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domingo, 6 de junio de 2021

Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé

 LA OPCIÓN GUANELIANA

Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé


 “El Dios que viste los lirios del campo con un vestido que ni el mismo Salomón soñó para sí, no permitirá que le falte lo necesario a quien trabaja únicamente por Él y por su Nombre” (L.G.)

 

           


Cuando los misioneros guanelianos llegaron a la República Democrática del Congo, lo primero que hicieron fue instalar un grifo para que los niños de la calle pudieran beber agua potable. Luego, alrededor de ese grifo, fueron creciendo duchas, dormitorios, comedores y aulas, lavaderos; pero lo primero fue un grifo. Cuando yo visité esté centro en 2008, me llamó la atención la pintura que cubría todo el portón de hierro que daba acceso al ‘punto de agua’: un mural del Arca de Noé. Por un largo y ancho sendero en medio del bosque, caminaban muchos niños de la calle que intentaban llegar hasta el Arca. Los coloridos pinceles habían hecho una fotografía exacta de la realidad. Por aquellos años, un ‘diluvio universal’ arreciaba sobre Kinshasa, la capital: la violencia que coleaba de una guerra, los miles de refugiados hutus y banyamulengues, la pobreza clásica congoleña, el desarraigo familiar, el VIH que campaba a sus anchas, la violencia sexual indiscriminada, la condena social a niños acusados de brujería, la prostitución de tantas niñas, los abusos y tropelías de los derechos humanos… Y en medio de este cataclismo, la Casa don Guanella ofrecía refugio, alimento, cobijo, escuela, hospital… una verdadera Arca de Noé en tiempos de diluvio universal.

Hay que remontarse más de una centuria atrás para conocer la primera Arca de Noé guaneliana. Surgió en Como, en la calle Tommaso Grossi, en el último tercio del siglo XIX. El caserón que habitaban las y los seguidores de Guanella acogía a personas de toda condición: los ancianos jugaban la partida de cartas o recordaban sus guerras, los huérfanos aprendían la tabla de multiplicar, las trabajadoras se afanaban en sus tareas, los ‘buonifigli’ regaban los tiestos, las monjas cantaban mal que bien el Tantum ergo, los aprendices de carpintería o de imprenta aprendían en sus talleres… Fue entonces cuando una monja, malhumorada por este caos, por esta sinvivir, gritó: “Esto parece un Arca de Noé”. La ocurrencia tuvo éxito. El ‘estilo Arca de Noé’ se convertiría en seña de identidad a lo largo de la historia guaneliana.

Y esta imagen del Arca de Noé tiene algo de verdaderamente hermoso, porque el Arca es capaz de acoger y proteger a todos los seres, a toda la diversidad. Lo mismo de valiosos son una pareja de leones que un par de corderos. Lo mismo de valioso es el dueño de la fábrica que la señora de la limpieza. Ellos son únicos y destinados a ser salvados, independientemente de su fuerza, de su belleza o de su inteligencia, de su edad, de su nacionalidad o de su lengua. Lo propio de la misericordia es conservar. El Arca de Noé es una imagen potente y poética y, a la vez, una invitación a cuidar, acoger, proteger y estimar a cada uno por su individualidad única e insustituible. Valiosos por el mero hecho de ‘ser’.

            ¿Qué significa ondear la bandera del Arca de Noé?

Lo primero: otear el horizonte y descubrir los nubarrones que amenazan con descargar su furia sobre unas determinadas personas, un determinado grupo social, étnico, religioso. Sólo si descubrimos a los nuevos pobres, podremos ofrecerles, de manera creativa, el evangelio del amor. ¿Dónde están las nuevas pobrezas? ¿En esa masa de gentes que, al perder su trabajo en nuestras sociedades ricas, pasan en poco tiempo a ser indigentes? ¿En los migrantes y refugiados que, en gran número, llegan a nuestras ciudades, con toda su ilusión y desarraigo? Pero hay otras pobrezas causadas por las normas y las opiniones imperantes: ¿Acaso los no nacidos vistos como ‘entes abstractos’ sobre los que la madre puede tomar cualquier decisión? ¿Acaso los ancianos, enfermos o desahuciados, invisibles a los ojos de la mayoría, y cada vez soportados como una carga para la sanidad y un obstáculo serio para una mayor prosperidad nacional? ¿Tal vez los que, en tiempos de pensamiento único, no opinan como la mayoría y se ven condenados al ostracismo más severo, por su forma de pensar en materia política, religiosa, cultural? Y sin duda, también en las pobrezas eternas de cualquier país empobrecido, aspirante a lo más básico, alimentación, salud, educación. Y en las pobrezas de los cinturones de las grandes ciudades, invisibles territorios, lugares de vergüenza.

Y finalmente, a mi modo de ver, existen también nuevas pobrezas directamente relacionadas con nuestros estilos de vida materialistas y negacionistas de cualquier sentido de trascendencia: ¿Acaso esos jóvenes atiborrados de ciencia y tecnología -adoctrinados ya desde la escuela- y convertidos en meros consumidores? ¿Acaso los hombres y mujeres hambrientos de absoluto -(Jacques Maritain decía que “la patria del hombre es el Absoluto”)-, de trascendencia, que vagan como ganado errante en busca de pastos que alimenten verdaderamente? ¿Acaso los nuevos radicales que están creando el ateísmo más intransigente, la corrección política más exacerbada, las ideologías culturales dogmáticas, los instigadores de una ‘moral cambiante’, al gusto de los ‘Palacios del Poder’ en cada momento? ¿Acaso los habitantes de ese páramo desértico que va dejando la deshumanización creciente en nuestras relaciones y que golpea especialmente a los más débiles y a los más frágiles?

Lo segundo: abrir el Arca de Noé a estas personas, para que se sientan seguras y alberguen razones para la esperanza. Había santidad en los alemanes que escondían judíos, en los comunistas rusos que protegían a nobles, en los republicanos españoles que dieron la cara por unas monjas en los convulsos años treinta del pasado siglo, en los católicos que defendían a los homosexuales hace apenas unas décadas, en los chinos maoístas que ayudaban a los maestros perseguidos. Hay santidad en los israelitas que denuncian las tropelías contra los palestinos y en los birmanos que ofrecen un plato de arroz a los rohignas en su camino a Blangadesh, por poner solo algunos ejemplos. Hay santidad en todas aquellas personas que creen que, aunque las leyes permitan burlarse, ofender, vejar e incluso perseguir abiertamente, a un determinado grupo o categoría de personas, se abstienen y hacen lo opuesto, pues saben que las leyes y la opinión de la mayoría nunca podrán crear la verdadera ética y sustituir a la propia conciencia.

Don Guanella era aún un niño, pero nunca olvidaría la mañana en que unos vecinos vinieron a despedirse porque se marchaban para América. Mamá María les dio una hogaza de pan recién horneado. Y los abrazó entre lágrimas. No era la aventura del oro lo que les llevaba a zarpar en el barco; era el hambre de una tierra ingrata de montaña. Muchos años después, miles y miles de italianos seguían llegando, pobretones y harapientos, a América. Como todos los emigrantes eran tratados como ciudadanos de segunda clase: extraños por la lengua, por la cultura, por la comida y hasta por la religión. Un buen día, Luis se subió a un barco y atracó en Estados Unidos. Lo acompañaban cuatro religiosas. Recorrió las casas de los emigrantes, escuchó sus lamentos, olió su pobreza, tocó sus rostros, bendijo sus almas: “Vivimos y morimos como perros, sin Dios”, le dijeron. Y junto a ellos, levantó una ‘cabaña’, para atenderles. También había pobreza en los pocos católicos que vivían en el valle suizo donde los protestantes eran mayoría. Y Luis Guanella caminó hacia ellos y con ellos puso en pie una capilla católica. Había pobreza en los niños discapacitados escondidos como una vergüenza, y en las mujeres trabajadoras de la industrialización de finales del XIX y…

En nuestras sociedades llamadas ricas, las pobrezas, cada vez más, serán afectivas, morales y espirituales. Los necesitados de cariño, de normas morales, de pan espiritual serán, cada día, más numerosos. Hay seres humanos que nunca han recibido un ‘evangelio’, en forma de escucha, cuidado, atención, afecto, abrazo, oración. Hay seres humanos que experimentan sed de algo o de alguien, pero no saben a qué fuente acudir. Lo mismo que hay personas que, para saciar su sed, acuden a fuentes equivocadas y venenosas, que solo engañan su sed y aumentan su dolor. También este tipo de pobres, más invisibles y más necesitados que los tradicionales pobres de pan y manta, merecen su Arca de Noé. Las comunidades guanelianas de creyentes de este siglo XXI deberán descubrir sobre qué tipos de personas descargan los diluvios contemporáneos y ofrecer ‘buena noticia’ en un Arca de Noé, cálida de afectos y de abrazos.

En la parábola del pobre Lázaro y del rico Epulón, no se nos dice que el rico maltratase al pobre de palabra o de obra, o que se burlase de él. No, simplemente el rico Epulón no lo veía. Su mirada no se dirigía al rincón donde Lázaro estaba pidiendo. Mirar con atención es una virtud. Los santos son los que saben mirar y descubrir que hay un ser humano pobre, allí donde los demás ven un espacio vacío. La característica esencial de los pobres, lo que les define, es que son invisibles.

Plantar la bandera del arca de Noé traduce bien lo que don Guanella decía a sus frailes, monjas y laicos: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que cuidar”. Y también: “Al más abandonado, sentadlo en vuestra mesa”.

Desde 1915 hasta hoy mismo, una estela de hombres y mujeres han sido excelentes constructores de Arcas de Noé. Todos ellos han sentido la “nostalgia del futuro”,  porque, gracias a su sabiduría, a su profundización en las palabras del Fundador, a sus intuiciones, a su trabajo entregado y discreto, a sus escritos, a su caridad, en definitiva, a su santidad, han sabido ver los diluvios que amenazaban y han sabido construir ‘arcas de Noé” creativas y eficientes. Sus vidas han sido albergue, refugio, hogar y horizonte, y han marcado, indeleblemente, el sendero guaneliano: Clara Bosatta, Aurelio Bacciarini, Marcelina Bosatta, Leonardo Mazzucchi, Rosa Bertolini, Attilio Beria, Giuseppina Fusi, Domenico Saginario, Apolonia Bistoletti, Juan Vaccari, Magdalena Minatta, Antonio Ronchi, Giuseppina Papis, Agostino Valente, Giancarlo Pravettoni, Mario Tarani, Lidia Pini, Mario Bellarini, Marisa Roda, Olimpio Giampedraglia, Pietro Pasquali, Cesare Elli, Pietro Osmetti, Bruno Belfi, José Cantoni…

 El dulce y terrible nombre de Dios ya sólo puede ser comunicado mediante la irradiación y la luminosidad de la ‘caritas’, del amor. El púlpito para anunciar a Dios solo puede ser el propio corazón y las propias manos. Los samaritanos ya son los únicos creíbles en los caminos por donde pasa la vida de los moradores heridos de esta Tierra, “dramática pero magnífica”. Al fin de cuentas, como bellamente nos ha enseñado Gabriel Marcel: “Decirle a alguien: te quiero, es decirle: tú no morirás”.  

Laus Deo. Valladolid, diciembre 2020 – Quintanilla de Arriba, junio 2021



A mis queridos maestros italianos que en Aguilar de Campoo y Palencia me enseñaron los rudimentos esenciales para caminar por la vida sin herir demasiado a quien pasa cerca; lástima que no saliese un buen alumno.

A Vincenzo Simion, Giuseppe Cantoni, Aldo Recco, Antonina Tofanacchio, Clelia Capizzano, Adelio Antonelli, Alfonso Crippa, Leo Bigelli, Mario Bellarini, Ezio Canzi, Luigi Lamperti, Giorgio, Albino Berlusconi, Mario Nava, Bruno Capparoni, Battista Pagani  y Giovanni Vaccari.

Adán Breca



“¿No sabéis que, como las águilas, estáis llamados a volar alto?”

(Luis Guanella)


domingo, 30 de mayo de 2021

El Papa como Patria. El mundo como Patria

 LA OPCIÓN GUANELIANA

12.-. El Papa como Patria. El mundo como Patria

Arropados por una comunidad y, al mismo tiempo, abiertos al mundo.

“Vuestra Patria es el mundo entero” (L.G.)




Se nos llena la boca de globalidad, multiculturalidad y otras ‘boniteces’, pero la xenofobia crece a sus anchas, los países blindan sus fronteras, y se levantan muros y vallas por doquier, lo mismo en la frontera con México, en Palestina o en Melilla.

Muchos, con razón, denuncian que la globalidad sólo sirve a las finanzas, es decir, los capitales se mueven libremente, sin trabas y sin fronteras, pero no así las personas. ¡Una globalidad con pasaportes y sin alma!

Sin embargo, la pandemia nos ha hecho caer en la cuenta de la realidad de nuestra interdependencia. Un coronavirus surgido en un remoto rincón de la ciudad de Wuhan se propagó a velocidades increíbles por todos los países, dejando un rastro de muerte y enfermedad y una economía diezmada. Esto debería llevarnos a reflexionar sobre la interdependencia de todos. Decimos que el mundo y la economía son globales (también hemos visto que la enfermedad lo es) y, sin embargo, todavía funcionamos con gobiernos locales. La Organización de las Naciones Unidas parece quedar reducida a un ‘cofre de buenas intenciones’. La interdependencia es la conciencia y la sensibilidad de que, o trabajamos juntos en los principales puntos de la agenda global, o el mundo estará destinado a constantes tensiones y a continuas injusticias. El problema del hambre, de los derechos humanos, del cambio climático, del papel de la mujer, de los recursos hídricos, de las tensiones fronterizas, de la justicia universal, de los populismos excluyentes, del terrorismo internacional, de los movimientos migratorios… todo ello es a una invitación a trabajar juntos.

Todo creyente guaneliano está llamado a pensar en términos de Reino de Dios y Patria Universal. Todo católico es miembro de una comunidad de creyentes de la cual el Papa es su pastor y guía, la garantía de verdad y de continuidad a lo largo del tiempo. En cualquier rincón del planeta, un católico reconoce una eucaristía, un gesto de bendición, el dulce rostro de María en un altar, un rosario en las manos de una mujer, una procesión de Corpus Christi, el canto del Pange Lingua, la figura blanca del Papa. Un católico indio o congoleño entra en una iglesia de un barrio de París, y se siente en casa. Un turista español entra en la iglesia de San Antonio de Padua, de Estambul, y reconoce su hogar espiritual.

Cada creyente, por su pasaporte, es ciudadano de un Estado, pero también miembro de un Reino de Dios que se va edificando ya en esta tierra y que se reconoce en cualquier lugar. Allí donde se reúne un grupo de cristianos, allí donde un cristiano siembra su testimonio, allí crece la semilla del Reino. Estamos en el mundo, somos españoles o chilenos, pero al mismo tiempo pertenecemos al Reino de Dios.

Enmanuel Carrère termina su libro El Reino narrando un episodio de su vida, en ese momento en que aún era cristiano. Acudió a una celebración de El Arca, fundada por Jean Vanier. Al final de la misa, los chicos con discapacidad se pusieron a bailar. Él se sentía cohibido y un poco ridículo en medio de esa algarabía. Una chica con síndrome de Down le sacó a bailar. Abandonó la timidez y se entregó a los movimientos de la danza, pero sobre todo a la alegría contagiosa que lo envolvía. Fue entonces cuando pensó: “Esto es el Reino”.

Entre 1842 y 1915, fechas del nacimiento y de la muerte de Luis Guanella, Italia vivió en estado de permanente vaivén político. Para muestra, un botón: Su abuelo fue suizo; su padre vivió durante el imperio francés napoleónico; Luis, bajo el dominio austriaco, los sobrinos de Luis, fueron italianos.

Luis Guanella, al igual que otros muchos católicos de su época, tuvo su corazón dividido entre la exaltación de la Unificación Italiana y la defensa de los derechos pontificios. Es el momento de la fractura entre Italia y los Estados Pontificios. Los sentimientos nacionalistas fueron ganando terreno. Y el entusiasmo por la nación italiana fue creciendo en todas las direcciones. Todas las ciudades que habían permanecido bajo Los Estados Pontificios pasaron a formar parte del Reino de Italia. Don Guanella no se sintió invadido por este sentimiento nacionalista, y él mismo se ‘construyó’ una propia patria bajo la protección del Papa. En ese momento de tantas defecciones y ataques al Romano Pontífice, supo mantenerse leal al Papa. “Nuestro dulce Vicario de Cristo en la Tierra”, como lo denominaba, un poco pomposamente, es una expresión de apego y de cariño hacia el Obispo de Roma. Legalmente era un italiano, pertenecía al Reino de Italia, pero él se reconocía como miembro de otro Reino. Como cualquier cristiano, él sabía que se puede ser ciudadano de este o aquel país, de un reino o de una república, pero lo que cuenta para un creyente de veras es ese Reino que se construye ladrillo a ladrillo, paso a paso, siembra a siembra. Un Reino dentro del reino. El cariño y la cercanía de Luis Guanella por el Pontífice son de una sinceridad y de una lealtad incuestionables. No está de más recordar que en el último siglo, la estatura moral de los pontífices ha sido verdaderamente impresionante, hasta convertirse en los únicos líderes universales respetados por creyentes de todas las confesiones y no creyentes. El Papa es el ‘perfil’, el rostro visible en esta Tierra de ese Reino que los católicos construyen con sus obras. Un creyente guaneliano, en el fondo, sabe que no posee otra bandera ni otro señor. Eso da un sentido de universalidad impresionante.

Un católico, lo dice la misma palabra, es universal. Creyente de un Reino sin fronteras. Y ciudadano de una Tierra de hermanos. En estos tiempos que corren, en que ciertas ideologías en boga y ciertos discursos vuelven a la carga con sus ‘reinos privados’ amurallados, circunscritos al territorio nacional, o en que algunas regiones ricas, basándose en identidades de saldo que enmascaran un discurso supremacista y un nulo deseo de compartir la riqueza, resulta alentador saberse miembro de otro Reino que germina lentamente, paso a paso, y que no se identifica ni con banderas, ni con pasaportes, ni con ADN’s, supuestamente puros. El creyente sabe que pertenece a una comunidad que traspasa fronteras y de la que forman parte el campesino filipino, el pescador ghanés, el informático de Silicon Valley y el poeta noruego. Una comunidad unida por una fe, pero también por una determinada moral, por una liturgia y por el Papa.

Existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los católicos, a todos los cristianos y a todos los creyentes. Y existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los hombres y mujeres del mundo, independientemente de su raza, su pasaporte, su edad, su opción sexual, su pensamiento político y su credo. Ya Montesquieu, en el siglo XVIII había escrito que “antes que francés, soy un ser humano, porque soy un ser humano por necesidad, mientras que soy francés solo por azar”

El creyente sabe que su comunidad no puede estar blindada con cerrojos y vallas, sino abierta a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y en la que los pobres, por su propia pobreza, sea del tipo que sea, pueden llamar a la puerta y sentirse acogidos. Es más, cada pobre, por el hecho de tener un rostro (¡el rostro humano es una hierofanía¡), puede sentirse miembro del Reino de Dios y de la Patria Universal.

Una de las frases más conocidas de Don Guanella, repetida hasta la saciedad, es: “Vuestra patria es el mundo entero”. Ya no hay naciones, ya no hay tribus, ya no hay lenguas, ya no hay etnias. El Mundo entero es nuestra unidad territorial. El Mundo es la medida de nuestro Hogar y  la medida de nuestro Reino. No hay otra. Todo lo demás son nacionalismos engañosos y trasnochados. Identidades falsas; muchas veces, identidades del odio.

Creer verdaderamente que el mundo entero es nuestra patria, es creer que ni los pasaportes, ni los credos, ni los idiomas, ni los sistemas políticos, ni las ideologías tienen la última palabra. La última palabra la tiene cada ser humano, con su rostro, su nombre y su historia. El ser humano es sagrado porque es hijo de Dios, de mi misma familia, capaz de una dignidad que no puede ser aplastada en ningún caso. Todo ser humano lleva mi propio apellido y mi propia sangre. Esto hace que se desmoronen todas nuestras etiquetas, encasillamientos, racismos, xenofobias, nacionalismos... Todo esto nos sitúa en la fraternidad de los hijos de Dios que se reúnen a partir y a compartir el pan y el Pan.

En estos tiempos en que las ideologías fuertes vuelven a prosperar en el pensamiento y en el sentimiento de millones de seres humanos, ideologías con aspiración a ocupar ese nicho vacío, antes ocupado por la religión y el sentido trascendente del ser humano, se hará cada vez más perceptible la hostilidad creciente a los creyentes, precisamente por su catolicidad, por su universalidad y por su poca docilidad para admitir componendas con quienes quieren despojar al ser humano de su sacralidad y convertirlo en un número de una masa, ganado fácil de conducir. La tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una constante del espíritu humano”, decía Jean-François Revel. Y Juan Manuel de Prada apostillaba que “Todas las ideologías totalitarias que en el mundo han sido aspiran a crear un ‘hombre nuevo’ que se amolde a sus postulados”. Y por Chesterton sabemos que “Cuando el hombre deja de creer en Dios, empieza a creer en cualquier cosa”.

En estos tiempos, decíamos, el creyente guaneliano se sabe al resguardo de estas idolatrías, bajo la garantía y la certeza de Roma y la del Papa que en cada momento tripula la barca de Pedro. Pero también el creyente guaneliano se sabe convocado y alentado para construir, tal vez con las mismas piedras que sirven a muchos para sus lapidaciones, una nueva y ancha Patria, la de la Fraternidad Universal en la que creyentes y no creyentes trabajan por un mundo mejor, un mundo que nunca podrá ser una masa amorfa, una colectividad indistinta, sino la suma de individualidades sagradas de cada hombre y cada mujer con su nombre, su rostro y su historia. No olvidemos nunca que cuando al ser humano se le convierte en cosa, se puede hacer con él lo que se quiera, también eliminarlo. El ser humano ‘es’, y no solo está.

Cada ser humano se puede sentir, a la vez, ciudadano de varias ‘patrias’ que se complementan y no se excluyen, salvo cuando, ante un dilema moral, es preciso elegir. Y la opción de un creyente debe estar presidida, no en atención a un yo, sino en atención a un nosotros. Otra vez, Montesquieu nos dice: “Si supiera de alguna cosa que me fuese útil y que resultara perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si supiera de alguna cosa útil para mi familia, pero que no lo fuese para mi patria, trataría de olvidarla. Si supiera de alguna cosa útil para mi patria, pero perjudicial para Europa y para el género humano, la consideraría un crimen”.

En Abu Dabi, el 4 de febrero de 2019, el Papa Francisco y el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb firmaron un documento para la Fraternidad Universal. Lo expresaron con gran belleza: “La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, especialmente las más necesitadas y pobres… En el nombre de Dios, asumimos la cultura del diálogo como camino; la colaboración como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio”.

 


Próximo domingo: Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé


domingo, 23 de mayo de 2021

¡Adiós, Val Calanca!

 LA OPCIÓN GUANELIANA

11. ¡Adiós, Val Calanca!

Estupor ante la naturaleza y la necesidad de decrecer para una economía sostenible.

“No es extraño que, ante estos paisajes grandiosos, enmudezcamos; no es extraño que hasta los más bellos monumentos creados por el hombre, parezcan pequeños” (L.G.)

  


Envejecemos el día en que se apaga el estupor y la maravilla en nuestra mirada. Envejecemos el día que nos crecen las cataratas en el alma y perdemos la capacidad de sorprendernos ante la belleza de la naturaleza o la bondad de los hombres.

Pocos meses antes de morir, Luis Guanella visita Val Calanca, en la llamada Suiza italiana, donde años atrás había fundado una comunidad. El cura que lo acompaña, al pasar delante de la iglesia, hace ademán de entrar para rezar ante el Santísimo, pero Luis Guanella le coge del brazo: “Permanezcamos aquí fuera; sentémonos en este banco y contemplemos el valle”. Al volver a casa, aún extasiado por la belleza del paisaje, dio rienda suelta a su vena poética y a su estupor delante de la creación:  

“Adiós, Val Calanca. Me has permitido admirar la garganta por donde transcurre el río que te da nombre. Me has hecho ver la riqueza de tus bosques, la poesía de tus verdes prados en pendiente, y has puesto delante de mí los feraces pastos de tus montes. He gustado el taciturno silencio de este estío y he podido admirar esa majestad de Dios que se manifesta in montibus, su bondad, su admirable Providencia. Ante la grandeza de tu valle, el peregrino se siente como perdido”.

“Adiós, Val Calanca, te saludo con anhelo de volverte a ver. Quisiera seguir admirando la variedad de tus riquezas minerales, vegetales y animales. Quisiera saludar uno a uno a tus privilegiados moradores, y, si me lo permites, invitar a todos a sumar virtud a virtud”.

Si hay algún problema actual sobre el que la mayoría de la humanidad está de acuerdo es la crisis del cambio climático. En las últimas décadas hemos ido comprobando el deterioro de los ecosistemas y de los océanos. La capa de ozono y la contaminación provocan o agravan muchas enfermedades. Los polos se derriten y aumenta el nivel del mar. A pertinaces sequías, suceden grandes tormentas que arrasan con todo en pocas horas. Hay tornados donde no los había habido nunca. Y hay lluvias escasas donde siempre había diluviado. Los inviernos se acortan y los veranos se alargan. Las selvas disminuyen de día en día y la desertización de amplias zonas es ya una realidad a las puertas de nuestro asfalto y de nuestras ciudades. El crecimiento económico sin límites y la explotación abusiva de los recursos naturales solo pueden llevarnos a un colapso planetario. Un consumismo irresponsable y una pésima distribución de los bienes nos conducen hacia nuevas injusticias y nuevos sufrimientos.

Don Guanella era un montañés, nacido y crecido en medio de una naturaleza áspera, auténtica y bella. De pequeño subía con su guadaña a segar la hierba de los prados que luego bajaba hasta el henil en su cuévano. Unos surcos de maíz o de patatas, la recogida de hierbas aromáticas para hacer infusiones medicinales o para elaborar aguardiente, el pequeño huerto de coles y berzas que ayudaba a pasar el invierno, cuatro gallinas, una colmena, un cerdo. La agricultura de subsistencia formaba parte de la vida y ocupaba a todos los miembros de la familia. Vivir era subsistir. La naturaleza no era solo una estampa hermosa sino también la madre nutricia que procuraba comida para hombres y bestias. Todo se aprovechaba y reaprovechaba.

Fraciscio. Las montañas, las nieves perpetuas, los enhiestos abetos, los arroyos juguetones, las luminarias en el firmamento que titilaban en las noches heladas, los prados por doquier, las estrellas alpinas en la montaña que admiraban a pequeños y grandes, el torrente Rabbiosa, del que don Guanella decía, disculpándose, haber heredado su impetuosidad, nos hablan de una vida en contacto con la madre naturaleza que, al igual que la Historia, es maestra de vida. No es la ecología de postureo y escaparate que el ‘buenismo’ nos intenta colar. Es el verdadero respeto a una naturaleza que tiene sus propios tiempos y sus propios ritmos. Una naturaleza que se comporta como madre cuando es respetaba, y como madrastra cuando es atacada insensatamente.  

Ese espíritu rural que respeta la naturaleza y a la vez le pide frutos abundantes, aunque sin agotarla, ha sido una constante a lo largo de la historia de las congregaciones fundadas por Don Guanella. En Aguilar de Campoo, en Roma o en Abor-Ghana, el cultivo de la tierra y el cuidado de animales eran realidades siempre presentes. El huerto, los árboles frutales, el gallinero o los cerdos eran, además de un recurso importante para la economía doméstica, una apuesta por la sencillez de vida, por el contacto con la tierra que implicaba tanto a religiosos, cuidadores, educadores, chicos con discapacidad, alumnos…

La opción guaneliana para vivir el cristianismo en este siglo XXI no puede olvidar sus raíces rurales, su contacto con la naturaleza, que no es la del turista que mira, sino la del agricultor sensible y comprometido, que sabe que, en el respeto y el amor a la madre tierra, se cifra el plato sobre la mesa del mañana.

En su encíclica Caritas in veritate, Benedicto XVI afirmaba: “La naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada en la dinámica social y cultural que prácticamente ya no constituye una variable independiente. La desertización y el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y cultural de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. El acaparamiento de los recursos, especialmente del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas”.

Se tiene la sensación de que las campañas a favor de la ecología y la sostenibilidad son una manera de maquillar realidades bien distintas y actividades bastante inconfesables. Al mismo tiempo que celebramos el día sin coche, los gobiernos dan ayudas para comprar coches nuevos. Al mismo tiempo que plantamos cuatro árboles a la puerta de un colegio, se deforestan miles de hectáreas en zonas protegidas; al mismo tiempo que se suprimen las bolsas de plástico en los supermercados, salimos de ellos con decenas de envases y envoltorios; al mismo tiempo que hablamos de reciclar y reutilizar, enviamos decenas de barcos a un país empobrecido con toda nuestra basura tecnológica; al mismo tiempo que dejamos ropa usada a la puerta de Cáritas, salimos de otra tienda con dos bolsones de ropa recién comprada.

La pandemia ha servido para darnos cuenta de que un modelo económico que se base en el consumo enloquecido es inviable. Para que los países más empobrecidos puedan progresar un poco, es preciso que los países ricos decidan ‘decrecer’. Cambiar estilos de vida individuales y colectivos, más cercanos a la austeridad y a la sobriedad, está plenamente en consonancia con el respeto a la creación y con esa certeza de que los recursos de la Tierra son finitos. Decrecer es uno de los verbos que tendremos que aprender a conjugar en el futuro más inmediato, si no queremos que este mundo se desmorone.

¿Qué hacer si sabemos que los recursos de la tierra son finitos y la ambición para explotar esos recursos es infinita? Todo un desafío que atañe a las políticas nacionales e internacionales de los países más ricos del mundo, pero que incumbe también al comportamiento y a la actitud ante el consumo de cada individuo. No se trata de decrecer por decrecer. No se trata de frenar por frenar. Es preciso decrecer en los países ricos para que los países empobrecidos puedan, como acto de justicia, incorporarse al tren del progreso sostenible. Decrecer para que las generaciones venideras no tengan que pagar los platos rotos de este fiestón irresponsable de “nuestra generación del quiero todo y lo quiero ahora”.

Francisco en su encíclica Laudato si escribe: “¿Es realista esperar que quien se obsesiona por el máximo beneficio se detenga a pensar en los efectos ambientales que dejará a las próximas generaciones? Siempre habrá gente que acuse de pretender detener irracionalmente el progreso y el desarrollo humano. Pero tenemos que convencernos de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo”.

El pasmo de Luis Guanella ante la naturaleza es grande, pero hay algo que aún le maravilla más: El hombre es la obra por excelencia de Dios aquí en la tierra. El hombre es el himno más bello que se pueda cantar al Creador”. Tampoco esto puede ser olvidado en un momento en que diversas corrientes de pensamiento –muy amplificadas por los media- quieren hacer, de la naturaleza y de los animales, un absoluto, rebajando así al ser humano de ese ‘plus’ que le otorga el pensamiento cristiano, y del que debe seguir gozando. El ser humano es “más que algo; es alguien”.

 




 

Próximo domingo: Cap. 12. El Papa como Patria. El mundo como Patria

domingo, 16 de mayo de 2021

La alegría de los borriquillos

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

10.- La alegría de los borriquillos.

Ponerse al servicio del otro con palangana y toalla.

“Quien camina con Dios, viaja alegre” (L.G.)

 


“Dios nos libre de los santos encapotados”. Y con esta expresión llena de humor de Teresa de Jesús, nos adentramos en el terreno de la alegría. Las imágenes que la Historia y la Iglesia nos han transmitido de los santos son de una gravedad y de una seriedad que poco invitan a la imitación.

A don Guanella, escasamente fotogénico, tampoco le han favorecido mucho las fotografías. Tendía a entornar un poco los ojos; si a eso añadimos la seriedad de la sotana negra, el rostro adusto, la gravedad en la pose, podríamos tener la sensación de que era un “santo encapotado”. Carlo Lapucci se dedicó a recopilar anécdotas de su vida, muchas de las cuales nos hacen sonreír suavemente. Repasando fotografías en blanco y negro, solo he visto una en la que se muestra contento y espontáneo. Fue tomada en su viaje a Tierra Santa. Se había dejado crecer la barba, y en la foto se le ve feliz rodeado de un grupo de muchachos árabes.

“Borriquillos” llamaba Luis Guanella a sus religiosos. Y lo hacía con gracia y humor. Los quería serviciales, humildes, cansados después de un día de duro trabajo, y agradecidos y contentos. El borriquillo es el animal de carga, que trabaja y trabaja, que llega a la cuadra deslomado, tras una larga jornada en el campo o atado a la noria. Es a ese trabajo insignificante pero utilísimo, a veces mal correspondido, a ese cansancio diario, a esa servicialidad sin peros, a esa humildad, a la que apuntaba Luis Guanella cuando llamaba ‘borriquillos’ a sus frailes.

Por una idea equivocada, asociamos la santidad a una seriedad de funeral. Y sin embargo, los santos, a pesar de la austeridad, los sacrificios y la disciplina interior, han conocido, como ninguno, la verdadera alegría. Y estos por dos motivos: Uno: por su libertad de espíritu conseguida con su desapego de las cosas, con su independencia de las personas y con su autodominio. Y dos: han comprendido que Jesús ha traído una buena noticia, un novum, un tesoro. Su contento y su alegría interior vienen de este descubrimiento. La alegría siempre es compatible con la cruz.

Jesús es invitado a unas bodas. Es una celebración jubilosa. Pero falta el vino. Unos novios poco previsores o unos invitados con afición a empinar el codo han provocado que el vino se agote. Jesús sabe que para saciar la sed, basta el agua; en cambio, para saciar el corazón, el agua no basta. Jesús con este milagro, nada espiritual, nada místico, viene a decirnos que Él está en medio de nosotros como aquel que multiplica las alegrías de los hombres. El milagro más ‘mundano’ de los milagros da inicio a la vida pública de Jesús. El mundo, como bellamente ha dicho Merleau-Ponty, es el cuerpo ensanchado del hombre. Jesús bendice la alegría de cada ser humano y del mundo. Si uno cierra los ojos y escucha ‘Jesús, alegría de los hombres’, de Johann Sebastian Bach, llega a percibir a qué alegría me estoy refiriendo.

Tomás Moro, que había conocido directamente el más alto poder y que le tocó vivir en un momento de gran tensión en Inglaterra, no se olvidaba de rezar cada día pidiendo al Señor un poco de humor:

Dame, Señor, el sentido del humor.

Concédeme la gracia de comprender las bromas,

para que conozca en la vida un poco de alegría y

pueda comunicársela a los demás.

 

Pero este mundo nos llama a engaño. Y todos notamos que la alegría se vende, normalmente cara, y que la alegría procede de algo externo. Una alegría que se puede comprar en el supermercado del alcohol, la comida gourmet, la bebida gran reserva, la música estridente, los viajes a las antípodas, el sexo de barra libre… En fin, una alegría organizada, programada y pagada.

Y sin embargo, sabemos que la alegría, la profunda y la duradera, la llevamos dentro, como un rescoldo que solo necesita ser reavivado. Por eso, la alegría no está reñida con la austeridad. Es más, la verdadera alegría brota de las cosas sencillas, de las cosas ordinarias; brota, sobre todo, de la libertad interior y del espíritu de servicio. Y, además, para un creyente –y lo sabemos desde el momento del nacimiento de Jesús- procede de una buena noticia. Es la alegría de quien sabe que no le “faltará el vino” en su existencia. Es la alegría de quien tiene la certeza de que en la barca hay un buen timonel que nos asegura un buen trayecto, no obstante el oleaje y la tormenta.

La alegría procede también de nuestra propia conciencia de lo poco que somos. Reírse de uno mismo, reírse de nuestras pretensiones grandilocuentes. Y ser capaces de mirar y admirar  en la vida tantos gestos de bondad, de verdad y de belleza. Mostrarse agradecidos, vivir enraizados en la gratitud, es un pasaporte para la alegría.

            Cuando verdaderamente tenemos sed, solo un vaso de agua nos la puede saciar. Cuando verdaderamente tenemos hambre, solo un trozo de paz es necesario. Solo cuando hemos trabajado todo el día como borriquillos, un saco de paja puede ser el mejor colchón. En el momento de mayor angustia, un abrazo logra arrancarnos todo nuestro dolor.

Después de haber catado todos los vinos y paladeado todos los platos. Después haber leído todos los libros, como decía Mallarmé. Después de haber perdido la cuenta del número de  amantes de unos veranos que creíamos que iban a ser para siempre. Después de habernos bañado en todos los mares, visto todas las ciudades y bailado en todas las fiestas…. Y después de haber vuelto de  todas estas experiencias más aburridos y más insatisfechos… ahora es el momento de volver a la insipidez del pan y de la leche, al atardecer gratuito, a los cuatro amigos que ya no nos deslumbran, pero que son los únicos que nos dicen la verdad, ese regalo impagable que sólo te dan tus padres y cuatro amigos a lo largo de una existencia de más de 80 años.

            Cuando don Guanella llegó de párroco a Pianello Lario le había precedido ya la mala fama de cura exaltado. La pequeña comunidad de monjas que ayudaba a huérfanas y ancianos estaba sobre aviso: “Ojito con este pájaro”, se decían. Pero un día sor Marcellina Bosatta tuvo que ir a llevarle un recado. Llegó justo en el momento en que Don Guanella estaba comiendo una ensalada. Cuando sor Marcellina regresó a su casa, reflexionó: “un cura que come una ensalada sin aliñar con los dedos, no puede ser un tipo peligroso”.

Y es verdad que el lujo de una casa o de una mesa nos puede deslumbrar, pero sólo la austeridad (¡la pobreza!) nos ilumina. En el fondo admiramos a esas personas que, no por necesidad, sino por opción personal, prefieren la sencillez de las costumbres, la moderación, la sobriedad y la austeridad.

Cuando Teresa de Jesús fue a visitar a la duquesa de Alba en su palacio, la monja que la acompañaba le comentó si se había fijado en la cantidad de muebles, lámparas, alfombras, vajillas, tapices, relojes, cuadros que tenía la duquesa. Teresa, con esa contundencia castellana de mujer sabia y recia, le contestó: “las necesitará”. Y en este “las necesitará” es donde se encuentra la clave de nuestra personalidad. Si cualquier día, para estar medianamente felices, necesitamos acumular cosas y amontonar experiencias… es que en realidad somos muy pobres.  Ahí nos jugamos todo en nuestra vida. Una efímera felicidad seguida de episodios de desdicha. O una serena existencia, apacible, sin sobresaltos, y sin altibajos. No es más pobre el que menos tiene, sino el que menos necesita.

Hay alegría en ese Luis Guanella al que sor Marcelina descubre un día comiendo cuatro hojas de lechuga con los dedos. Y también cuando dice al ama de cura del anterior párroco, don Coppini, en Pianello Lario: “con un poco de polenta y un trozo de queso, tengo bastante”. O cuando con una viga de madera tirada en la escombrera se hizo un pupitre y un taburete que le sirvieron de escritorio durante 7 años, y donde redactaría un montón de folletos para formar a sus sencillos feligreses. Hay alegría el día en que invita a un cochero que juraba como un carretero a una sopa en su casa. Hay alegría cuando, desde Tierra Santa, escribe: “ayer el burro en el que viajaba dio una coz y me tiró al suelo. No me hice nada. Se ve que el burro que iba encima era más burro aún”. Hay humor cuando le comenta al Papa: “La señora no sé cuántos me ha dado 10.000 liras para la nueva parroquia. Imagino que el Papa no va a ser menos que esa señora”. Hay alegría cuando, tras declararse un pequeño incendio en una sala, pide a un chico disminuido que vaya a por agua. A este no se le ocurre otra cosa que ir a la cocina y coger la primera garrafa que vio. Era vino. Cuando Luis Guanella se dio cuenta, le dijo: “El fuego ya está apagado; anda, baja a por unos vasos a la cocina y vamos a un beber un trago que nos ha entrado sed”.

Cada vez que la melancolía me invade, intento que en mi corazón resuene el consejo de Sancho Panza a Alonso Quijano: “Señor mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo”. Don Quijote de la Mancha, entre otras muchísimas cosas, es un canto a la alegría, a la risa y al buen humor, sin los cuales el alma humana se agosta y seca. Ya en su prólogo, Miguel de Cervantes declara que su intención, al escribir esta historia es que “el melancólico se mueva a risa, el  risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.

La auténtica alegría tiene que ver con el espíritu de servicialidad, con el deseo de facilitar un poco la vida al otro. Jesús la resumió en un gesto: el lavatorio de los pies. Quien se pone al servicio de los demás, para hacer al semejante la vida más llevadera conocerá una alegría íntima que nunca paladearán los poderosos y los egocéntricos. Por eso, Luis Guanella quiso que sus seguidores se llamasen ‘siervos de la caridad’. “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”, leemos en Mateo, 20.

La política de la palangana y la toalla es el gesto que rompe en su propio núcleo la lógica del mundo y sus opresoras estructuras. Quien, de forma voluntaria, se arrodilla para lavar los pies al más necesitado de los seres humanos, hace saltar en mil añicos los cimientos de este mundo. Del encuentro entre el cuerpo que se dobla para lavar los pies y el cuerpo que, sentado, recibe el agua y siente la mano que lo limpia, nace todo encuentro humano. El cuerpo es, así, “el mediador de todo encuentro” (Gabriel Marcel). “Sin el cuerpo el hombre no puede tan siquiera expresar una oración”, decía Hildegarda von Bingen. El lavatorio de los pies es siempre una oración. El otro Padrenuestro que nos enseñó Jesús de Nazaret.

 


 

Próximo domingo: Cap. 11. ¡Adiós, Val Calanca!

domingo, 9 de mayo de 2021

Sobre la muerte y el morir

LA OPCIÓN GUANELIANA

9.- Sobre la muerte y el morir.

Hay una semilla de plenitud a pesar de la fugacidad de la existencia.

“Dios nos creó admirables en el cuerpo, grandes en la mente y grandes en el corazón. Nos creó para su gloria, para difundir en nosotros su bondad y felicidad” (L.G.)


           


El hermano Juan Vaccari murió el 9 de octubre de 1971 en Palencia. Y marcó la historia de los guanelianos en España. Muchos años después, leí los diarios que había escrito. Su pensamiento estaba constantemente dirigido a la muerte. En una ocasión había ofrecido su vida en lugar de un enfermo. Pensaba en la muerte, como una salida de este mundo y un ingreso en la Casa del Padre, después de unos años de exilio en la Tierra. ¿Cómo un hombre que pensaba constantemente en la muerte había sido capaz de vivir tan contento y tan alegre en esta vida? Si algo impresionaba de él era su alegría y su desvivirse para que los alumnos estuviésemos siempre contentos. Era un hombre feliz e intentaba que los demás lo fuesen. O mejor dicho: intentaba hacer felices a los demás, y él lo era. 

            ¿Existe un mañana después del cementerio o del crematorio? Los creyentes creen que sí. Los no creyentes dicen lo contrario. Ni unos ni otros aportan argumentos incontestables, porque el misterio de la muerte enmudece a unos y a otros.

Aquel primer homínido que trató con respeto el cuerpo recién fallecido de su hijo, lo enterró aparte, en lugar de arrojarlo al muladar junto a los huesos de un jabalí o de un corzo, y señaló con unas piedrecitas el lugar del enterramiento, ese día se convirtió en hombre e inventó la trascendencia.

Dice George Steiner que el hecho de que nosotros, en nuestras lenguas, utilicemos el tiempo futuro, que seamos capaces de decir frases como “dentro de cinco minutos tomaré un café o mañana nos veremos, el mes que viene estaré en Nueva York, o me jubilaré dentro de cinco años”, es decir, que seamos capaces de proyectarnos verbalmente hacia el futuro, es una especie de intuir la trascendencia. Los seres humanos nos percibimos así porque la raíz de la esperanza está plantada en nuestro ADN. El ser humano con palabras levanta el futuro; con ladrillos verbales construye el mañana. Y si esto es así: el ser humano sueña el devenir y puede hablar de  “la otra vida, más allá de la muerte”.  

Pero la ciencia (todo se puede saber) y la técnica (todo se puede hacer), convertidas en las ideologías dogmáticas de nuestro tiempo, han arramblado con cualquier mañana después de la muerte. Y por lo tanto, el ser humano, convertido en puro biologismo y fisiología, se encuentra, por primera vez, inerme ante la muerte, que es percibida como la  Gran Derrota. Una derrota que no se puede mostrar, ni ver, ni pensar en ella. Lo hemos comprobado recientemente durante la pandemia: la prohibición de mostrar las morgues donde se amontonaban los ataúdes o los hospitales llenos de moribundos, o contar las historias individuales. Los muertos reducidos a fría estadística, sin relato y sin historia.

El creyente se sabe finito, pero no es un ser destinado a la muerte. Dante ya nos aleccionó y nos dijo en su viaje a los círculos del infierno que “los más desgraciados entre todos eran los que no tenían esperanza de morirse”. La vida es hermosa, precisamente por su fragilidad y por su brevedad. Hemos sido convocados a la vida, que no sabemos si será corta o larga, y solo hemos de pensar en dejar este mundo un poco mejor que como lo encontramos al llegar. El creyente sabe que existe la muerte, y, sin embargo, esa diminuta semilla que la fides ha sembrado en su interior niega cualquier victoria definitiva a la muerte.  Y como las tres mujeres que el primer día de la semana fueron hacia el sepulcro, cada creyente siente miedo y se pregunta: “¿Quién nos moverá la piedra?” Y en esta expresión caben todas dudas y las incertidumbres del ser humano ante la fe y ante la resurrección. El creyente sabe que sigue la estela de estas mujeres (¡otra vez las mujeres!) que, en aquella primera mañana del mundo, no se cruzaron de brazos esperando hasta que alguien les removiese la piedra. Con su zozobra y temblor, se pusieron en camino hacia el sepulcro, sin saber, con total seguridad, si encontrarían a un Jesús vivo o a un Jesús muerto. Es esa pequeña candela de esperanza la que sostiene la noche larga de cualquier creyente. La esperanza es hermosa porque es incierta y frágil. Pero también, por eso mismo, es una virtud que se puede cultivar.

            Don Guanella llegaba ya al atardecer de su vida cuando instituyó la Pía Unión del Tránsito de San José. Una asociación que tiene como objetivo la oración por los agonizantes, bajo el patrocinio de San José. Esta Asociación sigue existiendo aún hoy y tiene su sede matriz en la basílica menor de San José en el barrio romano del Trionfale. Luis Guanella había conocido muchas pobrezas. Y vio también la inmensa soledad en la que morían muchos hombres y mujeres, a veces sin nadie que les diera la mano o les bendijera antes de partir.

            En una ocasión estuve en el Archivo de esta Asociación. Lo que más me impresionó, después de hojear un montón de documentos, fue leer las largas listas de soldados inscritos durante la Primera Guerra Mundial. De todos los frentes, llegaban interminables listas de combatientes que se comprometían a rezar cada noche, en las trincheras y en los campos de batalla, por las personas que en ese día llegarían al final de sus vidas, tal vez el propio compañero que esa noche rezaba la misma plegaria.

            Pensar la muerte y pensar el morir constituye, desde que el mundo es mundo, el principio de todos los ritos funerarios y la adquisición, para el ADN del ser humano, del sentido de la trascendencia. Pero también constituye el inicio de la filosofía y el intento de dar respuestas u ofrecer propuestas a todas las preguntas que de verdad importan. Desde que la filosofía no busca la verdad, la pregunta sobre la muerte se arroja al desván de las antiguallas. Nos deberían enseñar a morir y nos deberían enseñar a vivir en la fragilidad desoladora de la enfermedad. Pero todo esto se opone a un ilusorio sentido de plenitud del ser humano fuerte, sano y joven. Todos sabemos que la decrepitud llega, que el ocaso llega, que la enfermedad llega y que nos tendremos que enfrentar a nuestro propio morir.

El discurso sobre la muerte ha desaparecido. Los velatorios en salas neutras, casi salones burgueses, con el difunto oculto a la vista, confirman esta ‘ausencia’.  Incluso entre los católicos, los familiares no se atreven a sugerir al enfermo que ha llegado el momento de recibir la unción de enfermos. En nuestro enloquecido vivir de autómatas, la muerte no tiene cabida: un episodio desagradable, un desajuste en la perfecta maquinaria de producción y de eficacia del mundo moderno. Por ello la vejez, la enfermedad y la muerte nos hallan sin recursos del espíritu para afrontarlas y aceptarlas. Completamente desprovistos de sabiduría espiritual, la frustración, la depresión y el sentido de derrota suelen ser los compañeros de los últimos años. Nos habían dicho que la existencia era plenitud sin fecha y sin límites de dicha, de salud, de fuerza, de belleza, de optimismo… y nos encontramos frente a una soledad aterradora que nos hunde y nos deprime.

¿No comprobamos todos los días que el miedo a morir corre parejo al miedo a vivir, al miedo a enfrentarnos a las constantes llagas que van apareciendo en nuestro cuerpo o en nuestro corazón? Esa constante búsqueda de un mundo indoloro nos mete de hoz y coz en un sufrimiento que nos supera. Por eso mismo, podemos asegurar que la otra cara de la moneda de la muerte no es la vida, es el amor. Quien ama y es amado se siente vivo y sin miedo a vivir o a morir. Quien no ama y no es amado ya está muerto, aunque sus pulmones sigan respirando trece veces por minuto.

Don Guanella no pretendía únicamente rezar para ganar almas para el cielo, sino también para que los enfermos pudieran vivir con serenidad sus últimos días. Hoy sabemos que la mayoría de las muertes se viven en la más absoluta soledad de un aséptico hospital o de una residencia de ancianos. Lejos quedan la cercanía y la calidez de la familia. Todo es vivido en una irrealidad que, afanosamente, trata de ocultar la muerte. El gran tabú que produce vergüenza en nuestras sociedades ricas y vacías. No queremos hablar de ella, ni que se vea, ni que se muestre. Todo debe quedar reducido a un incidente imprevisto que hay que olvidar cuanto antes. Don Guanella pensaba la muerte como un retorno a la patria verdadera. Un regreso a la Casa del Padre. Al igual que el Hijo Pródigo: andamos extraviados en esta aventura que llamamos existencia, y en un momento dado, la campana nos anuncia que hay que regresar del exilio y volver a la calidez del hogar, al abrazo. 

San José, que habitó el silencio como ningún otro, nos invita a dejarnos acariciar por ese silencio que no es olvido ni soledad, sino contemplación y luz. La aceptación del gran misterio: la muerte.

Lejos de las imágenes barrocas de calaveras lindas y morondas, relojes por donde la arena se escurre velozmente, velas que se apagan al improviso, el pensamiento de la muerte puede provocar en nosotros esa sensación plena de que todavía estamos vivos, que aún tenemos tiempo, y que ese tiempo puede servir para la alegría, la belleza, la bondad y la verdad.

El 6 de agosto de 1978 moría Pablo VI, el primer Papa que miró al mundo como su contemporáneo. Dos días después, se publicó su altísimo Testamento que reflejaba bien la gratitud y el asombro ante la vida, y la esperanza en un mañana: “Fijo la mirada en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y por tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto su luz”.

Y continúa: “Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aun todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida. Asimismo siento el deber de dar gracias y bendecir: a los que me han traído a la vida, los que me han educado, amado, hecho bien, ayudado, rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos, confianza, bondad, cortesía, amistad, fidelidad, respeto. Contemplo lleno de agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen, ayuda, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas cosas hermosas y elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo!”

Solo quien ha vivido la vida plenamente, puede, al final de la misma, mostrarse agradecido por esta hermosa y maravillosa fugacidad que es la existencia de cada ser humano. Solo quien ha sabido tejer en el breve tiempo que le ha sido concedido, con los hermosos hilos de la generosidad, la verdad, la belleza y la alegría, el tapiz de su existencia, es capaz, como el Poverello Francisco de Asís, el más humano de los santos, de bendecir e invocar por fin a la Hermana Muerte.

 


 

 

Próximo domingo: Cap. 10.- La alegría de los borriquillos.



domingo, 2 de mayo de 2021

Descubrir Claras y Catalinas. Descubrir centuriones

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

8.- Descubrir Claras y Catalinas. Descubrir centuriones

Una mirada a las mujeres y a los laicos desde el último banco de la Iglesia.

“Y vosotros, buenos cooperadores y benévolas cooperadoras, ayudad con el fervor de vuestras plegarias, y sumad el óbolo de vuestra caridad” (L.G.)

            


 Los inicios de las fundaciones guanelianas son originales. El lago de Como lame el pueblo de Pianello Lario. Allí, un pequeño grupo de mujeres consagradas había empezado a cuidar a unas cuantas huérfanas. Carlo Coppini, su párroco y director espiritual, muere y ellas se sienten como ovejas sin pastor. Don Guanella llega de párroco al pueblo y se encuentra con este grupo de mujeres. Ellas sólo necesitaban creerse que podían hacer un poco de bien. Don Guanella llevaba tiempo queriendo levantar una ‘choza’, como solía decir, para los desheredados de su valle, y se encontró, de repente, con unas cuantas almas entregadas y generosas que pensaban lo mismo. Lo que une no es la consanguinidad de sangre, sino la de espíritu. El don de la amistad surgió, auspiciado por ese deseo de hacer un poco de bien. Aún estaban lejos de pensar en un instituto religioso con sus constituciones y sus estatutos y con todo ese montón de normas, leyes, permisos, autorizaciones. Soñaban con formar una familia con huérfanos y viejecitos, unidos por el ‘vínculo del amor’, porque solo “el deseo de hacer el bien bien hecho” anudaba sus pensamientos y sus desvelos.

Las primeras ‘casas de la providencia’ fueron auténticos hogares, donde todos se desvivían por todos. Las primeras monjas se agotaron físicamente en su lucha sin cuartel por socorrer las muchas pobrezas de ese momento. Puede que don Guanella fuese su guía espiritual y también intelectual, pero fueron las monjas, capitaneadas por sor Marcelina Bosatta, -y el testimonio heroico de Clara Bosatta-, las que marcaron el sendero y el ritmo, las virtudes cotidianas, el estilo y la actitud. Luis Guanella tradujo en palabras lo que se vivía y lo que se deseaba vivir. Los tiempos, que no corrían a favor de un relato femenino, fueron oscureciendo el protagonismo de sor Marcellina Bosatta y del resto de monjas, al mismo tiempo que se agrandaba la figura de Luis Guanella, convertido en portaestandarte de una manera de ser y de hacer, faro de vocaciones, imán que atraía a todos…, pero en aquellos primeros años, el genio femenino marcó el día a día, y dibujó, en la práctica, el horizonte guaneliano.

En la vida de don Guanella hubo mujeres muy importantes. La primera entre todas, su propia madre,  María Bianchi. De ella aprendió la dulzura en el trato (algo que le costaba, porque Luis era bastante impetuoso y apasionado) y también ese mirar atento para descubrir la pobreza incluso cuando solo se intuye. En Pianello Lario se encontraría con Marcelina Bosatta, una mujer consagrada, con la que compartió desvelos, ideas, dirección y orientación de las comunidades religiosas. Mujer fuerte y trabajadora, guio con remo seguro la barquichuela de las Hijas de la Providencia y fue también ‘maestra’ para la rama masculina.

Pero no podemos olvidar dos mujeres señeras en los inicios de la obra guaneliana: Clara Bosatta (1858-1887); en su breve existencia, iluminó no poco a Luis. La historia de Clara es singular. Una joven extremadamente sensible, hasta el punto de que la llamaban la ‘llorona’.  Había intentado ser religiosa en otro convento, pero la rechazaron, quizás porque la encontraron un poco ñoña y un poco mística, en el peor sentido de la palabra. Luego sería mística, pero en el sentido verdadero del término. Clara pertenece al primer grupo de monjas que puso en pie las primeras fundaciones. Murió a tan solo 29 años. Y en su enfermedad, Don Guanella se comportó con ella como un verdadero padre con una hija querida que se le muere. Es más, y algo poco habitual en aquella época, se la llevó a su casa, sin importarle los dimes y diretes de la gente, tan dada a los chistes facilones. Luis descubrió la grandeza interior de Clara, entrevió lo avanzada que estaba en la unión con Dios y valoró su entrega denodada por los necesitados. Clara, en su corta vida, marcó el porvenir de la obra guaneliana.

Catalina Guanella (1841-1891), su hermana, fue otra figura clave en su vida. Compañera de juegos en la infancia (hacían sopa de arena y polenta de barro y se decían: “cuando seamos mayores daremos a los pobres comida de verdad”), y, sobre todo, su alma gemela. Mujer íntegra, dulce y fuerte, célibe por vocación, acompañó a Luis a la parroquia de Savogno, y con él permaneció 7 años, hasta que Luis marchó a Turín. Entonces, Catalina regresó a la casa paterna, y en Fraciscio permancerá hasta su muerte, a la edad de 50 años. Ahí encontró su lugar en el mundo, un espacio para el recogimiento interior, la ayuda amorosa a la madre impedida, el socorro a los más pobres del pueblo y el compromiso con la parroquia. Para Luis fue el ‘angel del buen ejemplo”, un modelo a imitar porque Catalina “poseía el raro don de intuir lo que sucedía en el corazón del otro”. Don Luis la definiría como ‘inspiradora y cooperadora”.

Luis Guanella fue un buen lector del alma y el corazón femeninos, yo diría que bastante adelantado para la mentalidad de su época. ‘Descubrió’ a Clara y ‘descubrió’ a Catalina. Escribió sobre ellas cuando murieron y no escatimó alabanzas y adjetivos. A ambas las consideró ‘mujeres santas’. Y a nosotros nos invita a  seguir descubriendo ‘Claras’  y ‘Catalinas’ en los inicios del siglo XXI.

Alguna vez, en misa, me he puesto a observar: un hombre en el presbiterio y dos docenas de mujeres en los bancos. Es curioso que una iglesia guiada por hombres, esté constituida en su mayoría por mujeres. Y no me refiero a si la mujer debe o no debe ejercer el sacerdocio (creo que esto es un asunto bastante secundario), me refiero a que la mujer pueda enseñar, hablar, ser escuchada, tomar decisiones y gestionar realidades eclesiales. Una presencia femenina en las responsabilidades de Iglesia es, no solo urgente, sino necesaria por el interés de la propia Iglesia. Tampoco niego que se estén dando pasos en este sentido, pero…

En octubre de 2015, en el Vaticano se celebró un sínodo sobre la familia. Cardenales y obispos de todo el mundo discuten ardientemente sobre la familia en el mundo de hoy. Algunos laicos son invitados también a esta asamblea de eminentes purpurados. En el último banco del aula sinodal se sienta una mujer, Lucetta Scaraffia. Su voz, desde el último banco, se escucha en el Aula: “La Iglesia no puede olvidar que el cristianismo fue el primero en proponer la igualdad espiritual entre hombres y mujeres y que ha sido la tradición cristiana la que ha sembrado la semilla de la emancipación femenina en Occidente. Las mujeres son las únicas que pueden restituir vitalidad y corazón a una estructura rígida y autorreferencial. Sin mujeres, la Iglesia no puede pensar el futuro, porque son las mujeres las que la sostienen y ya no aceptan servir sin ser escuchadas”.

Esto que escribió Scaraffia para referirse a las mujeres, valdría lo mismo para hablar de los laicos (hombres y mujeres) que hasta ahora mismo sólo han tenido en la Iglesia un papel secundario y marginal y que aún hoy son vistos con desconfianza y prevención.

Con la lógica mentalidad de la época, Don Guanella tuvo presentes a los laicos, a través del llamado movimiento de cooperadores. Su conocimiento de la Tercera Orden franciscana y del mundo salesiano le facilitaron el camino (parece que durante su periodo de tres años con los salesianos, don Guanella hizo un borrador sobre los cooperadores, a petición del propio Don Bosco). A decir verdad, en la historia guaneliana, el movimiento de cooperadores se ha movido, más bien, poco, pues los religiosos suelen ver en los laicos unos simples acólitos, y, por su parte, los laicos suelen tener alergia a tomar responsabilidades.

Pero Luis Guanella, con su política del corazón, supo estar cerca de un buen grupo de laicas y laicos a los que implicó en sus fundaciones, y por los que sintió un profundo afecto. Escribe: “Los laicos podéis ser más útiles que los curas, porque podéis entrar y colaros en todos los sitios [...] Solo es necesario tener el corazón rebosante de caridad […] Y cuando los demás vean que actuáis por amor a Dios y al prójimo, lograréis frutos abundantes. Poco a poco, casi sin daros cuenta, convertiréis a muchos y moveréis la opinión pública”.

Creo que una de las misiones que el creyente guaneliano tiene hoy en sus manos es la de descubrir, asimismo, ‘centuriones’. ¿Qué significa esta expresión? Leamos el pasaje de Lucas, 7, donde se nos cuenta que el centurión romano manda a buscar a Jesús para que cure a su criado enfermo. El centurión no es un judío, no es un creyente, no es un amigo de Jesús, se considera indigno y considera indigna su morada, pero ha aportado su cuota para la construcción de la sinagoga del pueblo y sabe distinguir, en medio de tanto charlatán, la voz clara de Jesús. El centurión se ocupa y preocupa por su siervo enfermo y, en su dolor, acude a Jesús y en él confía. Descubrir centuriones. Descubrir mujeres en una iglesia de hombres. Descubrir laicos en una iglesia de ‘profesionales de la religión’. Descubrir alejados, agnósticos, no creyentes, ateos, de otras confesiones, en una Iglesia que ya no puede ser entendida como un ‘club privado’. Los centuriones de nuestro siglo, sin saberlo o sin proponérselo, son cristianos. Y muchas veces, de los buenos.

¿Quiénes son hoy día los centuriones? ¿Acaso los agnósticos de la laicidad positiva, del respeto escrupuloso a los sentimientos religiosos de los demás? ¿Acaso los que un día fueron bautizados, pero que, por su forma de vivir, se saben excomulgados, apartados de los sacramentos por una moral católica entendida al pie de la letra, pero que, sin embargo, consideran a Cristo como parte del horizonte de sus vidas? ¿Acaso los que han hecho de la lectura de la Biblia un alimento nutritivo para su espíritu y, aun sabiéndose vacíos de fe, se sienten profundamente heridos por el mensaje de Jesús? ¿Quizás los que habiendo optado por la increencia colaboran en las causas justas y en las muchas obras de caridad y solidaridad que promueve la Iglesia? ¿Puede que los hombres que practican las obras de misericordia aún sin conocer al autor de las Bienaventuranzas? ¿Acaso los que, en los caminos del mundo, acogen y curan las llagas de los heridos y apaleados, como un deber de puro civismo y pura humanidad, como anónimos samaritanos? Hay muchas Simone Weil que permanecen aún en “el umbral de la Iglesia con todos los que no tienen cabida en ella”. Y sin embrago, también gracias a todos ellos y ellas, la Iglesia sigue avanzando por la senda marcada por Jesús de Nazaret. 

Han llegado hasta nosotros los nombres de algunos laicos y laicas que, en los albores de la obra guaneliana, aportaron su grano de arena. Leemos con emoción sus nombres: Carlo Cima, Giuseppe Ferrua, Domenico Montebugnoli, Sr. Biffi, Catalina Guanella, Bernardo y Sofia Calvi, Rosa Piatti, Marietta Tettamanti, Luigi Mazzoletti, Cesare Cantù, Rosa Guanella, Costantino Valli. Sin duda de quien más noticias tenemos es de la escritora Maddalena Albini Crosta a la que encargó tareas de alta responsabilidad, como la dirección efectiva de la revista La Divina Provvidenza y la revisión del estatuto de las Hijas de la Providencia.  Sus nombres resuenan aún. Y son una invitación seguir añadiendo nombres a los nombres y corazones a los corazones en este siglo XXI.

 


 

Próximo domingo: Cap. 9.- Sobre la muerte y el morir


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