miércoles, 29 de noviembre de 2017

El silencio sobre los rohingyas.



 

Desde agosto pasado, y con cuentagotas, algunos medios de comunicación se han hecho eco de la riada de refugiados que desde Myanmar (antigua Birmania) intentaba entrar en Blangadesh. De esta forma, la palabra rohingya entró en mi vocabulario.
La traca y matraca del asunto catalán ha hecho invisibles muchas cosas y muchas noticias últimamente, entre ellas el éxodo de la comunidad rohingya, de religión musulmana en un país de mayoría budista. Los rohingyas están asentados en el estado de Rakhine, muy cerca de Blangadesh. Myanmar reconoce a 135 etnias o grupos, y sin embargo no reconoce a los rohingyas, que desde 1962 tienen la condición de apátridas y carecen de derechos sociales o civiles. Llevan viviendo durante generaciones en Myanmar pero no son considerados birmanos.
El hecho de sentirse proscritos y de sentirme completamente marginados les llevó a organizarse para reclamar sus derechos. Surgió así el Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ESRA) que muy pronto comenzaron reclamaciones de manera violenta y algunos guardias birmanos fueron asesinados. A partir de esto, el estado birmano los consideró terroristas. El 25 de agosto, según varios testigos en los que se basa el informe de la ONU, el ejército disparó  indiscriminadamente sobre la población civil, causando varios centenares de muertos. Ese día empezó el largo éxodo hacia Bangladesh.

Para los birmanos nada de esto es cierto, pero la ONU considera que estamos ante un caso de ‘limpieza étnica de libro y ante una brutal represión’ y ha pedidoa al Gobierno birmano "a poner fin a sus crueles operaciones militares actuales, a rendir cuentas por todas las violaciones ocurridas y a revertir el patrón de la severa y extendida discriminación contra la población rohingya", así como a permitir a la misión de investigación un "acceso sin restricciones al país". Sorprende que hasta la propia premio Nobel Aung San Suu Kyi se haya mantenido ambigua en sus declaraciones, que haya dicho, por ejemplo, que no sabe la causa por la que huyen. Sorprende, asimismo, que hayan sido muchos (incluidas las autoridades católicas del país) los que han aconsejado al Papa (de visita estos días en Myanmar y Bangladesh) que no mencione la palabra rohingya, que por lo visto se ha convertido en ‘tabú’ para todos los birmanos, y que ocasionaría aún más violencia.

Hoy he intentado bucear en internet a ver si podía hacerme una idea del problema. Lo admito: cada vez es más difícil conocer la verdad. Las mentiras y las intoxicaciones son tan grandes que es complicado conocer cuáles son los verdaderos motivos de esta persecución.
Haya o no haya violencia por parte de los rohingyas, lo cierto es que una muchedumbre, una etnia, no puede ser castigada por culpa de los que integran los grupos violentos o terroristas. De lo contrario, entramos en la ley de la selva, y castigaríamos a toda la comunidad por los pecados de unos pocos.
 

Se habla que el 60% de los refugiados que huyen son menores. Acnur ha pedido aportaciones a la comunidad internacional para mejorar los campos de refugiados, antes de que las enfermedades o el hambre hagan su particular vendimia entre los más pobres y los más inocentes.
¿Pero a quién interesa el asunto rohingya?
El Dalai Dama ha pedido a la premio nobel birmana que intente restaurar la paz, porque el “propio Buda habría ayudado a esos pobres musulmanes”. Estoy seguro de que el Papa viaja a Myanmar y a Bangladesh precisamente por esto. Y que, con toda la diplomacia y la prudencia vaticanas, el asunto saldrá en las conversaciones y el Papa arrancará algunos compromisos a los mandatarios birmanos y a los mandatarios bangladeshíes para llevar un poco de esperanza y de socorro a las poblaciones rohingyas.

La tumba del cardenal Micara



 
La iglesia Santa María Sopra Minerva es una de las grandes iglesias de la ciudad de Roma. Una fachada muy austera, prácticamente un paredón, da acceso a un templo gótico de tres naves, con las bóvedas pintadas de azul y hermosos frescos de ángeles músicos o adoradores. Es la principal iglesia de los dominicos en la Ciudad Eterna. Cargada de historia, cargada de sepulcros de ilustres yacentes, cargada de riquezas artísticas; sin duda, la obra más extraordinaria es el Cristo Redentor de Miguel Ángel. Una impresionante anatomía, una belleza sobrecogedora, en ese Cristo de mirada humilde, pero regia. Miguel Ángel parece repetir en mármol blanco las palabras del salmo: “Eres el más bello de los hombres”. Bajo la mesa del altar está enterrada Santa Catalina de Siena, la gran santa dominica, una de las mujeres que más han iluminado el orbe católico. Mística y batalladora a la vez, religiosa y política a la vez. A  fuerza de rezar, de suplicar y de importunar logró que el Papa volviese a Roma, después de un largo exilio en Avignon.  A Catalina de Siena y a Teresa de Ávila les cupo el honor de ser las primeras mujeres a las que la Santa Sede nombró ‘Doctoras de la Iglesia Unversal’.
En Santa María Sopra Minerva está también el humilde sepulcro de uno de los más grandes pintores de la historia, fra Angelico, también dominico.

La iglesia estaba en penumbra cuando yo entré. Al acercarme al presbiterio, vi que una mujer salía de la sacristía. No sé por qué pensé que no era ni una turista ni una parroquiana más, sino alguien de la casa. Y no sé tampoco por qué tuve el impulso de preguntarle si sabía dónde se encontraba la tumba del cardenal Clemente Micara.
- Creo responderle que sí, aunque hace ya algún tiempo que no me detengo en esa capilla, pero me acompañe y ya veremos -me contestó.
Cruzamos a la nave opuesta y directamente se encaminó hacia una pequeña capilla, situada en la nave de la Epístola y no lejos del presbiterio. Una capilla algo oscura. El acceso a la misma se hallaba interrumpido por un lampadario donde no ardía ninguna lamparilla.
- “Ahí es, -me dijo. ¿Lo conocía?”
- Yo  no le conocí, pero un fraile de mi colegio fue su asistente, y por la biografía de éste sabía que el cardenal estaba enterrado en esta iglesia.
Le di las gracias, y ella, discretamente, volvió sobre sus pasos.
El hermano Juan me ha traído hasta aquí –pensé- en esta mañana luminosa del 19 de octubre de 2017.
El hermano Juan Vaccari pasó en el otoño de 1970 por la escuela de Quintanilla de Arriba, buscando chicos que quisieran ir a su colegio de Aguilar de Campoo. Era un hombre alto y apuesto, con su larga sotana negra, y una boina que nada más entrar en la escuela estrujó entre sus manos. Cuando lo tuvimos delante de nosotros, lo primero que hizo fue sacar una baraja de cartas y hacer varios juegos de prestidigitación ante nuestros ojos incrédulos y abiertos de par en par. Luego, repartió unas estampitas con el rostro de Luis Guanella, y finalmente preguntó si alguno estaría dispuesto a ir a su colegio de Aguilar de Campoo. Yo levanté la mano. Me hizo gracia su español chapurreado, como el de un niño que empieza a balbucir palabras pero no sabe aún hacer concordancias o conjugar correctamente los verbos.
A primeros de septiembre de 1971 yo entré de interno en el colegio de los padres guanelianos de Aguilar de Campoo. Un mes después, exactamente, el 9 de octubre, el hermano Juan Vaccari fallecía, un par de horas después de sufrir un brutal accidente de coche a la altura de Osorno. No tuve tiempo de conocerlo mucho, bien es verdad, pero su figura se quedó ahí, como una semilla prendida en mi cabeza y en mi corazón.
Desde entonces no he dejado de sentir curiosidad por su peripecia existencial. Me interesé por su biografía, por sus diarios, y por las personas a las que había encontrado, entre estas últimas estaba su eminencia el cardenal Clemente Micara.
Una vez, en una comida en la Curia Generalicia de los Guanelianos en Roma, salió el asunto “hermano Juan”, y el entonces Superior General, P. Alfonso Crippa, que lo había conocido bien y lo había tratado en sus últimos años, resumió: “El cardenal le hizo santo”. El sentido estaba claro. El cardenal debió ser algo  quisquilloso y altanero, un poco pagado de sí mismo, y sin excesivo aprecio por sus subalternos. Amante del protocolo, de las intrigas, de las influencias y de la política, al principio trató con desdén a este humilde hermano Juan al que había sacado del huerto y de las cocinas de Barza, en el norte de Italia, para servir en el Palacio de la Cancillería de Roma donde vivía y trabajaba. En definitiva, el hermano Juan no le cayó bien al cardenal, y, pasado muy poco tiempo, le pidió que se marchara de palacio. 
Un poco cabizbajo, pero también aliviado, el hermano Juan abandonó Roma y volvió a los pucheros de la cocina de Barza. Poco después -y esto es un misterio- el cardenal lo reclamó. Y el buen hermano Juan, de nuevo cabizbajo y más asustado, pero siempre temeroso de Dios, volvió a Roma y a Palacio. El hermano Juan tuvo que desplegar paciencia, caridad, misericordia, para atender y servir al purpurado.
El eminente cardenal, por resumir, fue un instrumento de la Providencia para aquilatar el carácter del pobre fraile. En los últimos años, la enfermedad del cardenal puso al hermano Juan en una situación de enfermero las 24 horas del día, asistiéndole en todas sus necesidades, las más humildes también. Todo lo sobrellevó con heroica paciencia y con heroica caridad. Pero también el cardenal creyó, quizás por primera vez en su vida, que alguien le podía enseñar algo, cristianamente hablando. Es más, que el humilde y ‘analfabeto’ fraile podía enseñarle bastante sobre fe y esperanza y caridad.
Por todo ello, cuando yo pensaba en la biografía del Hermano Juan, adscribía al cardenal el papel de malo de la película: el puntilloso y cascarrabias cardenal que atropella en su dignidad una y otra vez al hermano Juan. Y sin embargo, el hermano Juan nunca se queja de él, si bien algunos puntos suspensivos dan a entender que la vida a su lado no era precisamente un vergel de rosas o una tarta de cumpleaños, especialmente al principio de su convivencia.
 
El hermano Juan veía en todo la mano de Dios. Y por eso mismo, siempre y en toda ocasión rezó por su cardenal. A su lado permaneció prácticamente tres lustros. Le prometió que le serviría hasta el último de sus días y que, después de su muerte, rezaría una y otra vez por su alma. Y lo cumplió a rajatabla desde la mañana de marzo de 1965 en que acompañó su ataúd a la iglesia de Santa María Sopra Minerva. En sus diarios hay continuas peticiones por el eterno descanso del cardenal. Y todas las veces que pasó por Roma no dejó nunca de acudir a este templo para arrodillarse ante el sepulcro del Micara, ante el mismo que me encuentro yo esta mañana.
Hoy he sentido una especial simpatía por este pobre cardenal. Cenzo Rena, un personaje de la novela Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg, dice que "todos los hombres dan un poco de pena cuando se los mira de cerca". Y es verdad. Una simpatía que sin duda me ha inspirado el propio hermano Juan. He encendido una lamparilla en el hachero silencioso y despoblado y he rezado una sincera avemaría por el Clemente Micara.
Estoy seguro de que el hermano Juan, allá en el cielo, donde siempre le he imaginado, habrá esbozado una sonrisa a este pobre hombre, 'povero cristiano', diría Ignazio Silone, que hoy ronda los sesenta años y al que el el hermano Juan Vaccari conoció cuando era un niño de 11 en aquella escuela rural de Quintanilla de Arriba.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Un mundo demasiado líquido.


 
 
A principios de 2017 moría Zigmunt Bauman. Lo descubrí tarde, en 2014, pero le leí con gusto y con interés. Tiempos líquidos, Esto no es un diario y Vidas desperdiciadas. Fue este último el libro que más me gustó. La sociedad líquida va dejando, a velocidad cada vez mayor, a muchas personas al margen, descartadas, vidas desperdiciadas porque, para los cánones actuales, son vidas sin valor, vidas inútiles. Su expresión ‘modernidad líquida’ es una de las mejores definiciones que se hayan hecho de nuestra época, de tal forma que no se pueda hablar de nuestro mundo sin apellidarlo ‘líquido’.
   
 
La ‘modernidad líquida’ describe un mundo contemporáneo en tal flujo que los individuos se quedan sin raíces y privados de cualquier marco de referencia predecible. "El hombre está huérfano de referencias consistentes". Bauman lo proclamaba de sí mismo: "lo único sólido en mi vida es Janine, mi esposa desde hace sesenta años". Sus obras expresaban la fragilidad de la conexión humana en estos tiempos y la inseguridad que crea un mundo en constante cambio.

"En una vida moderna líquida no hay vínculos permanentes, y cualquier cosa que ocupemos por un tiempo debe estar ligada libremente para poder desatarse de nuevo, tan rápido y sin esfuerzo como sea posible, cuando las circunstancias cambien", afirmaba Bauman. “
El paso de la modernidad a la postmodernidad se caracteriza por una profunda crisis que provoca fuertes zozobras institucionales y personales y la sensación de que la vida es un tiempo desperdiciado. El Estado era en el pasado una referencia, una sólida estructura, que ha sido substituida por unas fuerzas globales que parecen surgidas de lado obscuro de la vida. Ahora todo es fluido y dura poco.

Zigmunt Bauman. También su vida fue azarosa y líquida. Había nacido en Pozman en 1925, en el seno de una familia humilde, judía pero no practicante. En 1939, huyó a la Unión soviética, cuando los nazis invadieron Polonia. Se unió al ejército rojo como militar y fue profesor de sociología en la universidad de Varsovia. Pero la ola de antisemitismo que explotó en Polonia a raíz de la Guerra árabe-israelí de los Seis Días, le despojó de su rango militar, de la Universidad y de Polonia. Emigró a Israel, para finalmente asentarse en la ciudad inglesa de Leeds, en cuya universidad fue profesor y donde ha muerto a los 91 años.
 
Bauman se confesaba un ‘pesimista esperanzado’, porque, según decía  "yo no soy optimista pero tengo esperanza. Hay una diferencia entre optimismo y esperanza. El optimista analiza la situación, hace un diagnóstico y dice, por ejemplo, hay un veintinco por ciento de posibilidades, etc. Yo no digo eso, sino que tengo esperanza en la razón y la consciencia humanas, en la decencia. La humanidad ha estado muchas veces en crisis, y siempre hemos resuelto los problemas. Estoy bastante seguro de que se resolverá, antes o después. La única verdadera preocupación es cuántas víctimas caerán antes. No hay razones sólidas para ser optimista. Pero Dios nos libre de perder la esperanza”.

Fernando Arámburu hablaba de Zygmunt Bauman, de José Luis Sampedro, de Vargas Llosa y de Stéphane Hessel como de ‘avisadores’ de estos tiempos que giran entre el ilusionismo y la ferocidad:  “Nuestros abuelos padecieron la guerra y sus consecuencias. Nuestros padres se mataron a trabajar. Los siguientes disfrutamos de la época más apacible en la historia de Europa, hemos arrasado con las provisiones de bienestar y a los chavales de hoy les hemos dejado el desorden y los desperdicios de la fiesta. Ah, y las deudas. Cada día están más lejos los jardines”.

lunes, 13 de noviembre de 2017

La mujer que no vio al mendigo.


 
 
En la película Rumbos, de Manuela Burló Moreno, hay una escena que cada vez nos tocara ver con más frecuencia en la vida real. En ella reparan los dos conductores de la ambulancia nocturna que recorre la ciudad. Una mujer, a las 6 de la mañana, pasea a su perro. De pronto se acerca adonde duerme un sintecho, y deja un poco de comida para el perro que acompaña al mendigo. Al instante el mendigo se lo arrebata al perro y se lo come. La mujer no ha visto al mendigo, sólo ha visto al perro. La mujer ni ha saludado al mendigo ni le ha dado algo de comer. Sólo ha tenido ojos y corazón para el perro. Los dos ambulancieros se quedan estupefactos. ¿Qué ciudad es esta donde damos de comer a los animales y no a las personas, donde las personas no merecen ni un hola, ni una mirada ni un trozo de pan? ¿Qué mundo es éste donde los perros se convierten en los dueños de sus amos?

Parece que la directora de la película vio una escena similar, en una noche cualquiera barcelonesa, y quiso trasladarla a su película. Probablemente ésta sea una de las señales de la decadencia de nuestra Europa: las personas después de los animales.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

El humus cristiano en la obra de J. Jiménez Lozano



 
José Jiménez Lozano recibió hace unos días la condecoración Pro Ecclesia et Pontifice, la máxima distinción de la Santa Sede para un seglar. A primera vista, podría pensarse que los méritos del ilustre escritor para tan alto honor estarían en su participación en las primeras Edades del Hombre. José Velicia, Pablo Puente, Eloísa Watemberg y José Jiménez Lozano constituyeron un estupendo cuarteto y dieron a luz a una forma de hacer exposiciones que no se habían hecho con anterioridad antes. Las imágenes guardadas durante siglos en iglesias y monasterios hablaron de nuevo y contaron sus historias a los miles de visitantes. Y la gente, que quizás no sabe si una obra es manierista o barroca, se dejó interrogar por esas imágenes que durante siglos habían oído rezos y escuchado súplicas de tantos fieles.


 
Pero el servicio que J.J.L. ha prestado a la Iglesia no está sólo en su faceta de ‘promotor’ de Las Edades, sino en su inmensa obra de escritor, de escribidor, como le gusta decir. A él no le hace ninguna gracia que les clasifiquen o descalifiquen como escritor católico, pero reconoce que el humus que subyace en toda su obra es un humus cristiano, con toda su tradición de grandes relatos del Antiguo Testamento y con el ‘novum’ que vino a traer Cristo al mundo.
Empecé a leer a J.J.L. hace unos 30 años. Y comencé precisamente con Historia de un otoño, una estupenda novela sobre el final del monasterio de Port Royal. Un reducido grupo de monjas pagaron cara su libertad de pensar y su desprecio de la corte y del mundo. Pero los libros que más me han influido han sido sus diversos dietarios. Sus finas observaciones sobre “el junco pensante que es el hombre”, y sus comentarios a lecturas, me abrieron los ojos a otras formas de pensar y, gracias a él, yo pude conocer, por ejemplo, a Simone Weill.

 
En muchas ocasiones, el autor afincado en Alcazarén, ha expresado su idea de que los buenos libros proporcionan una buena compañía.  A mí, ciertamente, sus libros me han hecho mucha compañía. Por todo ello, José Jiménez Lozano tiene un altar en mi corazón desde hace 30 años. Y ocupa, también, un amplio espacio en mi biblioteca.

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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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