jueves, 27 de febrero de 2025

La Trapa en seis pinceladas

     1.- El tren que pasó en 1890

     En el año 516, Benito de Nursia escribe unos preceptos para monjes que quisieran vivir en comunidad. Nace el Monacato Occidental. En 1098, con Roberto de Molesmes surge el Císter (Abadía de Citeaux), siendo Bernardo de Claraval su gran propulsor, como un deseo de volver a la primitiva observancia de la Regla benedictina. En 1664 en la Abadía de la Trappe (Francia) se inicia una reforma de la orden cisterciense que busca una observancia más estricta de la vida monástica. En octubre de 1890 el tren traqueteante de Valladolid a Burgos pasa delante de un edificio abandonado y en ruinas, un antiguo monasterio benedictino entre las poblaciones palentinas de Dueñas y Venta de Baños. En ese tren viaja el abad de Sainte Marie du Désert (Francia), Dom Candido Albalat, que busca un lugar para fundar una nueva comunidad monástica. Se levanta de su asiento y, mirando las piedras desmoronadas por la carcoma del tiempo, comenta: “He aquí lo que llenaría plenamente mis deseos”. Acaba de surgir la Trapa de San Isidro.  Las vías de ferrocarril ocupan el mismo lugar, aunque ahora por ellas circulen veloces trenes. Y el monasterio sigue en pie, una abadía donde algo más de veinte trapenses orant et laborant. Y donde algunos huéspedes venidos de sus quimeras, de sus vidas inquietas, turbulentas o grises, llegan para masticar, como hambrientos, un pan amasado con serenidad y silencio, oración y paz.

2.- Celda, mesa y libro


       Blaise Pascal escribió que todos los males del mundo proceden de la gente que no sabe estarse quieta en su habitación y en sus adentros. En la mochila yo había metido Las Confesiones de San Agustín. Pero en el momento de cerrar la puerta de casa y encaminarme a la estación, me acordé de que muchos años atrás, en 1993, Andrés García me había regalado las Obras Completas del Hermano Rafael. Cambié de libro de lectura. El volumen de 857 páginas está básicamente formado por las cientos de cartas que escribió a familiares, hermanos trapenses, amigos. Pero el grueso lo constituyen las cartas enviadas por Rafael a su tía María, duquesa de Maqueda. Hubo un momento en que ambos decidieron mantener una relación epistolar sobre Dios y sus almas, a condición de que las cartas fuesen destruidas. Pero tía María no cumplió su palabra. Para ella, las casas, los cuadros, los muebles, las joyas, las ropas y el ducado entero… nada valían en comparación con esas cartas llenas de luz y de sabiduría que recibía regularmente de su sobrino. En la acogedora celda 17, un hombre lee y subraya lo que otro hombre ha escrito varias décadas antes. Porque Rafael no sólo fue un monje humilde y sufrido, también un escritor, un pintor, un artista. Amaba la vida, la alegría, la risa; amaba los encuentros, los cafés de Madrid, las  bromas, los cantos del coro, las espigas doradas, un buen cigarrillo y ponerse al volante de un coche. Y tal vez porque amaba tanto todo, pudo amar sin medida, como un loco enfermo y delirante, cuerdo y sensato, a Dios. Solo Dios’ fue su lema, su herencia, su escritura. La razón de su vida y la causa de su santidad.

 3.- El hermano Rafael


         Rafael Arnáiz Barón nació en 1911 en Burgos. En 1934, interrumpe su carrera de arquitectura en Madrid para ingresar como monje en la Trapa. Apenas cuatro meses después, debe abandonar el monasterio por causa de una diabetes sacarina aguda. Volverá dos años después a la Trapa y tendrá que abandonarla de nuevo porque la enfermedad no le da tregua ni respiro. Poco tiempo después, regresa definitivamente al monasterio para morir cuatro meses más tarde, el 26 de abril de 1938. Tenía apenas 27 años. Pasó muy poco tiempo en el monasterio como monje trapense. Y casi todo ese tiempo vivió en la enfermería, en medio de una sed espantosa y no pocos sufrimientos. Algunos le consideraron una carga para la abadía. Otros, le tenían por un monje bueno y paciente, sonriente y sufriente. Su director espiritual estaba convencido de que estaba tratando a un joven excepcional. Pero fueron sus cartas y sus escritos los que descubrieron, tras su muerte, al místico y al santo. En poco tiempo como monje había hecho unos progresos espirituales que a otros les lleva una vida entera. El Hno. Rafael: enfermo de diabetes, enfermo de trapense, enfermo de Dios. Su vida demostró que se puede vivir en la perfecta alegría y la perfecta paz, a pesar de los impedimentos y el dolor de la enfermedad, cuando Dios, solo Dios, llena el corazón y el alma. Mientras se recuperaba en su casa familiar de Oviedo escribe: “No pienso en otra cosa que en volver al monasterio: el coro, el silencio, la paz del cementerio tan alegre, mis hermanos, mi hábito, mi celda, mi sagrario de la Trapa… Todo eso que conquisté con sacrificios y lágrimas se derrumba con una cosa tan insignificante como un poco de azúcar en la sangre… Yo era demasiado feliz en la Trapa”

  4.- El rezo de completas


                 Los monjes con la cogulla sobre sus cabezas entran en la nave oscura. Son las ocho y media de la tarde y el día llega a su fin. El día empieza con el canto de maitines, a las cuatro de la madrugada. Luego vendrán los laudes, las horas de tercia, sexta y nona, el canto de las vísperas y finalmente el rezo de la Completas. No hay progreso humano, no hay crecimiento personal o colectivo sin examen de conciencia. Reconocer los errores, asumir los fallos, reprogramar el corazón, pedir perdón. Por ello el monje, antes de abandonarse al sueño, revisa y evalúa la jornada. Creo que fue Stefan Zweig quien dijo que, si al final del día, no asumimos una pequeña sombra de error en nuestra jornada y una pequeña luz ofrecida al hermano, no merecíamos pasar al día siguiente. Y por ello, cuando un corazón pide perdón y es perdonado, puede entregarse al sueño y al descanso que siempre alcanza a los que tienen el corazón en paz. Nunc dimittis, dijo el anciano Simeón cuando el Niño fue presentado en el Templo de Jerusalén. Y Nunc dimittis reza también el monje. Luego toda la iglesia trapense se queda a oscuras, mientras un haz de luz ilumina la imagen en madera policromada de la Asunción de María. Los trapenses entonan la Salve Regina, la oración de los que pasan por un valle de lágrimas suplicando un poco de dulzura y esperanza. Cuando la Salve termina, un monje toca la campana con energía calculada que le hace levitar, agarrado a la soga, medio metro del suelo. La campana suena dentro y fuera de la iglesia. Y de esta manera, las gentes de alrededor saben que la jornada acaba para los trapenses. Y la campana toca también por ellos, les llama también a ellos a una vida de Solo Dios.

 5.- Una ventana y una carretera.

No hay lugar tan apartado o solitario del mundo donde no llegue el olor del mundo, su música y su ruido. Pegadas al monasterio están las vías del tren, y unos metros más allá, la autovía Valladolid-Burgos. Y más allá la fábrica de chocolates, donde proveedores cargan y descargan, y algunos turistas detienen sus coches para tomar un chocolate. De día, miro por la ventana a la explanada que hay delante del monasterio: la furgoneta del panadero deja el pan; el repartidor de la editorial descarga una caja de libros; paseantes y corredores vienen haciendo ejercicio desde Venta de Baños o Dueñas. Devotos se encaminan a la capilla del hermano Rafael para arrodillarse o encender una vela. Varias personas se unen a la oración y al canto de los monjes desde el fondo de la iglesia. Y de noche, apostado junto a la ventana, el intenso tráfico de coches y camiones de la carretera tiene algo de fascinante. Es suficiente imaginar las vidas de los conductores: Las mercancías más variadas van camino de los mercados o de las fábricas. Cada pasajero lleva consigo sus preocupaciones y alegrías, su tranquilidad o su miedo, su mente abotargada por el cansancio o el sueño. Alguien se dirigirá al hospital donde un ser querido acaba de ser ingresado. A muchos camioneros les esperan horas y horas de conducción, mientras un rosario se balancea en el parabrisas y las fotos de sus hijos en el salpicadero le aconsejan prudencia. Alguno escapará de su vida y se acercará, perfumado de colonia, al club cercano, en busca de un placer espurio, o quizás de una ternura desconocida. Alguien contará los kilómetros para el área de servicio donde se aseará, comerá un bocadillo de tortilla y cruzará dos frases con el camarero. Alguno conduce veloz al encuentro de unos días de descanso en una ciudad lejana de Europa. Para alguno, Dios no lo quiera, no habrá viaje de regreso, y su vida acabará en un chirrido de frenos y un amasijo de hierros. Coches camiones, autocares con sus conductores y pasajeros. Todos ellos atados a su cadena de rutinas, de pesado trabajo, de pequeñas ilusiones y sueños.

6.- Las manzanas de la Trapa

            

            El huésped pasea por los caminos que transcurren en medio de las tierras pardas de labranza, entre el monasterio y el río Carrión. Senderos que pasan al lado de los establos, donde decenas de vacas miran, con ojos blandos y bobos, la vida pasar. La senda zigzaguea entre viejas casas que un día ocuparon los campesinos asalariados, tierras cerealistas e hileras de frutales de ramas secas que esperan la resurrección de la primavera. Y es ahí donde descubro que un árbol conserva aún las manzanas, como un desafío al tiempo invernal, como una promesa, ¿de qué? ¿Habrán dado estas manzanas un poco de alegría al vaquero, al campesino, al monje, al huésped que, al pasar cerca, las descubrieron y se dejaron seducir por ese fulgor de oro en las ramas secas? Era la mañana del último día de enero. Un cielo límpido y azul y unos pequeños charcos aquí y allá recubiertos de una placa de hielo. Las manzanas de la Trapa. ¿Serán manzanas doradas del Jardín de las Hespérides que proporcionan la inmortalidad? ¿Serán manzanas del Árbol del Bien y del Mal en edén que sedujeron y dieron  dolores de cabeza a Adán y Eva? ¡Manzanas en un árbol seco! ¿Cómo no pensar en la frágil fe del alma que resiste a los cierzos y a las heladas, al viento y a los cristales de la nieve, y permanece ahí en la rama seca del corazón? Ciertamente es un desafío a la implacable ley de la gravedad en la naturaleza. Todo cae, pero algo, misteriosamente y sin ninguna razón aparente, no cae, sino que permanece ahí como una pequeña candela en la noche oscura: el sabor de un beso, tras una temporada en la cárcel. La fuerza de un abrazo, al regresar de la guerra. Un arcoíris inesperado después de la tormenta. Siempre recuerdo la respuesta de José Jiménez Lozano cuando le preguntaron si era creyente: "Yo no creo en nada, sé. Es decir, tengo certeza, aunque esa certeza no sea mía. Mía sólo es la confiaza, la fides".

















1 comentario:

  1. Me encanta tus letras , con esa autoridad que da la sabiduría . Gracias amigo

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