miércoles, 29 de septiembre de 2021

El Hermano Juan Vaccari, 50 años después

 



Un hombre bueno que vivía de Dios

El próximo 9 de octubre se cumple el 50 aniversario de la muerte del hermano Juan Vaccari, un fraile guaneliano (Siervos de la Caridad). Diversas celebraciones recordarán en Palencia y en Aguilar de Campoo la señera figura del Hno. Juan. Estos actos quieren ir más allá del sufragio por su eterno descanso y de la conmemoración de una fecha dolorosa: pretenden ser una relectura de su trayectoria vital y de su aventura espiritual.

El día de su funeral, un sacerdote alemán, de paso por la villa aguilarense, se sintió impresionado por el abatimiento de todo un pueblo, y no cesaba de preguntar a unos y a otros: “¿Pero quién era este hombre?”

Y esta misma pregunta nos hacemos cincuenta años después. ¿Cómo explicar, de otra manera, la permanencia de su recuerdo entre los que le conocieron, la admiración entre los que han oído hablar de él, y el estupor entre los que han leído sus escritos? ¿Dónde radica ese magnetismo, cinco décadas después de su desaparición? Una rápida respuesta podría ser: Era un hombre bueno que vivía de Dios.

Alguien dijo que la existencia del hermano Juan había transcurrido “por caminos no soñados”. Y aunque él ni había soñado estos caminos ni los había planeado, supo hacerlos suyos, incorporarlos a su ADN de fe, esperanza y caridad, porque en todo veía la mano de Dios. Respiraba a Dios, se nutría de Dios. Y como cualquier hombre bueno, pasó por el mundo haciendo el bien.



Aquel instante: “Entonces, me quedo”

Había nacido el 5 de junio de 1913 en Sanguinetto (Verona-Italia), en el seno de una familia numerosa de labradores. Su infancia, junto a sus otros catorce hermanos, se desarrolló en un ambiente de esfuerzo, sacrificio, duro trabajo y una fe recia que lo impregnaba todo. Ya desde niño supo que no poseía la robustez y la fuerza física de sus hermanos para arrostrar los duros trabajos del campo. Fue un adolescente sensible y emotivo para el que la religión formaba parte de cada hora y de cada día. Por ello, la idea de hacerse sacerdote surgió espontánea y natural en su ánimo. Pero se topó con la barrera de los estudios y tuvo que renunciar a su sueño. En el pueblo, compaginaba los trabajos en el campo, el inicio de una relación con una joven muchacha y su pertenencia a la Acción Católica. Tenía ya veinte años cuando oyó que en el Seminario de Fara Novarese, de los padres guanelianos, aceptaban también a jóvenes, y no solo a niños. Allí dirigió sus pasos en octubre de 1933. Solo habían transcurrido unas pocas semanas cuando se dio de bruces con el muro de sus limitaciones en los estudios, especialmente el latín y la aritmética. Los superiores se dieron cuenta de la bondad de ese joven y, a modo de ultimátum, le propusieron hacerse hermano lego. Pero Juan Vaccari no quería ni oír de hablar de esta propuesta. “Tomé la firme decisión de volver al pueblo, a trabajar el campo con mis hermanos”. Pero un encuentro cambió su vida. Subió al despacho del director espiritual para despedirse y éste le espetó: “Y, si marchándote, perdieses tu alma”. Entonces, con la sencillez de un niño, y con la humildad de un esclavo, dijo: Entonces, me quedo”. Si hay momentos que fundan una existencia, este es uno de ellos. A partir de ese instante, su vida fue siempre un “quedarse”, es decir, un permanecer en medio de los otros con obediencia, entrega, humildad y alegría. Se quedó entre los guanelianos como hermano lego, se quedó entre  los pucheros y las cazuelas en Barza, se quedó con el cardenal Micara en Roma y se quedó entre los seminaristas de Aguilar de Campoo.



Barza: entre pucheros y ollas

            Cerró los libros y los cuadernos, dijo adiós a su anhelo de hacerse sacerdote, y comenzó su vida de religioso en medio de los guanelianos. Fue destinado a Barza, en el Norte de Italia, como cocinero de una numerosa comunidad de seminaristas. Era el año 1934. Y allí, entre pelar patatas, guisar, freír, cocer la pasta o el arroz, fregar los cacharros, pedalear con su bicicleta por los pueblos y los campos en busca de alimentos… pasó 15 años. En medio de este largo periodo tuvo que hacer frente a la Segunda Guerra Mundial. Un tiempo de privaciones y de escasez de alimentos. Tenía que ingeniárselas para llenar los estómagos de más de un centenar de seminaristas. Se las veía y se las deseaba para hacer una sopa aguada. Se hicieron famosas entre los comensales sus “albóndigas”, que él estiraba y estiraba, y que nadie sabía de qué estaban hechas, porque nunca los ingredientes eran los mismos. Era un religioso devoto, con una rica vida interior, y de ahí el respeto que todos le profesaban. Pero su anhelo apostólico no se limitaba a la cocina. En verano y en invierno, marchaba a la cercana pedanía de Monteggia para rezar con los feligreses el rosario o alguna novena, pero también para visitar a los enfermos, llevarles la comunión y escuchar sus vidas y sus pesares. Ganó su corazón, y le empezaron a llamar “nuestro cura”. Y cuando terminaban los rezos, las buenas gentes de Monteggia deslizaban en su macuto una berza, unas cebollas, unas zanahorias o unos puerros. Juan agradecía emocionado, y así iba llenando los estómagos de los futuros sacerdotes guanelianos.



 En Roma: humildad a todas las horas

En octubre de 1950, el cardenal Clemente Micara, Vicario del Papa Pío XII para la ciudad de Roma pidió al Superior General de los guanelianos que le enviase a Palacio un fraile para atenderle en sus apartamentos privados. En 24 horas, el hermano Juan pasó de las marmitas y del saco de patatas al Palacio de la Cancillería, uno de los más impresionantes palacios renacentistas de Roma. Llegó a la Ciudad Eterna el 31 de octubre, víspera de Todos los Santos, precisamente la fecha fijada para la solemne proclamación del dogma de la Asunción de María a los Cielos. Juan no veía la hora de acercarse, como un peregrino más, a la Plaza de San Pedro, pero justo cuando se estaba formando el cortejo cardenalicio para asistir a la ceremonia, el cardenal le dijo: “usted, quédese limpiando mis habitaciones”. Se sintió como un niño castigado al que se impide ir a la fiesta de un cumpleaños. Lloró también como un niño. Fue solo un segundo. Luego, se sobrepuso como un hombre: “Tú lo has querido, María. Fiat semper”.  Y empezó a barrer, fregar, quitar el polvo, encerar, sacar brillo… y a rezar.

El hermano Juan que nada sabía de protocolos, títulos, prelaciones, jerarquías, sociedad mundana, se sintió un poco agobiado. Era consciente de su torpeza. Se sentía un paleto con las botas embarradas que no se atreve a pisar las alfombras. El cardenal debió pensar que este fraile pardillo no pegaba bien con la suntuosidad del palacio ni con la finura de los modales diplomáticos que allí eran norma. Y le despidió. Y así terminó, como el rosario de la aurora, su presencia en palacio. Probaba, una vez más, el regusto amargo del fracaso, pero volvió contento a su Barza querida. Aceptó el trago con fe y con serenidad. Sin embargo, por una de esos misterios del corazón humano, y pasado poco más de un año y medio, el cardenal volvió a requerir sus servicios. Y el hermano Juan, que en todo veía la mano de Dios, aceptó con toda la humildad del mundo la vuelta a Palacio. Al cardenal le llegaron los primeros achaques y después una larguísima y penosa enfermedad. Con el paso del tiempo, disminuyeron en palacio las recepciones, las audiencias, las mundanidades sociales. Y también con el paso del tiempo, las visitas de monseñores, políticos y diplomáticos fueron haciéndose más escasas. Lo que sí aumentó, con el sucederse de los días, fue el aprecio del cardenal por el hermano Juan. Su devoción, su entrega, su humildad conmovían a Mons. Micara y, en cierta forma, le invitaban a la imitación y a la conversión. Juan Vaccari ya no era solo el encargado de mantener limpios los aposentos privados del cardenal, era también el confidente, el compañero de rezos, el enfermero, el acompañante, los oídos que escuchan y los labios que se despliegan cuando se solicita un consejo. En Roma conoció de cerca el poder, los oropeles y los tejemanejes que lleva siempre aparejados el poder, las hipocresías y las trampas, la escasa religiosidad de no pocos curiales y el apego a vanidades y mundanidades de gentes con sotana. El hermano Juan se convirtió en la sombra y el bastón en el que se apoyaba su eminencia, el único en quien ya confiaba. En repetidas veces le pidió: “Juan, ayúdame a morir bien”. Y así lo hizo hasta el día en que cerró sus ojos, le amortajó  y acompañó sus restos mortales hasta la iglesia de Santa María Sopra Minerva.



Por tierras de Castilla: la alegría que contagia

            Al fallecer el cardenal, el hermano Juan se queda “sin trabajo”. Justo en ese momento, año 1965, comienza la obra guaneliana en España, concretamente un seminario en la Villa de Aguilar de Campoo. De nuevo la obediencia le manda a España. Con un coche cargado de regalos que le han dado para la obra naciente, llega a tierras castellanas. En un caserón vacío, junto a un ramal del Pisuerga, se instala provisionalmente la pequeña comunidad, mientras que, poco a poco, el nuevo colegio se va levantando. El antiguo cocinero vuelve a los fogones, pero por poco tiempo: reclutar niños y adolescentes por los pueblos de Valladolid, Palencia, León, Burgos, Santander, Asturias… es su nuevo cometido. No sabe hablar castellano,  no conoce la  historia de España, ni el carácter de los españoles, pero, al volante de su seiscientos, va de pueblo en pueblo, de escuela en escuela y de parroquia en parroquia. No es capaz de echar un discurso convincente. Pero tiene un método infalible: la sinceridad que todos pueden leer en su rostro y en su actitud. Delante de niños de ojos asombrados, hace juegos de cartas que les dejan boquiabiertos, se ríe con ellos, bromea, les pone su boina, les pide rezar juntos un avemaría, les entrega una estampa y una insignia del Fundador, Luis Guanella, y les dice que tiene un colegio grande y bonito que les está esperando. En cada pueblo, consigue algún candidato para el Colegio San José. Los niños ven en él a un fraile alegre, a un hombre que inspira confianza y protección. En España pasa los últimos 6 años de su vida, sembrando, como labrador, la simiente del sacerdocio en las almas de un numeroso grupo de muchachos. No para de trabajar. No para de rezar. No para de buscar recursos entre sus numerosos amigos italianos para las muchas necesidades de la nueva obra en España.

Cada día que pasa, piensa más en la muerte. Pero este pensamiento, lejos de entristecerle o llenarle de temor, es un aguijón para ejercitarse en la bondad, multiplicar la entrega y contagiar la alegría. Echar un partido de boxeo, jugar al sogatira, preparar una cucaña para los alumnos… eran su forma de hacer felices a los demás, y manifestaba así su profunda serenidad interior. Pero al mismo tiempo, cada día que pasa, redobla su oración, su adoración a la Eucaristía, su devoción a María y a José. Vive con intensidad el presente y, al mismo tiempo, su alma ya ha empezado a volar lejos del cuerpo.  

“Hoy ha muerto un santo”



La tarde del  9 de octubre de 1971, el hermano Juan regresa a su Colegio de Aguilar, después de una jornada de compras en Valladolid y Palencia, en compañía de sor Bettina. A la altura de Osorno, en un cambio de rasante, se encuentran de frente con un coche que ha realizado un arriesgado adelantamiento. Cuando los guardias se presentan en el lugar del accidente, el hermano Juan les pide que se preocupen de sor Bettina, literalmente aplastada por las cajas de alimentos. Así, pudieron salvarle la vida. El Hermano Juan, pocas horas después y plenamente consciente, recibe la unción de enfermos en el hospital de Palencia. Sabe que está llegando a la “estación Termini”, como solía decir. Junta sus manos y empieza a orar. Cuando su corazón deja de latir, su última avemaría queda interrumpida. El capellán del hospital asiste, impresionado y altamente edificado, a los momentos finales de una existencia de 58 años.

Durante el funeral, celebrado en la parroquia de Aguilar, religiosos, alumnos, amigos, familiares y vecinos de muchos lugares dan rienda suelta a su pesar, pero también a esa certeza de que se han cruzado con un fraile bueno que ha pasado haciendo el bien. Cuando, al finalizar el rito exequial, el párroco, don Ciriaco Pérez, exclamó “Hoy ha muerto un santo”, a nadie le extrañó. Era la voz que ponía palabras a un sentimiento general. Así como a nadie extrañó que el canto del Resucitó lo acompañase en su despedida por las naves góticas de la bellísima Colegiata. Ahora, sus restos mortales duermen el sueño de los justos en la capilla de Barza, a los pies del altar de la Virgen María.

            Cuando se abrió su testamento, pudieron leer una frase conmovedora: “Si el día de mi muerte, encontraseis algunas monedas en mis bolsillos, os pido que compréis caramelos para los chicos con discapacidad”. Por ello, cada 9 de octubre, en el mundo guaneliano se celebra el “Día de los Caramelos”. Un tierno y dulce recuerdo para un hombre que sembró alegría y bondad a manos llenas: el Hermano Juan.

jueves, 23 de septiembre de 2021

El dogma de la humildad


En un mundo de perdida fraternidad

Hubo un momento en que muchos pensaron que Europa estaba a punto de perecer bajo los borceguíes de las tropas alemanas. Como las fichas de un dominó, una tras otra, las naciones se ponían de rodillas ante los ejércitos que desfilaban bajo las banderas de la esvástica. Apenas han transcurrido 6 años entre la invasión de Polonia en septiembre de 1939 y la explosión de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, pero Europa y el Mundo están irreconocibles. La Segunda Guerra Mundial ha dejado millones de muertos, millones de hambrientos, millones de vidas aplastadas para siempre, ciudades en ruinas, y una certeza compartida: el ser humano nunca había llegado a tanto en su inhumanidad y vileza. Uno de esos “retrocesos” de la humanidad de los que habla José Antonio Marina, pues no sólo ha cambiado Europa o el Mundo, el propio concepto de ser humano se ha trastocado. ¿Se puede hablar de proceso moral, de belleza en el arte, de compasión en los corazones, después de Auschwitz o Hiroshima?

Por encima de los sentimientos religiosos de los habitantes de Europa se habían impuesto las ideologías totalitarias e inhumanitarias. En la noche más oscura de Europa, los creyentes, como Job, habían pedido cuentas: “¿Dónde estás, Dios?” Hasta la misma pregunta sobre Dios o sobre el hecho religioso parecía no tener sentido. De nada habían servido a los creyentes sus plegarias y sus oraciones para impedir que los demonios destrozasen a su antojo la querida civilización cristiana europea.

Al día siguiente de la Liberación, Europa y el Mundo emprenden el camino de la ardua reconstrucción. Los católicos, aún cabizbajos y llorosos, elevan de nuevo su mirada al cielo, implorando protección y ayuda. Desde este Valle de Lágrimas, se multiplican las oraciones y las iniciativas religiosas, como un pegamento eficaz para unir lo que la Guerra ha roto. La Santa Sede desea reunir a los cristianos a los que la guerra había dispersado por trincheras y lagers. Es ente clima de anhelo por olvidar la guerra y reconstruir Europa, tiene lugar, en 1950, la proclamación por parte del papa Pío XII del Dogma de la Asunción.

El propio Pontífice es consciente de esta hora dramática: “A este mundo sin paz, atribulado por la desconfianza, las divisiones, los contrates, lo odios, por causa de una fe debilitada y casi apagado el sentido del amor y de la fraternidad en Cristo, con todo nuestro fervor suplicamos a María Asunta al Cielo que devuelva a nuestros corazones el afecto en los corazones de los hombres. Que nunca prevalezca el mal que nos haga olvidar que todos somos hermanos e hijos de una misma Madre, María”.

Desde hacía siglos el pueblo había creído en la Asunción de María a los cielos. Los teólogos habían reflexionado, los poetas lo habían cantado y los artistas habían recogido el tema en formidables pinturas y en hermosas esculturas que presidían otros tantos retablos. Muchas catedrales e iglesias llevaban a la Asunción como titular; muchas mujeres se llamaban así. Pero faltaba el marchamo del Obispo de Roma.

Un fraile en la estación Termini de Roma



A muchos kilómetros de Roma, concretamente en el convento de Barza, el fraile cocinero da vueltas y vueltas a una sopa a la que sobra agua y faltan fideos. Es en ese momento cuando ve entrar por la puerta de la cocina a su superior. Un hecho no habitual que augura una regañina por algún descuido o alguna queja por las insípidas albóndigas de mediodía. Pero nada de eso. Simplemente, le transmite una orden tajante de D. Leonardo Mazzuchi, Vicario General de la Congregación, que le urge a dejar pucheros y cazuelas, a hacer la maleta y a presentarse en Roma porque allí le espera la ‘obediencia”. Faltan apenas dos días para que termine el mes de octubre de 1950.

Al mediodía del 31 de octubre, un tren procedente de Milán está a punto de entrar en la estación Termini de Roma. Entre los cientos de pasajeros, se encuentra el hermano Juan Vaccari. Acaba de llegar a Roma, pero aún no sabe en qué consiste la famosa obediencia. Tampoco él ha pedido explicaciones. Pero durante el viaje, Juan Vaccari ha pensado que, probablemente, le manden a una casa para personas con discapacidad o a un asilo de ancianos, para cuidarlos e incluso para hacer la comida. Tal vez lo manden de sacristán a alguna de las parroquias. No ha estado nunca en Roma, e ir a la capital le hace especial ilusión: allí está el Santo Padre, allí está la Basílica de San Pedro, allí están las catacumbas de los primeros mártires, allí está el corazón de la Iglesia y el corazón de la cristiandad. Además, al día siguiente, eso sí que lo sabe, el Papa Pío XII proclamará con toda la solemnidad de su Magisterio el dogma de la Asunción de María a los Cielos. Él ya se imagina caminando, como un peregrino más, por las calles de Roma hasta alcanzar la Plaza de San Pedro. Él ya se ve arrodillado para recibir la bendición papal. Su corazón se inflama de devoción a María. Contento como un niño baja del tren. Y allí en la misma estación le comunican que su nueva misión será servir de criado al cardenal Clemente Micara, vicario del Papa para la ciudad de Roma. Le acompañan al suntuoso Palacio de la Cancillería, uno de los palacios más importantes del renacimiento romano.

En el palacio de la Cancillería



Sin transición alguna, el hermano Juan pasa de los humildes fogones de Barza a los magníficos salones de la Cancillería. Asustado y algo tembloroso, sube la escalera regia del Palacio, pasa a través de las ricas estancias hasta llegar a los aposentos del cardenal. Ni se ha fijado en los frescos de los techos, ni en las alfombras de los suelos, ni en las lámparas, los tapices, los cuadros, las mesas de mármol, los sillones de todos los estilos. Es consciente de su propia pequeñez y de su propia torpeza. ¿Qué hace él en este palacio? Si a él lo que le pega es el mandilón y pelar patatas, fregar marmitas, buscar de tienda en tienda unos kilos de arroz.

No pega ojo en su primera noche. Aunque en un palacio, a él le asignan una pequeña estancia, debajo de una escalera, ni demasiado luminosa ni demasiado espaciosa. Ni en sus más locos sueños, se hubiera imaginado que le mandarían a servir en los aposentos de un cardenal. Ha intentado rezar, desgranar una avemaría tras otra, pero se distrae, tal vez por el miedo, tal vez por su propia incompetencia. ¡Qué va a saber él de palacios, qué va a saber él de cardenales! Se alza antes de que amanezca. Y se queda de pie en el pasillo ante la puerta de su habitación. Finalmente pasa un mayordomo y le dice que puede dirigirse al oratorio, porque la misa privada del cardenal va a empezar. Todo es nuevo para él. Altivos y engolados ayudantes de cámara siguen la eucaristía. En el desayuno, no da pie con bolo, y no sabe si tomar una rebanada de pan o una fruta, un poco de mermelada o unas nueces.

En un pasillo espera, nervioso e inquieto, que alguien le diga algo. El cardenal se dirige a un grupo de sirvientes y, con dulce familiaridad, les dice que saldrán para San Pedro dentro de una hora, que preparen todo, y que la fecha requiere la máxima solemnidad. Cuando pasa delante del hermano Juan, el cardenal, sin prestar atención y sin mirarle a los ojos le dice: “usted quédese aquí limpiando mis habitaciones”.Sí, mi eminencia”, y se inclina todo lo que puede. Se siente rústico y paleto, totalmente inútil para la etiqueta y el protocolo. No sabe ni dónde se sitúan las copas ni los cubiertos, no sabe de jerarquías y prelaciones, no sabe de títulos ni dignidades.

Limpieza en las estancias del cardenal



Le entregan un cepillo y un recogedor, un cubo y trapos, lejía y cera y le muestran las habitaciones privadas del cardenal: un dormitorio, un baño, un estudio con su biblioteca, una salita de recibir, un comedorcito. Sus pies de campesino se enredan en las alfombras, teme abrir los grifos, no sabe cómo limpiar el polvo a tanto cuadro, figuras, adornos, floreros, lámparas, relojes, libros, fotografías con papas, príncipes, cardenales, embajadores, políticos. No sabe el nombre de los fotografiados, sólo distingue la figura de Pío XII. Poco después, desde la ventana que da al imponente patio central, ve el cortejo cardenalicio que se pone en marcha: ayudantes en librea, mayordomos, chófer, aristócratas, monseñores, y al cardenal en capa magna, como un príncipe renacentista, imponente en sus vestiduras. Le deslumbra la calidad de las telas, el esplendor del pectoral, las pantuflas recamadas, el roquete de puntilla, la larga cola que un sirviente sostiene.

Todos se han marchado. El hermano Juan, no. El palacio silencioso no parece albergar a nadie. En el patio se pone en marcha el cortejo de varios automóviles negros y brillantes. Él se arremanga para limpiar el lavabo y la taza, la ducha y el bidé. Pasa suavemente el cepillo para no estropear las alfombras, limpia el polvo de estanterías cargadas de libros, de decenas de figuras, de marcos con gente importante fotografiada, coloca las sillas desordenadas, recoge las ropas en el vestidor, vuelve a dar un repaso y a sacar el brillo de muebles de maderas nobles, a estirar cortinas y visillos. ¿Estará todo en orden? ¿Le gustará al cardenal? Siente una angustia que crece en su estómago.

Un repique atronador de campanas en Roma.



En ese momento, oye una campana en lejanía, luego otra, una más, y, al final, campanas por doquier, todas las campanas de la ciudad voltean, repican jubilosas con diferentes tonos y timbres. Solo entonces cae en la cuenta de que en esta mañana el Papa Pío XII acaba de proclamar el dogma de la Asunción de María a los Cielos. Sí es eso: esta alegría de todos los templos de Roma es por el dogma. Siente un malestar general y un mareo le obliga a apoyar la espalda contra una pared, nota que las lágrimas pugnan por abrirse paso, respira anhelante. Finalmente, explota en llanto.

El mundo entero está ahí congregado a pocos metros, y él ha sido excluido. A pocos metros se ha desarrollado un hecho histórico para los creyentes, pero él no ha podido unirse. Siente la humillación crecer en su pecho, la frustración en su abdomen, la angustia en su alma. ¿Es esta la Roma en la que él deseaba poner los pies? El Papa, los cardenales, los obispos, las autoridades, los representantes extranjeros, los embajadores, los fieles devotos han llenado la Plaza de San Pedro, y él, a pesar de vivir tan cerca de donde se ha desplegado la Historia, ¡él estaba con un cepillo y un plumero en la mano!

Siente el corazón intranquilo y humillado. Él pensaba honrar a María y honrar al Papa con su presencia devota en Plaza de San Pedro. Y, mira por dónde, se encuentra como un niño castigado al que no se ha permitido ir a la fiesta. Son apenas unos segundos, pero ¡qué sufrimiento! Poco a poco retoma el avemaría en sus labios, poco a poco su corazón se acompasa y la respiración coge su ritmo acostumbrado. “Tú lo has querido, María. Fiat Semper”. ¿Qué locos pensamientos le habían asaltado cuando le enviaron a Roma? ¿Qué vanidad se había apoderado él? ¿Qué insensatez había anidado en su pecho? Las campanas siguen repicando y llegan hasta sus oídos. “Fiat semper, oh María”. Y con en este “fiat”, su corazón se aquieta. “Que siempre se haga tu voluntad, Señor”. Ya no hay reproche, ya no hay frustración. El espíritu de obediencia crece. Es consciente de su propia pequeñez. ¿Quién es él, sino un simple criado, un pobre fraile de la limpieza, un mero esclavillo que tiene que obedecer con prontitud la voz del amo? Por primera vez en Roma, el hermano Juan toma conciencia de su insignificancia. Con María, repite “Fiat Semper”. Lo repite una y otra vez, hasta que su alma recobra la paz y la serenidad. Solo en ese momento se da cuenta de que el repique alegre de las campanas romanas son una invitación a la alabanza a María, a la gloria a Dios, a la alegría por la Bienaventurada Virgen María Asunta al Cielo.

Fiat Semper, oh Maria



Va al oratorio. Ante la imagen de la Virgen María se arrodilla. Para quien acepta la voluntad de Dios, arrodillarse es la única manera de estar en el mundo. “Tú lo has querido, oh María”. Esta es su oración en una mañana para la Historia de la Iglesia Católica. Sus labios ya están listos para la alabanza y el agradecimiento. Y solo ahora es capaz de sentirse en paz consigo mismo, en paz con el cardenal que le ha ordenado quedarse aquí y no le ha invitado a unirse al cortejo para ir a San Pedro. Ha aprendido la lección. Y ha tomado buena nota de la enseñanza que la vida le ha dado.

Aquel 1 de noviembre de 1950 en la Historia de la Iglesia Católica será recordado siempre por la definición del dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a los Cielos. Sin embargo, para aquel pobre e insignificante fraile recién llegado a la Ciudad Eterna, ese primero de noviembre será siempre el día en que tomó conciencia de la importancia de la humildad para mantener la serenidad interior y la alegría de corazón. Ser humilde a toda costa, ser humilde en toda ocasión, en toda circunstancia  y con toda persona… será una tarea de cada día y de todos los días de su vida. En la vida del Hermano Juan Vaccari, el 1 de noviembre de 1950 es una fecha fundacional. El comienzo de un camino espiritual que se presenta no exento de dificultades, pero al mismo tiempo no exento de dulzuras. Por delante, le aguardan 15 años en este palacio de la Cancillería. Tendrá tiempo para ejercitarse. De momento, las campanas lentamente apagan su repique: ¡el dogma de la humildad!



miércoles, 8 de septiembre de 2021

Madame Infierno, de Miguel Ángel San Juan



    En mi retiro de Quintanilla de Arriba acabo de dar fin a la lectura de Madame Infierno, la última novela de Miguel Ángel San Juan. Las cuatrocientas páginas de la novela dan cuenta de la larga vida de Claire Chavanel. Estas páginas, sobre todo,  dan testimonio del buen hacer del joven escritor vallisoletano, afincado en Madrid, al que yo conocí cuando era un jovencísimo estudiante de periodismo en la capital del Pisuerga, ilusionado por armar una historia con verbos, sustantivos y adjetivos. Desde entonces, ha escrito muchas cuartillas y emborronado muchos folios, aprendiendo,  con constancia benedictina, el bello y noble oficio de escribidor.

Madame Infierno es una novela bien construida y una novela que engancha desde la primera página. Con suma agilidad, el autor nos pasea, atrás y adelante en el tiempo, por Madrid, París, Lisboa, Londres o Dublín. Todo ello en su afán por dar a conocer los muchos rostros y las muchas aristas, los muchos ropajes y los muchos dobleces de una mujer extraordinaria, Claire Chavanel.

A sus 103 años Claire pasa sus días y sus noches, sin culpa y sin arrepentimiento, en un piso de la calle Serrano de Madrid esperando el final de la vida en la apacible compañía de su cuidador Gabriel. Pero la vida de la protagonista ha sido todo, menos apacible.  En el momento en el que la enigmática señora de muchas caras muere y se abre su testamento, empiezan a aparecer testigos y testimonios de su  apasionada vida por escenarios de lujo y de lujuria, de violencia y de alta costura, de celos y de prostitución. Poco a poco vamos conociendo los demonios que habitan las entrañas de esta mujer que mató por despecho y celos y que se desentendió de sus hijos con fría indiferencia.

En un bellísimo prólogo, Miguel Ángel San Juan nos confiesa su “profunda admiración por las pieles arrugadas y manchadas por el tiempo, admiración por las lágrimas que han corrido  por sus pliegues y las sonrisas que les han dado forma. Nace de la profundidad de los ojos de una mujer obligados a callar tantas cosas que, involuntaria e irremediablemente, buscan desesperados una salida por los secretos silenciados”.  Y esta confesión justifica, sin duda, la indagación en la vida de una mujer extraordinaria que rozó con su presencia figuras claves del siglo XX como Edith Piaf o Pablo Picasso.

Decía al principio de esta entrada que el autor me ha sorprendido con una novela bien construida. Debo añadir también que me ha sorprendido también esta historia bien urdida, la intriga constante, el dominio de los tiempos y las ciudades donde se desarrolla la novela,  e incluso los lenguajes particulares, como es el caso del lenguaje de la moda, de la criminología, de la escena teatral, o el lenguaje erótico, tan difícil de manejar para no caer en lo burdo y al mismo tiempo describir toda la electrizante sexualidad de algunas escenas. Acertada también la descripción de los ambientes, ya sea un burdel, una maison de alta costura, o las bambalinas de un teatro parisino, o un barrio lisboeta. Con estas cuatrocientas páginas el autor nos demuestra que cada personaje –y son muchos los que pasan ante nuestros ojos de lector- contribuye a tejer el tapiz bello, cruel o caricaturesco de una existencia de 103 años.

El estudiante Brandon del Trinity College de Dublín, la profesora Farrell, el prestigioso empresario y frecuentador de burdeles Durand, la modista de alta costura Francine Voinchet, el seductor y descubridor de artistas señor Neville, el ingeniero Edouard Chavanel, el cuidador compasivo y madrileño Gabriel, la prostituta Charline,  sus hijos Philippe, Amélie o Jerôme, el fogoso y sencillo portugués Mateus Oliveira son algunos de los personajes que se asoman a los múltiples ventanales por donde es observada la protagonista de esta novela. Cada uno la ve de una manera y cada uno la sufre o la goza de un modo distinto. Cada uno de ellos forma parte, directa o indirectamente,  de una vida que el autor intenta explicar en las muchas ciudades por donde transcurrió su vida y en los amantes que la sedujeron y de los que se sirvió o a los que sacrificó. Hasta el final se mantiene la intriga y, un poco sorprendentemente, descubrimos, en las últimas páginas, una pieza secundaria y discreta, por la que encaja todo el puzzle.

San Juan es un apellido caro para mí, porque es el apellido de un estupendo compañero de trabajo, Fernando. Fue él quien me habló de la faceta como escritor de su sobrino, y gracias a él conocí sus obras. Miguel Ángel San Juan compagina su tarea de escritor con su trabajo de comunicación en la Fundación Juan XXIII, al servicio de personas con discapacidad intelectual. Es un joven, por lo tanto, con los pies en la tierra y con demostrada sensibilidad social e inquietudes humanistas.

Madame Infierno podría ser simplemente una invitación a conocer los infiernos que, como ríos, corrieron por las venas de esta mujer de longeva existencia. Pero es verdad que la mirada del autor sobre la protagonista también encierra una pizca de misericordia. La escritora italiana  Natalia Ginzburg nos decía que “cuando se mira a un ser humano de cerca, siempre nos da un poco de pena”. “El infierno son los otros”, decía Jean-Paul Sartre. “El paraíso son los otros”, le contestaba Gabriel Marcel. “Bienvenidos al infierno”, nos dice el autor al inicio de la novela. Yo añadiría también: “bienvenidos a los numerosos destellos de paraíso” que hay en la última novela de Miguel Ángel San Juan.










miércoles, 1 de septiembre de 2021

Abre la escuela en Kinshasa




Así empezaba hace un año el curso escolar en Kinshasa (R. D. del Congo). Un grupo de niños y niñas acaban de dejar la casa-internado donde viven para dirigirse a la escuela. Como todos los colegiales del país africano, llevan su pantalón o su falda, de color azul, y su camisa blanca. Algunos de ellos han tenido la suerte de estrenar calzado o mochila, cuadernos, libros o pinturas.

Una escena similar volverá a repetirse próximamente. En España y países de su entorno, las administraciones públicas ofrecen educación gratuita hasta los 18 años, incluso más. Esto no es así en muchos países africanos. La escuela, aunque sea pública, es una escuela pagada. La R. D. del Congo lleva años entre los cinco países más pobres del mundo. Y eso a pesar de ser uno de los más ricos del planeta en recursos minerales (coltán, diamantes, etc). Oficialmente la enseñanza primaria es gratuita en este país, pero eso es papel mojado. Congo es uno de esos estados fallidos que no cuenta ni con recursos monetarios ni con estructuras para asegurar la educación. Casi la mitad de la población es analfabeta. Y un 43% de los niños matriculados abandona las aulas por diversas causas:

-       Las familias no pueden hacer frente a las cuotas de escolarización.

-       Muchos hermanos mayores, especialmente niñas, tienen que cuidar de sus hermanos más pequeños.

-       Existe un buen número de niños que trabajan largas jornadas, o que están en zona de guerra (Este del país), o que han sido reclutados forzosamente como soldados, o que viven en la calle, completamente solos, buscándose la vida.

-       Muchas escuelas cierran a lo largo del año, porque los profesores, después de meses sin recibir su salario, deciden abandonar.

Cuando en 2008 visité R. D. del Congo, pude conocer de primera mano la magnitud de este problema. La falta de educación perpetúa la pobreza y perpetúa las injusticias. Nada nos da una idea tan aproximada a la indignidad humana como el hecho de no haber podido frecuentar la escuela de pequeño.

Desde hace unos años, por estas fechas, invito a mis amigos a colaborar con esta escuela de Kinshasa. Una vez más, os pido que me echéis una mano para sacar adelante este hermoso proyecto de escolarización y alfabetización de los niños y niñas de la calle. Si para todos los congoleños es difícil asegurarse una educación continuada en la escuela, para los niños y niñas de la calle, sin familia y sin recursos, es casi un imposible. Puentes Ongd, desde hace más de dos décadas, apuesta por los niños y niñas de la calle y por su educación.

La vida de cualquier niño cambia por completo si sabe leer y escribir y si adquiere los rudimentos básicos de la cultura. Si esto vale para todos, es aún más válido para niños y niñas que, por diversos motivos, un día llegaron a vivir en la calle y ahora dependen, en su día a día, de las casas guanelianas con las que Puentes colabora desde hace más de dos décadas.

En Puentes lo repetimos a menudo, y más cuando se trata de educación: “No podemos cambiar el mundo, pero sí el mundo de un niño o de una niña”. Nuestra mirada y nuestros objetivos se centran en un grupo de personas con sus nombres, sus rostros y sus historias.

¿Quieres colaborar con el pago de un mes de escuela? 15 euros

¿Quieres colaborar con el coste de un curso escolar? 150 euros

“Abre la escuela  en Kinshasa” es el título de esta entrada. Es una afirmación: “Abre la escuela”, pero al mismo tiempo es una invitación personal que te hago: “Abre la escuela de Kinshasa”.

A la hora de hacer el ingreso, especifica en concepto: “Escuela Congo”.

IBAN:  ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)





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