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lunes, 17 de noviembre de 2025

Corazón tan blanco, de Javier Marías

 


Un verso de la obra teatral Macbeth de William Shakespeare inspiró a Javier Marías no sólo el título de una de sus más conocidas novelas, sino también el argumento: Corazón tan blanco. Lady Macbeth, después de que Macbeth, por ella instigado, haya asesinado al rey Duncan de Escocia dice:

“My hands are of your colour /But I shame to wear a heart so White” (“Mis manos son de tu color / pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”.

            La muerte se llevó a Javier Marías, cuando aún le quedaban obras buenas por  escribir, o eso quiero imaginar después de releer este libro suyo. Javier Marías (1951-2022) era hijo del también escritor y catedrático Julián Marías. Vivió parte de su juventud en Estados Unidos, donde su padre, represaliado por el régimen franquista, había recalado. Javier fue un escritor de mucho éxito, académico de la Española desde 2008 donde ocupó el sillón R, y uno de los pocos candidatos españoles al Nobel de literatura. Un escritor de talante liberal, no atado a ideologías, solitario y de carácter hosco que le granjeó no pocas enemistades, especialmente cuando en sus artículos empezó a dar estopa a los nuevos inquisidores de lo políticamente correcto. Poco amigo de frecuentar los círculos literarios, murió discretamente a los 70 años. En su legado literario, títulos como Todas las almas, Mañana en la batalla piensa en mí, Tu rostro mañana, Berta Isla o Tomás Nevinson. Corazón tan blanco fue publicado en 1992.

            Novelista, traductor, columnista, ensayista, polemista, en 2012 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura, pero rechazó esta distinción: “Estoy siendo coherente con lo que siempre he dicho, que nunca recibiría un premio institucional. He rechazado toda remuneración que procediera del erario público”. Para unos, fue hacer un feo. Para otros, un acto ético.

            Corazón tan blanco tiene uno de los comienzos más deslumbrantes de la novelística en castellano: “No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola…”

            Una novela potente y perturbadora. Marías va desgranando aquí y allá semillas que, con el pasar de las páginas, adquieren su sentido. Una novela que se va construyendo como se construye el pasado de una civilización, a través de las distintas capas de una excavación arqueológica.

            Juan es el narrador al que, adormilado en su dormitorio de regreso de un viaje, le despierta una conversación en el salón de su casa. A oscuras y en silencio oye una conversación que no hubiera querido oír. Su padre, Ranz, confiesa a su nuera Luisa, mujer de Juan, el secreto nunca revelado. Ranz cuenta a su nuera lo que nunca se ha atrevido a contar a nadie después de tantos años de lo sucedido: la razón del suicidio de su mujer, apenas acabado el viaje de novios. Pero a ese suicidio, le precedió otro asesinato y una instigación, o que como tal fue tomada por el narrador. Las tragedias se encadenan, como los eslabones de una cadena, nos enseñó Shakespeare, y ahora nos lo enseña también Corazón tan blanco.

            El narrador se pregunta si acaso es mejor no saber, permanecer en la ignorancia. ¿Hay que desvelar los secretos o hay que irse con ellos a la tumba? Pero parece ser que el ser humano tiene una necesidad imperiosa de descargarse de un secreto, como se descarga de un saco de piedras sobre su espalda o su conciencia. Y una vez dicho lo dicho, ya no hay vuelta atrás. Lo que se revela, no puede ser recogido. Y lo que se escucha, no se puede hacer como que no se ha oído. Y sobre esta confesión o revelación se levanta la novela de Javier Marías: vidas paralelas, situaciones equívocas, malentendidos, pecados que sueñan desvelarse, secretos confesados de los que nos arrepentimos inmediatamente, palabras que nos atrapan o nos liberan.

“Escuchar es lo más peligroso. Es saber que estás enterado y estar al tanto. Los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. Ahora ya sabemos, y puede que eso manche nuestros corazones tan blancos, o quizás son pálidos y temerosos, o acobardados”.    

El episodio sin duda más conocido de Corazón tan blanco es aquel en que Juan y Luisa, como traductores en organismos internacionales, hacen una traducción totalmente ajena al sentido original de lo pronunciado por dos altos mandatarios extranjeros. Este juego, broma, dislate o perversión lleva a una situación disparatada y totalmente inusual en las conversaciones internacionales entre los representantes de dos países. Este episodio marca también el inicio de la relación amorosa de sus protagonistas, Juan y Luisa.

El paralelismo entre Macbeth y Corazón tan blanco podría resumirse en este párrafo de la novela de Javier Marías: “Ya lo he hecho (I have done the deed). He hecho el hecho y he hecho la hazaña y he cometido el acto, el acto es un hecho y es una hazaña y por eso se cuenta más pronto o más tarde, he matado por ti y esa es mi hazaña y contártela ahora es mi obsequio, y me querrás más aún al saber lo que he hecho, aunque saberlo manche tu corazón tan blanco”. 

Javier Marías ejerció de soberano del ficticio Reino de la Redonda, con el nombre de King Xavier I. Y como tal otorgó títulos nobiliarios a personajes de la cultura como Umberto Eco, Alice Munro, Arturo Pérez-Reverte o Milan Kundera






domingo, 9 de noviembre de 2025

Nada, de Carmen Laforet

 


'Nada' es una palabra que se repite a menudo en la novela Nada, de Carmen Laforet. Una relectura me ha llevado a esta novela. En 1944, una mujer, en la primera convocatoria del Premio Nadal, sólo cinco años después del final de la Guerra Civil, se alza con el premio.

Carmen Laforet era una jovencísima, de 23 años. No sé si es una bendición o una maldición escribir a los 23 años una obra considerada maestra. Cuesta creer que a esa edad se tenga ese dominio de la escritura, esa imaginación y, sobre todo, ese conocimiento del alma humana y sus mil contradicciones.

            Carmen Laforet (Barcelona, 1921 – Majadahonda, 2004) procedía de una familia de clase alta y cultivada. Tal vez el premio y la repercusión en la literatura española fue una losa demasiado pesada sobre sus hombros. Y aunque todavía escribió y publicó otras obras, ninguna alcanzó la calidad de esa novela escrita a tan sólo 23 años. Nada es la fotografía certera, en blanco y negro, de una época: la posguerra española. El frío, el hambre, la violencia, la marginación o el apartamiento de los que lucharon en el bando perdedor, la lucha por salir adelante, en medio de la penuria y la escasez, las ansias de dotar a la existencia de una normalidad inexistente. Una novela que se ha clasificado de existencialista, nihilista, pesimista e iniciática.

            Andrea, una joven huérfana de 18 años, llega desde su ámbito rural con toda la ilusión del mundo a una Barcelona que para ella es la viva imagen de la libertad y de las oportunidades, con el propósito de estudiar Letras en la Universidad. En Barcelona, se aloja en la calle Aribau, una calle principal y céntrica, con su familia paterna. Una familia venida a menos, que se ha visto obligada a dividir su amplio piso, para vender una parte. Un piso destartalado, donde los muebles se amontonan por doquier, en un desorden y un caos, imagen del caos que viven sus habitantes. En eses piso, Andrea encontrará no sólo pobreza, sino también miseria moral, delirio, perturbación y un ambiente siniestro, casi aterrador. Y la joven que venía con toda la ilusión del mundo encuentra la nada, el vacío, el silencio, el frío y el hambre. Convive con su abuela, dos tíos, una tía, la criada, y la mujer de uno de sus tíos. Y esta familia representa, como una espléndida metáfora, los odios y reconcomios, las mezquindades, los gritos, la violencia, los golpes, los negocios sucios, la delación, la hipocresía religiosa, las existencias turbias de esa posguerra en que las armas habían callado, pero no así el odio, el resquemor y la frustración entre los hermanos. Solo la abuela parece mantener en sí misma un rescoldo de piedad y comprensión, “aunque no ha salido nunca de casa, entiende todas las locuras y las perdona”. Bastan pocos días, para que Andrea perciba que nada es como ella había imaginado y soñado: “¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro”.

Al leer Nada, se tiene la sensación de que a todos los personajes la guerra los ha enloquecido y los ha desquiciado. Las condiciones oprimentes han sacado lo peor de sus almas, vapuleadas por la violencia y las privaciones. La guerra apenas se menciona, pero sí sus heridas, sus cicatrices, sus rasguños, su hastío y su odio. Para Román, tío de Andrea, su máxima diversión es hacer enloquecer a su propio hermano, Juan: “Tú no sabes hasta qué punto Juan me pertenece, hasta qué punto se arrastra tras de mí, hasta qué punto le maltrato. Y no quiero hacerle feliz. Y le dejo, así, que se hunda solo”.

            Andrea sólo encuentra un poco de afecto en una compañera de la Universidad, Ena, que pertenece a una familia próspera, feliz, cultivada, que vive sin preocupaciones en medio de una existencia cosmopolita. Aunque todas las impresiones necesitan una matización. Y la familia de Ena guarda viejos lazos con la familia de la propia Andrea. En una larga conversación, la madre de Ena confesará a Andrea: “Ahora viendo las cosas a distancia, me pregunto cómo se puede alcanzar tal capacidad de humillación, cómo podemos enfermas así, cómo en los sentidos humanos cabe una tan gran cantidad de placer en el dolor”.

            Carmen Laforet volcó en esas páginas mucho de su autobiografía. Nada, sin duda, es una novela escrita en estado de gracia. Y tal vez sólo ese estado de gracia le permitió a Carmen Laforet describir maravillosamente bien el ambiente asfixiante y el instinto fratricida de los que habitan el piso de la calle Aribau. Conocemos la nada en la que ha vivido Andrea, la protagonista. Y sin embargo, justo en las últimas líneas del libro, se abre un resquicio de luz en el paredón compacto de esa nada. Andrea recibe una carta de su amiga Ena, que es una oportunidad para abandonar la calle Aribau, la mezquindad familiar, la ciudad decepcionante: “Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la calle Aribau no me llevaba nada. Al menos eso creía entonces”.









miércoles, 29 de octubre de 2025

Mientras agonizo, de William Faulkner

Dicen que la narrativa del escritor estadounidense William Faulkner (1897-1962) ha tenido una gran influencia en otros escritores. Dicen también que es un novelista difícil. Tal vez por esto último, siempre me ha dado pereza enfrentarme a un libro suyo. Finalmente, un artículo de Rafael Narbona sobre Faulkner, me decidió a leer algo.

He comenzado con su novela Mientras agonizo, sin duda una de los libros más reconocidos de Faulkner, junto con El ruido y la furia. He de admitir que me costó introducirme en los monólogos de los diversos personajes, y en las primeras páginas tuve que volver atrás por si me había perdido algo. Es un libro para leer detenidamente y con atención, porque el autor va dejando por aquí y por allá, indicios y detalles, pinceladas y pistas, que sólo más adelante comprendes. Pero reconozco que la fama de esta novela es merecida. A medida que iba conociendo los diferentes personajes, iban encajando las piezas de este hermoso puzzle, que es Mientras agonizo. Una preciosa novela, a mi entender.

William Faulkner escribió Mientras agonizo en 1930. El título (As I lay lying), según he leído, está sacado de un verso de Macbeth de William Shakespeare. La novela está situada en el condado ficticio de Yoknapatawpha, inspirado en la propia tierra natal del escritor. Una tierra dura que crea seres humanos duros, tercos, implacables, adustos, taciturnos. Una tierra tan dura que enloquece. Faulkner recibió el Premio Nobel en 1949.

El argumento se puede resumir en unas líneas: Addie Brunden, exmaestra de escuela, casada con Anse, madre de cinco hijos, Cash, Darl, Jewel, Dewey Dell y Vardaman, agoniza lentamente, y hace prometer a su marido y a sus hijos que la llevarán  a enterrar con su familia a la ciudad de Jefferson, a 60 km del lugar donde viven y trabajan. Cuando la madre muere, todos se ponen en camino en una vieja carreta, precisamente en unos días con una climatología de perros que les obliga a alargar el trayecto porque algunos puentes son intransitables.

        La novela transcurre en apenas unos diez días, si bien la escritura tiene sus retrocesos y sus avances. Se trata de una novela coral, dividida en 59 monólogos interiores, y contada por 15 narradores diferentes (el padre, la madre difunta, los cinco hijos, pero también el médico, el pastor de la iglesia, los vecinos y algunos más), lo que nos permite ver la historia desde muy diversos puntos de vista.  Poco a poco, como en un rompecabezas, todo va va encontrando su sitio. Los narradores cuentan lo que recuerdan, temen, esperan, aman u odian. Cada narrador nos ofrece su voz y su sensibilidad, para que el lector, con todos los materiales, pueda comprender la vida de estos personajes atrapados en una tierra y en un viaje en las que la pobreza es visible y la miseria moral también. A la madre sólo le corresponde un monólogo interior, justo a la mitad del libro, pero es un monólogo crucial, como la piedra angular de todo el edificio de la historia contada.

            El padre y los hijos con el féretro en la carreta recorren juntos un mismo trayecto, pero no los guía únicamente la promesa hecha a la madre de enterrarla, sino que cada uno de ellos quiere alcanzar la ciudad de Jefferson por sus propios motivos, más o menos mezquinos, que vamos descubriendo poco a poco. El viaje ocupa casi toda la novela. Un viaje febril, terco, delirante, inhumano. El lector siente el olor del cuerpo en descomposición dentro del féretro, la impetuosidad de las aguas al atravesar el puente, el fuego iracundo en el granero, la rabia y el dolor en la visita de Dewel Dey a la rebotica, el sufrimiento de Cash, por su pierna rota, el porvenir oscuro de los hijos de Addie Brunden, lo inhóspito de la tierra y lo inhóspito de la pobreza.

            Es una novela inolvidable, porque inolvidable es Addie Brunden, que arrastra, como una pesada culpa, un secreto inconfesable. Inolvidable es Anse, el viudo, en su mezquindad, en su falta de sentimientos, y en su patético egoísmo. Inolvidable es Cash, el hijo mayor, carpintero, resignado, conformista, que se afana noche y día para ensamblar las tablas del ataúd de su madre. Y Darl, intuitivo, clarividente, con esa clarividencia de los locos, de los que ven más allá, de los que intuyen secretos que nadie ve. Cruza y descruza la locura y será castigado sin piedad por el padre. Y también Jewel, el preferido de la madre, irascible, el enamorado de su caballo, enérgico, y que actuará como un héroe cuando llegue el momento. Y también Dewey Dell, la única chica, inocente, confusa y perdida, cuidadora de la madre, que desea a toda costa llegar la ciudad, esperando encontrar por 10 dólares el remedio para toda su angustia. Y Vardaman, el pequeño, chiflado, no demasiado en sus cabales, que mira la vida como un sueño y que no entiende las relaciones de parentesco.

            La novela es una alegoría de la vida. Nada es lo que parece. Los secretos, los sueños, los deseos, los miedos son mucho más fuertes y pesan más que la dureza cotidiana del campo y sus muchas pobrezas. Addie Brunden recueda que  "la finalidad de la vida no es otra sino la de aprestarse a estar mucho tiempo muerto." Addie agoniza, pero también agonizan los demás miembros de su familia, o al menos sus almas agonizan y sus corazones tan bien. Y sus sentimientos. También ellos se sienten un poco muertos para el placer, la piedad, la alegría o la sensatez.

            La climatología adversa no es más que una metáfora de la existencia adversa de esa familia perdida en medio de campos de algodones. Todos estamos solos y solos nos morimos, porque “para nacer necesitamos dos personas, pero para morir tan solo una”

            Voy a terminar esta reseña citando unas palabras de Cash, probablemente el hijo más abnegado y devoto de su madre, acerca del sentido de la locura y la lucidez:

            “A veces pienso que ninguno de nosotros está loco del todo y que ninguno está cuerdo del todo hasta que la gente se decide a situarnos en uno o en el otro lado. Es como si no contara lo que uno hace sino lo que la mayoría opina de lo que hace”

            ¿Es pesimista la obra de Faulkner? Se podría contestar afirmativamente. Pero, probablemente el escritor norteamericano no hizo más que plasmar unas cuantas vidas muy cerca de donde el vivió. Vidas atrapadas en féretros de cuatro tablas y en un recorrido o viaje donde la desdicha se hace presente, como una segunda piel, que nos hace agonizar durante toda la existencia.

 











sábado, 25 de octubre de 2025

El puente sobre el Drina, de Ivo Andríc

        

Todos los hombres sueñan con puentes, porque nadie se conforma con lo que hay en su orilla, en su aldea, en su huerto o en su casa. Insatisfecho y curioso por naturaleza, el ser humano quiere saber lo que pasa  en el otro lado y más allá. Siempre me has fascinado los puentes. Cuando hice el Camino, fui anotando los puentes que atravesaba, algunos verdaderamente hermosos, como el de Puente la Reina o el de Hospital de Órbigo.

En el último libro que he leído, el protagonista es un puente.

Ni conocía la novela ni conocía al autor. Me faltaba apenas una semana para empezar la jubilación cuando me cité con un compañero de trabajo en una cafetería de la Plaza San Miguel. Antes de que nos sirviesen el café, me entregó un libro que, para él, era una de las mejores novelas que había leído: El puente sobre el Drina, una novela del escritor serbio, Ivo Andríc. 

            Ivo Andric nació en Bosnia en 1892, cuando entonces era un territorio de Austria-Hungría, y murió en 1975 en Belgrado, en la antigua Yugoslavia, aunque él siempre se consideró un escritor serbio. De hecho, en su juventud participó en los movimientos pro Serbia y fue encarcelado poco después del atentado de los archiduques imperiales en Sarajevo en 1914. Ivo Andríc escribió esta novela en 1945, en lengua serbocroata y con el alfabeto cirílico (Дрини ћуприја), apenas terminada la II Guerra Mundial, y en ella el protagonista es el puente que cruza el río Drina a su paso por Visegrado, en Bosnia.

Esta gran novela abarca cuatro siglos, justamente desde que un niño cristiano de apenas 10 años, arrancado de los brazos de su madre, fue llevado, como tantos otros, ante el sultán otomano para formar parte, desde pequeños, del ejército de jenízaros. Era el adzami oglam, o tributo de sangre. Era el peaje que tenían que pagar las familias cristianas en el imperio otomano. Durante horas, tal vez días, los niños empapados hasta los huesos esperaron hasta que un barquero los fue pasando sobre las aguas crecidas y turbulentas del Drina. En las orillas se juntaban todas las pobrezas y las desdichas del mundo. Esa mañana de 1516, ese niño de 10 años vio todo esto mientras los gritos de las madres le desgarraban el alma y un dolor agudo le golpeaba el pecho. Ese dolor se quedaría ahí por muchos años. El niño creció y llegó a ocupar un puesto muy importante en el imperio otomano. Sería mundialmente conocido como el Gran Visir Mehmed Bajá. Entonces se acordó de aquel penoso viaje. Se acordó de que todos los hombres sueñan con una “buena vía, una compañía segura y una posada caliente” y decidió construir un puente que asombrase al mundo: el puente sobre el Drina, para unir Bosnia con Oriente.

         Durante años, a las órdenes del implacable Abid Agá, un ejército de hombres, muchas veces forzados, construyeron el puente, ante las miradas incrédulas de pequeños y mayores que se acercaban a las orillas para ver día a día los progresos de la milagrosa construcción que arrancaba desde el agua y se elevaba poco a poco. Cuando estuvo acabado, el puente sobre el Drina no solo era útil y seguro, sino también increíblemente hermoso. En el centro del puente, el maestro de obras había construido una terraza con unos bancos de piedra, la kapija. Desde el día de su apertura, este espacio sería el lugar por antonomasia para charlar, fumar, tomar té, discutir, intercambiar ideas, pero también para ahorcar a rebeldes como un escarmiento para toda la población de Visegrado y todos los que cruzaban de una a otra orilla.

Ivo Andric nos cuenta la historia del puente a lo largo de cuatrocientos años, desde su construcción en 1571 hasta la I Guerra Mundial. Pero el autor, que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1951, cuenta asimismo los avatares pacíficos o turbulentos de este pequeño rincón de Centroeuropa. Musulmanes, cristianos y judíos fueron capaces de convivir, mal que bien, durante largos periodos, y compartir los puestos del Bazar. Leyendo el libro se entiende mejor la turbulenta historia de estos territorios: primero bajo el imperio otomano, después bajo el imperio austrohúngaro, luego como parte del Reino de Serbios, Croatas y Eslovenos, más tarde conformarían la Yugoslavia de Tito, para acabar como pequeñas repúblicas independientes, llenas de odios de credo, raza y nacionalidad, tras pasar por una guerra que conmocionó a Europa en los años noventa del pasado siglo. No sabemos que hubiera escrito Ivo Andric si hubiera conocido estos dramáticos años, tras la caída del comunismo.

El puente de Drina fue, desde su apertura, un camino de occidente a oriente, una vía de religiones, lenguas, costumbres y productos agrícolas. Un símbolo hermoso de esperanza y convivencia, no obstante las dificultades de cada momento.

            Los hombres y las mujeres de Visegrado cruzan y descruzan el puente lo mismo que hacen con sus vidas. Ivo Andric no sólo nos cuenta la alta política y las diferentes etapas de dominación sobre el puente, sino también las vidas de personas que habitaron la ciudad y para quienes el puente lo era todo.

Conocemos la violencia atronadora de Abid Agá sobre todos los trabajadores en la construcción del puentes y la tortura y empalamiento de Ridasav que había intentado sabotear los trabajos de construcción “por orden del diablo”, pero asimismo el horror de los visegradenses ante esta ejecución brutal. Y también la respuesta piadosa de los temerosos de Dios que lo enterraron como a un ser humano impidiendo que el cuerpo de Radisav lo devorasen los perros, como había ordenado Abid Agá.

Conocemos los grandes festejos para celebrar el fin de las obras y el tránsito de  personas, animales y mercancías por el puente: Era el año 1571 del calendario cristiano y el 979 de la Héjira. Por fin el pueblo se hartó de comer, de admirar, de andar de arriba abajo y de escuchar los versos de la inscripción: “He aquí a Mehmed Bajá, el mayor entre los sabios y grandes de su tiempo. Cumplió el voto que había hecho en su corazón y con su afán y esfuerzo erigió el puente sobre el río Drina. Que Dios bendiga esta obra, este hermoso y prodigioso puente”.

Conocemos las grandes crecidas e inundaciones que un siglo después asolaron la zona. El rio creció tanto que el puente entero desapareció bajo sus aguas impetuosas. La histórica crecida se llevó por delante casas, graneros, tiendas, ganados  y todo lo que pudo en su inmisericorde avalancha..

A principios del siglo XIX las revueltas en Serbia tuvieron una gran repercusión en el puente sobre el Drina. Se exigía cada vez más a los turcos de Bosnia para que aportaran hombres y recursos para sofocar la rebelión. El puente empezó a ser controlado. En medio del puente se erigió una caseta de madera que sirviera de puesto de vigilancia y controlara el tránsito de personas. Todos podían ser sospechosos de traición. A Mile, un jovenzuelo, mientras desbrozaba un bosque, le oyeron cantar una canción tradicional serbia. Fue suficiente delito para que fuera ahorcado y su cuerpo muerto sirviera de advertencia e infundiera temor. Jelisije, un vagabundo de monasterio en monasterio, un viejecillo, tuvo la desgracia de ser el primero en cruzar el puente después de instalar la caseta de vigilancia. “Así el mozo Mile y el viejo Jelisije, decapitados a la vez en el mismo lugar, fueron los primeros que adornaron con sus cabezas la torre militar, que después, mientras duraron las revueltas, nunca careció de adorno semejante”.

          Los días pasan y el puente vive “una paz aparente, bajo la que no se ocultan temores, voces agitadas y murmullos”. En 1878 el ejército del emperador de Austria entra en Bosnia y muy pronto se extiende el rumor de que el sultán ha entregado Bosnia sin resistencia. Los turcos se plantean oponer resistencia violenta a los austriacos, pero Ali Hoya está en contra porque las repercusiones serían aún más catastróficas para los habitantes de origen turco. Para los radicales turcos, Ali Hoya es un traidor y un infiel, por enfriar los ánimos de los de su propia etnia y religión. Terminará maniatado y humillado con una oreja clavada a un poste en lo alto del puente. Un bando del emperador afirmaba que no venía como adversario sino como amigo para pacificar estas tierras. Pero quien más o quien menos teme las consecuencias, especialmente los turcos que se sentían bajo la bota de los infieles.

Por la novela –y por el puente- transitan un buen número de personajes inolvidables. El rico Milan, esclavo de una pasión: el juego. Azuzado por un forastero que le invita a jugar una y otra vez, va perdiendo dinero, ganado, bosques, tierras y casi casi la propia vida en su última apuesta. O la historia del militar Gregor Fedum, de apenas 23 años, encargado de vigilar el tránsito del puente para detener a los bandidos. Pero Gregor cae en las redes y en las insinuaciones de una bella joven. Y enredado en sueños de amor o de lujuria, deja escapar al más peligroso de los bandidos. Lo pagaría caro. A este joven de honor sólo le quedaba saltar por el puente y ahogarse en el Drina.

El autor nos habla de un hotel junto al puente. Es aquí donde empieza la historia de Lotika, viuda joven, servicial, amable, “Ella les ofrecía todo, prometía mucho y les daba poco, o mejor dicho nada, porque los deseos masculinos eran de tal naturaleza que no podían satisfacerse con nada”. Lotika, mujer fuerte que regentaba el hotel y que ahorraba hasta la última moneda para ayudar a su larga parentela dispersa por Austria y Hungría. O la vida desdichada del Tuerto en la taberna de Zarije. Le invitan a una copa de ron, se ríen de él, le recuerdan a una antigua novia, y así se convierte en entretenimiento y en risa para los parroquianos.

Los austriacos traen novedades. Pasan los años. La vida es mucho más ligera, más alegre, como un vals, como un canto. Pero son muchos los que no adoptan ninguna de las nuevas costumbres ni ligerezas, ni en el vestido, ni en las ideas, ni en la forma de comerciar o de hablar. Cuando el ferrocarril llega, el puente pierde parte de su importancia. En pocas horas se llega a Sarajevo y Ali Hoya reflexiona “lo importante no era cuánto tiempo ganaba el hombre, sino lo que hacía con ese tiempo que había ahorrado; si lo usaba mal, entonces era mejor que no dispusiera de él”.  El camino por el Puente ya no llevaba al mundo y no era lo que otrora había sido: un punto de unión entre Oriente y Occidente.

            A veces los hombres con mucho olfato huelen la pólvora de la guerra, antes de que el primer cañón la haya disparado. Cuando los austriacos abrieron una abertura en el puente y luego colocaron un tapa de hierro encima, algunos imaginaron que vendrían malos tiempos para el puente y para Visegrado. En el puente se habían colocado explosivos por si fuesen necesarios.

            El siglo XX ya está ahí. En Visegrado por todas partes se oyen marchas turcas, canciones patrióticas serbias o arias vienesas, depende de los lugares y los parroquianos. Los jóvenes de Visegrado frecuentan la Universidad de Sarajevo y vuelven con ideas patrióticas y revolucionarias y con un deseo fanático de acción y sacrificio personal. Las palabras grandes y nuevas (libertad, gloria, patria, revolución) cruzan el puente de Drina. Por primera vez, los jóvenes hablan de “política”.

En 1914, los habitantes de Visegrado se han acostumbrado a ver a Zorka y a Glasicanin como dos jóvenes enamorados. Las sombras se ciernen sobre ellos como sobre toda la región. Deciden escaparse de la ciudad y buscar otra patria que garantice su amor y su futuro: América. No lo conseguirán.

El día de San Vito, 28 de junio, las asociaciones serbias organizaron su verbena en la pradera para bailar una danza en cadena, el kolo. La verbena acababa de empezar, cuando dos gendarmes pararon en seco el baile. El archiduque Fernando y su esposa habían sido asesinados en Sarajevo por exaltados serbios. En pocas horas todo cambio. “Empezó la caza a los serbios. Los hombres se dividieron en perseguidores y perseguidos. Una sociedad entera se transformaba en tan sólo un día”.

El puente adquiere una connotación de frontera. El bombardeo incesante llega por todas partes. Ahora sólo los refugiados que intentan alejarse cruzan el puente. “La guerra tuerce las reglas del juego. La gente que ha prosperado horadamente en virtud de su arduo trabajo pierde, mientras que los holgazanes y violentos progresan”. Todos buscan afanosamente su propia vida y la muerte ajena.

Un buen día, los explosivos que yacían sepultados en el corazón del puente estallaron. El puente dejó de ser puente, para ser sólo una ruina, un recuerdo ruinoso de lo que había sido y la razón de su construcción.

La novela acaba ahí, justo cuando el puente minado salta por los aires y se interrumpe el tránsito de personas y de productos. Y todos se convierten en extranjeros y enemigos, los mismos que hasta ayer mismo habían danzado juntos, o se habían amado, o habían charlado en el bazar, y cruzado y descruzado el puente sobre el Drina.

El puente, un símbolo potente de esperanza y fe en la humanidad es también frágil. En pocos momentos todo puede cambiar. Esta advertencia del gran escritor serbio Ivo Andric es una gran enseñanza para el lector. Construir un puente lleva muchos años. Pero destruirlo se puede hacer en unos minutos. Igual que la confianza, la convivencia y el amor.

Pero el autor no da todo por perdido, y así podemos leer en su última página: “Dios ha abandonado a esta infeliz ciudad en el Drina. Todo es posible. Sin embargo hay algo que no lo es: no es posible que desaparezcan para siempre y por completo los grandes hombres, los hombres de buen corazón que por el amor de Dios levantan construcciones duraderas, para que la tierra sea más bella y la vida de los hombres más cómoda y mejor. Si ellos desaparecieran, significaría que también el amor de Dios se apagará y se desvanecerá del mundo. Y eso no es posible”.











domingo, 28 de septiembre de 2025

Todos somos aporófobos



     El Secretario General de Naciones Unidas, Sr. Guterres, en una entrevista en L’Osservatore Romano, exponía algunos de los desafíos a los que se enfrenta la ONU: el cambio climático, el peligro nuclear, la violencia ejercida contra las mujeres, las desigualdades sociales. Decía, asimismo, que la crisis de la pandemia había venido a complicar aún mucho más las cosas: el próximo año 500 millones más de pobres en todo el mundo podrían engrosar las cifras ya alarmantes. Un incremento tan escandaloso no se había visto desde hace 30 años.

        Adela Cortina, de la Universidad de Valencia, escribió hace varios años un ensayo con un extraño título: Aporofobia. El término lo usó por primera vez la propia autora en 1995 y, poco a poco, se ha ido abriendo camino, hasta el punto de que el Ministerio del Interior utiliza el término para ciertos delitos de odio. En 2017, fue elegida como palabra del año. Aporofobia es una palabra compuesta de ‘aporós’, pobre, y ‘fobia’, temor. La aporofobia sería el odio, la repugnancia, hostilidad o miedo ante el pobre, el sin recursos, el desamparado.
        El ensayo parte de la idea de que es cierto que hay muchos xenófobos o racistas, pero aporófobos lo somos casi todos. No nos asustan ni sentimos desprecio por los millones de extranjeros que vienen a visitar nuestras playas y monumentos. No sentimos desprecio hacia los futbolistas o atletas olímpicos negros. No sentimos desprecio hacia los jeques musulmanes que atracan sus imponentes yates en Puerto Banús. Lo que sentimos es aversión hacia los extranjeros pobres, los que saltan la valla de Melilla o llegan en patera, los que venden bolsos falsos de Loewe en sus top-manta, o los que en el semáforo nos venden kleenex. Lo que sentimos es desprecio hacia los negros sin recursos. Lo que sentimos es indiferencia hacia los musulmanes migrantes de nuestros barrios más humildes. Resumiendo: Nos caen mal no porque son negros, musulmanes o extranjeros, sino porque son pobres.
        El libro de Adela Cortina intenta buscar las razones de esta lacra, de esta patología social que conviene nombrar y diagnosticar. Cree que, en el fondo, cuando damos algo, esperamos un retorno, una recompensa, una contrapartida. Do ut des, decían los romanos. Doy para que me des. Este retorno no puede producirse cuando la otra parte no tiene recursos materiales. Entonces, instintivamente, hay un rechazo, puesto que el otro nada puede proporcionarme. El sistema de favores, que es hábito común en la sociedad, se rompe ante las personas pobres.
        Parece que biológicamente nuestro cerebro está preparado para sentir una empatía hacia el fuerte, el sano, el influyente, es decir, el que puede venir en mi ayuda y proteger a los que son de mi tribu. En cambio, nuestro cerebro rechaza lo que nos molesta y perturba. Así que cuando advertimos que alguien nos puede traer problemas o complicarnos la vida porque necesita de nuestra ayuda, tratamos de apartarlo de nuestras vidas.
            Si somos sinceros, hemos de reconocer que todos somos un poco aporófobos. Todos tenemos nuestros prejuicios hacia los pobres. Pero una cosa es tener prejuicios mentales contra los migrantes y otra, muy distinta, dar una paliza al negro que duerme en el metro o insultar al pobre que vende pañuelos en un semáforo o despreciar al que pide una limosna en la puerta de un supermercado.
        A veces, muchos de los que sienten hostilidad hacia los pobres son los que los utilizan o explotan para sacar tajada. Muchos de los temporeros del campo son extranjeros, a los que se pagan salarios de miseria y a los que se aloja en una nave que, probablemente, no cumple siquiera las condiciones para meter ovejas. Muchas de las personas que cuidan a nuestros mayores también son extranjeras, y no falta quien se aprovecha de su situación de precariedad para racanearles el sueldo o no darles de alta en la seguridad social.
        Para entender este sentimiento de aporofobia que nos invade a todos, en uno u otro momento, vienen muy bien las palabras de Simone Weil, una de las pensadoras más lúcidas del pasado siglo: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también esto: “Aquel que trata como iguales a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.


Adela Cortina, inventora de la palabra "aporófobo'




domingo, 21 de septiembre de 2025

Arthur Rimbaud: el salvaje en su fragilidad

    


        En 1891, al puerto de Marsella llega un hombre joven, aunque acabado. La infección de su pierna avanza inexorablemente. El cáncer de hueso le roe. En el hospital marsellés, los cirujanos deciden amputarle la pierna. Estamos hablando de Arthur Rimbaud. Niño prodigio de las letras francesas. Enfant terrible de la poesía, cuyos versos dejaron sin palabras a toda la intelectualidad francesa. Bebedor incansable de absenta en los cafés parisinos. Rubio provocador de ojos azules y mirada lánguida de los salones literarios. Joven que se puso el mundo por montera liándose con el afamado poeta casado, Paul Verlaine. Y con el que huyó a Bruselas, provocando un  escándalo monumental en la mojigata sociedad francesa de la época.

    Arthur Rimbaud que no ha vuelto a escribir un solo verso desde los 19 años, está enfermo, herido de muerte. Un hombre delira por la fiebre y los dolores atroces de la amputación y aquí empieza la novela Los días frágiles el escritor francés Philippe Besson.

        El hijo pródigo de la literatura francesa vuelve a casa, ni arrepentido ni humilde, sino altivo y provocador, fiel a su genio y a su talante. Y en su tierra natal, Las Árdenas, oscura de nieblas y aguas, no le espera ningún padre con los brazos abiertos que le prepare una fiesta de bienvenida, como sucede al hijo pródigo del Evangelio. Una fría y hermética madre le abre la casa familiar, pero no le abre el corazón. El hijo que ha sumido a la familia en una ignominiosa vergüenza, ¿se merece acaso otra cosa? En su orgullo, madre e hijo son iguales. Pero Rimbaud es ahora un guiñapo, un enfermo digno de compasión

        Y aquí empieza la otra protagonista de la novela: Isabelle Rimbaud, la hermana obediente, sumisa, religiosa.  La joven también escribe un diario, tal vez para matar el tiempo, para que la vida de la rigidez conventual a la que le obliga la madre, sea más llevadera, para intentar explicarse a sí misma quién es este desconocido que ha vuelto a casa, y del que nunca se ha hablado en casa, tan ignominiosa vida ha llevado por esos mundos de Dios, bestia negra de la familia.

           Isabelle le cambia los vendajes, llenos de sangre y pus, le peina sus sudados cabellos, le limpia su carne macilenta y apagada que un día hizo exaltar a Verlaine con pasión desconocida.

        Rimbaud le cuenta pedazos de su vida, como poeta, como soldado, como traficante de armas, como aventurero por tierras ignotas de África. Rimbaud le cuenta sus sueños irrefrenable de volver a África, lleno de salud, en busca de aventuras y de libertad.

        Pasan los días. Los silencios de la madre se hacen insoportables. La cama del poeta conoce el sufrimiento en cada centímetro cuadrado. La hermana consuela, protege, reconforta, ayuda, cuida. La hermana que no ha conocido jamás una caricia, acaricia con sus cuidados al hermano brillante, al hermano degenerado, simplemente al hermano. Ella ha sido educada para obedecer y servir. Y esas tareas le son naturales.

        Pero Arthur Rimbaud no soporta la lluvia gris de cada hora, el silencio feroz de la madre, una casa donde nada sucede y en la que nadie entra. Y suplica a su hermana que le lleve a Marsella, que le lleve al puerto, que le suba a un barco que le deje en una playa africana.

        Y ella obedece. Pero Marsella es la última estación de estos 'días frágiles de Rimbaud'. Así lo ha decretado el destino. Llega a la ciudad portuaria en un estado calamitoso. Ingresa en el hospital. Unos días después, entre los brazos amorosos de Isabelle, el poeta más célebre de Francia muere. Los dolores atroces han cesado. Rimbaud entra por la puerta grande en la historia maldita de la literatura. Era el 10 de noviembre de 1891. Tenía apenas 37 años.  






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