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lunes, 21 de abril de 2025

El árbol generoso

 


The giving tree es un cuentecillo de apenas dos páginas. Fue escrito por el prolífico autor norteamericano Shell Silverstein, para sus dos hijos, como una manera de entretenerles pero a la vez de provocar en ellos la reflexión. En español se conoce como El árbol generoso. El P. Leo Bigelli profesaba una admiración increíble por este cuento. Y en el internado de Aguilar de Campoo, el cuento servía en campamentos y cursillos como material para la reflexión. El cuento provocaba debate y discusión,  análisis de actitudes, promesas y compromisos de bondad y oraciones ingenuas y sinceras. En alguna ocasión se llegó a poner en escena esta pequeña obra maestra, que Silverstein publicó en 1964, con ilustraciones propias, y que fue traducido a más de treinta idiomas, y utilizado hasta el infinito como material pedagógico en los colegios.

 El cuento narra la relación entre un niño y un árbol. Él árbol se siente feliz cada vez que puede ayudar a su amigo en cada una de las etapas de su vida: al niño le regala sus ramas para columpiarse y sus hojas para tejer una corona; al joven, le ofrece sus frutos para que los pueda vender y ganarse un dinero; al casado le entrega sus ramas para construir una cabaña donde vivir; al adulto desencantado le da su tronco para hacer una canoa y recorrer el mundo; al anciano cansado le ofrece lo único que le queda: un tocón donde descansar como cualquier viejecito al sol. Y en todos los momentos, el árbol se siente feliz por poder ofrecer algo de lo suyo a su amigo, para hacerle la vida más fácil y llevadera, sin reprocharle ni exigirle nada a cambio.

Y cuando el cuento acababa de ser leído, llegaban en tromba las preguntas: “¿Somos felices cuando damos y facilitamos la vida a los demás? ¿La felicidad es dar, o mejor dicho, darse? ¿Nos acordamos del árbol únicamente cuando nos van mal las cosas y necesitamos algo? ¿Quién es este árbol feliz? ¿A quién podríamos compararlo? ¿Quién es el niño, el joven, el adulto y el anciano? ¿Con quién nos identificamos? ¿Qué significan el columpio, las manzanas, las ramas, el tronco, el tocón?  ¿Es el cuento la relación entre un egoistón y un generoso hasta el extremo? ¿Es una historia triste porque el niño se aleja continuamente del árbol? ¿O es una historia luminosa, porque al final quedan los dos, el niño-anciano y el árbol-tocón, enlazados para siempre?

         Alrededor del fuego de campamento o a la sombra de la chopera del Colegio San José, los niños y adolescentes meditábamos, reflexionábamos, orábamos y escribíamos compromisos para el día siguiente o para la vida entera. Los niños que en los años setenta del pasado siglo escuchábamos el cuento ya somos sesentones o casi  setentones, ¿Qué ha habido en nuestra vida de árbol generoso y qué de niño? ¿Para quién hemos sido árbol generoso? ¿Ante quién hemos sido eterno niño pedigüeño?

Lo que es cierto es que yo no me había vuelto a acordar de este cuento en muchos años. Pero el pasado Viernes Santo, en los oficios de la Pasión de mi parroquia, el P. Alberto Ruiz recordó en la homilía este cuento, poniendo en paralelo el árbol generoso del cuentecillo y el árbol de la cruz donde pende el Crucificado. Y en ese momento, como en el episodio de la magdalena de Marcel Proust, me acordé del cuento, de los campamentos y cursillos del Colegio San José, y del querido P. Leo Bigelli, que en todo ponía pasión, música y poesía.

         En 2011, en un viaje a Italia, visité a Leo Bigelli, mi antiguo educador. Por entonces trabajaba en Milán, en la Casa Gastone, una casa de acogida para personas sin techo. Compartí la cena con Leo y sus amigos, y noté al instante que todos ellos le querían como a un padre. ¿Pero cómo no iban a quererle si había salido por las calles de un Milán inhumano a buscarlos, los había llevado a su casa, les había devuelto la autoestima, les había llamado ‘amigos’, y preparaba cada noche el tupper de comida y el termo de café con leche para aquellos a los que había buscado un pequeño trabajo que les ocuparía parte del día y les devolvería la dignidad?

         Leo Bigelli nos hizo descubrir muy pronto El árbol generoso, pero también El Principito, un libro que luego me ha acompañado tanto. No sé hasta qué punto, teniendo en cuenta las cabezas atolondradas de adolescentes, este Árbol generoso haya sido semilla y brote y fruto en nuestra vida. Quiero creer que algo habrá quedado de aquel cuentecillo.







Te puede interesar también: 

Texto de El árbol generoso, de Shell Silverstein
https://www.sparkenthusiasm.com/teacher_treasures_el_arbol_generoso.pdf

Concesión del Panettone de Oro a Leo Bigelli
https://adanbreca.blogspot.com/2025/04/un-panettone-de-oro-para-leo-bigelli.html



viernes, 18 de abril de 2025

"Sed tengo", de Gregorio Fernández

 


Sed tengo es el primero de los grandes pasos que Gregorio Fernández realizó para la Semana Santa de Valladolid. Fue un encargo de la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, integrada por el gremio de los pasamaneros, por entonces muy activos en la ciudad. Gregorio Fernández, con la ayuda de su taller, lo llevó a cabo entre 1612 y 1616. Después de muchas vicisitudes históricas, el paso acabó integrado en las colecciones del Museo Nacional de Escultura, un museo que cada Viernes Santo abandona para participar en la Procesión General de la ciudad del Pisuerga, portado por la Cofradía de las Siete Palabras.

El paso está compuesto por el Cristo clavado en la cruz y cinco sayones: sayón de la escalera o del rótulo, sayón de la esponja de vinagre, soldado vestido con armadura y lanza en mano, sayón descalabrado que lanza el cubilete con los dados y sayón que mira al suelo para ver el resultado de los dados.

         “Tengo sed” fue la quinta de las siete palabras que cristo pronunció desde la cruz (las otras: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Mujer, ahí tienes a tu hijo. ¿Por qué me has abandonado. Todo está consumado. En tus manos encomiendo mi espíritu). Las ‘Palabras’ constituyen, por tanto, una especie de testamento o resumen de la vida de Jesús de Nazaret. Cada Viernes Santo, la cofradía titular de las Siete Palabras convoca a vallisoletanos y forasteros a acudir a la Plaza Mayor para escuchar a un orador sagrado el Sermón de las Siete Palabras. Este acto, con toda su solemnidad y teatralidad, conserva aún la atmósfera de los grandes autos sacramentales llevados a cabo en la Plaza Mayor con motivo de las fiestas religiosas o de los autos de fe que tuvieron lugar en este mismo escenario contra hombres y mujeres acusados de herejía.

         El paso Sed tengo tiene forma de pirámide, geometría de equilibrio y perfección constructiva. Tiene una altura muy considerable, pues encaramado a la escalera y por encima de la cabeza de Cristo, el escultor coloca un sayón. La teatralidad barroca es la seña de identidad de los pasos de Gregorio Fernández. El pueblo iletrado es capaz de leer estas imágenes y conmoverse hasta las lágrimas, darse golpes de pecho, arrancar improperios contra los sayones o arrodillarse conmovido. Desde todos los ángulos de la plaza o de la calle, los devotos podían comprender el desarrollo de la Pasión de Jesús. En el caso concreto que describo, el paso reúne varios momentos de la Pasión: el grito de Jesús que clavado en la cruz, las manos crispadas por la el dolor y la fiebre, grita: tengo sed. El momento en que un sayón acaba de fijar al madero el rótulo del motivo de la condenación, resumida en el INRI, Jesús, el Nazareno, el Rey de los Judíos. La escena en que echan a suerte la túnica de Jesús, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Y finalmente el instante en que un sayón, sirviéndose de una caña a modo de hisopo, acerca una esponja empapada en posca, vinagre con agua, muy utilizada por las legiones romanas,  a los labios de Jesús, mientras que otro sayón-soldado mira, curioso y burlón, al crucificado.

         El Cristo tallado por la magistral gubia de Gregorio Fernández es uno de los más hermosos que salió de sus manos: cuerpo esbelto y delgado, perfección anatómica, huellas de la flagelación en su espalda, marcas de las tres caídas en sus rodillas, rostro hermoso, manos crispadas que indican el momento en que el sufrimiento llega a su límite, expresión de mansedumbre y compasión, ojos entrecerrados, regueros de sangre en la espalda, brazos y piernas.

En cambio, Gregorio Fernández esculpió los sayones con todos los estragos del vicio, la brutalidad y la fealdad. Esto es algo también muy barroco, porque la idea de bondad-belleza y fealdad-maldad ha sido un artificio del que se han servidos muchos artistas. Los fieles debían comprender, al primer vistazo, quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Pero lo que verdaderamente reflejan los sayones, no es la vileza ni el crimen, sino la indiferencia ante el mal. Por costumbre, por supervivencia, por obediencia, por instinto a seguir el juego a los que administran justicia y deciden sobre la vida y la muerte de los demás. Los que echan a suerte sus ropas simplemente están ejerciendo su derecho a quedarse con las vestiduras de los condenados. Una especie de salario por su tarea ingrata de conducir a los reos hasta el lugar de la crucifixión. El sayón encaramado a la escalera simplemente obedecía órdenes de clavar el INRI en el madero. Era su oficio. Probablemente no conocía ni el latín ni el griego ni el hebreo, las tres lenguas en las que estaba escrito el cartel. El sayón que le da a beber la posca, le da a beber lo único que tiene a mano, una mezcla de agua y vinagre, y que podía calmar la sed abrasadora que atacaba a todos los crucificados, pero también provocar las náuseas y el vómito. Lo que sí es cierto, como nos dicen los evangelistas, es que todo el mundo, los sayones y soldados incluidos, se reía y hacía mofa de los crucificados. Los condenados eran, en su mayoría, pendencieros y bravucones, ladrones u homicidas, rebeldes contumaces que habían desobedecido las leyes con altanería y chulería, habían atropellado o habían desafiado la autoridad religiosa. Pero en el momento de la crucifixión eran guiñapos de carne destrozada, cuerpos desgarrados por la asfixia, atormentados por la sed o los huesos descoyuntados. Simples piltrafas. Y por ello los sayones podían burlarse de ellos, recordarles sus fechorías y, así, humillarles y vejarles delante de todos. Las masas, ya se saben, son cambiantes y mudables. Bastan cuatro consignas para que cambien de bando y de parecer. Por eso, en el fondo, el populacho acudía gustoso y festivo a estos espectáculos.

         Los sayones son el reflejo, no de nuestra maldad, sino de nuestra capacidad para mimetizarnos con los deseos de los gobernantes y con los eslóganes de la chusma en mayoría. No es la maldad, es la indiferencia la que prevalece. O la obediencia ciega a quien ordena y manda. Hanna Arendt lo resumió muy bien en su famosa expresión: “la banalidad del mal”. El mal puede ser llevado a cabo por personas corrientes y molientes que, en determinadas situaciones de embrutecimiento colectivo, aplauden, gritan, lanzan piedras o bombas. Lo mismo que, en determinadas circunstancias, fríos funcionarios o soldados ejecutan lo que se espera de ellos en esa hora precisa.

         El grito desgarrador de Jesús en la cruz “Tengo sed” será siempre el grito de los hombres y mujeres que sufren en cada momento. Tienen sed los migrantes que en cayucos arriban a nuestras costas, y que esperan desesperadamente que un voluntario acerque a sus labios una botella de agua. Tienen sed de pan, valga la contradicción, los niños desnutridos de tantos países del llamado Tercer Mundo. Tienen sed de paz los soldados que, sin comerlo ni beberlo, tienen que ir al frente a defender decisiones políticas tomadas en impolutos despachos. Tienen sed de compañía los ancianos aparcados que no reciben visitas, ni abrazos, ni un solo gesto de afecto. Tienen sed dignidad los trabajadores a los que un sistema injusto laboral condena a un trabajo de esclavos, incluso en nuestras ciudades opulentas. Tienen sed de respeto tantas mujeres maltratadas en sus propios hogares o víctimas de explotación sexual en burdeles de carretera. Tienen sed de cultura y oportunidades niños y jóvenes de todas las periferias, que desde pequeños se sentirán condenados a una cadena perpetua de subclase.

         “I thirst” estaba escrito por todas las partes en la casa de Madre Teresa de Calcuta, en el Congo. Este grito de Cristo en la cruz fue elegido por la misionera de origen albanés para dar sentido a su vida y trabajo en medio de los pobres más pobres. Tengo sed escrito en inglés lo leí nada más llegar al orfanato de las Misioneras de la Caridad en Kinshasa en 1998. Lo vi escrito en letras grandes en el comedor donde más de dos centenares de niños huérfanos devoraban su plato de fufú y su vaso de agua. Escrita ahí, en este comedor de niños abandonados, tenía todo su sentido y su valor.

         También la Madre Verónica, fundadora de Iesu Communio ha hecho de esta ‘quinta palabra” el centro de su vida. Ella lo escribe siempre en hebreo, la lengua de Jesús. Y suena así: Tsajenà. Y en su caso no se refiere a la sed material, sino a la sed de dignidad de tantos seres humanos. Precisamente ella, nacida María José Berzosa, al emitir sus votos religiosos, quiso llevar el nombre de Verónica, no por la mujer que limpió, según los evangelios apócrifos, el rostro de Jesús en la Calle de la Amargura, sino por la joven maltratada y explotada que conoció en Burdeos. Ella, Véronique, gritaba llorando “nadie me quiere, no tengo a nadie”, que es otra manera de gritar: “Tengo sed”.

         Cada Viernes Santo en la ciudad de Valladolid, el paso Sed Tengo, de Gregorio Fernández, no es solamente una simple evocación de una escena ocurrida en Jerusalén hace dos milenios, sino una fotografía exacta de nuestro mundo. Y tal vez de nuestro corazón.



















 


viernes, 21 de marzo de 2025

Pablo d’Ors: profeta del silencio

  

         Ethic es una revista de pensamiento que “analiza las tendencias y desafíos globales a través de una mirada humanista y liberal”. De vez en cuando la hojeo e imprimo algunos artículos que en varias ocasiones me han acompañado en mis viajes en tren o en bus. Hace unos días descubrí que el artículo publicado en Ethic más leído de 2024 había sido la entrevista que hizo Esther Peñas a Pablo d’Ors, escritor, sacerdote, fundador de Amigos del Desierto y, sobre todo, un profeta del silencio en estos tiempos de descomunal ruido. La entrevista lleva un significativo título: “El éxito es el reflejo de la soledad”.

¿Y de qué habla Pablo d’Ors en esta entrevista? Define la meditación como “la contemplación de nuestra interioridad, que presupone una mirada amorosa sobre nosotros mismos y sobre el mundo”.  Cree que somos víctimas de una accionismo perturbador: “Hemos hecho un mito del pensamiento y de la acción y somos víctimas del espejismo prometeico de creer que somos nosotros los que vamos a cambiar el mundo. Si dejásemos que las cosas siguieran su curso, descubriríamos que muchas veces su deriva es mucho mejor que cuando nosotros intervenimos”. Habla de sus autores preferidos: Stefan Zweig, Hesse, Kafka y de algunos libros sobre los que vuelve a menudo: Ejercicios de Contemplación (Jalics), Stoner (John Willian), El peregrino ruso… D’Ors coincide con San Agustín en que la libertad no es hacer lo que te da la gana, sino elegir el bien, porque esto te hace verdaderamente libre. Afirma que cuando alguien necesita, consciente o inconscientemente, la aprobación y el reconocimiento de los demás, es que se siente muy solo. En más de una ocasión ha dicho que en este siglo XXI falta una literatura de la luz: “La literatura, como decía  Kafka ha de ser un puñetazo en la cara, pero yo añado que también una caricia; la literatura ha de interpelarnos, provocarnos, cuestionarnos, pero también consolarnos, estimularnos y acompañarnos”.  “La buena literatura te ayuda a ser persona. El Quijote nos ayuda a comprender mejor la condición humana y a vivirla con más intensidad y dignidad”

Pablo d’Ors nació en Madrid en 1963 en el seno de una familia de humanistas e intelectuales, en la cual se respiraba una atmósfera de cultura germánica. A los 29 años fue ordenado sacerdote claretiano. Realizó estudios en Nueva York, Roma, Praga y Viena. Estuvo de misionero en Honduras, y de vuelta a España fue capellán universitario, donde tuvo más de un encontronazo con las autoridades eclesiásticas de la época. Entró en contacto con la enfermedad y el final de la vida, cuando empezó a trabajar como capellán en el hospital Ramón y Cajal. Allí conocería a la doctora África Sendino que le abrió su corazón en sus últimas semanas de vida. Fruto de estas conversaciones, surgió “Sendino se muere”.

Un buen día le regalaron un libro “Ejercicios de contemplación”, del jesuita húngaro Franz Jalics. La lectura de este libro le cambió la vida y le hizo comprender, ya sin dudas, su misión y su lugar en el mundo. Marchó a Baviera, Alemania, para conocer y escuchar a este contemplativo para quien el secreto de una vida espiritual consiste no en obrar, sino en ser. Durante 12 días, Pablo d’Ors se sintió escuchado y amado por este venerable anciano que había alcanzado la luz y la irradiaba.

En 2012 Pablo d’Ors publicó un libro breve titulado “Biografía del silencio”. Obtuvo un éxito clamoroso. Un ensayo sobre el silencio se convirtió en best-seller como si fuera una novela policiaca. En 2014, funda la asociación Amigos del Desierto, una red abierta de meditadores que muy pronto se extendió por muchas provincias españolas (creo que en este momento ya hay 60 grupos) y que ha sobrepasado las fronteras, y se encuentra ya en Italia, Portugal, Argentina, Chile, Colombia, Venezuela, Uruguay, México, Ecuador, Perú y Estados Unidos. El Papa Francisco nombró a Pablo d’Ors miembro del Consejo Pontificio de la Cultura.

Amigos del Desierto tiene un fundador: Pablo d’Ors, un padre: Charles de Foucauld (La biografía de Pablo sobre este hermano universal y morabito del desierto, titulada “El olvido de sí”, es para mí su mejor obra), un maestro: Franz Jalics, y una tradición: el hesicasmo (los hesicastas del siglo V buscaban la paz a través de la quietud y constituye algo así como la contrapartida cristiana del yoga). Y a este carisma de los Amigos del Desierto, hay que añadir el icono de la Trinidad del maestro ruso Rublev, ante cuya imagen se reúnen los meditadores en silencio y quietud absolutas.

Pablo d’Ors parte de que el mal de nuestra sociedad está en la dispersión de la atención y en el ruido, verdadero terrorismo que condiciona y empeora nuestras vidas. Se necesita por tanto la meditación, para volver al centro de uno mismo. La meditación sólo requiere silencio y quietud. Y no es reflexión, porque esta activa la inteligencia, mientras que la meditación activa la percepción que es escucha y sentimiento.

He escuchado a Pablo en conferencias y en presentaciones de libros. Y en un par de ocasiones he compartido mesa y sobremesa con él. Y creo que el éxito de sus libros y el éxito de Amigos del Desierto radica en su propuesta de una vida meditativa en la que el silencio, la quietud y la lentitud sean ingredientes necesarios para una existencia transformadora. El silencio da la espalda a la presión productiva, a la agitación interior, al no saber estar quietos y al necesitar continuamente hacer cosas, realizar experiencias y tener sensaciones estimulantes. Y precisamente en esta sociedad occidental en que nos movemos y en que todo se quiere consumir y vomitar inmediatamente para devorar de nuevo, su propuesta de silencio, su modelo de meditación, su búsqueda de la unicidad y su anhelo de mirada amorosa a la interioridad es una propuesta a contracorriente y, por ello, oportuna y necesaria.

Confieso que no soy nada objetivo al hablar de Pablo d’Ors al que descubrí hace algunos años y al que sigo con admiración, no sólo por su literatura, sino también por su personalidad luminosa. No me extraña, por lo tanto, que sus libros sean tan leídos, sus conferencias tan escuchadas y su red de meditadores crezca en tantas partes. La semilla de trigo necesita el silencio absoluto de la tierra en invierno para germinar en primavera y dar fruto. Probablemente, el alma humana necesita idéntico silencio para brotar y dar fruto.  


Un fundador: Pablo d'Ors

Un padre: Charles de Foucauld

Un maestro: Franz Jalics

Una tradición: hesicasmo

Un icono: La Trinidad, de Rublev


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https://adanbreca.blogspot.com/2022/02/franz-jalics-una-presencia-de-silencio.html

https://adanbreca.blogspot.com/2019/05/el-olvido-de-si-de-pablo-dors-es-la.html


Entrevista en Ethic a Pablo d'Ors

https://ethic.es/entrevistas/pablo-dors-el-exito-es-el-reflejo-de-la-soledad/





sábado, 15 de marzo de 2025

Semana Santa: flores y caridades

 


        En una entrevista reciente el obispo de Granada, Gil Tamayo, ha hablado sobre las hermandades de Semana Santa y sobre algunos cambios o modificaciones que deberían hacerse en su interior si quieren aún seguirse llamando hermandades cristianas. El obispo pide más sensibilidad social, más cercanía a los pobres, más vida interior. Las procesiones de Semana Santa no son desfiles cívicos o militares, cabalgatas o paradas competitivas para ver quién impresiona más con la forma de llevar el paso, las bandas musicales o las flores que adornan la imagen titular. Y una frase resume todo este tirón de orejas a las hermandades: “no se puede gastar más dinero en flores que en actos de caridad”. No voy a negar la belleza de las tallas procesionales ni esa puesta en escena que sobrecoge, pues la fe y la religiosidad también necesitan lo sensible y lo emocional. Pero se echan en falta a las hermandades y sus miles y miles de cofrades en las obras de caridad de cada ciudad, más allá del domingo de Resurrección,

domingo, 9 de marzo de 2025

¿La muerte de las catedrales?

 


En 1904 en el periódico Le Figaro apareció un largo artículo de Marcel Proust con el título La mort des cathédrales. Era su réplica a otro artículo de Aristide Briand, primer ministro francés de la época, en el que proponía que las catedrales de Francia fuesen secularizadas y convertidas en museos. Marcel Proust, uno de los escritores más influyentes de toda la literatura francesa, y nada sospechoso de clerical, escribió, entre otras cosas: “La vida de las catedrales, la más noble y sin duda la más original expresión del genio de Francia, depende del culto y de la liturgia que en ellas se desarrolla. Impedir el culto sería como convertir a Francia en una playa de la que el mar se ha retirado, dejándola sembrada de gigantescas conchas talladas, carentes de la vida que antes se guarecía en ellas”.

Y evidentemente Proust no está haciendo una defensa de los derechos eclesiásticos o de los propietarios de estos edificios singulares, sino simplemente un ejercicio a favor de la belleza suprema que representan las catedrales europeas, aún hoy el estandarte monumental de casi todas las ciudades de este Viejo Continente, en cuanto construcciones únicas que aúnan culto y cultura.

Estos monumentos siguen siendo los edificios más visitados de la mayoría de las ciudades. Basta con tomar un simple folleto turístico, tipo “10 cosas que no puedes perderte en tal ciudad”, la catedral siempre ocupa uno de los primeros puestos, casi siempre el primer lugar. Pero estos edificios, además de constituir el orgullo y el atractivo de cada urbe, son los espacios sagrados que acogen las grandes celebraciones litúrgicas, Navidad, Pascua, Corpus Christi, la Inmaculada o del patrón local, pero también sus muros han acogido ceremonias solemnes y acontecimientos históricos: coronaciones de reyes, entierros de cardenales, proclamaciones de dogmas, funerales de estado, acciones de gracia por el fin de una guerra o de una peste, consagraciones de obispos, bodas regias, así como acontecimientos civiles que han encontrado,en sus espaciosos recintos, cabida y solemnidad. Para Gabriel Marcel, autor de En busca del tiempo pedido, “una representación de Wagner en Beyreuth es un acontecimiento banal comparado con la celebración de una misa solemne en la catedral de Chartres”. 

En la retina y en la memoria todos tenemos el recuerdo reciente de alguna celebración religiosa, presencialmente vivida o vista por televisión, que nos impactó por la suprema belleza del espacio donde tenía lugar: la dedicación de la Sagrada Familia de Barcelona por Benedicto XVI o la reconsagración de Notre Dame de Paris, después del incendio y de su reconstrucción. Pero también una Misa de Nochebuena o una vigilia de Pascua en San Pedro de Roma. O la celebración de la Misa por el rito mozárabe en la catedral de Toledo que antecede a la procesión del Corpus. O la coronación del rey de Inglaterra en la Abadía de Westminster.

Tal vez el europeo medio cuando piensa en una catedral piensa en una catedral gótica.  Hubo unos siglos, los que van del XII al XV, en que miles de europeos, arquitectos, vidrieros, albañiles, canteros, acarreadores de agua, piedras, argamasa o maderas, orfebres, herreros, carpinteros, pintores, techadores, bordadores, escultores, escritores y músicos supieron dar vida a unos edificios que siglos después causan nuestro asombro, como la máxima expresión del genio europeo. Las catedrales y las grandes iglesias conservan la memoria de una Europa puesta en pie para elevar hasta el cielo, en suprema armonía y majestuosa arquitectura,  las piedras que hábiles canteros tallaron a mayor gloria de Dios. Miles de trabajadores se desplazaban de ciudad en ciudad cuando los obispos o los reyes anunciaban el inicio de una nueva catedral. Y hoy es sabido que también miles de mujeres participaron en la construcción de estas ‘sacras moles’

También hoy en día se corre el riesgo de secularizar las catedrales y convertirlas en esplendidos museos donde la arquitectura, la escultura, la pintura y la orfebrería deslumbran a las masas de turistas que pagan su entrada y se lanzan, móvil en mano, a fotografiar cada rincón. Y hoy el riesgo no está en un decreto gubernamental, como pretendía Aristide Briand a primeros del siglo XX, sino a otras causas, entre ellas: la necesidad de hacer caja para afrontar los numerosos gastos de estas fábricas catedralicias, y la servidumbre a las masas de turistas que pasan de una visita a una bodega a una catedral, de una cata de queso a un paseo en barco, de un palacio regio a un museo de aperos de labranza con la misma presencia de ánimo e idéntica trivialidad.

Pero tal vez hay otras causas aún más graves: la pérdida o grave disminución de la belleza litúrgica y del misterio del rito sacramental, sin relación alguna con las vidas y las almas de los que pasan por las catedrales. La vida litúrgica de las seos languidece de día en día en las catedrales.  Los tiempos no corren a favor de la solemnidad de las grandes celebraciones religiosas, que en los siglos pasados llenaban de admiración y consuelo a los humildes devotos. Los turistas prevalecen sobre los creyentes.  

Y en esta época de creciente vulgaridad y de prisas, de pérdida del sentido del valor de los  ritos y rituales pausados y sosegados, con un clero envejecido que ya no está para estas fiestas, o con un clero joven, más dado a la informalidad, a las prisas, a las dos guitarritas, a las palmadas y aplausos…, la celebración solemne de una misa o de cualquier acto litúrgico serán cada vez más raros en las catedrales, y más extraños a nuestro siglo. Este espíritu del tiempo que todo lo invade irá reduciendo las catedrales a monumentos espectaculares pero muertos, lugares de cultura pero sin culto, para gloria de las ciudades y pasatiempo de los turistas.





 





















jueves, 27 de febrero de 2025

La Trapa en seis pinceladas

     1.- El tren que pasó en 1890

     En el año 516, Benito de Nursia escribe unos preceptos para monjes que quisieran vivir en comunidad. Nace el Monacato Occidental. En 1098, con Roberto de Molesmes surge el Císter (Abadía de Citeaux), siendo Bernardo de Claraval su gran propulsor, como un deseo de volver a la primitiva observancia de la Regla benedictina. En 1664 en la Abadía de la Trappe (Francia) se inicia una reforma de la orden cisterciense que busca una observancia más estricta de la vida monástica. En octubre de 1890 el tren traqueteante de Valladolid a Burgos pasa delante de un edificio abandonado y en ruinas, un antiguo monasterio benedictino entre las poblaciones palentinas de Dueñas y Venta de Baños. En ese tren viaja el abad de Sainte Marie du Désert (Francia), Dom Candido Albalat, que busca un lugar para fundar una nueva comunidad monástica. Se levanta de su asiento y, mirando las piedras desmoronadas por la carcoma del tiempo, comenta: “He aquí lo que llenaría plenamente mis deseos”. Acaba de surgir la Trapa de San Isidro.  Las vías de ferrocarril ocupan el mismo lugar, aunque ahora por ellas circulen veloces trenes. Y el monasterio sigue en pie, una abadía donde algo más de veinte trapenses orant et laborant. Y donde algunos huéspedes venidos de sus quimeras, de sus vidas inquietas, turbulentas o grises, llegan para masticar, como hambrientos, un pan amasado con serenidad y silencio, oración y paz.

2.- Celda, mesa y libro


       Blaise Pascal escribió que todos los males del mundo proceden de la gente que no sabe estarse quieta en su habitación y en sus adentros. En la mochila yo había metido Las Confesiones de San Agustín. Pero en el momento de cerrar la puerta de casa y encaminarme a la estación, me acordé de que muchos años atrás, en 1993, Andrés García me había regalado las Obras Completas del Hermano Rafael. Cambié de libro de lectura. El volumen de 857 páginas está básicamente formado por las cientos de cartas que escribió a familiares, hermanos trapenses, amigos. Pero el grueso lo constituyen las cartas enviadas por Rafael a su tía María, duquesa de Maqueda. Hubo un momento en que ambos decidieron mantener una relación epistolar sobre Dios y sus almas, a condición de que las cartas fuesen destruidas. Pero tía María no cumplió su palabra. Para ella, las casas, los cuadros, los muebles, las joyas, las ropas y el ducado entero… nada valían en comparación con esas cartas llenas de luz y de sabiduría que recibía regularmente de su sobrino. En la acogedora celda 17, un hombre lee y subraya lo que otro hombre ha escrito varias décadas antes. Porque Rafael no sólo fue un monje humilde y sufrido, también un escritor, un pintor, un artista. Amaba la vida, la alegría, la risa; amaba los encuentros, los cafés de Madrid, las  bromas, los cantos del coro, las espigas doradas, un buen cigarrillo y ponerse al volante de un coche. Y tal vez porque amaba tanto todo, pudo amar sin medida, como un loco enfermo y delirante, cuerdo y sensato, a Dios. Solo Dios’ fue su lema, su herencia, su escritura. La razón de su vida y la causa de su santidad.

 3.- El hermano Rafael


         Rafael Arnáiz Barón nació en 1911 en Burgos. En 1934, interrumpe su carrera de arquitectura en Madrid para ingresar como monje en la Trapa. Apenas cuatro meses después, debe abandonar el monasterio por causa de una diabetes sacarina aguda. Volverá dos años después a la Trapa y tendrá que abandonarla de nuevo porque la enfermedad no le da tregua ni respiro. Poco tiempo después, regresa definitivamente al monasterio para morir cuatro meses más tarde, el 26 de abril de 1938. Tenía apenas 27 años. Pasó muy poco tiempo en el monasterio como monje trapense. Y casi todo ese tiempo vivió en la enfermería, en medio de una sed espantosa y no pocos sufrimientos. Algunos le consideraron una carga para la abadía. Otros, le tenían por un monje bueno y paciente, sonriente y sufriente. Su director espiritual estaba convencido de que estaba tratando a un joven excepcional. Pero fueron sus cartas y sus escritos los que descubrieron, tras su muerte, al místico y al santo. En poco tiempo como monje había hecho unos progresos espirituales que a otros les lleva una vida entera. El Hno. Rafael: enfermo de diabetes, enfermo de trapense, enfermo de Dios. Su vida demostró que se puede vivir en la perfecta alegría y la perfecta paz, a pesar de los impedimentos y el dolor de la enfermedad, cuando Dios, solo Dios, llena el corazón y el alma. Mientras se recuperaba en su casa familiar de Oviedo escribe: “No pienso en otra cosa que en volver al monasterio: el coro, el silencio, la paz del cementerio tan alegre, mis hermanos, mi hábito, mi celda, mi sagrario de la Trapa… Todo eso que conquisté con sacrificios y lágrimas se derrumba con una cosa tan insignificante como un poco de azúcar en la sangre… Yo era demasiado feliz en la Trapa”

  4.- El rezo de completas


                 Los monjes con la cogulla sobre sus cabezas entran en la nave oscura. Son las ocho y media de la tarde y el día llega a su fin. El día empieza con el canto de maitines, a las cuatro de la madrugada. Luego vendrán los laudes, las horas de tercia, sexta y nona, el canto de las vísperas y finalmente el rezo de la Completas. No hay progreso humano, no hay crecimiento personal o colectivo sin examen de conciencia. Reconocer los errores, asumir los fallos, reprogramar el corazón, pedir perdón. Por ello el monje, antes de abandonarse al sueño, revisa y evalúa la jornada. Creo que fue Stefan Zweig quien dijo que, si al final del día, no asumimos una pequeña sombra de error en nuestra jornada y una pequeña luz ofrecida al hermano, no merecíamos pasar al día siguiente. Y por ello, cuando un corazón pide perdón y es perdonado, puede entregarse al sueño y al descanso que siempre alcanza a los que tienen el corazón en paz. Nunc dimittis, dijo el anciano Simeón cuando el Niño fue presentado en el Templo de Jerusalén. Y Nunc dimittis reza también el monje. Luego toda la iglesia trapense se queda a oscuras, mientras un haz de luz ilumina la imagen en madera policromada de la Asunción de María. Los trapenses entonan la Salve Regina, la oración de los que pasan por un valle de lágrimas suplicando un poco de dulzura y esperanza. Cuando la Salve termina, un monje toca la campana con energía calculada que le hace levitar, agarrado a la soga, medio metro del suelo. La campana suena dentro y fuera de la iglesia. Y de esta manera, las gentes de alrededor saben que la jornada acaba para los trapenses. Y la campana toca también por ellos, les llama también a ellos a una vida de Solo Dios.

 5.- Una ventana y una carretera.

No hay lugar tan apartado o solitario del mundo donde no llegue el olor del mundo, su música y su ruido. Pegadas al monasterio están las vías del tren, y unos metros más allá, la autovía Valladolid-Burgos. Y más allá la fábrica de chocolates, donde proveedores cargan y descargan, y algunos turistas detienen sus coches para tomar un chocolate. De día, miro por la ventana a la explanada que hay delante del monasterio: la furgoneta del panadero deja el pan; el repartidor de la editorial descarga una caja de libros; paseantes y corredores vienen haciendo ejercicio desde Venta de Baños o Dueñas. Devotos se encaminan a la capilla del hermano Rafael para arrodillarse o encender una vela. Varias personas se unen a la oración y al canto de los monjes desde el fondo de la iglesia. Y de noche, apostado junto a la ventana, el intenso tráfico de coches y camiones de la carretera tiene algo de fascinante. Es suficiente imaginar las vidas de los conductores: Las mercancías más variadas van camino de los mercados o de las fábricas. Cada pasajero lleva consigo sus preocupaciones y alegrías, su tranquilidad o su miedo, su mente abotargada por el cansancio o el sueño. Alguien se dirigirá al hospital donde un ser querido acaba de ser ingresado. A muchos camioneros les esperan horas y horas de conducción, mientras un rosario se balancea en el parabrisas y las fotos de sus hijos en el salpicadero le aconsejan prudencia. Alguno escapará de su vida y se acercará, perfumado de colonia, al club cercano, en busca de un placer espurio, o quizás de una ternura desconocida. Alguien contará los kilómetros para el área de servicio donde se aseará, comerá un bocadillo de tortilla y cruzará dos frases con el camarero. Alguno conduce veloz al encuentro de unos días de descanso en una ciudad lejana de Europa. Para alguno, Dios no lo quiera, no habrá viaje de regreso, y su vida acabará en un chirrido de frenos y un amasijo de hierros. Coches camiones, autocares con sus conductores y pasajeros. Todos ellos atados a su cadena de rutinas, de pesado trabajo, de pequeñas ilusiones y sueños.

6.- Las manzanas de la Trapa

            

            El huésped pasea por los caminos que transcurren en medio de las tierras pardas de labranza, entre el monasterio y el río Carrión. Senderos que pasan al lado de los establos, donde decenas de vacas miran, con ojos blandos y bobos, la vida pasar. La senda zigzaguea entre viejas casas que un día ocuparon los campesinos asalariados, tierras cerealistas e hileras de frutales de ramas secas que esperan la resurrección de la primavera. Y es ahí donde descubro que un árbol conserva aún las manzanas, como un desafío al tiempo invernal, como una promesa, ¿de qué? ¿Habrán dado estas manzanas un poco de alegría al vaquero, al campesino, al monje, al huésped que, al pasar cerca, las descubrieron y se dejaron seducir por ese fulgor de oro en las ramas secas? Era la mañana del último día de enero. Un cielo límpido y azul y unos pequeños charcos aquí y allá recubiertos de una placa de hielo. Las manzanas de la Trapa. ¿Serán manzanas doradas del Jardín de las Hespérides que proporcionan la inmortalidad? ¿Serán manzanas del Árbol del Bien y del Mal en edén que sedujeron y dieron  dolores de cabeza a Adán y Eva? ¡Manzanas en un árbol seco! ¿Cómo no pensar en la frágil fe del alma que resiste a los cierzos y a las heladas, al viento y a los cristales de la nieve, y permanece ahí en la rama seca del corazón? Ciertamente es un desafío a la implacable ley de la gravedad en la naturaleza. Todo cae, pero algo, misteriosamente y sin ninguna razón aparente, no cae, sino que permanece ahí como una pequeña candela en la noche oscura: el sabor de un beso, tras una temporada en la cárcel. La fuerza de un abrazo, al regresar de la guerra. Un arcoíris inesperado después de la tormenta. Siempre recuerdo la respuesta de José Jiménez Lozano cuando le preguntaron si era creyente: "Yo no creo en nada, sé. Es decir, tengo certeza, aunque esa certeza no sea mía. Mía sólo es la confiaza, la fides".

















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