viernes, 22 de marzo de 2019

La eterna tentación del fariseísmo




Si queremos ser un poco objetivos, hay que tener en cuenta dos datos: la mayoría de los abusos sexuales a menores se producen en el entorno doméstico. En un pequeño porcentaje se produjeron en el ámbito de la Iglesia. Y segundo: un abuso sexual producido en el ámbito eclesiástico es noticia de telediario y su resonancia en los media y en las redes es inmensa.

Dicho esto, hay que decir con rotundidad: lo último que se espera de un sacerdote o de un consagrado es que abuse de la confianza de un pequeño, que utilice su status para esta bajeza, porque la víctima de quien menos esperaría este atropello sería de alguien que representa una ‘buena noticia’ de bondad, de fraternidad, de defensa de los más pequeños. A la maldad intrínseca de los abusos sexuales cometidos contra menores, se añade, escandalosamente, la procedencia del abusador: el ámbito religioso.


Pero quizás hay otros aspectos más deplorables de toda esta situación: la opacidad y el encubrimiento con los que actuó la jerarquía eclesiástica. Los niños abusados no eran creídos ni por su propio entorno familiar. Y en las ocasiones en que la familia o el interesado denunciaban, se encontraban con un muro infranqueable. Es más, los niños abusados se sentían culpables o se sentían avergonzados de su experiencia. Y las propias familias no se atrevían a denunciar porque no era fácil hacerlo frente a las instituciones eclesiásticas. Al abusador se le cambiaba de una parroquia a otra o de un colegio a otro. Esta solía ser la respuesta eclesiástica. A veces también la compra del silencio del abusado por una cantidad de dinero.

Y todo era así porque la Iglesia, por un concepto equivocado de la ejemplaridad y de la santidad, era incapaz de asumir sus propios pecados. Era incapaz de presentarse ante la sociedad como ‘pecadora’, frágil e incluso criminal. Los escándalos se tapaban, se encubrían. Todo menos aparecer en los periódicos y ante la opinión pública con varias manzanas podridas al aire y a la vista de todos.

Cuando Benedicto XVI llegó al solio pontificio empezó a sacudir las alfombras y empezaron a salir casos y casos. Fue el primer Papa que pidió perdón y afirmó que esto no sucedía porque los lobbys anticlericales fueran muy activos sino porque en la Iglesia había muchos sacerdotes y religiosos cargados de pecados. Y ya sin complejos, Francisco se decidió a coger el toro por los cuernos. Y a establecer protocolos de prevención y normas claras sobre cómo actuar cuando se da una denuncia, y a ponerse a las órdenes de las legislaciones nacionales. La cumbre antiabusos que ha tenido lugar en estos días en el Vaticano busca la protección del menor y también impedir que se produzcan nuevos casos. Ahora veremos a ver si hacen caso al Papa y al Vaticano.


Lo cierto y lo doloroso es que la iglesia haya llegado a esta ‘concienciación’ no por sí misma, no por su sensibilidad hacia el drama de los menores ni por su deseo de hacer justicia o de limpiar las cloacas en las que vivían muchos de sus miembros, sino porque tanto los abusados, como la sociedad civil, como las leyes de cada país, como los medios de comunicación… la han puesto contra la pared. Esto sí que da pena. Que la sociedad civil haya precedido a la Iglesia en la sensibilización hacia las personas que habían sufrido el martirio de ser abusados sexualmente, esto sí que es doloroso. Aquí muchos –no todos- de los más altos miembros de la iglesia optaron en el pasado por ser ‘sepulcros blanqueados’.  El fariseísmo ha llegado hasta ayer mismo. Esperemos que no sea así en el futuro.

miércoles, 20 de marzo de 2019

El hombre que secaba los pañales al fuego




El Prado publicaba ayer, con motivo de la festividad de San José, un detalle del tríptico de la Adoración de los Magos, del Bosco.
Debajo de un sombrajo, en un chamizo, un hombre anciano está secando al fuego unos pañales. El hombre gira un poco su cabeza, como si quisiera ver a alguien que se ha acercado al portal de Belén. La escena principal está ocupada por María y el Niño y los tres Reyes Magos en el momento de adorarle. Otros personajes, curiosos vecinos, se asoman por los ventanucos para ver la escena, para curiosear un rato, mientras que José permanece apartado, en un rincón, en la humildísima tarea de secar al fuego los pañales que él mismo ha lavado en el arroyo. Es un personaje secundario, una figura decorativa en la escena del nacimiento, un criadillo, un esclavillo.
Es una detalle adorable este que nos rescata el Prado. Y probablemente uno de los que mejor refleja la grandeza de la figura de San José.
En una cultura semítica como la suya, en la que asegurarse la descendencia, era capital, José acepta ser padre de uno que no es hijo. Acepta el matrimonio con una joven embarazada. Acepta el exilio en Egipto para proteger a un hijo que no es el suyo. Acepta una vida que, probablemente, no se le había pasado por la cabeza. Su papel fue no tener papel: un carpintero corriente, un trabajador entre tablones y virutas, un esposo amoroso, un padre generoso. Su vida fue estar ahí donde se le requería y donde su conciencia de hombre justo y bueno se lo demandaba.


Él tuvo visiones, nos dice el Evangelio, pero las visiones no fueron sino la conciencia noble de un ser de una pieza. La conciencia recta fue la que le indicó que no podía denunciar a la joven embarazada, pues eso habría supuesto la desdicha para María. Su conciencia fue la que le dijo que debía dejar Belén apresuradamente y huir a Egipto, comer el amargo pan del refugiado, con tal de poner a salvo al pequeño Jesús, al que desde el momento en que lo tuvo entre sus brazos, supo que lo amaría para siempre, más que si fuera su propio hijo.
Ahí está sentado en una cesta de mimbre, tendiendo los pañales ante las llamas, y mirando, humilde, la gran historia que pasa ante sus ojos, como si no fuese con él: el esclavillo de un niño al que adoran los Reyes.

martes, 19 de marzo de 2019

¿Artesanos de la paz en Euskadi?





Con todos los medios –muy poderosos- del rico y próspero Euskadi, desde hace algún tiempo se intenta blanquear la imagen de la banda ETA. Una vez que la banda terrorista ha sido vencida por la paciente actividad de las fuerzas de seguridad del Estado, no queda otra sino hacer ver al pueblo que lo de ETA hay que entenderlo, que tiene una explicación, que los tiempos eran convulsos, que eran momentos para la exaltación romántica o revolucionaria, pero que, en el fondo, no eran malos chicos. Estaban confundidos, se equivocaron en algunas cosas, pero querían el bien del pueblo, el bien de Euskalería. Ellos también, a su manera, quisieron construir la paz, la convivencia, la fraternidad.
Este es el insensato discurso que desde hace algún tiempo se lanza un día sí y otro no. Hay que lavar la imagen ensangrentada de los pistoleros –parecen decirnos- en favor de la convivencia y de la normalización.
Nos dicen en mensajes subliminales que sería humillante pedirles cuentas a los asesinos, exigirles que se arrodillen y supliquen perdón a las víctimas, que indemnicen, que confieses sus culpas y reconozcan el fracaso de su proyecto sanguinario.

Las víctimas al final van a ser los malos, los rencorosos, los vengativos. Y los victimarios van a ser los ‘artesanos de la paz’. Y el conjunto de la sociedad vasca está camino de lograr este propósito desvergonzado.
Un episodio que ilustraría todo esto nos lo ofreció la pasada Navidad. Una reunión de amiguetes, de colegas que, en plan buenista y espíritu navideño, cocinaron la cena de Nochebuena, se tomaron unos txiquitos juntos y desearon a los vascos Feliz Navidad. Un particular masterchef inocente y navideño.
Lo que puso los pelos de punta no es que en esta cena de la vergüenza apareciese el señor (por llamarle de alguna manera) Arnaldo Otegui, sino que apareciese también la señora Idoia Mendía, secretaria de los socialistas vascos.



A nadie extrañó, por lo tanto, que José María Múgica que vio como los pistoleros de ETA asesinaban a su padre Fernando Múgica delante de sus ojos, haya pedido la baja de militancia en el partido socialista en el que militó y resistió hasta la muerte su propio padre.

miércoles, 13 de marzo de 2019

Camino sin límites: discapacidad hacia Compostela





Un amigo peregrino me pasa el enlace del documental Camino sin límites, de Joan Planas. Empiezo a verlo sin demasiado interés, pensando que se trate de un documental más de los muchos que pueblan la web. Pero me equivoco.



Dos hermanos, Olivier y Juan Lu, se lanzan a recorrer los casi 800 kilómetros que separan Roncesvalles de Compostela. Juan Lu tiene parálisis cerebral. Es un chico de 20 años que desde pequeño ha tenido la suerte de ser tratado como un chico más. Su hermano, Oliver ha tenido la excéntrica idea de recorrer con él, en silla de ruedas, el Camino, no por la carretera, que sería lo aconsejable, sino por el trazado por el que transitan todos los peregrinos. Su madre, al volante de una furgoneta, se encarga de la intendencia y les espera en cada albergue. Y pronto ocurre un milagro, quizás un milagro que sólo se podía dar en uno de los pocos espacios del mundo donde aún es posible la ‘compasión trascendente’, en el mejor sentido de esta palabra. Muy pronto, otros peregrinos echan una mano para empujar o arrastrar la silla de Juan Lu, hasta el punto de que a los pocos días ya han formado un grupo estable y sólido, amoroso y fraterno. Ellos pensaban que echaban una mano a dos hermanos en apuros, pero descubren en seguida que es Juan Lu el que, de manera misteriosa e incomprensible, les está ayudando a ellos: a ser personas, a dejar las máscaras, a hablar de cosas serias, a mostrarse ante los demás con sus miedos y sus fragilidades, a experimentar la alegría de la gratuidad. Creían que era Juan Lu el que, por su parálisis, tenía límites, pero el Camino y el contacto con este chico tan especial les hace descubrir sus límites y al mismo tiempo sus infinitas capacidades para superarlos. Un grupo variopinto, por recorrido vital, por idioma o por nacionalidad, experimenta la grandeza de descubrir la ‘fuerza en la debilidad’, la alegría y la energía que pueden contagiar personas ‘tocadas’ por la discapacidad y los límites.



Un precioso documental, lleno de humanidad. Una historia de cariño entre dos hermanos. La alegría del mundo que es capaz de transmitirnos Juan Lu con sus gritos, sus sonrisas, sus carcajadas. El contacto con la debilidad que ilumina nuestros rincones oscuros. Todos los ‘Cebreiros’ pueden ser recorridos en compañía alegre, en espíritu de servicialidad, en esfuerzo fraternal.

La felicidad es esto, pero nos cuesta reconocerla y reconocerlo. Para no perdérsela.

 https://buscandohistorias.com/caminosinlimites/

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