicalidad y preguntas. Tolentino confiesa: “No teorizo: observo. No imagino: describo. No elijo: escucho”.

         De adolescente, al entrar en el seminario de Funchal, Tolentino se sintió deslumbrado por la biblioteca, bien guarnecida de literatura y poesía. Fue entonces cuando empezó a escribir poesía, un oficio que no ha dejado ni siquiera ahora que está al frente de un ‘ministerio’ vaticano. Insiste una y otra vez en que el desafío de la Iglesia es comunicar con el lenguaje de hoy el mensaje eterno de Jesús. Como cardenal anima a los sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos a leer libros, escuchar música y ver películas, porque sólo así tendrán la capacidad de “entender la complejidad del ánimo humano que Fernando Pessoa decía que era el abismo de los abismos de la complejidad, si no tenemos esta mirada hacia la complejidad y diversidad humana, no podemos realmente servir”.

         Tolentino es para muchos una de las mejores voces contemporáneas en la lengua de Camoens y Pessoa. Ganador de prestigiosos premios del país vecino y representante de Portugal en la Jornada Mundial de la Poesía. El oficio de poeta no parece oficio propio de un príncipe de la Iglesia. Y sin embargo ahí está este cardenal, como un mediador y un constructor de puentes entre la Iglesia y el mundo de la cultura. Escribe Tolentino:

El poema puede contener: cosas ciertas, cosas incorrectas, venenos para mantener fuera del alcance / excursiones campestres […] / una guerra civil / un disco de los Smiths / corrientes marinas en vez de corrientes literarias”

         En 2018 cuando era profesor en Lisboa el Papa Francisco le invitó a predicar los ejercicios espirituales de la Curia romana. Sus conferencias fueron recogidas con posterioridad en un libro de poético título Elogio de la sed. Sus palabras causaron una profunda impresión en los oyentes, al manejar con gran soltura los nombres de los autores profanos que constituyen el grosor de nuestra cultura y ponerlos en relación con los textos evangélicos. En una sociedad en que existe un producto para cada sed y para cada necesidad humana (productos todos ellos con el precio en la etiqueta), resulta aterrador la insatisfacción de los seres humanos en este momento de la historia. Nos daría la sensación de que la sociedad sólo ofrece productos que, al mismo tiempo que sacian las necesidades y la sed, provocan más sed y más necesidades. En un poema dice:

Vivimos el cuerpo, coincidimos / en cada uno de sus poderes: movemos las manos / sentimos frío, vemos el blanco de los abedules / que escuchamos en la otra orilla / o por encima de los avellanos / el graznido de los cuervos”

         El lema de su escudo cardenalicio es “considerate lilia agri” (mirad los lirios del campo) que es una invitación a la contemplación de la belleza, puerta de acceso al sentido de la trascendencia, pero también una confirmación de que el ser humano no puede vivir sin un poco de hermosura y un poco de poesía, salvo que sólo queramos ‘fabricar’ seres humanos para trabajar y consumir.  

Escuela del silencio:

Que tu silencio sea tal /que ni el pensamiento / lo piense

Cuando el templo se vacía / brilla / espléndido

La historia relata lo que ocurrió / el silencio narra / lo que ocurre

 El silencio no es un modo / de reposo o suspensión / sino de resistencia

Silencio: / contemplar la nieve / hasta confundirse con ella

Las nubes hoy parecen / a monjes que toman té / en silencio

 El silencio tiende a soterrar el pensamiento / pero también de él / el pensamiento vive

Aprende a renunciar / a todo / incluso al silencio

 Muchas veces Dios prefiere / entrar en nuestra casa / cuando no estamos

 El silencio es el narrador / y también el único / vocablo




















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