jueves, 18 de abril de 2024

Una temporada en el infierno


           

En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud. En el andén, impaciente, lo espera un escritor consagrado, avejentado, a punto de entrar en la treintena, casado y en espera de su primer hijo. Se llama Paul Verlaine. Es el año 1871. Y Francia entera está a punto de vivir el escándalo literario más clamoroso del siglo XIX.

Rimbaud había nacido en el seno de una familia de cinco hermanos, donde los gritos eran la música de fondo de la casa, hasta que un buen día el padre abandonó el hogar para siempre. Los cinco hermanos quedaron al cuidado de una madre autoritaria y exigente que traía a mal traer al adolescente Arthur, rebelde, soñador, pero también el más brillante del Instituto de Charleville.

A los 15 años escribió sus primeros poemas y, convencido de la valía de estos, enamorado como un Pigmalión de sus versos, se los envió a los grandes poetas de París, entre ellos a Paul Verlaine. Necesitaba salir de la cárcel de su casa y de su pueblo. Paul abrió la carta y no dio crédito a lo que leía. Los poetas consagrados llegaban a esta perfección después de veinte años de denodados ejercicios, y ¡un adolescente era capaz de esta grandeza! Verlaine se los dio a leer a Víctor Hugo y éste sentenció: “Shakespeare enfant”. Un Verlaine entusiasmado le escribió y le mando el billete de tren: “Podrás alojarte en mi casa”.

Verlaine paseaba al joven poeta de salón en salón literario y de café en café. Y todos se hacían lenguas del poema de Rimbaud, "Bateau ivre” (barco ebrio), maravillados ante unos versos destinados, como así sucedió, a formar parte de todas las antologías poéticas en lengua francesa. Con aplauso unánime, las revistas literarias publicaron los poemas del enfant terrible.

Rimbaud se sabía elegido por los dioses y por las musas, y allí donde entraba, se formaban corrillos para escucharle o simplemente para ver "la juventud hecha verso y la rebeldía hecha poema”. Verlaine se sentía descubridor y mecenas, y ya no sabía dar un paso por los salones de París sin la compañía del joven poeta. Salían todas las noches. Bebían absenta, fumaban opio, consumían hachís. Y volvían a casa, ebrios de palabras y borrachos de absenta. Muy pronto, Verlaine, sintió que le gustaba el joven Rimbaud, pero no sólo como poeta. Rimbaud sintió algo parecido por aquel Verlaine que le doblaba en edad y que se manejaba por los salones de París, como anguila en el agua. Las palabras encendidas terminaron por encender los cuerpos. Pero aquel torrente de deseo, a contracorriente de los buenos usos y costumbres de la época, no iba a ser fácil de encauzar por un tranquilo canal. En un café literario, melancólicos y absortos, los retrató, junto a otros literatos del momento, Henri-Fantin Latour. El cuadro, titulado Un coin de table (un rincón de la mesa), se puede ver en el Musée d’Orsay.

Algo a la mujer de Verlaine le hizo pensar que Rimbaud, alojado en su casa, era su rival. También los poetas y artistas, los bebedores de licor de ajenjo, leyeron algo en los ojos  de los dos artistas. Los rumores empezaron. Y con ellos, la incredulidad y la burla, el escándalo y la condena. Asustados, decidieron separarse. Rimbaud volvió a su casa. Verlaine mantuvo las formas en la suya.

Pero para Rimbaud la casa materna seguía siendo cárcel. La vida era insufrible, aburrida y vacía. La idea del suicidio entró en su cabeza. Nada más lógico, en un siglo de suicidas incomprendidos. Volvió a París, se encontró con Verlaine en una calle. Era el 7 de julio de 1872. Rimbaud le dijo: “Me voy a Bélgica. Ya no volverás a verme, a menos que me acompañes”. Era la orden esperada. Paul Verlaine, el más renombrado poeta de su generación, sólo pudo balbucir: “Entonces, vámonos”. El escándalo explotó en París como una tempestad no anunciada, como un obús, como un incendio. La pareja dio la espalda al mundo y viajó a Bruselas; luego, a Londres. Vivieron y malvivieron. Los pocos ahorros que llevaban en sus bolsillos pronto se esfumaron. Daban clases, vendían poemas, pero la pobreza llegó a sus vidas. Los insultos, las broncas, las lamentaciones, las culpas, las amenazas de abandono, el perdón y la reconciliación, se mezclaban con la absenta y el opio, las sábanas revueltas y también con los labios que se buscan y se maldicen al mismo tiempo.

Las cosas empeoraron y se salieron de madre. Rimbaud le dijo que definitivamente quería romper y largarse. Verlaine pareció aceptar esta solución, también él reconcomido por un sentimiento de culpabilidad frente a su mujer y a su hijo. Cuando llegó el momento de la despedida, Verlaine enloqueció. Sacó un revólver y disparó dos veces, pero los nervios y la borrachera erraron el tiro. Rimbaud estaba dispuesto a olvidar el incidente, mas cuando Verlaine hizo ademán de coger de nuevo la pistola, avisó a la policía. Un homicidio frustrado puso punto final a la relación amorosa más escandalosa de Francia.

A Verlaine le esperaban dos años de cárcel. Entre los barrotes -y bajo la abstinencia de absenta- tuvo tiempo para reflexionar sobre una vida echada a perder, sobre las personas infelices que había dejado a su alrededor y sobre Rimbaud, el joven poeta que le había elevado a los cielos y le había arrojado al averno. Y en la vorágine de culpa, desdicha, arrepentimiento y sufrimiento, su alma volvió a Dios. Surgió el poeta de espléndidos versos cristianos e inconfundibles anhelos místicos.

Dicen que los dos escritores aún se vieron una última vez. Tomaron una cerveza juntos. Verlaine le dijo que había encontrado refugio y paz en Dios.  Rimbaud le escuchó en silencio como quien oye llover.

Al joven poeta, al niño prodigio de la rima francesa, aún le quedaban otras aventuras por recorrer. Se alistó en diferentes ejércitos mercenarios, viajó por medio mundo y acabó en Harar, actual Etiopía, donde se dedicó al contrabando de marfil y de armas y al tráfico de esclavos. En su poemario en prosa “Una temporada en el infierno” dejó buena cuenta de su atormentada relación con Verlaine. Este, por su parte, habló de ese periodo salvaje en “Libro de los poetas malditos”.

Rimbaud tenía sólo diecinueve años cuando escribió su último poema. No volvió a emborronar una cuartilla.  En cinco años como escritor había alcanzado una de las cimas de la poesía en lengua francesa. Perdido en África, nadie supo nada de él. La tierra se tragó al iluminado poeta, al favorecido de las musas.  

Hace un par de años, un grupo de intelectuales franceses solicitó al presidente de la República, Enmanuel Macron, que Verlaine y Rimbaud fueran sepultados juntos en el Panteón de París. Se opusieron los últimos familiares de ambos y los amigos de sus asociaciones. Lo suyo –argumentaban- no fue una historia de amor. Simplemente sus vidas se encontraron y chocaron durante un breve tiempo. Nunca sabremos si se echaron de menos el uno al otro.

Macron no tuvo más alternativa que respetar la voluntad de los familiares y de los amigos. A pesar de los muchos intentos de hacer de ellos un icono gay en Francia, nada más ajeno a los sentires y pensares de los protagonistas. Rimbaud hubiera probablemente contestado con uno de sus versos rotundos: “Nunca he pertenecido a este pueblo; nunca he sido cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes, soy un bruto: os equivocáis”

Roído por un cáncer de huesos, lo que obligó a amputarle una pierna, Rimbaud volvió a Francia en 1891, para morir unos meses después. Tenía 37 años. Está enterrado en su ciudad natal, Charleville, bajo un escueto epitafio: “Priez pour lui”, rogad por él. Cinco años después, hundido por el alcohol y la locura (en una ocasión intentó estrangular a su madre), Paul Verlaine murió a los 51 años. Está enterrado en París, en la tumba familiar. En su lápida solamente aparece escrita una palabra: “Poéte”

Tal vez muchos no hayan leído un solo verso de estos poetas. Y sin embargo, sus vidas malditas, salvajes e inconformistas seguirán llenando páginas y páginas. Ese lapso que va entre el encuentro de dos hombres en el andén de una estación parisina y el sonido de un disparo fue, como lúcidamente escribió Arthur Rimbaud, una temporada en el infierno, aunque en el momento en que estaban inmersos en ella, también les supiese a gloria y a miel. O por lo menos, a absenta.




























domingo, 7 de abril de 2024

El cielo. Sobreinformación. Y cooperantes.

 


El ictus dobló el cuerpo de I. y la condenó a una silla de ruedas. Tras unos meses en el hospital y en rehabilitación, pudo volver a casa. A ese refugio familiar en que cada cosa habla de una larga existencia, con sus penas y alegrías. Una casa que es más que una vivienda, porque allí están la mantita, la taza de café de cada sobremesa, la fotografía, mil veces besada, llorada y rezada, del hijo joven que se fue en una semana. Allí están el cestillo de la costura, la caja de manualidades, el último dibujo del nieto. Y en la casa están las atenciones, las visitas, los cuidados, el vocabulario propio de cada familia, las pequeñas celebraciones y la comida especial de los días de fiesta. Y veo ahora la foto que P., su marido, ha publicado. Veo a I. de perfil. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo. Y dos flores en su pelo, sujetas con una horquilla: dos dientes de león, uno en flor y otro en semilla. Hermosos y efímeros. Todo un tocado de alta costura. Y P. añade un comentario: “A la hora de dar las buenas noches, ella me ha dicho: “nos vemos en el cielo”. Y él se ha quedado confuso e inquieto, sin entender nada. Tal vez ella ha querido decir que ellos dos, marido y mujer, seguirán unidos, queriéndose y respetándose, cuando tengan que dejar este mundo, y lleguen al cielo. O tal vez, ella sólo ha querido decir que, a la mañana siguiente, cuando despiertan de nuevo, el ‘cielo’ continuará en esa casa que es su casa. Porque, cuando en el momento de la enfermedad, alguien nos cuida con cariño y delicadeza, crea para nosotros un paraíso. Puede que la enfermedad invalidante sea un infierno. Puede. Pero sentirse amado y cuidado es alcanzar ya el “cielo”.

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 Todo periódico, desde su primera línea hasta la última, es nada más que un tejido de horrores. Guerras, crímenes, robos, impudicias, torturas, crímenes de los príncipes, crímenes de la nación, crímenes de los particulares, una borrachera de atrocidad universal. Y con este vomitivo aperitivo acompaña el hombre civilizado su desayuno cada mañana. Todo, en este mundo, exuda el crimen. No comprendo como una mano pura pueda tocar un periódico sin una convulsión de asco”. Lo escribió Charles Baudelaire (1821-1867). ¿Qué no hubiera dicho hoy si abriera un periódico?  Esto –y más- es lo que se experimenta ante un telediario o un boletín informativo: la mentira y la manipulación elevadas a categoría de noticia verdadera e información objetiva. ¿Los medios de comunicación siguen siendo un contrapoder o son ya el poder mismo? ¿Daríamos a nuestra boca y a nuestro estómago comida caducada, estropeada, envenenada continuamente? La intoxicación informativa a la que el poder político y económico nos somete cada día es, sin dudarlo, mucho más perjudicial que la contaminación atmosférica o industrial. ¿Ponerse a dieta de noticias, ayunar de tanta sobreinformación, no será ya la única opción para permanecer en la cordura?

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Por una carretera de Gaza avanzan unos coches. Avanzan unos “samaritanos”, aunque en su pasaporte ponga United Kingdom, Australia, Polska, United States o Palestina. Son –eran- siete cooperantes de la Ong World Central Kitchen (creada por el chef español José Andrés) que se dedican a repartir comidas a las hambrientas familias de una insensata guerra. Estaban ahí donde hacían faltan, realizando algo esencial, como es ofrecer un plato de comida y una botella de agua, tal vez una sonrisa y una mano en el hombro, alimentos también necesarios en tiempos de desolación y violencia. Fueron bombardeados sin piedad, a pesar de ir bien identificados como una Ongd. Ya se sabe que en tiempos de guerra, se ven enemigos por doquier. Y ya se sabe que en tiempos de odio el fin justifica todos los medios. Todos. Con la consabida “indignación calculada”, algunos gobiernos han levantado la voz, no demasiado alta. Israel, para aplacar los ánimos, ha dicho que ha sido un error y que ha destituido a los militares implicados. Es también una ‘disculpa calculada”. Siete vidas se han perdido para siempre. Y todos los que amaban estas vidas han sido heridos también para siempre. El periódico mañana pasará página. Cada uno seguirá a lo suyo. Algunos cooperantes volverán a sus casas, temiendo por sus vidas. Y es lógico. Otros cooperantes seguirán en la brecha. Están hechos de otra pasta. Nunca en los caminos por donde transitan los heridos del mundo faltarán “samaritanos”.


viernes, 22 de marzo de 2024

Oxford. Niños. Y hojas

 


El escritor castellano José Jiménez Lozano y el profesor inglés C. Stuart Park hubieran querido viajar juntos a Oxford con parada en Port Royal des Champs, en París, en Canterbury y en Londres. No pudo ser. Y sustituyeron este periplo por unas “charletas” en Alcazarén, Olmedo y Valladolid. Y de este diálogo tranquilo y casero en torno a la Biblia, el libro por el que ambos sentían pasión, surgió un delicado librito titulado “El viaje a Oxford que nunca tuvo lugar”. Y estas conversaciones empiezan por Qohelet que nos enseña que la vida es niebla, humo, vaho, vapor, es decir algo efímero, pero increíblemente hermoso, como la vida. Y siguen con aquellas Biblias en español que tuvieron que imprimirse en el extranjero, en el exilio, porque en el suelo patrio la Biblia en romance estaba prohibida. Y en estas charletas, no falta el recuerdo para George Borrow (Don Jorgito el inglés), agente de la Sociedad Bíblica Británica que recorrió España vendiendo Biblias que “sólo podían ser útiles para el bien de la sociedad”. Y tampoco podía faltar un melancólico recuerdo para los heterodoxos españoles que, en su día, no comulgaron con la ortodoxia imperante hispana, por lo que muchos de ellos fueron enterrados en cementerios separados. Ambos ‘conversadores’ lamentan la falta de una presencia netamente bíblica en la literatura española, algo que no sucede en la inglesa. Este casero diálogo alrededor de la Biblia tiene el sabor de un trozo de paz y la frescura de un vaso de agua. Algo verdaderamente raro en este país de escasos lectores bíblicos.

 Una amiga italiana me envía su última reflexión, que suscribo y rubrico: “Niños a los que organizan fiestas grandiosas de cumpleaños, con tartas gigantescas que no comen, animadores pagados a los que no escuchan. Padres-taxistas, pegados a su móvil, listos para recoger a sus hijos y llevarlos de un sitio para. Padres que vigilan, ansiosos, la comida, la bebida, el sueño, los pasos y la respiración de sus pequeños. Padres convertidos las 24 horas del día en monitores de ocio y tiempo libre porque los niños están instalados en un continuo aburrimiento. Niños sin fantasía que no saben qué hacer si les quitas la tablet de las manos. Niños incapaces de dar las gracias, de saludar o pedir perdón. Niños a los que se suplica un beso. Niños que no aceptan un no como respuesta. Niños sin ninguna capacidad para sobrellevar un contratiempo, una frustración. Niños que no aguantan más de diez minutos haciendo la misma cosa, o que no sienten la mínima simpatía hacia quien no tiene zapatillas de marca o el último juguete tecnológico. Profesores a los que se culpa de todo y a los que se abronca si al hijo se le ha puesto una nota baja o se le ha afeado un mal comportamiento. Todos, niños, padres, profesores, insatisfechos y preocupados, hartos y tristes. Pero todos incapaces de pararse un momento y empezar a educar en serio, educar con el estilo con el que la vida nos educa, porque la vida está hecha de síes y noes, de pequeñas derrotas y victorias, de alegrías y penas, de paciencia y de espera, de esfuerzo y perseverancia, de cortesía y de respeto, de breves momentos de exaltación o breves momentos de bajón, en medio de un larguísimo camino de rutina”.


En Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg, Cenzo Rena, refiriéndose con humor a la protagonista de la novela con la que terminará casándose, dice: “Ana es un insecto pequeño, perezoso y triste encima de una hoja”. También nosotros somos hojas sobre las que de vez en cuando se posa un insecto. Nos hace un poco de compañía. Nos alegra un poco el corazón o nos sumerge en la zozobra. Y luego, nos abandona. También nosotros somos insectos que nos posamos un buen día sobre una hoja nueva, bajo el sol o la lluvia. Una hoja a la que vamos descubriendo, una hoja que nos enternece o nos bombea el corazón. O nos hace reír o soñar; también sufrir. Y luego, abandonamos. Durante un tiempo amamos las hojas sobre las que nos posamos. Y durante un tiempo amamos los insectos que llegan a nuestra vida. Y así comprobamos que la vida tiene su dicha y su desgracia: La esperanza linda con la desilusión. Y la alegría hace pared con el llanto. La ternura y la aspereza crecen en el mismo tiesto. Y el rosal tiene punzantes espinas y olorosos pétalos. Solo al buen lector del corazón humano le aguarda eso que llamamos serenidad.

jueves, 14 de marzo de 2024

11 M. Haití. Y Manuel.


1.- En las iglesias de Madrid, las campanas han doblado a muerto veinte años después del atentado del 11-M que costó la vida a 192 personas. Cada uno de nosotros recuerda dónde se encontraba cuando conoció la noticia de la masacre perpetrada por el terrorismo islamista. Yo recuerdo la incredulidad y una tristeza en aumento, a medida que las cifras de heridos y muertos se disparaban y se conocían los detalles espeluznantes de las estaciones de tren. Luego, vinieron las llamadas. Quién más y quien menos tenía conocidos en la capital y todos deseábamos conocer si estaban a salvo. Poco después, llegó el silencio, como una nevada de piedra que lo cubría todo. Un duelo en cada casa. Un luto que impedía hablar alto, salir a tomar una cerveza al bar, ir al cine o al gimnasio, celebrar el cumpleaños… Han pasado los años. Y las víctimas seguirán peleando con sus demonios interiores y llorando a sus muertos. O reconciliándose con sus propias heridas. Y en estas dos décadas no ha habido respuestas para tantas preguntas sobre el mayor atentado terrorista ocurrido en suelo europeo.

 

2.- Hay estados a los que únicamente se les puede dar dicho nombre porque su bandera ondea en la sede neoyorkina de las Naciones Unidas. Haití es uno de esos estados fallidos. Existen sólo en el papel de los mapas pero no pueden cumplir ninguna de las funciones supuestas de un Estado: ni la seguridad, ni la educación ni la sanidad ni las infraestructuras. Al país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo, el terremoto del 12 de enero de 2010 lo hundió definitivamente en el caos y en la miseria. Murieron más de 300.000 personas y perdieron la casa más de un millón y medio de haitianos. No quedó un edificio en pie. La solidaridad internacional fue grande. Se dice que si toda la solidaridad recaudada en el mundo hubiera llegado a Haití y se hubiera repartido bien, a cada ciudadano le habrían tocado varios miles de dólares. Las oleadas de cooperantes internacionales llegados tras la catástrofe tuvieron poco a poco que salir por patas, ya que los secuestros de extranjeros estaban a la orden del día. Sin autoridad y sin Gobierno, las bandas criminales se hicieron con el país, cada una de ellas con su violencia y sus ganancias, sus atentados y sus secuestros. Varias de estas bandas están bajo el control de Jimmy “Barbecue” Chérizier, un temido líder, puede que más fuerte que el propio Gobierno. ¿De dónde le viene el apodo "Barbacoa"? Unos dicen que su familia regentaba un restaurante a la brasa. Otros, por su gusto a incendiar casas con sus moradores dentro. Y según otros, porque alguna vez se ha jactado de comer a la brasa la carne de sus víctimas. Son muchas las voces que aseguran que Haiti está al borde de una guerra civil, pues las autoridades se muestran impotentes ante estas bandas que siembran la violencia por doquier. Es verdad que los soldados de Naciones Unidas llevan años en Haití, en prolongada y carísima misión, y también bajo acusaciones graves. Pero de ellos, por tu típica inoperancia, nada se espera.   


 3.- Rodrigo Muñoz Ballester nació en Tánger. A los 7 años llegó a Madrid. Vivió durante una temporada con sus padres y hermanos en una mala pensión de la capital. Un día empezó a pintar en el papel de estraza que había envuelto un poco de carne: “He sido capaz de hacer el mundo”, dijo el muchacho maravillado al acabar su dibujo. Unos años más tarde, ya hecho un hombre, bajó a la piscina y allí descubrió a Manuel que disfrutaba del agua y del sol con su mujer e hijos. Pero el deseo, que no entiende de códigos ni de estados, incendió el cuerpo del artista tangerino. Un amor no correspondido. Un amor imposible. Un deseo nunca satisfecho, pero un amor, al fin y al cabo. De este amor triste y callado surgió una escultura, “Manuel”: dos cuerpos fundidos, como injertados el uno en el otro; el uno, vestido; el otro, desnudo, pero compartiendo un solo corazón. Una galería de arte llevó la escultura a Arco, año 1983, causando escándalo mayúsculo. Un coleccionista inglés la compró, pero, al morir, se la legó al autor en el testamento. En esta edición de 2024, la escultura ha vuelto a Arco, y ha recobrado protagonismo, ya sin polémica, porque una obra de arte queer ya no provoca a nadie. Aún no se sabe si alguien la ha comprado. Esta escultura parece decirnos que las vidas se construyen, no solo con lo vivido, sino también con lo que se sueña, con lo que se desea, con lo que se teme, con aquello a lo que se aspira, y que se mantiene vivo en la mente, el corazón y la piel.

sábado, 9 de marzo de 2024

“… so pena de ser señalado como un Estado asesino”


La muerte de más de 100 civiles a manos de las tropas israelíes mientras se arremolinaban para recoger alimentos ha devuelto actualidad a la guerra de Gaza. Condené en su día el atentado y secuestro de rehenes en octubre de 2023, perpetrado por el sanguinario grupo terrorista Hamás, tal vez el enemigo número uno de Palestina.

Pero la respuesta de Israel ha sido mucho más que desproporcionada; ha sido sanguinaria. La Comisión General de Justicia y Paz, tras el ataque a los civiles que, hambrientos, intentaban hacerse con un puñado de arroz o galletas, ha manifestado con rotundidad: "Hay límites que no se pueden cruzar son pena de ser señalado como un Estado asesino”. La Comisión afirma también: “Es una acción más de la larga lista de ataques con la excusa de encontrar personas de Hamás entre ella”.

            Condenar el atentado de Hamás no significa callar ante las acciones violentas de Israel, que han ido mucho más allá de la legítima defensa. Un Estado deja de ser Estado cuando no respeta los más elementales derechos humanos, hace caso omiso de las normas internacionales, y ataca a civiles desarmados.

            Los ataques a hospitales, con el pretexto de que esconden armas o terroristas de Hamás, ha dejado en la pura ruina la atención sanitaria de la franja de Gaza. Con la excusa de perseguir a los terroristas, están expulsando de sus casas y de sus barrios a miles de palestinos. “¿Se trata –se pregunta la mencionada Comisión- de asolar el territorio, para no dejar posibilidad de residencia en él?”. Yo diría que existe una voluntad de reducir Gaza a un solar, que posteriormente será ocupado por los colonos israelíes. Ni siquiera en legítima defensa vale todo. Ni siquiera en la guerra vale todo. Hay una ética de mínimos que debe respetarse. Cuando se cruza ese umbral, se entra en la ley de la selva: un bosque de terror,  horror y barbarie.

            ¿No resulta increíble que un pueblo que a mediados del siglo XX conoció Auschwitz, Birkenau, Treblinka, Mathausen, Dachau… no sienta un mínimo de piedad hacia los niños inocentes, enfermos, hambrientos de Palestina? Netanyahu, sus ministros  y todos sus apoyos son enemigos, no solo de Palestina, sino de los propios israelitas, porque a los ojos del mundo están comportándose como sus antiguos verdugos de los campos de concentración. Puedo sentir hasta pena por los jóvenes soldados, arrastrados a una guerra y empujados a matar. La víctima derrama su sangre. Pero esa misma sangre mancha de por vida a quien mata.

            El drama de Palestina es, tal vez, que es un pueblo sin amigos, ni siquiera entre sus vecinos árabes o musulmanes, verdaderamente indolentes e indiferentes al drama gazatí. Resulta hipócrita y cínico, por otro lado, que en los últimos días, con la boca pequeña, la administración norteamericana alerte de los “excesos israelíes”, cuando ha vetado todas y cada una de las resoluciones de la ONU que condenaban a Israel por sus repetidos atropellos y demasías contra los palestinos. ¿Es Estados Unidos un Estado cómplice de un Estado terrorista? Ahí lo dejo.

            Lo he escrito en otro momento, Palestina no es modelo de casi nada: ni de democracia, ni de derechos humanos, ni de respeto a las minorías. Pero eso no quita para que, ante tantas vidas inocentes y echadas a perder para siempre, se condene sin paliativos la masacre provocada por el ejército israelita. Se calcula que desde el momento del estallido bélico en octubre pasado han muerto algo más de treinta mil palestinos, otros setenta y dos mil han resultado heridos. Y se calcula que más de un millón de desplazados forzosos están hacinados en campos de refugiados, mientras los hospitales reciben consternados a niños que se les mueren por desnutrición (según estimaciones, el 16% de los niños la sufren). El Director de la OMS ha escrito que “los niños que han sobrevivido a un bombardeo, tal vez no sobrevivan a una hambruna”

            Solo cabe esperar que en tantos israelitas honrados, que los hay, y en tantos palestinos honrados, que los hay, crezca la piedad hacia los inocentes, hablen la lengua que hablen, crean en el Dios que crean y tengan la bandera que tengan. Sin esa piedad hacia los inocentes, difícilmente podemos seguir llamándonos humanos.

La tierra del profeta Isaías que soñó una mundo donde “De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra. La tierra en la que Jesús bendijo a los mansos, a los limpios de corazón, a los humildes y a los pacíficos… no se merece menos. Ni sus gentes pueden aspirar a menos.

















jueves, 7 de marzo de 2024

Juan Carlos Unzué. Artículo 49. Y Fathi Ghaben

 


1.- El ex futbolista Juan Carlos Unzúe llegó el otro día en silla de ruedas al Congreso de los Diputados para hablar de la enfermedad del ELA (esclerosis lateral amiotrófica) que él sufre, y con él otros cuatro mil españoles. Una enfermedad verdaderamente terrible que va paralizando todo el cuerpo hasta convertirlo en un ‘guiñapo’. Y sin embargo un ‘guiñapo’ que aún siente, ama, sufre y espera. Unzué empezó su discurso pidiendo que levantaran la mano los diputados presentes. Sólo había cinco. Los demás eran enfermos, familiares y voluntarios de las distintas asociaciones. Dijo que los enfermos, llegados a una determinada fase, necesitan cuidadores, a los que hay que pagar, y que casi ninguna familia puede hacer frente a una situación así. Pidió hechos, pidió leyes, y se lamentó de que lo único que se ofrece a los enfermos (a ellos y a todos) es una muerte digna. Pero que él, y muchísimos más enfermos, lo que pedía era una vida digna. Pero vivimos un tiempo en que la gente se desgañita a favor de la “muerte digna”, porque eso parece ser lo progresista, lo razonable, lo que toca, en lugar de reclamar una vida digna para todos. Por cierto, la 'muerte digna' sale muy barata, apenas unos euros. Pero llevar una ‘vida digna’ durante la enfermedad sale cara. Cuesta tiempo y sacrifico, exige múltiples cuidados por parte de mucha gente, necesita mucha inversión pública. Y también una grandeza moral a la que ya hemos renunciado.

 


2.- El pasado 15 de febrero el rey Felipe VI ratificó la reforma del artículo 49 de la Constitución Española. Dicha reforma sustituye la palabra “disminuidos” por el término “personas con discapacidad”. Se barajaron otras expresiones, como “personas con capacidades diferentes”, o “personas con diversidad funcional”, y aunque buscaban un mensaje positivo, no han encontrado consenso por ser términos vagos e indefinidos que no terminan por nombrar a nadie. Bienvenida sea la reforma del artículo, si verdaderamente eso significa que, como ciudadanos y como sociedad, pensamos que las personas con discapacidad tienen idéntica dignidad e idénticos derechos que el resto de ciudadanos. Bienvenida sea, si pensamos que ellas tienen no poco que decir a una sociedad que todo lo mide en eficiencia y apariencia. Esperemos que este cambio de palabra no corresponda únicamente a un deseo de ser políticamente correctos y buenistas. Son muchos los que sabíamos que eran personas muy válidas, aunque en la Constitución se hablase de “disminuidos”. Porque también podemos hablar elegantemente de “personas con discapacidad”, pero al mismo tiempo pensar que un “Down” pueda ser eliminado antes de nacer sin ninguna mala conciencia.



3.- Hace pocos días murió el reconocido pintor palestino Fathi Ghaben. Había sido fiel a su tierra, Palestina, que le vio nacer y donde creció como artista. Le llamaban el Van Gogh de Gaza. Su estado de salud se agravó en las últimas semanas, pero ningún hospital de Gaza estaba en condiciones de atenderlo, debido a la guerra y a la destrucción de los centros hospitalarios. Los familiares de Fathy Gaben solicitaron insistentemente a las autoridades israelíes una autorización para salir de la zona asediada y poder así recibir tratamiento en un hospital extranjero. Pero no hubo respuesta. No corren tiempos para la piedad, sin duda. Y la desgracia de Fathi Ghaben es también la desgracia de todo un pueblo. Un sufrimiento compartido por tantos. Está de más decir que el mundo de la cultura europea, tan sensible a otros temas, tampoco ha movido un dedo ni ha lamentado la pérdida del pintor gazatí.


miércoles, 28 de febrero de 2024

Mario Borzaga y los mártires de Laos

 

Laos está lejos de mí. Y Mario Borzaga también lo estaba hasta que una conferencia y un libro de Alberto Ruiz González me lo acercaron. Así ocurre siempre. Todo ha existido en el mundo. La Historia ha registrado todo, pero nosotros apenas sabemos nada. Nuestra mirada poco abarca y nuestra inteligencia poco retiene.  El ser humano es ignorante por naturaleza. Solo la curiosidad lo saca de este trastorno.

Mario Borzaga tenía apenas 27 años cuando el martirio vino a su encuentro en la tierra lejana de Laos, donde unos cuantos frailes extranjeros y unos cuantos cristianos nativos intentaban sembrar el evangelio en surcos donde antes sólo había crecido el arroz. Pero a Mario el martirio no le pilló desprevenido, porque en el horizonte de su existencia lo vio como en esbozo, cada vez más perfilado y delineado, a medida que las noticias sobre la penetración de la ideología de odio al extranjero y al cristiano avanzaba.

En 1957, Mario Borzaga con otros compañeros llega a Laos. Este país, situado en la península de Indochina y con una extensión equivalente a la mitad del territorio español, estaba atenazado entre Vietnam y Tailandia y era objeto de deseo de las grandes potencias (Estados Unidos, China y Unión Soviética). Entre 1954 y 1970, un grupo de 17 mártires, religiosos extranjeros, sacerdotes nativos, catequistas laicos, sufrieron el martirio por causa de su fe. De este grupo, destaca el joven Mario Borzaga, tal vez porque, con sinceridad inaudita, fue anotando en un diario lo que le sucedía en los adentros y en 'las afueras': “El diario de un hombre feliz”. Un diario íntimo ("escribir es lo que más me gusta") que inició poco antes de partir para Laos desde su patria, Italia. 

Había nacido en Trento, en agosto de 1932. Muy pronto comenzó sus estudios en el seminario de los Oblatos de María Inmaculada (omi), una congregación fundada por Eugenio de Mazenod en 1816. Esta congregación, de origen francés, conoció el martirio como pocas órdenes religiosas en el siglo XX (cinco mártires en la Francia ocupada por los nazis; veintidós mártires en Pozuelo de Alarcón durante la persecución religiosa de 1936 y otros seis mártires en Laos, a manos de las guerrillas comunistas) 

Mario, sacerdote recién ordenado, llega a un país extranjero donde el catolicismo está poco extendido, y en un momento en que el auge del comunismo aumenta la hostilidad a los extranjeros y a los cristianos, vistos como miembros de una religión extraña a la cultura laosiana. Y cuando Mario llega a la misión laosiana, lleno de entusiasmo juvenil, de fervor religioso y acaso de un sueño vanidoso de convertir laosianos, choca con una realidad bien distinta. Aunque la lengua oficial es el francés, casi nadie lo habla.  Dedica mucho tiempo al estudio de la lengua local, pero los progresos apenas se ven. Quiere transmitir el evangelio y comunicar la fe, pero siente la impotencia del mudo y del sordo: nadie le entiende y él no entiende a nadie. Cuando los feligreses quieren confesarse buscan a otros curas y se alejan de su lado, porque él no les comprende en su lengua nativa. El sueño se ha quebrado. Y en su diario, en el silencio de la noche, va anotando esta batalla diaria. Por otro lado, los lugareños de acuden a él, como acuden a los otros religiosos blancos, en busca de remedio para las enfermedades de sus cuerpos, pero él nada sabe de medicina. A lo más se atreve a distribuir algunos medicamentos simples,  aún a riesgo de equivocarse. Tiene afición por el tabaco, algo que a él le parece un vicio a erradicar. Sus propósitos de dejar de fumar duran poco, lo que le produce una nueva sensación de fracaso.

Solamente cuando se sabe frágil es cuando su alma se resquebraja, y por las grietas de ese desmoronamiento personal empieza a entrar la luz en su corazón, lo que le permite leer la realidad y el evangelio correctamente. Consciente de su pobreza personal, se sabe “un tipo de poco valor, un ser execrable”, pero mantiene su propósito firme de “no desear otra cosa que hacer la voluntad de Dios”. Y lleno de gratitud puede exclamar: “Dios mío, cuán inmensamente bueno eres conmigo”.

En una memorable página escribe: “Ha pasado el tiempo feliz de la esperanza de ser santos: ha llegado el tiempo de serlo; ha pasado el tiempo dulce de las hermosas promesas: ha llegado el tiempo atroz de cumplirlas. Mi cruz soy yo. Mi cruz es mi timidez que me impide decir una palabra en laosiano. Mi cruz es detestar sordamente a los que debería amar: los laosianos; pero por ellos tendré que dar toda mi vida”. 

Mario Borzaga no encontró en la misión lo que su yo iba buscando: conversión de infieles, transmisión del evangelio, autoridad sacerdotal, una pizca de aventura, un poco de prestigio, un tanto de reconocimiento. Lo que encontró fue su pequeñez, su incapacidad para ejercer el sacerdocio, tal y como él lo había soñado. Pero gracias a ese sufrimiento, encontró sentido a su vida y halló la felicidad. Se abandonó en los brazos de Dios como un niño indefenso. Escribe: “No debemos ayudar a los pobres para hacernos amar, estimar de ellos. Debo amarlos por Jesús, aunque me sean antipáticos”. Y también: “Pertenecemos al grupo de aquellos que luchan desesperadamente contra la tristeza, de aquellos a los que no les es lícito aparentar ni siquiera estar tristes”.

Ante las noticias de las masacres cometidas por las patrullas comunistas del Pathet Lao, Mario siente miedo. Tiene miedo no sólo de los guerrilleros; tiene miedo de no dar la talla, de no estar a la altura cuando las cosas pinten mal, de “no ser capaz de decir sí hasta el final”. Barrunta que la prueba definitiva se acerca, y escribe a su tío  para decirle que “ha dado su dirección en caso de acontecimientos tristes”.

A medida que los grupos violentos se acercan, los religiosos se dirigen a otras comunidades más alejadas. Y entonces, con lirismo poético y viva emoción, escribe, a modo de despedida: “¡Adiós, Kiucatian, que tanto quería! Mi pequeña iglesia, las casas de paja, los cerros ventosos. Niñitos que en vano me sonreísteis, mujeres de ojos serenos como oraciones, vosotros amigos… Todo esto ha pasado y nunca volverá a ser para mí. Y tu recuerdo no será más que lágrimas sobre mis días acabados. A las estrellas cada noche rezaré por vosotros, a quienes siempre he amado”

El 25 de abril de 1960, acompañado de un joven catequista laosiano, Shiong, parte para otro lugar, un saco sobre los hombros, una gorra en la cabeza, vestido de negro como un hombre de la etnia hmong. Se pusieron en camino y poco después se encontraron con un grupo de guerrilleros. Como odiaban a los extranjeros y la fe que profesaban, decidieron matarlo, aunque a Shiong le dieron la oportunidad de huir. El catequista intercedió por Mario: “Es un sacerdote italiano muy bueno, muy amable con todo el mundo. Ha hecho muchas cosas buenas”. Pero se negaron a creerle. “No me iré –dijo Shiong- me quedo con él. Si le matáis, matadme a mí también. Donde él muera, moriré yo, y donde él viva, viviré yo”. Mataron a los dos. Un hmong dio testimonio de su final.

El 11 de diciembre de 2016, en Vientián, capital de Laos, conforme a lo establecido por el Papa Francisco, se celebró la beatificación de los 17 mártires de Laos: religiosos y laicos, laosianos y europeos, entre los 16 y los 59 años de edad. Todos ellos habían intentado vivir el ‘martirio de caridad’ en Laos. Y en Laos encontraron el martirio de sangre. La vida se desgasta por amor. Y a veces, amar y creer cuesta la vida.












lunes, 26 de febrero de 2024

Niebla en el sendero

 

         A esta ciudad, situada en un valle, entre el Duero, el Pisuerga y la Esgueva, algunos días al año la niebla la visita. Y así año tras año, década tras década, hasta el punto de que algunos califican a Valladolid como “ciudad de la niebla”. En general la niebla es un fenómeno atmosférico con mala prensa. Los conductores se quejan de la escasa visibilidad; los reumáticos, de acentuar sus dolencias; las señoras, de encresparles el pelo y estropearles el peinado; y otros muchos, de levantarles dolor de cabeza.

Pero yo creo que la niebla es una maravilla y una hermosura. Y de hecho, los días de niebla me parecen los más hermosos para caminar, especialmente si lo haces al lado de un curso de agua. Uno de estos días neblinosos me lanzo a recorrer un tramo del Canal de Castilla, entre la dársena del barrio de la Victoria y el término de Cabezón de Pisuerga, disfrutando en el trayecto de las últimas esclusas de este río artificial, proeza de ingeniería, que nace en Alar del Rey. 

Una niebla densa que apenas me permite ver unos metros por delante. Niebla que, como vaporoso sudario o cendal, envuelve el Canal de Castilla, ese sueño de agua de ingenieros e ilustrados para apagar la sed de las llanuras cerealistas de la infinita Tierra de Campos. Los gansos y fochas se deslizan silenciosos por el agua y unos metros más allá los pierdo de vista, emboscados en la bruma. La niebla, susurro de vapor, se posa leve sobre la tierra, los árboles invernales, las zarzas, los juncos y los musgos, el aire y los edificios, la autovía, los puentes y pasarelas, los campos de labrantío y los surcos removidos, los caminos de sirga por donde anduvieron, cansinas y sonnolientas, las mulas que arrastraban las barcazas con el trigo en un tiempo de asombro.           

El agua salta de las esclusas del canal con una música que nunca cansa al caminante. Solo me cruzo con otras tres personas a lo largo de 14 kilómetros. Sus siluetas se pierden en la niebla difuminada, como en una pintura con sfumato leonardesco. Huele a humedad y a polvo de agua, y los labios avanzan besando un aire de humo frío con sabor a vegetación y poesía. Agustín Acosta decía “estar enfermo de una niebla lejana, oh Dios, y se me torna de humo la palabra. Yo la deseo límpida… Yo la ambiciono diáfana”. Y Charles Bukowsky, con amargura ramplona, habla de que el “amor es una niebla que se quema con el primer sol de la realidad”. Con la niebla, los ojos de los puentes se desenfocan, enfermos de vejez y cataratas, de tanto agua como han visto pasar y de tantos sueños que la corriente disipó y evaporó para siempre.

 Pero son estos días brumosos y emboriados los que ama el caminante. ¿Qué hay más allá de ese recodo, más allá de ese ramaje, más allá del árbol caído, más allá de la casa en ruinas, más allá de esas nubes bajas con miles de gotas en suspensión? ¿Es sueño, sombra, aparición, aquel bulto que anda en lejanía? ¿Son así de evanescentes y neblinosos nuestros sueños, nuestra vida, nuestra alma, nuestros recuerdos y nuestros amores? ¿Es la niebla el paisaje habitual del corazón humano? No lo sé, pero esta niebla que el caminante cruza o atraviesa,  persigue o deja a sus espaldas, le parece hermosa. ¿Qué le vamos a hacer?







sábado, 10 de febrero de 2024

Agricultores en el asfalto

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Los tractores han abandonado los campos y se han metido en el asfalto y en la ciudad. Los agricultores y los ganaderos han dejado los establos y las tierras de labor y se han colado en las calles, para manifestarse y defender un estilo de vida, una forma de pensar y, sobre todo, una forma de producir, precisamente alimentos, algo tan necesario, que cada día compramos en el supermercado y que nos encontramos en el plato a la hora de desayunar, comer y cenar. Tres veces al día necesitamos los frutos del campo. 

En estos últimos días, me he ido fijando en las diferentes pancartas que acompañaban a las tractoradas por las ciudades de España. Las había incisivas, humoristas, ácidas e ingeniosas. Una de ellas captó mi intención. Y se la regalo al Ministerio de Consumo (no sé cuál es su misión): “Junto al precio de los alimentos en los supermercados, deberían poner también el precio que han pagado al agricultor o al ganadero”. Pues sí, sería una idea estupenda: que una vez por todas aprendiésemos que los alimentos no los producen Mercadona, Día, Gadis, Alimerka, Carrefour, Aldi, Lidl y otros tantos. ¡No! Y que los alimentos no aparecen, por arte de birlibirloque, en la nevera o en el armario de la cocina. Los alimentos los producen  el campo y la ganadería, los agricultores y los ganaderos. Y en los últimos años los venden a unos precios tan ridículos e indignos que daría para un memorial de agravios. Precios tan inmorales que en el último año han cerrado tres ganadería cada día (subida de los piensos, subida de los combustibles, sequía, burocracia extenuante…). Y de cientos de tierras no se ha recolectado el fruto porque costaba más sacar las patatas que el precio que ofrecían por ellas.

Los precios de los alimentos en el último año, por dar un dato, han subido un 10,5%. Y sin embargo esta riqueza no ha repercutido a los hombres y mujeres del campo. Si pagan 10 céntimos el kilo de tomates a un agricultor y tú lo compras en el supermercado a 2,50 euros, ¿quién se está beneficiando?  Parece que quien pone la tierra, el trabajo, el sudor, quien adelanta el capital, quien da trabajo a los jornaleros, quien mira al cielo para ver si la helada o la sequía acabará con el fruto, no es el agricultor, sino los señores que, desde sus despachos y ordenadores, sin arriesgar nada, hacen el agosto, un agosto que abarca los doce meses del año. Cuando camino por los caminos parcelarios y me adentro en los campos, descubro, al menos en esta tierra de minifundismo castellano, que la gente vive honradamente de su trabajo y que ninguno de ellos se ha hecho millonario vendiendo sus uvas, sus patatas, sus cebollas o su cebada. No vengáis a buscar millonarios en quien ara con el tractor hasta que el día atardece, en quien está subido a una cosechadora hasta las doce de la noche, o cambia los tubos de riego con el sol hiriente, o se desloma recogiendo patatas y llenando sacas. Lo triste de todo esto es que, como decía también una de las pancartas, “por una bolsa de plástico el supermercado me pide 15 céntimos, más de lo que el propio supermercado ha pagado al agricultor por un kilo de naranjas”.

Allá lejos en Bruselas, los políticos y los funcionarios europeos, repartidos por un sinfín de edificios y de hoteles de alto standing, gobiernan para un territorio inmenso, cuyas formas de vida no tienen demasiado en común. Probablemente tiene poco que ver el ganadero asturiano de cuatro vacas y cuatro prados con las ganaderías estabuladas de Centroeuropa. Probablemente el pequeño agricultor de un pueblo de Sicilia no se parece a la forma de producir de los inmensos invernaderos de Almería. Hasta hace no muchas décadas un ganadero podía vivir con sus cuatro vacas y un agricultor con sus cuatro tierras. ¡Hoy es impensable! Europa quiere ir a la vanguardia de la agricultura ecológica y del respeto medioambiental, pero no se puede echar por la borda a miles de pequeños agricultores y ganaderos que, desde que han nacido, no han conocido más que sus cuatro hectáreas y su aprisco de ovejas. No se puede exigir cumplir una burocracia tan estricta a nuestras pisciculturas, establos de ganado, y cultivos, tantos controles en la leche y en la carne, en los invernaderos, y luego importar miles de toneladas de alimentos de países con normativas laxas y con sueldos de hambre a los trabajadores. Este verano un agricultor me decía que había tenido que contratar una gestoría para que le arreglase todos los papeles, porque le llevaba más tiempo rellenar formularios que arar las tierras. La agenda 2030 está muy bien, es muy bonita, pero habrá que aterrizarla en las realidades concretas, que no son lo mismo en Baviera que en el Algarve.

Hay cosas que son verdaderamente desquiciantes. No se entiende que llevemos naranjas españolas a Dinamarca y traigamos naranjas marroquíes a España. No se entiende que un tráfico pesado atasque todas las carreteras internacionales llevando patatas descontroladamente de país en país. No se entiende que entre el 20 y el 40% de la fruta y la verdura acabe en la basura porque su aspecto no es perfecto ni su tamaño standard. No se entiende que un alto porcentaje de la aviación comercial esté dedicada al transporte alimentos. Es decir que los aviones –que contaminan lo que no está escrito- vengan cargados de lechugas, piñas tropicales, mangos, carne, flores, y que luego se nos “catequice” para que pongamos el despertador y encendamos la lavadora a las cuatro y diez de la mañana, o para que nos compremos un coche eléctrico porque el coche de gasóleo (que previamente nos habían animado a comprar) contamina mucho o que se impida el paso al centro de la ciudad de nuestro viejo coche. No se entiende que traigamos el trigo en barcos desde los países bálticos y luego no dejemos a los agricultores de Frómista sembrar trigo. No se entiende que se den ayudas por sembrar, en tierras de secano, girasoles que se secarán antes de tiempo y que no darán ningún fruto. No se entiende que miles de toneladas de naranjas en Valencia estén destinadas, no a las mesas, sino a las fábricas de biodiesel. Resulta increíble que el mayor productor del mundo de aceite haya visto como en el último año el precio de una botella de litro se duplicaba. No se entiende que seamos tan sensibles a la conservación de lobo y tan insensibles a las ovejas que el lobo mata. Hay algo desquiciante en esta política agrícola.

Creo que uno de los males de este país es la falta de sensibilidad hacia los problemas de la ganadería, la pesca y la agricultura. Me gustaría saber cuántos de los políticos que nos gobiernan a nivel nacional, autonómico o municipal han trabajado alguna vez en en el campo. La mayoría de ellos son urbanitas de zapato sin barros que nunca han pisado un establo, ni han ordeñado una vaca, ni han doblado el espinazo para recoger patatas o han faenado para pescar sardinas. Son, en su mayoría, gente que sólo conoce las oficinas, las aulas de la universidad, los despachos de abogados, y los cómodos salones de los partidos políticos y los sindicatos. Gentes que no saben manejar más que el ordenador y el móvil. Y ya se sabe, como rezaba otra pancarta: "La agricultura es muy fácil cuando se ara con un lápiz". Quien ha entrado en un corral de animales o ha vendimiado en pleno mediodía o ha recogido aceituna en el frío de enero ve las cosas distintas y los problemas diferentes. No se entiende que los grandes supermercados ofrezcan cajas de leche (producto anzuelo) por debajo de los costes de producción, y que las autoridades no intervengan o que las multas sean mínimas. Creo que la política agraria europea es la pata coja de la administración del Viejo Contiente. Las ayudas – que las hay- no solucionan el problema. El campo de un país está para ser trabajado. El campo tiene que producir. Una nación necesita ser autosuficiente en materia de alimentos. Un país necesita ser soberano, alimentariamente hablando.

En estos últimos días, los tractores han circulado por nuestras avenidas y el estiércol de los establos ha acabado a veces a las puertas de los impolutos palacios del poder. Estos días hemos entendido que podemos no necesitar nunca un campo de golf, un festival de rock, o un asesor financiero o un arquitecto de renombre. Pero lo que sí que es cierto es que la ciudad siempre necesitará el campo. Los abogados, los funcionarios, los médicos y los maestros necesitan el campo. Los hombres y las mujeres del campo son trabajadores esenciales, también después de la era Covid. No podemos decir lo mismo de otras profesiones, incluida la de los políticos europeos y españoles.

















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