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viernes, 21 de marzo de 2025

Pablo d’Ors: profeta del silencio

  

         Ethic es una revista de pensamiento que “analiza las tendencias y desafíos globales a través de una mirada humanista y liberal”. De vez en cuando la hojeo e imprimo algunos artículos que en varias ocasiones me han acompañado en mis viajes en tren o en bus. Hace unos días descubrí que el artículo publicado en Ethic más leído de 2024 había sido la entrevista que hizo Esther Peñas a Pablo d’Ors, escritor, sacerdote, fundador de Amigos del Desierto y, sobre todo, un profeta del silencio en estos tiempos de descomunal ruido. La entrevista lleva un significativo título: “El éxito es el reflejo de la soledad”.

¿Y de qué habla Pablo d’Ors en esta entrevista? Define la meditación como “la contemplación de nuestra interioridad, que presupone una mirada amorosa sobre nosotros mismos y sobre el mundo”.  Cree que somos víctimas de una accionismo perturbador: “Hemos hecho un mito del pensamiento y de la acción y somos víctimas del espejismo prometeico de creer que somos nosotros los que vamos a cambiar el mundo. Si dejásemos que las cosas siguieran su curso, descubriríamos que muchas veces su deriva es mucho mejor que cuando nosotros intervenimos”. Habla de sus autores preferidos: Stefan Zweig, Hesse, Kafka y de algunos libros sobre los que vuelve a menudo: Ejercicios de Contemplación (Jalics), Stoner (John Willian), El peregrino ruso… D’Ors coincide con San Agustín en que la libertad no es hacer lo que te da la gana, sino elegir el bien, porque esto te hace verdaderamente libre. Afirma que cuando alguien necesita, consciente o inconscientemente, la aprobación y el reconocimiento de los demás, es que se siente muy solo. En más de una ocasión ha dicho que en este siglo XXI falta una literatura de la luz: “La literatura, como decía  Kafka ha de ser un puñetazo en la cara, pero yo añado que también una caricia; la literatura ha de interpelarnos, provocarnos, cuestionarnos, pero también consolarnos, estimularnos y acompañarnos”.  “La buena literatura te ayuda a ser persona. El Quijote nos ayuda a comprender mejor la condición humana y a vivirla con más intensidad y dignidad”

Pablo d’Ors nació en Madrid en 1963 en el seno de una familia de humanistas e intelectuales, en la cual se respiraba una atmósfera de cultura germánica. A los 29 años fue ordenado sacerdote claretiano. Realizó estudios en Nueva York, Roma, Praga y Viena. Estuvo de misionero en Honduras, y de vuelta a España fue capellán universitario, donde tuvo más de un encontronazo con las autoridades eclesiásticas de la época. Entró en contacto con la enfermedad y el final de la vida, cuando empezó a trabajar como capellán en el hospital Ramón y Cajal. Allí conocería a la doctora África Sendino que le abrió su corazón en sus últimas semanas de vida. Fruto de estas conversaciones, surgió “Sendino se muere”.

Un buen día le regalaron un libro “Ejercicios de contemplación”, del jesuita húngaro Franz Jalics. La lectura de este libro le cambió la vida y le hizo comprender, ya sin dudas, su misión y su lugar en el mundo. Marchó a Baviera, Alemania, para conocer y escuchar a este contemplativo para quien el secreto de una vida espiritual consiste no en obrar, sino en ser. Durante 12 días, Pablo d’Ors se sintió escuchado y amado por este venerable anciano que había alcanzado la luz y la irradiaba.

En 2012 Pablo d’Ors publicó un libro breve titulado “Biografía del silencio”. Obtuvo un éxito clamoroso. Un ensayo sobre el silencio se convirtió en best-seller como si fuera una novela policiaca. En 2014, funda la asociación Amigos del Desierto, una red abierta de meditadores que muy pronto se extendió por muchas provincias españolas (creo que en este momento ya hay 60 grupos) y que ha sobrepasado las fronteras, y se encuentra ya en Italia, Portugal, Argentina, Chile, Colombia, Venezuela, Uruguay, México, Ecuador, Perú y Estados Unidos. El Papa Francisco nombró a Pablo d’Ors miembro del Consejo Pontificio de la Cultura.

Amigos del Desierto tiene un fundador: Pablo d’Ors, un padre: Charles de Foucauld (La biografía de Pablo sobre este hermano universal y morabito del desierto, titulada “El olvido de sí”, es para mí su mejor obra), un maestro: Franz Jalics, y una tradición: el hesicasmo (los hesicastas del siglo V buscaban la paz a través de la quietud y constituye algo así como la contrapartida cristiana del yoga). Y a este carisma de los Amigos del Desierto, hay que añadir el icono de la Trinidad del maestro ruso Rublev, ante cuya imagen se reúnen los meditadores en silencio y quietud absolutas.

Pablo d’Ors parte de que el mal de nuestra sociedad está en la dispersión de la atención y en el ruido, verdadero terrorismo que condiciona y empeora nuestras vidas. Se necesita por tanto la meditación, para volver al centro de uno mismo. La meditación sólo requiere silencio y quietud. Y no es reflexión, porque esta activa la inteligencia, mientras que la meditación activa la percepción que es escucha y sentimiento.

He escuchado a Pablo en conferencias y en presentaciones de libros. Y en un par de ocasiones he compartido mesa y sobremesa con él. Y creo que el éxito de sus libros y el éxito de Amigos del Desierto radica en su propuesta de una vida meditativa en la que el silencio, la quietud y la lentitud sean ingredientes necesarios para una existencia transformadora. El silencio da la espalda a la presión productiva, a la agitación interior, al no saber estar quietos y al necesitar continuamente hacer cosas, realizar experiencias y tener sensaciones estimulantes. Y precisamente en esta sociedad occidental en que nos movemos y en que todo se quiere consumir y vomitar inmediatamente para devorar de nuevo, su propuesta de silencio, su modelo de meditación, su búsqueda de la unicidad y su anhelo de mirada amorosa a la interioridad es una propuesta a contracorriente y, por ello, oportuna y necesaria.

Confieso que no soy nada objetivo al hablar de Pablo d’Ors al que descubrí hace algunos años y al que sigo con admiración, no sólo por su literatura, sino también por su personalidad luminosa. No me extraña, por lo tanto, que sus libros sean tan leídos, sus conferencias tan escuchadas y su red de meditadores crezca en tantas partes. La semilla de trigo necesita el silencio absoluto de la tierra en invierno para germinar en primavera y dar fruto. Probablemente, el alma humana necesita idéntico silencio para brotar y dar fruto.  


Un fundador: Pablo d'Ors

Un padre: Charles de Foucauld

Un maestro: Franz Jalics

Una tradición: hesicasmo

Un icono: La Trinidad, de Rublev


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https://adanbreca.blogspot.com/2023/08/add-silencio-y-quietud-frente-un-icono.html

https://adanbreca.blogspot.com/2022/02/franz-jalics-una-presencia-de-silencio.html

https://adanbreca.blogspot.com/2019/05/el-olvido-de-si-de-pablo-dors-es-la.html


Entrevista en Ethic a Pablo d'Ors

https://ethic.es/entrevistas/pablo-dors-el-exito-es-el-reflejo-de-la-soledad/





sábado, 15 de marzo de 2025

Semana Santa: flores y caridades

 


        En una entrevista reciente el obispo de Granada, Gil Tamayo, ha hablado sobre las hermandades de Semana Santa y sobre algunos cambios o modificaciones que deberían hacerse en su interior si quieren aún seguirse llamando hermandades cristianas. El obispo pide más sensibilidad social, más cercanía a los pobres, más vida interior. Las procesiones de Semana Santa no son desfiles cívicos o militares, cabalgatas o paradas competitivas para ver quién impresiona más con la forma de llevar el paso, las bandas musicales o las flores que adornan la imagen titular. Y una frase resume todo este tirón de orejas a las hermandades: “no se puede gastar más dinero en flores que en actos de caridad”. No voy a negar la belleza de las tallas procesionales ni esa puesta en escena que sobrecoge, pues la fe y la religiosidad también necesitan lo sensible y lo emocional. Pero se echan en falta a las hermandades y sus miles y miles de cofrades en las obras de caridad de cada ciudad, más allá del domingo de Resurrección,

domingo, 9 de marzo de 2025

¿La muerte de las catedrales?

 


En 1904 en el periódico Le Figaro apareció un largo artículo de Marcel Proust con el título La mort des cathédrales. Era su réplica a otro artículo de Aristide Briand, primer ministro francés de la época, en el que proponía que las catedrales de Francia fuesen secularizadas y convertidas en museos. Marcel Proust, uno de los escritores más influyentes de toda la literatura francesa, y nada sospechoso de clerical, escribió, entre otras cosas: “La vida de las catedrales, la más noble y sin duda la más original expresión del genio de Francia, depende del culto y de la liturgia que en ellas se desarrolla. Impedir el culto sería como convertir a Francia en una playa de la que el mar se ha retirado, dejándola sembrada de gigantescas conchas talladas, carentes de la vida que antes se guarecía en ellas”.

Y evidentemente Proust no está haciendo una defensa de los derechos eclesiásticos o de los propietarios de estos edificios singulares, sino simplemente un ejercicio a favor de la belleza suprema que representan las catedrales europeas, aún hoy el estandarte monumental de casi todas las ciudades de este Viejo Continente, en cuanto construcciones únicas que aúnan culto y cultura.

Estos monumentos siguen siendo los edificios más visitados de la mayoría de las ciudades. Basta con tomar un simple folleto turístico, tipo “10 cosas que no puedes perderte en tal ciudad”, la catedral siempre ocupa uno de los primeros puestos, casi siempre el primer lugar. Pero estos edificios, además de constituir el orgullo y el atractivo de cada urbe, son los espacios sagrados que acogen las grandes celebraciones litúrgicas, Navidad, Pascua, Corpus Christi, la Inmaculada o del patrón local, pero también sus muros han acogido ceremonias solemnes y acontecimientos históricos: coronaciones de reyes, entierros de cardenales, proclamaciones de dogmas, funerales de estado, acciones de gracia por el fin de una guerra o de una peste, consagraciones de obispos, bodas regias, así como acontecimientos civiles que han encontrado,en sus espaciosos recintos, cabida y solemnidad. Para Gabriel Marcel, autor de En busca del tiempo pedido, “una representación de Wagner en Beyreuth es un acontecimiento banal comparado con la celebración de una misa solemne en la catedral de Chartres”. 

En la retina y en la memoria todos tenemos el recuerdo reciente de alguna celebración religiosa, presencialmente vivida o vista por televisión, que nos impactó por la suprema belleza del espacio donde tenía lugar: la dedicación de la Sagrada Familia de Barcelona por Benedicto XVI o la reconsagración de Notre Dame de Paris, después del incendio y de su reconstrucción. Pero también una Misa de Nochebuena o una vigilia de Pascua en San Pedro de Roma. O la celebración de la Misa por el rito mozárabe en la catedral de Toledo que antecede a la procesión del Corpus. O la coronación del rey de Inglaterra en la Abadía de Westminster.

Tal vez el europeo medio cuando piensa en una catedral piensa en una catedral gótica.  Hubo unos siglos, los que van del XII al XV, en que miles de europeos, arquitectos, vidrieros, albañiles, canteros, acarreadores de agua, piedras, argamasa o maderas, orfebres, herreros, carpinteros, pintores, techadores, bordadores, escultores, escritores y músicos supieron dar vida a unos edificios que siglos después causan nuestro asombro, como la máxima expresión del genio europeo. Las catedrales y las grandes iglesias conservan la memoria de una Europa puesta en pie para elevar hasta el cielo, en suprema armonía y majestuosa arquitectura,  las piedras que hábiles canteros tallaron a mayor gloria de Dios. Miles de trabajadores se desplazaban de ciudad en ciudad cuando los obispos o los reyes anunciaban el inicio de una nueva catedral. Y hoy es sabido que también miles de mujeres participaron en la construcción de estas ‘sacras moles’

También hoy en día se corre el riesgo de secularizar las catedrales y convertirlas en esplendidos museos donde la arquitectura, la escultura, la pintura y la orfebrería deslumbran a las masas de turistas que pagan su entrada y se lanzan, móvil en mano, a fotografiar cada rincón. Y hoy el riesgo no está en un decreto gubernamental, como pretendía Aristide Briand a primeros del siglo XX, sino a otras causas, entre ellas: la necesidad de hacer caja para afrontar los numerosos gastos de estas fábricas catedralicias, y la servidumbre a las masas de turistas que pasan de una visita a una bodega a una catedral, de una cata de queso a un paseo en barco, de un palacio regio a un museo de aperos de labranza con la misma presencia de ánimo e idéntica trivialidad.

Pero tal vez hay otras causas aún más graves: la pérdida o grave disminución de la belleza litúrgica y del misterio del rito sacramental, sin relación alguna con las vidas y las almas de los que pasan por las catedrales. La vida litúrgica de las seos languidece de día en día en las catedrales.  Los tiempos no corren a favor de la solemnidad de las grandes celebraciones religiosas, que en los siglos pasados llenaban de admiración y consuelo a los humildes devotos. Los turistas prevalecen sobre los creyentes.  

Y en esta época de creciente vulgaridad y de prisas, de pérdida del sentido del valor de los  ritos y rituales pausados y sosegados, con un clero envejecido que ya no está para estas fiestas, o con un clero joven, más dado a la informalidad, a las prisas, a las dos guitarritas, a las palmadas y aplausos…, la celebración solemne de una misa o de cualquier acto litúrgico serán cada vez más raros en las catedrales, y más extraños a nuestro siglo. Este espíritu del tiempo que todo lo invade irá reduciendo las catedrales a monumentos espectaculares pero muertos, lugares de cultura pero sin culto, para gloria de las ciudades y pasatiempo de los turistas.





 





















jueves, 27 de febrero de 2025

La Trapa en seis pinceladas

     1.- El tren que pasó en 1890

     En el año 516, Benito de Nursia escribe unos preceptos para monjes que quisieran vivir en comunidad. Nace el Monacato Occidental. En 1098, con Roberto de Molesmes surge el Císter (Abadía de Citeaux), siendo Bernardo de Claraval su gran propulsor, como un deseo de volver a la primitiva observancia de la Regla benedictina. En 1664 en la Abadía de la Trappe (Francia) se inicia una reforma de la orden cisterciense que busca una observancia más estricta de la vida monástica. En octubre de 1890 el tren traqueteante de Valladolid a Burgos pasa delante de un edificio abandonado y en ruinas, un antiguo monasterio benedictino entre las poblaciones palentinas de Dueñas y Venta de Baños. En ese tren viaja el abad de Sainte Marie du Désert (Francia), Dom Candido Albalat, que busca un lugar para fundar una nueva comunidad monástica. Se levanta de su asiento y, mirando las piedras desmoronadas por la carcoma del tiempo, comenta: “He aquí lo que llenaría plenamente mis deseos”. Acaba de surgir la Trapa de San Isidro.  Las vías de ferrocarril ocupan el mismo lugar, aunque ahora por ellas circulen veloces trenes. Y el monasterio sigue en pie, una abadía donde algo más de veinte trapenses orant et laborant. Y donde algunos huéspedes venidos de sus quimeras, de sus vidas inquietas, turbulentas o grises, llegan para masticar, como hambrientos, un pan amasado con serenidad y silencio, oración y paz.

2.- Celda, mesa y libro


       Blaise Pascal escribió que todos los males del mundo proceden de la gente que no sabe estarse quieta en su habitación y en sus adentros. En la mochila yo había metido Las Confesiones de San Agustín. Pero en el momento de cerrar la puerta de casa y encaminarme a la estación, me acordé de que muchos años atrás, en 1993, Andrés García me había regalado las Obras Completas del Hermano Rafael. Cambié de libro de lectura. El volumen de 857 páginas está básicamente formado por las cientos de cartas que escribió a familiares, hermanos trapenses, amigos. Pero el grueso lo constituyen las cartas enviadas por Rafael a su tía María, duquesa de Maqueda. Hubo un momento en que ambos decidieron mantener una relación epistolar sobre Dios y sus almas, a condición de que las cartas fuesen destruidas. Pero tía María no cumplió su palabra. Para ella, las casas, los cuadros, los muebles, las joyas, las ropas y el ducado entero… nada valían en comparación con esas cartas llenas de luz y de sabiduría que recibía regularmente de su sobrino. En la acogedora celda 17, un hombre lee y subraya lo que otro hombre ha escrito varias décadas antes. Porque Rafael no sólo fue un monje humilde y sufrido, también un escritor, un pintor, un artista. Amaba la vida, la alegría, la risa; amaba los encuentros, los cafés de Madrid, las  bromas, los cantos del coro, las espigas doradas, un buen cigarrillo y ponerse al volante de un coche. Y tal vez porque amaba tanto todo, pudo amar sin medida, como un loco enfermo y delirante, cuerdo y sensato, a Dios. Solo Dios’ fue su lema, su herencia, su escritura. La razón de su vida y la causa de su santidad.

 3.- El hermano Rafael


         Rafael Arnáiz Barón nació en 1911 en Burgos. En 1934, interrumpe su carrera de arquitectura en Madrid para ingresar como monje en la Trapa. Apenas cuatro meses después, debe abandonar el monasterio por causa de una diabetes sacarina aguda. Volverá dos años después a la Trapa y tendrá que abandonarla de nuevo porque la enfermedad no le da tregua ni respiro. Poco tiempo después, regresa definitivamente al monasterio para morir cuatro meses más tarde, el 26 de abril de 1938. Tenía apenas 27 años. Pasó muy poco tiempo en el monasterio como monje trapense. Y casi todo ese tiempo vivió en la enfermería, en medio de una sed espantosa y no pocos sufrimientos. Algunos le consideraron una carga para la abadía. Otros, le tenían por un monje bueno y paciente, sonriente y sufriente. Su director espiritual estaba convencido de que estaba tratando a un joven excepcional. Pero fueron sus cartas y sus escritos los que descubrieron, tras su muerte, al místico y al santo. En poco tiempo como monje había hecho unos progresos espirituales que a otros les lleva una vida entera. El Hno. Rafael: enfermo de diabetes, enfermo de trapense, enfermo de Dios. Su vida demostró que se puede vivir en la perfecta alegría y la perfecta paz, a pesar de los impedimentos y el dolor de la enfermedad, cuando Dios, solo Dios, llena el corazón y el alma. Mientras se recuperaba en su casa familiar de Oviedo escribe: “No pienso en otra cosa que en volver al monasterio: el coro, el silencio, la paz del cementerio tan alegre, mis hermanos, mi hábito, mi celda, mi sagrario de la Trapa… Todo eso que conquisté con sacrificios y lágrimas se derrumba con una cosa tan insignificante como un poco de azúcar en la sangre… Yo era demasiado feliz en la Trapa”

  4.- El rezo de completas


                 Los monjes con la cogulla sobre sus cabezas entran en la nave oscura. Son las ocho y media de la tarde y el día llega a su fin. El día empieza con el canto de maitines, a las cuatro de la madrugada. Luego vendrán los laudes, las horas de tercia, sexta y nona, el canto de las vísperas y finalmente el rezo de la Completas. No hay progreso humano, no hay crecimiento personal o colectivo sin examen de conciencia. Reconocer los errores, asumir los fallos, reprogramar el corazón, pedir perdón. Por ello el monje, antes de abandonarse al sueño, revisa y evalúa la jornada. Creo que fue Stefan Zweig quien dijo que, si al final del día, no asumimos una pequeña sombra de error en nuestra jornada y una pequeña luz ofrecida al hermano, no merecíamos pasar al día siguiente. Y por ello, cuando un corazón pide perdón y es perdonado, puede entregarse al sueño y al descanso que siempre alcanza a los que tienen el corazón en paz. Nunc dimittis, dijo el anciano Simeón cuando el Niño fue presentado en el Templo de Jerusalén. Y Nunc dimittis reza también el monje. Luego toda la iglesia trapense se queda a oscuras, mientras un haz de luz ilumina la imagen en madera policromada de la Asunción de María. Los trapenses entonan la Salve Regina, la oración de los que pasan por un valle de lágrimas suplicando un poco de dulzura y esperanza. Cuando la Salve termina, un monje toca la campana con energía calculada que le hace levitar, agarrado a la soga, medio metro del suelo. La campana suena dentro y fuera de la iglesia. Y de esta manera, las gentes de alrededor saben que la jornada acaba para los trapenses. Y la campana toca también por ellos, les llama también a ellos a una vida de Solo Dios.

 5.- Una ventana y una carretera.

No hay lugar tan apartado o solitario del mundo donde no llegue el olor del mundo, su música y su ruido. Pegadas al monasterio están las vías del tren, y unos metros más allá, la autovía Valladolid-Burgos. Y más allá la fábrica de chocolates, donde proveedores cargan y descargan, y algunos turistas detienen sus coches para tomar un chocolate. De día, miro por la ventana a la explanada que hay delante del monasterio: la furgoneta del panadero deja el pan; el repartidor de la editorial descarga una caja de libros; paseantes y corredores vienen haciendo ejercicio desde Venta de Baños o Dueñas. Devotos se encaminan a la capilla del hermano Rafael para arrodillarse o encender una vela. Varias personas se unen a la oración y al canto de los monjes desde el fondo de la iglesia. Y de noche, apostado junto a la ventana, el intenso tráfico de coches y camiones de la carretera tiene algo de fascinante. Es suficiente imaginar las vidas de los conductores: Las mercancías más variadas van camino de los mercados o de las fábricas. Cada pasajero lleva consigo sus preocupaciones y alegrías, su tranquilidad o su miedo, su mente abotargada por el cansancio o el sueño. Alguien se dirigirá al hospital donde un ser querido acaba de ser ingresado. A muchos camioneros les esperan horas y horas de conducción, mientras un rosario se balancea en el parabrisas y las fotos de sus hijos en el salpicadero le aconsejan prudencia. Alguno escapará de su vida y se acercará, perfumado de colonia, al club cercano, en busca de un placer espurio, o quizás de una ternura desconocida. Alguien contará los kilómetros para el área de servicio donde se aseará, comerá un bocadillo de tortilla y cruzará dos frases con el camarero. Alguno conduce veloz al encuentro de unos días de descanso en una ciudad lejana de Europa. Para alguno, Dios no lo quiera, no habrá viaje de regreso, y su vida acabará en un chirrido de frenos y un amasijo de hierros. Coches camiones, autocares con sus conductores y pasajeros. Todos ellos atados a su cadena de rutinas, de pesado trabajo, de pequeñas ilusiones y sueños.

6.- Las manzanas de la Trapa

            

            El huésped pasea por los caminos que transcurren en medio de las tierras pardas de labranza, entre el monasterio y el río Carrión. Senderos que pasan al lado de los establos, donde decenas de vacas miran, con ojos blandos y bobos, la vida pasar. La senda zigzaguea entre viejas casas que un día ocuparon los campesinos asalariados, tierras cerealistas e hileras de frutales de ramas secas que esperan la resurrección de la primavera. Y es ahí donde descubro que un árbol conserva aún las manzanas, como un desafío al tiempo invernal, como una promesa, ¿de qué? ¿Habrán dado estas manzanas un poco de alegría al vaquero, al campesino, al monje, al huésped que, al pasar cerca, las descubrieron y se dejaron seducir por ese fulgor de oro en las ramas secas? Era la mañana del último día de enero. Un cielo límpido y azul y unos pequeños charcos aquí y allá recubiertos de una placa de hielo. Las manzanas de la Trapa. ¿Serán manzanas doradas del Jardín de las Hespérides que proporcionan la inmortalidad? ¿Serán manzanas del Árbol del Bien y del Mal en edén que sedujeron y dieron  dolores de cabeza a Adán y Eva? ¡Manzanas en un árbol seco! ¿Cómo no pensar en la frágil fe del alma que resiste a los cierzos y a las heladas, al viento y a los cristales de la nieve, y permanece ahí en la rama seca del corazón? Ciertamente es un desafío a la implacable ley de la gravedad en la naturaleza. Todo cae, pero algo, misteriosamente y sin ninguna razón aparente, no cae, sino que permanece ahí como una pequeña candela en la noche oscura: el sabor de un beso, tras una temporada en la cárcel. La fuerza de un abrazo, al regresar de la guerra. Un arcoíris inesperado después de la tormenta. Siempre recuerdo la respuesta de José Jiménez Lozano cuando le preguntaron si era creyente: "Yo no creo en nada, sé. Es decir, tengo certeza, aunque esa certeza no sea mía. Mía sólo es la confiaza, la fides".

















martes, 4 de febrero de 2025

Gregorio Fernández y Martínez Montañés: “La madera se hizo Carne”

  


                Hasta el 2 de marzo seguirá abierta la exposición de arte “Gregorio Fernández-Martínez Montañés, el arte nuevo de hacer imágenes”, en la catedral de Valladolid.

                Para ser precisos, no estamos ante el encuentro de los dos escultores más importantes de las llamadas escuela castellana y escuela andaluza, sino ante los dos más grandes imagineros. Y esta sutileza del lenguaje nos mete de lleno en el corazón y el sentido de la exposición. Los imagineros crean imágenes sagradas que mueven a la devoción.

Tanto uno como otro artista han creado prototipos tan duraderos que al creyente o al cofrade de estas tierras le resulta difícil pensar en Jesús, en María o en los santos más importantes de la Iglesia Católica sin acudir a las imágenes salidas de su gubia.  

                Gregorio Fernández (1576-1636), aunque nacido en Sarria-Lugo, creó su obra en Valladolid; Martínez Montañés (1568-1649), nacido en Alcalá la Real-Jaén, lo hizo en Sevilla. Nunca se conocieron. Probablemente, el uno nunca oyó hablar del otro ni de su trabajo. Y sin embargo, en el universo católico en el que ambos vivieron, llegaron a soluciones artísticas muy parecidas, aun manteniendo su propio estilo y su propia personalidad que los hace únicos.

                La muestra de Valladolid no es un combate de gigantes, sino un diálogo de dos cimas de la escultura. No se trata de comparar, para que el público examine y dictamine quién es el mejor. La muestra es una ocasión única para disfrutar del encuentro de los más señeros artistas de su momento, y cuya obra sigue viva en catedrales, parroquias y museos. Y no solamente sigue viva, sino que sigue inspirando a otros artistas desde hace tres siglos.

                A ambos se les adscribe al llamado “naturalismo barroco” que pretendía copiar el natural, sin idealizaciones exageradas. El naturalismo reproduce el cuerpo humano, sin la complicada red de geometrías y mediciones a las que el renacimiento había sometido a la escultura. Para que las imágenes ganasen en ‘naturalidad’, Gregorio Fernández, por ejemplo, se sirvió de postizos de uñas de asta de toro, dientes de marfil o hueso, ojos de cristal, etcétera. Pero lo que es característico del naturalismo es la distancia frente a la fría perfección renacentista o a las antinaturales posturas manieristas.

                Los imagineros del naturalismo también buscan una cierta idealización en los rostros de las imágenes sagradas, pero les dotan de alma, de bondad, dulzura, compasión, de un sufrimiento o de una bondad que los humaniza. De ahí que quien contempla las imágenes, fácilmente se siente interpelado, conmovido, movido a compasión, animado a la piedad y espoleado a la plegaria. Nadie se arrodilla delante del David o del Moisés de Miguel Ángel, por muy perfectos que sean, pero sí lo hace delante de un Ecce Homo, un  Yacente o una Piedad de Gregorio Fernández.

                San Juan escribió que el “Verbo se hizo se hizo Carne”. Esta exposición de arte nos enseña que “La madera se hizo Carne”. En la humildad de un tronco de árbol, el imaginero con su gubia ha creado un Dios humano, una Virgen María que sufre, unos santos que invitan a la imitación y “a zaga de su huella”. Frente a los materiales nobles, en mármol o bronce, de la escultura grecorromana o renacentista, se levanta humilde, humana, palpitante, la escultura en madera policromada.

                Hablaba al principio que estos dos imagineros llegaron a soluciones parecidas. Esto fue posible porque ambos pertenecieron a un ámbito religioso concreto, a una devoción  compartida,  y dependieron de unos mecenas que demandaron motivos semejantes. Ambos artistas fueron tocados por ese “plus de genialidad que se apodera del artista cuando se enfrenta a una obra sagrada”.

                Para entender todo esto no hay que olvidar un acontecimiento trascendental que había tenido lugar unas décadas antes: la celebración del Concilio de Trento, que tuvo como objetivo la definición de la doctrina Católica frente a la Reforma Protestante. En el campo del arte, el Concilio tridentino tuvo repercusiones transcendentales que se notaron sobre todo en los países católicos del sur de Europa. La Reforma Protestante había negado el papel importante de la Virgen María y la validez de los santos como intercesores ante Dios. Una masacre iconoclasta acabó con las imágenes en los templos reformados. La reacción de Trento y de toda la Europa católica fue justo la contraria: las imágenes eran válidas para acercarnos al misterio sagrado. Se redobló el valor de la Virgen y de los santos. Hubo un momento en que ya no había paredes para colocar tanto santo. Catedrales y  hasta la más pequeña parroquia rural se llenaron de imágenes de madera policromada. Los artistas no daban abasto, y cada ciudad o villa competía para contar con los imagineros más renombrados.

                Un fuego sagrado se apoderó al mismo tiempo de la religiosidad de las gentes del momento. No era suficiente con entrar en una iglesia para arrodillarse delante de un Crucificado o de una Dolorosa: había que sacar las imágenes fuera de los templos, para mover y conmover a quienes las contemplaran a su paso por calles y plazas. Cofradías, asociaciones y fieles parroquianos organizaban procesiones para honrar a patronos o celebrar las fechas más importantes del calendario católico. Un caso único fue el de las procesiones con motivo de la Semana Santa que movilizaban a miles de cofrades y penitentes por toda la ciudad. Hasta el momento actual los grandes grupos escultóricos que Gregorio Fernández creó para Valladolid siguen recorriendo las calles de la ciudad cada Jueves y Viernes Santos.

En la muestra que nos ocupa podemos admirar uno de los pasos más logrados, El Descendimiento de la Cruz. Al creyente, al transeúnte, se le invita a meterse de lleno en esta Pasión. Pasión en su doble sentido de sufrimiento y de amor. Y en este juego del bien y del mal, cada uno debe tomar partido: o bien unirse a los que acompañan a Cristo en su sufrimiento (María, Juan, la Magdalena, Nicodemo, Arimatea…) o bien identificarse con los Judas traidores o los sayones que sin piedad torturan a Jesús.

                La muestra está compuesta por unas setenta piezas. No sólo esculturas, también pinturas, documentos, pila bautismal o lauda sepulcral, etc. Obras llegadas de Valladolid, Sevilla, Jaén, Granada, Santiponce, Alcalá la Real, Medina de Pomar, Alfaro, Cádiz, León, Tudela de Duero, Astorga, Nava del Rey, Jerez de la Frontera, Arévalo,  Palencia, Córdoba, Badajoz. La exposición nos muestra algunas obras maestras que aparecen en cualquier manual de arte barroco. Difícil olvidar algunas de ellas: El Ecce Homo, el San Bruno, el Santo Domingo de Guzmán, las Inmaculadas, El Yacente, el San Jerónimo penitente, los San Josés, los Santos Juanes, el relieve de San Juan en Patmos, el San Cristóbal, los Crucificados, la Lactación de san Bernardo, La Piedad, los Orantes…

                La Fundación Edades del Hombre, que está bien experimentada en estas lides, ha sido la encargada de organizar y montar este encuentro de dos genios. Las naves austeras de la seo vallisoletana y algunas capillas nos van mostrando uno a uno los capítulos de este diálogo: desde los precursores al triunfo del naturalismo; desde la fidelidad a los ideales de Trento y la creación de modelos de María o de los santos, hasta el trabajo conjunto de escultores y policromadores, para terminar con la influencia que algunas imágenes de estos dos imagineros han tenido en sus seguidores.

                Por ello, al final de la visita se tiene la sensación de que no hemos asistido a un capítulo excepcional de arte hispano, sino a una hermosa liturgia del mensaje cristiano: la redención de la humanidad por Jesús, el papel de María en la historia de la salvación, las huellas dejadas por los hombres y mujeres que en cada siglo actualizaron el Evangelio (San José, San Juan el Bautista, San Juan evangelista, San Pedro y San Pablo, San Cristóbal, San Miguel, Bruno de la Cartuja, Teresa de Jesús, Domingo de Guzmán, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola… ). El mensaje cristiano se hace presente y actual, real y ‘natural’. Y  no sólo para los creyentes, sino para los amantes de la belleza y la historia que no quieren obviar ni olvidar este hecho cultural europeo.

                Este diálogo entre Gregorio Fernández y Martínez Montañés, dos humildes creyentes, dos maestros de la escultura en madera policromada, se ve de forma clara y hermosa en una capilla de la catedral vallisoletana, lo que demuestra una vez más que la belleza de lo sagrado es también ‘buena noticia’ e invitación a la compasión y a la bondad. En esta capilla, han colocado el Cristo Yacente de Medina de Pomar-Burgos (Gregorio Fernández) y las figuras orantes de Guzmán el Bueno y María Coronel, llegadas del Monasterio de Santiponce-Sevilla y que son obra de Martínez Montañés. Ante un Cristo muerto y piadosamente colocado en el sepulcro, ante el rostro humano de un Dios torturado hasta la muerte, solo cabe el recogimiento, la adoración y la plegaria de los creyentes. Esa es la actitud de los orantes Guzmán el Bueno y María Coronel. Y esa en la actitud de algunos visitantes que en esta capilla –verdadera capilla ardiente- inclinan la cabeza, acercan sus dedos a la carne dolorida de Cristo o hacen la señal de la cruz.






















Nota: El autor de las fotos (salvo la del Yacente) es José del Pozo




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Niño quemado, de Stig Dagerman

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