jueves, 8 de septiembre de 2022

La bendición de la tierra, de Knut Hamsun


“¿Quién trazó el largo, larguísimo sendero que recorre las ciénagas y los bosques? El hombre, el ser humano, el primero que llegó a estas tierras. Antes de él no existían caminos”. Así empieza la novela del escritor noruego Knut Hamsun (1859-1952),

            Hace más de 100 años que vio la luz esta obra, aunque para varias generaciones fuera prácticamente desconocida. El posicionamiento de Hamsun a favor del nazismo supuso una condena al ostracismo. Y eso que en 1920 obtuvo el Premio Nobel y su obra fue admirada por los grandes escritores de su época y contó con el favor del público. Sólo últimamente el escritor está siendo rehabilitado y dado a conocer.

            Desde hacía un tiempo esta obra estaba en la lista de lectura. En uno de los diarios de José Jiménez Lozano leí por primera vez una referencia a este autor. Siempre estaré en deuda con el “morabito de Alcazarén” que me abrió los ojos a la verdadera literatura.  

            Hace una semana, frente a los campos del pueblo, empecé a leerla. Un hombre, Isak, con un saco al hombre, llega a un lugar inhóspito y deshabitado noruego, muy cerca de la frontera con Suecia. Nada sabemos de su pasado, porque el libro empieza en ese momento y nunca retrocede. Y allí, con el sólo afán, de ganarse la vida, cultivando la tierra y cuidando ganado, se instala. Tiene la fuerza de un titán, y el carácter indomable, y poco a poco, tronco a tronco, construye la primera cabaña, labra los primeros surcos, siega el primer forraje para los animales. El trabajo es su forma de estar en el mundo y de permanecer en él. Después llega Inger, una mujer de la aldea que, marginada por una malformación en su rostro, lleva la marca de los apestados. Se establece a su lado, compartiendo el duro trabajo y engendrando hijos, Eleusus, Sivert, Leopoldine, Rebekka.

            Un dramático acontecimiento viene a romper la monotonía cotidiana y el paso de las estaciones. Inger tiene que dejar el campo y la casa. Y cumplir condena. Llega Oline, metementodo, chismosa, para cuidar a los niños. Poco a poco, otros colonos van llegando y ocupando otras tierras. Y con ellos llegan otras formas de vivir y de pensar: Brando, Geissler, Vrede, Aronsen, Os-Anders. Brede. También la noticia de que la zona es rica en minerales, hace que aparezcan otros hombres, con su codicia a cuestas.

Pero la verdadera protagonista de este libro es la tierra, en toda su dureza y su dulzura. La tierra helada e impenetrable por el hielo. La tierra caldeada por el sol. La tierra en cuya bóveda se dibujan las luminarias. La tierra que da pasto a los animales, frutos a los colonos, troncos para las cabañas y piedras para los cimientos.  No es un canto almibarado de una Arcadia idílica en un rincón de Noruega, no es esa salmodia boba de los urbanitas hacia la vida rural de la que no conocen absolutamente nada: únicamente un paseo por un sendero bien trazado y una barbacoa.

            Los hombres y mujeres que allí viven y que sudan para arrancar a la tierra sus frutos llevan en ellos el tesón, la lujuria, la frivolidad, el engaño, la codicia, la inocencia o el crimen, la austeridad o los sueños marchitos. La Bendición de la tierra es un canto a la naturaleza, a la vida sencilla de los trabajos primigenios, a los afectos elementales.

            Así vivían los colonos noruegos hace un siglo y así se vivía en casi toda Europa.  Esta novela, hermosísima por la evocación de plantas, minerales, animales y paso de las estaciones, evoca bien la dureza de la vida campesina hasta hace no muchas décadas. La vida de los hombres y mujeres de hace no mucho era también trabajo, más trabajo, esfuerzo y sacrificio. Su vida consistía en arañar un fruto a la tierra o al ganado, acostarse rendidos y levantarse a la mañana siguiente dando gracias a Dios porque tenían salud y fuerzas para trabajar un día más.

            Eran hombres y mujeres hechos de otra pasta, modelados a cincel por la vida. No conocían la queja y el lamento, y apenas las lágrimas, aunque sus huesos se consumiesen por la fatiga, los fríos o el calor abrasador. Eran robles a los que solo el hachazo de la muerte derribaba. El deseado progreso llegó después, y con él entró también ese “malestar del ocio”: ese aburrimiento que es como la segunda piel de los hombres y mujeres de nuestra época, avocados a llenar los días de muchos ‘algos’, ya sean viajes, libros, experiencias, compras o cosas, porque un inmenso tedio corroe sus entrañas y los devora en un fuego de frustraciones y expectativas no cumplidas.

            La bendición de la tierra es, como mínimo, una invitación a contemplar con pasmo la tierra, a mancharse las manos buscando un pequeño fruto, así sea un tomate o unas moras, a sentirse pequeño frente a la inmensidad del cielo, a aprender a nombrar las hierbas, los árboles, los frutos y los pájaros.

            Pues la tierra solo bendice a los que la han regado con su sudor y la han acariciado con sus manos. Y a los que han sabido oponer su esfuerzo y determinación a la dureza impenetrable de un surco tras una noche de hielo.

            Por ello la tierra de Sellanrá que ha conocido las manos agrietadas de sus hombres, las espaldas combadas por la carga, los ojos cansados de la mujer tejiendo en la noche, las manos que ofrecen un vaso de leche agria, el saludo “a la paz de Dios”… es una tierra bendecida que bendice.

Leemos en el libro: “El aire que respira el colono es una raudal de salud. No echa de menos los diamantes y sólo conoce el vino por las bodas de Canaán. El colono no sufre por las maravillas que no puede tener: el arte, los periódicos, los lujos, la política, valen exactamente lo que la gente está dispuesta a pagar por ellos, nada más. Pero las cosechas de la tierra son la base de todas las cosas, la única fuente”. Y por eso se sienten bendecidos, porque “contemplan todos los días las mismas montañas azules. El cielo y la tierra les acompañan en sus  quehaceres. No necesitan nada más. El hombre y la naturaleza se acompañan. Las montañas, el bosque, las ciénagas, los prados, el cielo y las estrellas no son mezquinos ni comedidos, sino inmensos y pródigos”.

Tierra de Sellanrá. Ahí está Isak, “un campesino en cuerpo y alma, un agricultor sin piedad. Un resucitado del pasado que señala el futuro, un hombre de épocas primigenias, un colono; tiene novecientos años de edad y vive en el presente”. Ahí está Inger: “ha navegado por el gran mar y ha vivido en la ciudad, pero ahora está de vuelta en el hogar”. Apenas fueron nadie entre la gente. Solo un hombre más. Solo una mujer más. Por eso la noche puede caer sobre ellos.










jueves, 1 de septiembre de 2022

El grito de Montesinos

 


            La mañana del 21 de diciembre de 1511 estaba destinada a pasar a la Historia. La iglesia de los dominicos en la Isla de La Española (hoy República Dominicana y Haití) estaba a rebosar. Era la hora de la Misa Mayor del cuarto domingo de adviento. Y nadie quería perderse el sermón de los padres predicadores, conocidos por sus brillantes y vibrantes homilías. Frailes, encomenderos, hacendados, soldados, justicias y hasta el propio Diego de Colón, hijo del descubridor y virrey, llenaban las naves. Pero también indios taínos bautizados o aún sin bautizar.   

            Se hizo silencio. Fray Antonio de Montesinos subió al púlpito. Y habló. Gritó. Y entonces, en los oídos de todos los presentes, resonó el vozarrón de Cristo a través de la garganta del fraile dominico. Todos se quedaron petrificados: los españoles, porque desde el púlpito, un español les echaba en cara su falta de humanidad. Los indios, porque desde ese mismo púlpito, un español los defendía y los consolaba.

            En los días anteriores, los primeros dominicos españoles que habían llegado al Nuevo Mundo prepararon minuciosamente este sermón. Y estamparon su firma en él. Llevaban no mucho tiempo en América, pero lo suficiente para comprobar los desmanes y la crueldad que no pocos encomenderos españoles ejercían sobre los indios taínos. No podían comprender que personas que se llamaban cristianas tratasen mal a los indios, con los que, entre otras cosas, compartían el mismo Bautismo.

            En el lentísimo proceso de la afirmación de los derechos humanos, por encima de los poderes de los estados, esa mañana de 1511 es una piedra fundacional. Mucho después, vendrían los derechos de los ciudadanos y la carta de Derechos Humanos, pero en ese sermón de Fray Antonio, ya estaba todo esto. Había estudiado en el Convento de San Esteban de Salamanca, de los dominicos. La llamada Escuela de Salamanca empezaba a gestarse en ese momento y pondría las bases para lo que hoy denominamos derecho internacional. Domingo de Soto, Francisco Vitoria, Luis Molina o Francisco Suárez no se entienden sin este sermón en una iglesia a miles de kilómetros de España.

            Pero volvamos al sermón. Montesinos, partiendo del evangelio de ese domingo, se considera una voz que clama en el desierto. Y, con auténtica osadía, dice al Virrey, a los encomenderos, justicias y soldados que están en pecado mortal. Pregunta a los presentes, autoridades constituidas, con qué derecho y con qué título se atreven a oprimir y esclavizar a los indios. Hace recuento de las atrocidades cometidas (memoria passionis). Les dice que están obligados a amar a los indios. Y por último, les asegura -como ministro de Cristo- que, por su mal comportamiento, están destinados a la condenación eterna.  

El sermón nos ha llegado a través de la crónica de Bartolomé de las Casas, que estaba presente en aquella misa y que a la sazón, tenía a su cargo una encomienda. Él sería uno de los más furibundos tras escuchar el sermón, porque se sentía directamente concernido. Pasados los años, Bartolomé de las Casas, se convertiría, ingresaría en los dominicos, y sería el más férreo defensor de los indios, mediante su obra “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”.

Las palabras de fray Antonio no tienen desperdicio:

"Voz del que clama en el desierto. Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y creador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe en Jesucristo".

Las protestas entre los presentes no se hicieron esperar. ¡Por defender a los indios, un español se alzaba contra otros españoles! Un hombre protestaba ante Dios por tamaña injusticia. En medio de la violencia se alzaba el grito de la conciencia. En un momento en que un blanco no se cuestionaba su superioridad respecto al resto de seres humanos, alguien venía a poner patas arriba esta pretendida superioridad. Presionaron al dominico para que se desdijese al domingo siguiente, pero lo que hizo fue aumentar el tono y las amenazas. Montesinos y otros dominicos viajaron a España para hacerse oír. Fernando el Católico, ya anciano, pudo escuchar su testimonio. Se abrió un debate en toda la Corona de Castilla. Un año después, en 1512, las Leyes de Burgos, aunque imperfectas, vinieron a sancionar que el indio tenía la naturaleza de un hombre libre, propietario de derechos. En las leyes de Burgos está ya en germen la declaración de los derechos humanos y del derecho internacional.

En esa centuria, y en las siguientes, en otras latitudes y en otras naciones ni siquiera se planteaba que los indios pudieran tener alma, o que pudieran ser sujetos de derechos o que se pudiera pactar con ellos, establecer matrimonio, enviar a sus hijos a la universidad, entrar en un monasterio, etc. ¡El mestizaje, esta bellísima palabra, daba sus primeros vagidos! Un andaluz o un extremeño, un azteca o un maya empezaban, tímidamente, a incorporar a su ADN cultural y espiritual la categoría de "mestizo". Este primer grito no arregló todo, claro está, pero fue algo y algo removió. Y esto también hay que decirlo. Las batallas no se ganan de una vez por todas. El grito de Montesinos no había sido inútil: se imponía un trato de humanidad a los indios.

            Toda conquista es un encuentro y un encontronazo, esto ya se sabe. El conquistador siempre piensa que la razón y el derecho lo asisten y están de su parte. Quien tiene el poder y las armas para defenderlo, difícilmente se abstiene de ejercer ese poder y de utilizar esas armas. Por ello, este grito de Montesinos, y todos los demás gritos que se han dado en el Universo, son jalones que marcan un progreso en humanidad para la Humanidad.

            Que apenas iniciado el siglo XVI, un español cuestionase la conquista y arremetiese contra los abusos, dice mucho de esa grandeza de ánimo y de corazón de algunos hombres que formaron parte de la llamada "Era de los Descubrimientos". ¡Quijotes entre los indios! Si en el día del Juicio Final, también las naciones son juzgadas, el Grito de Montesinos servirá de descargo a España.

            El sermón de aquel domingo de adviento fue el primero de otros muchos dados en nombre de Dios y en nombre de la Humanidad. La llamada ‘teología de la liberación’ ya estaba en aquel sermón. La liberación de los pueblos es y será siempre una causa del Evangelio. ¿Quiénes son hoy los nuevos esclavos, los maltratados de los pueblos? ¿Quiénes son los que de forma asperísima y cruel son tratados en tantas partes del mundo ahora mismo? ¿Dónde están los Montesinos de nuestro tiempo?

            La vida de Antonio Montesinos se extendió desde 1475 hasta el 27 de junio de 1540. Nació en algún lugar de España y murió en algún lugar de Venezuela. No se sabe dónde está enterrado. Poco, en realidad, importa dónde nacemos, dónde morimos y dónde queda ese polvo y ceniza de nuestro cuerpo. Pero todos, en algún momento de nuestras vidas, tenemos ante nosotros un domingo de adviento en el que se nos presenta una encrucijada: o sentarnos plácidamente en nuestro banco de la iglesia, adormilados sobre la cruz como quien se adormila sobre una almohada de plumas… O encaramarnos al púlpito y clamar a voz en grito: “¿No son estos hombres?”. Estas cuatro palabras de Montesinos, puestas entre signos de interrogación, son el resumen y la esencia de un evangelio encarnado. Probablemente, al que grita esto le espera el martirio. Entre los frailes dominicos se mantiene la memoria de que fray Antonio de Montesinos murió mártir (“obiit martyr in Indii”).

            Para dejar constancia de este sermón histórico, en 1982, una escultura de piedra y bronce, de más de 15 metros de altura, se levantó en el malecón de la ciudad de Santo Domingo, en la República Dominicana, frente al mar Caribe, cuyas aguas enmudecieron ante aquel grito de 1511. La escultura es obra de Antonio Castellanos Basich, un artista mejicano. Refleja muy bien la fuerza, el arrojo, la valentía y la conciencia cívica y cristiana de aquel fraile dominico español.

Al contrario que el famoso Grito del pintor Munch, que es un grito sordo que no llegamos a oír, este grito de Montesinos es bien audible. Un grito estentóreo, pronunciado en la lengua que aún hoy hablamos. Un grito cuyo eco aún resuena en el mundo y en la propia cristiandad. Un grito que hizo temblar a unos y aportó un poco de dulzura a otros. Un grito que, de mar en mar  y de amanecer en amanecer, sigue recorriendo el mundo. Todos los advientos del mundo esperan gritos tan sonoros y tan potentes como el de fray Antonio de Montesinos, porque todos los advientos del mundo precisan de alguien que les recuerde cuatro palabras y dos signos de interrogación “¿No son estos hombres?”









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