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jueves, 21 de agosto de 2025

Roberto López: la sensatez de un ganadero

 

En 2022, un ganadero gallego, Roberto López, en una entrevista en una cadena de televisión lamentaba la situación de abandono en que está el campo, criticaba las políticas medioambientales de despacho, y daba su punto de vista sobre las causas de tantos incendios. Creo que es una opinión sensata, aunque podamos estar  o no de acuerdo. Esto decía:

“¿Por qué hay incendios? ¿A que en las ciudades no hay? No, porque hay gente. ¿Por qué arden los pueblos? Porque no hay gente. Hay un abandono. Es muy bonito llegar aquí y decir, qué bonito está todo, hay muchos árboles… Reserva de la Biosfera. Parque Natural de no sé qué… Aquí no podéis hacer nada. Los que llevabais 2.000 años cuidando esto lo hicisteis fatal. Ahora nos vamos a encargar nosotros que somos mucho más listos. No podéis cortar un árbol, no podéis cortar una zarza. No podéis sembrar aquí. No podéis tal… ¿Qué hacemos? Todo abandonado. Ahora viene un rayo, un pirómano, que también los hay, prende fuego, y cuatro mil hectáreas quemadas. Vienen medios de extinción, helicópteros, hidroaviones, la UME, no sé qué, no sé qué más. Vamos a ver, ¿Tan mal lo estábamos haciendo? Lo conseguimos gestionar durante dos mil años. Ahora vienen estos iluminados a echarnos de los pueblos, porque no queda gente en los pueblos. A mí que me expliquen por qué antes, con gente en el campo, manteníamos el monte limpio y no le cobrábamos a nadie, no se nos pagaba por hacer ese trabajo. Y ahora pagamos a brigadas, le pagamos a todo este mundo, a toda esta gente, y sale de nuestros impuestos. Y se está quemando el monte y nadie puede imaginar el coste de apagar un incendio. Eso lo pagamos entre todos. Y antes que lo hacíamos gratis, nos echaron. Y esta gente que se cree tan inteligente dice que lo hace por nuestro bien. No te equivoques: lo hacen por su bien, por mantener un puesto de trabajo por el que ganan lo que no está escrito. Simplemente para hacer prohibiciones. Ahora aquí en este país todo está prohibido. Tú quieres hace cualquier cosa, tienes que pedir un permiso, y tardarán dos años en darte el permiso. No hombre no, yo me voy. Gano mil euros en cualquier cosa. No quiero ningún tipo de responsabilidad. Cuando salgo, apago mi teléfono. No, hombre, esto no funciona así. Lo que está pasando lo vemos cualquiera. Estáis hablando de la sequía, estáis hablando de los incendios.. Todo esto, todo esto antes no pasaba”.




Una tierra en llamas

Una imagen desoladora de esta nación nuestra, con cielos humeantes y campos ardiendo en medio de temperaturas achicharrantes. No es nada nuevo. Aunque la magnitud y la coincidencia de tantos fuegos, ciertamente nos ofrece una imagen apocalíptica. Fuegos aquí y allá. El sonido estridente de las sirenas de los bomberos. El paso veloz de la maquinaria de la UME. Los tractores y arados desperdigados por todos los caminos parcelarios. Rostros de desolación de los agentes forestales. Infatigables soldados del Ejército. Miles de voluntarios con sus azadas. Agricultores arando precipitadamente las tierras en un intento de que sirva de cortafuegos. Gentes desesperadas que pierden sus cultivos, sus ganados e incluso sus casas. Habitantes de pequeños pueblos desalojados de sus hogares…  

En este país nuestro, muy dado a los gritos y poco dado a los argumentos… sería útil hacer un ejercicio de reflexión y un intento de buscar  las razones de este desastre humano y medioambiental. Y también las maneras más razonables de gestionarlo.

Uno. Incapacidad general para trabajar juntos. Incapacidad para reconocer las ideas buenas o las acciones meritorias del otro, simplemente porque no es de los míos. Incapacidad para hacer autocrítica y soberbia para enrocarnos en nuestro punto de vista. Probablemente tenemos ya la mirada llena de cataratas que nos impide ver con claridad el punto de vista del otro o, al menos, las bondades de su obrar. Cómo sería de agradecer que en momentos de grandes males, todos a una, codo con codo, nos pusiésemos a trabajar por el bien común, por las víctimas y por los que en un momento han sido azotados por la tragedia. La mediocridad y la soberbia se han instalado en la casta política. Por un lado, un cainismo ibérico del peor género saca cuchillos y navajas para atacar al contrario. Por otro lado, un servilismo denigrante aplaude una y otra vez a la tribu de mi color, cometa los errores que cometa. Los políticos han conseguido sacar lo peor del alma hispana: convertirnos en insultadores profesionales del que tenemos enfrente. Y en palmeros mecánicos del color de mi grupo.

Dos. Exigir a los políticos lo que nos exigimos a nosotros. Un país de expertos y de sabelotodo, siempre con soluciones fáciles a mano. En las mismísimas fechas en las que media España lloraba por los fuegos, o tenía que huir apresuradamente de ellos, o perdía tierras y ganados, la otra media celebraba con gran jolgorio y alboroto, ruido y estruendo las fiestas patronales. Las charangas coincidían con las sirenas de los bomberos. Y los encierros coincidían con los animales acorralados del bosque. No lo olvidemos. Era una situación kafkiana. Si sólo un mes antes se hubiera consultado a los ciudadanos qué querían: festejos o medios para atajar los incendios, ¿qué pensáis que hubiera sido el resultado? ¿Ha habido algún ayuntamiento que ha recortado en festejos para dedicar esos dineros a prevención de catástrofes, incendios o tormentas?

Nos indignamos mucho ante las catástrofes, ponemos el grito en el cielo, pero quizás debemos preguntarnos en qué queremos que se gasten nuestros impuestos, cómo queremos repartir la riqueza nacional, que nunca es infinita. Estamos en un tiempo de populismos en auge. Una de las características del populismo es repartir gratuitamente bienes no necesarios para dar palmaditas a los ciudadanos, congratularse con ellos y, de paso, ganar un puñado de votos. ¿Qué son sino tanto bono joven, tantos bonos de transporte gratuito, tantas subvenciones, subsidios y ayudas por no hacer nada? ¿Es necesario ir del pueblo a la capital en bus gratis a tomarse un café o comprar una camiseta? ¿Es necesario ir a Madrid o a Barcelona a pasar la tarde o hacer compras por un precio irrisorio en el tren? ¿Es necesario organizar conciertos gratuitos de cantantes con cachés millonarios en cada Plaza Mayor de nuestras ciudades? Y así tantas cosas. Nos quejamos cuando las listas de espera para el médico son muy largas o cuando los libros escolares son muy caros. Y con razón. Pero, como sociedad, tenemos que hacer un serio discernimiento: distinguir cuáles son las cosas necesarias y cuáles son los caprichos. Qué es lo importante y qué es lo superfluo. En el fondo, los políticos ofrecen al pueblo -o al populacho- lo que quiere y desea: pan y circo.

Tercero. El pueblo salva al pueblo. Las gentes sencillas, en su generosidad y en su sentido de la compasión, son las que verdaderamente apagan estos incendios y toda clase de incendios. Las gentes son las que han llevado colchones y toallas hacia los polideportivos, para que los soldados y los bomberos, trabajando en condiciones infrahumanas, pudieran descansar unas horas. Las gentes son las que han ofrecido botellas de agua, alimentos, las duchas de sus casas, un abrazo y unas lágrimas de gratitud. Las gentes del campo, con sus tractores y sus arados, han llegado por carreteras y caminos parcelarios, para intentar abrir cortafuegos (esos mismos agricultores a los que hace no mucho tiempo, distintos sectores calificaron de delincuentes porque ocupaban las vías públicas en sus manifestaciones). Las gentes del ejército o de las fuerzas de seguridad, con su disciplina y su espíritu de sacrificio, han acudido a muchos lugares de España, con escasez de recursos y medios, a echar una mano allí donde era necesario. Los vecinos han luchado codo con codo para salvar lo salvable de estos pavorosos incendios.

Y debemos acabar con una pregunta: ¿Aprenderemos algo? Cada vez que se repite una catástrofe, las promesas de inversiones millonarias, las palabras grandilocuentes, son el pan nuestro de cada día. Pero el viento se lleva los discursos, y la memoria corta de los ciudadanos hace el resto. Sí se tiene la sensación de que la prevención de catástrofes funciona bastante mal, ya sea la limpieza de los bosques en el caso de los incendios, o la limpieza de los barrancos, en el caso de las tormentas. La coordinación entre Gobierno central y Comunidades es bastante caótico. ¿Se trata a todas las Comunidades por igual o hay regiones de primera y de segunda? Una vez más, nos damos cuenta de que, ante catástrofes de una cierta magnitud, la colaboración institucional debe funcionar desde el minuto cero, dejando el debate y la polémica para el momento en que los muertos estén enterrados, los fuegos apagados, los bosques regenerados y las indemnizaciones distribuidas.

Si no aprendemos nada de estos fuegos y de esta manera de actuar tan rastrera, seguiremos teniendo más fuego, más ceniza, más pérdidas humanas, animales o vegetales. Todo será inútil. En una catástrofe, las lenguas tienen que callar. Sólo pueden funcionar las cabezas y los corazones.   





















miércoles, 20 de agosto de 2025

Unas flores en Nogarejas

 

        En medio de un paisaje calcinado por el fuego, dos coronas de flores aún frescas. Alguien ha atravesado la nube de humo y ha caminado sobre un mantillo de cenizas para rendir homenaje a dos jóvenes a los que las llamas acorralaron impíamente cuando intentaban defender lo suyo, defender lo de todos: la tierra, el monte, el ganado y las vidas humanas.

        Tenían 35 y 37 años. Eran primos. Y respondían a los nombres de Abel y Jaime. Ha habido otros muertos. Ha habido otros heridos. Ha habido aún miles y miles de hectáreas arrasadas. En medio de una naturaleza en blanco y negro, las flores de colores son un contraste demasiado llamativo y demasiado delirante. Alguien seguirá llorando, detrás de los postigos, sus vidas perdidas. Esas dos coronas silenciosas en el silencioso y moribundo paisaje son un grito mudo, un alarido insonoro, un llanto sin lágrimas.

        Los pastos quemados volverán a brotar de nuevo. Castaños, encinas y pinos serán plantados y, con los años, el verdor volverá otra vez al monte y al llano. Pero ya nadie puede recoger el agua derramada de un cántaro roto. Así la vida de un hombre: ¡Abel y Jaime! Sus nombres y sus rostros habitarán aún en los seres que los amaron. Pero su vida derramada será vida derramada para siempre.

        Estas flores junto al tractor y el arado en la localidad de Nogarejas (León) son una imagen desoladora: la voluntad del ser humano de aferrarse a la memoria de unos ojos y de unos nombres que el fuego se llevó para siempre.

lunes, 26 de febrero de 2024

Niebla en el sendero

 

         A esta ciudad, situada en un valle, entre el Duero, el Pisuerga y la Esgueva, algunos días al año la niebla la visita. Y así año tras año, década tras década, hasta el punto de que algunos califican a Valladolid como “ciudad de la niebla”. En general la niebla es un fenómeno atmosférico con mala prensa. Los conductores se quejan de la escasa visibilidad; los reumáticos, de acentuar sus dolencias; las señoras, de encresparles el pelo y estropearles el peinado; y otros muchos, de levantarles dolor de cabeza.

Pero yo creo que la niebla es una maravilla y una hermosura. Y de hecho, los días de niebla me parecen los más hermosos para caminar, especialmente si lo haces al lado de un curso de agua. Uno de estos días neblinosos me lanzo a recorrer un tramo del Canal de Castilla, entre la dársena del barrio de la Victoria y el término de Cabezón de Pisuerga, disfrutando en el trayecto de las últimas esclusas de este río artificial, proeza de ingeniería, que nace en Alar del Rey. 

Una niebla densa que apenas me permite ver unos metros por delante. Niebla que, como vaporoso sudario o cendal, envuelve el Canal de Castilla, ese sueño de agua de ingenieros e ilustrados para apagar la sed de las llanuras cerealistas de la infinita Tierra de Campos. Los gansos y fochas se deslizan silenciosos por el agua y unos metros más allá los pierdo de vista, emboscados en la bruma. La niebla, susurro de vapor, se posa leve sobre la tierra, los árboles invernales, las zarzas, los juncos y los musgos, el aire y los edificios, la autovía, los puentes y pasarelas, los campos de labrantío y los surcos removidos, los caminos de sirga por donde anduvieron, cansinas y sonnolientas, las mulas que arrastraban las barcazas con el trigo en un tiempo de asombro.           

El agua salta de las esclusas del canal con una música que nunca cansa al caminante. Solo me cruzo con otras tres personas a lo largo de 14 kilómetros. Sus siluetas se pierden en la niebla difuminada, como en una pintura con sfumato leonardesco. Huele a humedad y a polvo de agua, y los labios avanzan besando un aire de humo frío con sabor a vegetación y poesía. Agustín Acosta decía “estar enfermo de una niebla lejana, oh Dios, y se me torna de humo la palabra. Yo la deseo límpida… Yo la ambiciono diáfana”. Y Charles Bukowsky, con amargura ramplona, habla de que el “amor es una niebla que se quema con el primer sol de la realidad”. Con la niebla, los ojos de los puentes se desenfocan, enfermos de vejez y cataratas, de tanto agua como han visto pasar y de tantos sueños que la corriente disipó y evaporó para siempre.

 Pero son estos días brumosos y emboriados los que ama el caminante. ¿Qué hay más allá de ese recodo, más allá de ese ramaje, más allá del árbol caído, más allá de la casa en ruinas, más allá de esas nubes bajas con miles de gotas en suspensión? ¿Es sueño, sombra, aparición, aquel bulto que anda en lejanía? ¿Son así de evanescentes y neblinosos nuestros sueños, nuestra vida, nuestra alma, nuestros recuerdos y nuestros amores? ¿Es la niebla el paisaje habitual del corazón humano? No lo sé, pero esta niebla que el caminante cruza o atraviesa,  persigue o deja a sus espaldas, le parece hermosa. ¿Qué le vamos a hacer?







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