martes, 30 de marzo de 2021

La Cena de Juan Guraya

 



La carrera artística de Juan Guraya Urrutia dio un vuelco un día de 1942, cuando la cofradía vallisoletana de la Sagrada Cena, le encargó su paso titular. Juan Guraya (Bilbao 1899 - Las Arenas,1965) era hijo de un reconocido ebanista bilbaíno. Siendo un niño de apenas 11 años,  Juan tuvo que abandonar la escuela para ayudar a su padre en el taller. Ahí pasaría cuatro años hasta que la marquesa de Lezama-Leguizamón se dio cuenta de las habilidades artísticas del adolescente y se comprometió a pagar sus estudios. Entró en el colegio de los salesianos que pronto advirtieron la valía de Juan y le aconsejaron que ingresase en su prestigioso colegio catalán de Sarriá para formarse como escultor.

Barcelona, Bilbao, Madrid, París y La Habana fueron sucesivas etapas en su formación y en sus primeros encargos. Su carácter independiente, poco dado a admitir las rigidices de escuelas y grupos artísticos, hizo de él un artista ‘por libre’, de difícil clasificación. Lo cierto es que, aunque él se encontró en ciudades como París donde se cocían todos los 'ismos', las vanguardias artísticas que pugnaban por romper esquemas e invalidar la tradición, decidió mirar a otra parte, lo mismo que el humilde artesano que confía más en sus manos que en los libros leídos. Miquel Blay, Mateo Inurria, Juan de Ábalos,  Victorio Macho o el ruso-francés Droucker, con el que colaboró en el Capitolio de la Habana, fueron más amistades personales que maestros que le influyeron.

Y de repente, en 1942, Guraya es elegido para hacer la Cena para la procesión de Valladolid. La Semana Santa de la capital del Pisuerga atesoraba grandiosos pasos de Gregorio Fernández, obras que estaban en cualquier libro de arte y que directamente salían del Museo Nacional de Escultura para procesionar por las calles. El gran barroco español estaba ahí. Y la Semana Santa ahí estaba también, congelada en el siglo XVII. Juan Guraya decidió no ser un ‘copista’ de los grandes imagineros castellanos, aunque de ellos tomó ese espíritu que parece alentar la madera y dar vida a los ‘pasos’ destinados a conmover por calles, plazas e iglesias.

Dieciséis años tardó el escultor en realizar las trece monumentales figuras que componen la Sagrada Cena (realizó dos Cristos, porque el primero no le acababa de convencer). La mala salud del artista y la economía maltrecha de la cofradía comitente podrían explicar esta larguísima tardanza. La ciudad vivió expectante este largo proceso creativo. Cuando Juan Guraya concluía la figura de un apóstol, la obra era expuesta en Valladolid, ante el pasmo general. Y así año tras año. Hasta que, finalmente, en la Semana Santa de 1958, la Sagrada Cena recorrió las calles de Valladolid. Cofrades y penitentes quedaron impactados y boquiabiertos ante este paso ‘moderno pero a la altura’. Y así, Juan Guraya pudo medirse con las gubias de Gregorio Fernández, Juan de Juni, Pompeo Leoni, Francisco del Rincón, Pedro de Ávila, Andrés de Solanes…

En las últimas décadas han proliferado los encargos de obras para las Semanas Santas de España, con resultados bastante mediocres y, en algún caso, ínfimos, por lo que a calidad se refiere. Todo el mundo considera que esta Sagrada Cena de Juan Guraya es una de las buenas obras religiosas del siglo XX español.

De pie, la majestuosa figura de Jesús, sostiene en una mano la Sagrada Forma y en la otra un racimo de uvas. Juan Guraya solía servirse de modelos para dar rostro a las imágenes que le encargaban. En este caso fue su hijo el que posó para el rostro de Jesús.

Buscó modelos para los apóstoles, y viajó a Extremadura y a Tetuán para tomar apuntes al natural de rostros de fuerte expresividad. Árabes, judíos y bereberes posaron para el artista y sirvieron para caracterizar a los personajes de la Sagrada Cena. Solo para un apóstol no encontró modelo: Judas Iscariote. El hombre que había compartido las enseñanzas del Maestro, el que había recibido todo el cariño de Jesús, al final lo delató y lo vendió a las autoridades que querían eliminarle, como de hecho sucedió. ¿Qué facciones dar a quien ha sido amado y ha defraudado con la traición ese amor? Decidió no darle rostro. Colocó a Judas en el extremo del tablero, con la cabeza cubierta por el manto y pegada al suelo, pero sin rostro. Un vacío en lugar de cara: ¿quizás porque, en un momento dado, podemos ser todos y cada uno de los creyentes o de los espectadores?

 El gran acierto del gran imaginero vasco es que no dispuso a los apóstoles sentados alrededor de la mesa, sino en diferentes posturas, de rodillas, de bruces, en actitud de incorporarse, de pie, sentados en el suelo... De esta forma, alrededor de la mesa, se forman dos arcos de apóstoles, lo que permite al espectador ver los rostros y las manos, y no sólo las espaldas como en otras cenas procesionales.

En el momento de la institución de la Eucaristía, doce hombres se sienten arrebatados por un viento huracanado interior. El aire no mueve los ropajes sino las entrañas. Y cada uno de ellos reacciona de una forma: incredulidad, adoración, éxtasis, turbación, confusión, crispación, abandono, desesperación... Sus rostros y sus manos llevan la impronta de la tortura interior que late bajo su piel. Arrobamiento y dolor, lucidez e idiocia parecen esculpir los rostros de madera. Pero el espíritu hace latir el leño seco y lo anima con una fuerza que solo los grandes artistas consiguen. Hay vida, sufrimiento y gloria en los árboles talados que la “gubia religiosa” de Juan Guraya supo herir y sajar. Lo mismo que había experimentado Henri Matisse cuando pintó la capillita de Vence, lo experimentó Juan Guraya: ese `plus’ que es otorgado al artista cuando afronta el misterio de lo sagrado.

A la serenidad de Cristo –la majestuosidad de la eternidad- se contrapone, teatralmente, el torbellino que convulsiona los cuerpos de los Doce Apóstoles. La agitación y el pasmo que cada uno de ellos siente ante el hecho inefable e inhumano de un Dios que da a comer su carne y da a beber su sangre. La sobria policromía de la escultura (colores de las campos castellanos al final del otoño), en clara contraposición a los colores de los grandes artistas del barroco de la Semana Santa vallisoletana, no hace sino duplicar la tensión y obligarnos a fijarnos en lo esencial: la pura emoción de un momento único golpea a cada apóstol. Y esa emoción a flor de piel se contagia al visitante, al cofrade, al devoto y al incrédulo.














domingo, 28 de marzo de 2021

La ley del samaritano

 LA OPCIÓN GUANELIANA

3.- La ley del samaritano.

Con pan y Señor junto a los heridos del camino.

“Un corazón cristiano que cree y que siente no puede pasar de largo ante las necesidades del pobre sin socorrerlo. Al verdadero seguidor de Jesucristo se le conoce en esto: tiene caridad con los pobres y los que sufren, pues en ellos la imagen del Salvador es más viva y real” (L.G.)


 



Salvo breves periodos de iconoclastia, el cristianismo siempre ha aceptado las imágenes sagradas, como una mediación entre el Absoluto y ese poco barro enamorado que es el ser humano. Menos mal que esto fue así, porque, si no, las iglesias y los museos estarían prácticamente vacíos de belleza.

Grandes artistas se han atrevido con el `buen samaritano’, el episodio evangélico que nos narra el evangelista Lucas. Una vez me encontré con El Buen Samaritano de Vincent Van Gogh en una exposición temporal en Ansterdam. Cautivó mi atención por completo. Fue pintado en 1890 y se conserva en Otterlo-Holanda. Por aquellos años, el pintor holandés se sentía apagado y en dique seco. Acudió a la obra de grandes artistas, en un intento desesperado de sacar inspiración. Para esta pintura del Buen samaritano, el artista holandés se inspiró en un cuadro del pintor francés Eugène Delacroix. El samaritano, con un esfuerzo sobrehumano, intenta poner al hombre ultrajado encima de su cabalgadura. Por el suelo, vemos la maleta vacía, que hace alusión al robo sufrido. Alejándose del herido, distinguimos a dos hombres que tratan de escabullirse de la cuneta donde encontraron al hombre herido. No son los ladrones; son los que, al ver al hombre herido, han dado un rodeo y han proseguido su camino. Ambos eran hombres muy religiosos. El lienzo entero es una llamarada de colores, que expresa bien la hoguera de dolor y de pasión que se desarrolla ante nuestros ojos, en medio de un paisaje agreste y pintado como en torbellino.

El camino que Luis Guanella recorrió entre 1842 y 1915 estuvo inspirado en el episodio evangélico del Buen samaritano. En tiempos de Jesús, los samaritanos eran los idólatras, los impuros, los heterodoxos, los herejes, pues con mucha facilidad adoraban a dioses paganos. Los judíos, en cambio, era nación sancta, raza elegida, etc., etc. Es curioso que, cuando Jesús quiere explicar quién es nuestro prójimo, elige como protagonista a un samaritano, en lugar de a un sacerdote o un levita judíos, considerados los elegidos y los íntegros, los hombres doctos que sabían interpretar hasta la última coma de la ley y los profetas.

Lo que mide nuestro cristianismo no es nuestra pertenencia a un credo, ni nuestro rezo, ni el cumplir a rajatabla los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Lo que determina nuestro seguimiento de Cristo es la capacidad de ‘hacernos samaritanos’ en los caminos de la vida.

Lo primero que se requiere para ser un buen samaritano es la virtud de la atención. Para Simone Weil esta era la virtud por excelencia. Solo quien presta atención a cuanto sucede por el camino, puede ‘ver’ al hombre herido y atenderlo. El sacerdote y el levita pensaban en llegar puntuales al templo, cumplir sus ritos y hacer sus oraciones. Al ver al herido, se hicieron a un lado, porque el pobre es siempre un estorbo, un obstáculo para nuestras metas, incluso para nuestras ‘metas religiosas’.

El programa de Luis Guanella para con los heridos del camino fue: “Pan y Señor”. Ofrecer el pan y, con él, todas las cosas materiales: un techo para cobijarse, una ropa para vestirse, un libro para aprender, un oficio para ganarse la vida. Y en ese ‘Señor’ están incluidas todas las cosas que nosotros asociamos al espíritu: la dignidad, el reconocimiento del otro, la belleza, la poesía, la alegría, la bondad, el sentido de la trascendencia, la oración, la contemplación, la libertad de espíritu.

Es un programa que hoy nos parece sumamente equilibrado, porque tiende a satisfacer las necesidades espirituales y las materiales. Dar solo pan a un hombre es insuficiente, porque eso es lo que se da también al ganado. Darle solo espíritu puede ser una  hipocresía y un cinismo. Somos alma y cuerpo. Somos carne y somos espíritu. Tenemos sed de agua, pero también de cariño.

En el escudo de los guanelianos aparece el mote “In ómnibus charitas”, sacado de un pensamiento de San Agustín. La frase completa es “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas” (unidad en las cosas necesarias, libertad en las dudosas, y caridad en todo). Parece apropiada para alguien que bautizó a sus seguidores como Siervos de la Caridad y a sus seguidoras como Hijas de la Providencia. Caridad en su más genuino significado de amor; Providencia en su más auténtico sentido de cuidado integral.

            La caridad no es la limosna al indigente de tiempos pretéritos ni la solidaridad bobalicona a la que estamos hoy en día acostumbrados, por los eslóganes y lo políticamente correcto. Existe una solidaridad de Facebook, de Instagram o de Twitter, una solidaridad que no cuesta nada. Una solidaridad a un clic de ‘me gusta’. Nos mostramos solidarios con los indios apalaches, o con la causa de las mujeres birmanas, o con los monos de la selva o con los que tienen el síndrome de Asperger.

Cuando yo era un estudiante en el internado de los padres guanelianos de Aguilar de Campoo, nuestro educador, Leo Bigelli, nos tradujo la rimbombante frase latina ‘In ómnibus caritas”  de la siguiente manera: “en todo pon amor”. Y esto significaba, por ejemplo, ayudar al compañero al que se le daban mal las matemáticas, cuidar los libros y cuadernos, jugar sin trampas en el fútbol, respetar el silencio, aceptar lo que te encontrabas cada mediodía en el plato, no tirar nunca una sola miga de pan. Poner un poco de amor en todo es aliñar cada uno de nuestros actos y de nuestras palabras e incluso de nuestros pensamientos con un poco de educción, simpatía y ternura. También con un poco de afabilidad y de alegría. Para poder hacer todo esto hay que seguir un método práctico y sencillo: ponerse en lugar del otro, tener empatía y no juzgar nunca antes de caminar un trecho con los zapatos que al otro le han tocado en suerte o en desgracia.

            Todo herido del camino espera que ‘alguien’ pase y se apiade. Conviene recordar el drama del paralítico del evangelio que, inútilmente, esperaba a sumergirse en la piscina para alcanzar la curación. Él no tenía a nadie que lo cuidase. Cuidar es redimir. Cuidar es salvar. Jesús se apiadó de ese enfermo, no por su enfermedad, sino porque no tenía a nadie. Tener a alguien es tenerlo todo. No tener a nadie es la mayor desgracia que puede ocurrirte. Recordaba Luis Guanella: “Solo quien ama puede mirar al porvenir con mente serena y corazón tranquilo”.

Pon amor en todo” nos remite a la cotidianidad, a la “santidad de la puerta de al lado”, a la bondad doméstica. Nos podemos quejar todo lo que queramos del mundo, de la sociedad, del trabajo y de la familia… Pero si todo este tinglado no se desmorona es porque la mayoría de la gente hace las cosas con honradez y con amor. Veinte jóvenes voluntarios en una residencia de ancianos no hacen ningún ruido, pero su tarea callada hace la vida más vivible a un grupo de mayores. Un joven que rompe farolas o quema un contenedor hace mucho ruido, y sin embargo su acción a nadie beneficia.

El cristianismo, en el fondo, es una fe con pocas normas: Trata a tu semejante como te gustaría ser tratado en una situación similar. Estamos hechos de una piel que precisa la caricia tanto como la garganta necesita el agua.

Salvo que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente. Solo si a alguien lejano, lo hacemos próximo, se convierte en nuestro prójimo.

Ante los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús: tener compasión y acercarse. Si fuésemos honrados, deberíamos mostrar gratitud hacia todos los samaritanos que se han detenido y nos han atendido en un momento en que estábamos con heridas en las cunetas de los caminos.

El creyente puede, por los caminos, ser providencia para los demás. O dicho de otra manera, la Providencia de Dios la escriben las manos de los hombres justos. Escribía Luis Guanella: “El mayor consuelo que podemos tener en esta tierra es el de hacer un poco de bien”.

Etty Hillesum comprendió lo que muy pocos comprendieron en los campos de concentración alemanes: que Dios era impotente ante tanto sufrimiento y que, por lo tanto, necesitaba ayuda. Etty Hillesum, una mujer no especialmente religiosa, fue sonrisa, cuidado, aliento para hombres y mujeres que ya habían dejado de serlo a los ojos de sus guardianes. Escribió lo siguiente: “Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizarte nada por adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta cada vez con mayor claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti, y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos”.

 

 


 

Próximo domingo: 4.- Educar con el corazón.

miércoles, 24 de marzo de 2021

El veneno de la rabia

 



El pasado verano, en una cena en la que estaba presente, dos comensales con lazos de parentesco y amigos, para más señas, se enzarzaron acaloradamente defendiendo y atacando la gestión pública de la pandemia. Del aplauso y del ataque a la gestión del coronavirus, pasaron a la defensa a ultranza y sin peros de los líderes de dos partidos, los dos extremistas, uno por la izquierda y otro por la derecha. Los dos comensales ni vivían de la política, ni siquiera militaban en esos partidos. Eran simples ciudadanos. Y sus apasionadas defensas y alabanzas de los líderes políticos procedían de lo visto en la televisión y de lo leído en redes sociales.

Me quedé atónito, un poco sin saber qué decir y dónde mirar, ni qué baza meter, asombrado por este rifirrafe entre, hasta ese momento, dos avenidos comensales que rompían las meras formas de la cortesía y de la civilidad, por defender a unos señores de los que no dependía su corto salario.

Y me hice algunas reflexiones: ¿Qué veneno de ira y de rabia nos están inoculando para estar dispuestos a romper la amistad, la buena convivencia con un amigo o un familiar, por cuestiones políticas? ¿Se nos ha borrado de la cabeza que las ideas, las opiniones pueden no ser respetables (es más, algunas no lo son en absoluto), pero los seres humanos sí lo son? ¿Sabemos conversar sobre ideas sin faltar el respeto al adversario? ¿Defenderíamos con la misma pasión a nuestro hermano, a nuestro amigo, a nuestro compañero de trabajo? Es más, ¿Daríamos la cara por un amigo -e incluso por nuestra pareja-, si continuamente nos mintiese, nos hiciese promesas que no cumple, nos pidiese hacer una cosa, pero él hiciera justo lo contrario? ¿Seguiríamos defendiendo a un compañero al que hemos sorprendido en mil trampas y engaños?

¿Somos conscientes de que los políticos y también los periodistas nos están llenando la cabeza de rabia y de veneno? ¿No nos damos cuenta de que políticos y medios de comunicación están subrayando y magnificando las diferencias, los escándalos, los agravios, los insultos? ¿No percibimos, acaso, que se está produciendo una adhesión peligrosa a las ideas políticas?

Una persona vale más que todas sus ideas. Porque lo que configura a un ser humano son sus acciones, su rostro y su historia. Las ideas van y vienen. Se llevan y se traen. Se ponen de moda y desaparecen. El ser humano permanece. El rostro y la voz de quien nos cae bien no pueden, de repente, convertirse en el rostro y la voz de quien nos cae mal, por el hecho de opinar de forma distinta en política, religión, cuestiones de trabajo, medioambiente o cultura.

La adhesión inquebrantable a una ideología nos convierte en esclavos, tal vez en seres patéticos que defienden a machamartillo, sin matices, su opción política. Creer que uno está en el lado correcto y que el otro, por votar a determinado partido, es un descerebrado, no deja de ser un poco peligroso, pues nos lleva a pensar que somos superiores e incapaces de admitir algo de verdad o de bondad en el contrario, y algo de mentira en mis postulados. Admitir que caben muchos matices en mi posicionamiento y en el de mi adversario, es el primer paso para no caer en el fanatismo.

¿Hasta qué punto nos están haciendo dóciles y acríticos? El poder siempre busca nuestro amén y, encima, nuestro gracias. La pandemia no ha hecho más que reforzar la mentira y el adoctrinamiento cotidianos. Así que dentro de muy poco creeremos que, si nuestros políticos lo dicen o nuestros medios de referencia lo proclaman, la verdad incuestionada está de nuestra parte. Podemos llegar a creer que el sol enfría y la lluvia seca, y quedarnos tan campantes. En este momento el razonamiento y la autocrítica son antiguallas. Raramente, creemos la verdad. En cambio, la mentira es sumamente creíble.

domingo, 21 de marzo de 2021

El pobre, ese otro Cristo

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

2.- El pobre, ese otro Cristo.

Cada vida humana es sagrada por su dignidad, su historia y su rostro.

 

“Al más abandonado de todos, acogedlo y sentadlo a vuestra mesa; que sea uno más entre vosotros, porque es Jesucristo” (L.G.) 

 


En 2017, la palabra aporofobia fue elegida como neologismo del año en España (aporós, pobre; fobia, miedo). La palabra fue un hallazgo de la profesora de ética, Adela Cortina, para hablar de nuestro miedo o de nuestro desprecio por los pobres. Puede que no seamos xenófobos, homófobos y otras fobias, pero todos somos aporófobos. Nada tenemos en contra de un gran futbolista negro, o en contra de un jeque árabe musulmán. Los que nos molestan son los negros pobres, los musulmanes pobres que deambulan por nuestras calles o plazas.

La aporofobia parece que está inscrita en nuestro ADN, como una forma de autodefensa. Si me junto a un pobre, mi riqueza disminuye. Si mi alío a un rico, probablemente aumente. Sentir simpatía y empatía por los pobres es un don. Un don que sólo puede otorgarnos la gracia. Por naturaleza estamos inclinados a identificarnos y a acercarnos al rico. Y cuando digo rico, digo fuerte, sano, influyente, inteligente, y otro sinfín de cualidades. ¿Qué puede aportarnos un enfermo, un donnadie, un viejo, un discapacitado?

Nadie lo ha dicho mejor que Simone Weil: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también: “Aquel que trata como iguales  a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.

Hay una frase enigmática en el Evangelio. “Siempre habrá pobres entre vosotros”. La pronunció Jesús de Nazaret, sin duda el mejor lector del corazón humano. En este sentido, Jesús aceptaba, de antemano, el fracaso del cristianismo como solución a los problemas terrenales. Mientras haya hombres sobre la faz de la tierra, habrá pobrezas. Ahora sabemos bien a qué nos han llevado las utopías nazista y comunista en el siglo XX que prometían la plenitud de la Historia y el advenimiento de un paraíso de mil años. Todos los recelos son pocos ante quien nos promete paraísos.

La pobreza es una desgracia y es un sufrimiento. Pero es una revelación. El corazón humano se revela en la pobreza. El pobre refleja nuestra esencia de hombre. El pobre es el hombre sin aditamentos o añadidos que el poder, el dinero, los cuidados externos, las influencias o el prestigio pueden darle, y de hecho le dan. El pobre (material, física, espiritual, mental, afectivamente) está desnudo y está a la intemperie. Los pobres, en sí, no son “amables’. Solo la gracia puede obrar el milagro de amar a los pobres.

El libro de Job es la más hermosa escritura sobre la revelación que la pobreza causa en un hombre. Job maldice el día que nació y el día que fue engendrado. Pero al final reconoce que la pobreza le ha permitido ver a Dios cara a cara y no sólo de oídas.

Los pobres no pueden ser solo objeto de beneficencia. El pobre necesita nuestro reconocimiento como persona con toda su dignidad. “Los pobres nos evangelizan y nos educan; su presencia desencadena amor y es determinante para transformar nuestra realidad humana en la civilización del amor” (Proyecto Educativo Guaneliano).

La palabra justicia estuvo bastante apartada del lenguaje de la Iglesia, tal vez por miedo a ser tachada de marxista. Y sin embargo la lucha por la justicia ha sido una continua tarea en el mundo de los cristianos.

Se ha hablado mucho de la caridad de Don Guanella. Y bastante menos de su sentido de la justicia. Pero si uno hace menos caso a sus palabras y lee correctamente sus obras, descubrirá que el anhelo de justicia estaba en lo más profundo de su corazón.

Hambre y sed de justicia sintió don Guanella desde pequeño. No había justicia en su valle, donde algunas familias tenían que emigrar a Suiza o a América, a comer el amargo pan del exiliado. No había justicia en quien enfermaba y no podía costearse medicinas caras y alimentos nutritivos y, por ello, era destinado a la muerte, como le ocurrió a su compañero de seminario, atacado por una enfermedad contagiosa y al que él mismo, en contra de opiniones prudentes, cuidó hasta el final. No había justicia en Traona donde muchos adultos aún eran analfabetos y, por esa razón, en un viejo convento abandonado, improvisó una escuela nocturna y dominical, para que estos campesinos, uncidos como animales de carga a la ignorancia secular, pudieran aprender a leer y a escribir. No había justicia en la semiesclavitud a la que eran sometidas las hilanderas de la seda que trabajaban jornadas maratonianas y que perdían la vista en talleres oscuros de la ciudad de Como. No había justicia en el atraso secular en que vivían los hombres del campo que cultivaban un escaso huerto de supervivencia y que, en los años de sequía, se quedaban sin su maíz, el ingrediente de su polenta diaria, y, por ello, ideó y realizó una canalización de agua para asegurar el riego de esos campos. No había justicia en la forma en que eran abandonados tantos chicos y chicas con discapacidad, y eso le llevó a construir aquí y allá casas que los atendiesen y los cuidasen como los ‘buenos hijos’ que eran. No había justicia cuando las ayudas estatales no llegaban a los damnificados por el terrible terremoto de Avezzano, ese sur irredento dejado de la mano de Dios y de la mano de Roma. Y por ello, él y sus religiosos se presentaron en la ciudad destruida para socorrer y consolar, al mismo tiempo que ordenaba que se abriesen sus casas para acoger heridos, huérfanos y viudas.

La opción por la justicia no son sólo bellos discursos, brillante oratoria que invita a la lucha, especialmente si hay micrófonos y cámaras. La justicia se defiende, con pies y manos, con corazón y con entrañas, allí donde la injusticia crece, desde siempre, como las malas hierbas. Ocurre con demasiada frecuencia que los que sostienen las pancartas de las manifestaciones no sostienen los pucheros en las chabolas.

El sentido de justicia estuvo siempre en la actitud y en el hacer de don Guanella. Nunca quiso que a los chicos con discapacidad se les diese solo de comer y se les mantuviese aparcados como muebles en un pabellón. Quería que trabajasen, que viesen los frutos de su trabajo. Les enseñó a cultivar los campos, a cuidar el ganado, cada uno según sus posibilidades. Levantó talleres de carpintería o imprenta para aquellos muchachos que ya sobraban en el campo pero a los que la ciudad industrial tampoco acogía. Quiso que las mujeres empleadas en las hilanderías aprendiesen a leer y a escribir. No había justicia en esa ignorancia católica en la que se mantenía al pueblo fiel. Y por ello don Guanella escribió pequeños libros que ofrecían instrucción religiosa a los feligreses y parroquianos. Caridad y justicia, compañeras inseparables.

Hace unos años con motivo de la fiesta del Corpus Christi, se divulgó una viñeta en la que aparecía una custodia procesional. Si uno ampliaba la foto, se daba cuenta de que esa pieza de orfebrería no estaba hecha con oro, plata y piedras preciosas, sino con los cuerpos y las manos mendicantes de los pobres, componiendo una escena abigarrada y suplicante. Existe una transubstanciación en la eucaristía. Y existe una transubstanciación en los pobres. Y es esta transubstanciación la que torna sagrada cada vida humana, especialmente las descartadas o destinadas, según la mentalidad de cada época, a la marginación. Se puede comulgar en misa y se puede comulgar en las casas y en las calles de nuestras ciudades. Comulgar en la atención al enfermo en la Uci, en el lavado de un niño con lepra, en la lucha por la dignidad de una mujer objeto de trata. Como bien ensañaba Luis Guanella: “Es preciso educar a todos en un verdadero sentimiento de compasión hacia los que sufren, porque un corazón compasivo es un corazón bueno que Dios bendice”.

 

 


 

Próximo domingo: Cap. 2.- La ley del samaritano.

miércoles, 17 de marzo de 2021

La carta que hace temblar las manos

 


En la vida una cosa evoca otra. Y un recuerdo nos lleva a otro. Veo la película finlandesa Un momento entre nosotros. El protagonista dice que está haciendo una tesis sobre el poeta francés Arthur Rimbaud y habla del poema Bateau ivre. Al día siguiente busco la antología de poesía francesa para leer este poema. Y en medio del libro aparece una postal olvidada con una anotación en lapicero del año 1989: “La lettre dont Mme Yvette m’a parlé”. (La carta de la que la Sra Yvette me habló).

La postal es una obra de Rembrandt, Betsabé con la carta del rey David. La historia se nos cuenta en la Biblia, concretamente en Segundo Libro de Samuel, 11,  y la resumo en dos líneas: Desde la terraza de su palacio el rey David descubrió a la bella Betsabé dándose un baño desnuda en su jardín. El rey se encaprichó de ella o, tal vez, se enamoró. Lo cierto es que le escribió para que fuera a su palacio. Y ella acudió. Pero el rey no podía casarse con ella porque Betsabé estaba casada con Urías, un general del ejército real. Entonces, el rey ordenó que en la batalla pusieran a Urías en primera fila. No salió vivo.

Miro este cuadro de Rembrandt con detenimiento. Está en el Louvre. Muchos pintores representaron otro punto de vista: el rey David espiando desde su terraza a la bella Betsabé en el momento de darse un baño. En cambio, el pintor holandés representa el momento en que una vieja criada acicala a la hermosa Betsabé antes de presentarse delante del carismático rey David. Pensativa y triste, Betsabé tiene en sus manos la carta del Rey. ¿Es una protocolaria invitación para acudir a Palacio? ¿Es una declaración de amor, llena de versos lánguidos y metáforas de enamorado? ¿Es una sutil invitación a yacer con el monarca, a apagar su concupiscencia y saciar su lujuria? Lo que es cierto es que la carta llena de preocupación el rostro de Betsabé. ¿Y qué puede hacer ella ante el todopoderoso rey de David, elegido por Dios e idolatrado por el pueblo? ¿Debe rechazar la invitación y permanecer fiel a su esposo o debe acudir a la convocatoria real?

Betsabé vacila angustiada ante esta disyuntiva. Ella es la mujer de Urías. ¿Tiene Betsabé, acaso, el presentimiento de que su entrada en palacio significará la salida de este mundo de su esposo, que es lo que al final ocurrió? Melancólica y con la cabeza inclinada, Betsabé se imagina lo que pasará un poco después en palacio. ¿Es un honor o un horror ser elegida por el Rey como compañía de vida o de cama? No sabemos si Betsabé fue feliz al lado del joven y apuesto Rey. Pero probablemente, vestida como una reina y envidiada por ser la elegida del soberano, Betsabé pensaría, muchos años después, en esa primera vez, en esa carta, en ese aseo, y en el destino trágico de su primer marido, al que el rey David puso en primera fila en la batalla y de la que no salió con vida. El sufrimiento propio o ajeno parece ser el compañero inseparable del placer y de la dicha. El placer y el pesar suelen ir, desgraciadamente, juntos. Veo esta preciosa escena de Rembrandt y pienso en lo que escribió hace algún tiempo Goethe: “Los acontecimientos por venir proyectan con antelación sus sombras”.

Una mañana primaveral de 1989, acudo al Louvre. Me detengo ante esta obra. Me siento en un banco frente a este lienzo de Rembrandt que pintó en 1654. Lo miro con detenimiento. Me acerco una y otra vez. Qué tristeza hay en ese rostro. No es una mujer que acude a una cita de amor, sino una mujer camino del patíbulo. Poco después una mujer, rebasados los cincuenta años, se sienta a mi lado. Observa atenta y triste el cuadro de Rembrandt. Se dirige a mí y me pregunta qué es lo que me gusta del cuadro. Le digo que el rostro entristecido de Betsabé. A continuación le pregunto qué es lo que le gusta a ella y ella me dice que la carta. Ella también tuvo, una noche de 10 años antes, una carta en sus manos. Una carta que la quemó por dentro. Una carta que hubiera preferido no leer nunca jamás. Se le cayó a su marido en el pasillo de casa. Ella pasó poco después y la leyó. Una carta que hablaba de la venta de armas a países totalitarios inmersos en matanzas indiscriminadas de los que los tiranos suponían ‘enemigos de sus pueblos’. Bajo la fachada de una empresa honorable, el marido de Yvette, se dedicaba, con la complacencia de las autoridades, a la venta de armas. Mientras Yvette,  profesora, impartía conferencias y participaba en diversos foros para que los países democráticos no vendiesen armas a países donde no se respetasen los derechos humanos o que sirvieran para exterminar a sus propios ciudadanos. Nada nuevo en el mundo, evidentemente. La más pequeña de las monedas pesa más que el más grande de los principios. Aquel día, por primera vez, alguien me habló, entre otras cosas, del régimen de terror de Pol Pot. Los jemeres rojos camboyanos entraron así en mi cabeza.

Para el personaje de Betsabé posó la criada Hendrickje Stoffels que Rembrantd había contratado tras la muerte de su mujer Saskia, y a la que pronto convirtió en su amante. El maestro holandés que dominaba el claroscuro convirtió este asunto bíblico en una obra maestra. Iluminación contrastada, juegos de luces de gran efecto, acentuado naturalismo y una nota de misterio en un cuadro en el que Rembrandt supo retratar maravillosamente a Hendrickje y la expresión de dramatismo que requería la escena: un alma dividida entre la fidelidad al marido y la obediencia al rey. Hay momentos en que la toma de una decisión es tan importante y trágica que sabemos que de ello depende nuestra ruina o la ruina de otro ser humano.

Ese drama interior lo vivió la mujer que una tarde de 1989 encontré en el Louvre delante de este cuadro de Rembrandt. Yo solo miraba el rostro acongojado de Betsabé. Ella solo miraba la carta trágica y, en cierta forma, similar a la carta que un día había caído en sus manos.

Muchos años después, por esa maravillosa capacidad de evocación de la mente humana, he vuelto a un libro, a una carta, y al recuerdo de una mujer. Yvette, al día siguiente de leer esa carta, abandonó el domicilio conyugal y regresó al hogar de sus padres en Neuilly-sur-Seine.









domingo, 14 de marzo de 2021

Tú eres un Padre de verdad

LA OPCIÓN GUANELIANA

1.-  Tú eres un Padre de verdad.

Combatir la sensación de orfandad con un Dios que nos quiere como un padre.

 

“Dios Padre te mira con tanto amor como si no tuviese que pensar nada más que en ti” (L.G)

  


            Si algo caracteriza al hombre actual es su insondable soledad. Un ser perdido. Una pasión inútil, como nos dijo Sartre. Freud aseguraba que matando al padre, nos sentiríamos liberados. Nietzsche había augurado que, con la muerte de Dios, por fin dejaríamos de ser niños y pasaríamos a ser adultos libres. Marx afirmaba que el hombre era el ser supremo para el hombre. En este momento de la Historia, el ser humano ha probado todos los ‘paraísos’ y ha salido de ellos más triste y más decepcionado. Soñaba con ‘edenes’ eternos y se ha encontrado con ‘edenes’ de un cuarto de hora, con regusto amargo. El hombre es el único animal crónicamente insatisfecho. Lo sabía bien san Agustín. El ser humano prueba, cada amanecer y cada ocaso, una orfandad que le desorienta y le torna inseguro y ansioso. Vacío y perdido, camina errabundo por una jungla de asfalto, como un Caín después de matar a quien más debía haber amado: su hermano, el semejante de su Dios y Padre.

Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte. ¿Acaso teme algo el niño al que su padre lleva de la mano? Nada le amedrenta al niño que transita por la noche, o que cruza un barrio peligroso o que entra en una casa hostil. Tiene a su lado a su padre, y el peligro no existe, como no existen la soledad ni la inseguridad ni la pesadumbre.

Quien se acerca a Luis Guanella (Fraciscio, 1842-Como, 1915) por primera vez, descubre el estupor de un cura fascinado y seducido por una seguridad sin fisuras en que Dios es un Padre para él. Y este hallazgo personal quiere contagiarlo a todos los que encuentra. La pasión del enamorado no puede esconder el nombre de la amada. Para don Guanella, el nombre de Dios es ‘Padre’. Su pesimismo congénito se derrumba y se desmorona. Saberse amado por un Dios que es padre de verdad cambia todas las cosas. Esta caña pensante que es el ser humano, según nos ha enseñado Pascal, es nada menos que el objeto del amor de un Dios que conoce el corazón humano, sus terribles vaivenes y sus profundas heridas. Este puñado de barro que es cada hijo nacido de mujer es el objeto del amor de Dios. “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él / el ser humano para darle poder / lo hiciste poco inferior a los ángeles / lo coronaste de gloria y dignidad?”, dice el salmo. La infinita miseria de cada ser humano queda redimida y transformada por una luz que procede de un Dios cuyo nombre principal es Padre: Enseñaba Luis: “Nuestro Dios es un padre lleno de amor, que ama más cuanto más descubre la miseria de su hijo desdichado”.

 “El Señor desde el principio de los siglos te ha amado con una  infinita ternura”. La historia del mundo, su historia personal, la historia de su pequeña congregación debe leerse bajo esta óptica. Y cada ser humano –y aquí radica ese pesimismo esperanzado de Luis Guanella- se asemeja y puede asemejarse todavía más a su Padre.

Y esta constatación de un Dios que es Padre tiene sus consecuencias. A pesar de las miserias, de las guerras, de las tragedias pasadas y futuras, a pesar del nido de víboras que es cada corazón humano, el hombre se parece (y puede parecerse aún más) a Dios y, por lo tanto, puede ser padre y hermano amoroso para sus semejantes: “Piensa que tu alma se parece a Dios, como el rostro de un hijo se parece al de su padre”.

Para don Guanella, la grandeza del hombre reside en esta semejanza con Dios. Tal vez velado o manchado por el carácter, por las circunstancias adversas, por las heridas y golpes de la vida, el hombre no pierde nunca su semejanza con Dios.

“Dios sale a tu encuentro, tiene la iniciativa. Y sale a tu encuentro no una vez sino cientos de veces. ¿Tienes la certeza de que te ama mucho? Claro que te ama, te ama, te ama. Verdaderamente nuestro Dios es rico en misericordia”

            Sentir a Dios como un Padre que cuida es el primer punto de esta opción guaneliana. ¿Pero cómo sentir a Dios como Padre, si de lo primero que el hombre de hoy se enorgullece es de haber matado al padre, de haber acabado con toda raíz y todo principio que lo ligaba a un antes? El ser humano actual quiere hacer tabla rasa de la Historia, convertirse él mismo en su progenitor. “Ser como dioses” es la primera y la más perversa tentación. No deber nada a nadie salvo a sí mismo, parece ser la consigna. Por primera vez el hombre no camina por montañas pétreas y sólidas sino que nada por un mundo líquido donde es imposible aferrarse a algo firme y sólido, según nos ha enseñado Zygmunt Bauman.

            Sentir a Dios como Padre requiere confianza y humildad. Es fiarse de la mano que nos guía. Y es saber que hay alguien que está a nuestro lado. Es reconocerse un niño indefenso, un ser frágil, un necesitado. Saberse frágil es virtud imprescindible para aceptar a un Dios Padre. “El Señor te observa como un padre que se queda embobado mirando el rostro de su hijito querido, al mismo tiempo que solo piensa en protegerlo para que no le falte nada”.

Antes que omnipotente, omnisciente, juez supremo, creador,… Dios es Padre. Toda la vida de Luis Guanella cambia con este hallazgo: ¡Dios es un padre de verdad! Esto suscita en él gozo, estupor, fascinación, encantamiento, maravilla. Una alegría que no puede quedarse para él solo, sino que debe propagarse por todo el mundo. Todo cambia si Dios es un padre de verdad. Caen mis miedos, cambian mis ansiedades y, sobre todo, cambia mi manera de ver a los demás. El otro ya no es otro, un ser extraño, mi adversario, un lobo, sino que es mi hermano porque también para él Dios es un padre. Tú eres yo. Yo soy tú. Por eso, podemos pronunciar ‘nosotros’. La paternidad de Dios trae consecuencias éticas: la obligación de cuidar de mi hermano; y con mayor motivo, si este hermano está en necesidad y sufre. ¡Somos la familia de Dios! 

Dios es un padre que cuida y que cura, que salva y redime. La Providencia es el instrumento para ello. La fe en la Providencia de Dios es tener la certeza de que nuestro Padre no nos dejará de su mano, que escuchará nuestro clamor en el día de dolor, que sentirá nuestra hambre en tiempos de escasez, que conocerá nuestro frío en la noche y nuestra soledad en el desamor. Luis Guanella tenía tanta fe en la Providencia que en la fachada de la casa de Lora-Como pidió que cincelasen con letras bien grandes: ‘Banco de la Providencia’. Cada vez que una monja o un fraile se quejaba de la cantidad de pobres que llamaban a la puerta o de cómo mermaba la despensa, los miraba con una mezcla de sorna y misericordia, una mirada que sus seguidores sabían que significaba: seguid acogiendo a todos los pobres, porque ya la Providencia se encargará de llenar sus platos.

Cuando al final de su existencia, dictó a dos frailes sus recuerdos e hizo una lectura religiosa de su vida, quiso que sus memorias se titulasen “Los caminos de la Providencia”. Estaba convencido de que la trama de su existencia la había tejido un Dios Providente. Miraba sus escasas fuerzas y las comparaba con lo que había hecho. Era imposible que de su poca inteligencia, de sus torpes manos y de su ruin corazón hubiese salido algo bueno. Dios lo había hecho todo. Sólo así podía explicar sus fundaciones.

Por eso, Luis Guanella aconsejaba:“Si creemos firmemente en la Providencia, nos haremos merecedores de ella. Pero debemos aceptar sus ritmos y maneras, trabajar denodadamente y alejar de nosotros cualquier ansiedad”.

 


 Próximo domingo: Cap. 2.- El pobre, ese otro Cristo.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Los santos de Quintanilla




Una mañana de octubre se pasó por el pueblo un amigo, periodista, músico, escritor y fotógrafo. Su nombre José Luis de Román. Autor de varios libros de fotografía, algunos de los cuales de considerable éxito como “Palencia años 20’ o la ‘Procesión va por dentro’. Sus fotografías han sido objeto de varias exposiciones. Recuerdo perfectamente la exposición ‘Buonifigli’, verdaderamente inolvidable y aplaudida, por retratar en blanco y negro a personas con discapacidad intelectual. Invité a mi amigo a visitar la iglesia parroquial. La señora Carmina, amable y servicial como siempre, nos abrió la puerta y nos autorizó a hacer algunas fotografías. Estas son las 19 instantáneas que el autor me ha regalado y que yo quiero compartir con todos los quintanilleros de nacimiento, de corazón, de amistad o de simpatía por este pequeño pueblo de Quintanilla de Arriba.  


Los santos del pueblo. La iglesia barroca del XVIII, con su sólida y altiva torre del XIX, alberga un buen número de santos, tal vez discretos por su calidad artística, pero sin duda valiosos por su valor religioso y sentimental. Ahí están. Nos acompañan desde el día que fuimos bautizados en la pila bautismal de piedra, hasta el día que alguien, piadosamente, nos lleve a la iglesia para un responso de réquiem. El altar mayor, después de una concienzuda restauración, luce en todo su esplendor ahora, todo oro y azules, columnas, angelotes, santos, y un precioso tabernáculo con el tema central de la fe: la resurrección de Jesús. Este altar acoge tres imágenes de bulto redondo, sin duda las de mayor valor artístico: En el centro, Nuestra Señora de la Asunción, titular de la parroquia, y a sus lados, las esculturas de San José y de San Bernardo (esta última probablemente por la influencia del monasterio cisterciense de Santa María de Valbuena, muy cerca). La escultura en madera policromada de San José es mi obra preferida. El Niño mira al cielo pero acaricia con su manita la barba de un San José, ciertamente tierno y dulce. Una imagen familiar que nos habla de un San José con corazón de padre.

La imagen de la Purísima, una talla de vestir, y la imagen de la Virgen del Carmen, de escayola, flanquean el retablo mayor. La Purísima conoció solemnes meses de las flores, como se conocía antes al mes de mayo, con olor a lilas y lirios del campo, corona iluminada, colgaduras de telas azules que cubrían el altar neogótico, velas encendidas, ejercicio piadoso del mes de mayo, niñas con la medalla de la Inmaculada en su pecho. La Virgen del Carmen recibía, y aún recibe cada mes de julio, la plegaria de muchas mujeres devotas que, escapulario al cuello, la veneran y honran con su novena. Frente al púlpito, encontramos la Virgen de Fátima sobre un pedestal que imita el tronco de una encina. Hace alguna década unas humildes pinturas del Papa y de los pastorcillos con sus ovejas rodeaban a la Virgen, pero en una restauración de la iglesia se decidió cubrir –no sé por qué- estas pinturas.

Otros dos altares barrocos, de calidad inferior al retablo mayor, albergan un Crucificado y la imagen de la Virgen del Rosario. Esta última es una talla de vestir, con  su corona y su rostrillo plateados, y un armario con sus elegantes vestidos blancos. Es, sin duda, la imagen que goza de más cariño en todo el pueblo, y a la que cada primer domingo de octubre se saca en procesión, con la correspondiente danza de dulzaina y tamboril y la animada jota de los lugareños. Y también cada Pascua Florida, la Virgen sale de la parroquia, mantilla negra cubriéndole el rostro, para encontrarse con su Hijo resucitado, en realidad con la custodia parroquial.

Pero hay otros santos de los que no puedo olvidarme: No podía faltar la imagen de un San Isidro, de escayola, probablemente de la casa Olot, a la que el día de su fiesta (15 de mayo) le colocan un ramillete de espigas verdes en la mano y, para la procesión, le añaden los bueyes y el ángel al mando del arado. San Isidro es una de las dos fiestas locales que celebra Quintanilla. Aún hoy, los jóvenes agricultores le asoman a los campos, rememorando las antiguas rogativas en las que se imploraba la lluvia y las buenas cosechas.

La imagen de San Antonio también concita el cariño de unos cuantos feligreses. San Antonio es santo popular y tiene fama de atento y escuchador, algo noviero, pero también amigo de las avecillas del campo. Todo ello casa bien con este santo cariñoso y maternal siempre con el Niño Jesús en sus brazos.


La Sagrada Familia, de escayola, y de un buen tamaño, fue una de las piezas que más tardíamente se incorporó a la iglesia. Dulzura en los rostros, colores alegres, y un altar neoclásico de madera sin policromar,  de moda en la época en que una familia de la Villa de Quintanilla donó al templo, según consta en la lápida.

No puedo olvidarme del Niño Jesús y del San Juan Bautista Niño, colocados en el altar del Crucificado. Dos niños de estilo barroco, muy hermosos. El Niño Jesús desnudo y el San Juan Bautista, de vestir.  Y acabamos con una imagen rústica, quizás algo pasada de moda, ahora diríamos políticamente incorrecta, pero que forma parte de la religiosidad popular de una determinada época, un Santiago matamoros, que se conserva en el pequeño museo de la Capilla del Bautisterio, en cuyo centro encontramos las sólida pila bautismal.

Santos, Vírgenes y Cristos que, desde sus altares, nos veían llegar y marchar de la única nave de esta sencilla iglesia. Han asistido a misas y rosarios, bodas, bautizos, comuniones, confirmaciones y entierros, también a algún Cante de Misa. Han escuchado plegarias, súplicas, oraciones. Santos que han conocido las carreras y las travesuras de los niños entre los bancos, también la charleta de los hombres en el coro, durante alguna homilía algo aburridilla, o la cabezada de alguna feligresa, o las señas y guiños de alguna pareja de novios. Menos mal que los santos son tan discretos que nunca han ido con el cuento al cura de turno.  

En fin, la vida. Santos de madera y de escayola, ante los que los buenos quintanilleros (también conocidos como rucheles) han suplicado la paz en tiempos de guerra, la lluvia en tiempos de sequía, la vida de los seres queridos en tiempos de enfermedad y el descanso eterno en días de entierro. Estos santos forman parte del paisaje de Quintanilla, lo mismo que la calle de Somorrostro, los bares del pueblo, la Plaza Mayor, la Función y su chisquereta, la Fuente de los machos, la Turruntera, el chocolate de San Juan, la Robleñada o las Peñas de Roldán.

Estas Vírgenes que han salido en procesión vestidas como novias, ante las que se han encendido velas y a las que se han ofrecido ramos de flores. Estos Santos y estos Cristos que han escuchado el volteo de las campanas en los días de fiesta o el doblar a muerto en las tardes de dolor. Estos santos, querámoslo o no, son parte también de nosotros. Puede que ya no se les rece tanto como antes. Quizás no se les pidan tantos favores y milagros, pero nos alegran un poquito el corazón cuando entramos en la iglesia. Son unos vecinos más de nuestro pueblo.

Y sin embargo, además de los santos de madera y escayola, ha habido -y hay- otros ‘santos de carne y hueso’ en Quintanilla de Arriba. Han visitado enfermos, han repartido limosnas o han dejado una cesta de manzanas o una torta de chicharrones en la casa del necesitado, han acercado a ancianos o enfermos al ambulatorio, han hermoseado y mejorado el pueblo, han cuidado a las gentes, han sonreído a los tristes o han acogido a los forasteros que emprendían una nueva vida en el pueblo, han dado palique en la solana a los mayores, no han despellejado ni pleiteado con los vecinos. Se han alegrado con los felices y han consolado y abrazado a los tristes en tiempos de desdicha y muerte. Han hecho, en definitiva, la vida un poco más fácil y llevadera a sus compaisanos y vecinos. Estos hombres y mujeres de carne y hueso merecen, faltaría más, un sitio en mi corazón.

















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