miércoles, 30 de marzo de 2016

Refugiados



    Habíamos oído hablar de la guerra de Siria, habíamos oído hablar de los yihadistas del autoproclamado estado islámico, como se dice en los media, habíamos oído hablar de la destrucción de obras de arte milenarias, las ruinas arqueológicas de Palmira, principalmente, y también de los miles de sirios que abandonaban Siria y eran acogidos, a veces en condiciones muy precarias, en campos de refugiados, por ejemplo en Jordania. Pero todo ello nos quedaba lejos, eran voces que aquí se oían como en sotto voce, y esa lejanía nos dejaba indiferentes y tranquilos. Fue el pasado verano de 2015 cuando los que huían de la guerra emprendieron su éxodo de kilómetros y kilómetros hasta llegar a las puertas de Europa. Fue entonces cuando todos nos pusimos nerviosos, y empezamos a bascular entre una compasión que proclama que “entren todos, pobrecitos”, y una terror que pide que “no entre ninguno más”. Luego vendría la escalofriante imagen de aquel niño, Aylan Kurdi, de tres años muerto en la playa de nuestros veraneos. Y esto nos sacudió las conciencias, que es una frase hecha. Es verdad que muy pronto las barreras se abrieron y miles, puede que un millón de refugiados, entraron en la vieja Europa con el único objetivo de alcanzar la Alemania de sus sueños. Se habló de cuotas y de reparto por países; se alcanzaron algunos acuerdos de distribución, pero los refugiados sólo querían alcanzar Alemania, mientras el resto de los europeos respirábamos tranquilos. “Hala, que se vayan con la Merkel”. La canciller alemana pasó de ser el ‘coco’ de Europa a ser el ángel de los refugiados. Así es el mundo y así mudan los pareceres.
 
    Pero luego vinieron atentados yihadistas en París y en Bélgica y el miedo volvió a apoderarse de los europeos. La ultraderecha se frotó las manos, y subió como la espuma en la intención de voto. Y la izquierda hizo demagogia barata y buenista, como ese cartel del Ayuntamiento de Madrid que en pancarta cutre decía 'Welcome refuggees', y que yo sepa no ha acogido a un solo refugiado ni ha dado un solo duro para la causa. Para despropósito ese pacto entre la unión Europea y Turquia, para que éste haga el trabajo sucio de expulsar a los refugiados (con los consabidos métodos turcos) a cambio de un puñado de euros y una promesa de entrar como país miembro del Edén de Europa dentro de una década.
    Pero los refugiados siguen en el paso de Idomeni, en medio del frío invierno, en medio del barro, en improvisados campamentos, esperando el cruce de una frontera que les lleve a una esperanza. Los refugiados han dejado atrás su país que no es sino un montón de escombros. Con la fuerza de la desesperación cruzan un río de frías aguas en busca de una orilla y de una tierra más humanas.

miércoles, 16 de marzo de 2016

El Reino, de Enmanuel Carrère.




    Las primeras cien páginas de este libro están dedicadas a narrar la conversión del autor y su posterior salida de la Iglesia, en el trienio 1990-1993.
    Procedente de una familia indiferente a la fe, Enmanuel Carrère trabó amistad con Jacqueline, de la que siempre se consideró su ahijado. Ésta le puso en contacto con Hervé. Ambos se encontraron y amistaron al primer momento. Juntos decidieron pasar unos días en el pueblo suizo de Le Levron. Terminaron por acudir a la misa que un venerable y enfermo sacerdote de rito oriental, el P. Xavier, celebraba en su propia casa, concretamente en un henil rehabilitado, que utilizaba en vacaciones, ya que ejercía su ministerio en El Cairo. Una buena mañana escuchó el evangelio en donde se dice: “En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras”.
Carrère se adhirió de nuevo a la fe católica. Curiosamente, el P. Xavier era ayudado por un monaguillo con síndrome de down, de nombre Pascal.     Con la fe y la pasión del converso, Enmanuel acudía a misa todos los días, comulgaba, se casó por la Iglesia, en la humilde parroquia del P. Xavier en El Cairo, y bautizó a sus dos hijos. Y durante esos años, se dedicó a escribir sus meditaciones sobre el evangelio de Juan en casi dos docenas de cuadernos, que fueron abandonados en un armario oscuro cuando volvió a su increencia. Lo que más le asombró a Carrere, lo que le pareció horrible, es que, una vez abandonada la fe, su vida no fuera a peor.
En la última línea del último cuaderno, Carrere anota con un aire de solemnidad o quizás de sobrecogedora humildad publicana: “Te abandono, Señor; Tú no me abandones”.
Carrère advierte al lector que ya no cree. Y mucho menos en la resurrección de Cristo, eje central de la doctrina católica. Pero que le fascina, perturba, trastorna que haya gente que aún cree – que él mismo lo hiciera durante tres años- y es esta fascinación la que le ha empujado a tratar de entender qué es lo que pasó en la primera centuria del cristianismo, cómo esta ‘secta’ judía pudo hacerse un sitio en medio de docenas de sectas judías. Y cómo pudo, finalmente, derrotar a la civilización romana. Carrère habla de la formación de los evangelios, con especial atención a Marcos y a Lucas, de los Hechos de los Apóstoles. La figura de Pablo ocupa una buena parte del libro, él puso las bases del cristianismo y la hizo universal, y no solamente centrada en el pueblo judío. Lucas, autor del evangelio homónimo y de los Hechos, discípulo de Pablo, es el punto de unión entre las comunidades de Asia y las comunidades de Jerusalén. En los primeros años del cristianismo está también la Guerra de los Judíos y la destrucción de Jerusalén, con lo que supuso la diáspora de muchos judeo-cristianos, y también la historia de Roma con emperadores como Vespasiano y sus hijos, Tito y Domiciano.


    El libro tiene sus bajones. Y algo muy característico de la obra de Carrere son sus numerosos apuntes biográficos, desde su conversión hasta su casita en la isla de Patmos. Pero es un libro que enriquece, que seduce, que fascina, que enseña. Al final de la obra, sentimos ganas de saber más de esta epopeya que a los ojos humanos resulta verdaderamente increíble, verdaderamente milagrosa.
El epílogo del libro, muy breve, se centra en el evangelio de Juan, filosófico, helenista. Juan, él solo, cuenta un episodio de la vida de Jesús, el lavatorio de los pies. Para Carrère este gesto es tan importante como la Eucaristía. Y quizás sea este gesto el ambiente, la temperatura, la atmósfera propia del Reino que Jesús no anuncia para el final de los tiempos, sino para instaurar aquí, ahora y ya. De hecho los cristianos son los únicos que viven, a la vez, en un reino determinado, geográfico e histórico y en el Reino. Pertenecen a este mundo, pero son ciudadanos de Otro.
El libro de Carrère se cierra con un episodio que él mismo vive. Participa en un retiro impartido por Jean Vanier, el fundador de las comunidades del Arca. El retiro empieza con una división en pequeños grupos y con la repetición del lavatorio de los pies entre ellos. En este lavatorio participan gentes de muy diversa procedencia y estatus social, pero también los acogidos, personas con discapacidad, de la comunidad del Arca. El lavatorio de los pies: un gesto de esclavo, de criado, que ejecuta el Señor, y desde entonces todos los que quieran vivir el espíritu del Reino. El lavatorio concede una autoridad que no viene desde arriba, sino desde abajo: “es hermoso que unas personas se reúnan para esto, para acercase todo lo posible a lo que hay de más pobre y vulnerable en el mundo y en nosotros mismos. Me digo que el cristianismo es esto”.

Paris-Austerlitz, de Rafael Chirbes


Paris-Austerlitz es la estación de ferrocarril a donde llegan y de donde salen los trenes que van a España. Pero es también, como todas las estaciones, al menos en las décadas anteriores, un lugar de ligue fácil para los gays.
La muerte de Rafael Chirbes hizo que se creara una gran expectación en torno a una novela inédita que había dado por concluida tres meses antes de su fallecimiento. Lo primero que tengo que decir es que hubiera deseado que esta novela tuviera otras 200 páginas más. Me he quedado con ganas de saber muchas más historias, no solo de Michel, sino también del propio narrador de la historia, de Ahmed, de Antonio, Jeanine, o las familias de los dos amantes o ex amantes. Es un libro que resulta excesivamente corto. Pero es un buen libro, eso sí.
El narrador, desafiando a su padre y su entorno burgués, llegó a París con una mano delante y otra detrás, y unos lienzos en la maleta con la idea de hacerse un hueco en el París de los pintores. En una restaurante conoció a Michel, veintipico años mayor que él, un trabajador manual, un habitante de un sórdido apartamento, que se convirtió en su amante durante casi un año. Michel ofreció su pobre casa, su cuerpo ancho de trabajador, su ilusión y su alma al joven y bello español, el más elegante clochard de Paris. El alcohol, el tabaco, el sexo y sus variantes llenaron los primeros meses de una vida en común que se piensa, insensatamente, eterna. Pero el narrador pronto se dio cuenta de que su mundo no era el mundo de Michel. La visita de la madre del narrador a París le confirma esta diferencia. Una visita de compras y alta cultura. Y el narrador ni se atreve a presentar a su amante, un obrero desharrapado e inculto y mayor, a su exquisita mamá. El amor es una trampa en la que caemos pensando que no caemos. El amor es un desesperado intento de no sentirnos solos, de proteger y de dominar, de ser útiles y utilizados. Pero la carcoma siempre viene a habitar la madera de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Es así. Parece una ley inexorable, nos dice Chirbes. El narrador recuerda esta historia de amor y de desamor entre dos hombres que no tienen nada en común, salvo un deseo de carne deseante, de cuerpos que intentan devorarse, comerse, en un acto de canibalismo o de eucaristía.
Pero llega un momento en que al narrador le sobra Michel, y en cambio éste sigue necesitando al joven para seguir existiendo.
Ahora, cuando visita a su ex amante en el hospital donde yace postrado y deshecho por culpa de la plaga,  los recuerdos afloran en el joven madrileño que desea volver a sus rentas familiares, a su hogar, cínico pero seguro, y a sus intentos de ser pintor, lejos del París tenebroso y alcoholizado que respiraba en la banlieu. Afloran las historias contadas por Michel sobre su propia familia de pasado trágico, una familia de la que sólo heredara la afición al alcohol, y un anhelo de protección angustioso y desesperado.
La plaga consume poco a poco ese cuerpo que el narrador tanto había deseado y quizás amado. Pero la carcoma del desamor hace su tarea. Y los pasillos asépticos del hospital de Ruán, donde acaban los terminales de la plaga, son testigos mudos del desgarrador grito de Michel: “No me dejes aquí solo”, mientras el joven narrador se encamina a la estación de Paris-Austerlitz que le llevará hasta Madrid.

lunes, 7 de marzo de 2016

Fedra, de Jean Racine



    La última vez que viajé a París, en la iglesia de Saint Étienne, descubrí sendas placas en honor de Blaise Pascal y de Jean Racine, cuyos restos fueron trasladados a esta iglesia, muy cerca de La Sorbonne, cuando el monasterio de Port Royal des Champs fue destruido sin contemplaciones ante una comunidad femenina que, acusada de jansenismo, no quiso doblegarse ante el poder absoluto del rey de Francia.
Jean Racine, huérfano, se educó entre los ‘solitarios’ de Port Royal. Y sin duda sus buenos maestros de latín y de griego le inculcaron el amor a los clásicos grecorromanos. Y quizás por ello, Jean Racine supo elaborar tan magistralmente su Fedra, que acabo de leer este fin de semana.
Al final de su vida, Jean Racine, después de tanta gloria y algo de disipación mundana, pensaba con nostalgia en las mañanas puras de Port Royal y en el rigor luminoso de este monasterio parisino. Y quizás por ello en su testamento pidió a la Abadesa que permitiera su inhumación en el cementerio de la Abadía, a los pies del que había sido maestro suyo, M. Hamon y que le había animado a escribir siendo aún muy joven:

"Deseo que después de mi muerte, mi cuerpo sea llevado a Port-Royal des Champs, y que sea inhumado en el cementerio, a los pies de la tumba de M. Hamon. Suplico a la Madre Abadesa y a las religiosas de concederme este honor, aunque me reconozca indigno de él, ya sea por los escándalos de mi vida, ya sea por el por mal uso que he hecho de la excelente educación que recibí en otro tiempo en esta casa, y de los grandes ejemplos de piedad y penitencia que he visto y de los cuales yo no he sido sino un estéril admirador. Pero precisamente por haber ofendido mucho a Dios, me siento más necesitado de las oraciones de una tan santa comunidad para atraer la misericordia de Dios sobre mí. Suplico asimismo a la madre abadesa y a las religiosas que acepten de buen grado una suma de ochocientas libras".

Fedra, de Jean Racine




 ¿Es un juguete Fedra en mano de los dioses, de la fatalidad y de su confidente y nodriza Eunone? ¿Es Fedra la mujer voluptuosa que arde en una pasión concupiscente y que culpa a otros de los desórdenes de su corazón?
Cuando al palacio de Trecena llega la noticia de que el rey Teseo ha muerto en una lejana campaña militar, Fedra, su esposa, se siente autorizada a confiar a su nodriza Eunone que su corazón arde de pasión por su hijastro Hipólito. Es justo el momento en que Hipólito está a punto de abandonar Trecena para huir del amor que experimenta por Aricia, cuya familia ha sido siempre enemiga de Teseo. Hipólito es un ser puro, cuyo corazón rebosa nobleza. Un ser estricto moralmente que se siente abochornado cuando su madrastra le confía en un momento de debilidad la pasión que la consume.

Pero Teseo, al que creían muerto, vuelve a Palacio y entonces Fedra, que ya se sentía culpable de su pasión incestuosa, se siente acabada y el remordimiento le lleva a pensar en el suicidio como la única salida posible. Pero de nuevo la intrigante Eunone la tranquiliza y le dice que ella se encargará de todo. Y en este encargo está el deslizar en los oídos de Teseo que Hipólito ha intentado seducir a su mujer en su ausencia. Teseo lleno de ira decreta el exilio a su propio hijo. Éste le confiesa que únicamente siente amor por Aricia, pero no le desvela la mentira tejida por Fedra, por no faltar el respeto a su propio padre. El amor del puro Hipólito por Aricia no hace sino aumentar los celos de Fedra, que es ya un volcán de pasiones, un laberinto de sentimientos encontrados. Mientras tanto, Teseo suplica a Neptuno que castigue al hijo incestuoso y desalmado. Fedra, por su parte, acusa a Eunone de haberla llevado a ese estado de calamidad y, sobre todo, de haber injuriado al joven Hipólito, y está dispuesta a confesar la verdad, pero los acontecimientos se precipitan. La culpa se apodera de la inquietante Eunone y se arroja al mar, mientras Teseo empieza a sospechar que las cosas quizás no hayan sido como se las hayan contado. Para colmo de males, Teseo viene a conocer la muerte de Hipólito arrastrado por sus caballos enloquecidos ante la aparición de un monstruo marino. Teseo que había implorado la ayuda de Neptuno se siente desmoronado, porque el dios de las aguas desgraciadamente ha escuchado su súplica. Fedra acaba de ingerir un veneno, pero antes tiene tiempo de declarar la verdad a Teseo. A éste sólo le queda aceptar a título de hija a Aricia, el amor de su desventurado Hipólito.

    Todas las tensiones y las pulsiones emocionales están en los personajes de esta obra de teatro de Racine. Todos nos reconocemos en alguno o en varios de los personajes: la culpa, la pasión amorosa, la pureza, la insidia, la mentira, la venganza, la súplica, la rabia… En la vida nos toca, desgraciadamente, ir pasando de un personaje a otro. Pero así es la vida; y si todo esto nos pasa es porque estamos vivos. Los dioses caprichosos juegan con nuestro destino, con nuestras vidas, como directores de marionetas. ¿Siempre la fatalidad, siempre los hados, siempre el destino, siempre los dioses ciegos? El cristianismo, gracias a Dios, nos liberó de esta fatalidad y nos hizo dueños absolutos, pero también responsables de nuestros pensamientos, obras y acciones.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Los realistas de Madrid, en el Thyssen



    Llegué con J. a eso de las 11 de la mañana al Thyssen y a duras penas conseguimos una entrada para las 5 de la tarde. Las colas eran interminables, y lo comprobaríamos durante todo el paseo por la muestra. El realismo fue vilipendiado por los críticos de arte, pero admirado por los visitantes habituales de los museos. Pero sí, ser un pintor realista en momentos del totalitarismo del imperio abstracto, era casi una condena a muerte civil.
    El Thyssen ha programado una muestra sobre un grupo de pintores y pintoras que hicieron amistad en el Madrid de los 60 (algunos están casados entre ellos), y que tenían como libro de cabecera El Jarama, de Sánchez Ferlosio. Todos ellos se caracterizaron por una pintura realista o figurativa, y por una mirada a las cosas más humildes, a su entorno más cercano y doméstico: bodegones, aseos, aparadores, ventanas, edificios y calles de Madrid, familiares y amigos más cercanos.
    Conocía la obra de los varones del grupo (Antonio, Julio y Francisco López), pero no la de las mujeres (Isabel Quintanilla, María Moreno y Amalia Avia). Me ha encantado: series de bodegones, ventanales, esculturas y pinturas de familiares, calles y tiendas de Madrid.
 
    Mi mirada se detiene en el Lavabo, de Antonio López, que está en Boston. Uno podría quedarse media hora delante del cuadro y seguiría viendo aparecer detalles y más detalles. Lo que a primera vista es una superficie blanca, va dejando lugar al lavabo y sus grifos, el espejo, los azulejos, el suelo, la balda de cristal y sobre ella los utensilios del aseo cotidiano de un hombre y de una mujer, tan de uso cotidiano como el cepillo, el pintauñas, el frasco de colonia, la brocha y la espuma de afeitar, la cuchilla y su envoltorio de papel, los cepillos de dientes, hasta el colutorio para la piorrea. Todos objetos que los que tenemos una cierta edad reconocemos en sus formas. En la parte superior, en el centro, podemos apreciar un detalle de la bombilla, y en el suelo, un trapo. Pero también descubrimos la suciedad, la mugre, las manchas, los churretes, los raspones, las pequeñas humedades, la porquería… Lo que parecía una superficie blanca no es sino una suma de blancos sucios y manchones.
    Es un baño en cierto modo inquietante por la mugre que acumula. ¿Se encontraron así el baño Antonio y María cuando alquilaron su estudio? ¿Pusieron sobre la balda sus útiles de aseo sin importarles la suciedad? ¿Fotografiaron a posta este baño lleno de porquería y luego superpusieron sus objetos personales de aseo? ¿Se asomaban cada mañana a ese espejo, sonnolientos o eufóricos? ¿Antonio colocaba cada día su lienzo frente al lavabo o lo fotografió y luego trabajó sobre las fotografías? Este lavabo se ha convertido en el icono de Antonio López, pero también sobre la poesía que puede habitar las cosas más modestas y humildes, como una brocha y una cuchilla de afeitar.

Georges de la Tour en el Prado




    Fue el pintor francés que más me impresionó cuando entré por primera vez en el Louvre, en el otoño de 1988. Ahora, el Museo del Prado ha conseguido reunir 31 telas de las 40 que le son atribuidas. Y ciertamente, la cita madrileña ha sido un festín. ¡Georges de la Tour es tan diferente y tan potente!
    Sus pinturas ‘diurnas’ nos hablan de una época y de una región, Lorena, en la primera mitad del siglo XVII. La hambrunas, la Guerra de los 30 años, la carestía, la peste, las triquiñuelas para engañar al otro, todo está en los cuadros de esta época de músicos harapientos y ciegos, de mujeres desalmadas, de vanidosos a los que roban, de pícaros y de hambrientos.
    Pero son los ‘nocturnos’ de La Tour, los que verdaderamente me conmueven. Qué silencio que hay en estos cuadros. Baste pensar en San José y en niño, El recién nacido, La aparición del ángel, María Magdalena, la Adoración de los pastores, La mujer de Job. Uno tiene miedo a moverse, a susurrar un nombre, a abrir la boca, por miedo a romper este silencio magnífico, esta meditación profunda, esta quietud inquietante. Miedo a abrir una puerta por temor a que la vela se apague, y que empiece una gran noche sin principio ni fin. Todo es parquedad, austeridad, economía de recursos en estas pinturas. Apenas hay color, no existen los fondos. Sólo unos cuerpos rotundos que se dejan ver por un instante, cuando una vela se enciende ante ellos. Job seguirá sumido en su dolor y en su desmoronamiento, cuando su mujer salga de esa estancia. Y a María Magdalena volverá a conocer la culpa y el dolor cuando el aceite de la lamparilla se haya consumido. Y José volvería a la bruticie de un trabajo rudo y deshumanizado si el niño ahogase con su manita la vela.  Y la pulga escapará de las manos de la mujer, si una corriente de airecillo apaga la vela sobre la mesa. Y los pastores se quedarían a dos velas, si el relente de la noche matase la llama. Pascal Quignard decía que George de la Tour enfrentaba a cada uno de sus personajes con una vela. Pero no, sabemos que después de más de tres siglos las velas siguen encendidas y lo seguirán eternamente, mientras un hombre sea capaz de admirar y gozar estos nocturnos.
No sabría decir cuál de estos nocturnos me ha gustado más. El recién nacido me había fascinado mucho antes de llegar al Prado, cuando lo había visto en algunas reproducciones, o en una postal, o en la portada de un libro de Delibes. Cualquier niño es Jesús y cualquier madre es María. Y esta es la sensación que uno tiene delante de este cuadro. Un recién nacido de cara sonrosada y naricilla juguetona, en mantillas y fajado, yace sobre el regazo de su madre, que lo mira con seriedad, con veneración y adoración. A su lado, otra mujer, probablemente santa Ana, sostiene una vela que una de sus manos tapa casi en su totalidad. Es una escena íntima, una escena silenciosa, una escena religiosa. El nacimiento de un niño siempre hace temblar al mundo de las guerras y las injusticias, porque su debilidad y su inocencia son la arena para que la gigantesca maquinaria de la brutalidad deje de funcionar durante al menos unos segundos. Pero esta luz roja, más roja aún por el vestido rojo de María, es también el calor de un mundo donde las madres protegen a sus hijos desvalidos y con un final aún más desvalido. Sólo el calor de una madre sostiene el inicio, y puede sostener también el final de una vida. La vela, débil y hermosa, es también un símbolo de la vida humana, frágil pero magnífica.

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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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