miércoles, 30 de junio de 2021

'Exquisita' equidistancia de los obispos




Ni en sus mejores delirios de grandeza (y ha tenido muchos) el Sr. Sánchez, Presidente del Gobierno, hubiera imaginado el ‘regalazo’ que le han hecho los obispos catalanes, posteriormente ratificado por la Conferencia Episcopal Española, en el asunto de los indultos a los presos por el independentismo catalán.

Los obispos catalanes han mostrado su acuerdo a las medidas de gracia concedidas por el Gobierno a los políticos catalanes presos. En un acto de magnánima misericordia cristiana, abogan por el diálogo, el perdón, las medidas de gracia, el amor… es decir, cristianismo puro.

Y luego los obispos españoles han visto con benevolencia las “aportaciones positivas” del comunicado de los obispos catalanes. Me imagino que, con fax directo, el cardenal de Barcelona, Mons. Omella, Presidente de la Conferencia Episcopal Española, habrá explicado con pelos y señales al portavoz de los obispos españoles, las aportaciones positivas de dicho documento.

Se vuelve a repetir, salvando las distancias, la ‘exquisita’ equidistancia que en años precedentes mantenían los obispos vascos respecto al terrorismo de Eta. Ahora los de la Tarraconense también mantienen esa admirable equidistancia entre unos y otros y abogan por el diálogo y los abrazos Es decir, los obispos ponen al mismo nivel a los que respetan el ordenamiento jurídico y los que no lo hacen. Al mismo nivel los que adoctrinan, desde las escuelas y la TV3, y los que son marginados por no decir amén a la ideología indepe. Al mismo nivel los que han causado la fractura social y los que la han sufrido. Es decir, una vela a Dios y otra al diablo.

Los obispos catalanes hacen continúan con su salmodia de diálogo, entendimiento, amor y demás buenismos. Nada que objetar. Pero, ¿hablaron también cuando en los colegios de Cataluña –incluidos también los colegios concertados de la Iglesia católica- vejaban y humillaban a los hijos de guardias civiles o policías, algo que fue denunciado ante Unicef, y que debería haber avergonzado a toda una sociedad?

Los obispos catalanes, ¿hablaron también cuando desde las iglesias se sermoneaba sobre el derecho de autodeterminación, cuando se escondían las urnas o directamente se ponían las urnas el 1-O durante las misas, cuando las banderas esteladas ondeaban en los campanarios, cuando se impedía e impide cualquier ascenso administrativo a los funcionarios no “indepes”, cuando se utilizaban a niños –bebés incluso- para cortar las carreteras y llevar el caos por doquier, cuando los paniaguados del independentismo se enfrentaban violentamente a las fuerzas de seguridad y arramblaban con comercios y mobiliario urbano?

Los obispos catalanes, ¿hablan también cuando el independentismo violento discrimina y condena a la invisibilidad social a todo el que no piensa como ellos, cuando, decreto tras decreto y manipulación tras manipulación de la Historia, conseguía fracturar a la sociedad catalana, enfrentar a padres, hermanos y familiares por una ideología sectaria y de tintes totalitarios?

Los obispos catalanes, ¿hablaron acaso cuando el ordenamiento jurídico era pisoteado, sesión tras sesión, por el parlamento catalán? ¿Hablaban cuando el obispo Xavier Nonell llamaba a la desobediencia y alentaba la celebración del referéndum del 1-O? ¿Hablaban cuando el muy honorable monasterio de Montserrat daba batalla política a favor del independentismo en lugar de preocuparse, por ejemplo, por los abusos a menores que se habían dado en su propio seno? ¿Hablaban cuando los fieles católicos que se resistían a un discurso independentista desde los púlpitos eran despedidos con cajas destempladas por los párrocos de “barretina y estelada”: “si no os gusta esta parroquia, marchaos a otra”?

¿Los obispos catalanes han defendido alguna vez a la mitad de los catalanes convertidos en ‘traidores’ por el discurso de odio del independentismo? ¿Han defendido alguna vez a la mitad de los cristianos catalanes que no piensan como piensa cierto clero “estelado”? No me extraña que muchos cristianos estén hartos de una iglesia sectaria en el territorio catalán. De hecho, Cataluña es la región más descristianizada de España, la que menos seminaristas tiene (¿qué joven se sentiría atraído por un discurso evangélico de “pantumaca”, en lugar de un evangelio universal?). Cataluña es también la región donde cada año son menos los contribuyentes que marcan la X a favor de la Iglesia Católica en la Declaración de la Renta. Me temo que, con esta “exquisita equidistancia” o con este apoyo de los obispos catalanes a las tesis indepes, otro buen número de cristianos catalanes no marcará la casilla en su próxima declaración, algo que, a la postre, perjudicará a los más pobres, principales beneficiarios de la buena labor social de la Iglesia.

De todos es sabido que, en la Iglesia, cuando no se hace Evangelio, se hace política. Es lo que acaban de hacer los obispos. Una Conferencia Episcopal Española, liderada por el arzobispo de Barcelona, ha preferido hacer política.

¿Piensa alguien que es la compasión y el perdón lo que ha llevado al Gobierno del Sr. Sánchez a los indultos, o más bien el peaje –grave y gravoso- que hay que pagar a los socios de su Gobierno para seguir en Moncloa? No es un indulto de concordia. Es una transacción económica: el cumplimiento de la letra pequeña de un acuerdo. ¿En qué país cabe que se conceda un indulto a gente que no se ha arrepentido y que proclama a los cuatro vientos que lo volvería a hacer? ¿Se concedería el indulto a un maltratador que se jactase de que va a volver a las andadas?

El plante al Rey en el Mobile por parte de las autoridades catalanas y la inamovilidad del discurso del Sr Aragonés en la Moncloa han sido los primeros frutos de esta ‘concordia a lo Sánchez y a lo episcopal”. Quien esperaba algún gesto por parte del independentismo, ya lo ha tenido.

De momento, el Sr. Sánchez en Moncloa se frota las manos por este inesperado "regalazo" de los obispos. Un regalo caído del cielo, nunca mejor dicho.










miércoles, 23 de junio de 2021

Tu sed, mi sed, de Madre Verónica



En diciembre de 2010 la catedral de Burgos se llenó de jóvenes mujeres vestidas con túnicas vaqueras y pañoletas azules. Acababa de surgir una nueva congregación de clausura, un hecho insólito en este siglo de claustros abandonados. La nueva orden monástica tomó el nombre de Iesu Comunio. Y pronto se empezó a hablar de un pequeño milagro en el erial de la vida contemplativa de estos tiempos.

Algunos años antes, una joven de Aranda de Duero, de 17 años, María José Berzosa, por pura rebeldía, se larga a Francia con unos amigos. Buscamos un alojamiento para dormir y encontramos un motel muy barato en Burdeos. A media noche una joven con la cara ensangrentada pedía auxilio; le habían pegado. Nadie me quiere –sollozaba la mujer-, mi vida es un infierno, no tengo a nadie.  La joven de Aranda de Duero le preguntó su nombre. “Véronique”, le contestó una voz doliente y sedienta de afecto. Ese nombre se grabó en su corazón, y no lo olvidaría nunca.

Pero Véronique, a su vez, le había hecho una pregunta a María José: “¿No sabes dónde estás?” Véronique quería decir si desconocía la mala fama de ese motel donde ella ‘trabajaba’. Pero esa pregunta se grabó a fuego en la joven María José. Efectivamente ella no sabía dónde estaba, por qué regiones vagaba, por qué caminos su vida podía despeñarse. Poco después, María José, llamó a las puertas de las clarisas de Lerma para ser admitida como novicia. Cuando tuvo que elegir su nuevo nombre como religiosa clarisa, no se lo pensó dos veces: Verónica.

Lo demás es ya historia. A la clausura de Lerma siguieron llamando, con inusitada frecuencia, jóvenes de distinta procedencia, y en general muy preparadas intelectualmente. Fueron tantas y tantas que tenían que dormir en literas en las austeras celdas clarisas. Todas ellas, convencidas de que algo nuevo había surgido en ese convento de Lerma, pidieron permiso para fundar una nueva orden monástica: Iesu Communio.

Un pequeño libro “Tu sed, mi sed” ha llegado a mis manos. Recoge diversas intervenciones de la Madre Verónica ante auditorios no poco selectos. El título refleja bien la espiritualidad de esta monja de preciosos ojos azules: la sed. Todos nos sentimos sedientos. Acertar o errar la fuente significa acertar o errar la propia existencia. Queremos beber y nos equivocamos de bebida. Bonitos envases de bebida nos seducen, pero contienen líquidos que no sacian, ni quitan la sed, sino que dejan más sed, más resaca,  más decepción y más desesperación.

Para Madre Verónica solo el Gran Sediento puede saciar nuestra sed. No olvidaría nunca el impacto que le produjo a sus 17 años “ver literalmente una alfombra humana de jóvenes tirados por tierra, víctimas del alcohol y de la droga, sin poder sostenerse en pie, derrumbados, desorientados y arrodillados por las vanas promesas de felicidad que ofrece el mundo”. Ellos también eran jóvenes sedientos, que habían acudido a una fuente equivocada. Una bebida-veneno que les iba matando poco a poco, porque “un náufrago puede morir de sed en medio del océano a pesar de estar rodeado de agua, de un agua que no es capaz de calmar su sed, sino de agravarla hasta enfermar y morir”

Con la impaciencia de su juventud, ella entró en el convento dispuesta a alcanzar la santidad y a alcanzarla ya. Confiaba en sus fuerzas y en su voluntarismo, pero no en Dios. Y cada día su rostro se llenaba de más tristeza y pesadumbre. Un día, la monja más anciana del convento, una mujer que apenas sabía leer y escribir, pero que tenía una gran familiaridad con Dios, le preguntó por qué tenía ese rostro tan turbado y ansioso y le invito a mirar a Jesús, señalando el Santísimo.

Poco después, encontró una frase de San Ireneo de Lyon: “La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es ver a Dios”. San Ireneo, desde entonces, es alimento y bebida para esta joven comunidad monástica que en 2016 se trasladó a un antiguo convento franciscano en La Aguilera, a las afueras de Aranda de Duero.

En 2008, yo también vi escrito en inglés esta frase ‘I’m thirsty’ en un cartelón de un humilde comedor. La sed también formaba parte de la espiritualidad de Madre Teresa de Calcuta. Recuerdo vivamente la escena: en el comedor de Kinshasa-El Congo, decenas y decenas de huérfanos esperaban impacientes a que las monjas de sari blanco con ribetes azules llenasen sus platos de comida y sus vasos de agua.

Pero como el hombre no vive solo de pan y agua, sino también de espíritu y de Dios, desde 2010, la comunidad de orantes de Iesu Communio intenta contagiar esta sed y a la vez ofrecer esta agua de Dios a quienes se acercan, de mil formas diferentes, a su oración, su trabajo, sus dulces, su comunidad, sus redes. Por eso no extrañan testimonios como el que abre el libro y que recoge el desconcierto de una joven después de una convivencia con las monjas de Iesu Communio: “Pero, qué estáis diciendo? O vivís fuera de la realidad sin pisar la tierra o, si es verdad la alegría que veo y lo que decís, no puedo ocultar mi enfermedad: mi enfermedad es que no conozco al Señor”.

Por cierto, el gritó de Cristo: “tengo sed” suena en hebreo así: “Tsajená”.








miércoles, 16 de junio de 2021

La cajera del súper




La cajera del súper hubiera preferido quedarse en casa durante los meses de confinamiento porque tiene dos niños pequeños. Pero si todos los empleados de los supermercados se hubieran tomado vacaciones en esas semanas, ¿quién habría atendido a la gente?, ¿Quién habría dado de comer a los españoles?

En aquellos meses para olvidar, ante la cajera, pasaban todos los días cientos de clientes, todos susceptibles de estar contagiados; posiblemente algunos enfermos asintomáticos; otros con síntomas claros, pero a los que no se hacía una PCR, simplemente porque no había. Cientos de clientes pasaban cada día delante de ella. Iban con mascarillas usadas, sucias de días, porque en ningún sitio vendían mascarillas. Llegaban con mascarillas hechas en casa, con más voluntad que eficacia. A pocos centímetros de su cara, los clientes metían en una bolsa los artículos o recogían la cuenta. La cajera abría el monedero de algún anciano y le contaba las monedas porque se hacía un lío con el importe y no acertaba.

La cajera del súper ya no iba bien peinada en aquellas semanas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Ya no se pintaba la raya del ojo ni se aplicaba un poco de colorete, así que parecía un poco más cansada y un poco más vieja, si es que se puede ser vieja a una edad en la que aún se es muy joven. Pero todos andábamos más cansados y más viejos en aquellos días. Y sobre todo más tristes.

La cajera había dicho a una anciana que vivía sola y que venía a menudo por el supermercado: “Ni se te ocurra salir de casa y venir al súper. Dame tu número de teléfono. Ya te llamo yo; me dices lo que necesitas y te lo acerco, mujer, que ya no tienes edad para andar por aquí con la que está cayendo”. Así que cuando la cajera cerraba la caja, se acercaba a casa de la anciana y le llevaba dos cajas de leche, un paquete de fideos, unas pechugas de pollo y un kilo de plátanos.

Cuando la cajera del supermercado llegaba de noche a su casa, su niño pequeño la esperaba pegado al cristal de la ventana con un dibujo en la mano: globos de colores y un “Te quiero, mamá”. Por aquellos días, a los empleados de los supermercados y tiendas de alimentación se les llamaba ‘trabajadores esenciales’, aunque los aplausos no iban para ellos, solo para los sanitarios que, efectivamente, estaban llenando hospitales y ucis de un heroísmo y de una humanidad que nunca habíamos conocido en las últimas generaciones. Solo más tarde, supimos que la un buen número de sanitarios se había pasado el confinamiento mano sobre mano, más panchos que otra cosa.

La cajera del súper, al igual que todos los trabajadores del sector de la alimentación, del transporte y un largo etcétera… se les dejó de considerar “esenciales” cuando llegó el tiempo de las vacunas y de las prioridades. En este tiempo de vacunación, si alguno se saltaba el orden prescrito, se le ponía a caldo, se daba la noticia en la tele, se le tachaba de persona abyecta y sin principios, y se le condenaba en juicio sumarísimo, como si hubiera cometido un asesinato o varios.

Durante los meses duros de confinamiento, los jugadores de fútbol y todo su mundillo de vividores, se dedicaron a vivir plácidamente en sus casoplones de metros y metros, en sus jardines amplios, en sus gimnasios de aparatos sofisticados. De vez en cuando, se asomaban a las redes sociales, con sus pectorales perfectos, su sonrisa envidiable y su pelo arreglado, para dar ánimos a los pobres mortales de la calle y a aconsejar positividad a sus muchos aficionados a los que la pandemia había privado de la maravilla de sus patadones.

Ahora, los que gobernando, desgobiernan, dicen que, ante el acontecimiento cósmico de la Eurocopa de Fútbol, es preciso vacunar a los futbolistas y que esta excepción excepcional es entendible por la sociedad española. Es tan excepcional la medida y mi cabeza tan poco excepcional, que no la entiendo.

Yo, y lo digo con toda humildad, y tal vez con toda la incorrección política que se estime conveniente, hubiera preferido que hubieran vacunado a la cajera del súper que siguió en su puesto, como una valiente soldado, en tiempos de la 1ª Guerra Mundial del Covid, cuando centenares de clientes, ¿sanos, enfermos, contagiados, histéricos, moribundos, aprensivos, temerosos, hipocondriacos, negacionistas, deprimidos? pasaban cada día delante de ella, para llenar la cesta de leche, papel higiénico, levadura y azúcar, y que, con ella, compartían sus aerosoles personales.

La cajera del súper tiene un sueldo de poco más de mil euros. No sé los que gana un futbolista. Probablemente una cantidad que yo no sepa leer, porque en la escuela unitaria de niños donde aprendí a sumar, el maestro nos dijo en una ocasión que cifras de más de cinco dígitos no íbamos a manejar nunca en nuestra existencia humilde ni chicos de pueblo.

La cajera del súper aún tendrá que trabajar muchos años para pagar la hipoteca de un piso donde, eso sí, cada noche la espera un niño precioso pegado al cristal de la ventana.

miércoles, 9 de junio de 2021

Luisa, en olor de versos


¿Alguien habrá puesto sobre sus manos muertas este poema que un día le dedicó su cuidador y amigo? ¿Alguien le habrá recitado antes de partir para el cementerio estos hermosos versos que para ella escribió el P. Alfonso Martínez? No lo sé.

Cuando hace casi un año el autor puso en mis manos su amplia producción poética,  esta poesía fue una de las que más me gustó y una de las que copié aparte para no olvidarme de ella. Varios poemas de mi amigo y poeta estaban dedicados a la discapacidad, pero el titulado “Me gusta pasear con ella”, me cautivó por su sencillez ferial.

La musa que inspiró estos versos falleció el pasado 29 de mayo. Se llamaba Luisa, y era una de las mujeres que vivían en la casa para personas con discapacidad intelectual que los guanelianos tienen en Palencia.

No puedo decir que conociese mucho a Luisa, aunque sé quién era por haber coincidido en varias ocasiones. De ella recuerdo dos cosas, aparentemente antagónicas, su extrema fragilidad física y su suave y potente sonrisa. En estos días, me ha llegado su foto que retrata bien su rostro y su vida.  

Luisa vivió los últimos 14 años de su vida en este centro especial. Aquí encontró su lugar en el mundo, una familia y una casa. También ahora he conocido otro bello poema que le dedicó, nada más fallecer, su cuidadora, Tere Díaz, una de las personas que más estrechamente la había tratado. No me extraña, por tanto, que ahora la extrañe tanto.  Ya enferma e ingresada, a Luisa le permitieron dejar un par de días el hospital para pasarlos en “su casa”. Fue entonces cuando suplicó y pidió enérgicamente a sus cuidadores que no la llevasen al hospital y que la dejasen en la “Resi”, la casa tutelada. Y así se hizo. Tere Díaz recuerda que Luisa, a cada nueva propuesta o sugerencia, contestaba ‘no’, para cinco minutos más tarde decir ‘sí’, “aunque por pesadas”. O como decía ella: “porque os ponéis tan cabezotas”. Hasta el final, Luisa ha sido amada humanamente, que es lo mismo que sentía el emperador Adriano a lo largo de su declive y enfermedad final. Ser amados hasta el final es lo que nos saca de la selva y nos introduce en un reino de humanidad y cuidados. El homínido deja atrás las leyes de la selva el día que se decide a cuidar a un semejante más frágil o el día en que se siente cuidado en su vulnerabilidad.

Luisa, por su inestabilidad física, tenía que caminar siempre del brazo de otra persona, y, para que no se hiciera daño en la cabeza, iba tocada con un casco que a ella, curiosamente, no la afeaba, sino que le daba una cierta elegancia ceremonial.

El padre Alfonso, en los tiempos en que fue su cuidador, salía de paseo con ella muchas veces, como si fuese su novia. Y ella caminaba de su brazo y le correspondía con una sonrisa que no era de este mundo. Esa sonrisa que fue el único tesoro que Eva sacó del Paraíso, como nos dice el poema.

En esta sociedad de tanta seriedad y gravedad, de tanta arrogancia y agresividad, andamos tan escasos de sonrisas que, cuando alguien las prodiga, nos creemos que estamos ante un pequeño milagro, un derroche de bondad.

Luisa bien puede ser un ejemplo de esa ‘grandeza’ que poseen las personas con discapacidad intelectual. Ellas no son las personas ‘inútiles’ que nos quieren hacer creer, más por ignorancia que por maldad. Ellas aportan a la sociedad muchos valores de los que la propia sociedad anda escasa y carente: la primacía del corazón sobre la eficiencia y el pragmatismo inhumanos, la capacidad de perdón, una manera especial de mirar al otro sin prejuicios, una admiración del otro, pero no por su inteligencia, su status económico, sino únicamente por su bondad y empatía.

Por la calle Mayor de Palencia, aún “veremos” por un tiempo a Luisa del brazo de su educador Alfonso. Los versos tienen esa capacidad de alargar el tiempo, de perpetuar existencias, de eternizar instantes. Las palabras no son indiferentes ni insignificantes. Las palabras prolongan en el tiempo nuestras pequeñas vidas. Mínimas vidas que fueron capaces de sonreír, que fueron capaces de provocar versos. Como la de Luisa.

 

ME GUSTA PASEAR CON ELLA

Voy del brazo con ella.

Soy la sombra de sus desmayos.

Y, aunque no es ciclista,

todos miran el casco que lleva,

y yo me alardeo ufano,

llevando a mi lado tan buena compañera.

 

Cuando sonríe se ilumina su cara,

parece como si se reflejara en ella el paraíso,

como si hubiera heredado

el único tesoro que Eva sacó del edén

después de comer la fruta prohibida.

Ella y su sonrisa sí son un tesoro

que yo saco a pasear todos los días.

 

Cuando estoy en casa,

es mi compañía y la música

que estira las arrugas en mi plancha.

Le hice una foto con el móvil

y desde entonces la llevo de fondo de pantalla.

 

Es presumida y coqueta,

a veces, hasta caprichosa,

pero me encanta pasear con ella.

Tiene un año menos que yo

pero cien más en dulzura y paciencia.

 

Sabe poner al dolor

un silencio misterioso que me supera,

y cuando no sabe qué decir,

la sonrisa le abre de par en par

las puertas del alma,

y entonces veo en ella

la belleza de lo sencillo,

la grandeza de lo humano,

el delirio de lo divino.

 

Y es que me gusta pasear con ella,

con sus zapatos de oro, “made in Italy”,

como si fuera una cenicienta…

Me gusta que la miren.

No es mi novia.

Pero como si lo fuera.

 

            (Alfonso Martínez)

domingo, 6 de junio de 2021

Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé

 LA OPCIÓN GUANELIANA

Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé


 “El Dios que viste los lirios del campo con un vestido que ni el mismo Salomón soñó para sí, no permitirá que le falte lo necesario a quien trabaja únicamente por Él y por su Nombre” (L.G.)

 

           


Cuando los misioneros guanelianos llegaron a la República Democrática del Congo, lo primero que hicieron fue instalar un grifo para que los niños de la calle pudieran beber agua potable. Luego, alrededor de ese grifo, fueron creciendo duchas, dormitorios, comedores y aulas, lavaderos; pero lo primero fue un grifo. Cuando yo visité esté centro en 2008, me llamó la atención la pintura que cubría todo el portón de hierro que daba acceso al ‘punto de agua’: un mural del Arca de Noé. Por un largo y ancho sendero en medio del bosque, caminaban muchos niños de la calle que intentaban llegar hasta el Arca. Los coloridos pinceles habían hecho una fotografía exacta de la realidad. Por aquellos años, un ‘diluvio universal’ arreciaba sobre Kinshasa, la capital: la violencia que coleaba de una guerra, los miles de refugiados hutus y banyamulengues, la pobreza clásica congoleña, el desarraigo familiar, el VIH que campaba a sus anchas, la violencia sexual indiscriminada, la condena social a niños acusados de brujería, la prostitución de tantas niñas, los abusos y tropelías de los derechos humanos… Y en medio de este cataclismo, la Casa don Guanella ofrecía refugio, alimento, cobijo, escuela, hospital… una verdadera Arca de Noé en tiempos de diluvio universal.

Hay que remontarse más de una centuria atrás para conocer la primera Arca de Noé guaneliana. Surgió en Como, en la calle Tommaso Grossi, en el último tercio del siglo XIX. El caserón que habitaban las y los seguidores de Guanella acogía a personas de toda condición: los ancianos jugaban la partida de cartas o recordaban sus guerras, los huérfanos aprendían la tabla de multiplicar, las trabajadoras se afanaban en sus tareas, los ‘buonifigli’ regaban los tiestos, las monjas cantaban mal que bien el Tantum ergo, los aprendices de carpintería o de imprenta aprendían en sus talleres… Fue entonces cuando una monja, malhumorada por este caos, por esta sinvivir, gritó: “Esto parece un Arca de Noé”. La ocurrencia tuvo éxito. El ‘estilo Arca de Noé’ se convertiría en seña de identidad a lo largo de la historia guaneliana.

Y esta imagen del Arca de Noé tiene algo de verdaderamente hermoso, porque el Arca es capaz de acoger y proteger a todos los seres, a toda la diversidad. Lo mismo de valiosos son una pareja de leones que un par de corderos. Lo mismo de valioso es el dueño de la fábrica que la señora de la limpieza. Ellos son únicos y destinados a ser salvados, independientemente de su fuerza, de su belleza o de su inteligencia, de su edad, de su nacionalidad o de su lengua. Lo propio de la misericordia es conservar. El Arca de Noé es una imagen potente y poética y, a la vez, una invitación a cuidar, acoger, proteger y estimar a cada uno por su individualidad única e insustituible. Valiosos por el mero hecho de ‘ser’.

            ¿Qué significa ondear la bandera del Arca de Noé?

Lo primero: otear el horizonte y descubrir los nubarrones que amenazan con descargar su furia sobre unas determinadas personas, un determinado grupo social, étnico, religioso. Sólo si descubrimos a los nuevos pobres, podremos ofrecerles, de manera creativa, el evangelio del amor. ¿Dónde están las nuevas pobrezas? ¿En esa masa de gentes que, al perder su trabajo en nuestras sociedades ricas, pasan en poco tiempo a ser indigentes? ¿En los migrantes y refugiados que, en gran número, llegan a nuestras ciudades, con toda su ilusión y desarraigo? Pero hay otras pobrezas causadas por las normas y las opiniones imperantes: ¿Acaso los no nacidos vistos como ‘entes abstractos’ sobre los que la madre puede tomar cualquier decisión? ¿Acaso los ancianos, enfermos o desahuciados, invisibles a los ojos de la mayoría, y cada vez soportados como una carga para la sanidad y un obstáculo serio para una mayor prosperidad nacional? ¿Tal vez los que, en tiempos de pensamiento único, no opinan como la mayoría y se ven condenados al ostracismo más severo, por su forma de pensar en materia política, religiosa, cultural? Y sin duda, también en las pobrezas eternas de cualquier país empobrecido, aspirante a lo más básico, alimentación, salud, educación. Y en las pobrezas de los cinturones de las grandes ciudades, invisibles territorios, lugares de vergüenza.

Y finalmente, a mi modo de ver, existen también nuevas pobrezas directamente relacionadas con nuestros estilos de vida materialistas y negacionistas de cualquier sentido de trascendencia: ¿Acaso esos jóvenes atiborrados de ciencia y tecnología -adoctrinados ya desde la escuela- y convertidos en meros consumidores? ¿Acaso los hombres y mujeres hambrientos de absoluto -(Jacques Maritain decía que “la patria del hombre es el Absoluto”)-, de trascendencia, que vagan como ganado errante en busca de pastos que alimenten verdaderamente? ¿Acaso los nuevos radicales que están creando el ateísmo más intransigente, la corrección política más exacerbada, las ideologías culturales dogmáticas, los instigadores de una ‘moral cambiante’, al gusto de los ‘Palacios del Poder’ en cada momento? ¿Acaso los habitantes de ese páramo desértico que va dejando la deshumanización creciente en nuestras relaciones y que golpea especialmente a los más débiles y a los más frágiles?

Lo segundo: abrir el Arca de Noé a estas personas, para que se sientan seguras y alberguen razones para la esperanza. Había santidad en los alemanes que escondían judíos, en los comunistas rusos que protegían a nobles, en los republicanos españoles que dieron la cara por unas monjas en los convulsos años treinta del pasado siglo, en los católicos que defendían a los homosexuales hace apenas unas décadas, en los chinos maoístas que ayudaban a los maestros perseguidos. Hay santidad en los israelitas que denuncian las tropelías contra los palestinos y en los birmanos que ofrecen un plato de arroz a los rohignas en su camino a Blangadesh, por poner solo algunos ejemplos. Hay santidad en todas aquellas personas que creen que, aunque las leyes permitan burlarse, ofender, vejar e incluso perseguir abiertamente, a un determinado grupo o categoría de personas, se abstienen y hacen lo opuesto, pues saben que las leyes y la opinión de la mayoría nunca podrán crear la verdadera ética y sustituir a la propia conciencia.

Don Guanella era aún un niño, pero nunca olvidaría la mañana en que unos vecinos vinieron a despedirse porque se marchaban para América. Mamá María les dio una hogaza de pan recién horneado. Y los abrazó entre lágrimas. No era la aventura del oro lo que les llevaba a zarpar en el barco; era el hambre de una tierra ingrata de montaña. Muchos años después, miles y miles de italianos seguían llegando, pobretones y harapientos, a América. Como todos los emigrantes eran tratados como ciudadanos de segunda clase: extraños por la lengua, por la cultura, por la comida y hasta por la religión. Un buen día, Luis se subió a un barco y atracó en Estados Unidos. Lo acompañaban cuatro religiosas. Recorrió las casas de los emigrantes, escuchó sus lamentos, olió su pobreza, tocó sus rostros, bendijo sus almas: “Vivimos y morimos como perros, sin Dios”, le dijeron. Y junto a ellos, levantó una ‘cabaña’, para atenderles. También había pobreza en los pocos católicos que vivían en el valle suizo donde los protestantes eran mayoría. Y Luis Guanella caminó hacia ellos y con ellos puso en pie una capilla católica. Había pobreza en los niños discapacitados escondidos como una vergüenza, y en las mujeres trabajadoras de la industrialización de finales del XIX y…

En nuestras sociedades llamadas ricas, las pobrezas, cada vez más, serán afectivas, morales y espirituales. Los necesitados de cariño, de normas morales, de pan espiritual serán, cada día, más numerosos. Hay seres humanos que nunca han recibido un ‘evangelio’, en forma de escucha, cuidado, atención, afecto, abrazo, oración. Hay seres humanos que experimentan sed de algo o de alguien, pero no saben a qué fuente acudir. Lo mismo que hay personas que, para saciar su sed, acuden a fuentes equivocadas y venenosas, que solo engañan su sed y aumentan su dolor. También este tipo de pobres, más invisibles y más necesitados que los tradicionales pobres de pan y manta, merecen su Arca de Noé. Las comunidades guanelianas de creyentes de este siglo XXI deberán descubrir sobre qué tipos de personas descargan los diluvios contemporáneos y ofrecer ‘buena noticia’ en un Arca de Noé, cálida de afectos y de abrazos.

En la parábola del pobre Lázaro y del rico Epulón, no se nos dice que el rico maltratase al pobre de palabra o de obra, o que se burlase de él. No, simplemente el rico Epulón no lo veía. Su mirada no se dirigía al rincón donde Lázaro estaba pidiendo. Mirar con atención es una virtud. Los santos son los que saben mirar y descubrir que hay un ser humano pobre, allí donde los demás ven un espacio vacío. La característica esencial de los pobres, lo que les define, es que son invisibles.

Plantar la bandera del arca de Noé traduce bien lo que don Guanella decía a sus frailes, monjas y laicos: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que cuidar”. Y también: “Al más abandonado, sentadlo en vuestra mesa”.

Desde 1915 hasta hoy mismo, una estela de hombres y mujeres han sido excelentes constructores de Arcas de Noé. Todos ellos han sentido la “nostalgia del futuro”,  porque, gracias a su sabiduría, a su profundización en las palabras del Fundador, a sus intuiciones, a su trabajo entregado y discreto, a sus escritos, a su caridad, en definitiva, a su santidad, han sabido ver los diluvios que amenazaban y han sabido construir ‘arcas de Noé” creativas y eficientes. Sus vidas han sido albergue, refugio, hogar y horizonte, y han marcado, indeleblemente, el sendero guaneliano: Clara Bosatta, Aurelio Bacciarini, Marcelina Bosatta, Leonardo Mazzucchi, Rosa Bertolini, Attilio Beria, Giuseppina Fusi, Domenico Saginario, Apolonia Bistoletti, Juan Vaccari, Magdalena Minatta, Antonio Ronchi, Giuseppina Papis, Agostino Valente, Giancarlo Pravettoni, Mario Tarani, Lidia Pini, Mario Bellarini, Marisa Roda, Olimpio Giampedraglia, Pietro Pasquali, Cesare Elli, Pietro Osmetti, Bruno Belfi, José Cantoni…

 El dulce y terrible nombre de Dios ya sólo puede ser comunicado mediante la irradiación y la luminosidad de la ‘caritas’, del amor. El púlpito para anunciar a Dios solo puede ser el propio corazón y las propias manos. Los samaritanos ya son los únicos creíbles en los caminos por donde pasa la vida de los moradores heridos de esta Tierra, “dramática pero magnífica”. Al fin de cuentas, como bellamente nos ha enseñado Gabriel Marcel: “Decirle a alguien: te quiero, es decirle: tú no morirás”.  

Laus Deo. Valladolid, diciembre 2020 – Quintanilla de Arriba, junio 2021



A mis queridos maestros italianos que en Aguilar de Campoo y Palencia me enseñaron los rudimentos esenciales para caminar por la vida sin herir demasiado a quien pasa cerca; lástima que no saliese un buen alumno.

A Vincenzo Simion, Giuseppe Cantoni, Aldo Recco, Antonina Tofanacchio, Clelia Capizzano, Adelio Antonelli, Alfonso Crippa, Leo Bigelli, Mario Bellarini, Ezio Canzi, Luigi Lamperti, Giorgio, Albino Berlusconi, Mario Nava, Bruno Capparoni, Battista Pagani  y Giovanni Vaccari.

Adán Breca



“¿No sabéis que, como las águilas, estáis llamados a volar alto?”

(Luis Guanella)


miércoles, 2 de junio de 2021

Cuatro escenarios para Juan Vaccari

 




Había nacido, sietemesino, el 5 de junio de 1913. A los cinco días lo llevaron a cristianar. Después del bautizo, el pequeño grupo de familiares regresó a casa por un atajo entre los campos de trigo de Sanguinetto que ya empezaban a amarillear y a combarse. El padre, Pietro Vaccari, quiso medir al niño con una espiga recién arrancada. “Se necesitaban siete Juanitos para alcanzar la altura de la espiga”. Varios años después, Juan Vaccari era el más alto del colegio, pero ni mucho menos el más brillante de la clase de latín y griego donde los jóvenes seminaristas estudiaban para el sacerdocio. Sus sonoros suspensos le sacaron de las aulas y le metieron, muy a su pesar, en las cocinas de Barza d’Ispra. Luego, por caminos intrincados, la vida le llevó a un espléndido palacio renacentista en el corazón de Roma, donde él era el último de los criados. Pero no sería este su postrer destino: las carreteras intransitables de una Castilla pobretona le esperaban. De escuela en escuela y de parroquia en parroquia, fue convenciendo, más con sus manos y sus ojos que con su lengua de trapo para el castellano, a muchos muchachos para que entrasen a estudiar en su Colegio de San José, en Aguilar de Campoo.

 


1 Un lugar en el mundo: Sanguinetto

 


 

Sanguinetto. Feroces batallas. Sangrientas guerras desde la época romana hasta casi ayer mismo. En el año 566 de la fundación de Roma, el cónsul Marco Emilio Lepido conquistó, empuñando “lanzas y espadas coloradas”, el territorio. De ahí el nombre ‘sanguinolento’ de este pueblo de la provincia de Verona y de la región del Véneto, en Italia. Aunque románticos y líricos vates quieran derivar la toponimia de Sanguinetto del nombre ‘sanguana’, una planta de bayas rojas, muy difundida antiguamente en la zona.

Por voluntad de los Scaligeri, el castillo fue levantado en el siglo XIV. Luego, otros nobles y señores agrandaron y embellecieron la fortaleza, así como otras casas señoriales (a destacar los palacios Betti, Taidelli o Rangona), pero antes los habían arrasado para arrebatárselos a sus propietarios. Aquí sentaron sus reales  Jacopo dal Verme, Gentile della Leonessa o Federico Gonzaga, para cuya entrada fastuosa en 1520, Sanguinetto desplegó tapices, guiones, blasones, banderolas y gallardetes.  Así es la Historia. Por aquí pasaron romanos, vénetos, austriacos, franceses, garibaldinos y realistas. Desde lo alto de su castillo se asomaron el emperador Francisco José, Napoleón Bonaparte o Garibaldi. Y entre sus callejuelas apacibles, caminó el escritor Carlo Goldoni (parece que su obra, El Feudatario, está inspirada en relatos escuchados en Sanguinetto).

En esta llanura véneta y vega apacible, sus habitantes, desde hacía siglos, vivían de la agricultura y de la ebanistería: patatas, cebada, algo de tabaco, pero también bellas cómodas y contundentes baúles.

Las vidas de sus habitantes, como tantas vidas hasta casi ayer por la tarde, rodaban entre el castillo y la iglesia. Y en ese carrusel que es el mundo, la existencia giraba con temor, con devoción o con agradecimiento, dependía de los días y de los trabajos. Dependía de los señores castellanos o de los señores eclesiásticos; unas veces, más condescendientes; otras veces, más altivos.

La existencia también tenía sus domingos y sus fiestas, ese tiempo no sujeto a las constricciones del trabajo y de la norma. Así, sus habitantes celebraban a San Antonio con puestecillos de comidas y vino. O repartían a todos los niños del pueblo su ración de panettone el día de Reyes, porque la befana no era tan espléndida como en nuestros días, y los niños se encontraban un trocito de dulce, en lugar de montones de juguetes y dinero.

A principios del siglo XX, Sanguinetto tenía unos 2.100 habitantes. A las humildes casas y a las mansiones blasonadas seguían llegando bendiciones del cielo en forma de nuevos infantes, y con ellos, nueva bocas que llenar, pero también, aunque no siempre, panes bajo el brazo.

 En Sanguinetto, el día 5 de junio de 1913, en el hogar campesino de los Vaccari-Magnani, nació un niño.

 


 

2 Un lugar en el mundo: Barza d’Ispra.



            Barza d’Ispra, junto al lago Maggiore, en la provincia de Varese, región de Lombardía, fue siempre y apenas una pedanía de Ispra, un grupo de casas alrededor  del castillo y de los señores que en cada tiempo lo habitaron. Familias de campesinos que dependían, en tiempos de guerra y de paz, del castillo medieval (del que solo ha sobrevivido el torreón). Después, ya en tiempos más apacibles,  los escasos habitantes trabajaban como criados u hortelanos de la Villa residencial en que fue transformada la fortaleza originaria. Nuevos pabellones fueron añadiéndose, siglo a siglo, hasta formar un rectángulo con su señorial patio central.  

Fue en el siglo XIX cuando el conjunto conoció la más profunda reforma. Fue llevada a cabo por Pietro Mongini, el famoso tenor italiano al que le cupo la gloria del interpretar el papel de Radamés en el histórico estreno mundial de Aida, de Verdi, en el Cairo en 1871, para celebrar la inauguración del Canal de Suez. Pocos años antes, en la cumbre de su carrera, había adquirido esta residencia, que adaptó al lujo imperante entre las familias de la aristocracia y de la alta burguesía de la Lombardía que, por aquellos años, andaban construyendo espléndidas villas en las orillas del lago Maggiore. El tenor llevó a cabo una amplia restructuración de la mansión de Barza, para ejercer en ella de anfitrión magnánimo ante la buena sociedad del Reino de Italia. El tenor podía ofrecer a sus invitados, además, unos cuidados jardines y un parque de 20 hectáreas con árboles seculares y exóticos.

El ruido de los carruajes en el patio central, el bisbiseo de los vestidos largos de seda en las escaleras, las joyas deslumbrantes, la gran etiqueta, los músicos que amenizaban las veladas… todo ello formaba parte de un mundo que estaba llegando a su ocaso, tal y como luego lo pintarían, aunque en el otro extremo de Italia, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Luchino Visconti en El Gatopardo. Cuando el tenor murió, la Villa de Barza pasó a la viuda, que levantó una nueva capilla dedicada a San Quirico y Santa Julita. El huésped más ilustre de la época fue el rey Umberto I, como lo recuerda una lápida en uno de los muros. Se sucedieron otros propietarios hasta que el último de ellos, en 1934, vendió la Casa a la Congregación de Don Guanella.

La espléndida Villa de Barza se adaptó a las necesidades crecientes de un Instituto religioso en clara expansión. Y el histórico torreón medieval, con su grandioso reloj, siguió marcando las horas a los seminaristas que llenaban las aulas y el gran patio central del edificio. Fue Adamo Marchioni, el ‘mago del reloj’, el artífice de un reloj universal con 12 cuadrantes que da la hora de Greenwich, Buenos Aires, Nueva York, Jerusalén, San Francisco, Tokio, Manila y El Cairo, como indicando esa globalidad a la que la Congregación estaba llamada. Desde lo alto del torreón, seis campanas empezaron a dar el ángelus con la melodía del Ave María de Lourdes.

Generaciones de seminaristas, con su revuelo de sotanas, sus oraciones piadosas, sus breviarios, sus carreras por el parque, sus estudios en la biblioteca, sus sueños o sus fracasos, sucedieron a los anteriores habitantes de alta etiqueta y sueños de grandeza. La galantería, el humo de los bon vivant,  impecables en sus fracs con pajarita, o la mundanidad de un vals de Strauss fueron sustituidos por el silencio, la meditación, el estudio, la Missa de Angelis y el Adoro te devote. La Casa de Barza empezó a formar parte de la memoria colectiva de toda una Congregación. 

A Barza d’Ispra, un 8 de septiembre de 1934, llegó un joven novicio de 21 años.



 3 Un lugar en el mundo: Roma



A Roma, tal y como se cuenta en la Eneida, de Virgilio, llegó Eneas después de un largo periplo, con la melancolía en el alma por su llorada Troya. No podía faltar el mito, la leyenda, en el génesis de tan insigne ciudad. Rómulo y Remo la fundaron y desde entonces no paró de crecer en fama y en honor. Las legiones romanas llevaron su nombre y su gloria a todos los rincones del orbe conocido. Roma, la caput mundi, fue sinónimo de grandeza y fortuna, pero también de desgracia y ruina, porque una cosa era ser ciudadano romano y otra, muy distinta, esclavo de Roma.

Desde que el mundo es mundo, la moneda tiene dos caras. Roma, vorax hominum. Roma devora a los hombres. Siempre ha sido así. Pedro y un grupillo de galileos eran unos infelices pescadores, pero no tontos, como para no saber que era en Roma donde se cortaba el bacalao del mundo; era en Roma donde había que vender el ‘pez nuevo’. Porque lo que en Roma se conocía y triunfaba, terminaría por conocerse y triunfar en el mundo mundial. Y hasta allí se dirigieron Pedro y Pablo, para decir nones al Emperador, que representaba el poder, pero un poder pasado, y para anunciar el futuro que era Cristo. Era un ‘novum’ que los romanos poderosos menospreciaron. Lo pagarían caro. Amaneció un día en que la cruz aplastó al águila, y el INRI al SPQR. Roma se convirtió en eterna y su obispo en el máximo constructor de puentes entre el Dios Altísimo de los cielos y los pobres hombres de barro de aquí abajo. Pero también entre las orillas de quienes ya creían en el Galileo y quienes todavía no.

Pero hubo tiempos en que Roma fue la Gran Ramera de Babilonia, como así la vio y condenó Lutero. A Papas, cardenales y clérigos piadosos y honestos, sucedieron otros simoniacos y lujuriosos, más pendientes del poder y de la alcoba que del servicio y el evangelio. A lo largo de toda la Historia, algunos santos tuvieron que hacerse albañiles a lo divino para reparar la Iglesia de Jesucristo que estaba en ruinas, como ocurrió, en efecto, a Francisco de Asís.

Pero Roma es muchas Romas. Bajo los pavimentos marmóreos de sus fastuosas iglesias hay testimonios de un pasado esplendoroso de Césares y de Augustos. Napoleón quiso destruir Roma y, con ella, la Iglesia, pero el Papa de Roma, más listo, le contestó: “No hemos podido nosotros, so imbécil”. Los Estados Pontificios tuvieron que resignarse, de mal grado, al Reino de Italia de Saboyas y Garibaldis. Cada pérdida material para la Iglesia de Roma, era una ganancia para el espíritu. ¡Pero cuánta resistencia por parte de la curia romana!

Luego, por Roma se pasearían, como por su casa, los camisas negras, y ondearían impúdicas esvásticas en vetustos palacios, dejando una ciudad en ruinas y en hambre, como lo reflejaría el cine del neorrealismo italiano. Solo el Bella ciao, cantado a pleno pulmón en hosterías, campamentos, escuelas y reuniones familiares, aliviaba a los romanos de sus penurias y les convencía, autoengañándose tal vez, de que habían sido unos valientes partisanos. Aún correteaban por los barrios pobres de la Ciudad Eterna ragazzi con rodilleras remendadas que comían con ansia un panino. El milagro económico italiano llegaría en el ‘dopoguerra’, creando una ilusión de riqueza y progreso ilimitados. Empezaba a gestarse y a soñarse la dolce vita de la vespa, los paparazzi y el martini.

A esta Roma con el Pastor angelicus asomado a la logia de San Pedro, y llena de cardenales en capa magna y pectorales de esmeraldas; a esta ciudad en blanco y negro, la de Roberto Rossellini en Roma, città aperta, y la de Vittorio de Sica en Ladrón de bicicletas; a esta Roma que se preparaba, triunfal y barroca quizás por última vez, para la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen María…

En esta Roma, sancta et meretrix, en su estación ferroviaria de Termini, se apeó un 31 de octubre de 1950 un religioso guaneliano de 37 años.


 

4 Un lugar en el mundo: Aguilar de Campoo



Aguilar de Campoo. Las Tuerces y el Cañón de la Horadada atestiguan la presencia del hombre desde hace unos 50.000 años.  En las peñas agujereadas anidaron las águilas, dominaron con su vuelo los cielos límpidos y dieron nombre a esta villa palentina que despide la meseta castellana y anuncia la montaña cántabra.

Vacceos, arévacos, cántabros, romanos, visigodos y pueblos bereberes pasaron por aquí y dejaron sus huellas y sus marcas. En 1255, el propio Alfonso X el Sabio, de paso por Aguilar de Campoo, la declara Villa Realenga. Los Reyes Católicos instituyen el marquesado de Aguilar de Campoo, uno de los primeros de España, para los Fernández Manrique. Y Carlos V, distingue al título con la dignidad de Grandeza de España, la más alta consideración nobiliaria europea, que permite a sus propietarios tutear al Rey, tratarle de primo y no destocarse en su presencia. El propio Emperador, de paso por la Villa, quiso visitar la tumba de Bernardo del Carpio, esforzado y leal caballero, vencedor en Roncesvalles. Desde entonces, la historia de Aguilar de Campoo estará ligada a estos preclaros apellidos, Fernández Manrique, que acogieron en su casa al Emperador Carlos V, y que siguieron con lealtad a sus reyes por las Españas o a los que se encomendaron misiones delicadas en Roma. Por todo ello, sus sepulcros ocupan un lugar de honor en el presbiterio de la imponente colegiata gótica.

A Juan Martín, natural de Aguilar de Campoo, le cupo el honor de haber sido uno de los 236 marineros que participó en la expedición de Magallanes y Juan Sebastián Elcano que dio la primera vuelta al mundo. “Primus circumdedisti me”. Fuiste el primero que me diste la vuelta.

Villa recia e industriosa desde la Edad Media. Un importante barrio judío de callejuelas, mercaderes y prestamistas se vio diezmado con aquel desdichado edicto de 1492. La desamortización del siglo XIX acabó con parte o con mucha de la grandeza monumental del Monasterio de Santa María, de las Claras e incluso de la propia Colegiata.

En 1881, Eugenio Fontaneda empieza a hacer bizcochos, galletas y chocolates. Es el origen de una marca sin la cual no puede entenderse esta Villa. La galleta María, el producto estrella, estaría presente, varias décadas después, en todos los ultramarinos y tiendas de España y en muchos desayunos de los españoles.

El siglo XX es pródigo en acontecimientos: Nace un periódico local, El Águila. Nuevas congregaciones religiosas se asientan: Colegio San Gregorio, Colegio de la Compasión, Colegio San José.  En 1961 concluyen las obras del embalse bajo cuyas aguas quedaron anegadas Villanueva del Río, Frontada o Renedo de Zalina con sus casas, templos y cementerios. Solo la imagen querida de la  Virgen del Llano fue salvada a tiempo y entronizada en una nueva capilla.

La modernidad y el trabajo abundante llegarían Aguilar de la mano de la fábrica Fontaneda. A esta marca, se unirían también Galletas Gullón y Galletas Fontibre. Todas ellas convertirían a Aguilar de Campoo en uno de los pueblos más prósperos de España, y único por su característico olor a galletas recién horneadas.

Villa aureolada con un patrimonio artístico fuera de serie: Colegiata  de San Miguel, ermita de Santa Cecilia, castillo medieval, monasterios de Santa Mª la Real y Clarisas, casas de los Marqueses de Aguilar, los Velarde, los Marco Gutiérrez, los Villalobo y los Siete Linajes, Puerta de Reinosa, Torrejona, Tobalina, Paseo Real y Cascajera… Y Villa con fama de inquietudes culturales, de rimbombantes juegos florales poéticos por San Juan, de amantes y amigos del séptimo arte que llenan los cines Campoo y Amor…

En esta Villa de Aguilar de Campoo, al volante de un Fiat 1100, hizo su ingreso un 21 de octubre de 1965 un fraile italiano de 52 años. 




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