miércoles, 13 de abril de 2016

Los ojos del hermano eterno, de Stefan Zweig


 

    Un libro singular de Stefan Zweig. Un hermoso libro destinado a relecturas sucesivas. Una breve leyenda, de corte oriental, que me había aconsejado Pablo d'Ors, y que he leído con gusto este fin de semana. En un tiempo en que ni Buda ni Cristo aún estaban, Virata, el noble de la tierra de los birwagh, al servicio del rey rajputa, quería ser un hombre justo.
    Son los ojos de su propio hermano, de cualquier hermano, los que le hacen ver lo difícil que resulta actuar en este mundo sin golpear, herir o matar. Virata era un valiente soldado, leal a su rey, que se lanzó a luchar contra el usurpador del reino. La experiencia de la guerra en la que asesina, sin querer, a su propio hermano le hace ver lo inútil de la violencia, y abandona su espada, porque decide ser “un hombre justo y vivir sin culpa sobre la faz de la tierra”. El rey le encarga hacer de juez. Un juez justo, sensato, incorruptible. Pero sólo cuando se enfrenta a un hombre al que él ha condenado a la prisión, entiende lo injusto de su sentencia, y pide al rey no ser juez de nadie. Virata parte para su casa. Es un hombre que ya no ocupa puestos importantes. Pero en su casa hay esclavos, sobre los cuales nunca nadie, tampoco él, había sido dirigido una mirada compasiva. Un buen día, un esclavo escapa y él tiene que decidirse entre castigarlo o liberarlo. Pide a sus hijos que le otorguen la libertad, pero sus propios hijos se alzan ante su padre, que actúa, a sus ojos, de manera insensata.
    Y él decide abandonar su casa, y vivir en medio de la naturaleza. Por primera vez en su vida elige la no acción, porque se ha dado cuenta de que cualquier acción humana lleva irremisiblemente a encontrarse con los ojos del hermano eterno herido o muerto. Lleva una vida apacible, recogiendo frutos y en contacto con los animales. Atraídos por su santidad, otros hombres deciden imitarlo, abandonan sus casas, se construyen una choza en el bosque y viven como él. Pero un buen día, una mujer echa en cara a Virata que ha destrozado su vida, porque su marido la ha abandonado y, así, ha venido a faltarle el pan a sus tres pequeños que han ido muriendo uno tras otro. Virata está consternado. ¿Tampoco la no acción sirve para nada, entonces, pues al final trastoca y golpea y mata la vida de inocentes? ¿La vida de los humanos está entrelazada de tal manera que es imposible dar un paso sin aplastar a otro? Todo el libro invita a reflexionar sobre nuestra responsabilidad en el dolor que los demás sufren.
    Virata se siente hundido. Y entonces, en el fondo de su corazón, descubre que el dominio y la posesión destruyen todo y que sólo el servicio humilde puede dar sentido a la vida. Pide al rey que le indique un trabajo lo más humilde posible, y que él  le servirá con obediencia. El rey le pide que se encargue de los perros. Virata obedece y sirve a su rey de esta pobre manera. Al grande Virata, famoso por sus hazañas como soldado, como juez, como señor de su casa y como solitario, es olvidado poco a poco por todos. La muerte le alcanza también a él, cuando ya nadie se acuerda de su fama y de su gloria. Solamente los perros 'aullan', por espacio de poco tiempo, su muerte.
    Un libro hermoso. Uno, al acabar este libro, siente lo que decía Leo Strauss, refiriéndose a los clásicos de la literatura: Estamos forzados a vivir con los libros. Pero la vida es demasiado corta para vivir con libros que no sean los más grandes”.

Chernóbil, ¿parábola del futuro?


 

    El documental de Álvaro Dorado sobre Chernóbil resulta demoledor. Hora y media de un recorrido terrorífico por la antigua central nuclear destinada a ser el orgullo de la Unión soviética. Para dar a entender la magnitud de la tragedia, el autor recurre a la imagen del tercer jinete del Apocalipsis, de nombre Ajenjo, que curiosamente es lo que significa la palabra Chernóbil.
    A la 1:23 h del 26 de mayo de 1986, cuando los científicos de la central estaban realizando uno de los controles o test de la central nuclear, el reactor número 4 saltó por los aires liberando millones de partículas radioactivas. El hermetismo soviético de la época logró ocultar el accidente al mundo durante 48 horas. Y fueron los científicos suecos, al comprobar los niveles particularmente altos de la atmósfera, los que dieron la voz de alarma mundial.
    A esas horas, en Chernóbil se libraba una batalla descomunal y caótica por poner bajo control el resto de los reactores. Cuando nada más ocurrir la explosión, el personal avisó a los bomberos del incendio, estos acudieron de inmediato y sofocaron el fuego, pero todos ellos murieron en el trascurso de los días siguientes. Fueron los primeros héroes. La segunda hornada de héroes fueron los dos mil quinientos mineros excavaron apresuradamente una zanja subterránea para enfriar los otros tres reactores. Lo consiguieron. O los 400 pilotos que al mando de otros tantos helicópteros derramaron agua y arena sobre el reactor. Si una explosión en cadena hubiera hecho saltar por los aires el resto de reactores, Europa entera habría desaparecido aquella noche. Ellos salvaron Europa. Y es justo reconocerlo.


        Cuando los robots teledirigidos intentaron limpiar la terraza de la central nuclear de elementos altísimamente contaminados, en cuestión de minutos dejaban de funcionar y se convertían en trastos inútiles. Aún hoy, 30 años después de la tragedia, los robots abandonados tienen unos niveles de radioactividad 625 veces más de lo normal.  Al fallar la técnica, se echó mano de las personas. Seiscientos mil ‘liquidadores’ (este es el nombre que recibieron los que tuvieron que limpiar la zona, especialmente la terraza del reactor) fueron traídos de todas las partes de la Unión Soviética. A los civiles se les quintuplicaba el sueldo y se les prometía una casa y un coche. A los soldados, se les cambiaba tres años de guerra en Afganistán por tres minutos en la terraza de la central nuclear. Los niveles de radioactividad eran millones de veces lo permitido, y los liquidadores sólo podían permanecer tres minutos en la terraza, lo que apenas les permitía arrojar un par de paladas sobre la zona de escombros. En los años siguientes a esta operación más de doscientos mil liquidadores murieron. Probablemente ninguno de ellos sabía exactamente a que se exponía en esos tres minutos.     Otros se resignaron: “Alguien lo tenía que hacer”. Los ‘liquidadores’ llevaban un uniforme de fabricación propia. Iban equipados con máscaras de gas, botas y, aunque no todos, con láminas de plomo que les cubrían el encéfalo, el torso, la médula ósea y los pies.
    También con un cierto retraso empezó la evacuación de los habitantes de Pripiat, la ciudad en la que vivían la mayoría de los trabajadores de Chernóbil. De Moscú llegaron 1000 autobuses y les dijeron que cogiesen la documentación y una pequeña bolsa con sus efectos de aseo, porque estarían de vuelta ‘en tres días’. Nunca más volvieron y Pripiat es hoy una ciudad fantasma, abandonada. Aún permanecen en pie la guardería, en cuya pizarra, todavía puede leerse “un futuro brillante para todos”, o la casa de la cultura, o la noria del Parque de atracciones y cuya inauguración estaba prevista para unos días después de la tragedia. Y sin embargo, amparados por el bosque algunos residentes se escondieron y volvieron a sus casas y allí siguen, desafiando la muerte, y su sinónimo Chernóbil, pero apegados a su terruño y a los muertos de su cementerio. ¿Algo conmovedor, una locura?
Una tragedia como la de Chernóbil era la primera vez que ocurría. Y todo lo que pudo hacerse mal se hizo. Pocos meses después de la explosión, las autoridades soviéticas decidieron enterrar el reactor número cuatro en un sarcófago de cemento. Poco tiempo después aparecieron las primeras grietas, demostrando lo chapucero de la acción. Otro segundo sarcófago estará acabado dentro de poco tiempo, y tendrá una duración no superior a 100. Luego será necesario otro y otro más. ¿Y así hasta cuándo? ¿Qué montaña artificial crearemos si cada 100 años hay que construir un nuevo sarcófago y así hasta que pasen 24.000 años? Los científicos creen – y este es el dato más desolador- que esta zona no estará libre de radioactividad hasta dentro de 24.000 años.
    Los árboles crecen y los pájaros anidan y los perros salvajes y otros animales campan a sus anchas, una vez el hombre abandonó este espacio. Pripiat será el símbolo de una ciudad víctima de la catástrofe nuclear. Y así estaría ahora toda Europa si el resto de reactores hubiera explotado aquella aciaga noche. Una noche larguísima de silencio y de muerte que durará 24.000 años.
    ¿Se puede seguir apostando por la energía nuclear después de Chernóbil?

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