jueves, 30 de agosto de 2018

33.- Chonito, el ángel enfermo


 

En Tepetzintan quise también conocer a Chonito. Desde hacía tiempo sabía que era el joven que confeccionaba pulseras con hilos de colores. Los voluntarios de Amozoc enviaban las pulseras a España; Puentes las vendía y transfería el dinero para que se lo entregasen a este joven y, así, ayudarle.
Había que recorrer una senda tortuosa de casi dos kilómetros hasta llegar a su casa. No costaba mucho imaginarse lo que sería este sendero en días de lluvia inmisericorde. Gallinas y guajalotes alborotaban ante su humilde vivienda.
Cuando Chonito, huérfano de madre, tenía 12 años, la rama del árbol al que había trepado se desgajó y, como consecuencia de la caída, la columna sufrió un daño irreparable. Desde entonces pasa prácticamente todo el día postrado en la cama. Cuando los voluntarios de Amozoc llegaron a Tepetzintan se interesaron por su caso y, después de hacer interminables gestiones en el hospital de Puebla, consiguieron que fuera atendido para realizarle diferentes análisis y pruebas. Pasaba unos días en el hospital y otros días en las casas de los voluntarios de Amozoc. Las sesiones de rehabilitación, los diferentes tratamientos y las medicinas de choque no consiguieron apenas nada. Y Chonito regresó definitivamente a su casa de Tepetzintan. Le aconsejaron que algún familiar le ayudase a hacer todos los días unos ejercicios de rehabilitación, para no perder musculatura, pero al padre se le olvida con frecuencia. Muy de mañana, su padre y su madrastra salen a trabajar el campo de maíz y el huerto, y Chonito pasa casi todo el día solo. Cuando se encuentra un poco menos cansado, teje las pulseras de colores con los hilos que los voluntarios le han proporcionado. Cuando yo lo conocí, tenía 23 años.
Llego a su casa donde la puerta está siempre entornada, para que cualquiera pueda entrar. Está solo y echado en un camastro. Una tabla de madera hace de jergón. Un par de mantas delgadas son su colchón. Al vernos, intenta incorporarse. Poco después, un par de sobrinillos de Chonito, llega a casa, pero se quedan en un rincón, sin molestar, curiosos ante esta visita.

Chonito. Delgadez extrema en todo su cuerpo, carne fofa sobre sus huesos, color cetrino en su piel. Una expresión seria en su rostro. Unos ojos profundamente negros, de resignada actitud ante la vida, de estoicismo frío ante la existencia. ¿Cuándo fue la última vez que se rio a gusto? No sé cuántos kilos pesará, pero parece que tiene el peso de un gorrioncillo al que una ráfaga de viento puede arrojar fuera del nido. Tiene un hilo de voz en su garganta. Pero de su boca no salen sino palabras de gratitud y de bendición al Señor que ‘es bueno conmigo’. Será sin duda por esto por lo que Chonito es considerado por sus vecinos un 'ángel'. Un joven enfermo, postrado en cama, frágil y débil como una brizna de hierba, es capaz de consolar, con palabras, con su actitud de mansedumbre, con su fe de niño, a las pobres gentes del lugar. Son muchos los que a lo largo de la semana se acercan para visitarle. Le ponen al día de sus vidas, le cuentan sus pesares, le piden oraciones y bendiciones para sus cuitas y sus problemas, para sus pobres almas de este rincón extremo de México. Le llevan unos fríjoles o unas tortillas recién hechas. Y él lo acepta todo, los pesares y las tortillas, con serenidad y con paz. Y lo ofrece todo, oraciones y bendiciones, completamente convencido de que, por encima de todo, "Diosito me quiere y no me dejará nunca”.
 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan - México, 2010.

32.- Una escuela pobre, pero no una pobre escuela.



 

Tepetzintan. Hace algunos años, el matrimonio formado por Domingo y Mari donó, en el centro del pueblo, al lado de la iglesia, un terreno sobre el que los misioneros guanelianos levantaron una casa, austera pero digna. Era su vivienda cuando venían aquí a hacer pastoral. Y servía también de alojamiento a los voluntarios laicos que en verano se acercaban a esta aldea para ayudar a la gente del pueblo y para hacer actividades escolares y de ocio con los niños que aquí viven. 
Desde hacía años, las autoridades habían prometido construir una escuela grande y cómoda en el centro del pueblo, pero se había quedado en promesas, letras escritas en el agua. Así que, de momento, esta casa funciona como escuela, e incluso como internado. ¿Y cómo se ha llegado a esto? En Tepetzintan las casas están diseminadas en un área de casi cuatro kilómetros. Cuando empieza la estación de las lluvias, los muchachos difícilmente pueden recorrer esas distancias bajo la lluvia torrencial, por senderos intransitables llenos de charcos. El absentismo era grande y preocupante. Muchos niños perdían semanas enteras de clase. Fue entonces cuando se decidió que los niños que ocupaban las casas más alejadas del centro de la aldea residiesen en la escuela de lunes a viernes, en régimen de internado, y que el viernes a mediodía volviesen a sus casas. Y así, la casa parroquial se convirtió en escuela; después, la escuela se convirtió en internado. 
En una habitación hay literas para 15 estudiantes. Pero no son  suficientes. En la sala que funciona como aula están apilados los colchones de espuma. Cuando llega la noche, se amontonan los pupitres y se esparcen los colchones por el suelo. Los pupitres a su vez se usan como mesas de comedor para desayuno, comida y cena. 
En el pasillo veo cajas con alimentos que sirven para dar de comer a los veinte niños y niñas que aquí tienen su casa de lunes a viernes. En una pequeña cocina una mujer, literalmente atrincherada entre pucheros y cazuelas, platos y vasos, y cajas de alimentos, atiza el fuego mientras las tortillas de maíz, alimento básico en México, se van dorando.

Miro cada rincón, cada colchón, cada mesa, cada libro, cada plato y cada cazuela. Esto es todo lo que hay. Estos chicos y chicas aquí estudian juegan, duermen, cocinan, se asean y conviven. Aquí estudian alrededor de unos 50 niños y niñas, entre internos y externos. Es una escuela pobre, pero no es una pobre escuela.
Escuela pobre es aquella en que la indiferencia o el pasotismo se ha apoderado de los alumnos y de los maestros. Una escuela pobre es aquella en la que el deseo de aprender se ha marchitado y el respeto brilla por su ausencia. 

 Pienso en tanto fracaso escolar en España, en tantas quejas de los padres, de los alumnos, de los profesores. La queja forma parte de los países ricos. Tenemos todo y quisiéramos tener más que el todo. Todo es frustración y todo es echar la culpa al sistema. ¡Qué bien les haría a los niños de los países ricos pasar un mes en esta escuela! Probablemente, no se volverían a quejar en su vida.

Algunos niños nos siguen durante la visita a la escuela, atentos a lo que comentamos y a lo que preguntamos. Le digo a uno de ellos: “¿A ti qué te gustaría ser de mayor?” Me contesta: “Profesor. Voy a estudiar mucho para ser maestro”. Le pido que se siente ante un  un pupitre para hacerle una foto. Probablemente el hecho de que no me ría de sus sueños hace que le caiga simpático y que, más tarde, al subirme al coche, de regreso a Amozoc, me diga "gracias", al darme la mano.

La escuela de Tepetzintan, con todas sus carencias, es una escuela hermosa, porque ayudará a sacar de la indigencia cultural a unos niños y les ofrecerá herramientas para cultivar sus mentes y sus corazones. Les enseñará a pedir las cosas con respeto y a decir "gracias" cuando llegue el momento. En la escuela de Tepetzintan, con todas sus limitaciones,  aprenderán lo que es caminar con dignidad por la vida y a ver dignidad en los que les rodean.

 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan, México, 2010.

31.- Las 'despensas' de Tepetzintan





El 11 de diciembre de 2010 apunté en mi dietario: “Un día memorable”. A primera hora de la mañana, Roberto, Ángeles, Hortensia, de Grupo Misionero de Amozoc, y sor Carmen y sor Gregoria, me recogieron en el coche con destino a Tepetzintan. La aldea está situada en la Sierra Norte de Puebla, a una altitud de 2100 metros, con un altísimo nivel de humedad, en medio de un bosque espeso y salvaje, apenas roto por algún claro donde quedan diseminadas aquí y allá algunas casas. El sol picaba y el sudor se hizo presente en todo mi cuerpo nada más bajar del coche. ¡No quiero imaginarme esto en pleno verano!

La mayoría de personas hablan sólo náhualt, aunque los más jóvenes, que mal que bien han acudido a la escuela, pueden también comunicarse en español. Las mujeres van bien aseadas y llevan pendientes en las orejas y collares en sus cuellos. Casi todas ellas visten a la vieja usanza prehispánica, con sus coloridos huipiles (palabra náhualt que significa túnica holgada y bordada). No es un traje de fiesta, ni un reclamo folclórico. Es la ropa que llevan tanto para recolectar café, como para lavar en el río. Muchos hombres visten aún pantalones bombachos y blusones blancos. Muchas mujeres caminan descalzas. Me dicen que para estar en contacto con la tierra, que es la que dona la fertilidad y asegura los ciclos de la vida y el paso regular de las estaciones.

Desde hace algún tiempo el Grupo de voluntarios de Amozoc sube hasta este rincón perdido para traer medicinas para los enfermos y 'despensas' (bolsas con comida) para los más necesitados, que suelen ser los ancianos y los enfermos.


Nada más llegar a la aldea, nos dirigimos a la iglesia, donde nos espera el catequista responsable. Nos da una lista de las personas necesitadas o enfermas. Nos dividimos en dos grupos. Durante cuatro horas, visitaremos enfermos y otras personas en situación de extrema pobreza. En fila india, por estrechos senderos, atravesamos el bosque hasta llegar a la casa indicada. Humildes casuchas construidas con bambú o con tablas y con cubiertas de barro. Casas desvencijadas. Casas construidas en terrenos inclinados y sin pavimentos, solamente la tierra pisada. En algunas casas, una pequeña placa de latón dice ‘Piso firme – Gobierno Federal’, quiere decir que la familia ha recibido una subvención para comprar cuatro sacos de cemento y echar el piso. Muchas casas tienen una sola estancia con varios camastros, y una cocina de leña, donde alguien, indefectiblemente, está haciendo tortillas. No hay salida de humos. Las ropas aparecen siempre colgadas en cuerdas. Y no sólo porque carecen de armarios, sino porque estos serían inservibles, ya que allí dentro, por culpa de la humedad, la ropa se pudriría. Hay muchos gatos por todos los sitios. Me dicen que mantienen las víboras a raya. Se ven perros cansados, gallinas indiferentes y varias colmenas.


Llegamos a la casa de una de las enfermas, Lupe. Está echada en un camastro, pero al vernos se intenta incorporar un poco. Los familiares conocen a los voluntarios y nos tratan con simpatía. La saludamos, nos interesamos por su estado, le entregamos las medicinas y un  bolsón con alimentos. Me ofrecen una infusión y yo miro a Roberto para que me indique si debo beberla o no. Me hace señas para que acepte. Me la bebo, fuerte y amarga, pero euforizante.

En otra casa visitamos a la mujer más anciana del lugar. Va vestida con su huipil. Vive con su hija y la numerosa prole de ésta. Le hago algunas preguntas a les pido a la madre y a la hija que posen juntas para una foto. Todo el diálogo tiene que ser traducido del náhualt al castellano y viceversa. Cuando nos despedimos, me dice por señas que me espere y sale de la casa. Vuelve un par de minutos después, con un par de huevos del gallinero y me los ofrece con una sonrisa. Es su manera de dar las gracias. Y para mí es uno de los regalos importantes que he recibido he recibido en mi vida. La abrazo. Acepto su regalo, tal vez de escaso valor material, pero de inestimable valor moral, porque, cuando un pobre ofrece un regalo, lo que está ofreciendo es la expresión de su gran dignidad. Y lo único que te pide es que tú reconozcas esa dignidad. 

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan, México, 2010.

miércoles, 29 de agosto de 2018

30.- El pastelero más sonriente del mundo

 

 Miguel es sordomudo. Tiene 22 años. Y es el encargado de controlar el pequeño horno instalado en La Dulcería, el taller de repostería que funciona desde hace unos meses en el Centro Guanella, para chicos y chicas con discapacidad intelectual. Este taller ha sido uno de los últimos proyectos subvencionado por parte de Puentes.
Cada mañana unos cuarenta chicos y chicas se forman y trabajan en el Centro Ocupacional de la misión Guanella en Ciudad de México. Los más cercanos a la misión, llegan a pie; a otros tantos los recoge, casa por casa, el microbús de la misión. También esta microbús fue un proyecto financiado a partes iguales entre tres asociaciones humanitarias: Asci-Italia, Prokura-Alemania y Puentes-España.

Nada más llegar a la misión, lo primero que hacen estos chicos y chicas es desayunar como Dios manda; un vaso de maicena, un plátano asado al horno, y dos tortillas con ensalada, papa, queso y chile. Algún día me uno a su mesa. Luego, cada chico se dirige al taller correspondiente. Además del taller de repostería, está el taller de abolorios, el taller de costura y ropa de segunda mano y también un pequeño huerto y unas gallinas.
A mitad mañana, llega el momento de la gimnasia. El profesor, Arturo, guía una tabla de ejercicios en el patio o en uno de los salones, cuando el tiempo así lo exige. Para algunos de los chicos con necesidades concretas, el profesor tiene un programa específico de rehabilitación. Un tentempié (vaso de zumo y dulce) les espera al final de la hora de gimnasia. 
El taller de abalorios elabora pulseras, colgantes, rosarios, broches, pendientes, collares. Algunos de estos productos se venden en los mercadillos solidarios que Puentes organiza en España.


En una pequeña sala un grupo de siete chicos y chicas, Vero, Wendy, Beto, Adriana, Raquel, Ricardo, Miguel, con sus batas y sus gorros blancos, se afanan en el taller de repostería. Blanquita, la responsable, extiende todos los ingredientes sobre una mesa de cocina. Hoy toca hacer unas pastas. Mezclan la harina, los huevos, las esencias de limón y de vainilla, el aceite.  Extienden la masa sobre la mesa y pasan el rodillo unas cuantas veces. Marcan la masa con los moldes de hojalata y colocan las pastas crudas en una bandeja. Se las acercan a Miguel. Y es en este punto cuando él entra en acción. Recibe la bandeja de manos de sus compañeros de taller. Y lo hace con una sonrisa amplia. Controla la temperatura, abre la puerta, coloca la bandeja en el centro del horno. Pulsa el cronómetro. Aguarda los 15 minutos. De vez en cuando, echa un vistazo a través del cristal para comprobar que las pastas y los mantecados van cogiendo el color adecuado. El cronómetro suena. Abre la puerta, saca la bandeja con las manoplas y se la entrega a su compañero. Y así sucesivamente. Decir que Miguel es feliz, es poco. Él es el pastelero más sonriente de México. Y probablemente, el pastelero más dichoso de todo el Universo. Cada mañana, su sonrisa es un descanso y un premio en La Dulcería.

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Ciudad de México, México, 2010.

29.- Historia de María Guanella



En 1992, los policías la vieron durante días rebuscando entre los contenedores y durmiendo en cualquier banco. Mirada ausente, temerosa, desorientada y perdida. Y cuando por fin la recogieron y la llevaron ante la asistenta social de la zona, a esta sólo se le ocurrió acercarla al Techo Fraterno, una casa de los misioneros guanelianos en un barrio periférico de Ciudad de México, allí donde Cristo perdió el zapato. Nada más llegar a esta casa, comió con apetito, se aseó lo mejor que pudo y durmió durante horas, quizás días.
Le preguntaron su nombre, pero la mujer, de edad indefinida, no sabía o no podía hablar. Le pusieron un lápiz en los dedos para que escribiera su nombre y ella lo miró y lo volvió a mirar con alegría infantil pero sin atreverse a acercarlo al folio. No sabía escribir ni leer, evidentemente.
        En los días siguientes, por señas, intentaron que les dijese dónde vivía, dónde estaba su familia, qué hacía... todo fue inútil. Incluso llegaron a pasearla en coche y a pie por el barrio donde los policías la habían recogido por si reaccionaba ante una casa, una calle, un viandante conocidos. Nada que hacer. Misión imposible.
        Finalmente, pensaron que lo mejor para la buena mujer es que se quedase a vivir en el Techo Fraterno. Le pusieron un nombre. Le llamaron María Guanella, como la madre del Fundador de la Congregación. En el fondo, era una mujer tan pobre que no tenía ni siquiera nombre. ¿Lo había tenido alguna vez? ¿Se había negado María a hablar por señas de su familia, de su casa, porque nunca las había tenido o porque, con ese instinto de supervivencia que sólo tienen los niños y los desvalidos, intuyó que era mejor no revolver el pasado, y que los pocos días que llevaba en el Techo Fraterno habían sido días felices sin miedos y sin temores? ¡Es tan compleja el alma humana, tan laberíntica y tan insondable!
Yo la conocí en diciembre de 2010, cuando visité los proyectos de Puentes en ese país. Entre estos proyectos estaba el sostenimiento del Techo Fraterno (centro para personas mayores). La recuerdo perfectamente. Su pelo cortito y blanco, su batita humilde, su andar trabajoso (en los últimos tiempos, me dicen, iba en silla de ruedas). Pero siempre que te acercabas a ella, se reía. ¿Era su forma de agradecer a todas las personas que la trataban con consideración y con simpatía? ¿Era la sonrisa su manera de decir a los demás que se encontraba a gusto y feliz en esta casa? Si la sacaban a bailar, bailaba; si la llevaban de paseo, enseguida se disponía a andar. Le gustaba ver la televisión y ejecutar las sencillas tareas domésticas que la asignaban, como regar las plantas o barrer el patio…

El primer domingo que pasó en el Techo Fraterno, la llevaron a misa y ella, al entrar en la capilla, hizo la señal de la cruz. ¿Un viejo recuerdo de infancia cuando iba, quizás, como todos los niños a la misa dominical? ¿Un reconocimiento a ese Dios en cuya casa se encontraba?  
En mayo de 2016, la abuelita Mari, como le llamaban en el Techo Fraterno se  apagó.  Murió rodeada de afecto, atendida y cuidada en la que había sido su casa durante los últimos veinticuatro años. Y dejó, en los que la conocieron, incluidos los muchos voluntarios italianos y españoles, un dulce recuerdo. El funeral cálido y afectuoso que le han dispensado en México da prueba de todo ello. Hasta el último momento, María Guanella fue amada humanamente.
Se da la casualidad de que, tras años de papeleos y papeleos, la Administración de México reconoció a esta mujer con el nombre de María Guanella, y su nombre fue inscrito en el registro a tal efecto. Por fin, esta mujer existía para la República Federal de México, aunque llevaba ya muchos años 'existiendo, siendo y estando' para sus amigos del Techo Fraterno. La abuelita Mari es -ha sido- uno de esos casos donde resplandece el genio del cristianismo, según la expresión tan acertada de René de Chateaubriand. 
Una mujer sin casa, de escasa inteligencia, sin cultura, sin pan, sin familia, sin hogar, sin nada, sin nombre siquiera... es reconocida en su dignidad, y llamada a presidir la mesa de la fraternidad, la mesa familiar de casa Guanella. Lo esencial,  ya lo decía Saint-Exupéry, es invisible a los ojos. 
 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Ciudad de México, México, 2010.

28.- Aquellos primeros doce franciscanos

 


Es una pintura sencilla,  sin artificio, casi naif. Sobre el encalado de una celda o capilla, un monje dibujó, con carboncillo negro y grueso trazo, a los 12 primeros franciscanos que llegaron a América para propagar el mensaje de Cristo. Es una pintura que nadie admiraría en un museo ni en una exposición. Y sin embargo, esta pintura es una página muy importante de la Historia de la Iglesia y de la Humanidad. Se encuentra en el convento de Huejotzingo, en el estado de Puebla.

Los frailes humanizaron la conquista de América. El Descubrimiento, y posterior Conquista, trajo todos los desmanes habidos y por haber, típicos de cualquier invasión. Hubo encuentro, pero también encontronazo. La evangelización de América fue un laboratorio de los derechos humanos que se desarrollarían y afirmarían en los siglos siguientes. No hay que olvidar que en la llamada Escuela de Salamanca estaba fermentando un potente pensamiento en torno al derecho internacional. Varios acontecimientos dulcificaron la conquista y pusieron coto a muchos abusos. Los señalo: 
1504: el testamento de Isabel la Católica que ordenaba el buen trato a los indios y prohibía hacerlos esclavos: "No consientan que los indios reciban agravio".
1511: el conocido como "Grito de Montesinos". Sermón de fray Antonio de Montesinos. Acusaba de maltratar a los indios y se preguntaba: "No son acaso estos hombres".
1512: Las Leyes de Burgos. Por primera vez se crea un estatuto con una función protectora del indígena: libertad, dignidad, trabajo.
1550: La Controversia de Valladolid. Juristas y teólogos debaten abiertamente sobre conquista, evangelización, derechos, abusos, dignidad de los indios.
1552. El texto de la "Brevísima relación de la destrucción de las Indias" (Bartolomé de las Casas) que produjo una fuerte impresión en la Corona, en la Universidad y en la Iglesia. 

 Se cometieron, no obstante las leyes y las buenas intenciones, todo tipo de abusos y atropellos sobre los moradores originarios de América, especialmente por parte de los voraces encomenderos en cuyas tierras trabajaban los indios. Pero también, justo es reconocerlo, es la primera vez que una conquista se pone límites y condiciones, y establece derechos. Por primera a gran escala se produce un fenómeno que es universalmente reconocido: el mestizaje
Y sin embargo, fue la llegada masiva de frailes y curas la que humanizó la conquista, dulcificó el trato y otorgó protección a los indios frentes a las demasías y atropellos. Lo que vino a decir la evangelización es que, cuando se bautizaba a los indios, estos se convertían en hijos de Dios, y por lo tanto, no podían ser esclavos de otros hombres. Tenían una dignidad que no les podía ser arrebatada
Por todo lo anteriormente dicho, esta pintura es particularmente significativa. Conocemos los nombres de los doce frailes: Martín de Valencia, Francisco de Soto, Martín de Jesús de la Coruña, Juan Juárez, Antonius de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente (Motolinia), García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas, Francisco Jiménez, Andrés de Córdoba y Juan de Palos.

Ahí están: arrodillados delante de una cruz en la Sala De Profundis. Llegaron en número de doce, como los apóstoles, el 13 de mayo de 1524 al Virreinato de Nueva España. Y muy pronto los indios dejaron de temerlos, y les entregaron a sus hijos para que los educaran. Los frailes supieron adaptar la liturgia católica a su idiosincrasia. Por ejemplo, intentaban que las ceremonias fueran al aire libre, ya que los indios se resistían a entrar en las iglesias, por el pavor que les producían los templos aztecas.

La evangelización de los aztecas fue un proceso rápido y sorprendente. “De todas las partes acudían en masa para que los bautizásemos”, está escrito en las primeras crónicas. Hay tres elementos que explican este fenómeno de conversión en masa. Uno: las antiguas crónicas aztecas predecían que unos señores procedentes del mar llegarían para implantar un nuevo reino al que era preciso someterse. Dos: el cristianismo supuso una liberación para los indios, ya que la religión azteca era sumamente cruel y los sacrificios humanos llenaban de espanto y terror a toda la población.  Las guerras floridas, es decir, las incursiones violentas de los aztecas en los pueblos vecinos para hacer prisioneros y sacrificarlos en el gran templo era algo que llenaba de espanto. Basta recordar que durante la coronación de Moctezuma fueron sacrificados veinte mil prisioneros a los que se arrancó el corazón. Y tres: la Virgen de Guadalupe se presentó como la Señora que aplasta a la serpiente, lo que en el imaginario de los pueblos de México era como indicar que la antigua cultura había sido derrotada y que un nuevo reino estaba a punto de nacer.



Hay ‘florecillas franciscanas’ en los inicios de la primera evangelización de México. Fieles a la consigna de no claudicar jamás de la pobreza franciscana, los 12 frailes, al desembarcar, después de la larga travesía, recorrieron a pie y descalzos las sesenta leguas que separan el puerto de Veracruz de la ciudad de México. Hernán Cortés los recibió con muestras de veneración y los agasajó solemnemente. Muy pronto, los indios empezaron a seguirlos y a rodearlos sin parar, hablando con ellos en náhualt, del que los hijos de San Francisco no sacaban en limpio más que una constante repetición de la palabra ‘motolinia’.

La insistencia de los nativos les picó la curiosidad y preguntaron qué significaba aquel vocablo. ‘Motolinia’ significa pobrecito o desdichado. Al ardiente fray Toribio de Benavente, su admirable inserción en el mundo indígena le valió el sobrenombre de ‘Motolinia’, y él se sintió muy orgulloso de este apellido, con el que siempre firmaba sus escritos. Fray Toribio –y con él la mayoría de los monjes- llegó a la conclusión de que el trato que muchos españoles daban a los naturales estorbaba a la finalidad evangélica. Por la acción de religiosos como fray Toribio, muchos indígenas americanos encontraron en ellos mediadores eficaces y custodios de su bienestar.

Después de conocer esta acción bienhechora de los amigos del Poverello, pude escribir en la iglesia franciscana de Puebla donde está enterrado el Beato Garay Sebastián de Aparicio: “Homenaje a los frailes que supieron traer un poco de civilidad y contrarrestar así los abusos de los poderosos contra las buenas gentes de estos pueblos”



Con Alfonso Martínez hice un recorrido por los monasterios franciscanos de Puebla, Tecali, Cauchintlán, Huetjozingo, declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Paramos un momento para comer y ahí me encuentro con la escena del día: un niño de apenas un mes duerme en una caja de cartón. Su padre lo contempla abobado; su hermanita de cuatro años, Emidia, le pone el chupete cuando llora; la madre, mientras, nos prepara las tortillas y las quesadillas en un pequeño patio, al aire libre. Cuando le pregunto a la madre cómo se llama el pequeño, me dice que "aún no tiene nombre porque es muy pequeñito".

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Huejotzingo-Puebla, México, 2010.










martes, 28 de agosto de 2018

27.- México: donde la Virgen es Dios.

 

Cuando el catequista de la parroquia del Corpus Christi, de México DF, le preguntó al muchacho que se preparaba para la Primera Comunión: “¿quién es Dios para ti”, el chaval, completamente convencido, contestó: “Dios es la Virgen de Guadalupe”. Este exabrupto teológico no es sólo la respuesta ignorante de un niño, sino un sentir bastante generalizado en México, probablemente uno de los países más religiosos del mundo.
En el año de 1531, apenas una década después de la conquista de México, cuando el indio Juan Diego se encontraba en el cerro de Tepeyac, tuvo lugar la aparición mariana. La Virgen pidió a Juan Diego que se presentara ante el obispo Juan de Zumárraga para darle cuenta de esta aparición. Evidentemente, el obispo no le creyó. Le pidió pruebas y le dijo que preguntase a la Señora cómo se llamaba. El obispo pensaba que si la Virgen deseara aparecerse a alguien en estas nuevas tierras, lo lógico sería que él fuera el destinatario, como representante de la Iglesia en Nueva España, y no un indito analfabeto que, por no saber, no sabía español.

Cuando Juan Diego le preguntó a la Virgen su nombre, ella le contestó: “coatlallope” (la que aplasta a la serpiente). No hay que olvidar que la serpiente es un signo que aparece en el Apocalipsis ligado a la Virgen María, pero también la serpiente era muy importante en la cultura azteca (un símbolo que aún perdura en el escudo mexicano). La Virgen, asimismo, le dijo a Juan Diego que recogiese unas flores del cerro de Tepeyac y que se las llevase al obispo, como una prueba de su aparición. En el árido cerro, increíblemente, habían crecido rosas. Y lo que es más sorprendente, las rosas eran unas flores que no se conocían aún en América.
Cuando el buen indio se presentó de nuevo ante obispo, le dijo que la Señora se llamaba Coatlallope. Los que estaban alrededor no entendieron. Y le mandaron repetir varias veces el nombre. Finalmente, uno de los acompañantes españoles del señor obispo dijo: “Está claro, la Señora se llama Guadalupe, lo que pasa es que este indio no pronuncia bien el castellano”. El indito volvió a repetir que la señora le había dicho Coatlallope, y no Guadalupe, pero todos creyeron al español, para más señas extremeño. Estaba claro: “Era la Virgen de Guadalupe, que quería acompañar a los españoles y a los extremeños en esta conquista”. Muy pronto, las autoridades eclesiásticas de Nueva España entendieron que el nombre de “la que aplasta la serpiente” era una promesa y un anuncio de la victoria de la religión cristiana sobre las antiguas creencias aztecas. Ahora empezaba otro tiempo, el tiempo del cristianismo.
Al final, Juan Diego desistió. Y la Virgen pasó a llamarse Guadalupe, el mismo nombre que la Virgen de Extremadura. Así son las cosas en este mundo de pura ficción. La Virgen más mejicana, quintaesencia de la identidad de este pueblo, lleva un nombre español, que a su vez es un nombre árabe que significa ‘río del amor’. Son las ironías de la vida. Las ironías de la Historia.


Diego había guardado las flores en su manto recogido, y cuando se las quiso mostrar al obispo apareció la imagen de la Virgen de Guadalupe, con rasgos indios, tal y como se conserva en la Nueva Basílica de Guadalupe. Una imagen para la que aún la ciencia no ha dado ninguna explicación. Nadie sabe por qué el ayate (fibra de maguey) del que estaba tejido el manto de Juan Diego no se ha deshecho todavía, tratándose de un tejido vegetal de escasa duración. Ni tampoco se sabe qué tipo de pigmentos se han empleado, ni por qué el rostro de Juan Diego aparece en las niñas de los ojos de la Virgen. Ni menos aún por qué las 46 estrellas que aparecen en el manto de María reproducen la posición que ocupaban en el firmamento el 12 de diciembre de 1531, fecha de la última aparición.
La Virgen de Guadalupe ha acompañado a México en todo su peregrinar histórico a lo largo de los últimos cinco siglos: desde la conquista hasta el Virreinato, desde la Independencia hasta la Revolución. En México, hasta los ateos se declaran guadalupanos, porque verdaderamente la Virgen de Guadalupe es “Dios en México”. La imagen de la Guadalupana está en plazas y parques, iglesias y monumentos, supermercados y autobuses, camisetas y paraguas. Yo me encontré con una imagen de Guadalupe en los mismos urinarios de la estación de autobuses de Puebla.

Estuve en México durante la fiesta de la Virgen de Guadalupe, 12 de diciembre de 2010. Desde todos los caminos y carreteras afluían miles de peregrinos a rendir pleitesía a la Virgen. Se dijo, que unos cinco millones de personas se habían acercado a la Basílica en esos días. A las 12 de la noche en punto, el país entero se paraliza para cantar, a una 'Las mañanitas'. Curiosamente el día de la Fiesta de Guadalupe no es fiesta nacional, porque el furibundo laicismo de la revolución mexicana así lo decidió. Como los mexicanos no podían honrar a la Virgen en un día laboral, las fábricas permitían que un cura fuese a decir misa a las instalaciones y, después, los trabajadores comían y hacían fiesta en sus propios puestos de trabajo. Aún hoy en día pervive esta costumbre, aunque son muchos los mexicanos que se cogen el día libre para estar más cerca de la Guadalupana. Yo acompañé al padrecito Alfonso Martínez a algunas de las misas que tuvo que decir en fábricas y supermercados, haciendas, canteras, estaciones…. 
México -y el catolicismo del Nuevo Continente- no se entiende sin esta aparición. Y por ello, ignorantes y sabios, pobres y ricos, creyentes y agnósticos, indios y güeros cantan a una esta hermosa canción: 

Desde el cielo, una hermosa mañana
          Desde el cielo, una hermosa mañana
    La Guadalupana, la Guadalupana
    La Guadalupana bajó al Tepeyac

Dedicado a todos los amigos que encontré en México.


Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Guadalupe, México, 2010.
 

26.- El niño que merece un mañana


 
  

Ya ha escampado, o mejor dicho ha parado de llover torrencialmente, como sólo llueve en África, pero los caminos son aún canales de agua. Son las 6 de la tarde. Dentro de unos minutos el sol se esconderá bruscamente y la inmensa llanura de Bateke se sumirá en las sombras, unas sombras rasgadas apenas por la luz misteriosa de la luna. Es hora de volver a la misión. El coche avanza con dificultad y derrapa en más de una ocasión. Divisamos a cuatro niños que caminan penosamente en fila india en medio de los charcos, completamente calados. Dos de ellos llevan las chanclas en la mano y caminan descalzos, temerosos de perder su pobre calzado. Nuestro coche se detiene para recogerlos. El misionero les pregunta de qué aldea son, les invita a subir al coche y les dice que les acompañaremos hasta su pueblo.

Chorrean agua. Suben al todoterreno y se encuentran con las miradas de cuatro "mundeles", hombres blancos. Sin duda deben conocer al conductor, que es un misionero que lleva aquí más de una década. Nos miran con timidez y reserva, tal vez con desconfianza, quizás conscientes de su propia pobreza, esa incomodidad que se siente ante una autoridad o ante una persona de status superior. Y sin duda para ellos lo somos, por el sólo hecho de ser blancos y tener un coche y haber llegado hasta este rincón perdido desde una lejana nación. Los dos muchachos que caminaban descalzos, se calzan sus pobres chancletas de plástico. Y entonces ocurre algo que me impresiona: uno de los niños, probablemente el de más edad, quizás en los 12 años, saca de su pecho una bolsa de plástico donde amorosamente ha preservado de la lluvia un cuaderno escolar de apenas 20 hojas. Le pido que me deje ver ese cuaderno. Son sus apuntes de la asignatura de francés: declinación de algunos verbos irregulares, una pequeña redacción y poco más. Se lo devuelvo con una sonrisa. Les pregunto si les gusta la escuela. Se miran entre sí y, tímidamente, balbucean un sí. Apenas un par de kilómetros nos separan de su aldea. Cuando llegamos, los niños se apean del coche. Y el cuaderno metido en la bolsa de plástico vuelve al pecho del alumno cuidadoso. Nos dicen adiós, y repiten 'gracias' varias veces.

Y yo siento una vergüenza terrible de mí mismo y de todos los niños españoles que no saben valorar un libro, un cuaderno, una cartera, un bolígrafo. Y siento una gran simpatía por estos niños pobres, por este niño pobre que ha protegido su único cuaderno de las inclemencias del tiempo, como se guarda un tesoro, como se guarda una joya, como se protege un retrato de un ser querido que nos dejó hace mucho tiempo.

No hay una fotografía de este episodio que acabo de contar. Sólo el recuerdo indeleble en mi corazón. Este niño, estos niños, se merecen estudiar. Estos niños se merecen que se trabaje por ellos y que se defienda su sacrosanto derecho a recibir educación y cultura, como un alimento, como una eucaristía.

En momentos de cansancio y de abatimiento, he pensado muchas veces en este niño que camina todos los días a su escuela, bajo un diluvio o un calor sofocante. Este niño ha ha protegido su pobre cuaderno como si fuera el libro más hermoso y caro del mundo. Este niño se merece una educación. Y yo debo trabajar por ello.

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Bateke. R. D. del Congo, 2008.












25.- Los niños picapedreros



 

Una foto robada, tomada desde el coche (sacar fotos en la vía pública está prohibido en Congo).  Pero ahí estaban y con ellos me encontraba cada mañana. Apenas se distinguen unos cuantos niños adolescentes sentados junto a montoncillos de piedra. Son los niños picapedreros de Kinshasa. De sol a sol, a la intemperie, al lado del asfalto y de la contaminación más absoluta, unos niños pican piedras. Reducen una piedra a cientos de guijarros, en un pum-pum ritmado, machacón e inmisericorde. Con sus pequeñas manos despellejadas, con sus dedos machacados, con el sudor que les cierra los párpados y dibuja ríos en su rostro cubierto de polvo, con los piernas anquilosadas por la postura inmóvil durante horas, con sus ojos que se quedarán ciegos por culpa del polvo y de las esquirlas. Esclavos del siglo XXI.

En una ciudad de arena y de barro que apenas conoce la piedra. En una ciudad que los pequeños guijarros de piedra son necesarios para dar consistencia al cemento que se empleará en los cimientos de los edificios, ellos son una pieza fundamental, pero dramática, del engranaje de ‘progreso’ de Kinshasa.

Vendrá el albañil y les comprará un saquillo de piedrecillas. Tendrán que regatear, defender con uñas y dientes los suyo. Llegarán a la noche exhaustos, como si tuviesen cien años. Cenarán con el apetito de los trabajadores hechos y derechos; beberán, si el día se ha dado bien, una cerveza como los hombres de verdad. Se dormirán con la mano extendida sobre el montoncillo de piedras, guardando su tesoro, como el pastor sus corderos, contra el ladrón. Y quizás, al amanecer, envidiarán la suerte del niño que pasa a su lado con el uniforme escolar, jugando a botar la pelota.

 ***

Más allá de Kinshasa, en la región de Katanga, miles de niños trabajan en las minas de coltán, ese material sin el cual nuestros móviles, ordenadores, tablets y demás aparatos tecnológicos se apagarían. Pero la hiperconectividad de nuestro mundo debe continuar a toda costa, a toda velocidad y en un completo despilfarro. ¿Cuántos móviles y ordenadores tendremos a lo largo de nuestra vida? La obsolescencia se impone en los aparatos, lo que anima y obliga a comprar continuamente y a estar a la última en estas cuestiones. 
Por galerías estrechas excavadas en la tierra (lo cual abarata mucho los costes a los dueños de las minas) unos niños se arrastran, sin uniforme, sin calzado, sin gafas de protección, sin ninguna seguridad sobre sus cabezas. Largas jornadas de trabajo extenuante, cuatro monedas, comida basura, refrescos edulcorados, y poco más. Abundan los niños huérfanos en las minas. Y por supuesto, son los niños pobres de los niños pobres, porque ningún padre, en su sano juicio, metería a su hijo en estas modernas mazmorras por un puñado de céntimos. 
La pobreza extrema trae la esclavitud extrema. Nada nuevo. Luego, en los países ricos, para deshacernos de las huellas del 'crimen', enviamos toda nuestra basura tecnológica a las escombreras de África, donde otros muchos niños se afanarán para buscar 'tesoros" en medio de la chatarra. Y así el mundo seguirá girando y girando sobre los goznes de la injusticia y la brutalidad. Tal vez por todo esto, la maldición del Congo, se llama 'coltán'.
A los 7 años un niño congoleño está en la mina. A los 7 años un niño español recibe su primer móvil, como un juguete inocente y banal. Y sin embargo ninguna de nuestras compras y ninguno de nuestros actos son banales e inocentes. Cada móvil lleva un QR de esclavitud, un pin de miseria, un puk de marginación, una contraseña de explotación. 


Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.











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