Mostrando entradas con la etiqueta literatura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura. Mostrar todas las entradas

jueves, 18 de abril de 2024

Una temporada en el infierno


           

En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud. En el andén, impaciente, lo espera un escritor consagrado, avejentado, a punto de entrar en la treintena, casado y en espera de su primer hijo. Se llama Paul Verlaine. Es el año 1871. Y Francia entera está a punto de vivir el escándalo literario más clamoroso del siglo XIX.

Rimbaud había nacido en el seno de una familia de cinco hermanos, donde los gritos eran la música de fondo de la casa, hasta que un buen día el padre abandonó el hogar para siempre. Los cinco hermanos quedaron al cuidado de una madre autoritaria y exigente que traía a mal traer al adolescente Arthur, rebelde, soñador, pero también el más brillante del Instituto de Charleville.

A los 15 años escribió sus primeros poemas y, convencido de la valía de estos, enamorado como un Pigmalión de sus versos, se los envió a los grandes poetas de París, entre ellos a Paul Verlaine. Necesitaba salir de la cárcel de su casa y de su pueblo. Paul abrió la carta y no dio crédito a lo que leía. Los poetas consagrados llegaban a esta perfección después de veinte años de denodados ejercicios, y ¡un adolescente era capaz de esta grandeza! Verlaine se los dio a leer a Víctor Hugo y éste sentenció: “Shakespeare enfant”. Un Verlaine entusiasmado le escribió y le mando el billete de tren: “Podrás alojarte en mi casa”.

Verlaine paseaba al joven poeta de salón en salón literario y de café en café. Y todos se hacían lenguas del poema de Rimbaud, "Bateau ivre” (barco ebrio), maravillados ante unos versos destinados, como así sucedió, a formar parte de todas las antologías poéticas en lengua francesa. Con aplauso unánime, las revistas literarias publicaron los poemas del enfant terrible.

Rimbaud se sabía elegido por los dioses y por las musas, y allí donde entraba, se formaban corrillos para escucharle o simplemente para ver "la juventud hecha verso y la rebeldía hecha poema”. Verlaine se sentía descubridor y mecenas, y ya no sabía dar un paso por los salones de París sin la compañía del joven poeta. Salían todas las noches. Bebían absenta, fumaban opio, consumían hachís. Y volvían a casa, ebrios de palabras y borrachos de absenta. Muy pronto, Verlaine, sintió que le gustaba el joven Rimbaud, pero no sólo como poeta. Rimbaud sintió algo parecido por aquel Verlaine que le doblaba en edad y que se manejaba por los salones de París, como anguila en el agua. Las palabras encendidas terminaron por encender los cuerpos. Pero aquel torrente de deseo, a contracorriente de los buenos usos y costumbres de la época, no iba a ser fácil de encauzar por un tranquilo canal. En un café literario, melancólicos y absortos, los retrató, junto a otros literatos del momento, Henri-Fantin Latour. El cuadro, titulado Un coin de table (un rincón de la mesa), se puede ver en el Musée d’Orsay.

Algo a la mujer de Verlaine le hizo pensar que Rimbaud, alojado en su casa, era su rival. También los poetas y artistas, los bebedores de licor de ajenjo, leyeron algo en los ojos  de los dos artistas. Los rumores empezaron. Y con ellos, la incredulidad y la burla, el escándalo y la condena. Asustados, decidieron separarse. Rimbaud volvió a su casa. Verlaine mantuvo las formas en la suya.

Pero para Rimbaud la casa materna seguía siendo cárcel. La vida era insufrible, aburrida y vacía. La idea del suicidio entró en su cabeza. Nada más lógico, en un siglo de suicidas incomprendidos. Volvió a París, se encontró con Verlaine en una calle. Era el 7 de julio de 1872. Rimbaud le dijo: “Me voy a Bélgica. Ya no volverás a verme, a menos que me acompañes”. Era la orden esperada. Paul Verlaine, el más renombrado poeta de su generación, sólo pudo balbucir: “Entonces, vámonos”. El escándalo explotó en París como una tempestad no anunciada, como un obús, como un incendio. La pareja dio la espalda al mundo y viajó a Bruselas; luego, a Londres. Vivieron y malvivieron. Los pocos ahorros que llevaban en sus bolsillos pronto se esfumaron. Daban clases, vendían poemas, pero la pobreza llegó a sus vidas. Los insultos, las broncas, las lamentaciones, las culpas, las amenazas de abandono, el perdón y la reconciliación, se mezclaban con la absenta y el opio, las sábanas revueltas y también con los labios que se buscan y se maldicen al mismo tiempo.

Las cosas empeoraron y se salieron de madre. Rimbaud le dijo que definitivamente quería romper y largarse. Verlaine pareció aceptar esta solución, también él reconcomido por un sentimiento de culpabilidad frente a su mujer y a su hijo. Cuando llegó el momento de la despedida, Verlaine enloqueció. Sacó un revólver y disparó dos veces, pero los nervios y la borrachera erraron el tiro. Rimbaud estaba dispuesto a olvidar el incidente, mas cuando Verlaine hizo ademán de coger de nuevo la pistola, avisó a la policía. Un homicidio frustrado puso punto final a la relación amorosa más escandalosa de Francia.

A Verlaine le esperaban dos años de cárcel. Entre los barrotes -y bajo la abstinencia de absenta- tuvo tiempo para reflexionar sobre una vida echada a perder, sobre las personas infelices que había dejado a su alrededor y sobre Rimbaud, el joven poeta que le había elevado a los cielos y le había arrojado al averno. Y en la vorágine de culpa, desdicha, arrepentimiento y sufrimiento, su alma volvió a Dios. Surgió el poeta de espléndidos versos cristianos e inconfundibles anhelos místicos.

Dicen que los dos escritores aún se vieron una última vez. Tomaron una cerveza juntos. Verlaine le dijo que había encontrado refugio y paz en Dios.  Rimbaud le escuchó en silencio como quien oye llover.

Al joven poeta, al niño prodigio de la rima francesa, aún le quedaban otras aventuras por recorrer. Se alistó en diferentes ejércitos mercenarios, viajó por medio mundo y acabó en Harar, actual Etiopía, donde se dedicó al contrabando de marfil y de armas y al tráfico de esclavos. En su poemario en prosa “Una temporada en el infierno” dejó buena cuenta de su atormentada relación con Verlaine. Este, por su parte, habló de ese periodo salvaje en “Libro de los poetas malditos”.

Rimbaud tenía sólo diecinueve años cuando escribió su último poema. No volvió a emborronar una cuartilla.  En cinco años como escritor había alcanzado una de las cimas de la poesía en lengua francesa. Perdido en África, nadie supo nada de él. La tierra se tragó al iluminado poeta, al favorecido de las musas.  

Hace un par de años, un grupo de intelectuales franceses solicitó al presidente de la República, Enmanuel Macron, que Verlaine y Rimbaud fueran sepultados juntos en el Panteón de París. Se opusieron los últimos familiares de ambos y los amigos de sus asociaciones. Lo suyo –argumentaban- no fue una historia de amor. Simplemente sus vidas se encontraron y chocaron durante un breve tiempo. Nunca sabremos si se echaron de menos el uno al otro.

Macron no tuvo más alternativa que respetar la voluntad de los familiares y de los amigos. A pesar de los muchos intentos de hacer de ellos un icono gay en Francia, nada más ajeno a los sentires y pensares de los protagonistas. Rimbaud hubiera probablemente contestado con uno de sus versos rotundos: “Nunca he pertenecido a este pueblo; nunca he sido cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes, soy un bruto: os equivocáis”

Roído por un cáncer de huesos, lo que obligó a amputarle una pierna, Rimbaud volvió a Francia en 1891, para morir unos meses después. Tenía 37 años. Está enterrado en su ciudad natal, Charleville, bajo un escueto epitafio: “Priez pour lui”, rogad por él. Cinco años después, hundido por el alcohol y la locura (en una ocasión intentó estrangular a su madre), Paul Verlaine murió a los 51 años. Está enterrado en París, en la tumba familiar. En su lápida solamente aparece escrita una palabra: “Poéte”

Tal vez muchos no hayan leído un solo verso de estos poetas. Y sin embargo, sus vidas malditas, salvajes e inconformistas seguirán llenando páginas y páginas. Ese lapso que va entre el encuentro de dos hombres en el andén de una estación parisina y el sonido de un disparo fue, como lúcidamente escribió Arthur Rimbaud, una temporada en el infierno, aunque en el momento en que estaban inmersos en ella, también les supiese a gloria y a miel. O por lo menos, a absenta.




























lunes, 25 de julio de 2022

¿Para qué se escribe?


José Jiménez Lozano decía que un escribidor (a él no le gustaba ser considerado ‘escritor’, porque le parecía una palabra muy importante y muy seria), “es alguien que levanta mundos con palabras”.

Pensaba en esta hermosa definición de la escritura cuando contemplé, hace unos días, que el ‘marcador de visitas’ del blog que escribo, con sus parones y sus acelerones, desde 2008, había llegado a las veinticinco mil. Ciertamente, no son muchas. Basta hacer un pequeño cálculo: si divido veinticinco mil visitas entre 15 años, me sale una media de cinco visitas cada día, lo que da una idea de la escasa lectura y repercusión de mis reflexiones. Poca audiencia, ¿no? Siendo realista, debería decir que sí. He comprobado que muchos de mis artículos no los ha leído nadie, aunque sería mejor decir que los han leído, o por lo menos los han echado un vistazo, mis dos únicos seguidores, a los que agradezco, desde aquí, su fidelidad inmerecida por mi parte.

 Y aún con todo y con eso, me doy por satisfecho. Sentarse al anochecer, encender el ordenador, empezar a teclear, letra a letra, frase a frase, y así hasta levantar un mundo de palabras, con sus verbos, adjetivos, sustantivos, pronombres es… y sigue siendo un hermoso trabajo de artesanía. La atención y el esmero de quien hace un cacharro de barro, teje una bufanda, amasa el pan o ara la tierra. Escribir es un momento privilegiado de cada día. Una noticia, una lectura, una mirada a un rostro, un pensamiento, pueden ser la chispa que haga saltar la llama de la palabra. Yo no me atrevería a decir que con las palabras levanto ‘mundos’. Me conformo con levantar una pequeña aldea, e incluso una sola casa.

En el mundo de las redes coinciden a la vez millones de blogs. Dicen que unos 500 millones de blogs están registrados, y que cada día unos 7 millones de blogueros publican una entrada. Vista esta superabundancia indigesta de palabras y de artículos, me doy más que satisfecho si cinco personas al día abren uno de mis artículos.

Cuando pienso que Teresa de Cepeda, una de las cimas de la literatura en castellano y la más grande escritora sobre asuntos del alma, no conoció en vida la publicación de ninguna de sus obras… queda todo dicho.

Se escribe para leer el mundo y leer los adentros de una determinada manera. Y lo de menos es que alguien te lea, porque con entenderse un poco mejor a sí mismo ya es suficiente. Y ello es de por sí un premio.

domingo, 26 de junio de 2022

La peor parte, de Fernando Savater

El autor, al inicio de su libro, cita este verso de Jacques Prévert “Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse”. La peor parte lleva como subtítulo Memorias de amor, y es un canto a su compañera de vida durante 35 años y a la que un cáncer se llevó por delante. Su amor, a la que él y muchos llamaban Pelo cohete, era Sara Torres Marrero.

Para el filósofo Fernando Savater la “peor parte” de su vida empezó el día en que a su mujer, y la mujer de su vida, le diagnosticaron el cáncer. Después vendrían 9 meses de sufrimiento inenarrable y, finalmente, el apagón definitivo en 2015.  

Como el escritor italiano Cesare Pavese, Savater desea que ese dolor atroz de la desaparición de su amor no pase nunca, que nunca se desvanezca el recuerdo de la amada sin cuya presencia la vida es un tormento insoportable:  “Éramos el destino del otro”. Esta conciencia de ser el destino del otro es lo que permite a la pareja superar diferencias, broncas conyugales, infidelidades espontáneas, cansancios, luchas compartidas en la defensa de la dignidad de las víctimas de ETA (los dos fueron unos verdaderos resistentes en medio de una sociedad, la vasca, enferma moralmente.

El filósofo de compañía, como él gusta llamarse, escribe un homenaje a la mujer que le acompañó, admiró y amó durante décadas, consciente de que si él no lo hace, nadie lo hará. Nadie hará justicia a Pelo cohete, la mujer fuerte que nunca perdió la alegría ni siquiera en los años salvajes vascos cuando tuvo que hacer frente a un nacionalismo excluyente que la quería silenciosa e invisible. No olvidemos que fue apartada como profesora de la Universidad del País Vasco, donde los etarras aprobaban con brillantes notas cualquier carrera y donde los brillantes estudiantes no nacionalistas eran castigados contra la pared.

En varios momentos de este escrito, emotivo y sincero, el autor repite el dictum de Goethe “Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte”. Fernando Savater sintió la fuerza única que le proporcionaba el amor incondicional de Pelo cohete. Probablemente quien tiene la fuerza del amor, no buscará otras fuerzas. “¿Qué otra cosa es el amor sino lo que nos hace irreemplazables para el otro?”

miércoles, 4 de julio de 2018

Escribir sobre el agua




Muchas veces me pregunto para qué escribo. Hace años podría haber contestado que por vanidad, por ‘hacerme oír’ o ‘por afán de ser leído. Pero hace mucho tiempo que renuncié a cualquier publicación. Ni siquiera lo he intentado.  Tal vez escribir un blog es una forma de publicar o de autoeditarse. Tal vez. No lo sé.
Escribí un libro hace mucho tiempo. Un pequeño ensayo que tenía forma de libro. Se titulaba Corazón de Padre. Alguna alegría me dio en su tiempo, como comprobar una tarde en internet que había sido traducido al rumano.  Un librito del que nunca he reclamado derechos de autor, ni tan siquiera aparecerá como tal en la Sociedad General de Autores. Fue un libro de encargo. Un libro que redacté por complacer a algunos amigos. Nada más.


Escribir es inútil está claro. Platón decía que “el que escribe no hace sino trazar dibujos en el agua”. Desde que hace un año escribo este blog, con asiduidad semanal, no creo haber tenido un solo lector. Bueno, miento. He tenido una lectora. Mi escritura no ha tenido eco alguno. Y quizás está bien que así sea. Escribir para uno mismo, para nombrar el mundo, para explicarse el mundo, no es una tarea que carezca de sentido. Esto debería ser suficiente. Renunciar a la vanidad, renunciar a tener lectores es altamente educativo. No escribir para nadie le quita a uno la tensión de la opinión de los demás. Si les gusta, te sube idiotamente el ego. Si no les gusta, te viene un bajón. A una cierta edad ya no se puede estar pendiente del parecer ajeno: ni de la loa pastelera, ni de la crítica acerba.
Se está bien así. Sin esperar ni el aplauso ni el pataleo. Leo en Gabriel Albiac: “Si uno esperase algo de la escritura, sería un perfecto imbécil. Escribimos sólo para poner una distancia entre nosotros y el mundo. Entre nosotros y los necios. Para no repetir sus palabras. Y para saber que, en esas palabras repetidas está siempre al acecho lo peor. Escribir es estar en la distancia. Privilegio de entender algo: pienso que el único privilegio de una vida humana. No sale gratis nunca, pero vale la pena”.



San Agustín decía que la escritura es la lima del pensamiento. Y puede que tenga razón. Escribir ayuda a pensar. Escribir es una actividad del pensamiento sobre la cuartilla o sobre el teclado del ordenador. Pensar, eso sí no nos hará más felices. Tal vez todo lo contrario. Nos lo había advertido Blaise Pascal. Para aquel que hace suyo el deber de pensar, la alternativa es:  “o ser odioso o ser desdichado”.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

El humus cristiano en la obra de J. Jiménez Lozano



 
José Jiménez Lozano recibió hace unos días la condecoración Pro Ecclesia et Pontifice, la máxima distinción de la Santa Sede para un seglar. A primera vista, podría pensarse que los méritos del ilustre escritor para tan alto honor estarían en su participación en las primeras Edades del Hombre. José Velicia, Pablo Puente, Eloísa Watemberg y José Jiménez Lozano constituyeron un estupendo cuarteto y dieron a luz a una forma de hacer exposiciones que no se habían hecho con anterioridad antes. Las imágenes guardadas durante siglos en iglesias y monasterios hablaron de nuevo y contaron sus historias a los miles de visitantes. Y la gente, que quizás no sabe si una obra es manierista o barroca, se dejó interrogar por esas imágenes que durante siglos habían oído rezos y escuchado súplicas de tantos fieles.


 
Pero el servicio que J.J.L. ha prestado a la Iglesia no está sólo en su faceta de ‘promotor’ de Las Edades, sino en su inmensa obra de escritor, de escribidor, como le gusta decir. A él no le hace ninguna gracia que les clasifiquen o descalifiquen como escritor católico, pero reconoce que el humus que subyace en toda su obra es un humus cristiano, con toda su tradición de grandes relatos del Antiguo Testamento y con el ‘novum’ que vino a traer Cristo al mundo.
Empecé a leer a J.J.L. hace unos 30 años. Y comencé precisamente con Historia de un otoño, una estupenda novela sobre el final del monasterio de Port Royal. Un reducido grupo de monjas pagaron cara su libertad de pensar y su desprecio de la corte y del mundo. Pero los libros que más me han influido han sido sus diversos dietarios. Sus finas observaciones sobre “el junco pensante que es el hombre”, y sus comentarios a lecturas, me abrieron los ojos a otras formas de pensar y, gracias a él, yo pude conocer, por ejemplo, a Simone Weill.

 
En muchas ocasiones, el autor afincado en Alcazarén, ha expresado su idea de que los buenos libros proporcionan una buena compañía.  A mí, ciertamente, sus libros me han hecho mucha compañía. Por todo ello, José Jiménez Lozano tiene un altar en mi corazón desde hace 30 años. Y ocupa, también, un amplio espacio en mi biblioteca.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Los caballos de Dios, de Mahi Binebine



    Hace escasas semanas leí una novela que lleva por título Los caballos de Dios. Su autor, el marroquí Mahi Binebine, reconstruye la historia de los jovencísimos terroristas que en 2003 cometieron un atentado en un hotel de Casablanca. El título original es, en francés, Les étoiles de Sidi Moumen (Las estrellas de Sidi Moumen), y alude al equipo de fútbol de la barriada marginal de Casablanca. En Sidi Moumen, al lado de un basurero, crecen y viven unos jóvenes que tienen un único sueño: salir de esa situación de pobreza y de desesperanza a través del milagro de convertirse en un futbolista estelar. Precisamente por eso, los partidos de fútbol en el secarral de Sidi Moumen son el único momento de alegría. Pero hete aquí que un buen día, a estos chicos, ni especialmente creyentes ni especialmente religiosos, se les ‘aparece’ un imán que con suaves manera, con discreción, les persuade que él tiene la fórmula para dar una razón fuerte a su vida, para salir de esa existencia de basura, para acceder ‘directamente y sin peaje’ al paraíso. Y ellos creen a pies juntillas en las palabras sabias del imán. Y rezan y rezan para pedir la inspiración divina. Y resulta que Alá les sugiere y les inspira, siempre por la boca untuosa del imán, que se pongan un cinturón de explosivos y que se hagan ‘volar’ en un lujoso hotel de Casablanca lleno de ‘infieles occidentales’. Y así ocurre.
La novela está contada ‘desde el más allá’ por uno de los jóvenes terroristas, quizás el más ingenuo. En uno de los pasajes, el narrador dice que el infierno con el que se encuentran los que se inmolan  es no poder ‘advertir a los otros jóvenes’ que no hay paraíso, ni caballos alados, sino el absoluto remordimiento y la absoluta pena por no poder abrir los ojos a los que están a punto de caer en las redes de un imán.
    Después del atentado de Barcelona, he pensado mucho en esta novela. El lector encontrará diferencias pero también similitudes con la célula yihadista que truncó la vida de tantas personas en Las Ramblas y en Cambrils. Es una poderosa novela que nos ayuda a conocer un poco más el terrible fenómeno yihadista, y las maneras con que un imán engatusa y vuelve loco a un joven que quizás lo único que soñaba era con ser una estrella de fútbol.  

lunes, 21 de diciembre de 2015

La conversión de un hombre.




    Mientras leo, al atardecer, me encuentro con estas líneas:
 
    "Cuando el cuerpo de una mujer peca, su alma ha pecado ya hace mucho. En cambio, un hombre puede pecar con su cuerpo y mantener un corazón increíblemente puro. Por eso, las conversiones en el ámbito masculino han sido más frecuentes. Sólo debían convertir su cuerpo"

lunes, 14 de diciembre de 2015

Siempre habrá un 'mar color de vino'.



    Leo en Steiner a propósito de la Iliada: "Y aun en medio de la matanza, la vida se agita con fuerza. Alrededor del túmulo de Patroclo los caudillos griegos luchan, compiten en la carrera lanzan la jabalina, celebrando su fuerza y su brío. Aquiles sabe que está sentenciado por los hados, pero "Briseida, la de hermosas mejillas", le visita cada noche. Guerra y muerte causan estragos en los mundos homéricos, pero el centro se mantiene firme: es la afirmación de que la vida es bella en sí, de que ninguna catástrofe, ni siquiera el incendio de Troya, es el fin. Porque más allá de las torres incendiadas y más allá de la batalla se agita el mar "color de vino".

jueves, 10 de diciembre de 2015

Tolstoi o Dostoievski, de Steiner



    ¿Tolstói o Dostoievski? Según Steiner estamos obligados a elegir. Hay dos tipos de almas: las que se inclinan hacia el espíritu de Tolstói (segunda foto) y las que se inclinan hacia el espíritu de Dostoievski (primera foto).  Los dos titanes de la literatura rusa, los dos grandes novelistas del XIX encarnan una visión del mundo que ha suscitado numerosos seguidores. Guerra y paz y Ana Karenina de Tolstói contra Los hermanos Karamazov y El idiota de Dostoievski. El libro que acabo de leer de Steiner, sin duda uno de los hombres más cultos de Europa, confronta a ambos novelistas: La epopeya heroica de Tolstoi frente al drama de Dostoievski. Pero ambos habían 'caído en las manos del Dios vivo" y ambos iban a la 'búsqueda de la salvación de la humanidad', una inquietud que compartía el alma rusa, siempre 'obsesionada con el problema de Dios'.
    En cierto sentido los dos son hombres religiosos, pero su concepción de Dios es bastante distinta. Tolstói no podía amar a un profeta cuyo reino no era de este mundo, así que se rebelaba contra la mansedumbre y el pathos de Cristo. Para Dostoievski el hombre existe si existe Dios, porque la única solución al problema del hombre es Cristo. Dostoievski, al contrario que Tolstói, no creía que se pudiera convencer a los hombres a amarse unos a otros por medio de la razón y la cultura. Tolstói identificaba a Dios con el Bien y a éste con el amor fraterno. Dostoievski comprendió oscuramente que el pensamiento tolstoiano conduciría a ‘una cristiandad sin Cristo’.

    El protagonista de la obra Del caos, de Ilyá Ehrenburg tuvo que reconocer que Dostoievski había dicho toda la verdad sobre el pueblo. Pero es una verdad con la que no se puede vivir. "Puede ser dada a los moribundos como antes se les daban los santos sacramentos. Si uno tiene que sentarse a la mesa y comer, debe olvidarla. Si uno tiene que adular a un hijo, ante todo debe sacarlo de la casa... Si uno ha de construir un estado, debe prohibir hasta la mención de aquel nombre".
 

    Steiner resumen así: “Los dos novelistas se hayan en posición contraria. Tolstoi, el primer heredero de las tradiciones de la épica; Dostoievski, uno de los más importantes temperamentos dramáticos después de Shakespeare; Tolstói, la mente embriagada por la razón y de hechos; Dostoievski, el que despreciaba el racionalismo, en  gran amante de la paradoja; Tolstói, el poeta de la tierra, de la escena rural y del tono pastoril; Dostoievski, el archiciudadano, el maestro constructor de la moderna metrópoli en la provincia del lenguaje; Tolstói, sediento de verdad, en cuya excesiva búsqueda se destruía a si mismo y a los que le rodeaban; Dostoievski, que prefería estar contra la verdad que contra Cristo, receloso de la comprensión total y situado en el lado del misterio; Tolstói, que se mantenía en todo momento en el camino real de la vida; Dostoievski, que avanzaba por el laberinto de lo antinatural, por los subsuelos y las ciénagas del alma; Tolstoi, como un coloso a horcajadas sobre la tierra palpable, evocando lo real, lo tangible, la totalidad sensible de la experiencia concreta; Dostoievski, siempre al borde de lo alucinatorio, de lo espectral, siempre vulnerable a las intrusiones demoniacas; Tolstoi, la encarnación de la salud y la vitalidad olímpica; Dostoievski, la suma de las energías enfermizas y demoniacas; Tolstói, que vio los destinos de los hombres históricamente  y en el decurso del tiempo; Dostoievski, que los vio contemporáneamente y en el vibrante éxtasis del momento dramático. Tolstói, que fue llevado a la tumba en el primer entierro civil que tuvo lugar en Rusia; Dostoievski, enterrado en el cementerio del monasterio de Alesandr Nevski de San Petersburgo, entre los solemnes ritos de la Iglesia ortodoxa; Dostoievski, preeminente hombre de Dios; Tolstói, uno de Sus secretos adversarios”.

El pobre que nos hizo ricos.



    Cervantes quiso ser enterrado en las trinitarias de Madrid como una forma de agradecer a los que habían hecho lo imposible para rescatarlo en el baño de argel donde estaba preso. Trescientos ducados costó su liberación. Los monjes mercedarios contaban con doscientos y otros cien los recaudaron entre los mercaderes españoles que trabajaban por la zona. En estos días, un equipo de investigadores ‘confirma con casi total seguridad’ que los restos aparecidos en la cripta de las trinitarias son efectivamente. Como este es un país de polémicas y de polemistas, pues la discusión ya está servida. Unos sostienen que habría que dejar los huesos quietos, porque lo importante son sus obras. Otros que es bueno conocer el lugar exacto del enterramiento del hombre más importante de la lengua castellana. Yo creo que una cosa ni quita la otra. Quienes leíamos a Cervantes vamos a seguir haciéndolo. Quienes no lo hacían, probablemente tampoco lo harán ahora. Pero seremos muchos los que, cuando los restos de Cervantes estén sepultados como Dios mande, nos acercaremos a rendirle homenaje o a rezar un avemaría, aunque sólo sea por agradecerle que nos haya concedido tantas horas de bienaventuranza. El escritor más pobre de su época nos enriqueció a todos.

viernes, 4 de diciembre de 2015

El dios de la lluvia llora sobre México, de Laszlo Passuth


De todas las conquistas llevadas a cabo por los españoles a lo largo de todo el siglo XVI, ciertamente la realizada por Hernán Cortés causa asombro y pasmo, maravilla y extrañeza. Uno de los caciques indios comentó en su época ‘Debe ser por fuerza un dios si quiere conquistar Technotichtlán con solo 400 hombres’.
El libro de Laszlo Passuth, ‘El dios de la lluvia llora sobre México’ trata de todo esto y nos deja atónitos e incrédulos. En la conquista de Technotichtlán entraron en juego la fe, la avaricia, el honor, la búsqueda de gloria, la superstición, la traición, el amor…
Hernán Cortés no era un soldado al uso. Había estudiado leyes en Salamanca, se había codeado con los grandes maestros de la cultura de la época, leía corrientemente el latín, y tenía como libro de cabecera los escritos de Julio César. Admiró como ninguno la ciudad de los aztecas que intentó preservar a toda costa.
Moctezuma estaba convencido de que el dios Quetzacoalt  tenía que hacer su segunda venida y que Hernán Cortés, el hombre blanco venido en casas flotantes, que cabalgaba en ciervos sin cuernos y que era capaz de fabricar el trueno, podía ser dicho dios. La propia hermana de Cortés, Papan, había estado al otro lado de la muerte, donde había visto claramente que los hombres pálidos eran los nuevos dioses.
Doña Marina, la india Malinolli (la Malinche), había sido destinada a morir sacrificada en la mesa donde se arrancaban los corazones por orden del gran señor Moctezuma, pero su padre logró salvarla de esta muerte segura entregándola a otra tribu, que a su vez, se la entregaría a Cortés. Doña Marina fue una hábil intérprete y una ayuda imprescindible para Cortés y sus tropas. Cortés la amó con suavidad y dulzura y ésta le dio un hijo, Martín. Pero no puedo casarse con ella, porque era hombre casado, y la entregó en matrimonio a su paje, que le seguía con fidelidad desde que era un niño, Jaramillo.
Moctezuma había prestado juramento de fidelidad al Emperador Carlos y era su deseo llegar a acuerdos con Cortés, al que brindó su generosa hospitalidad. Pero no así Cuatemoc, yerno y heredero de Moctezuma. Moctezuma murió víctima de la violencia de los seguidores de Cuatemoc. Éste se negó a cualquier negociación con las tropas españolas. Tenochtitlán fue rendida por hambre. Cuatemoc fue apresado cuando intentaba huir por el lago. Poco después, acusado de instigar a una rebelión contra los españoles, fue ahorcado, en un momento de debilidad del propio Cortés que, en cambio, protegió hasta al final a su mujer, hija de Moctezuma, y a los otros miembros de la familia imperial.
Los dioses habían abandonado Technotichtlán, y la esperada aparición de Tlatoc, dios de la lluvia, para vengarse y destruir a los españoles no llegó nunca. La ciudad más hermosa del nuevo mundo desapareció para siempre, pero no sólo por los conquistadores españoles, sino por muchas otras tribus, especialmente los tlaxcaltecas, que se la tenían jurada al gran señor, ya que sus guerras floridas para capturar prisioneros y arrancarles el corazón les mantenían en un estado de odio permanente.
La cruz de madera se instaló en lo más alto de la pirámide, encima de la mesa de piedra donde se sacrificaban las víctimas. La Mujer blanca con su Niño en los brazos sustituyó a los ídolos aztecas. 
Martín, el infante surgido de Cortés y Malinoli, de un español y de una india, era el primer símbolo de ese mestizaje que caracterizaría la conquista española. Inevitablemente, hubo encuentro y encontronazo, acogida y hostilidad, sumisión y rebeldía… pero, sin duda, el nacimiento de algo nuevo: el mestizaje, y la primera globalización.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

El 'fracaso' del hermano universal.




    ¿Es la historia de Carlos de Foucauld la historia de un fracaso o la historia de un éxito?
    El indisciplinado vizconde de Foucauld, el gordo jovenzuelo que hace de la glotonería un estilo de vida, el putañero disipado que busca en los burdeles una forma de reafirmación y de dominio, el concienzudo explorador de Marruecos, el mundano joven que una tarde queda anonado ante la lectura que su prima Marie de Blondie hace de las páginas de Bossuet, el titubeante ateo que pide c...onsejo al abate Huvelin y que obedece sin rechistar su orden de arrodillarse y confesarse, el ferviente converso que no cesará nunca de buscar, el trapense que aprende el orden, la disciplina y el ayuno, el buscador de silencios en Argelia o Marruecos, el hombre que se hace amigo de los tuaregs y cuyo diccionario tamachek-francés hoy sigue siendo válido y útil, el hombre con deseos de fundar una congregación que no llegó a tener ni un solo seguidor, el buscador de absolutos, el amigo de los musulmanes, el que murió a manos de un grupo de forajidos…. Todos ellos son uno y el mismo, todos ellos son Charles de Foucauld. El putero y glotón, ateo que más tarde será el gran ayunador, el gran converso, el gran místico...
    De la mano de Pablo d’Ors, en su libro ‘El olvido de sí’ conocemos la trayectoria de un hombre sin par a caballo entre el siglo XIX y el XX. Él es el fundador sin discípulos en vida… Y sin embargo su existencia ha inspirado a muchísimos hombres y mujeres que hoy forman la amplia Familia de Foucauld. La biografía de d’Ors es una preciosidad. Uno se olvida de que es un libro y piensa que verdaderamente son las memorias del místico del desierto. Algunos momentos estelares como cuando se arrodilla por primera vez, obedeciendo el mandato de su consejero espiritual, en una iglesia, o cuando después de días de fiebre, se despierta mientras un adolescente enjuga su sudor, Ouksen, el mismo adolescente que tantas veces se había reído de él.
    El libro constituye una honda reflexión sobre lo que es éxito y lo que es fracaso, sobre el sentido de agradecimiento en medio de las adversidades, sobre el hacerse hermano universal de todos los hombres, sobre el diálogo con los musulmanes, sobre el ayuno y la oración, método infalible para encontrarnos con el Otro y con los otros.

Una naranja de regalo.



    Quintaria ha sido sin duda una buena atmósfera para leer el libro de Luis Landero ‘El balcón de invierno’, un viaje a la memoria de la familia y de la infancia labriega del autor en Valdeborrachos y Alburquerque y a la adolescencia rebelde en el internado de curas y en el barrio Prosperidad de Madrid. El autor desgrana su conflictiva relación con su padre, que quiso hacer de su único hijo varón un abogado rico que desquitase al padre de tantos sinsabores campesinos y emig...rantes, y al que el hijo decepcionó totalmente hasta el final de sus días, en una clínica madrileña. Luis Landero se desnuda en esa última visita al hospital donde su padre agoniza. Pero también el autor nos emociona cuando habla de los primeros libros adquiridos ‘Las mil mejores poesías de la lengua española’ o el Criterio, de Balmes, y el siguiente festín de libros de un joven procedente de una familia de labriegos donde no había ni un libro en casa. Tiene páginas memorables, además de las ya citadas, como el dibujo de su primo Paco, de su abuela Frasca, el trabajo durísimo de su madre y sus hermanas frente a la tricotosa, y también el recuerdo de la tía Cipriana. Luis Landero recuerda la vida dura y dramática de su tía, obligada a casar con un hombre oscuro que termino por volverse loco, y morir poco después, dejándole poca hacienda y cinco hijas. Pero también la alegría y el buen humor de la Cipriana que vivía pobremonte en el pueblo, y a la que ellos, cuando regresaban de la ciudad entregaban algunos regalos: “botes de leche condensasa, paquetes de galleta, una rebeca gruesa para el invierno. Ella no estaba acostumbada a recibir regalos y se emocionaba tanto que se ponía fea de ternura, y hacía como un puchero, el llanto pintado en el rostro, y no sólo por la emoción sino también por la tristeza de no poder corresponder en igual medida. Por eso nuestros regalos eran modestos, para no ofenderla y crearle un cargo de conciencia". Y sigue contando, más adelante: "Una vez, en su afán de corresponder, les dijo con mucho misterio a mis hijos, que debían de tener siete u ocho años: os voy a hacer un obsequio. Entró en una alcoba fresca y oscura, la oímos trastear, y salió con dos naranjas, una en cada mano. Se inclinó solícita hacia los niños y se las ofreció, como si realizase un juego de magia. Esto, dijo en un tono rumboso, para vosotros. Los niños se quedaron perplejos, sin entender, mirando cada cual su naranja. Sin duda, ignoraban que una naranja pudiera ser un obsequio. Yo les dije luego que quizás nunca habían recibido, ni recibirían, un regalo tan sincero y espléndido como aquel." (marzo 2015)

A destacar

Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

Lo más visto: