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domingo, 28 de septiembre de 2025

Todos somos aporófobos



     El Secretario General de Naciones Unidas, Sr. Guterres, en una entrevista en L’Osservatore Romano, exponía algunos de los desafíos a los que se enfrenta la ONU: el cambio climático, el peligro nuclear, la violencia ejercida contra las mujeres, las desigualdades sociales. Decía, asimismo, que la crisis de la pandemia había venido a complicar aún mucho más las cosas: el próximo año 500 millones más de pobres en todo el mundo podrían engrosar las cifras ya alarmantes. Un incremento tan escandaloso no se había visto desde hace 30 años.

        Adela Cortina, de la Universidad de Valencia, escribió hace varios años un ensayo con un extraño título: Aporofobia. El término lo usó por primera vez la propia autora en 1995 y, poco a poco, se ha ido abriendo camino, hasta el punto de que el Ministerio del Interior utiliza el término para ciertos delitos de odio. En 2017, fue elegida como palabra del año. Aporofobia es una palabra compuesta de ‘aporós’, pobre, y ‘fobia’, temor. La aporofobia sería el odio, la repugnancia, hostilidad o miedo ante el pobre, el sin recursos, el desamparado.
        El ensayo parte de la idea de que es cierto que hay muchos xenófobos o racistas, pero aporófobos lo somos casi todos. No nos asustan ni sentimos desprecio por los millones de extranjeros que vienen a visitar nuestras playas y monumentos. No sentimos desprecio hacia los futbolistas o atletas olímpicos negros. No sentimos desprecio hacia los jeques musulmanes que atracan sus imponentes yates en Puerto Banús. Lo que sentimos es aversión hacia los extranjeros pobres, los que saltan la valla de Melilla o llegan en patera, los que venden bolsos falsos de Loewe en sus top-manta, o los que en el semáforo nos venden kleenex. Lo que sentimos es desprecio hacia los negros sin recursos. Lo que sentimos es indiferencia hacia los musulmanes migrantes de nuestros barrios más humildes. Resumiendo: Nos caen mal no porque son negros, musulmanes o extranjeros, sino porque son pobres.
        El libro de Adela Cortina intenta buscar las razones de esta lacra, de esta patología social que conviene nombrar y diagnosticar. Cree que, en el fondo, cuando damos algo, esperamos un retorno, una recompensa, una contrapartida. Do ut des, decían los romanos. Doy para que me des. Este retorno no puede producirse cuando la otra parte no tiene recursos materiales. Entonces, instintivamente, hay un rechazo, puesto que el otro nada puede proporcionarme. El sistema de favores, que es hábito común en la sociedad, se rompe ante las personas pobres.
        Parece que biológicamente nuestro cerebro está preparado para sentir una empatía hacia el fuerte, el sano, el influyente, es decir, el que puede venir en mi ayuda y proteger a los que son de mi tribu. En cambio, nuestro cerebro rechaza lo que nos molesta y perturba. Así que cuando advertimos que alguien nos puede traer problemas o complicarnos la vida porque necesita de nuestra ayuda, tratamos de apartarlo de nuestras vidas.
            Si somos sinceros, hemos de reconocer que todos somos un poco aporófobos. Todos tenemos nuestros prejuicios hacia los pobres. Pero una cosa es tener prejuicios mentales contra los migrantes y otra, muy distinta, dar una paliza al negro que duerme en el metro o insultar al pobre que vende pañuelos en un semáforo o despreciar al que pide una limosna en la puerta de un supermercado.
        A veces, muchos de los que sienten hostilidad hacia los pobres son los que los utilizan o explotan para sacar tajada. Muchos de los temporeros del campo son extranjeros, a los que se pagan salarios de miseria y a los que se aloja en una nave que, probablemente, no cumple siquiera las condiciones para meter ovejas. Muchas de las personas que cuidan a nuestros mayores también son extranjeras, y no falta quien se aprovecha de su situación de precariedad para racanearles el sueldo o no darles de alta en la seguridad social.
        Para entender este sentimiento de aporofobia que nos invade a todos, en uno u otro momento, vienen muy bien las palabras de Simone Weil, una de las pensadoras más lúcidas del pasado siglo: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también esto: “Aquel que trata como iguales a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.


Adela Cortina, inventora de la palabra "aporófobo'




domingo, 21 de septiembre de 2025

Arthur Rimbaud: el salvaje en su fragilidad

    


        En 1891, al puerto de Marsella llega un hombre joven, aunque acabado. La infección de su pierna avanza inexorablemente. El cáncer de hueso le roe. En el hospital marsellés, los cirujanos deciden amputarle la pierna. Estamos hablando de Arthur Rimbaud. Niño prodigio de las letras francesas. Enfant terrible de la poesía, cuyos versos dejaron sin palabras a toda la intelectualidad francesa. Bebedor incansable de absenta en los cafés parisinos. Rubio provocador de ojos azules y mirada lánguida de los salones literarios. Joven que se puso el mundo por montera liándose con el afamado poeta casado, Paul Verlaine. Y con el que huyó a Bruselas, provocando un  escándalo monumental en la mojigata sociedad francesa de la época.

    Arthur Rimbaud que no ha vuelto a escribir un solo verso desde los 19 años, está enfermo, herido de muerte. Un hombre delira por la fiebre y los dolores atroces de la amputación y aquí empieza la novela Los días frágiles el escritor francés Philippe Besson.

        El hijo pródigo de la literatura francesa vuelve a casa, ni arrepentido ni humilde, sino altivo y provocador, fiel a su genio y a su talante. Y en su tierra natal, Las Árdenas, oscura de nieblas y aguas, no le espera ningún padre con los brazos abiertos que le prepare una fiesta de bienvenida, como sucede al hijo pródigo del Evangelio. Una fría y hermética madre le abre la casa familiar, pero no le abre el corazón. El hijo que ha sumido a la familia en una ignominiosa vergüenza, ¿se merece acaso otra cosa? En su orgullo, madre e hijo son iguales. Pero Rimbaud es ahora un guiñapo, un enfermo digno de compasión

        Y aquí empieza la otra protagonista de la novela: Isabelle Rimbaud, la hermana obediente, sumisa, religiosa.  La joven también escribe un diario, tal vez para matar el tiempo, para que la vida de la rigidez conventual a la que le obliga la madre, sea más llevadera, para intentar explicarse a sí misma quién es este desconocido que ha vuelto a casa, y del que nunca se ha hablado en casa, tan ignominiosa vida ha llevado por esos mundos de Dios, bestia negra de la familia.

           Isabelle le cambia los vendajes, llenos de sangre y pus, le peina sus sudados cabellos, le limpia su carne macilenta y apagada que un día hizo exaltar a Verlaine con pasión desconocida.

        Rimbaud le cuenta pedazos de su vida, como poeta, como soldado, como traficante de armas, como aventurero por tierras ignotas de África. Rimbaud le cuenta sus sueños irrefrenable de volver a África, lleno de salud, en busca de aventuras y de libertad.

        Pasan los días. Los silencios de la madre se hacen insoportables. La cama del poeta conoce el sufrimiento en cada centímetro cuadrado. La hermana consuela, protege, reconforta, ayuda, cuida. La hermana que no ha conocido jamás una caricia, acaricia con sus cuidados al hermano brillante, al hermano degenerado, simplemente al hermano. Ella ha sido educada para obedecer y servir. Y esas tareas le son naturales.

        Pero Arthur Rimbaud no soporta la lluvia gris de cada hora, el silencio feroz de la madre, una casa donde nada sucede y en la que nadie entra. Y suplica a su hermana que le lleve a Marsella, que le lleve al puerto, que le suba a un barco que le deje en una playa africana.

        Y ella obedece. Pero Marsella es la última estación de estos 'días frágiles de Rimbaud'. Así lo ha decretado el destino. Llega a la ciudad portuaria en un estado calamitoso. Ingresa en el hospital. Unos días después, entre los brazos amorosos de Isabelle, el poeta más célebre de Francia muere. Los dolores atroces han cesado. Rimbaud entra por la puerta grande en la historia maldita de la literatura. Era el 10 de noviembre de 1891. Tenía apenas 37 años.  






lunes, 8 de septiembre de 2025

Danos un poco de Quijote cada día...

    


 

    Han pasado apenas dos horas desde que he abandonado el Palacio Butrón, mi lugar de trabajo de los últimos tres años. Mi jubilación acaba de empezar. La alarma de las 06:20 h ha sido desactivada. Uno de los pocos propósitos: dedicar un poco de tiempo a la relectura de los libros que más me han gustado, impresionado o marcado. Empecemos por el principio y empecemos bien. Y claro, debería elegir la Biblia. Pero la Biblia es un libro para tener siempre debajo de la almohada, siempre a mano, como el cuerpo de la persona amada. Siempre cerca para sentirse querido, acariciado, interrogado, cuestionado e incluso herido, juzgado o avergonzado. La Biblia no es un libro. Es el Otro. Y el Otro no es un alguien para releer, sino para convivir, confrontarse y medirse. Por lo tanto, descartada la Biblia como relectura, elijo el Quijote. No podría ser otro. ¿No es acaso El Quijote otro evangelio? Podría serlo. O debería serlo. 

    Todos los libros empiezan en un lugar de la Mancha, al menos desde que Cervantes escribiera 'vale' al final del último capítulo. Siempre habrá molinos de viento. Siempre habrá gigantes, cueros de vino, ejércitos de ovejas y carneros. Siempre habrá Marcelas y Grisóstomos. Siempre habrá duques que usen a los quijotes como pasatiempo. Siempre habrá galeotes que susciten compasión. Siempre tendremos días para hacer quijotadas y días para hacer sanchopanzadas. Siempre habrá ínsulas baratarias y corregidores tan sabios como Salomón. Siempre habrá Dulcineas que se truequen en aldeanas y aldeanas en Dulcineas. Todo está en El Quijote. Y todos los hombres y mujeres de buena voluntad pueden reconocerse en sus páginas. Reír y llorar con ellas. Y hacerse preguntas. Como la Biblia, es un libro que casi está en todas las casas, aunque muy pocos lo hayan leído. Poco importa. ¿O sí? ¿Seríamos de otra manera en esta Mancha nuestra, más altruistas, más compasivos, más locosensatos si hubiéramos leído y masticado El Quijote? Puede que sí. 

    Siempre habrá quijotes que lean y relean El Quijote. Tampoco esto importa mucho, bien es verdad. Porque el ingenioso hidalgo Don Quijote y su leal escudero Sancho Panza son más reales que cuantos encumbrados hombres hayan existido en este solar patrio a lo largo de toda su Historia. Más reales y verdaderos que los monarcas, los escritores, los conquistadores, los generales, los cardenales, los pintores de España. Es suficiente darse un garbeo por plazas, tabernas, museos, bibliotecas y paisajes... para comprender que Don Quijote y Sancho Panza son más de carne y hueso que todos nosotros, más incluso que su propio padre, creador y criador, don Miguel de Cervantes. 

    Danos, Señor, un poco de don Quijote cada día...

viernes, 22 de agosto de 2025

Philippe Besson recuerda a Thomas Andrieu

     


 Marguerite Yourcenar decía que se llega virgen a todas las experiencias importantes de la vida. Y así es. La primera vez es la primera vez: el hierro candente que marca la piel. Philippe Besson escribe un libro autobiográfico para narrar la historia del primer hombre al que amó, Thomas Andrieu. Eran los dos estudiantes en el Instituto de Barbezieux en Charente (Franci)

    En ese tiempo, en un ambiente como el liceo, en una zona rural de Francia, ese enamoramiento y esas relaciones sexuales se deben vivir en secreto. No se pueden tener deslices, si uno no quiere convertirse en el hazmerreír de todos y en el blanco de crueldades. Es más, ambos en el aula o en la cancha de deporte deben ignorarse, no hablar, ni siquiera mirarse: deben parecer dos compañeros de instituto que se caen mal o que son invisibles el uno para el otro. Acaba el Instituto, Thomas abandona el pueblo, y abruptamente la relación acaba. No se volverán a ver.

    Veinte tres años después de aquella relación escondida, Philippe Besson es un escritor conocido en Francia, que vive abiertamente su homosexualidad, tiene pareja y frecuenta con mucha asiduidad el Palacio del Elíseo, donde reside el presidente la República Francesa. Se dice que ha redactado más de un discurso de carácter cultural para Enmanuel Macron.  Y un buen día, mientras está concediendo una entrevista en la cafetería de un hotel de París, ante él aparece un joven de facciones idénticas a las de su antiguo compañero: Thomas Andrieu. Lo aborda. No se ha equivocado. Es el hijo de su primer amor. Conversan durante horas, al principio de forma genérica; más tarde, llegando a lo profundo. 

    Philippe Besson, gracias a este encuentro, va reconstruyendo los diferentes capítulos de la vida de su amor de adolescencia: una vida trágica, marcada por la falta de valentía para leer el propio corazón y aceptarse como es, con sus virtudes, taras e inclinaciones. La novela, como va de suyo, está dedicada a la memoria de Thomas Andrieu. 


Portada del libro con el retrato de Thomas Andrieu


Philippe Besson





domingo, 10 de agosto de 2025

La magdalena de Proust y una amistad llamada “connerie”

 

El pasado mes de marzó visité en el Museo Thyssen de Madrid, la exposición sobre Proust y las artes. Una curiosa exposición, bastante insólita. Normalmente los museos exponen a los grandes pintores o a los grandes movimientos pictóricos. En esta ocasión, han tirado del escritor francés Proust, para hablarnos de los temas recurrentes de su obra y de su relación permanente con la pintura.

                Considerado una estrella mayor del firmamento literario del país vecino, Marcel Proust (1871-1922) retrató la alta burguesía y la aristocracia parisinas, con ironía, admiración, crítica, según los días y los personajes, y lo hizo en su novela “A la recherche du temps perdu”/ “En busca del tiempo perdido”, compuesta por siete libros.

                En el primero de ellos, Du coté de chez Swann /Por el camino de Swann es donde describe el célebre episodio de la magdalena. Al protagonista le sirven un té y una magdalena, y justo en el momento en que moja un trozo del dulce en la infusión, la memoria lo transporta a un momento de gozo y de placer: el instante en que en Combray, donde el autor pasaba las vacaciones, su tía Léonie le ofreció también un té y una magdalena. Palabras, frases y páginas para describir parsimoniosamente cómo un gesto trivial, como es el hecho de mojar un trozo de magdalena en una taza de té, nos puede llevar a otro acontecimiento de nuestra vida, nos puede evocar y hacer revivir algo que creíamos muerto y bien muerto. La memoria involuntaria nos juega a menudo estas pasadas, felices o dramáticas. Un olor, un sabor, unas notas musicales, un paisaje nos transportan a momentos olvidados o empolvados y nos hacer re-vivir,  re-gozar o re-sufrir situaciones, cosas y personas del pasado.

                Ya en la primera sala de la exposición del Thyssen sufrí el mismo efecto que Proust con la magdalena. Las pinturas expuestas me trasportaron a París, concretamente al curso de 1988-1989: Los libros de segunda mano comprados por unos pocos francos en Gibert Jeune, la vigilia pascual en la catedral de Notre Dame, las numerosas visitas al Museo del Louvre, las clases de conversación en el Lycée Voltaire, las aulas de la Sorbonne, la habitación número 21 de una pensión triste, los paseos por el barrio del Marais. Y ese final de curso en la Sorbonne en el que leí unos versos de Baudelaire y en el que me fue regalado Du coté de chez Swam, un libro ahora perdido en alguna balda de la estantería.

                Pero la exposición del Museo Thyssen me trasportó sobre todo a una amistad, fundamental en mi vida, con las cuatro jóvenes que conocí en los últimos días del mes de septiembre de 1988, en el curso preparatorio que nos fue impartido en la ciudad de Clermont-Ferrand, antes de nuestro salto sin red a la ciudad de París. Y esta amistad no ha sido un ‘amor de verano’, como suele decirse, sino una amistad sólida que aún se mantiene en pie, casi cuarenta años después, “como un árbol plantado al borde de la acequia que da frutos, flores, cobijo y sombra”, tal y como está escrito en el salmo 1 de la Biblia.

                Diré sus nombres: Vicen, Belén, Ana y Olga. En junio de 1989, cuando nos despedimos con una cena griega en el Barrio Latino, con mil abrazos, teléfonos y direcciones, tuve la intuición de que a esa amistad le quedaba aún mucho recorrido.

                Yo vivía en una pensión de mala muerte en el Boulevard Voltaire, y ellas cuatro en una residencia de monjas, el Foyer Jorbalan (en bromas, les decía que les vendría bien una ‘reparación’ conventual, después de su vida mundana). Todos teníamos muchas ganas de perfeccionar la lengua de Molière, escasísimos francos en nuestros bolsillos, curiosidad infinita por conocer París calle a calle y monumento a monumento. Y éramos disciplinados ‘asistentes de lengua española’ para bachilleres parisinos en distintos Liceos, y también disciplinados alumnos en el Curso de Civilización Francesa, de la Sorbonne.

                ¿Qué cosas nos unieron? Una sensación de desamparo al aterrizar en una ciudad tan hermosa como hostil. Una necesidad de compartir información para enterarnos de tantas gestiones, pasos, procesos, papeleos, ofertas y gangas. En fin, una necesidad de sobrevivir. Una forma de ver la vida, los estudios y los gastos bastante parecida. Una pasión grande por la cultura francesa, desde su lengua a su historia, desde los libros a los museos. Y unos caracteres dados a la simpatía y a la ayuda mutua.

                ¿Y cuántos recuerdos atesoramos durante ese año? ¡Cientos, miles! Aquel primer encuentro en el kilómetro cero de París, frente a la catedral, para conocer en qué instituto había caído cada uno y donde había encontrado un cobijo para pasar la noche. El déca (descafeinado) en el Centre Pompidou. Siempre pedíamos lo mismo porque era la modalidad de café más barata. Una tarde soleada en los jardines y fuentes del Palacio de Versalles para celebrar el Bicentenaire de la Revolución. Una tortilla española y un poco de chorizo, apretujados en la pensión angosta, y a la que ‘oficialmente no se podía subir a chicas”. Un viaje a Amsterdam, compartiendo habitación junto a los canales. Deslumbrados por el Museo Van Gogh, la casa de Ana Frank, la cafetería con olor a porro y el piquant del Barrio Rojo. Una tarde para compartir dulces y otras delicias españolas que cada uno había traído de las vacaciones navideñas. El sabor inconfundible del foie gras sobre un trozo de pan. Era de la marca Olide y era el más barato de toda Francia. El paseo al caer la tarde por el Bois de Boulogne, donde fulanas y chaperos esperaban paseando a que un coche se acercara y les invitase a subir. Una noche de ópera en el Palais Garnier para ver Los maestros cantores de Nuremberg, con un intermedio en el que nosotros mordisqueábamos galletitas baratas, mientras parte del público bebía champagne y canapés haute cuisine en el comedor de gala. Algunas compras en Tati, el considerado supermercado más barato de Francia, codo con codo con todos los magrebíes del mundo. Una excursión a Saint Michel en un autobús lleno de españoles emigrantes, en el que no paramos de comer, reír y cantar canciones cañí durante todo el recorrido. Y también teatro, conciertos, ballets, viajes a Brujas, Londres, Rouan, Estrasburgo, exposiciones, un café, un souvlaki, un milllefeuille, charletas en cualquier plaza, y paseos sabatinos por cada uno de los barrios de París.

         ¿Y que es la ‘connerie’? Cuando nos veíamos algunos sábados, solíamos intercambiar títulos de libros y vocabulario francés recién aprendido. También nos poníamos al día de palabras malsonantes o expresiones picantes, tan necesarias para que nadie se ría de ti. Yo había aprendido una nueva palabra “con / conne” (gilipollas) (creo que en la novela La vie devant soi, de Romain Gary), y se lo comenté al grupo, pero cuando me pidieron qué significaba, les dije que “majetón”. Al día siguiente una de las chicas descubrió el verdadero significado. Pero la palabra ya había hecho fortuna, y empezamos a llamarnos los unos a los otros “mon cher con / ma chère conne”. Durante las vacaciones de Semana de 1989, Ana había viajado a Sevilla para recibir un premio y a Olga le había venido a ver su novio. En París sólo nos quedamos Belén, Vicen y yo. Y decidimos hacer una excursión a Reims y a los castillos del Loira. Y a esa excursión o reunión de amigos ‘cons’, la bautizamos con el nombre de “La Connerie”. Y así ha permanecido hasta el día de hoy.

     ¿Y después de París, qué? Desde 1989 hasta este mismo año de 2025 hemos continuado encontrándonos y viéndonos en las “Conneries”. En muchas ocasiones, al completo, y en otras se ha tratado de “conneries” sectoriales. A veces se han incorporado amigos y parejas. A Jose y a Luis, ya los consideramos “cons consortes”.  Hemos celebrado “conneries” en Valladolid, Benavides de Órbigo, Zamora, Salamanca, Madrid, Mallorca, Sevilla, Castellón, Murcia y Quintanilla de Arriba. Puede que me olvide de alguna ciudad. Hemos conocido paisajes, monumentos, museos o pueblos pintorescos, hemos celebrado comidas y cenas con productos o dulces típicos de nuestras respectivas regiones, hemos depositado en las estanterías de nuestras casas regalos, detalles y recuerdos. Nos hemos reído a montones recordando anécdotas de nuestro periplo parisino, hemos filosofado y arreglado el mundo en conversaciones interminables de cafés, chupitos y ‘teresitas’ u otros dulces. Y hemos hablado con el corazón en la mano y compartido también tristezas y penas, propias o ajenas. Hemos colaborado con proyectos solidarios de algún rincón de África, a través de la Ongd Puentes. Y hemos posado para centenares de fotos, manteniendo la misma sonrisa de otras instantáneas en el castillo de Vincennes, en la escalinata de la Sorbonne, en un bistrot del Quartier Latin, en el Jardín de Luxemburgo, la Place de Vosges, el Museo Rodin y muchos otros lugares que habíamos visitado juntos en aquel curso prodigioso de París. Una sonrisa imperturbable, no obstante las arrugas y el paso del tiempo en nuestra piel, o tal vez en nuestro ánimo.

             ¿Y Siempre nos quedará París?  La película Casablanca (1942) es una obra maestra del cine en blanco y negro, firmada por Michael Curtiz. Y tiene una última escena memorable: es de noche y una espesa niebla cubre el aeródromo. Es entonces cuando Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman: “Siempre nos quedará París”, porque ambos protagonistas habían conocido la felicidad en la ciudad de la luz, antes de que la separación los alcanzase. La frase se ha convertido en un símbolo de recuerdos compartidos y momentos hermosos. Las circunstancias cambian, los recuerdos permanecen. Los encuentros significativos de un tiempo y un lugar determinados, siguen siendo valiosos y conservan siempre algo de su dicha o su paz, su  belleza o su alegría. Y casi con toda seguridad, los cinco “cons de París” podríamos afirmar lo mismo con idéntica fuerza: Siempre nos quedará París. Y como le sucedió a Proust al comer su magdalena, también a Vicen, Belén, Ana, Olga y Juan, una novela de Flaubert o Balzac en francés, un cuadro impresionista de Monet o Degas, una noticia en el telediario sobre Notre Dame o el Sena, una canción de Edith Piaf o de George Brassens, e incluso un foie-gras barato, nos transportará a París.

Siempre nos quedará París. Y siempre nos quedará la amistad, que es otra clase de amor”, como decía un grafitti a orillas del Sena.





Diferentes obras en la exposicón 'Proust y las artes'


Hunphrey Bogart e Ingrid Bergman en 'Casablanca'










miércoles, 6 de agosto de 2025

Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa

 


Al final de la novela de Mario Vargas Llosa no nos queda claro en qué momento se jodió el Perú. Ni en qué momento se jodió Santiago Zavalita ni en qué momento se jodió Ambrosio.

La Catedral es el nombre de un bar de Lima donde conversan Zavalita y Ambrosio, después de un encuentro casual en la perrera municipal a la que acude Zavalita para recuperar a su perro y donde Ambrosio, antiguo chófer de la familia, apalea perros sospechosos de haber contraído la rabia. Una larga conversación de horas, una conversación que es como un río donde llegan arroyos claros, turbios, fangosos o cristalinos. Un río que atraviesa Perú durante el ochenio del general Manuel A. Odría (1948-1956).

         Se trata de una novela coral, de destino trágico y desesperanzado. Una novela de casi 800 páginas -un río de palabras por contraposición a la palabra amordazada de las dictaduras- que exige al lector bastante concentración en las primeras páginas, porque los diálogos de los protagonistas se abren y se cierran, se mezclan con otros diálogos y con otras descripciones, sin ningún cambio tipográfico que lo indique. Por otro lado, y sin solución de continuidad, pasamos de la casa de Cayo Bermúdez a la de Don Fermín, del burdel regentado por Yvonne a la sede del periódico La Crónica, de las calles de Lima a los despachos gubernamentales, del elitista barrio de Miraflores a la cochambre de la perrera. Y en estos escenarios transcurren las vidas de un puñado de personajes que se cruzan y descruzan, se emulsionan o se repelen. Ministros y generales, chóferes y criadas, estudiantes revolucionarios, ociosos pijos, rebeldes sin causa, prostitutas y alcohólicos, cada uno con su ambición y cada una con su frustración. Porque la frustración es la carcoma que ataca a todos los personajes. Se frustra un país, Perú, por las políticas dictatoriales y las corruptelas del general Odría y sus mandamases, y se frustran las pequeñas vidas de sus habitantes, lo mismo la del periodista de La Crónica que la del chófer de una familia bien, lo mismo la de una prostituta que la de un empresario solvente.

Cuando el lector comienza a leer, necesita un poco de tiempo para adaptarse al “clima” del vocabulario peruano o limeño: la lluvia fina es garúa, los desnudos son calatos, los canillitas vocean los periódicos, los cholos son los mestizos o indígenas, y los zambos son los negros, las polillas son las prostitutas y los cafiches, los proxenetas;  los buitres son gallinazos y el overol es un simple mono de trabajo; los bulines son los burdeles; cachaco es el despectivo para militar y arrecharse es enojarse; cojudo es tonto y disfuerzo es exageración; cachar es mantener relaciones sexuales y lisuras son palabras malsonantes; requintar es protestar y huachafo es cursi. Todas ellas palabras sabrosas y tan ricas como un chupe de camarones o un buen ceviche.

         El mandato del general Manuel Odría, que nunca aparece en la novela, es el que pone el marco temporal donde se desarrollan muchas vidas que se han ido jodiendo poco a poco. La corrupción está presente por doquier. Los favores se pagan, el poder económico siempre arrima el ascua a su sardina. El burdel, muy presente en la novela, es una metáfora de la existencia humana: Las vidas aparentemente impolutas de los hombres socialmente respetables no lo son tanto cuando cruzan el umbral de la casa de citas. El cliente, la prostituta, el proxeneta muestran su otra naturaleza. El burdel es también confesionario y manifestación de dominio y poderío. Los vicios son siempre debilidades que son utilizadas para el chantaje.

         Cayo Bermúdez, director del gobierno y ministro, encarna el espíritu del régimen del general Odría. Representa el poder corrupto, la manipulación, el ojo que todo lo ve y el oído que todo lo escucha. Nada se le escapa a este tenebroso personaje de cuanto ocurre en Perú, y que podría causar sobresaltos en la seguridad del régimen. Con artería, mueve todos los hilos, puentea a quien sea necesario, sabotea, manipula, chantajea para que el edificio de la dictadura no se venga abajo. Las dictaduras, ya se sabe, acogen bajo su paraguas a los leales sin escrúpulos y a los privilegiados sin moral. A las personas se las sube, cuando son útiles, y se las deja caer abruptamente cuando ya no interesan. Es, por ejemplo, el destino trágico de Hortensia, la amante de Bermúdez.

Entré en la universidad con un libro en la mano de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, y desde entonces el escritor peruano me ha dado muchos y buenos momentos de lectura. Conversación en la Catedral era uno de los pocos libros pendientes que tenía del Nobel de literatura. Para el propio autor, fallecido en 2025, era la novela que salvaría de su amplia trayectoria literaria. Estamos, sin duda, ante una obra mayor. No es una novela política en el sentido estricto de la palabra. Los personajes de la novela, Fermín, Zoila, Teté, el Chispas, Zavalita, Hortensia, Ambrosio, Carlitos, Yvonne, Queta, Amalia, Hilario, Ludovico, Hipólito, el general Espina… están ahí con sus miserias, sus vicios y sus frustraciones, pero un contexto político de corrupción generalizada potencia que las vidas sean aún más frustrantes, más corruptas y envilecidas. Poco a poco, al principio esbozados; luego perfectamente delineados, vamos conociendo las existencias de estos protagonistas inolvidables: nacen, trabajan, se enamoran, mienten, sueñan y mueren.

Vargas Llosa se aleja del realismo mágico de algunos escritores del boom americano, para instalarse en el realismo real de las vidas, a veces sórdido y putrefacto. Pocos escritores como Vargas Llosa han hablado tanto y tan profundamente sobre la maldad intrínseca del poder y sus desvaríos y locuras. En el poder, en todo poder, hay una semilla de corrupción, que termina por corromper los cuerpos y las almas. A este respecto baste recordar La Fiesta del Chivo, para mí la mejor novela del escritor peruano.

         Entre trago y trago pasa la vida. Entre trago y trago transcurre la conversación de Zavalita y Ambrosio en ese antro de La Catedral. Caen los dictadores y sus adláteres. Pero el ansia de poder permanece, como permanecen las ganas de corromper y dejarse corromper en el Perú de Odría, y en todos los Perús del mundo. La vida de Santiago Zabalita también se ha jodido, el frustrado revolucionario de la Universidad de San Marcos, el mediocre periodista de la Crónica, el que rompió con su familia adinerada y renunció a la herencia no ha alcanzado, ni mucho menos, la felicidad. Es un ser resignado a su mediocridad, tan estrecha como el apartamento en el que vive un matrimonio insípido y frío. También la vida de Ambrosio se ha jodido. Cedió a los impulsos homoeróticos de su amo, Don Fermín, y gastaba su sueldo en pagar los 500 soles de la tarifa de una prostituta de postín, Queta. Carga a sus espaldas con un crimen, aunque lo cometió por lealtad. Le engañaron en los negocios y perdió a su mujer y se alejó de su pequeña hija. Y rodó por Lima de mal en peor, hasta acabar en una miserable perrera, imagen dramática de un país. 

            El último diálogo que sostienen Zabalita y Ambrosio, y que pone punto y final a la novela nos confirma ese lado fatalista de la existencia humana: 

-         ¿Y cuando se acabe la rabia se acabará tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?

-         Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría, ¿no, niño?


Estado ruinoso del bar de La Catedral


Un trago en la Catedral 








Al final de su vida, Mario regresó a la Catedral










sábado, 28 de junio de 2025

Campaña de embellecimiento en Theresienstadt

 


Austerlitz es la primera novela que leo de S.G Sebald, escritor nacido en Alemania, pero que se afincó finalmente en Reino Unido, donde murió trágicamente en un accidente de carretera a los 66 años. El narrador de la novela se encuentra causalmente en la estación de Amberes con Jacques Austerlitz que poco a poco le va contando su vida, desde que, siendo niño, para salvarlo de la persecución, fui subido a un tren en Praga con destino a Londres, donde fue adoptado por una familia, pasando por el descubrimiento de su propio pasado, hasta su retorno a Praga para encontrarse con su historia familiar, etc..

Entre otras muchas cosas, S.G. Sebald cuenta “la campaña de embellecimiento” que los nazis llevaron a cabo en el campo de Theresienstadt (actual República Checa). Cuando las autoridades nazis aceptaron, después de muchas presiones y tiras y aflojas, la visita al campo de una comisión de la Cruz Roja, pensaron que era una ocasión única para  blanquear su imagen y engañar al mundo sobre el trato dado a los judíos, haciendo creer que los judíos llevaban una vida normal en “aquella ciudad”.

Los responsables –cuenta S. G. Sebald- emprendieron una “campaña de embellecimiento”, en el curso de la cual los habitantes del guetto, bajo la dirección de las SS, realizaron un enorme programa de saneamiento: se instaló césped, senderos para pasear, se pusieron bancos e indicadores que, al estilo alemán, se adornaron con tallas alegres y ornamentaciones floreales, se implantaron más de mil rosales, una casa cuna para niños de pañales y una guardería con cajones de arena, pequeñas piscinas y tiovivos. Y el antiguo cine Oreal, que hasta entonces había servido de alojamiento miserable para los habitantes más ancianos del guetto, se transformó en pocas semanas en sala de conciertos y teatro, mientras que en otras partes, con cosas de los almacenes de las SS, se abrieron tiendas de alimentación y utensilios domésticos, ropa de señora y caballero, zapatos, ropa interior, artículos de viaje y maletas. También había una casa de reposo, una capilla, una biblioteca, un gimnasio, una oficina de correos y un banco. Se instaló una cafetería, ante la cual, con sombrillas y sillas plegables, se creó un ambiente de balneario. Todo fue saneado, pintado y barnizado antes de la visita de la Comisión. Asimismo, se enviaron al Este a siete mil quinientas personas, las menos presentables del campo. Teheresienstadt se convirtió en una ciudad digna, un El Dorado. La comisión, compuesta de dos daneses y un suizo, fue llevada por las calles de acuerdo con un plan elaborado al detalle por la comandancia. Así los comisionados de la Cruz Roja pudieron ver con sus propios ojos qué personas más amables y contentas habitaban esa ‘ciudad, a las que se evitaban los horrores de la guerra, qué atildadamente iban todos vestidos, qué bien estaban atendidos los escasos enfermos, cómo se distribuía una buena comida en platos y se repartía el pan con blancos guantes, cómo en todas las esquinas los carteles anunciaban acontecimientos deportivos, cafés-teatros, representaciones teatrales y conciertos, y cómo los habitantes de la ciudad, al acabar el trabajo, tomaban el aire, casi como pasajeros en un transatlántico, en un espectáculo en definitiva tranquilizador, hasta el punto de que los alemanes, al terminar la visita, con fines de propagada, para  legitimar ante el mundo su manera de proceder, recogieron en una película…

La película está depositada en Praga, y muchos de sus retazos sirven para cortos audiovisuales como los que se pueden ver en youtube. Algunos supervivientes contaron, después, la otra cara de la película y también denunciaron que los integrantes de la Cruz Roja, en ningún momento, se salieron del recorrido oficial, abrieron alguna casa o se acercaron a hablar con esos ‘judíos felices’. Al final de su satisfactoria visita, certificaron que los judíos eran bien tratados y que se mostraban contentos en esa ciudad que Hitler les había regalado.

La historia, más o menos, funciona siempre así.

 https://www.youtube.com/watch?v=4kKc05jlIFg






W. G. Sebald


 






 

miércoles, 25 de junio de 2025

Otoño alemán, de Stig Dagerman

 


“Fue un otoño triste, con lluvia y frío, crisis de hambre en el Ruhr y hambre sin crisis en el resto del antiguo Tercer Reich. Durante todo el otoño llegaron a las zonas occidentales trenes con refugiados del Este. Gente andrajosa, hambrienta y no grata, apretujada en la oscuridad pestilente de las estaciones ferroviarias…” Es el inicio del libro Otoño alemán, del escritor sueco Stig Dagerman.

En el otoño de 1946, un año y medio después del final de la Segunda Guerra Mundial, el rotativo sueco Expressen envió a un jovencísimo escritor de apenas 23 años a emprender un viaje a Alemania y escribir unos cuantos artículos sobre este pueblo derrotado, que en ese momento concitaba todo el desprecio y el odio del mundo. Puede que no faltasen razones para ello. La guerra había terminado, pero los muertos eran llorados en cada rincón de Europa y más allá. Los cuerpos aún conocían las penurias de la posguerra. Y las almas, humilladas y aplastadas por la ideología totalitaria nazi, aún no habían alzado el vuelo. “Alemania” o “alemanes” eran palabras que se pronunciaban aún con rabia y con ira.

         Stig Dagerman había nacido en Suecia en 1923. Niño prodigio de las letras, publicó su primera novela a los 21 años. El periódico sueco que le envió a Alemania como reportero tal vez esperaba de él artículos incendiarios que confirmasen la locura nazi y reafirmasen la tesis de que los alemanes tenían que ser castigados por sus crímenes horrendos en la misma proporción que ellos habían hecho con las naciones subyugadas y los judíos exterminados.

         Pero Stig Dagerman pisa suelo alemán libre de prejuicios y limpio como un folio en blanco. Quiere saber, para entender. Y quiere observar y hablar con la gente para levantar acta de lo visto, oído y sentido. Deambula en medio de las ruinas de varias ciudades alemanas. Se asoma a los sótanos con 10 centímetros de agua donde varias familias se hacinan, muertas de frío y sin una rebanada de pan que llevarse a la boca. Se sube a trenes atestados, con las ventanas tapiadas con tablas, que acogen a 25 personas de pie en un compartimento pensado para ocho. Observa a los refugiados y a los prisioneros que vuelven de cualquier país de Europa a una Alemania donde no son bien recibidos (basta pensar que cinco millones de soldados eran prisioneros de los aliados en todos los países de Europa). Ve a niños que no pueden ir a la escuela porque no tienen zapatos. Asiste a sesiones de desnazificación en las cuales los colaboradores o presuntos colaboradores del régimen de Hitler tienen que demostrar con certificados de buena conducta y testimonios (a veces pagados) que ellos no fueron tan malos. Ve a escritores cambiar su máquina de escribir por unos gramos de mantequilla. Ve a gente hambrienta recorrer kilómetros hasta llegar a un pueblo donde los campesinos venden a precio de oro unos kilos de patatas. Habla con un joven alemán que lo único que desea es huir a América, torturado por un pasado lleno de culpa y por un presente lleno de humillaciones: “Ya no se puede estar en Alemania”. Y cuando Dagerman le invita a cenar en un buen restaurante se encuentra con un cartel: “Prohibido el paso a los alemanes”. Por todas partes se encuentra con gentes indiferentes o desesperadas que sopesan si las razones para seguir viviendo sobrepasan a las razones para morirse de una vez.

         Lo que Dagerman vio es que, tras la victoria de los aliados, Alemania fue repartida y bombardeada sin piedad. Los que de alguna forma habían ejercido una resistencia al nazismo o simplemente habían sufrido la cárcel o el campo de concentración a manos de los nazis, se encontraron con un ejército victorioso que los castigó colectivamente. Aquellos alemanes que habían anhelado el fin del nazismo se encontraron con otro castigo.

         Dagerman observa, escucha, habla y comparte con ciudadanos de todo tipo ese tiempo inmediato a la victoria de los aliados.  En un momento en el que odiar a los alemanes estaba bien visto y en el que el discurso de humillarlos recibía aplausos, un joven escritor sólo ve el hambre y el frío por doquier, la amargura y la desesperanza. Y siente compasión. Y cree que “preguntarse sobre la ideología de los ciudadanos es menos importante que preguntarse por el hambre de sus estómagos”.

El libro provoca algunas preguntas, por ejemplo, ¿fue necesario arrasar ciudades enteras cuando Alemania ya se había rendido? No olvidemos que la tormenta de bombas dejó a Dresde completamente en ruinas y cerca de doscientas mil personas murieron en esa operación bélica. Y el libro suscita una enseñanza: en los momentos convulsos de la historia, cuando las masas imponen su criterio de venganza y odio generalizados, sólo algunas personas, como lo fue el caso de Stig Dagerman, son capaces de mirar limpiamente a los ojos de los que sufren y sentir compasión.

Ochenta años después de estos acontecimientos, sabemos que Dagerman viajó por nosotros y nos muestra que el terror implantado en Alemania y en media Europa por Hitler, no debe hacernos olvidar otros excesos, en este caso de los aliados, que en el fondo fue un castigo ciego a tantos alemanes, muchos de los cuales había sufrido el nazismo y habían sido las primeras víctimas de un régimen que fue la encarnación del Maligno. Al acabar la guerra, muchos gerifaltes nazis consiguieron huir con su buena cartera a países donde vivieron tranquilamente. Pero los alemanes más pobres perdieron todo: los hijos en el frente, la casa, el pan y la dignidad. Sólo les quedó el frío y el hambre.

         Hay una especie de ‘santidad’ en este escritor sueco que fue capaz de sentir piedad en un momento en que lo normal era sentir odio y desprecio. Stig Dagerman en su recorrido por las ciudades en ruinas no vio alemanes, sólo vio personas necesitadas de una hogaza de pan, un abrigo para el crudo invierno, una casa donde cobijarse y un poco de dignidad para sostenerse en pie.

         Tenía apenas 31 años cuando Stig se quitó la vida a las afueras de Estocolmo. Tal vez, como tantos hombres sensibles en aquella dramática hora de Europa, no pudo soportar tanta bruticie. Dos años antes había escrito una especie de testamento titulado “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”.











Stig Dagerman (1923-1954)






















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