“Fue un otoño triste, con
lluvia y frío, crisis de hambre en el Ruhr y hambre sin crisis en el resto del
antiguo Tercer Reich. Durante todo el otoño llegaron a las zonas occidentales
trenes con refugiados del Este. Gente andrajosa, hambrienta y no grata,
apretujada en la oscuridad pestilente de las estaciones ferroviarias…” Es el inicio del libro Otoño alemán, del
escritor sueco Stig Dagerman.
En el otoño de 1946, un
año y medio después del final de la Segunda Guerra Mundial, el rotativo sueco
Expressen envió a un jovencísimo escritor de apenas 23 años a emprender un
viaje a Alemania y escribir unos cuantos artículos sobre este pueblo derrotado,
que en ese momento concitaba todo el desprecio y el odio del mundo. Puede que
no faltasen razones para ello. La guerra había terminado, pero los muertos eran
llorados en cada rincón de Europa y más allá. Los cuerpos aún conocían las
penurias de la posguerra. Y las almas, humilladas y aplastadas por la ideología
totalitaria nazi, aún no habían alzado el vuelo. “Alemania” o “alemanes” eran
palabras que se pronunciaban aún con rabia y pesadumbre.
Stig Dagerman había nacido en Suecia en
1923. Niño prodigio de las letras, publicó su primera novela a los 21 años. El
periódico sueco que le envió a Alemania como
reportero tal vez esperaba de él artículos incendiarios que confirmasen la
locura nazi y reafirmase la tesis de que los alemanes tenían que ser castigados
por sus crímenes horrendos en la misma proporción que ellos habían hecho con
las naciones subyugadas y los judíos exterminados.
Pero Stig Dagerman pisa suelo alemán
libre de prejuicios y limpio como un folio en blanco. Quiere saber, para
entender. Y quiere observar y hablar con la gente para levantar acta de lo
visto, oído y sentido. Deambula en medio de las ruinas de varias ciudades alemanas.
Se asoma a los sótanos con 10 centímetros de agua donde varias familias se
hacinan, muertas de frío y sin una rebanada de pan que llevarse a la boca. Se
sube a trenes atestados, con las ventanas tapiadas con tablas, que acogen a 25
personas de pie en un compartimento pensado para ocho. Observa a los refugiados
y a los prisioneros que vuelven de cualquier país de Europa a una Alemania
donde no son bien recibidos (basta pensar que cinco millones de soldados eran
prisioneros de los aliados en todos los países de Europa). Ve a niños que no
pueden ir a la escuela porque no tienen zapatos. Asiste a sesiones de desnazificación en las cuales los
colaboradores o presuntos colaboradores del régimen de Hitler tienen que demostrar
con certificados de buena conducta y testimonios (a veces pagados) que ellos no
fueron tan malos. Ve a escritores cambiar su máquina de escribir por unos
gramos de mantequilla. Ve a gente hambrienta recorrer kilómetros hasta llegar a
un pueblo donde los campesinos le venden a precio de oro unos kilos de patatas.
Habla con un joven alemán que lo único que desea es huir a América, torturado
por un pasado lleno de culpa y por un presente lleno de humillaciones: “Ya no se puede estar en Alemania”. Y
cuando Dagerman le invita a cenar en un buen restaurante se encuentra con un
cartel: “Prohibido el paso a los alemanes”.
Por todas partes se encuentra con gentes indiferentes o desesperadas que
sopesan si las razones para seguir viviendo sobrepasan a las razones para
morirse de una vez.
Lo que Dagerman vio es que, tras la
victoria de los aliados, Alemania fue repartida y bombardeada sin piedad. Los
que de alguna forma habían ejercido una resistencia al nazismo o simplemente
habían sufrido la cárcel o el campo de concentración a manos de los nazis, se
encontraron con un ejército victorioso que los castigó colectivamente. Después de
la caída de Hitler, los aliados en muchos casos se comportaron con los alemanes
al más puro estilo nazi. Aquellos alemanes que anhelaban el fin del nazismo se
encontraron con otro castigo.
Dagerman observa, escucha, habla y
comparte con ciudadanos de todo tipo ese tiempo inmediato a la victoria de los
aliados. En un momento en el que odiar a
los alemanes estaba bien visto y en el que el discurso de humillarlos recibía
aplausos, un joven escritor sólo ve el hambre y el frío por doquier, la
amargura y la desesperanza. Y siente compasión. Y cree que “preguntarse sobre la ideología de los ciudadanos es menos importante
que preguntarse por el hambre de sus estómagos”.
El libro provoca algunas preguntas, por ejemplo, ¿fue necesario
arrasar ciudades enteras cuando Alemania ya se había rendido? No olvidemos que
la tormenta de bombas dejó a Dresde completamente en ruinas y cerca de
doscientas mil personas murieron en esa operación bélica. Y el libro suscita
una enseñanza: en los momentos convulsos de la historia, cuando las masas
imponen su criterio de venganza y odio generalizados, sólo algunas personas,
como lo fue el caso de Stig Dagerman, son capaces de mirar limpiamente a los
ojos de los que sufren y sentir compasión.
Ochenta años después de estos acontecimientos, sabemos que
Dagerman viajó por nosotros y nos muestra que el terror implantado en Alemania
y en media Europa por Hitler, no debe hacernos olvidar otros excesos, en este
caso de los aliados, que en el fondo fue un castigo ciego a tantos alemanes,
muchos de los cuales había sufrido el nazismo y habían sido las primeras
víctimas de un régimen que fue la encarnación del Maligno. Al acabar la guerra,
muchos gerifaltes nazis consiguieron huir con su buena cartera a países donde
vivieron tranquilamente. Pero los alemanes más pobres perdieron todo: los hijos
en el frente, la casa, las rebanadas de pan y la dignidad. Sólo les quedó el
frío y el hambre.
Hay una especie de ‘santidad’ en este
escritor sueco que fue capaz de sentir piedad en un momento en que lo normal
era sentir odio y desprecio. Stig Dagerman en su recorrido por las ciudades en
ruinas no vio alemanes, sólo vio personas necesitadas de una hogaza de pan, un
abrigo para el crudo invierno, una casa donde cobijarse y un poco de dignidad
para sostenerse en pie.
Tenía apenas 31 años cuando Stig se
quitó la vida a las afueras de Estocolmo. Tal vez, como tantos hombres
sensibles en aquella dramática hora, no pudo soportar tanta bruticie. Dos años
antes había escrito una especie de testamento titulado “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”.
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