martes, 30 de noviembre de 2021

La catedral de Justo

 


La catedral de la Fe. La catedral de Mejorada del Campo. La catedral de Nuestra Señora del Pilar. La catedral de Justo. Diversos nombres que el pueblo ha ido dando a un edificio que desde hace 60 años crece, ladrillo a ladrillo, en el pueblo madrileño de Mejorada del Campo. Todo esto se debe al empeño sin desalientos de un solo hombre: Justo Gallego.

Justo Gallego acaba de morir a los 96 años de edad, y la noticia de su muerte ha saltado a todos los medios de comunicación. ¿Era acaso un arquitecto-estrella, un ganador de Premio Pritzker de Arquitectura? No, simplemente era un humilde creyente que creía que la fe puede mover montañas y también construir catedrales.

La gente no admiraba tanto el edificio cuanto la voluntad de un hombre por mantenerse fiel a una promesa realizada y por su dedicación exclusiva a un objetivo: construir una capilla para el Creador, a la que él atribuía la curación de su tuberculosis.

Se dice pronto y bien: sesenta años de una vida dedicada a poner un ladrillo tras otro con la fe sencilla de quien quiere honrar a María. Casi siempre trabajó él solo en tan gigantesca tarea, aunque en los últimos tiempos, grupos de voluntarios se acercaban, admiradores y estupefactos, a echarle una mano.

La iglesia ocupa unos 4.700 metros cuadrados de superficie. Tiene una altura de  35 metros y una planta central de 50 metros, una cripta subterránea, dos claustros, un baptisterio, doce torreones de 60 metros, 28 cúpulas y más de 2.000 vidrieras.

Hace bastantes años, y para no tener que hablar más de la cuenta, debido a sus problemas de afonía, Justo Gallego colgó un cartel a la entrada del edificio para explicar la razón de este quijotesco empeño: 

“Me llamo Justo Gallego. Nací en Mejorada del Campo el 20 de septiembre de 1925. Desde muy joven sentí una profunda fe cristiana y quise consagrar mi vida al Creador. Por ello ingresé, a la edad de 27 años, en el monasterio de Santa María de la Huera, en Soria, de donde fui expulsado al enfermar de tuberculosis, por miedo al contagio del resto de la comunidad. De vuelta en Mejorada y frustrado este primer camino espiritual, decidí construir, en un terreno de labranza propiedad de mi familia, una obra que ofrecer a Dios. Poco a poco, valiéndome del patrimonio familiar de que disponía, fui levantando este edificio. No existen planos del mismo, ni proyecto oficial. Todo está en mi cabeza. No soy arquitecto, ni albañil, ni tengo ninguna formación relacionada con la construcción. Mi educación más básica quedó interrumpida al estallar la Guerra Civil. Inspirándome en distintos libros sobre catedrales, castillos y otros edificios significativos, fui alumbrando el mío propio. Pero mi fuente principal de luz e inspiración ha sido, sobre todo y ante todo, el Evangelio de Cristo. Él es quien me alumbra y conforta y a él ofrezco mi trabajo en gratitud por la vida que me ha otorgado y en penitencia por quienes no siguen su camino.

Llevo cuarenta y dos años trabajando en esta catedral, he llegado a levantarme a las tres y media de la madrugada para empezar la jornada; a excepción de algunas ayudas esporádicas, todo lo he hecho sólo, la mayoría de las veces con materiales reciclados… Y no existe fecha prevista para su finalización. Me limito a ofrecer al Señor cada día de trabajo que Él quiera concederme, y a sentirme feliz con lo ya alcanzado. Y así seguiré, hasta el fin de mis días, completando esta obra con la valiosísima ayuda que ustedes me brindan. Sirva todo ello para que Dios quede complacido de nosotros y gocemos juntos de Eterna Gloria a Su lado”.

Probablemente, poco más se pueda añadir a este resumen existencial hecho por el propio interesado. En un momento de descreimiento generalizado, en un momento de obsesión por los expertos, los arquitectos estrella, las grandes empresas que llevan a cabo, a cargo del erario público, fabulosos edificios que a los pocos años están achacosos, causa asombro y estupor el loco empeño de un agricultor, que se exigió a sí mismo hacer de albañil para construir una pequeña capilla en honor de la Virgen. Este hombre que estuvo al pie de obra hasta los 94 años, que no conoció el desaliento, ni se dejó amilanar por el frío o el calor, por las críticas acerbas de muchos sectores, se mantuvo firme en su propósito y en su promesa. Sin planos, sin proyecto de obra, sin recursos, sin asesores, sin el visto bueno del municipio o de la Iglesia… pero él tenía ideas en la cabeza y, cuando llegaba cada mañana a la obra, al amanecer, hacía una masa de  cemento y se ponía a la tarea. Solo los libros antiguos, algunos de ellos en latín, donde se daba cuenta de la construcción de las “sacras moles”, fueron su Universidad.

No ha podido ver su obra acabada, pero sí a gentes de los cuatro puntos cardinales que se acercaban a Mejorada del Campo con el único fin de conocerle de cerca y ver su catedral, especialmente desde que su proyecto apareciese en un anuncio de Aquarius y de que el Patio Herreriano de Valladolid y el Moma de Nueva York hablasen de su obra.

Cuando un hombre sabe bien lo que quiere, nada le detiene en su camino. Este hombre trabajador, afable, risueño, que madrugaba para recoger los ladrillos desechados de la cerámica, que encendía cuatro astillas en un bidón para calentarse en invierno, que ha desafiado a arquitectos y a expertos, que se ha mantenido imperturbable en su fe cuando arreciaba la incomprensión a su alrededor… nos habla de una cierta forma de entender la vida, la fe y el trabajo.

Hace apenas tres semanas había donado a la organización de Mensajeros de la Paz su catedral. El P. Ángel se ha comprometido a poner fin a este singular edificio que lleva en construcción sesenta años. Algunos ya han ofrecido recursos para que así sea. Un estudio de arquitectura ha avalado la solidez de la construcción, en contra de los agoreros que pensaban que Justo construía sin pies ni cabeza. Los arquitectos han certificado que “sorprendentemente” la obra es muy sólida  y que, salvo pequeños detalles, todo lo demás está bien calculado, y que la cúpula, el elemento más difícil, está bien resuelto.

El lema de Justo Gallego, como el mismo afirmaba, era “servir primero a Dios, luego al prójimo y por último a mí mismo”. Justo Gallego que quiso ser fraile y que fue expulsado de la orden monástica por contraer la tuberculosis, le bastaba con que con que a Dios y a María le gustase su trabajo. Él no construía para los hombres o para ganar una bienal de arquitectura. Construía para Dios, que es el gran arquitecto. Sólo así se entiende esta obra de titanes, levantada por un fraile descartado. Un albañil visionario. Un humilde creyente.








martes, 23 de noviembre de 2021

Los pescadores, de Hans Kirk

 


En 1928, en las librerías de Copenhague, se puso a la venta un libro: Los pescadores, de Hans Kirk. Era la primera novela de un abogado y periodista. En ese momento, nadie podía imaginar que la novela estaba destinada a ser el libro danés más leído y vendido en Dinamarca. De lectura obligatoria para todos los bachilleres del país, “Los pescadores” sigue siendo un libro de referencia para los daneses.  

Al devolver el libro a la biblioteca, el encargado, como hace siempre, me pregunta mi opinión. Le digo que es una estupenda novela. Entonces, él me responde, moviendo la cabeza: “Pero va de problemas religiosos, ¿no? Me temo que no le va a interesar al público”. Y, claro está, tengo que darle la razón.

En los primeros años del siglo XX, un grupo de pescadores abandonan la costa y se adentran en un fiordo, estableciéndose junto a unos granjeros, donde emprenden una nueva vida, peleando duramente para pescar arenques y anguilas.

Unos austeros y recios creyentes pescadores, con plena conciencia de pertenecer al grupo de los “salvados”, tienen que convivir con un grupo de granjeros que vive la religión de forma menos dramática. En el pueblo donde empiezan una nueva vida, se puede bailar, cantar, jugar a las cartas y discutir sobre cualquier tema con el pastor Brink, incluidas las teorías de Darwin.

Los pescadores, sin embargo, viven en la tensión del pecado y de la culpa, y por ello su rígida observancia no puede permitir la más mínima tentación. Dios es el único horizonte de sus vidas. Tienen que luchar constantemente para mantenerse fieles a su fe, lo mismo que tienen que luchar contra una naturaleza dura y  un invierno desolador y largo.

Gente recia, acostumbrada a la pobreza y al duro trabajo, pero con una fe inquebrantable. Povl Vrist, Malena, Tea, Alma, Anton Knopper, Tabita, Martin, Lars Bundgaard, Jens Ron, Mariane, Laust Sand, Thomas Jensen. Todos ellos pertenecen a un grupo religioso luterano “niños de Dios”, que intenta vivir una vida centrada en Dios, el canto de los salmos, la lectura de la Biblia, la bendición de la mesa. Se sienten y se saben ‘salvados’, frente a otros cristianos que viven su fe, de forma más relajada y menos estricta y a los que ellos denominan “los no salvados”. Inflexibles con ellos y con los demás, hasta el mismo pastor les parece sospechoso, poco estricto, simplemente porque predica  misericordia.

De todo esto nos habla este libro. Dios, los creyentes, el pecado, la culpa, la intolerancia, la falta de piedad, la religión convertida en absoluto, una idea de Dios alejada de la misericordia y enraizada en el temor. La novela adquiere su punto álgido cuando Tea, una mujer especialmente estricta, tiene que enfrentarse  al ‘pecado’ dentro de su propio hogar. De sus labios procede una frase aterradora: “Ojalá que estuviera muerta y enterrada”. Y sin embargo, en un giro de humanidad, es capaz de hacer frente a la inflexibilidad del nuevo pastor, y hablarle de la misericordia de Cristo y de que ninguna alma, por muy pecadora que sea, está perdida del todo. El cristianismo sin piedad nos vuelve ‘impíos’, es decir, personas no religiosas.

Bellísimo libro. No es solo el choque entre dos formas de vivir la religión, sino un adentrarse en los recovecos del alma humana que oscila, como las aguas del fiordo danés, entre el rigor y la clemencia, entre la intransigencia y la misericordia, entre la severidad y la dulzura.

Todas las pasiones del alma, incluida la lujuria, están ahí, aunque aprisionadas. Pero también está la religión sincera que acepta la vida con sus luces y sus sombras, la escasa cosecha, la muerte de un hijo. Almas que laten, corazones que sienten, cuerpos aplastados por la fatiga de la pesca, hijos que llegan al mundo, la pobreza en los tiempos de escasez, pero también esas pequeñas alegrías como las redes llenas, la acogida a cualquier visitante, el canto de los salmos, la última luz de la tarde.

Lo fácil sería pensar que el libro es un alegato contra el fanatismo religioso. Pero Hans Kirk huye de las caricaturas fáciles. Los protagonistas nos muestran sus heridas, sus debates internos, sus luchas, sus razones para seguir estrictamente a Cristo, su confianza ilimitada en Dios, su resignación heroica  a una vida de trabajo y de desgracias, pero también su atento ofrecimiento de café a cualquiera que llama a la puerta, su acogida al borrachillo Peder o a la ‘descarriada’ Tabita. Tiene razón Tea cuando intenta abrirle los ojos a su hija sobre el mal que acecha en cada esquina, y tiene razón Tabita cuando se entrega al hombre que ama, aunque sea un pobre hombre, y tenga que arrostrar la vergüenza de su ‘pecado’.

Mariane, la esposa de un pescador, enérgica e inteligente, parece ser el punto de encuentro entre las dos formas de entender la religión. Una mujer puente, una mujer medicina. Lejos del rigorismo religioso, pero también lejos de juzgar a sus vecinos, en ella encontramos un poco de dulzura y de humanidad. Es una mujer dispuesta a echar una mano a cualquiera. Vive la religión a su manera, sin dramas y sin tensiones, pero tampoco se cree superior, ni mejor que sus vecinos. Es una mujer que invita a no juzgar, ni siquiera a quien vive la religión de forma más severa o estricta. Mariane solamente intenta poner un poco de humor y de alegría en el paisaje desolador del fiordo y en el paisaje desolador de tantos corazones.




miércoles, 17 de noviembre de 2021

El mal invisible


El escritor italiano Cesare Pavese anota en una de las entradas de su diario: “Hoy tampoco nada”. Y en estas tres palabras está el vacío de una existencia que, aparentemente, era exitosa como escritor. Diez días antes de quitarse la vida en una pensión de Turín anota: “No deseo nada más en esta tierra. Este es el balance del año no acabado, que no acabaré. No escribiré más”. En la habitación encuentran un poema: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. ¿Eran los ojos de la mujer amada y nunca conseguida o eran los ojos de esa ‘nada’ que era el paisaje de su alma? Nunca lo sabremos.

Una tarde de la primavera de 1988, al acabar las clases de lengua que por entonces daba en el colegio de los italianos de Aguilar de Campoo, bajé a la cocina a prepararme un café. Era ya una costumbre. Un par de minutos más tarde, aparecieron por allí el director del Colegio y un antiguo alumno de ese internado, al que yo también conocía, aunque no era de mi curso. Compartimos un café. El ex alumno traía unas bolsas de patatas fritas para compartir. El tono de la conversación era ligero y alegre, tal vez algo melancólico. Se traían a la memoria travesuras de infancia, partidos de fútbol, excursiones. Este joven compañero de colegio tenía esa tarde 25 años y recuerdo aún perfectamente los hoyuelos de su cara cuando se reía, y su pelo rizado. A la mañana siguiente, supimos que, dos horas después de haber compartido un café en su antiguo colegio, se había arrojado a las vías del tren. Creo que la suya fue una despedida en el lugar de su infancia donde él había sido feliz, según nos había confesado durante el café.

Y si ahora recuerdo estos dos suicidios, el de un escritor famoso y el de un compañero de colegio, es porque en los últimos días la noticia del aumento de suicidios en España ha ocupado las páginas de muchos diarios. Cada día se suicidan diez personas en España. Cada dos horas una persona se quita la vida en este país. Unos datos preocupantes, porque las muertes por suicidio superan desde 2008 las ocasionadas por accidentes de tráfico, siendo ya la primera causa de muerte no natural.

Hay que señalar que, más allá de las frías estadísticas y de los datos asépticos, se esconde un drama: la incapacidad para encontrar un sentido a la vida, la angustia insuperable, el callejón sin salida en el que muchos seres humanos, tal vez cercanos a nosotros, se sienten. Además, y al contrario que otras muertes, el suicidio de un familiar, de un amigo, de un compañero de trabajo deja en los que le conocían una sensación de culpa, de impotencia, de preguntas y de fracaso muy dolorosos. Todos coinciden: el duelo por un suicida se prolonga eternamente.

El suicidio sigue siendo un tema tabú. Un mal invisible del que apenas los medios de comunicación hablan. Los hay que afirman que hablar del asunto puede llevar a la imitación; los hay que piensan que sólo si se pone encima de la mesa el problema, sería posible, en parte, atajarlo.

Las estadísticas aparecidas en los periódicos han ido acompañadas de análisis. En algunos puntos coinciden los expertos.

Uno. Los suicidios se producen en mucha menor medida en los países pobres. Todo parece indicar que el suicidio podría ser uno de los ‘daños colaterales” del bienestar. La lucha por la supervivencia, por ganarse el sustento cada día, el cobijo para el invierno, la escuela para los hijos funciona como un ‘plus’ que potencia el sentido a la vida. No se puede renunciar a ella porque causaría un grave quebranto a los seres queridos. En cambio, en los países del bienestar, los ciudadanos son educados desde pequeños en esa idea de que tienen que alcanzar continuamente y como sea la felicidad, y por lo tanto se asume mal el fracaso, la pérdida de bienestar. El sentido de la vida parece estar más en el tener que en el ser. Y esto genera presión y angustia. Las nuevas generaciones que han crecido sin frustraciones, sin sacrificios, sin trabajo duro, se encuentra muchas veces desprovistos de una piel dura que les haga más soportable el helador vaivén de la existencia y la insoportable rueda de la fortuna que un día nos sonríe y al otro nos hiere.

Dos. La falta de un sentido trascendente de la vida va unido, cuando los vientos soplan desfavorables, a la falta de un sentido del mañana. Quien no tiene fe o quien no está asentado en unas fuertes creencias puede carecer –no digo que siempre- de una falta de esperanza en el mañana. Cuando uno está en un túnel puede pensar que esa oscuridad será definitiva y que la luz no aparecerá ya en ningún momento. Para la religión, el suicidio supone una grave falta que atenta contra los designios de Dios, Señor de la vida y de la muerte, y por lo tanto, considera que quitarse la vida es una falta de fe y de esperanza en Dios. Y lo cierto es que si no queda ninguna esperanza, ¿qué otra alternativa hay, cuando uno está en el túnel, sino la de quitarse de en medio? En momentos de total desamparo, de desgarradora soledad, de sufrimiento atroz, muchos creyentes se aferran a esa fe que les dice que Alguien, de forma misteriosa, cuida de ellas y que no les abandonará.

Tres. La salud mental es la pata coja de la sanidad. Por un lado, aún no nos creemos del todo que los problemas mentales son problemas reales de salud. Cuando oímos que alguien tiene depresión, trastorno bipolar, o cualquier otro problema mental, tendemos a rebajar la gravedad o a ponerlo en duda. Y así, seguimos juzgando con total severidad el comportamiento ‘raro o especial’ de algunas personas, sin ser conscientes de que precisamente ese comportamiento ‘raro’ se debe a su tambaleante salud mental. Cuando uno tiene una cojera no le exigimos que camine con toda normalidad, porque sabemos que es imposible. Los trastornos mentales están en la base, según estadísticas, del 63% de los suicidios. La pandemia no ha hecho sino empeorar esta situación. La pérdida de seres queridos de forma inesperada, la imposibilidad de despedirlos como se merecían, el aislamiento, la prolongada soledad, la inestabilidad económica, la angustia ante una plaga desconocida han disparado la necesidad de asistencia psicológica en un momento en que esta asistencia estaba cerrada a cal y canto. Y justo en el peor momento, la atención a la salud mental ha dado el cerrojazo, en aras de la atención del asunto covid,

Prevenir el suicidio no es fácil. Y lo será aún menos mientras sea un tema tabú. Quien más y quien menos ha tenido a lo largo de su vida alguna idea suicida. Un porcentaje bastante alto ha pensado seriamente en abandonar este mundo. Otros, lo han planeado concienzudamente. Otros se han atrevido a confesar sus pensamientos suicidas, y tal vez no han sido escuchados y nadie se ha tomado en serie su demanda de afecto, protección y cuidados. Muchos de los que suicidan han dado señales de su situación emocional precaria, y tal vez sus más cercanos han pensado que no eran para tanto, o han preferido pasar de puntillas. Lo que es cierto es que por cada persona que se suicida, otras seis personas quedan tocadas para siempre precisamente por ese suicidio de un ser querido.

Debemos preguntarnos ante este mal invisible y escondido si efectivamente somos más vulnerables de lo que pareceremos y más frágiles de lo que aparentamos. Debemos preguntarnos cuál es nuestra idea de la felicidad, de una vida lograda, de una existencia exitosa, porque tal vez andemos un poco errados. Debemos saber que, cada vez que cuidamos al otro, lo respetamos, lo animamos y lo apoyamos, estamos reforzando la fragilidad constitutiva de cada hombre y de cada mujer, de cada familiar y de cada amigo. Debemos ser conscientes de que con nuestras actitudes de esperanza, de fe, de compasión hacia los demás, en el fondo estamos insuflando razones para resistir, para levantarse, para luchar. En definitiva, razones para vivir esperanzados sus vidas y nuestras vidas, aunque sean imperfectas y no carezcan de sombras.



lunes, 8 de noviembre de 2021

Las huellas del silencio y el Informe Sauvé



El último libro del escritor irlandés, John Boyne, se titula “Las huellas del silencio”. Un sacerdote católico, Odran Yates, a partir de los escándalos de abusos sexuales en su país, repasa su vida. En un momento determinado, y refiriéndose a su sobrino, escribe: “Y esa fue la última vez que vi a Aidan. A ese Aidan. La siguiente ocasión que estuve en su casa, una o dos semanas después, se había convertido en un chaval completamente diferente”. Apenas tres líneas que nos dan una idea del brutal hachazo que en la vida de un menor supone haber sufrido abusos.

      La lectura de este libro coincidió en el tiempo con el demoledor Informe Sauvé sobre los abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia Católica en Francia. Jean-Marc Sauvé, responsable de la Comisión sobre los abusos, ha terminado por prestar su apellido al Informe.

   Cuando Benedicto XVI llegó al solio Pontificio, el escándalo de los abusos sexuales a menores estalló como una bomba atómica en el seno de la Iglesia Católica. En el momento en que las críticas a la Iglesia sobre su silencio y encubrimiento a los abusadores y su escasa o nula sensibilidad hacia los menores arreciaron de tal forma que la Barca de Pedro empezó a zozobrar, Benedicto XVI, lejos de echar la culpa a los medios que cargaban las tintas contra obispos y clero, pronunció una reveladora frase: “No podemos echar la culpa a campañas contra la Iglesia sino a los pecados cometidos por sacerdotes y religiosos”. Y decidió afrontar la verdad, dolorosísima, pero necesaria para la purificación de la propia Iglesia. Una verdad que exigía el fin de los ocultamientos,  encubrimientos y silencios. Pero también el fin de la indiferencia a las víctimas. El Papa Francisco ahondó aún más en esta línea y ha seguido dando pasos de cercanía, escucha, justicia y reparación a las víctimas.

     Los abusos a menores fueron una auténtica peste dentro de la Iglesia Católica, hasta tal punto que dinamitó la confianza de los fieles en el clero. Por primera vez, en muchos siglos, muchos percibieron a la Iglesia como una “estructura de pecado”.

    En la novela, por ejemplo, se aprecia bien ese cambio radical. El sacerdote protagonista va en un tren, y todos los pasajeros se sienten honrados en su compañía, le invitan a comida y refrescos, le dan conversación, se muestran encantados cuando se dirige a sus niños para jugar con ellos. Pasado el tiempo, y tras el escándalo mayúsculo en Irlanda, el mismo sacerdote, un buen cura que jamás había tocado a un niño,  entra en una cafetería y es insultado, e incluso golpeado, simplemente porque iba vestido de cura.

     Sacerdotes y religiosos que desde cualquier púlpito arremetían contra los pecados de castidad del sencillo pueblo, que amonestaban crudamente por una masturbación, por unas relaciones prematrimoniales o por un beso entre dos hombres, eran los mismos que acosaban y abusaban de los niños que estaban a su cargo en colegios y parroquias y a los que ellos, por su ministerio, estaban obligados a cuidar, proteger y defender.

     ¿Cómo se llegó a esto? Se han escrito miles de páginas sobre el asunto y, durante mucho tiempo, los escándalos sexuales han abierto telediarios y han incendiado debates y mesas redondas. Hay muchas opiniones y hay muchos análisis sesudos, pero básicamente se pueden resumir:

      1.- Los abusadores se sentían impunes. Sus fechorías quedarían ocultas, porque se sabían poderosos y pertenecientes a una estructura de poder con influencias en todos los ámbitos. ¿Qué familia se atrevería a denunciar ante la Iglesia y ante la Justicia estos crímenes? La mayoría de las veces, los propios menores eran incapaces de contar a sus padres lo que estaban haciendo con ellos, en parte porque, dada su escasa edad, no sabían o no podían poner palabras a su sufrimiento y desgarro.

      2.- Para los obispos, congregaciones, parroquias e institutos religiosos era más importante el buen nombre de la Iglesia que la víctima. Contaba más la “fama” de la Institución eclesial que el dolor de un menor abusado. Justicia y verdad no tenían valor, sólo tenía valor esa apariencia de bondad que debía recubrir a la iglesia, como un manto blanco sobre una carne putrefacta. Por ello, cuando existían quejas o denuncias verbales contra un sacerdote, se le cambiaba de lugar, y se daba por cerrado el caso. Sólo después se supo que los continuos traslados de parroquia o de colegio de un sacerdote o de un religioso respondían al intento de ocultar los hechos y salvar el buen nombre de la Iglesia. Los encubrimientos tomaron carta de naturaleza. La Iglesia se sabía intocable. El evangelio perdió la batalla ante la religión.

     3.- La propia mentalidad de una época, con esa aureola de sacralidad con la que el pueblo devoto adornaba a sacerdotes y religiosos hacía que “resultaran imposibles” tamaños crímenes contra un niño. La sociedad, las familias, los jueces, los medios de comunicación, las escuelas se sentían como bloqueadas, desactivadas para dar crédito a lo que estaba sucediendo. No es que no quisieran ver y oír (¡que también y muchas veces!) sino que sus cabezas se negaban a interpretar correctamente lo que sucedía alrededor.

          En el libro de John Boyne está muy bien reflejado ese bloqueo mental. El sacerdote protagonista es incapaz de interpretar los indicios, las huellas, los traslados de los abusadores y los silencios o la rabia de los abusados. Una estructura mental más fuerte que sus sentidos le incapacitaba. Por ello, el mundo del buen sacerdote irlandés se desmorona cuando reconoce su incapacidad para leer lo que estaba sucediendo ante sus narices. También él había sido “culpable” por su silencio y por su incapacidad para interpretar la realidad de pecado de sus compañeros de sacerdocio, o el dolor y la rabia de las víctimas.

       Decía Jean-Marc Sauvé que lo que más le había impresionado a la hora de llevar a cabo el Informe en Francia había sido la incapacidad para ser y vivir de las víctimas tras el abuso. Hemos sido testigos de personas profundamente heridas y vidas dañadas, incluso destruidas”

       Y como conclusión, Sauvé escribe: “Lo más terrible es constatar que el mal más absoluto –atentar contra la integridad física y psicológica de un niño– ha sido cometido por personas cuya misión era traer vida y no muerte, porque los abusos sexuales son una obra de muerte. Trajeron esclavitud, mutilación y la nada. No en nombre de Dios, pero lo utilizaron como coartada. El mal más absoluto se ha colado en la obra de salvación de la Iglesia”.

       Dicho lo cual, el propio Informe dice que la mayoría de los abusos a menores fueron cometidos en el entorno familiar o de amistad, y que sólo un 6% fueron cometidos por miembros de la Iglesia Católica. Desde 1950 hasta nuestros días, el Informe recoge 330.000 abusos cometidos por sacerdotes, religiosos y laicos con tareas pastorales, lo que da una idea de la magnitud del problema. Si bien esta cifra es la ampliación estadística sobre un sondeo entre 28.000 encuestados. El Informe hace constar que algo más de seis mil personas contactaron con la Comisión para dejar constancia de los abusos sufridos. El Informe denuncia sin medias tintas y sin paños calientes que “La Iglesia  estuvo demasiado preocupada por proteger a la Institución y el poco miramiento que hacia las víctimas”.

     El autor de La huellas del silencio ha huido del morbo y de los detalles escabrosos para intentar comprender por qué sucedió y por qué ni la Iglesia ni la sociedad quisieron verlo. El propio autor confiesa que este escándalo ha hecho mucho daño a los sacerdotes y religiosos que en todo momento fueron fieles a su mandato y cuidaron, sirvieron y protegieron a los menores que estaban a su cargo.

     Tom Cardle, en la novela, es un cura abusador, pero también el mejor amigo del protagonista Odran Yates. Aidan, el sobrino de este, fue una de sus víctimas. Durante años, Aidan mantuvo su resquemor y un no indisimulado odio hacia su tío, porque creía que conocía la verdad sobre Tom Cardle y no lo había impedido. Aidan, como en la realidad sucedió a muchos menores irlandeses, tuvo que alejarse de una Irlanda católica que desgarró y devastó su cuerpo y su alma, en busca de una nueva vida, un trabajo, una familia. Y solo al final de la novela, Aidan es capaz de comprender y de perdonar la venda en los ojos que su propio tío tenía respecto a su amigo y sacerdote Tom Cardle. La novela alcanza en este encuentro entre tío y sobrino uno de sus momento más desgarradores.  Un perdón nada fácil y doloroso para Aidan. Y un sentimiento de culpa aún más doloroso para Odran Yates, el sacerdote bienintencionado que no supo leer correctamente lo que sucedía en su entorno más cercano. Como el protagonista, aún hoy tantos sacerdotes y tantos cristianos se preguntan sobre la inocencia de los que callaron aunque no hubieran cometido un delito.










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