miércoles, 30 de abril de 2025

Un selfie garrulo en el funeral del Papa

 


        Cualquiera sabe que un selfie puede resultar divertido y juguetón en la Feria de Sevilla o en los Sanfermines o en una final de fútbol, pero no en un funeral. Y menos cuando es el funeral del Papa. Y menos cuando se va en representación de una nación (España) para honrar la memoria de un jefe de estado extranjero, como es el caso del Papa, además de Sumo Pontífice de la Iglesia y, por lo tanto, alguien muy importante para mil quinientos millones de católicos.
        Este selfie de las vicepresidentas del Gobierno Español, Yolanda Díaz y María Jesús Montero, es un auténtico retrato de esas dos mujeres. Como locuelas adolescentes, como paletas, garrulas, catetas y palurdas, están ahí, sonrientes, divertidas, encantadas de haberse conocido y de ser la nota disonante y estridente de la gravedad y solemnidad de un funeral, de una misa de réquiem, para despedir a Francisco, al que ambas decían admirar y respetar en declaraciones al uso y redes sociales.
        Menos mal que los responsables vaticanos están acostumbrados a tener paciencia, misericordia y cerrar los ojos ante la ignorancia atrevida, la mediocridad encumbrada y el garrulismo quintaesenciado, porque, de lo contrario, estas ministras hubiesen corrido el riesgo de ser devueltas a los corrales, como ganado que no da la talla.
        Nunca un selfie había retratado mejor a las retratadas.  Objetivo conseguido, por tanto. Quod natura non dat, Salmantica nos praestat, dicen en la Universidad de Salamanca.
    

El loco de Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas



La muerte del Papa Francisco me pilló con el libro “El loco de Dios en el fin del mundo” que acaba de publicar el escritor español Javier Cercas. En mayo de 2023, mientras el escritor firmaba libros en el Salón del Libro de Turín, se le acercó el responsable de la Editorial Vaticana, Sr. Fazzini, y le propuso algo sorprendente: acompañar al Papa en su viaje a Mongolia para escribir un libro. Javier Cercas, ateo, anticlerical y laicista, pensó que el Vaticano había perdido los estribos si encargaba un libro a un escritor con ese currículum. La propuesta le pareció disparatada y fuera de lugar. Pero también era un encargo de los que nunca se presentan en la vida de un escritor, un regalo llovido del cielo. Además, le dijeron que el Vaticano no pensaba poner ninguna condición, ni siquiera pedían revisar el texto o que se publicase en su editorial. Libertad total para escribir lo que quisiera y con la editorial que quisiera. Durante un tiempo, Cercas habitó el territorio de la perplejidad y la duda.

         Luego pensó en su madre, viuda, católica, con los primeros síntomas de alzheimer, y que repetía en muchas ocasiones que no la asustaba la muerte, porque cuando llegase, iría al encuentro con su marido, el único y largo amor de su vida, porque ella creía sin dudas en la resurrección de la carne y en la vida eterna prometida por Cristo.

         Cercas cuenta que el libro de Unamuno San Manuel Bueno Mártir, leído a los catorce años, le hizo perder la fe y la práctica religiosa. Desde entonces, como tantos españoles de su época, se hizo ateo militante y anticlerical practicante. Al final decidió aceptar la invitación vaticana, a condición de mantener una conversación a solas con el Papa para preguntarle sobre la resurrección de los muertos y poder llevar la respuesta a su madre de parte del Papa.

         El libro es ensayo sobre un minúsculo estado, el Vaticano, probablemente el único ‘estado’ planetario. Es estudio de la Iglesia, el único imperio que lleva dos milenios en activo y con una fuerza inexplicable, a pesar de la crisis de fe que ataca a Europa por los cuatro costados. Es crónica del viaje papal a Mongolia, sucesión de entrevistas, resumen de lecturas sobre el tema, biografía del Papa Francisco... Y todo ello salpimentado con recuerdos y memorias del propio autor. El libro tiene su parte de intriga, de crítica acerba, su mala leche, su elogio y admiración por aspectos luminosos de la Iglesia, como la vida abnegada de los misioneros o el afán de Francisco por poner en el centro de la Iglesia a Cristo y a los pobres.

Antes de llegar a Roma, Javier lee y lee sobre Francisco (periferia, sinodalidad, discernimiento, alegría, misericordia), en un intento de entender la figura de Jorge Mario Bergolio, que no deja indiferente a nadie: detractores acérrimos y admiradores sin peros. Una frase de Michel de Montaigne: “Hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos, que entre nosotros y los demás”, le sirve para buscar e indagar en los muchos Bergoglios que han existido antes de marzo de 2013 cuando fue elegido Papa: Bergoglio enamoradizo, Bergoglio próximo al peronismo, Bergoglio jesuita, Bergoglio Provincial de jesuitas, Bergoglio alejado de los jesuitas, Bergolio obispo y arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio defensor de los curas villeros (curas que viven en los extrarradios paupérrimos de Buenos Aires, compartiendo todo con los más pobres), Bergoglio crítico con el gobierno argentino. Bergoglio conservador, bergoglio reformista, etc. Ese intento de acceder a las distintas caras o épocas de Bergoglio creo que es lo más acertado del libro, porque nadie es un círculo que se ve a primera vista, sino un poliedro de muchas caras. Así es el ser humano. Todo yo debe ser matizado por otros yoes contrarios y contradictorios.

         El Vaticano le abre sus puertas y le facilita encontrarse con altos cargos de la Santa Sede para entrevistarles y tratar de entender al Papa y a la Iglesia del momento presente. Cardenales, obispos, consagrados, laicos, hombres y mujeres. En los días previos y posteriores al viaje a Mongolia, Javier Cercas pasa por los despachos, y comparte comida y café en el comedor vaticano o en las trattorie romanas. El viaje del Papa a ese lugar remoto del mundo, insignificante política, cultural y económicamente hablando, ocupa un buen tramo del libro. En su intento por llegar a los países periféricos, Francisco tiene la osadía de visitar un país donde todos los católicos caben en una foto: apenas mil quinientos fieles, incluido el pequeño grupo de misioneros presididos por el cardenal Marengo. En el viaje se le abren las puertas de las misiones y es allí donde comprueba el coraje, la fe, la luz, el heroísmo de estos misioneros que no se dedican a convertir sino a ayudar a los más pobres en este país donde las temperaturas alcanzan fácilmente los cuarenta grados bajo cero.

         De vuelta a Roma, y antes de volver a España, aún tendrá ocasión de realizar nuevas entrevistas y de completar su búsqueda. El libro se lee con mucho interés. No es ni mucho menos -lo que se agradece-, una hagiografía de Francisco o una visión edulcorada del Vaticano. Hay crítica, pero también admiración. Es un libro muy distinto a lo que habitualmente se escribe sobre el Papa, en plan argamasa turronera. Al mismo tiempo, el hecho de que el libro haya sido encargado a un ateo, nos da una idea de esa apertura que existe en la Iglesia que no es monolítica, secreta o hermética, como se dice con frecuencia, sino un edificio construido con una amplia gama de sensibilidades y puntos de vista (¿alguien se puede imaginar el encargo de un libro sobre el presidente del Gobierno a un escritor declaradamente antisocialista o antisanchista?). El loco de Dios en el fin del mundo tiene el valor añadido de haber sido escrito por alguien que 'no es de la casa', y que ha hecho un enorme esfuerzo para entender y comprender las luces, las sombras y esas zonas de penumbra que son las que siempre pasan inadvertidas.

Al final del libro he pensado en la famosa sentencia de Baruch de Spinoza: “Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere”, traducida normalmente por “No reír, no lamentar ni detestar, sino comprender”. Lo que significa una propuesta de compresión racional y de observación imparcial de las acciones y del pensamiento humanos. La máxima spinoziana es, en el fondo, una invitación a dejar de un lado nuestros prejuicios e intentar comprender las causas detrás de los hechos y las razones que llevan a esos actos.



















 








domingo, 27 de abril de 2025

Luisge Martín y José Bretón: El odio

       


      A estas alturas, la publicación o no del libro El odio, de Luisge Martín, sobre el caso José Bretón, va a ocupar tantas páginas como las que en su día ocupó el propio caso: el asesinato de sus dos propios hijos, de corta edad, como una venganza infinita contra la madre de los pequeños. ¿Es lícito o no es lícito publicar un libro sobre un asesino? ¿Supone la publicación del libro una especie de victoria del asesino? ¿Debe prevalecer el derecho a saber o el derecho de la madre de los niños a que no se reviva una vez más su sufrimiento y el honor de los pequeños asesinados? Yo creo que todo depende del punto de vista que Luisge Martín haya dado al caso. Yo no he leído el libro y no sé si el escritor blanquea un poco la historia de José Bretón o, al contrario, es un alegato contra la crueldad insensata del padre y el misterio de la iniquidad que siempre acecha al ser humano.

    Recuerdo haber leído algún otro libro que trataban casos similares. El más terrible, El adversario, de Enmanuel Carrère. Lo leí conmocionado y en ningún momento su lectura provocó en mí simpatía alguna hacia el protagonista, Jean-Claude Romand que asesinó a su mujer, hijos y padres para evitar que se descubriera la verdad sobre su doble vida. Mi simpatía fue hacia las víctimas que fue dejando a su paso por el mundo. Y sobre todo me enseñó una cosa: el adversario, otro de los nombres del demonio, puede en cualquier momento apoderarse de nuestro corazón y convertirnos en monstruos. 

    En toda esta historia de l publicación del libro El odio puede haber no poco del espíritu de esta época: angelismo generalizado, buenismo sentimental y anhelos de cancelación. 

      

viernes, 25 de abril de 2025

Papa Francisco: un evangelio para los últimos

 


A pocos días de su fallecimiento, ocurrido el 21 de abril de 2025, miles de artículos inundan los periódicos, y miles de imágenes las televisiones de todo el mundo. Desde todos los puntos se analiza la figura de este Papa, que no ha sido un Papa de transición ni un Papa más en la larga lista de 266 pontífices, desde Pedro hasta nuestros días.

Lo primero que se puede decir es que la llegada de Jorge María Bergoglio a la cátedra de Pedro fue una sorpresa para los que apenas sabemos algo de media docena de cardenales, pero no para los, al menos, dos tercios de cardenales que lo votaron en la Capilla Sixtina en marzo de 2013: lo conocían y admiraban su estilo y su trabajo en Buenos Aires y su liderazgo en Latinoamérica. Y quisieron trasladar esa forma de hacer y de pensar a la Iglesia Universal. Por lo tanto la “revolución Francisco” ha sido posible porque un buen número de obispos pensaba como él.  

La elección de su nombre, Francisco, fue la presentación de un programa que incluía varias reformas en los tejados eclesiásticos, a veces con muchas goteras y con mucha suciedad encima. Un programa que incluía la sencillez y la alegría del poverello de Asís y el beso a los leprosos de este mundo.

Como buen hijo de San Ignacio de Loyola, el discernimiento formaba parte de su ADN y de su método. El discernimiento observa la realidad del mundo tal y como es (no como nos gustaría que fuese) y a partir de ahí elige la mejor decisión para transformar la realidad.

         Misericordia fue una de las palabras clave en sus doce años de pontificado. La misericordia acerca el corazón a los miserables del mundo para acariciarles. La misericordia que Dios tiene frente a los pecadores (Francisco siempre pedía a los fieles que rezasen por él), y que los cristianos deberíamos practicar frente a quien nos ha ofendido, ha cometido errores o simplemente está en otra onda de pensamiento.

         También el clericalismo de obispos, sacerdotes y religiosos era para Francisco el pecado más extendido en la Iglesia, un pecado que a su vez producía muchos otros pecados. El clericalismo, ese saberse o creerse cristianos superiores, cristianos de primera clase, élite, casta privilegiada frente a los laicos, a las mujeres y la masa anónima de fieles. Una élite que con frecuencia buscaba honores, privilegios, status y púlpito desde el que evangelizar, en unos casos, y adoctrinar, en otros, al pueblo ignorante.

         A mi modo de ver Francisco en estos doce años ha escrito un evangelio para, sobre y de los últimos. Unas veces con palabras y discursos, y en muchas ocasiones con gestos clamorosos y llenos de poesía. El abrazo a un hombre, Vinicio Riva, con un rostro deformado por los cientos de tumores. La decisión de enterrar en el cementerio teutónico del Vaticano, en medio de príncipes y cardenales, a un mendigo que fue encontrado muerto en las cercanías de Plaza de San Pedro. La instalación de duchas y servicio de peluquería en el Vaticano para dar aseo y dignidad a los sin techo. El inicio en 2015 del Año Santo de la Misericordia que quiso inaugurar abriendo antes la puerta de la catedral de Bangui (República Centroafricana) que la de San Pedro. Consolar y asegurar a un niño, Enmanuel, que lloraba porque no sabía si su padre, ateo, tendría un sitio en el cielo, y al que el Papa aseguró que, puesto que había sido un papá bueno, Dios no lo abandonaría. Arrodillarse para besar los pies de los representantes de Sudán dispuestos a firman un acuerdo de paz. El lavatorio de los pies, año tras año, a los encarcelados de todas la religiones en la cárcel de Regina Coeli. Su primer viaje a la isla de Lampedusa para rezar y llorar por los emigrantes muertos en la travesía. La visita a Mongolia, un país de apenas mil quinientos católicos, pero con misioneros abnegados en medio de una mayoría budista y chamanista. La encíclica ‘Laudato si’ sobre el valor de la creación, el peligro del cambio climático, y la obligación de entregar a las generaciones venideras una Tierra no agotada en sus recursos. La declaración de Abu Dabi, sobre la fraternidad humana, que firmó junto al Gran Imán Al-Azhar. Los nombramientos de dos mujeres como altos cargos de la Iglesia: Simona Brambilli, prefecta de un Dicasterio y Raffaela Petrini, gobernadora del Estado-Ciudad del Vaticano. Su respuesta a un periodista que preguntaba sobre los gays: “Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntada, ¿quién  soy yo para juzgar? O la bendición desde una plaza de San Pedro completamente vacía, a toda la humanidad que asistía, impotente y desolada al avance imparable del jinete apocalíptico del covid.  O la visita a un Irak en ruinas para apoyar a la martirizada población cristiana, un viaje considerado de algo riesgo. La visita a tantos lugares periféricos de Roma y del mundo, barrios que no cuentan, naciones que nada significan. Y tantos otros gestos…

         Tal vez en sus reformas llegó hasta donde supo llegar y hasta donde le dejaron, porque la Iglesia es tan grande, tan poliédrica y con tantas sensibilidades que lo que se opina en Roma no es lo mismo que lo que se piensa en Manila, Accra, Lima o Quebec. Desde mi punto de vista su pontificado ha sido altamente significativo, aunque sólo sea por subrayar, a tiempo y a destiempo, la enseñanza más importante de Jesús: Dios está en el hermano que sufre. Sin embargo ha habido algunas zonas de penumbra.

         En mi humilde opinión, la sombra más dramática que el Papa Francisco deja a su muerte es una Iglesia bastante dividida, tal vez la más fragmentada en mucho tiempo. Francisco tuvo, desde el primer momento, una oposición feroz dentro de las propias filas. Las críticas son legítimas y necesarias, pero cuando se pierde el respeto, la cortesía y la civilidad, se pierde también la razón, y se entra en el terreno del odio. Como ningún otro Papa sintió sobre su cogote la ira y los insultos de algunos sectores de la Iglesia y sus medios de comunicación ruidosos (hubo grupos de sacerdotes que se reunían semanalmente para rezar por su muerte). Pero también es cierto que el Papa y su entorno no supieron integrar y acoger las sensibilidades conservadoras que existen entre los católicos. Como todos los impetuosos y seguros de su punto de vista, el Papa caminaba deprisa, sin esperar a los rezagados, los confundidos y los que se sintieron perdidos, que no fueron pocos. La prohibición de la misa ad orienten pudo ser el más clamoroso, pero también el castigo al Opus Dei, las rebajas en la belleza y el misterio de la liturgia, el nombramiento de cardenales excesivamente afines a su ideario, los comentarios agrios sobre política migratoria norteamericana, pero no así sobre la persecución religiosa en Nicaragua o los cinco millones de refugiados de Venezuela, o la falta de derechos humanos en China. Este malestar quedó patente cuando la declaración “Fiducia supplicans” que abría el camino a la bendición de los divorciados vueltos a casar y de las personas LGTBIQ+ fue abiertamente desobedecida en muchos lugares del mundo.   

Sucedió en muchos momentos de su pontificado que los de fuera de la Iglesia le sintieron cercano y los de dentro le sintieron lejano. Nunca llueve a gusto de todos, se podría decir, pero algunos pensaban que Francisco se parecía al familiar que es muy simpático y hablador fuera de casa, pero más bien serio con la familia. Tal vez, simplemente, Francisco tuvo que pagar un precio: el de quien llama a las cosas por su nombre, da cuatro voces y zurriagazos a los que han convertido el templo en mercado, abre las ventanas para que entre aire fresco, e invita al banquete de Jesús a los mendigos, a los enfermos, a los migrantes, a los ateos, a los forasteros, a los creyentes de cualquier religión, a los pobres. En fin, el enfermero que en su hospital de campaña, cura las heridas y cauteriza las llagas, a veces con medicinas que calman, y otras, con medicamentos que escuecen.

En ningún momento, podemos afirmar, perdió la alegría de ser cristiano, salpicada aquí y allá de una buena dosis de humor, como pedía constantemente Tomás Moro en su oración. Fue un Papa encantado de serlo, como si toda la vida se hubiera preparado para esta misión. Esa, al menos fue la impresión desde que apareció por primera vez en el balcón recién elegido Papa y hasta su última bendición Urbi et Orbi pocas horas antes de morir.






























miércoles, 23 de abril de 2025

El niño mutilado de Gaza

 


¡Miradlo! Se llama Mahmoud Ajjour. Tiene nueve años. Es un niño de Gaza. La instantánea la firma el fotógrafo palestino Abu Elou y ha sido elegida como la mejor fotografía del año según el World Press Photo, el más prestigioso galardón en este campo.

El pequeño Mahmoud mientras andaba por una calle en ruinas de Gaza se giró para instar a su familia a seguir caminando, pero una explosión le voló los brazos. Pudo abandonar la franja de Gaza y recibir asistencia médica en Qatar. Ahora aprende a jugar con el teléfono y a abrir las puertas con los pies.

“Esta es una fotografía silenciosa que habla poderosamente: cuenta la historia de un solo niño, pero también de una guerra más grande, cuyas consecuencias resonarán durante generaciones”, comenta la directora de World Press Photo.

Gaza ostenta, en este momento, un triste record: el de más niños amputados por kilómetro cuadrado. Muchos terroristas de Hamás han huido de Gaza o lo harán más adelante. Los gobernantes criminales de Israel seguirán viviendo bien con sus sueldos abultados. Pero los mutilados  recordarán siempre que hubo una guerra y que esta guerra dejó bien jodidos a niños inocentes, como Mahmoud, a civiles inocentes a los que la guerra les llovió del cielo, sin buscarlo y sin proponérselo. E incluso a soldados forzados a defender en el campo de batalla una idea de patria que los políticos idearon en sus Consejos de Gobierno, en salones con aire acondicionado y agua mineral al alcance. Al final, son y serán los mutilados los que paguen la amarga factura de la guerra.

Un gasto en armas por la puerta de atrás


Aprovechando que toda la información del día giraba en torno a la Plaza de San Pedro por la muerte del Papa, el Sr. Sánchez, sin consultar al Parlamento ni pedir su aprobación, ha dado a conocer su intención de aprobar una cantidad astronómica para el rearme del Ministerio de Defensa, una vieja exigencia de Europa, pero que él, por aquello del buenismo pacifista  izquierdista, dilataba una y otra vez. El día anterior a la divulgación de esta noticia, habíamos visto al propio Sánchez y a sus ministras y ministros compungidos y llorosos por la muerte del Papa. Y sin embargo, la ocasión les ha venido al pelo para hacer pasar de puntillas esta noticia de gasto estratosférico. Un gasto aquí, siempre significa un recorte allá, no nos engañemos. Nada más alejado del espíritu de Francisco que este clima prebélico y esta incesante algarabía mundial de tanques, aviones y tropas. Pero sobre todo, esta es una prueba –una más- de la cobardía de un presidente que no se atreve a dar la cara en ningún momento, ni en el Parlamento de España ni en el pueblo de Paiporta.

lunes, 21 de abril de 2025

Un Panettone de Oro para Leo Bigelli

 


(Artículo escrito el 5 de abril de 2013) 

        En estos tiempos de indignación y de rabia. En estos tiempos en que salen a la luz tantos trapos sucios, tantas canalladas y tanta rapiña. En estos tiempos en que es más fácil señalar el lado más tenebroso de los otros, yo quiero descubrir un trozo de bondad, mostrarla y seguirla. 
        Lo he sabido ahora, aunque la noticia es de las navidades pasadas. El Ayuntamiento de Milán concedió su ‘Panettone de oro’ solidario a Leo Bigelli, por su incansable trabajo en favor de los sin techo de la metrópoli italiana, a través de la Casa Gastone.
        Hace ya muchos años, cuando Leo Bigelli era el responsable de un colegio en Milán, solía visitar junto a un grupillo de jóvenes a los vagabundos y sin techo de la estación de trenes de Milán. Hablaban con ellos y les ofrecían un café y un dulce.
        En la estación de trenes Leo conoció a todo un personaje, Gastone, con su alma, con su historia trágica, con su sabiduría.
        Leo pudo conocer así otro Milán, más allá de los grandes industriales, las pasarelas de moda, los jugadores del equipo de fútbol y los abonados a la temporada de ópera en la Scala. Eran los ciudadanos a los que la pobreza había dejado al margen de la sociedad y, sin techo ni hogar, vagaban de estación en estación.
        Años después, Leo Bigelli puede hacer realidad un viejo sueño: abrir una casa para los sin techo y crear una familia para los que, por tantas razones, no la tenían. La casa en cuestión –y por primera vez en la historia de la Congregación- no lleva el nombre de un santo, sino el nombre de aquel hombre sin techo de nombre Gastone.
        Visité a Leo en 2011 en la Casa Gastone. Era el Leo de siempre. Aquel Leo entusiasta y juglar, original y profundo, abierto y creativo que había conocido en 1973 cuando llegó al Colegio de Aguilar recién ordenado sacerdote.
        Casa Gastone no era un almacén de ‘sin techo,’ sino una familia donde un grupo de personas era recuperado para el trabajo, el afecto, la convivencia y la dicha. Compartí cena con ellos, y también turrón español y helado italiano. Luego, Leo se puso a llenar las fiambreras con pasta y filete empanado para los que, al día siguiente, tenían que ir a trabajar. Tarteras amorosamente preparadas como sólo un padre y una madre saben hacer.
        Leo me acompañó a la estación. Me fue contando historias dramáticas e historias de superación, historias de fracasos e historias de dignidad de muchos de sus ‘hermanos’ de Casa Gastone. Y como suelen hacer los pobres, al final de mi visita compartió algo de lo poco que tenía y me entregó un donativo para los niños pobres de África a los que PUENTES cuida.
    Ahora, el Ayuntamiento de Milán reconoce la magnífica labor que ha llevado a cabo este buen sacerdote guaneliano en favor de los pobres más pobres, tal y como aconsejaba Luis Guanella.
        Probablemente nunca un premio ha caído en tan buenas manos. Leo Bigelli, que ha alegrado las navidades de tantos sin techo con un trozo de panettone ha recibido este Panettone de oro. Enhorabuena, no por el premio, sino por tu trabajo.



El árbol generoso

 


The giving tree es un cuentecillo de apenas dos páginas. Fue escrito por el prolífico autor norteamericano Shell Silverstein, para sus dos hijos, como una manera de entretenerles pero a la vez de provocar en ellos la reflexión. En español se conoce como El árbol generoso. El P. Leo Bigelli profesaba una admiración increíble por este cuento. Y en el internado de Aguilar de Campoo, el cuento servía en campamentos y cursillos como material para la reflexión. El cuento provocaba debate y discusión,  análisis de actitudes, promesas y compromisos de bondad y oraciones ingenuas y sinceras. En alguna ocasión se llegó a poner en escena esta pequeña obra maestra, que Silverstein publicó en 1964, con ilustraciones propias, y que fue traducido a más de treinta idiomas, y utilizado hasta el infinito como material pedagógico en los colegios.

 El cuento narra la relación entre un niño y un árbol. Él árbol se siente feliz cada vez que puede ayudar a su amigo en cada una de las etapas de su vida: al niño le regala sus ramas para columpiarse y sus hojas para tejer una corona; al joven, le ofrece sus frutos para que los pueda vender y ganarse un dinero; al casado le entrega sus ramas para construir una cabaña donde vivir; al adulto desencantado le da su tronco para hacer una canoa y recorrer el mundo; al anciano cansado le ofrece lo único que le queda: un tocón donde descansar como cualquier viejecito al sol. Y en todos los momentos, el árbol se siente feliz por poder ofrecer algo de lo suyo a su amigo, para hacerle la vida más fácil y llevadera, sin reprocharle ni exigirle nada a cambio.

Y cuando el cuento acababa de ser leído, llegaban en tromba las preguntas: “¿Somos felices cuando damos y facilitamos la vida a los demás? ¿La felicidad es dar, o mejor dicho, darse? ¿Nos acordamos del árbol únicamente cuando nos van mal las cosas y necesitamos algo? ¿Quién es este árbol feliz? ¿A quién podríamos compararlo? ¿Quién es el niño, el joven, el adulto y el anciano? ¿Con quién nos identificamos? ¿Qué significan el columpio, las manzanas, las ramas, el tronco, el tocón?  ¿Es el cuento la relación entre un egoistón y un generoso hasta el extremo? ¿Es una historia triste porque el niño se aleja continuamente del árbol? ¿O es una historia luminosa, porque al final quedan los dos, el niño-anciano y el árbol-tocón, enlazados para siempre?

         Alrededor del fuego de campamento o a la sombra de la chopera del Colegio San José, los niños y adolescentes meditábamos, reflexionábamos, orábamos y escribíamos compromisos para el día siguiente o para la vida entera. Los niños que en los años setenta del pasado siglo escuchábamos el cuento ya somos sesentones o casi  setentones, ¿Qué ha habido en nuestra vida de árbol generoso y qué de niño? ¿Para quién hemos sido árbol generoso? ¿Ante quién hemos sido eterno niño pedigüeño?

Lo que es cierto es que yo no me había vuelto a acordar de este cuento en muchos años. Pero el pasado Viernes Santo, en los oficios de la Pasión de mi parroquia, el P. Alberto Ruiz recordó en la homilía este cuento, poniendo en paralelo el árbol generoso del cuentecillo y el árbol de la cruz donde pende el Crucificado. Y en ese momento, como en el episodio de la magdalena de Marcel Proust, me acordé del cuento, de los campamentos y cursillos del Colegio San José, y del querido P. Leo Bigelli, que en todo ponía pasión, música y poesía.

         En 2011, en un viaje a Italia, visité a Leo Bigelli, mi antiguo educador. Por entonces trabajaba en Milán, en la Casa Gastone, una casa de acogida para personas sin techo. Compartí la cena con Leo y sus amigos, y noté al instante que todos ellos le querían como a un padre. ¿Pero cómo no iban a quererle si había salido por las calles de un Milán inhumano a buscarlos, los había llevado a su casa, les había devuelto la autoestima, les había llamado ‘amigos’, y preparaba cada noche el tupper de comida y el termo de café con leche para aquellos a los que había buscado un pequeño trabajo que les ocuparía parte del día y les devolvería la dignidad?

         Leo Bigelli nos hizo descubrir muy pronto El árbol generoso, pero también El Principito, un libro que luego me ha acompañado tanto. No sé hasta qué punto, teniendo en cuenta las cabezas atolondradas de adolescentes, este Árbol generoso haya sido semilla y brote y fruto en nuestra vida. Quiero creer que algo habrá quedado de aquel cuentecillo.







Te puede interesar también: 

Texto de El árbol generoso, de Shell Silverstein
https://www.sparkenthusiasm.com/teacher_treasures_el_arbol_generoso.pdf

Concesión del Panettone de Oro a Leo Bigelli
https://adanbreca.blogspot.com/2025/04/un-panettone-de-oro-para-leo-bigelli.html



viernes, 18 de abril de 2025

"Sed tengo", de Gregorio Fernández

 


Sed tengo es el primero de los grandes pasos que Gregorio Fernández realizó para la Semana Santa de Valladolid. Fue un encargo de la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, integrada por el gremio de los pasamaneros, por entonces muy activos en la ciudad. Gregorio Fernández, con la ayuda de su taller, lo llevó a cabo entre 1612 y 1616. Después de muchas vicisitudes históricas, el paso acabó integrado en las colecciones del Museo Nacional de Escultura, un museo que cada Viernes Santo abandona para participar en la Procesión General de la ciudad del Pisuerga, portado por la Cofradía de las Siete Palabras.

El paso está compuesto por el Cristo clavado en la cruz y cinco sayones: sayón de la escalera o del rótulo, sayón de la esponja de vinagre, soldado vestido con armadura y lanza en mano, sayón descalabrado que lanza el cubilete con los dados y sayón que mira al suelo para ver el resultado de los dados.

         “Tengo sed” fue la quinta de las siete palabras que cristo pronunció desde la cruz (las otras: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Mujer, ahí tienes a tu hijo. ¿Por qué me has abandonado. Todo está consumado. En tus manos encomiendo mi espíritu). Las ‘Palabras’ constituyen, por tanto, una especie de testamento o resumen de la vida de Jesús de Nazaret. Cada Viernes Santo, la cofradía titular de las Siete Palabras convoca a vallisoletanos y forasteros a acudir a la Plaza Mayor para escuchar a un orador sagrado el Sermón de las Siete Palabras. Este acto, con toda su solemnidad y teatralidad, conserva aún la atmósfera de los grandes autos sacramentales llevados a cabo en la Plaza Mayor con motivo de las fiestas religiosas o de los autos de fe que tuvieron lugar en este mismo escenario contra hombres y mujeres acusados de herejía.

         El paso Sed tengo tiene forma de pirámide, geometría de equilibrio y perfección constructiva. Tiene una altura muy considerable, pues encaramado a la escalera y por encima de la cabeza de Cristo, el escultor coloca un sayón. La teatralidad barroca es la seña de identidad de los pasos de Gregorio Fernández. El pueblo iletrado es capaz de leer estas imágenes y conmoverse hasta las lágrimas, darse golpes de pecho, arrancar improperios contra los sayones o arrodillarse conmovido. Desde todos los ángulos de la plaza o de la calle, los devotos podían comprender el desarrollo de la Pasión de Jesús. En el caso concreto que describo, el paso reúne varios momentos de la Pasión: el grito de Jesús que clavado en la cruz, las manos crispadas por la el dolor y la fiebre, grita: tengo sed. El momento en que un sayón acaba de fijar al madero el rótulo del motivo de la condenación, resumida en el INRI, Jesús, el Nazareno, el Rey de los Judíos. La escena en que echan a suerte la túnica de Jesús, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Y finalmente el instante en que un sayón, sirviéndose de una caña a modo de hisopo, acerca una esponja empapada en posca, vinagre con agua, muy utilizada por las legiones romanas,  a los labios de Jesús, mientras que otro sayón-soldado mira, curioso y burlón, al crucificado.

         El Cristo tallado por la magistral gubia de Gregorio Fernández es uno de los más hermosos que salió de sus manos: cuerpo esbelto y delgado, perfección anatómica, huellas de la flagelación en su espalda, marcas de las tres caídas en sus rodillas, rostro hermoso, manos crispadas que indican el momento en que el sufrimiento llega a su límite, expresión de mansedumbre y compasión, ojos entrecerrados, regueros de sangre en la espalda, brazos y piernas.

En cambio, Gregorio Fernández esculpió los sayones con todos los estragos del vicio, la brutalidad y la fealdad. Esto es algo también muy barroco, porque la idea de bondad-belleza y fealdad-maldad ha sido un artificio del que se han servidos muchos artistas. Los fieles debían comprender, al primer vistazo, quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Pero lo que verdaderamente reflejan los sayones, no es la vileza ni el crimen, sino la indiferencia ante el mal. Por costumbre, por supervivencia, por obediencia, por instinto a seguir el juego a los que administran justicia y deciden sobre la vida y la muerte de los demás. Los que echan a suerte sus ropas simplemente están ejerciendo su derecho a quedarse con las vestiduras de los condenados. Una especie de salario por su tarea ingrata de conducir a los reos hasta el lugar de la crucifixión. El sayón encaramado a la escalera simplemente obedecía órdenes de clavar el INRI en el madero. Era su oficio. Probablemente no conocía ni el latín ni el griego ni el hebreo, las tres lenguas en las que estaba escrito el cartel. El sayón que le da a beber la posca, le da a beber lo único que tiene a mano, una mezcla de agua y vinagre, y que podía calmar la sed abrasadora que atacaba a todos los crucificados, pero también provocar las náuseas y el vómito. Lo que sí es cierto, como nos dicen los evangelistas, es que todo el mundo, los sayones y soldados incluidos, se reía y hacía mofa de los crucificados. Los condenados eran, en su mayoría, pendencieros y bravucones, ladrones u homicidas, rebeldes contumaces que habían desobedecido las leyes con altanería y chulería, habían atropellado o habían desafiado la autoridad religiosa. Pero en el momento de la crucifixión eran guiñapos de carne destrozada, cuerpos desgarrados por la asfixia, atormentados por la sed o los huesos descoyuntados. Simples piltrafas. Y por ello los sayones podían burlarse de ellos, recordarles sus fechorías y, así, humillarles y vejarles delante de todos. Las masas, ya se saben, son cambiantes y mudables. Bastan cuatro consignas para que cambien de bando y de parecer. Por eso, en el fondo, el populacho acudía gustoso y festivo a estos espectáculos.

         Los sayones son el reflejo, no de nuestra maldad, sino de nuestra capacidad para mimetizarnos con los deseos de los gobernantes y con los eslóganes de la chusma en mayoría. No es la maldad, es la indiferencia la que prevalece. O la obediencia ciega a quien ordena y manda. Hanna Arendt lo resumió muy bien en su famosa expresión: “la banalidad del mal”. El mal puede ser llevado a cabo por personas corrientes y molientes que, en determinadas situaciones de embrutecimiento colectivo, aplauden, gritan, lanzan piedras o bombas. Lo mismo que, en determinadas circunstancias, fríos funcionarios o soldados ejecutan lo que se espera de ellos en esa hora precisa.

         El grito desgarrador de Jesús en la cruz “Tengo sed” será siempre el grito de los hombres y mujeres que sufren en cada momento. Tienen sed los migrantes que en cayucos arriban a nuestras costas, y que esperan desesperadamente que un voluntario acerque a sus labios una botella de agua. Tienen sed de pan, valga la contradicción, los niños desnutridos de tantos países del llamado Tercer Mundo. Tienen sed de paz los soldados que, sin comerlo ni beberlo, tienen que ir al frente a defender decisiones políticas tomadas en impolutos despachos. Tienen sed de compañía los ancianos aparcados que no reciben visitas, ni abrazos, ni un solo gesto de afecto. Tienen sed dignidad los trabajadores a los que un sistema injusto laboral condena a un trabajo de esclavos, incluso en nuestras ciudades opulentas. Tienen sed de respeto tantas mujeres maltratadas en sus propios hogares o víctimas de explotación sexual en burdeles de carretera. Tienen sed de cultura y oportunidades niños y jóvenes de todas las periferias, que desde pequeños se sentirán condenados a una cadena perpetua de subclase.

         “I thirst” estaba escrito por todas las partes en la casa de Madre Teresa de Calcuta, en el Congo. Este grito de Cristo en la cruz fue elegido por la misionera de origen albanés para dar sentido a su vida y trabajo en medio de los pobres más pobres. Tengo sed escrito en inglés lo leí nada más llegar al orfanato de las Misioneras de la Caridad en Kinshasa en 1998. Lo vi escrito en letras grandes en el comedor donde más de dos centenares de niños huérfanos devoraban su plato de fufú y su vaso de agua. Escrita ahí, en este comedor de niños abandonados, tenía todo su sentido y su valor.

         También la Madre Verónica, fundadora de Iesu Communio ha hecho de esta ‘quinta palabra” el centro de su vida. Ella lo escribe siempre en hebreo, la lengua de Jesús. Y suena así: Tsajenà. Y en su caso no se refiere a la sed material, sino a la sed de dignidad de tantos seres humanos. Precisamente ella, nacida María José Berzosa, al emitir sus votos religiosos, quiso llevar el nombre de Verónica, no por la mujer que limpió, según los evangelios apócrifos, el rostro de Jesús en la Calle de la Amargura, sino por la joven maltratada y explotada que conoció en Burdeos. Ella, Véronique, gritaba llorando “nadie me quiere, no tengo a nadie”, que es otra manera de gritar: “Tengo sed”.

         Cada Viernes Santo en la ciudad de Valladolid, el paso Sed Tengo, de Gregorio Fernández, no es solamente una simple evocación de una escena ocurrida en Jerusalén hace dos milenios, sino una fotografía exacta de nuestro mundo. Y tal vez de nuestro corazón.



















 


martes, 15 de abril de 2025

La vegetariana, de Han Kang

        


No conocía a Han Kang antes de que la academia sueca le concediese el premio Nobel. La vegetariana es el primer libro que leo de esta escritora surcoreana. He de confesar que me ha gustado mucho. Y espero hincar el diente a algún otro texto. De la noche a la mañana Yeonghye decide dejar de comer carne. Y no lo hace por dieta o por motivaciones medioambientales. La única razón que nos da es que "tiene sueños" que la inquietan y que sufre por su causa. Pero apenas conocemos el punto de vista de la protagonista. En la primera parte es la voz del marido quien da su versión de los hechos. En la segunda parte es el su cuñado, marido de su hermana, el que nos habla de Yeonghye. En la tercera parte, es la voz de la hermana, sin lugar a dudas la única persona que permanece a su lado en este proceso inexorable de autodestrucción.

            Estamos ante una novela inquietante y desasosegante, pero es una novela que capta la atención y que te sumerge en el cuerpo y el alma atormentados de la protagonista. En la segunda parte hay un momento en que se vislumbra la redención o una posible sanación de Yeonghye, pero es una historia que no podía acabar bien: lanzarse al fuego y creer que este no nos devorará.

            Las novelas son espejos en los que nos reflejamos, porque todo relato habla del ser humano. Unas veces salimos bien parados y otras no. Vale la pena leer esta novela.            


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