domingo, 22 de junio de 2025

Mario Bellarini, 30 años después.

 


Un accidente en Medina del Campo

La tarde anterior Mario había acudido a bendecir la bodega de un amigo, en las cercanías de Madrid. Regresó tarde a casa porque la tormenta había provocado un monumental atasco a la entrada de la capital. Apenas descansó esa noche. El 25 de junio de 1995 cayó en domingo. Dijo misa a las monjas guanelianas que le notaron muy cansado y que le aconsejaron que no viajara a Palencia, como era su propósito. Pero a él le habían regalado una lavadora nueva para el piso tutelado de sus “chavalines”, como él llamaba cariñosamente a los chicos con discapacidad de Villa San José, y tenía que llevársela, porque lo prometido es deuda. Les pidió que le esperasen a comer. Y así lo hicieron. Esperaron y esperaron. Una llamada telefónica rompió el angustioso retraso: Mario Bellarini había sufrido un accidente mortal de tráfico a la altura de Medina del Campo.

A 1700 kilómetros, en Pianello Lario, una mujer, María Fontana, amiga e hija espiritual, siega con el dalle la hierba de la pequeña ladera detrás de su casa. Una música conocida llega a sus oídos, Jesús, alegría de los hombres, de Johann Sebastian Bach. No sabe de dónde viene esa música, pero ella la oye. Unos minutos más tarde, escucha el chirrido estridente de unos frenos y el golpetazo de un coche, y el inequívoco ¡crash! de la carrocería al chocar. María baja aprisa hasta la carretera para auxiliar o pedir auxilio, pero en el asfalto no ve ningún coche accidentado, tampoco la marca de la frenada en la carretera. Desconcertada, retoma la tarea en el prado. Ya no suena la melodía de Bach en el aire. Una hora más tarde, ve venir a su hermano, cariacontecido: “Han llamado de España”. No le deja acabar la frase. Y se atreve a balbucir entre sollozos: “Ha muerto Mario en un accidente, ¿verdad?”

Se cumple ahora el treinta aniversario de su fallecimiento. Pero como ocurre siempre a los muertos que, mientras vivían, fueron fuego que encendió fuego, su recuerdo aún no se ha apagado. Desde los primeros homínidos de Atapuerca hasta hoy mismo, la ‘primera resurrección’ responde a una necesidad imperiosa del corazón humano que se niega a que sus seres queridos mueran para siempre. 

Primera evocación de Mario Bellarini

En mi biblioteca aún conservo algunos libros de arte que me fueron regalados tras su fallecimiento. Y también su breviario. Unos días después lo abrí y me encontré con una fotografía mía, en blanco y negro, tamaño carnet. Había sido tomada en 1971, justo al llegar yo al Colegio San José de Aguilar de Campoo. Tenía por entonces 12 años. Se me heló la sangre.

P. Mario Bellarini había sido mi profesor de francés en tercero y quinto de bachillerato, en Aguilar de Campoo. Hablaba perfectamente el francés, ya que había estado viviendo en Francia varios años, pues sus padres eran emigrantes italianos. En un momento en que los profesores de idiomas en España tenían un nivel bastante bajo -cuando no francamente pésimo- Mario Bellarini brillaba con luz propia hablando de Montaigne, Victor Hugo, Stendhal o François Mauriac. Mi devoción a la cultura francesa viene de esas primeras lecciones de bachillerato. Cuando en 1975, nos examinamos de 5º de bachillerato, por libre, en el instituto Alonso Berruguete de Palencia, el nivel demostrado era tan poco común, que la profesora de francés no dudó en marcar el número del colegio y felicitar vivamente al profesor Bellarini. Fue un momento feliz para él.

Mario, preparado y exigente profesor de francés, empezaba sus clases abriendo las ventanas, lo mismo en el buen tiempo que en pleno invierno aguilarense, para que el aula se ventilase y, de paso, los alumnos nos espabilásemos. Al mismo tiempo nos invitaba a hacer algunos ejercicios de gimnasia, al ritmo de “un, deux, trois, ¡forza!”. Una expresión que se convertiría en risueña coletilla de todo el colegio. En algunas ocasiones, las clases acababan con una breve audición de música clásica, una exquisitez extraña a nuestros oídos rurales, más habituados a Manolo Escobar, Formula V o Los Brincos. Bajaba las persianas, nos pedía silencio, y el tocadiscos empezaba a girar mientras el Ave María, de Franz Schubert, o el Agnus Dei de la Misa de la Coronación de Mozart, o uno de los movimientos de la Novena de Beethoven, llenaban el aula del internado. Teníamos oídos duros casi todos. Nuestra cultura de música clásica era nula. Y necesitábamos, por tanto, las explicaciones apasionadas y descriptivas de este profesor melómano que poseía una colección magnífica de música clásica, toda ella de Deutsche Gramophon, como no puede ser de otra manera.

Siempre me he sentido agradecido a los profesores que abrieron la mollera de este pobre hombre y le metieron algunas ideas ‘insanas’ sobre arte, música, literatura, cine, idiomas, religión, solidaridad, paisajes y gentes de otras tierras y de otros colores. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Mi arquitectura espiritual, aunque pequeña y endeble, se la debo, además de a mi familia, a esos primeros maestros italianos, excelentes pedagogos, alegres creyentes y hombres de notable rectitud moral. Ahora que está de moda echar la culpa de los propios fracasos e incompetencia manifiesta a los padres, los maestros, los curas y la sociedad, no está de más reconocer humildemente que sin las influencias bienhechoras de la escuela y de la familia, seríamos aún mucho más desgraciados. Y además: es infantiloide culpar a los demás de todas nuestras penas, desdichas y limitaciones.

Hasta el final de la vida de P. Mario, y mucho después, seguimos siendo amigos. Nos veíamos con frecuencia. Y a su lado siempre experimenté una compañía agradable y serena. Cuando él se instaló en Madrid, en la Pía Unión, siempre tuve la casa abierta y la mesa puesta. Nunca faltaba una larga tertulia acompañada de un buen café y una onza de chocolate que sus muchos amigos italianos, franceses o suizos le enviaban. Durante mi estancia en Francia, nos carteamos con frecuencia. Él era el orgulloso maestro. Yo, el agradecido alumno. Y cuando en 1991 escribí un breve libro sobre Luis Guanella, Mario Bellarini me regaló –y expandió- elogios y parabienes que enrojecerían al más templado.

Un día me comentó que, trasteando en la biblioteca de Aguilar de Campoo, había caído de un libro una pequeña foto mía, a la que he aludido más arriba: “La he recogido y la he guardado en mi breviario. Así todos los días me acordaré de rezar por ti”. Pocas veces me he sentido tan querido y tan bien querido. 

De soñar con ser futbolista a sacerdote guaneliano

         Mario Bellarini nació el 11 de noviembre de 1923 en la provincia de Verona, Italia, en el seno de una familia de humilde procedencia. Muy pronto sus padres hicieron el equipaje, subieron al tren y probaron el amargo pan de la emigración. Se asentaron en la Alsacia francesa y comenzaron a trabajar en una fábrica textil.

Sensible y muy apegado a la madre, Zita, Mario encontró pronto una pasión en tierra francesa: jugar a fútbol. Soñaba con ser una estrella en el Paris Saint-Germain o en la Juventus. El padre, Sereno, no veía con buenos ojos esta afición a dar patadas a un balón. Por otro lado, el clima alsaciano le daba constantes sustos de salud, probablemente asma. Sus padres decidieron enviarlo a Italia con la tía Albina, a la que siempre considerará su segunda madre. El futbol callejero seguía llenando sus días. Y lo demás le interesaba bastante poco, estudios incluidos. Para poner fin a esta situación anómala, se le convenció para que entrase en un internado, concretamente en el colegio de Fara Novarese de los padres guanelianos. Tenía trece años. Los compañeros se reían de él porque apenas sabía hablar italiano. Acabado el bachillerato, ingresó como novicio. En 1939, los superiores decidieron premiar a Mario con un mes de vacaciones para que regresare a Francia. Pero estalló la II Guerra Mundial y todos los planes se rompieron. Solo al acabar la contienda, pudo visitar a sus padres y hermanas. Habían pasado 12 largos años desde que había visto por última vez a su familia: “salió de Francia en pantalón corto y volvió con sotana”, decía su madre. ¡Se dice pronto y bien! Fue ordenado sacerdote en 1949, en el santuario del Corazón de Jesús de la ciudad de Como, donde está el sepulcro del fundador, Luis Guanella.

La obediencia le llevó a Suiza (años 1950-1960), concretamente a un colegio de Roveredo, como educador. Siempre recordó con nostalgia ese espíritu disciplinado, ordenado, respetuoso y silencioso de los alumnos suizos. Una vez me contó que en muchas ocasiones los adolescentes se acusaban en el confesionario de “perder el tiempo, de malgastarlo”, algo inaudito en las confesiones de los adolescentes del sur de Europa. De 1960 a 1968 lo encontramos, también como educador, en Fara Novarese, el colegio donde había estudiado de adolescente. 

Al hablar de esta larga estancia de Mario en Fara, no puedo pasar por alto una propuesta quijotesca que defendió con auténtica pasión. En Fara daba clases de matemáticas Giovanni Forzani, cuyo padre era un escultor muy reconocido en los ambientes artísticos del Norte de Italia, Carlo Forzani. Mario se empeñó en que fuera este escultor el que hiciese una estatua que inmortalizase un episodio que él admiraba muchísimo en la biografía de Luis Guanella: la noche en la que se hizo cargo de tres huérfanos cuya madre acababa de expirar, llevándolos en sus brazos desde la cabaña que ocupaba la pobre familia hasta el orfanato que él mismo había fundado. La estatua original, en bronce, se encuentra en Milán. Y otras muchas copias, de menor tamaño, están por todo el mundo, también en el salón de mi casa.

En 1968, el destino le condujo a Nápoles, a un colegio donde la mayoría de los alumnos eran huérfanos que la camorra napolitana había ido dejando aquí y allá. Se vivía en un ambiente social opresivo, de violencia y silencio culpable. No fiarse de nadie era algo muy interiorizado ya desde niños. El carácter de Mario, dado a la confiabilidad y a la espontaneidad, no podía encajar en el ambiente y mentalidad de Nápoles, aunque nunca se permitió hacer comentarios hirientes o despectivos de su paso por la ciudad. 

Un curriculum con muchos detalles de corazón

En 1972 llegó al colegio de Aguilar de Campoo, con un mandato: abrir una casa para chicos con discapacidad en España. Los tiempos eran lentos, y mientras tanto, entre papeleo interminable, tiras y aflojas, ensayos y errores en el nuevo proyecto, Mario Bellarini se hizo cargo de las clases de francés del internado aguilarense.

En 1976 pudo recibir a los primeros niños con discapacidad en una finca agrícola a las afueras de Palencia, Villa San José. Tuvo que llamar a puertas y más puertas, para poder salir adelante en esos primeros difíciles años. Pero poco a poco los palentinos empezaron a quererlo . Mario sabía llegar al corazón del otro con una escucha atenta, un consejo acertado, una empatía generosa, y unos detalles capaces de acariciar el alma. Acogía a las personas y las depositaba para siempre en su corazón y en sus labios de orante. En Palencia se hizo maestro de la política del corazón. Sólo con el corazón se puede llegar al corazón del otro y tocarlo y conmoverlo. Y esto valía tanto para los primeros “chavalines” de Villa San José, como para los trabajadores y voluntarios o los grises funcionarios a los que tenía que dirigirse con harta frecuencia. En Palencia todo el mundo lo conocía. Tal vez por eso, los municipales hacían la vista gorda cuando la furgoneta ‘irregular’ de color de naranja con matrícula italiana daba una y otra vuelta por la ciudad.

Los últimos años de su vida (de 1988 a 1995) los pasó en Madrid, como responsable de la Pía Unión de San José. Había aprendido el noble oficio de la guía de almas. Monjas clarisas de Aguilar, padres de familia o amigos demandaban dirección espiritual y consejo. A medida que sus años aumentaban, su sapientia cordis crecía. En Madrid, la escucha y el acompañamiento espiritual se hicieron norma en la madrileña Avda. del Recuerdo donde transcurrió sus últimos años. Recibía llamadas y más llamadas, cartas y más cartas, visitas y más visitas. Confesor, padre espiritual, acompañante, amigo consejero. Al final de su vida, se gastó y desgastó, privándose incluso del sueño y del descanso para atender a unos y a otros. Aprendió a multiplicarse. Cuando murió encontraron miles de cartas de amigos, conocidos, simples lectores de la revista Servir o inscritos de la Pía Unión de San José que le ponían cuatros letras y le abrían el corazón, en busca de una palabra de aliento. Hay una foto que lo refleja muy bien: Mario pegado al teléfono para atender una llamada tras otra.

Tras un funeral de lágrimas y de aplausos en Palencia (conmovedor el canto de Resucitó con el que finalizó la misa), sus restos mortales fueron trasladados a Italia, respetando la voluntad de sus tres hermanas, Rosa, Olga e Inés. Desde entonces descansa para siempre en el panteón de los religiosos guanelianos en el cementerio de la ciudad italiana de Como. Pero en España, entrre 1972 y 1995 dejó lo mejor de sí, una siembra a manos llenas y una huella imborrable. Y por ello, su recuerdo aún perdura en muchos de sus amigos.

Segunda evocación de Mario Bellarini

Después de su fallecimiento, y antes de obtener los permisos para el funeral en Palencia y la repatriación a Italia, su cadáver permaneció durante un par de días en el tanatorio de Medina del Campo. Me acerqué a despedirlo. Era una calurosa tarde de junio. En el tanatorio, el empleado accedió a que pudiese ver el cuerpo sin vida del respetado maestro. No había aún nadie en el velatorio. Su rostro desfigurado acusaba el brutal impacto del accidente de tráfico, pero yo reconocí en esos rasgos devastados al amigo bueno y generoso. Me senté ante él y le leí algunos poemas religiosos de un libro que llevaba conmigo “Dios en la poesía actual” (edición de la Bac). Y también le recité el poema de Charles Péguy dedicado a la catedral de Chartres y que él nos había hecho aprender de memoria en 1975:

                                         Un homme de chez nous a fait ici jaillir,

Depuis le ras du sol jusqu’au pied de la croix,

Plus haut que tous les saints, plus haut que tous les rois,

La flèche irreprochable et qui ne peut faillir

        Cuando el empleado de la funeraria entró de nuevo en la sala, se encontró con un alumno agradecido que lloraba en silencio a su maestro muerto y que recitaba versos, lo mismo que, de adolescente en el colegio, repetía la lección de francés.

Una vez Mario me confió que, cuando viajaba y entraba en una iglesia a rezar, sacaba la agenda de los contactos y leía los nombres de sus amigos a Dios. Y, al pronunciar cada nombre, pedía un deseo o una gracia. Estoy seguro de que aún conservará esa agenda en el cielo. Cada atardecer, seguirá recordando a Dios mi nombre y el de otros muchos que tuvimos la suerte –la gracia- de conocerlo y de sentirnos cuidados con su palabra, su abrazo y su sabiduría del corazón. Por cierto, Mario había escrito en la portada de la "agenda de contactos" una frase de Luis Guanella: "La satisfacción más grande que Dios concede a sus hijos es pasar por la vida haciendo el bien".

En una ocasión, María Fontana le preguntó cómo podía llevar a tantas personas en su alma. Esta fue la respuesta: “Mi corazón se ensancha, según las necesidades, y así logro que todos los amigos estén y quepan dentro”.

Mario atiende sonriente una llamada telefónica

Junto a la estatua de San José en Aguilar de Campoo

Celebración de la Santa Misa en Madrid

La sonrisa es siempre la primera expresión de la acogida


María Fontana, P. Mario, P. Vicente, P. Alfonso y Juan Carlos

Palencia. Con los religiosos guanelianos españoles.

Su última tarea: difundir la devoción a San José

Homenaje a P. Mario en la Villa San José

Con los primeros "chavalines": Gonzalo, Mariano, Juanjo, Toñín y Luisito

Escultura de Don Guanella de Carlo Forzani


Poema de Charles Péguy: Presentación de la Beauce a Nuestra Señora de Chartres: 
"Un hombre de nuestra tierra ha hecho brotar aquí,
Desde a ras del suelo hasta el pie de la cruz,
Más alta que todos los santos, más alta que todos los reyes,
La flecha perfecta y que no puede fallar" 






 




























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