Un
accidente en Medina del Campo
La tarde anterior Mario
había acudido a bendecir la bodega de un amigo, en las cercanías de Madrid.
Regresó tarde a casa porque la tormenta había provocado un monumental atasco a
la entrada de la capital. Apenas descansó esa noche. El 25 de junio de 1995 cayó en domingo. Dijo misa a las monjas
guanelianas que le notaron muy cansado y que le aconsejaron que no viajara a
Palencia, como era su propósito. Pero a él le habían regalado una lavadora
nueva para el piso tutelado de sus “chavalines”,
como él llamaba cariñosamente a los chicos con discapacidad de Villa San
José, y tenía que llevársela, porque lo prometido es deuda. Les pidió que le
esperasen a comer. Y así lo hicieron. Esperaron y esperaron. Una llamada
telefónica rompió el angustioso retraso: Mario
Bellarini había sufrido un accidente mortal de tráfico a la altura de
Medina del Campo.
A 1700 kilómetros, en
Pianello Lario, una mujer, María Fontana,
amiga e hija espiritual, siega con el dalle la hierba de la pequeña ladera
detrás de su casa. Una música conocida llega a sus oídos, Jesús, alegría de los hombres, de Johann Sebastian Bach. No sabe de
dónde viene esa música, pero ella la oye. Unos minutos más tarde, escucha el
chirrido estridente de unos frenos y el golpetazo de un coche, y el inequívoco ¡crash!
de la carrocería al chocar. María baja aprisa hasta la carretera para auxiliar
o pedir auxilio, pero en el asfalto no ve ningún coche accidentado, tampoco la
marca de la frenada en la carretera. Desconcertada, retoma la tarea en el
prado. Ya no suena la melodía de Bach en el aire. Una hora más tarde, ve venir
a su hermano, cariacontecido: “Han llamado
de España”. No le deja acabar la frase. Y se atreve a balbucir entre
sollozos: “Ha muerto Mario en un
accidente, ¿verdad?”
Se cumple ahora el treinta aniversario de su fallecimiento. Pero como ocurre siempre a los muertos que, mientras vivían, fueron fuego que encendió fuego, su recuerdo aún no se ha apagado. Desde los primeros homínidos de Atapuerca hasta hoy mismo, la ‘primera resurrección’ responde a una necesidad imperiosa del corazón humano que se niega a que sus seres queridos mueran para siempre.
Primera evocación de Mario Bellarini
En mi biblioteca aún
conservo algunos libros de arte que me fueron regalados tras su fallecimiento.
Y también su breviario. Unos días después lo abrí y me encontré con una
fotografía mía, en blanco y negro, tamaño carnet. Había sido tomada en 1971,
justo al llegar yo al Colegio San José de Aguilar de Campoo. Tenía por entonces
12 años. Se me heló la sangre.
P. Mario Bellarini
había sido mi profesor de francés en tercero y quinto de bachillerato, en
Aguilar de Campoo. Hablaba perfectamente el francés, ya que había estado
viviendo en Francia varios años, pues sus padres eran emigrantes italianos. En
un momento en que los profesores de idiomas en España tenían un nivel bastante
bajo -cuando no francamente pésimo- Mario Bellarini brillaba con luz propia
hablando de Montaigne, Victor Hugo, Stendhal o François Mauriac. Mi devoción a
la cultura francesa viene de esas primeras lecciones de bachillerato. Cuando en
1975, nos examinamos de 5º de bachillerato, por libre, en el instituto Alonso
Berruguete de Palencia, el nivel demostrado era tan poco común, que la
profesora de francés no dudó en marcar el número del colegio y felicitar
vivamente al profesor Bellarini. Fue un momento feliz para él.
Mario, preparado y
exigente profesor de francés, empezaba sus clases abriendo las ventanas, lo
mismo en el buen tiempo que en pleno invierno aguilarense, para que el aula se
ventilase y, de paso, los alumnos nos espabilásemos. Al mismo tiempo nos
invitaba a hacer algunos ejercicios de gimnasia, al ritmo de “un, deux,
trois, ¡forza!”. Una expresión que se convertiría en risueña coletilla
de todo el colegio. En algunas ocasiones, las clases acababan con una breve
audición de música clásica, una exquisitez extraña a nuestros oídos rurales,
más habituados a Manolo Escobar, Formula V o Los Brincos. Bajaba las persianas,
nos pedía silencio, y el tocadiscos empezaba a girar mientras el Ave María, de Franz Schubert, o el Agnus Dei de la Misa de la
Coronación de Mozart, o uno de los movimientos de la Novena de
Beethoven, llenaban el aula del internado. Teníamos oídos duros casi todos.
Nuestra cultura de música clásica era nula. Y necesitábamos, por tanto, las
explicaciones apasionadas y descriptivas de este profesor melómano que poseía
una colección magnífica de música clásica, toda ella de Deutsche Gramophon, como no puede ser de otra manera.
Siempre me he sentido
agradecido a los profesores que abrieron la mollera de este pobre hombre y le
metieron algunas ideas ‘insanas’ sobre arte, música, literatura,
cine, idiomas, religión, solidaridad, paisajes y gentes de otras tierras y de
otros colores. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Mi arquitectura
espiritual, aunque pequeña y endeble, se la debo, además de a mi familia, a esos
primeros maestros italianos, excelentes pedagogos, alegres creyentes y hombres
de notable rectitud moral. Ahora que está de moda echar la culpa de los propios
fracasos e incompetencia manifiesta a los padres, los maestros, los curas y la
sociedad, no está de más reconocer humildemente que sin las influencias
bienhechoras de la escuela y de la familia, seríamos aún mucho más
desgraciados. Y además: es infantiloide culpar a los demás de todas nuestras
penas, desdichas y limitaciones.
Hasta el final de la
vida de P. Mario, y mucho después, seguimos siendo amigos. Nos veíamos con
frecuencia. Y a su lado siempre experimenté una compañía agradable y serena.
Cuando él se instaló en Madrid, en la Pía Unión, siempre tuve la casa abierta y
la mesa puesta. Nunca faltaba una larga tertulia acompañada de un buen café y
una onza de chocolate que sus muchos amigos italianos, franceses o suizos le
enviaban. Durante mi estancia en Francia, nos carteamos con frecuencia. Él era
el orgulloso maestro. Yo, el agradecido alumno. Y cuando en 1991 escribí un breve
libro sobre Luis Guanella, Mario Bellarini me regaló –y expandió- elogios y
parabienes que enrojecerían al más templado.
Un día me comentó que, trasteando en la biblioteca de Aguilar de Campoo, había caído de un libro una pequeña foto mía, a la que he aludido más arriba: “La he recogido y la he guardado en mi breviario. Así todos los días me acordaré de rezar por ti”. Pocas veces me he sentido tan querido y tan bien querido.
De soñar con ser futbolista a sacerdote guaneliano
Mario
Bellarini nació el 11 de noviembre de 1923 en la provincia de Verona, Italia,
en el seno de una familia de humilde procedencia. Muy pronto sus padres
hicieron el equipaje, subieron al tren y probaron el amargo pan de la
emigración. Se asentaron en la Alsacia francesa y comenzaron a trabajar en una
fábrica textil.
Sensible y muy apegado
a la madre, Zita, Mario encontró pronto una pasión en tierra francesa: jugar a
fútbol. Soñaba con ser una estrella en el Paris Saint-Germain o en la Juventus.
El padre, Sereno, no veía con buenos ojos esta afición a dar patadas a un
balón. Por otro lado, el clima alsaciano le daba constantes sustos de salud, probablemente
asma. Sus padres decidieron enviarlo a Italia con la tía Albina, a la que
siempre considerará su segunda madre. El futbol callejero seguía llenando sus
días. Y lo demás le interesaba bastante poco, estudios incluidos. Para poner
fin a esta situación anómala, se le convenció para que entrase en un internado,
concretamente en el colegio de Fara Novarese
de los padres guanelianos. Tenía trece años. Los compañeros se reían de él
porque apenas sabía hablar italiano. Acabado el bachillerato, ingresó como
novicio. En 1939, los superiores decidieron premiar a Mario con un mes de
vacaciones para que regresare a Francia. Pero estalló la II Guerra Mundial y
todos los planes se rompieron. Solo al acabar la contienda, pudo visitar a sus
padres y hermanas. Habían pasado 12 largos años desde que había visto por
última vez a su familia: “salió de
Francia en pantalón corto y volvió con sotana”, decía su madre. ¡Se dice pronto y bien! Fue ordenado
sacerdote en 1949, en el santuario del Corazón de Jesús de la ciudad de Como, donde está el sepulcro del fundador, Luis Guanella.
La obediencia le llevó a Suiza (años 1950-1960), concretamente a un colegio de Roveredo, como educador. Siempre recordó con nostalgia ese espíritu disciplinado, ordenado, respetuoso y silencioso de los alumnos suizos. Una vez me contó que en muchas ocasiones los adolescentes se acusaban en el confesionario de “perder el tiempo, de malgastarlo”, algo inaudito en las confesiones de los adolescentes del sur de Europa. De 1960 a 1968 lo encontramos, también como educador, en Fara Novarese, el colegio donde había estudiado de adolescente.
Al hablar de esta larga estancia de Mario en Fara, no puedo pasar por alto una propuesta quijotesca que defendió con auténtica
pasión. En Fara daba clases de matemáticas Giovanni Forzani, cuyo padre era un
escultor muy reconocido en los ambientes artísticos del Norte de Italia, Carlo
Forzani. Mario se empeñó en que fuera este escultor el que hiciese una estatua
que inmortalizase un episodio que él admiraba muchísimo en la biografía de Luis
Guanella: la noche en la que se hizo cargo de tres huérfanos cuya madre acababa de
expirar, llevándolos en sus brazos desde la cabaña que ocupaba la pobre familia
hasta el orfanato que él mismo había fundado. La estatua original, en bronce,
se encuentra en Milán. Y otras muchas copias, de menor tamaño, están por todo
el mundo, también en el salón de mi casa.
En 1968, el destino le condujo a Nápoles, a un colegio donde la mayoría de los alumnos eran huérfanos que la camorra napolitana había ido dejando aquí y allá. Se vivía en un ambiente social opresivo, de violencia y silencio culpable. No fiarse de nadie era algo muy interiorizado ya desde niños. El carácter de Mario, dado a la confiabilidad y a la espontaneidad, no podía encajar en el ambiente y mentalidad de Nápoles, aunque nunca se permitió hacer comentarios hirientes o despectivos de su paso por la ciudad.
Un curriculum con muchos detalles de corazón
En 1972 llegó al
colegio de Aguilar de Campoo, con un mandato: abrir una casa para chicos con
discapacidad en España. Los tiempos eran lentos, y mientras tanto, entre
papeleo interminable, tiras y aflojas, ensayos y errores en el nuevo proyecto, Mario
Bellarini se hizo cargo de las clases de francés del internado aguilarense.
En 1976 pudo recibir a
los primeros niños con discapacidad en una finca agrícola a las afueras de
Palencia, Villa San José. Tuvo que llamar a puertas y más puertas, para poder
salir adelante en esos primeros difíciles años. Pero poco a poco los palentinos
empezaron a quererlo . Mario sabía llegar al corazón del otro con una escucha
atenta, un consejo acertado, una empatía generosa, y unos detalles capaces de acariciar
el alma. Acogía a las personas y las depositaba para siempre en su corazón y en
sus labios de orante. En Palencia se hizo maestro de la política del corazón.
Sólo con el corazón se puede llegar al corazón del otro y tocarlo y conmoverlo.
Y esto valía tanto para los primeros “chavalines”
de Villa San José, como para los trabajadores y voluntarios o los grises funcionarios
a los que tenía que dirigirse con harta frecuencia. En Palencia todo el mundo
lo conocía. Tal vez por eso, los municipales hacían la vista gorda cuando la
furgoneta ‘irregular’ de color de
naranja con matrícula italiana daba una y otra vuelta por la ciudad.
Los últimos años de su
vida (de 1988 a 1995) los pasó en Madrid, como responsable de la Pía Unión de San José. Había
aprendido el noble oficio de la guía de almas. Monjas clarisas de Aguilar,
padres de familia o amigos demandaban dirección espiritual y consejo. A medida
que sus años aumentaban, su sapientia
cordis crecía. En Madrid, la escucha y el acompañamiento espiritual se hicieron
norma en la madrileña Avda. del Recuerdo donde transcurrió sus últimos años. Recibía
llamadas y más llamadas, cartas y más cartas, visitas y más visitas. Confesor,
padre espiritual, acompañante, amigo consejero. Al final de su vida, se gastó y
desgastó, privándose incluso del sueño y del descanso para atender a unos y a
otros. Aprendió a multiplicarse. Cuando murió encontraron miles de cartas de
amigos, conocidos, simples lectores de la revista Servir o inscritos de la Pía
Unión de San José que le ponían cuatros letras y le abrían el corazón, en busca
de una palabra de aliento. Hay una foto que lo refleja muy bien: Mario pegado
al teléfono para atender una llamada tras otra.
Tras un funeral de
lágrimas y de aplausos en Palencia (conmovedor el canto de Resucitó con el que
finalizó la misa), sus restos mortales fueron trasladados a Italia, respetando
la voluntad de sus tres hermanas, Rosa, Olga e Inés. Desde entonces descansa para
siempre en el panteón de los religiosos guanelianos en el cementerio de la
ciudad italiana de Como. Pero en España, entrre 1972 y 1995 dejó lo mejor de sí, una siembra a manos llenas y una huella imborrable. Y por ello, su recuerdo aún perdura en muchos de sus amigos.
Segunda evocación de Mario Bellarini
Después de su
fallecimiento, y antes de obtener los permisos para el funeral en Palencia y la
repatriación a Italia, su cadáver permaneció durante un par de días en el
tanatorio de Medina del Campo. Me acerqué a despedirlo. Era una calurosa tarde
de junio. En el tanatorio, el empleado accedió a que pudiese ver el cuerpo sin
vida del respetado maestro. No había aún nadie en el velatorio. Su rostro
desfigurado acusaba el brutal impacto del accidente de tráfico, pero yo
reconocí en esos rasgos devastados al amigo bueno y generoso. Me senté ante él
y le leí algunos poemas religiosos de un libro que llevaba conmigo “Dios en la poesía actual” (edición de
la Bac). Y también le recité el poema de Charles Péguy dedicado a la catedral
de Chartres y que él nos había hecho aprender de memoria en 1975:
Depuis le ras du sol
jusqu’au pied de la croix,
Plus haut que tous les
saints, plus haut que tous les rois,
La flèche irreprochable
et qui ne peut faillir
Una vez Mario me confió que, cuando viajaba y entraba en una iglesia a rezar, sacaba la agenda de los contactos y leía los nombres de sus amigos a Dios. Y, al pronunciar cada nombre, pedía un deseo o una gracia. Estoy seguro de que aún conservará esa agenda en el cielo. Cada atardecer, seguirá recordando a Dios mi nombre y el de otros muchos que tuvimos la suerte –la gracia- de conocerlo y de sentirnos cuidados con su palabra, su abrazo y su sabiduría del corazón. Por cierto, Mario había escrito en la portada de la "agenda de contactos" una frase de Luis Guanella: "La satisfacción más grande que Dios concede a sus hijos es pasar por la vida haciendo el bien".
En una ocasión, María
Fontana le preguntó cómo podía llevar a tantas personas en su alma. Esta fue la
respuesta: “Mi corazón se ensancha, según
las necesidades, y así logro que todos los amigos estén y quepan dentro”.
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