jueves, 27 de abril de 2023

Cap. VI - Un cuarteto para la sinfonía de una vida (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

                                              SEGUNDA PARTE

DEVOCIONES Y ESPIRITUALIDAD DEL HERMANO JUAN

 


Nota inicial: El Diario y los otros escritos           

De la primera lectura del Diario y la Autobiografía, sólo recuerdo un cierto sentimiento de decepción. Juan Vaccari había vivido en Roma en un momento clave de la Historia del Mundo y de la Iglesia, desde un observatorio absolutamente privilegiado, como era el Palacio de la Cancillería, al lado del cardenal Clemente Micara. Y sin embargo, los grandes acontecimientos apenas ocupan una línea en su atención. Este hombre que había sido ‘cofundador’ de la obra guaneliana en España. Este hombre que había tenido acceso a altísimas personalidades y también a sombrías confidencias... no había dejado apenas rastro en sus escritos. Ni una crónica grandilocuente, ni deslumbrantes reflexiones, ni chismes rastreros.

El error estaba en mí: esperaba una vida novelesca y cinematográfica, y me encontré con la historia de un enamorado de su Padre y de su Madre, un cristiano cabal que mira con exigencia sus propias faltas y con ternura  las faltas ajenas.

A medida que fui releyendo sus escritos, me di cuenta de que, si bien es cierto que el Diario del hermano Juan no es un diario apasionante, para consumir como un best-seller literario, es verdad que refleja muy bien su alma, las notas dominantes de su carácter.

Juan Vaccari va a lo esencial, no se pierde en dimes y diretes, no busca la floritura literaria, o la crónica afilada de una época. Para eso están novelistas y periodistas. Va directo al grano: la salvación del alma, mediante la revisión continua, la conversión y el perfeccionamiento interior.

Por eso, podríamos resumir los escritos del hermano Juan en pocas palabras: la oración a todas horas. Una súplica continua, reiterada, como las súplicas de los niños, que no se cansan nunca de pedir a su padre un caramelo o un balón. Y una alabanza a todas horas a Jesús, María y José. Éste es el hermano Juan. No escribe, no redacta. Él simplemente reza. Laudes, la eucaristía, el rosario o el Diario son la misma cosa. No hay distinción entre el Juan que, arrodillado, se extasía ante el sagrario, y el Juan que, con el flexo encendido y el cuerpo agotado, escribe cada noche en su cuaderno. 

El 20 de marzo de 1952, en la estación ferroviaria de Ostiglia (provincia de Varese) mientras esperaba el tren, Juan Vaccari emborrona la primera página de un cuaderno-diario. Las últimas anotaciones las hace en Aguilar de Campoo el 28 de septiembre de 1971, once días antes de su muerte. El Diario constituye una fuente importante para el conocimiento de la vida y la espiritualidad del hermano Juan.

Pero además, contamos con otros escritos suyos.

La ‘Autobiografía’. Así llamada y escrita entre 1963 y 1967, probablemente por imperativo de su confesor o de su padre espiritual. Son apenas diez folios, y casi la totalidad de ellos se refiere a la crónica de los primeros 20 años de su vida.

Las ‘Cartas’. La mayoría de cartas que ha llegado hasta nosotros están dirigidas a sus familiares (especialmente a su hermano Antonio, con el que vivía su madre). En ellas se refleja el Juan más humano, más alegre y más expansivo, especialmente cuando escribe en el dialecto de su infancia.

Las ‘Reflexiones’. En casi todos los casos se trata de escritos-borradores, guiones empleados para sus charlas, sus palabras a los hermanos legos de Barza, sus célebres ‘pensamientos de las buenas noches’, dirigidos a los niños de Aguilar de Campoo. Reflejan su espiritualidad sencilla, pero concreta.

            Al inicio de su autobiografía escribe este párrafo que resume bien el porqué último de su escritura: “Cuando, de tarde en tarde, releo algunos pensamientos concernientes a mi vida –inestimable don de Dios- me parece que me ayudan a reflexionar, meditar, y a tomar decisiones correctas. Y sobre todo, me hacen pensar cuán bueno y cuán misericordioso ha sido el Señor conmigo, por soportarme hasta este momento, no obstante todas mis imnumerables miserias, pecados e infidelidades”.

Esta Segunda Parte, dedicada a la espiritualidad del Hermano Juan la he dividido en dos partes: Devociones y Características de su espiritualidad.

 

CAP. VI – UN CUARTETO PARA LA SINFONÍA DE UNA VIDA

 (Las cuatro devociones del hermano Juan)

Cuando se intenta explicar al hermano Juan, ya es un clásico hablar de las cuatro devociones que marcaron su vida. Lo sabemos por los testimonios de las personas que convivieron con él, por sus catequesis a los niños del colegio San José, y por sus escritos varios. Si desplegamos su Diario y damos al buscador de google, nos encontramos con algunos resultados claros: La voz ‘María’ aparece 515 veces. La voz ‘Madre’ (palabra con la que habitualmente se dirige a la Virgen, nos da otro medio millar, aunque habría que descontar las veces en las que utiliza la voz “madre”, para referirse a su progenitora, Carmela). Si sumamos las voces ‘Jesús’, ‘Señor’, ‘Cristo’ y ‘Eucaristía’, obtenemos un resultado de 732 veces. El término ‘José’ aparece 564 veces. ‘Luis’, ‘Guanella’ y ‘Fundador’ suman 190 ocasiones.

 

1.- Jesús Eucaristía: presencia que enciende el corazón

Una típica y tópica plegaria del hermano Juan podría ser la que escribe el 17 de abril de 1966:  Oh San José, oh mi beato fundador, enamoradme de Jesús Eucaristía”. Jesús en la Eucaristía es una presencia que llena todo el ser. Y es también una presencia que anima el corazón con su calor y lo ilumina con su luz.

En la Autobiografia, al evocar su primera comunión, comenta: “Áquel fue mi primer encuentro con Jesús. La vida de mi alma iba adquiriendo su fisionomía.”.  Cuando escribe estas palabras está en plena madurez y comprende que su alma ha sido modelada por la Eucaristía hasta convertirse, en palabras de su biógrafo, el P. Carlos De Ambroggi, “en el componente fundamental de su espiritualidad“.

Aquel “bellísimo encuentro”, como llama al día que se acercó por primera vez al “banquete eucarístico”, no se borrará jamás de su  memoria. Cada 17 de abril, lo conmemora con alegría y agradecimiento: “Mañana, 17 de abril de 1961, se cumplen 40 años de mi primera comunión junto a mi hermano Marcelo. ¡Cuántas gracias desde aquel bellísimo encuentro, oh Jesús mío! ¡Cuántos favores, cuántas inspiraciones, pero también cuántas miserias! Que no deje nunca de agradecer tu infinita bondad, oh Jesús mío”.

Para Juan hay una total y perfecta identificación entre Jesús y la Eucaristía. Jesús no está en la Eucaristía, Jesús es Eucaristía.  Y desde allí, desde ese misterio, sostiene su vida, la potencia, la ilumina, la dulcifica.

Está convencido de que la Eucaristía es el mejor ‘invento’ que Jesús podía realizar para quedarse entre nosotros: “Jesús, después de inventar su morada en mi interior, la Eucaristía, invención que sólo la sabiduría, la omnipotencia y el amor infinito de Dios podían concebir, entregó su cuerpo a los verdugos”. Solo después de entregarse a los que había amado hasta el fin, se entrega en manos de sus enemigos. Antes de ser un crucificado, Jesús ya es Eucaristía.

Durante los ejercicios espirituales de 1967, expresa en forma de diálogo sus pensamientos acerca de la misa:

- «No soy sacerdote y por eso no puedo celebrar la santa misa».

- «Es verdad, pero puedes unirte al celebrante todas las veces que me ofrece al Padre eterno… Vive en cada instante esa total consagración tuya a mi amor, y tu vida transcurrirá en unión conmigo y así también tú podrás celebrar todos los días de tu vida tu santa misa».

Con esta actitud participa en todas las misas que puede, y las vive con intensidad, especialmente durante sus peregrinaciones a los santuarios marianos de Comuna, Loreto, Lourdes, Fátima... etc. “Hoy escuché dos misas... esta mañana ayudé en dos misas..”

¡Y cuántas horas ante el Sagrario! En los recreos durante su etapa de seminario en Fara Novarese, en la capilla de Barza entre puchero y puchero, en la capilla privada del Palacio romano durante las largas noches de asistencia al cardenal enfermo, y en el colegio de Aguilar, donde una hermana guaneliana atestigua haber sorprendido al Hermano Juan más de una vez a las cinco de la mañana, arrodillado en la grada del altar, inmóvil con los brazos abiertos!

Ante la Eucaristía descubrimos sus momentos más intensos de oración contemplativa: “En el silencio más absoluto... porque necesito escuchar tu voz, tus llamadas, tus enseñanzas, ver con tus ojos y amarte con tu corazón”.

El Hermano Juan comprende que la Eucaristía es el resumen de la vida de Jesús y que en ella encontrará la fuente donde saciar su sed:  Jesús, haz que penetre cada día más en tu amor, tu humildad, tu caridad, tu obediencia, tu dedicación; virtudes que se juntan en tu vida eucarística”. Y también: “Oh, Corazón Santísimo de Jesús, enamórame de la Eucaristía, y que pase en tu compañía todo el tiempo que pueda” (5-8-66).

Un texto escrito durante sus últimos Ejercicios espirituales en el verano de 1970 podría resumir su “cristología”: “La fuerza del amor. Actuar con amor, aceptar con amor, hablar con amor, ver bajo la luz del amor. Jesús me amó, y me amó con amor infinito, a pesar de mis infinitas miserias e infidelidades. Me amó, o sea, fui objeto de sus pensamientos; su corazón latió por mí, su sangre se derramó por mí. Bajó del cielo, peregrinó, sufrió, habló, murió, resucitó, se dio como comida en la Eucaristía por mí. Y todo esto porque me ama.  ¡La fuerza del amor!”

En una ocasión, después de recibir la comunión, escribe que el “silencio ante la Eucaristía lo enamora”. En otro momento, abril de 1971, pone en boca de Jesús las palabras: “Tengo sed de tu amor”. Jesús tiene sed del amor de Juan. Poesía y mística unidas. Y nos recuerda aquella frase de Teresa de Ávila. “Si tú eres Teresa de Jesús, yo soy Jesús de Teresa”

Al finalizar unos ejercicios en Nanclares, en la Casa de los Hermanos de la Instrucción Cristiana, anota: “Ha sido la primera vez en mi vida que he tenido la gran suerte de recibir la santa comunión bajo las dos especies. Oh, Jesús, que tu cuerpo y tu sangre me hagan en seguida santo” (1967).

 

2.- María: madre que cuida y protege 

En las bodas de Canán, María dice: “haced lo que él os diga”. María señala a Jesús, María lleva a Jesús. María conduce a Jesús. El hermano Juan ha ido a Jesús de la mano de María. Pero la devoción del Hermano Juan no es mariolatría, algo que sucede a menudo en las gentes que han separado a María de Jesús, y la han convertido en poco menos que un ‘dios’. En la romería de la Virgen del Rocío, en Andalucía, se ha escuchado muchas veces “aquí no hay más Dios que la Virgen”. Y en México, un niño, a la pregunta de su catequista “¿Quién es Dios?”, contestó cándidamente:  “Dios es la Virgen de Guadalupe”, lo que, probablemente, afirmarían sin ruborizarse muchos mejicanos. No es así para el hermano Juan: María es intercesora privilegiada ante Jesús: ayuda, puente, protección, compañía, caricia, consejo, inspiración...

El Hno. Juan así lo certifica: “Oh María, Madre mía, después de a Dios, todo te lo debo a ti”. María es su ideal, su inseparable compañera de viaje, su mamá celestial: Oh María, que en todo y para todo actúe, hable y piense como vos. Vos sois mi ideal, mi pensamiento dominante”. El P. Carlos, su primer biógrafo, ya lo dejó claro: “Sin la devoción a la Virgen, sería imposible comprender la espiritualidad del Hermano Juan”.

Como he recordado más arriba, “María” y “Madre” son las dos voces más repetidas en su Diario. Se podría incluso escribir su biografía siguiendo los pasos de su relación con María. Desde el Avemaría que mamá Carmela le enseñaba mientras preparaba la polenta en su tierna infancia, hasta las innumerables visitas a santuarios marianos, pasando por ese desgranar continuo de rosarios, jaculatorias y oraciones a María. En los momentos más importantes de su vida está presente María. Así, recordando la fecha de su primera comunión, escribe: “que me disponga a recibiros como lo hizo la Virgen…”; y cuando trae a la memoria su adolescencia: “la medicina más potente para salir victorioso de las tentaciones es la devoción a la Virgen María”. Y durante toda su vida: “Oh María, enamoradme de vos y con  eso me basta”.

Cuenta su hermano Pedro, también guaneliano, que Juan organizaba peregrinaciones al Santuario de la Virgen de la Comuna (Ostiglia), en bicicleta o enganchando el caballo a un carro donde subían unos cuantos jóvenes del pueblo. A la Virgen de la Comuna se encomienda para que le ilumine en su vocación y le muestre el camino antes de que concluya el año santo de 1933.  Y así sucede.

Al entrar en la Congregación de los Siervos de la Caridad, descubre a María como Madre de la Divina Providencia. Todas las peregrinaciones y visitas a los distintos santuarios, Comuna, Loreto, Lourdes o Fátima, son para él jalones que marcan con un plus de devoción su existencia.  

Un enamorado no puede por menos que hablar de quien se ha enamorado o mejor de quien le ha enamorado. ¡Cuánto se afanó por dar a conocer, amar y honrar a la Virgen María! Los seminaristas de Aguilar recuerdan que el Hermano Juan les hablaba de la Virgen, con la emoción y la naturalidad con la que uno habla de su madre terrenal.

Sus numerosas cartas siempre comienzan con «Ave María» y son una continua invitación a confiar en ella y a vivir la devoción filial. En una carta del 1948, dirigida a los hermanos coadjutores, les invita a “marianizar” toda la jornada. En otra que lleva por título “Dejarse guiar por la Virgen”, presenta la necesidad que todos tenemos de un guía en nuestro camino. Y propone como guía segura a María, que Jesús nos dejó como madre en la cruz. “La Virgen nos ha proporcionado un alimento celestial: Jesús Eucaristía; y, como Madre celestial, nos facilita cada día la meta radiante que debemos alcanzar, o sea, nuestra santificación”. En otra carta posterior dirige a los frailes legos estas palabras: “Animados por una devoción filial hacia la Madre celestial, entreguémonos con entusiasmo a la tarea de darla a conocer y a amar por todos, con todas las formas de apostolado práctico y familiar que sean útiles“.

Y a esa tarea dedica sus mejores energías creativas: envía libritos sobre la Virgen, regala estatuillas de la Inmaculada, de la Virgen de Fátima y de Lourdes a parientes, hermanos de religión, amigos y bienhechores. En sus años de Barza, promueve la iniciativa de erigir una capilla a la Inmaculada en la aldea de Monteggia. Elabora un concurso mariano de preguntas, inspirado en un famoso programa italiano de televisión de la época “Lascia o raddoppia” que envía a familiares y amigos de Monteggia. Sus visitas a Lourdes, hasta ocho, son momentos de alta intensidad espiritual, de coloquios íntimos, de súplicas ardientes por las necesidades de tantos conocidos.

Muchas personas se unieron a él en lo que Juan denominaba ‘cita mariana’, es decir, el rezo de tres Avemarías antes de acostarse, para pedir los unos por los otros. Una oración que en su años en Roma recitaba de rodillas sobre un bastón que, más tarde, regaló a un amigo de Roma, Alfredo, encareciéndole a no divulgar el secreto de esta pequeña disciplina.

Pocos meses antes de su muerte escribe esta oración mariana: “Gobierna, oh madre mía María, y reina sobre mi alma, mi corazón, mis sentidos, mis facultades, mis deseos y sobre todo mi ser. Que sea instrumento dócil en tus manos. Pido amarte y hacer que te amen y que amen a Jesús, a San José, a la santa Iglesia, de la cual eres la reina, y a la congregación, para la que eres Madre de la Divina Providencia”.

            Y una última reflexión sobre la Virgen, probablemente un borrador de una catequesis: “María está a tu lado en todos los momentos de tu vida: en las alegrías y en las pruebas, sean las que sean, allá donde te encuentres, solo o en compañía. Que esto te consuele y te anime, porque nunca estás solo. Un hijo, aunque huya de la mirada de su madre, nunca huirá de su amor ni de su corazón ni de su pensamiento”

            Hay una frase que el hermano Juan repite a menudo y que indicaría su abandono y su misticismo: “Soy todo tuyo, ya no me pertenezco”. Siempre, excepto en dos ocasiones, esta oración va dirigida a María. Juan fue un hombre de María. Juan de María, podríamos llamarle, y no nos equivocaríamos.  

 

3.- San José: docilidad a los planes de Dios 

La vida de San José tiene no pocos paralelismos con su propia vida. Por caminos no soñados transcurrió la vida de San José y también la del hermano Juan. La obediencia y la humildad adornan al esposo de María y también a Vaccari. San José, un hombre del silencio, de conciencia, justo, recto, un hombre que aceptó los planes de Dios diferentes a los suyos, un hombre que permaneció al lado de María y Jesús en el camino amargo del exilio… fue para Juan Vaccari el modelo a imitar y hacer imitar. A imagen de José, Juan permaneció donde Dios le pedía. San José no fue ‘padre’, pero ejerció una paternidad diaria sobre Jesús. Juan Vaccari no fue ‘padre’ (sacerdote), pero ejerció toda su vida una paternidad pastoral y caritativa. Este fue su horizonte. El silencio bondadoso de San José fue el espejo donde se miró. Por ello, aquella tarde en que se descubrió la hermosa estatua de San José en el Colegio de Aguilar, en medio de encendidos discursos, bendiciones y banderines al viento, fue una de las más felices de su vida. Misión cumplida, podría haber escrito en su Diario. En la oración de completas de aquella noche del 2 de mayo de 1971 pudo rezar con verdadera confianza filial: “Nunc dimittis”. “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y así fue, en cierta forma. Faltaban menos de seis meses para “irse en paz”.

San José es otro de sus grandes amores.  Escribe en sus apuntes: “Oh San José… aumenta en mí una fe viva hacia la Eucaristía y un amor filial a la Virgen santísima”. Jesús, sed mi luz. Oh María, sed mi esperanza. Oh San José, sed mi refugio”.

El Hermano Juan que tanto amaba a la Virgen, comprendió muy bien, como Santa Teresa de Ávila, que el mejor camino para llegar a la Virgen era el culto a San José. Veía en San José el modelo perfecto del religioso: “Oh San José, que viva mi fe, una fe convencida como la has vivido tú, como la has practicado tú... Haz que viva una vida similar a la tuya, sobretodo en la humildad... ayúdame a ser santo en el ejercicio dela caridad... Querido San José, que santifique siempre mi trabajo bajo tu mirada y la mirada de Jesús y María”.

Un modelo de santidad al alcance de todos como escribe en la carta “San José, hombre de buena voluntad”, enviada a los hermanos legos guanelianos: Observemos la vida de San José. No ha hecho cosas extraordinarias, pero ha hecho las cosas ordinarias de modo extraordinario. Aquí está encerrada toda su santidad. Hermano, tú que por vocación estás llamado a la santidad, intenta traducir en la práctica el mensaje que nos sugiere San José: Oh Siervo de la caridad, ¿quieres ser santo? Ten siempre tanta buena voluntad”.

¿Qué pedía el hermano Juan a san José?

Un poco de todo. Por un lado, cosas elevadas y espirituales: la santidad, la fe, la cercanía a Jesús y a María, el amor por la humildad, el silencio. Pero también cosas más prácticas. Cuando le encomiendan en España la economía del Colegio de Aguilar, le pide a San José que sea él el ecónomo, porque no se siente preparado para una tarea tan complicada como la de llevar las cuentas del colegio. Le pide, asimismo, que sea guardián del colegio.

Y le pide algo también muy peregrino, que casi nos hace sonreír: “Échame una mano con el español, porque me cuesta y lo necesito”. Así que Juan, sin saberlo, convierte a San José en Patrón de las Escuelas de Idiomas y de los traductores. Y casi tiene su lógica. San José tuvo que hacer frente a un idioma extranjero cuando huyó de Belén. ¿Cómo se las arreglaría san José para entender y hacerse entender en Egipto con sus jeroglíficos y su enrevesado idioma?.

Y a San José se encomienda cuando arranca el coche y empieza sus largas jornadas por carreteras mal parcheadas, que se volvían intransitables en mañanas de hielo y nieve. En una ocasión estuvo a punto de precipitarse al vacío: “Muchas gracias, San José, por habernos protegido de un peligro grande en la excursión que hicimos hace una semana por la zona de Asturias. Conmigo estaban el padre José Cantoni y los hermanos Pedro Tomasetti y Juan Bernasconi. De noche, a una velocidad de unos 70 kilómetros por hora, en una recta, vimos que de repente la carretera se cortaba. El P. José exclamó “¡dónde vamos!”. Yo pisé el freno todo lo que pude. El coche derrapó, pero se detuvo al borde del precipicio”.

 

Pero su petición más insistente eran las vocaciones a la vida religiosa y al sacerdocio, especialmente durante el período trascurrido en España: Oh querido santo, multiplicad y santificad a los seminaristas presentes y a los que vendrán a vivir en vuestra casa”. No podía llevar otro nombre el primer seminario en España que el de San José. Buscar y rezar por las vocaciones fue una misión constante durante toda su vida y más alla´: “Cuando llegue al paraíso intentaré ayudaros (San José) en este apostolado: suscitar muchas y buenas vocaciones”.

¡Cuánto trabajó para vivir y difundir la devoción a San José!: “Hablaré a todos siempre de tu protección y de tu poder”.

Iba repartiendo estampas a los que encontraba y regalando cuadros de San José para que los colgasen en sus habitaciones. También la cocina del Colegio San José de Aguilar estaba bajo la mirada del santo, excepto en una ocasión, precisamente el día de su fiesta, 19 de marzo. Bajó a la cocina y vio el cuadro de San José dado la vuelta contra la pared. La ocurrencia había sido de la hermana cocinera, sor Clelia, enfadada porque se le había quemado la tarta que había preparado con todo cariño para los invitados. Cuentan que el Hermano Juan se ofendió mucho y que, casi con lágrimas en los ojos, le dijo que aquello no estaba bien; dio la vuelta al cuadro y le sugirió que hiciera otra tarta y que ya vería lo rica que le saldría.

No podemos terminar este apartado sin mencionar otra de las tareas importantes confiadas a San José: la salvación de los agonizantes. A tal fin, San Luis Guanella había fundado la Asociación de la Pía Unión del Tránsito de San José a la que el Hermano Juan se había inscrito al comienzo de su vida religiosa. Durante su estancia en Roma, acudía con frecuencia a su templo titular, en el barrio del Trionfale, para ofrecer oraciones y sacrificios por la salvación de aquellos que se encontraban a las puertas de la muerte. Manifestó gran alegría cuando supo que la Pía Unión había arraigado en España y que, aunque diezmada durante los turbulentos años treinta del siglo XX, volvía a florecer poco a poco. Soñaba ya con una sede nacional en Madrid, para la cual trabajó ilusionadamente, aunque sus ojos no vieron ese momento, ya que la sede fue abierta pocos años después de su muerte.

También para él mismo pedía una buena muerte: “Oh mi querido patrón San José, ayúdame a prepararme en cada instante a una buena muerte... Haz que cada día me desprenda más de las cosas y de los afectos terrenales para desear unicamente el paraíso”.

En una línea del Diario está escrito esto: “Contemplo el camino de San Jose: no hablar sino obrar”

 

4.- Luis Guanella: modelo de servicio y caridad

 

Cuando en 1933, Juan Vaccari entra en los Siervos de la Caridad, Luis Guanella hacía tan solo 18 años que había muerto. Su memoria aún estaba fresca. Cohermanos y asistidos en las casas mantenían vivos sus gestos y sus palabras. Y cada uno tenía su pequeño ‘evangelio’ del Fundador y Padre. Su sucesor, Don Mazzucchi, se había lanzado a una inmensa tarea de recopilación y síntesis de la biografía. En este ambiente guaneliano de ‘ya no, pero aún todavía’, vive el Hermano Juan.

La devoción y el amor a Don Guanella fueron creciendo de año en año, desde ese 20 de octubre de 1933 en que por primera vez puso los pies en la casa guaneliana de Fara Novarese. No fue un estudioso del Fundador, ni se acercó a él con espíritu científico para escudriñar sus escritos y aprehender los rasgos esenciales de su espiritualidad. El fue un simple trabajador en la viña guaneliana, un imitador, un hijo fiel que siguió, a pocos pasos de distancia, al Fundador. Por eso en su testamento, pudo decir: “Quisiera morir en la Fe Católica, Apostólica y Romana, como hijo de mi Santo Fundador, el Siervo de Dios Luis Guanella”.

Es más, emplea un adjetivo un poco sorprendente para referise a su  pertenencia a los Siervos de la Caridad: “Amar y honrar mi vocación. Me siento supercontento de pertenecer a la querida Congregación de los Siervos de la Caridad”.

Casi siempre que reza a Luis Guanella es para pedirle que haga de él un buen siervo de la caridad. La unión de estos dos palabras, servicio y caridad, dicen mucho del hermano Juan. Su vida fue servir y amar.

En los años en que estuvo al servicio del cardenal Micara, en cuanto tenía un minuto dejaba el Palacio de la Cancillería y marchaba raudo a una de las casas guanelianas de Roma, especialmente en medio de los buenos hijos y de los ancianos de Via Aurelia Antica, pero también a la basílica de San José del Trionfale.

La distancia aumentaba la melancolía por el hogar guaneliano: “Dentro de unos días, volveré a mi casa de Barza”. En sus años de ‘exilio romano’ (y no es una figura retórica. El hermano Juan fue un migrante, un exiliado, un refugiado en el Palacio de la Cancillería en Roma), nunca se olvidó de que su verdadera patria era ‘Casa Guanella’: “Por fin, podré vivir, por algún tiempo, la vida de comunidad y tendré la posibilidad de estar cerca de los superiores, los hermanos guanelianos y los bienhechores”. Y también, al abandonar la casa guaneliana de Barza, después de unos días de vacaciones y regresar a sus ocupaciones junto al cardenal, escribe: “He de reconocer, que este periodo junto a los cohermanos me ha dado mucha fuerza. Un gracias a ti, Madre mía Celeste, por otorgarme esta gracia. Te pido que bendigas y consueles a mis superiores por haberme concedido este favor”. 

La Casa Madre de Como, donde está la tumba de Luis Guanella, es un oasis, un remanso, el lugar donde los hijos pueden sentir más de cerca la presencia del padre que vigila su sueño y alienta sus trabajos. Allí, junto a su cuerpo, se siente la culpa por el mal y el anhelo por el bien:  “Me he acercado hasta la capilla donde se encuentran los restos mortales del Venerable Fundador. Y allí, en soledad, me he quedado durante mucho tiempo rezando y llorando. Sí, oh Don Luis, he llorado de emoción, de arrepentimiento y de súplica. Oh, Don Luis, verdaderamente santo, tu conoces mi fragilidad y mis miserias. Ayúdame a ser un siervo de la caridad cada vez más digno de ti” (Diario, 3-10-64). 

Las jaculatorias a Luis Guanella se suceden en su diario. “Oh, Don Luis Guanella, mi Venerable Padre, acuérdate de mi y bendice toda toda tu gran obra y suscita santas vocaciones”. Y se agolpan las súplicas: “Oh Luis, santo, haz que, en todos nosotros, tus hijos, penetre el espíritu de genuina caridad, de sumisión, de obediencia, de pobreza, de sacrificio, de pureza y de entrega absoluta de nuestras voluntades a la de Dios. Oh Don Luis, asiste, asiste a la Congregación, tuya  y nuestra; aleja de ella el espíritu de rebelión y llénanos del fervor por el sacrificio y por la santidad” (Diario 3-10-64).

Con alegría vive los días previos a la ceremonia de Beatificación que tuvo lugar en Roma el 24 de octubre de 1964: “Aquí estoy, Madre mía, para daros las gracias por formar parte de la querida Congregación de vuestro devotísimo hijo luis Guanella, que dentro de unos días será beatificado”. “De hoy en una semana, en la fiesta de Cristo Rey, tendrá lugar la Beatificación, en San Pedro, del gran Apóstol de la Caridad, Don Luis Guanella”.

Inseparable de su devoción a Luis Guanella es el amor a la Congregación. Reiterada, casi monótona, suplica al Señor para que asista y para que bendiga a sus superiores. Esta petición resulta, cuando menos, llamativa en una momento en que el principio de autoridad empezaba a contestarse y a resquebrajarse: “Oh, Madre mía, bendice a mis queridos superiores”. “Ha sido elegido como Superior General Don Armando Budino. Oh, María, ayúdale, ilumínale y consuélale en la ardua empresa que le han encomendado” (Diario 15-8-64).

           En los años romanos, en razón de su cercanía al vicario del Papa para la diócesis de Roma, cardenal Clemente Micara, tuvo ocasión de saludar a Juan XXIII y a Pablo VI. Y siempre les pidió lo mismo: “Una bendición para la Obra Don Guanella”.

Cada ocasión para dar a conocer la figura del Fundador es buena y debe ser aprovechada. Así, con alegría anota en su Diario que, al finalizar los Ejercicios Espirituales en Nanclares ha podido hablar a todos los participantes sobre Don Guanella: “Ayer, he dado a conocer a nuestro Beato, para lo cual he hablado de algunos rasgos de su espíritu”. 

Y siempre una oración constante en sus labios, anotada decenas de veces en su Diario y en sus cartas: “Hazme un digno siervo de la caridad, humilde, paciente, caritativo y obediente”.













domingo, 23 de abril de 2023

Tolle, lege


           Una tarde del año 385, Agustín está en el jardín de su casa de Milán, inquieto y desasosegado. En su interior se está produciendo una borrasca, una tormenta, una batalla entre la parte del Agustín que quiere hacerse cristiano y la otra parte de Agustín que quiere seguir como si no hubiera Dios. En ese momento llega a su oído la voz cantarina de un niño que repite con soniquete “Tolle, lege; tolle, lege” (Toma y lee, toma y lee). Al principio piensa que se trata de un juego infantil. Pero inmediatamente cree que es la voz de Dios que le invita a tomar el libro y a leer. La epístola de San Pablo a los Romanos está sobre la mesa del jardín, abierta en el capítulo 13, versículo 13, donde se invita a “proceder con decencia, como de día: no en comilonas y borracheras, no en orgías y desenfrenos, no en riñas y contiendas”. En ese preciso instante, Agustín tuvo la certeza que debía adherirse a los seguidores de Cristo.

La primera mujer que presentó una tesis de filosofía en Alemania, Edith Stein, la colaboradora y alumna predilecta de Edmund Husserl, la pensadora profunda, la buscadora de la verdad por los caminos de la razón, la proscrita por las leyes raciales nazis de su tiempo, para enseñar o publicar un libro, tomó un libro al azar de la bien nutrida biblioteca de unos amigos, donde estaba pasando unos días. Era el Libro de la Vida, de Teresa de Cepeda y Ahumada. No pudo cerrar los ojos hasta que lo terminó, justo a las primeras luces del alba. Cerró el libro y pensó “esta es la verdad”. Años más tarde entró en el Carmelo, para acabar finalmente en un horno crematorio de Auschwitz, compartiendo idéntica suerte a la de tantos judíos.

El libro Stoner, de John Willians, arranca cuando el protagonista, nacido en una familia de granjeros humildes, llega a la Universidad de Missouri para estudiar agricultura. Pero un buen día el profesor de literatura, Archer Sloane, se dirige a él: "Shakespeare le está hablando". Stoner escuchó y leyó a Shakespeare y se preguntó qué hacía él en agrícolas. Cambió de carrera. Terminaría por ser profesor de literatura en la Universidad, donde seguiría contagiando a otros el veneno de los libros.

Casi como un deber, Adán Breca, al último momento, metió en la maleta El Quijote y se marchó camino de Italia para vendimiar en una hacienda agrícola, en Umbria, que intentaba recuperar, mediante el trabajo manual, a jóvenes con discapacidad psíquica. Después de las calurosas jornadas en los viñedos y de los cantos con los chicos discapacitados en el patio, se retiró a su habitación la primera noche. Abrió el Quijote. Pasó las noches en blanco y los días en turbio, sólo por seguir avanzando páginas y conociendo cada una de las venturas y desventuras del ingenioso hidalgo y de su escudero Sancho Panza. Alonso Quijano le fue invadiendo el cuerpo como una fiebre imparable. El mundo entero, el alma de cada ser humano, con sus múltiples contradicciones estaban ahí. La realidad entera era quijotesca y sanchopanzana, al mismo tiempo. No había más en esta existencia. Ni menos tampoco.

Como cada 23 de abril se celebra el Día del Libro, precisamente para conmemorar la obra ingente y eterna de dos grandes luminarias del mundo de los libros, William Shakespeare y Miguel de Cervantes.

¿Se lee o no se lee? ¿Se lee poco o se lee mucho? Probablemente nunca se ha leído tanto como ahora. Pero probablemente nunca se han leído tants sandeces y tantas cosas insulsas, insustanciales o tóxicas. La gente se pasa el día leyendo el whatsapp, el twitter, el instagram, el facebook y todos los demás apellidos hoy tan populares y millonarios (en seguidores y en billetes de banco) de las redes sociales. De manera que se lee mucho, pero se leen cosas que difícilmente transforman o se imprimen en la cabeza o en el corazón con huella indeleble. Kafka decía: “Creo que deberíamos leer sólo el tipo de libros que nos lastimen y apuñalen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un golpe en la cabeza, ¿para qué lo estamos leyendo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Dios mío, seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y el tipo de libros que nos hacen felices son el tipo que escribiríamos nosotros si tuviéramos que hacerlo. Pero necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos duelan profundamente como la muerte de alguien que quisimos más que a nosotros mismos, como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.

Aunque se empeñen en decirnos que todo es igual y todo tiene el mismo valor, también las lecturas y también los libros, no es así. No es lo mismo el hacer y el decir de Ulises en su viaje hacia Ítaca, que el útimo twit de Georgina Ronaldo sobre sus vacaciones. No son lo mismo los versos amorosos del Cantar de los Cantares, que las declaraciones empalagosas, cada mes, de una actor de moda sobre su último churri. No son lo mismo las voces sonoras de la Casa de Bernarda Alba, de Lorca, que el griterío Sálvame Deluxe. No es lo mismo el  movimiento tumultuoso del corazón de Enma Bovary, que los llantos y los gozos, previo abultado cheque bancario, de Ana Obregón en el Hola. No es lo mismo el “No me mueve, mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido”, que la homilía deshilachada y descabalada de un obispo de tercera.

Shakespare te habla a ti. Como te hablan Cervantes, Qohelet, Neruda, Lope de Vega, Natalia Ginzburg, Teresa de Cepeda, Stefan Zweig, Michel de Montaigne, Stendhal, Camoens, Fernando de Rojas, Manzoni, Dostoievski, Goethe, Virgilio,  o el autor de la Iliada...

Los Días del Libro, las Ferias o los programas televisivos dedicados a la lectura, probablemente no sirvan para mucho. Porque a quien no le gusta leer, difícilmente se le convencerá de que lo haga. Y a quien lee y lee de lo bueno, difícilmente se le convencerá de que lea únicamente el whatsapp, el catálogo de Ikea o las ofertas de Amazon.

Los grandes autores de la literatura nos hablan. Los protagonistas de las grandes obras literarias reclaman nuestra atención. Nos pueden hacer más libres, más sabios, más felices o, tal vez, más pesarosos y solitarios. Nos pueden hacer salir de nuestra modorra existencial, despertar de nuestro letargo, trastocar nuestra existencia e incluso enloquecer como le sucedió a don Quijote, y así cantar las verdades, sin callarse una sola, al mundo y a la posteridad. 

Las vidas de ficción de los héroes literarios son más verdaderas que las vidas de los que les dieron vida con la pluma. Don Quijote siempre será más grande que Miguel de Cervantes. Enma Bovary más grande que Gustave Flaubert. Jean Valljean más grande que Víctor Hugo. Aureliano Buendía más grande que Gabriel García Márquez. El Rey Lear más grande que Shakespeare. Dentro de dos mil años Ulises seguirá, astuto e inteligente, navegando por un mar color de vino, ganando o perdiendo, gozando o sufriendo las peripecias hasta llegar a Itaca. Don Quijote seguirá por los siglos de los siglos cabalgando a lomos de Rocinante por la Mancha eterna del mundo, encontrando arrieros, molinos como gigantes, apuñalando cueros de vino, aconsejando a Sancho Panza sobre el buen gobierno de la Ínsula Barataria, sufriendo las burlas de los Duques, y penando de amores por Dulcinea. En cambio, dentro de 24 horas, nadie recordará el último twit de un influencer con millones de likes y de retuiteos. Los grandes, los clásicos de la Literatura Universal, nos invitan a no conformarnos con menos que la excelencia. A pensar en términos de eternidad.






Cap. V – Un campo para sembrar vocaciones. Años 1965-1971 (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

Cap. V – Un campo para sembrar vocaciones. Años 1965-1971.


 Escenario: Aguilar de Campoo (Palencia – Castilla la Vieja (en la actualidad, Castilla y León) – España)

 

Aguilar de Campoo. Las Tuerces y el Cañón de la Horadada atestiguan la presencia del hombre desde hace unos 50.000 años.  En las peñas agujereadas anidaron las águilas, dominaron con su vuelo los cielos límpidos y dieron nombre a esta villa palentina que despide la meseta castellana y anuncia la montaña cántabra.

Vacceos, arévacos, cántabros, romanos, visigodos y pueblos bereberes pasaron por aquí y dejaron sus huellas y sus marcas. En 1255, el propio Alfonso X el Sabio, de paso por Aguilar de Campoo, la declara Villa Realenga. Los Reyes Católicos instituyen el marquesado de Aguilar de Campoo, uno de los primeros de España, para los Fernández Manrique. Y Carlos V, distingue al título con la dignidad de Grandeza de España, la más alta consideración nobiliaria europea, que permite a sus propietarios tutear al Rey, tratarle de primo y no destocarse en su presencia. El propio Emperador, de paso por la Villa, quiso visitar la tumba de Bernardo del Carpio, esforzado y leal caballero, vencedor en Roncesvalles. En los siglos siguientes, la historia de Aguilar de Campoo estará ligada a estos preclaros apellidos, Fernández Manrique, que acogieron en su casa al Emperador Carlos V, y que siguieron con lealtad a sus reyes por las Españas o a los que se encomendaron misiones delicadas en Roma. Por todo ello, sus sepulcros ocupan un lugar de honor en el presbiterio de la imponente colegiata gótica.

A Juan Martín, natural de Aguilar de Campoo, le cupo el honor de haber sido uno de los 236 marineros que participó en la expedición de Magallanes y Juan Sebastián Elcano que dio la primera vuelta al mundo. “Primus circumdedisti me”. Fuiste el primero que me diste la vuelta.

Villa recia e industriosa desde la Edad Media. Un importante barrio judío de callejuelas, mercaderes y prestamistas se vio diezmado con aquel desdichado edicto de 1492. La desamortización del siglo XIX acabó con una buena parte de la grandeza monumental del Monasterio de Santa María, de las Claras e incluso de la propia Colegiata.

En 1881, Eugenio Fontaneda empieza a hacer bizcochos, galletas y chocolates en el obrador de su pequeña panadería. Es el origen de una marca sin la cual no puede entenderse esta Villa. La galleta María, el producto estrella, estaría presente, varias décadas después, en todos los ultramarinos y tiendas de España y en muchos desayunos de los españoles.

El siglo XX es pródigo en acontecimientos: Nace un periódico local, El Águila. Nuevas congregaciones religiosas se asientan: Colegio San Gregorio, Colegio de la Compasión, Colegio San José.  En 1961 concluyen las obras del embalse bajo cuyas aguas quedaron anegadas Villanueva del Río, Frontada o Renedo de Zalina con sus casas, campanarios y cementerios. Solo la imagen querida de la  Virgen del Llano fue salvada a tiempo y entronizada en una nueva capilla.

La modernidad y el trabajo abundante llegarían Aguilar de la mano de la fábrica Fontaneda. A esta marca, se unirían también Galletas Gullón y Galletas Fontibre. Todas ellas convertirían a Aguilar de Campoo en uno de los pueblos más prósperos de España, y único por su característico olor a galletas recién horneadas.

Villa aureolada con un patrimonio artístico fuera de serie: Colegiata  de San Miguel, ermita de Santa Cecilia, castillo medieval, monasterios de Santa Mª la Real y convento de las Madres Claras, casas de los Marqueses de Aguilar, los Velarde, los Marco Gutiérrez, los Villalobo y los Siete Linajes, Puerta de Reinosa, Puerta de Torrejona, Puerta de Tobalina, Paseo Real y Cascajera… Y Villa con fama de inquietudes culturales, de rimbombantes juegos florales poéticos por las fiestas patronales de San Juan, de amantes y amigos del séptimo arte que llenan los cines Campoo y Amor con sus cineforums y con sus sesiones dobles …


En esta Villa de Aguilar de Campoo, al volante de un Fiat 1100, hizo su ingreso un 21 de octubre de 1965 un fraile italiano de 52 años. 

***    

 “Para que compréis caramelos a nuestros buonifigli…”

        Pocas semanas después de la muerte del cardenal Clemente Micara, Juan Vaccari abandona el Palacio de la Cancillería y vuelve a la que él siempre consideró su casa, Barza d’Ispra. Podríamos decir que en esos momentos se queda en ‘paro’. Casi por esas mismas fechas, el sacerdote guaneliano Carlos de Ambroggi aterrizaba en España con la idea de abrir un seminario y un centro para chicos con discapacidad. Después de algún intento fallido en Navarra, el lugar elegido para poner los cimientos de la primera casa guaneliana en España fue la villa palentina de Aguilar de Campoo, en Castilla.

El primer viernes de mayo de 1965, recogido en ejercicios espirituales en Barza d’Ispra y tal vez impresionado por la enfermedad, agonía y muerte del cardenal, Juan Vaccari redacta su Testamento espiritual definitivo. Con anterioridad, en su Diario, había dejado escritas algunas instrucciones respecto a sus bienes: mis libros para los hermanos legos de Barza; mi ropa para la casa San José de Roma; si queda algo de dinero, para los buonifigli. Incluso una vez escribe que “los juegos de cartas y de hacer bromas que se las den a algún seminarista para que alegre a los niños”. Su Testamento definitivo empieza así: “Me postro humillado y arrepentido a vuestros pies crucificados, o Jesús, mi Salvador”. Y el Testamento continúa con altas consideraciones espirituales de petición de perdón por las ofensas hechas, de agradecimiento por todas las gracias recibidas, de invocación de la misericordia de Dios y de María sobre su pobre persona. A continuación escribe un párrafo que tal vez suene desconcertante pero que cuadra perfectamente con su carácter y con su sencilla religiosidad: “Las cosas que me pertenecen se distribuyan a los queridos hermanos legos y, si aún quedase algo de dinero en mi posesión, que sean celebradas tres santas misas, y el resto se emplee en comprar caramelos a nuestros queridos buonifigli”. Desde hace más de dos décadas, cada 9 de octubre, se celebra el Día de los Caramelos en honor del hermano Juan. La sencillez de regalar un caramelo a otro es una imagen poética que define bien la existencia de Juan Vaccari: facilitar la vida a los demás, hacerla un poco más dulce. Familiares, religiosos, amigos, alumnos, seguidores y devotos del hermano Juan regalan caramelos a cuantos viven o trabajan cerca de ellos, porque nadie es tan rico que no se alegre al recibir un caramelo, ni nadie tan indigno que no lo merezca. Y, además, porque todos los seres humanos, por el hecho de serlo, somos increíblemente capaces y, a la vez, dramáticamente discapacitados. Todos podemos dar con alegría un simple caramelo, y todos podemos recibirlo con gozo.

Por todo esto que hemos comentado, el testamento de 1965 es conocido como el “Testamento de los Caramelos”

“He llevado conmigo la sotana que vestiré en España…”

     Y a Juan se le propuso ir a tierras españolas, en principio como cocinero de la pequeña comunidad asentada en Aguilar, hasta que llegaran las monjas, y también para lo que hiciera falta. Ni conocía el idioma ni la Historia de España ni la idiosincrasia de la gente, pero él de nuevo obedeció. Y después de los años de etiqueta y envaramiento romanos, después de tantas idas y venidas, Juan, al final de su vida, pudo revivir las inquietudes vocacionales y los anhelos apostólicos de su primera juventud.

Y él mismo fue ‘como un sacerdote’ en tierras de Castilla, empezando por el hábito. En España adoptó la sotana, que era también el hábito de los hermanos legos (y no sólo de los curas, como ocurría en Italia).

El 15 de octubre de 1965, festividad de Santa Teresa de Jesús, Juan Vaccari, al volante de un coche al que bautizó como ‘Josefina’ (en italiano coche, ‘macchina’, es femenino) por devoción a San José y tal vez en recuerdo del segundo nombre de su madre, abandonaba Italia para dirigirse a su nuevo destino. Justo seis años después, otro 15 de octubre, sus hermanos guanelianos y el más de centenar de alumnos, desconcertados y llorosos, despedían la funeraria que transportaba sus restos mortales a Italia.

En su primer viaje a España, hizo una parada en Lourdes para rezar delante de la Inmaculada y encomendar a ella la obra española. También aquí, y por primera vez en su vida, se vistió con la sotana, esa ropa talar a la que antes no había tenido derecho. La vestición de Juan Vaccari a los pies de la Virgen de Lourdes tiene un alto significado espiritual. Pocos días antes se había acercado a la tumba de Luis Guanella en Como: “He llevado conmigo la sotana que vestiré en España. Le he pedido que la bendiga y que me ayuda a no mancharla nunca ni siquiera con una culpa leve. Le he suplicado su bendición en la nueva misión que pronto empezaré”.

A la sombra del santuario de Lourdes anota: “Oh, Nuestra Señora Inmaculada de Lourdes, heme aquí, revísteme de tu maternal y perpetua protección. Haz que esta vestición traiga ventajas espirituales para mi alma y para cuantos encuentre”. Ahora, finalmente, parecía un cura de verdad. En una hoja de cuaderno, el hermano Juan había anotado los nombres de todas las ciudades que debía atravesar: “Primer viaje a España en coche. Itinerario: Como, Turín, Susa, Briançon, Gap, Nyons, Croisiere, Ste. Esprit (evitando Avignon), Nîmes, Montpellier, Béziers, Narbonne, Carcassonne, Villefranche, Carbonne, Ste. Gaudens, Tarbes, Lourdes, Pau, Bayonne, San Sebastian, Bilbao, Laredo, Solares, Puente Viesgo, Los Corrales de Buelna, Reinosa, Aguilar de Campoo. Deo gratias et Mariae.”

Durante dos años, y mientras se levantaba el Colegio San José en las inmediaciones de Peña Aguilón, la pequeña comunidad de religiosos y los primeros alumnos vivieron en un caserón bastante húmedo, al lado de uno de los ramales del río Pisuerga y a escasos metros de la Colegiata de Aguilar. Allí pasarían la primera Nochebuena, cantando los villancicos españoles recién aprendidos y adorando al Niño en la Misa del Gallo. Para una fecha tan importante, el hermano Juan había traído unos panettone de Italia que hicieron las delicias de los primeros seminaristas que por primera vez saboreaban un dulce navideño desconocido en las mesas españolas de aquella época.

Nada más llegar a España, el superior Carlos de Ambroggi se dio cuenta de que el hermano Juan podría ser la persona idónea para reclutar por los pueblos de las provincias limítrofes a los futuros seminaristas del Colegio San José. Este cargo siempre se había encomendado a un cura, y no a un hermano, pero a Juan Vaccari, por entonces, ya le nimbaba una sabiduría del corazón que funcionaba como un verdadero imán entre pequeños y mayores. 

“Después de recorrer varios pueblos, he encontrado algunos…”

          Y el buen hermano, que a todo dice ‘fiat’, que se haga la santa voluntad de Dios, se lanza por aquellas carreteras llenas de baches de una España pobretona y atrasada a buscar chicos para el seminario. Tierras de Palencia, Valladolid, Burgos, León, Vizcaya, Santander y Asturias. De escuela en escuela y de parroquia en parroquia, comiendo un bocadillo en el coche o a la sombra de un árbol, durmiendo en conventos de religiosos, en casas parroquiales e incluso en familias que le ofrecían una habitación, haciendo un montón de sacrificios y pasando penalidades de las que jamás se permitió una mínima queja…

 Así transcurre buena parte de sus días. Y así contagia su pasión creyente a muchos niños. Cumple con gran disciplina el método que él mismo se ha impuesto. Al inicio del curso escolar hace una primera ronda por los pueblos. Normalmente acude a la casa del párroco para presentarse, y éste le suele acompañar hasta la escuela. Los maestros de aquella época estaban acostumbrados a que los frailes pasasen para buscar candidatos, y no solían poner ninguna pega. Lo primero que llama la atención de los escolares es su fuerte acento extranjero. A duras penas logra tejer un discursillo en un castellano aceptable. Pero tiene un método infalible: la sinceridad que todos pueden leer en su rostro y en su actitud.

Delante de niños de ojos asombrados, hace juegos de cartas que les dejan boquiabiertos, se ríe con ellos, bromea, les pone en la cabeza su boina, les pide rezar juntos una avemaría, les entrega una estampa y una insignia del Fundador, Luis Guanella, les regala un caramelo y les dice que tiene un colegio grande y bonito que les está esperando, un seminario donde podrían estudiar, rezar, jugar al fútbol, hacer amigos y aprender a ser buenas personas. Él expresaba con los ojos, las manos y una sonrisa de niño lo que las palabras, en un español a trompicones, le negaban. Los niños ven en él a un fraile bueno y alegre, a un hombre que inspira confianza y protección. Pide que levanten la mano los que estarían dispuestos a ir a su colegio. Anota sus nombres y ese mismo día visita a las familias a ver lo que opinan. En los meses siguientes, escribirá una carta o una postal a los candidatos, les visitará de nuevo en el segundo y en el tercer trimestre, para conocerlos mejor y familiarizarse con ellos. Y al inicio del curso escolar les esperará en las escalinatas del Colegio Apostólico de San José, en Aguilar de Campoo. El hermano Juan, asimismo, hace de ecónomo del Colegio. Y también, cuando las hermanas guanelianas abren casa en Aguilar, se preocupará de buscar alumnas por los pueblos.

El 9 de febrero de 1968 anota: “Después de recorrer varios pueblos, he parado a comer en Carrión. He encontrado algunos. He sembrado. San José, bendícenos”. Y otro día: “Bendice, oh San José, al joven párroco de Villalón que tan cortésmente me alojó y me ofreció la cena”. Otro día escribe: “Otra vez en Sahagún, Becilla de Valderaduey, Mayorga… Hoy empiezo a hacer otra ronda. Ayer sólo pude sembrar. Espero que alguno de los chicos me escriba. Todo lo pongo en tus manos. Oh María, bendíceme”.

  

“El P. Carlos no volverá. En su lugar, el General ha puesto a Cantoni…”

         Eran los años que siguieron a la clausura del Concilio Vaticano II (8 de diciembre de 1965). Y la tensión entre lo nuevo y lo antiguo se vivía en cada esfera y en cada realidad eclesial. También en la comunidad religiosa del Colegio San José. ¿Anclarse y encastillarse eternamente como eterno es el evangelio, o renovarse y ventilarse con aire nuevo como nueva es la palabra de Dios? Unos querían correr veloces y soltar el lastre de una tradición polvorienta de siglos. Otros querían frenar en seco porque temían que la tormenta hiciera zozobrar la Barca de la Iglesia. Unos deseaban abrir de par en par las ventanas para respirar aire limpio. Otros querían cerrarlas a cal y canto para no agarrarse una pulmonía. 

En medio de la borrasca y en ese tira y afloja entre el ‘así se ha hecho siempre’ y el “así se puede hacer ahora’, el hermano Juan se sintió como ese jugador que cada equipo quiere consigo, porque es promesa de victoria. Ajeno a los cantos de sirena de unos y otros, se encontró entre dos fuegos cruzados. Y le tocó hacer de mediador entre ambos bandos, y poner bálsamo en algunas heridas. Era partidario del sacrificio personal, de la austeridad, del recogimiento monacal, pero entendía que estas cosas no se pueden imponer, solo testimoniar, y por eso siempre pensó que la vida comunitaria, sin afecto y ternura, era una dura penitencia. Y así se lo insinuaba con caridad y dulzura al superior de la casa, P. Carlos de Ambroggi, que representaba al ala conservadora. Al mismo tiempo que decía, con firmeza e idéntica caridad, al ala renovadora que ‘yo siempre obedeceré a mis superiores’.

En una ocasión, los frailes más jóvenes querían ir a la verbena en la plaza del pueblo, por la fiesta de San Juan. El superior, muy estricto, pensaba que aquello era totalmente improcedente para unos religiosos. El hermano Juan medió, humildemente y en secreto, ante el superior, haciéndole ver que era algo inocente que los frailes más jóvenes fuesen a escuchar a unos músicos. Pero no hubo forma. Para calmar los ánimos de los frailes enfurruñados por la prohibición, el hermano Juan fue a comprar unos helados y los repartió entre todos, para que la alegría volviese a sus caras enfadadas. En cierta ocasión P. José Cantoni, sacerdote guaneliano, resumió con mucho acierto la situación: “El P. Carlos y el Hno. Juan eran dos santos varones, pero les diferenciaba una cosa: el P. Carlos quería ‘imponer’ la santidad a los demás; el Hno. Juan se conformaba con irradiarla”. 

En esos años, el hermano Juan fue el pacificador entre unos y otros. Supo mantener un difícil equilibrio entre el Director, P. Carlos, y los jóvenes religiosos que reclamaban una relajación de la disciplina y un estilo de vida comunitaria más acorde con los tiempos. Hubo no poca tensión en esta primera casa española. Y si probablemente no saltaron chispas fue por la continua mediación del hermano Juan. En el verano de 1970, los religiosos jóvenes escriben una dura misiva al Superior General de la Congregación, quejándose del proceder del superior de la casa aguilarense e invitándole a tomar cartas en el asunto. La Casa Generalicia en Roma se alarmó. Finalmente, se pidió a P. Carlos que regresase a Italia y se nombró a un nuevo director en Aguilar. En septiembre de 1970, el hermano Juan escribe: “P. Carlos no volverá ya. En su lugar, el Superior General ha puesto al P. José Cantoni”. Juan tuvo que ser el puente que une las dos orillas, para no crispar más la situación. Pero siempre mantendría a lo largo del tiempo una relación afectuosa y respetuosa hacia el P. Carlos d’Ambroggi. Siempre que volvía a Italia le visitaba, y así el 28 de mayo de 1971 escribe: “He visitado al P. Carlos en la basílica de San José de Roma, y lo he encontrado muy bien y muy sereno (¡es un alma de Dios!)”

“Está bien sacar buenas notas, pero mejor es crecer en bondad…”

        Siguió al pie de la letra el lema del Fundador: “Rezar y sufrir”. Se levantaba a los amaneceres a orar de rodillas ante el Santísimo, y luego salía a cuidar el huerto y los frutales, para unirse a la comunidad en el momento de laudes. Sor Clelia y sor Antonina, las cocineras del Colegio, y  también los muy hacendosos y leales trabajadores, Teófilo y Angelita, conocían de sobra su prestarse voluntario para las tareas más humildes, como segar la hierba con el dalle, atropar patatas o echar el pienso a los chones. Todos ellos conocían estos desvelos: su vida de adoración nocturna y hasta la mortificación de su cuerpo, mediante cilicios (con permiso de su padre espiritual), Pero su mortificación era mucho más profunda: esa cuota de sufrimiento con la que, innegablemente, tiene que cargar quien decide hacer de la propia existencia un servicio abnegado y sacrificado por el hermano. Y un rezar que es el hilo con el que las creaturas se van enlazando más y más a su Creador.

Y sin embargo -y quizás es su rasgo más definitorio y también el que más impresionaba a cuantos le veían por primera vez- el hermano Juan ofrecía un semblante risueño y una alegría transparente, que transformaba en fiesta el solo hecho de estar a su lado. Su rostro se encendía, su mirada se iluminaba cuando, al final de cada día, dirigía un ‘sermoncito’ a sus seminaristas y les hablaba con pasión y con gozo de la dicha de querer a Jesús, a María y a José. El “pensamiento de las buenas noches” se convirtió en un rito que cada noche esperaban los alumnos, un pensamiento que les serenaba después de un día agotador de estudios y de juegos

Por sus seminaristas, el hermano Juan se hacía prestidigitador, les asombraba con sus juegos de magia, tocaba el trombón para alegrar las fiestas, jugaba al boxeo con los alumnos, o al soga-tira en las noches del buen tiempo, animaba a los contendientes de la cucaña, se reía como un bendito en el juego de la piñata o preparaba con gran fantasía una búsqueda del tesoro. Era su manera de hacer felices a los alumnos. Y lo hacía con creatividad e ilusión.

La Santa Eucaristía, la Virgen María,  San José y Luis Guanella constituían el corazón de su piedad y de su devoción. En sus escritos espirituales ha dejado constancia de que su vida era una oración permanente, repetida, casi monótona, de súplica y de acción de gracias. La conversación confiada entre un niño y su padre: nunca se cansan de decirse mutuamente que se quieren. Y en el caso del niño: no se cansa de pedir ayuda al padre para salir bien parado de todos los lances de la vida. Vivía de oración. Este es el lado místico del hermano Juan que nos descubrió su Diario.

Desde hacía tiempo su mundo interior giraba en torno al pensamiento de la muerte. Moría porque no moría. Sabía que todo el negocio de este mundo consiste en alcanzar el otro con las maletas cargadas de buenas obras. Pero lejos de un continuo lamentarse por los males del mundo y más lejos aún de un escapismo que huye de los problemas, el buen hermano Juan veía en todo una oportunidad de hacer el bien, de hacer méritos a los ojos de Dios y de facilitar la vida a los que le rodeaban; de ahí su acción benéfica y su alegría. El pensamiento de la muerte era un aguijón idóneo para ejercitarse en la bondad, multiplicar la entrega y contagiar la alegría. En un borrador de carta dirigida a los futuros seminaristas se encontró este hermoso texto:

“Mis queridos: vuestro esfuerzo os dará alegría a vosotros mismos, consuelo a vuestros superiores y a vuestros padres. Pienso que está muy bien sacar buenas notas, pero está mucho mejor empeñarse por mejorar moralmente, o sea, crecer en la bondad, en la obediencia, en la caridad y en todas las demás virtudes. Este ejercicio, no sólo consolará nuestro espíritu, sino que encontrará la aprobación de nuestros superiores y, sobre todo, la de Dios, que recompensará cada uno de nuestros esfuerzos, por pequeños que sean, con el premio eterno”  (abril 1970).  

“Ayuda y bendice a los bienhechores…”

      Este capítulo podría titularse “Los maratones del hermano Juan en busca de providencia”. Al hermano Juan difícilmente se le olvidaba o se le dejaba de querer cuando se le había conocido o tratado durante un tiempo. Por donde pasaba, iba tejiendo amistades, a las que cuidaba con una carta, una postal, una visita, un regalo, una estampa, una medalla piadosa. Y muchos de estos amigos se convirtieron en generosos bienhechores de la obra en España. Hacer frente a la construcción del colegio, al mobiliario, a los sueldos de los profesores, a la manutención y al mantenimiento del edificio con las mensualidades mínimas de los alumnos, normalmente de familias humildes campesinas, era pensar en lo imposible. La primera obra española debe mucho, muchísimo, a los numerosos bienhechores italianos del Hermano Juan: las propias casas guanelianas, pero también amigos que él hizo a lo largo de su vida, especialmente a su paso por el Palacio de la Cancillería, contribuyeron con gran generosidad.

Cuando los números en rojo empezaban a aparecer en las cuentas de Aguilar, los frailes decían siempre al superior: “Manda al hermano Juan a Italia, y ya verás cómo vuelve con mucha providencia”. Esto explica los numerosos viajes que Juan hizo a Italia por aquellos años. ¡Era el imán de la Providencia! Y Juan Vaccari iba cargado de obsequios españoles (botellas de brandy o turrones, muy apreciados en Italia), para regalar a sus bienhechores que le correspondían con largueza de propinas y donativos.  Escribe: “Por todos nuestros queridos bienhechores, rezo continuamente. Desde el Cielo haré mucho más por ellos”.

¡Cuántos baúles habrá traído de Italia por aquellos años! Ropas litúrgicas, ropa de hogar, vajilla, equipamiento deportivo para los niños, material escolar, juegos de mesa, filminas y dibujos, instrumentos musicales, vestidos para hacer teatro, dulces navideños, figuras para el nacimiento… de todo. En una ocasión, en la frontera hispano-francesa, los aduaneros querían hacerle pagar una suma descomunal por los baúles, y amenazaban con retenerlos en la frontera. Eran las vísperas de la navidad. Había recogido en Italia muchas cosas para los colegiales. El hermano Juan se puso triste hasta el punto de que se le saltaron las lágrimas. Finalmente, un guardia dijo a otro: “Déjale pasar. ¿No ves cómo está llorando?” Juan llegó a Aguilar con todo su cargamento de regalos y dulces para la Navidad.

          Pero el agradecimiento es la semilla de nueva Providencia. Y esto también lo sabía. El Hno. Juan fue un excelente cultivador de la Providencia, mediante la gratitud y la oración. Un texto resume bien su filosofía: “La Divina Providencia me está ayudando. Bendice, oh Señor, con tus mejores gracias a todos los queridos bienhechores. Por mi parte, rezaré y haré que recen. Además de ser un acto de gratitud por todo el bien que esta buena gente nos hace, es un deber mío y de la Congregación recompensar a los bienhechores con el único medio que tenemos: la oración. Una oración verdaderamente grata a sus ojos” (Diario, 14-2-71).

Cuando regresaba a Italia, realizaba auténticos maratones, por tren o por carretera, para visitar, agradecer, regalar algún detalle y, de paso, recoger providencia. “He salido de Sanguinetto, he llegado a Milán. Luego he viajado a Albizzate, a Varese y finalmente a Barza. Mañana me acercaré a Anzano del Parco y a Como” (enero 1969). Y también: “En Como hablé con el Superior General; luego, fui a Varese. Hice una breve visita a los de la fábrica Ignis. En Barza, me encontré con los cohemanos, y el ecónomo me dió una suma importante de liras. Bendice, Señor, a todos los bienhechores”.

            Pero un donativo para el Colegio San José que le entregaron en Roma le toca el corazón: “Bendice, Señor, a estos niños pequeños de la guardería de nuestra parroquia de San José. Me han conmovido verdaderamente el modo y la espontaneidad a la hora de darme sus ofrendas pequeñitas” (Diario, 19-2-71).

            Escribe: “Oh, Madre de la Divina Providencia, ayudad y bendecid a todos los queridos bienhechores que he encontrado. Me he quedado verdaderamente asombrado por la simpatía que todos muestran hacia la obra guaneliana en España”. Sus viajes a Italia eran una travesía de ciudad en ciudad, de casa guaneliana en casa guaneliana, de familia en familia. Hubo jornadas en las que estuvo en cuatro y cinco localidades. El hermano Juan suscitaba la simpatía, la admiración, las ganas de imitación. Delante de los italianos se comportaba como un misionero que vuelve de sus Áfricas y cuenta sus aventuras. Y tenía para contar muchas cosas: el Colegio crecía gracias a la Providencia, admiraba la fe todavía recia de las familias campesinas, la sencillez y la honradez de los muchachos, la acogida de los religiosos en sus casas (pasionistas, jesuitas, oblatos, maristas, combonianos, hijos de la Consolata, …). Antes de que Juan pidiese, ya le estaban dando. Su testimonio, su inmensa gratitud, su fe de niño estimulaban la generosidad: cardenales, monseñores, monjas y frailes guanelianos, laicos, confesores… “Gracias, Providencia, por todas las ayudas que de ti he recibido en este periodo. Y te pido que bendigas y ayudes a los queridos bienhechores”.

            España es un país insignificante en el mapamundi guaneliano: pocas casas, pocas vocaciones, pocos estudios de un cierto grosor sobre el carisma. Su única fortaleza, aún hoy en día, sigue siendo la figura del Hermano Juan. 

“San José está entre nosotros. Sé tú el guardián del Colegio…”

         La obra en España se iba consolidando. El 9 de octubre de 1967, los alumnos ocupan los amplios espacios de la nueva construcción, rodeada de campos de deporte y de incipientes arboledas, a la sombra de Peña Aguilón. El 2 de mayo de 1971, el hermano Juan está radiante. El obispo de Palencia y Don Olimpo Giampedraglia, Superior General, inauguran una preciosa estatua de San José, de mármol de carrara, esculpida en Italia y patrocinada por la familia Fontaneda, dueña de la fábrica de galletas del mismo nombre. Hay que recordar que el hermano Juan en un primer momento quiso colocar la estatua de San José en lo más alto de la Peña Aguilón, un roquedal –antiguo nido de águilas-, aunque al final se colocó junto a la fachada del colegio, como custodio y bienhechor del mismo. En una nota escrita por P. José Cantoni en el cronicón del Colegio se deja constancia de todo esto: “Una jornada tan deseada y soñada por el hermano Juan, promotor silencioso de todo ello”. Por su parte, en su Diario, Juan escribe: “San José ya está entre nosotros. Sé tú el guardián del Colegio. Ya sabes, mi querido Patrono, lo poco que valgo, y por eso confío plenamente en tu ayuda. Te pido que no falten ministros del altar y Siervos de la Caridad. Y también sé tú, oh San José, el ecónomo de la casa. En ti confío. Concédeme una buena muerte”.

Al inicio del nuevo curso, septiembre de 1971, ciento treinta internos llenan el Colegio. El Señor bendice día a día este semillero guaneliano. Aunque él empieza a darse cuenta de que “reclutar vocaciones se hace cada vez más difícil. ¿Falta de fe?”. 

“Que me encuentre con las maletas llenas de buenas obras…”

       La tarde del 9 de octubre de 1971, el hermano Juan regresa por carretera a su Colegio de Aguilar, después de una jornada de compras por Valladolid y Palencia, en compañía de sor Bettina. A la altura de la localidad de Osorno, en un cambio de rasante, choca frontalmente con un coche que ha realizado un adelantamiento imprudente. El impacto es brutal. Cuando los guardias se presentan en el lugar del accidente, el hermano Juan les pide que se preocupen de sor Bettina, literalmente aplastada por las cajas de alimentos. De esta manera, pudieron salvar la vida de esta monja guaneliana.

Una ambulancia traslada a los dos heridos a la capital. Ambos están en una situación crítica. El Hermano Juan, no obstante la gravedad de las heridas, permanece consciente. Pide un sacerdote para que le dé la comunión y le administre la unción de enfermos. Por su parte, el hermano Juan proporciona al capellán el teléfono para que avise del accidente a la comunidad aguilarense. Sabe que está llegando a la “estación Termini” de su recorrido, como solía decir. Junta sus manos y empieza a orar. Cuando su corazón deja de latir, su última avemaría queda interrumpida. El capellán del hospital, Juan Melero, asiste, impresionado y altamente edificado, a los momentos finales de una existencia de 58 años. Dejará de esos últimos instantes un significativo testimonio: “Una de las cosas más maravillosas de su agonía es que, a pesar de su extrema gravedad y, según opinión de los médicos, de sus intensos dolores, no se le oyó ni una sola lamentación ni queja, dando la impresión de una placidez extraordinaria y de una paz profunda”

La noticia inesperada de su muerte sacude y sobrecoge a tantísimos amigos y conocidos en Italia y en España. Una cascada de testimonios conmovedores llega en esos primeros días. Cuantos le conocieron tuvieron el convencimiento de que un hombre bueno se había cruzado en sus vidas.

Miremos, por un instante, la fotografía del hermano Juan en su féretro. Ahí está en las cuatro tablas de siete palmos en las que cabe cualquier ser humano nacido de mujer. Las manos enlazadas a un pequeño crucifijo y a las cuentas de un rosario. Llegado al tránsito de su existencia, conserva las heridas del tiempo, de la existencia y del accidente. Al igual que los cristos resucitados muestran las marcas de los clavos y la llaga del costado, también Juan Vaccari entra en el cielo con las marcas de las heridas, las que son visibles sobre su rostro, y las otras, las del alma, que permanecen veladas para los demás. Esta foto fúnebre expresa perfectamente todo eso. Juan ya ha atravesado el umbral de otra manera de vivir. Su deseo, mil veces expresado, lo ha cumplido con creces: “que me encuentre con las maletas llenas de buenas obras”.

 


En el silencio sepulcral del funeral, retumba: “Hoy ha muerto un santo…”

Al día siguiente del fatídico accidente de tráfico, los restos mortales del hermano Juan regresan a su querido colegio san José para ser velados. Su rostro refleja un tránsito sereno, no obstante las marcas de las heridas en el rostro. A la una de la madrugada, en el tren nocturno, llega P. Carlos de Ambroggi desde Italia. Hombre impertérrito que siempre ha tenido a gala el desapego, se arrodilla en la capilla ardiente, se desmorona y prorrumpe en desconsolado llanto, ante la mirada atónita de la comunidad religiosa por tan inaudita reacción. Poco después, P. Carlos entra en la habitación del hermano Juan. Recoge sus diarios, sus cartas y los abraza como un pequeño tesoro. A esa hora, sabe que no será capaz de pronunciar la homilía exequial que ha preparado durante el viaje. La emoción no le dejaría hablar. El estricto sacerdote da paso al amigo que llora a un amigo. Ni siquiera él sabía que lo amaba tanto. En los meses siguientes su único objetivo será recoger testimonios, escuchar relatos, leer escritos y cartas. Él fue el primero en darse cuenta de la ‘madera de santo’ que latía bajo la piel y los escritos del hermano Juan. Luego se convencerían muchos otros, pero él fue el primero. La segunda vida a la que estaba destinado el hermano Juan, ese vivir en muchos otros después de morir, se lo debemos en gran medida a P. Carlos.

El elogio fúnebre corresponderá, así, al párroco de Aguilar de Campoo, Don Ciriaco Pérez, amigo personal, que conocía el alma del hermano Juan como sólo un confesor puede conocerla, que lo había acompañado muchas veces en el seiscientos a los pueblos de alrededor en sus búsquedas vocacionales, presentándole párrocos y maestros, que había viajado con él a Italia para conocer en el país transalpino a los ‘italianos’, tal era el nombre con el que los aguilarenses llamaban a los frailes de don Guanella. Don Ciriaco, embargado por la emoción, las lágrimas pugnando por derramarse, proclama en la homilía: “Hoy ha muerto un santo”. Y este anuncio retumba como un “gloria” o un “aleluya” en el silencio sepulcral de un sábado santo. A nadie de los presentes extraña esta proclamación solemne. A las seis y diez de la tarde, del lunes, 11 de octubre de 1971, víspera de Nuestra Señora del Pilar, en la colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, comienza la ‘canonización’ de Juan Vaccari Magnani: el Hermano Juan.

Hubo un pequeño desconcierto en el organista, el coro y los mismos fieles. Para el final de la misa, para ese momento en que el féretro abandonase definitivamente el templo, estaba previsto cantar Hacia ti, morada santa. El órgano había lanzado ya los primeros acordes y los cantores ya tenían en su boca la primera sílaba, pero entonces, de nuevo, el párroco de Aguilar, se dirigió al ambón, y empujado por certeza que no le cabía en el pecho, empezó a cantar el canto del Resucitó. Un minuto antes este canto hubiera parecido inadecuado e impropio en un rito exequial; un minuto después parecía lo más lógico y lo más normal del mundo. El organista cambió de acordes y los cantores buscaron precipitadamente la página 87 del cancionero, donde estaba la letra del Resucitó. El pueblo llano, que ya nimbaba al hermano Juan con el título de ‘un fraile bueno’, arrancó a cantar entre sollozos.

Ya el féretro, portado a hombros por sus seminaristas, avanza solemne bajo las bóvedas góticas de la Colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, en el silencio de las lágrimas compactas de unos, y en el canto roto y lleno de fe de otros.

Resucitó, Resucitó, Resucitó,

Aleluya,

Aleluya, aleluya, aleluya

Resucitó

El cortejo fúnebre da la vuelta a la plaza porticada de la villa, en un homenaje improvisado de curas, seminaristas, religiosos y pueblo creyente, y hasta ahí llega el canto del ‘Resucitó’, que es como una pequeña certeza y, a la vez, un pequeño desafío:

La muerte, ¿dónde está la muerte?

¿Dónde está mi muerte?

¿Dónde su victoria?

¡Resucitó, resucitó, resucitó!

¡Aleluya!

  

Epílogo: “No te olvides de nosotros, hermano Juan…”

 En la tarde de la festividad de Santa Teresa de 1971, las clases de la tarde terminaron unos minutos antes en el Colegio San José. Los alumnos, habitualmente ruidosos, llevaban una semana hablando en susurro. Hasta en los patios, los juegos transcurrían como en sordina. Había una tregua escolar en peleas, tacos y gritos. Los alumnos recogieron esa tarde su trozo de pan y su pastilla de chocolate, con orden y concierto.

Poco después, se encaminaron, cabizbajos, hacia el asilo de ancianos. Conocían perfectamente el camino: cada domingo –lección magistral- iban a servir la sopa a los abuelos. Pero no era este el motivo. En el depósito de este asilo descansaban provisionalmente los restos mortales del hermano Juan Vaccari. La funeraria había llegado el día anterior desde Italia con el fin de repatriar su cuerpo sin vida. Es el momento de la despedida definitiva en tierras españolas.

Avemarías suceden a avemarías alrededor del furgón fúnebre. Rostros sombríos. Adioses bisbiseados, contención en los gestos del extremo saludo: apenas unos dedos que esbozan un adiós. Tal es la parquedad clerical y tal la parquedad castellana. Cuando el coche arranca, el educador Vicente Simion, apoya sus manos en los hombros del alumno que tiene delante, como para infundirle una fortaleza que él mismo no tiene, y también una jaculatoria no prevista, un ruego no acostumbrado: “Ruega por nosotros, hermano Juan. No te olvides de nosotros”.    











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