sábado, 6 de diciembre de 2025

¿Safaris humanos en Sarajevo?


Si verdaderamente se confirma que hubo safaris humanos en Sarajevo, tendremos que admitir que el ser humano ha descendido un peldaño en lo que entendemos por humanidad.

En este momento la fiscalía de Milán ha abierto una investigación al respecto, después de recibir denuncias verosímiles que hablan del asunto. Al parecer durante el cerco a la ciudad bosnia de Sarajevo, durante la guerra de los Balcanes, entre 1991 y 1994, se celebraron safaris humanos. Turistas ricos pagaban cantidades exorbitantes al ejército serbio para situarse en las montañas que rodean la ciudad de Sarajevo como francotiradores y disparar y “cobrar una pieza humana” contra cualquier ciudadano que atravesase una calle o una plaza. Según las denuncias, los turistas francotiradores partían de la ciudad italiana de Triste y llegaban a Sarajevo a pasar el fin de semana, con la misma tranquilidad y adrenalina que el que se marcha a cazar un oso en Rumanía o una cabra hispánica en Las Batuecas salmantinas.

            Y lo mismo que en una cacería de animales no se paga lo mismo por cualquier pieza, también existían diferentes precios dependiendo del ser humano abatido. Los más cotizados, los niños; luego, las mujeres; después lo soldados y, por último, los ancianos. A veces se producía un tiroteo en una plaza. Los vecinos acudían a socorrer a los heridos y entonces esos mismos vecinos se convertían en un blanco fácil para los tiradores apostados en sus puestos de tiro.

            Los rumores sobre este tipo de prácticas circulaban cada poco tiempo. La exalcaldesa de Sarajevo, Benjamina Karic, presentó una denuncia en este sentido en 2022, pero parece ser que fue papel mojado. En el mismo año, se presentó el documental ‘Sarajevo safari’, dirigido por Miran Zupanic, en el que varios testimonios hablaban abiertamente de esto. A las montañas de Sarajevo, habrían acudido ‘cazadores de humanos’ canadienses, estadounidenses, italianos, rusos y otros países

            Ahora se sabe también que esta práctica de caza se llevó también a cabo en la guerra del Líbano y en otras guerras africanas. Que en las guerras se cometen todo tipo de atrocidades por parte de los combatientes es algo sabido. Con razón se dice que “en las guerras se abre la veda”, es decir se suspenden las normas y se da permiso para matar, y no solamente por ideas gloriosas de defensa de la patria, la revolución, los ideales y los valores, sino que en las guerras se abre la veda para las venganzas, los inconfesables motivos y todas las aberraciones posibles.

            Pero lo de ‘cacerías humanas” para turistas adinerados, no entraba hasta ahora en el vocabulario bélico. En un artículo de Conversation, firmado por Fernando Díez Ruiz, de la Universidad de Deusto, se habla de la ‘anatomía psicológica de los cazadores de Sarajevo”. Según este profesor, el perfil de estos turistas es el de personas aparentemente normales en su vida familiar o laboral, pero con pasión por las armas y la caza, necesitadas de dosis extremas de adrenalina, capaces de deshumanizar a un ser humano que cruza una calle, proclives al sadismo que ellos revisten de aventura, rebosantes de un narcisismo psicópata y que identifican, sin problema, placer y poder.

            Hanna Arendt ya habló hace tiempo de la ‘banalidad del mal’. Cuando la conciencia, la ética y la espiritualidad desaparecen de nuestras vidas, basta el anonimato y la sensación de impunidad, para devolvernos a la selva y, como el lobo, matar por el placer de la sangre, y no por la necesidad de alimentarse o defender a las crías.

            De momento no se ha puesto nombre y apellidos a los ‘cazadores’, tal vez nunca se les ponga. Tal vez no se encuentren pruebas contundentes. Tal vez haya intereses en no remover el fango de aquella guerra. Las familiares de los muchos hombres y mujeres que murieron en el cerco de Sarajevo a manos de los tristemente famosos tiradores, ahora saben o mañana sabrán que no murieron a manos de soldados enemigos, sino a manos de unos turistas que, al volver de la cacería, dieron un beso a su mujer, cenaron tranquilamente con música de fondo de Mozart, y entregaron algún souvenir del duty free del aeropuerto a sus hijos. ¡La banalidad del mal!









domingo, 23 de noviembre de 2025

El cura Antonio Ronchi: el 'patagón' de Dios

 


            Parece ser que Magallanes y sus compañeros fueron los que dieron a los habitantes de la región más austral de Sudamérica, los tehuelches, el nombre de patagones, por su elevada estatura, y en alusión al gigante Pataghón que aparece en la novela de caballerías Primaleón.

          El pasado verano, en el momento del café, mi amigo y misionero en Chile, P. Alfonso Martínez, sacó de su mochila un libro y me lo entregó: El cura Ronchi, de Roberto Gómez Suárez. En una heladora mañana de noviembre, con un café en la mano, al agrego de solillo invernal, he concluido esta biografía. Primera impresión: cuesta entender que hayan existido hombres así, verdaderos gigantes, 'patagones', al servicio de los más abandonados y aislados, precisamente en la Patagonia de Chile.

            Antonio Ronchi nació en 1930, en un pueblo de la provincia de Milán, de una madre muy religiosa y de un padre que pisaba la iglesia justo cuando no quedaba más remedio y que creía que los curas eran todos unos holgazanes. El padre, emprendedor y dinámico, tenía grandes planes comerciales para su primogénito varón, Antonio. Pero éste, poco a poco, empezó a frecuentar la iglesia y el oratorio, y manifestó su voluntad de entrar en el seminario de los padres guanelianos. El enfado se apoderó del padre y con una cierta ira le espetó: “¡Anda a hacerte cura que no servís pa’ na’!”

            Una noche, su madre, Agnese Berra, tuvo un sueño: “Vi un lugar lleno de gente que tenía hambre. No sé qué sitio era. Esta gente esperaba algo… De repente tú, Antonio, aparecías con una cesta grande de pequeños panes. La gente se sintió feliz de lo que tú llevabas y empezaron a saciarse. Tú te veías muy pequeño y muy pobre; más pobre incluso que ellos”.

            Ordenado sacerdote, manifestó su deseo de ir a tierra de misiones. “al lugar más difícil que exista, donde todo esté por hacerse”. A veces Dios acepta a la primera nuestras oraciones. En agosto de 1960, en el puerto de Génova, comienza la aventura misionera de Antonio Ronchi. La Patagonia chilena será su destino. Y concretamente la región de Aysén, allí donde el diablo perdió el poncho o donde Cristo perdió el zapato.

La Patagonia: Un lugar extremo, donde el salvajismo de las olas y de los vientos, y la intensidad de frío empequeñece y enloquece a cualquiera. Apunta el explorador Roquefere: “El metabolismo patagónico es de continuo cambio geológico, telúrico y  espacial. Todos los días ocurre un cataclismo: un río cambia bruscamente su curso, un lago desaparece, un glaciar se desborda, una etnia se extingue, una montaña se hunde y las piedras ‘caminan’ de un lugar a otro”. Glaciares, fiordos, selva fría, campos de hielo, lagos, ríos y pampa y una extensión inabarcable, donde malviven hombres y mujeres perdidos y aislados en esa inmensidad, abandonados a su suerte por el Estado y ¿tal vez dejados de la manos de Dios?.

            La climatología es extrema. Y la pobreza también. La falta de alimentos es endémica, el aislamiento del resto de la civilización es insalvable. Las condiciones educativas y sanitarias son deplorables. Al aventurero Ronchi no le arredra la climatología extrema. Y la pobreza le estimula, desafía, aguijonea y arrastra a un despliegue de actividad y de servicio tan extremos como el clima austral.

            Y este misionero guaneliano se dedicó durante 30 años a recorrer el ‘planeta Patagonia’, a pie, en barca, a caballo, en solitario. Jornadas extenuantes de viaje, dormir a la intemperie, helarse de frío, perderse en los bosques, embarcarse en el mar proceloso, para encontrarse con unos seres humanos que peleaban con el mar y con la tierra, ver con sus propios ojos las necesidades y poner remedio, llevar esperanza, consuelo y también una pequeña candela de fe que asegurara a los patagones que Dios  no les abandonaría.      

            Y así emprendió su obra titánica de caridad entre los patagones. Con su sotana sucia de barro, con sus dotes de persuasión, con su argumentario incontestable, con su pesada insistencia, con sus botas empapadas, con su vozarrón que competía con el viento, recorrió leguas y leguas, aguas y aguas, pero también despachos gubernamentales, para exponer las urgentes necesidades de esa tierra perdida. Y no sólo en Chile, también en su tierra natal, Italia, en Francia en Estados Unidos, en las sedes de la por entonces Comunidad Económica Europea. Lo más urgente eran los alimentos. Los alimentos escaseaban. Nada se podía comprar porque nada había para comprar. A través de una asociación francesa Aide au Tiers Monde que enviaba alimentos a África que le proporcionaba la CEE, consiguió que esos alimentos se enviasen también a la Patagonia. Fue una proeza. Toneladas y más toneladas de alimentos llegaron a este extremo del mundo. Una nota de la aduana con fecha  21 de febrero de 1984 señala que se recibieron de la CEE con destino a las actividades caritativas de P. Ronchi: 80 000 kg de leche en polvo, 1500 cajas de mantequilla y 30 toneladas de aceite. Y así sucesivamente.

            Pero Antonio Ronchi no quería que los patagones se sintieran mendigos que reciben leche en polvo, aceite o carne enlatada, sino protagonistas de su progreso. Y así ideó lo que él llamaba “trabajo por alimentos”. Los alimentos eran repartidos, pero los hombres y mujeres se comprometían a realizar trabajos en beneficio de la comunidad. Surgieron escuelas, pequeños puertos, postas, cabañas, talleres, caminos, pasarelas, puentes, almacenes, capillas, aserraderos…

            Pero a La Patagonia, no sólo llegaron alimentos, también toda clase de maquinaria y herramientas: tractores, segadores, secadoras de madera, máquinas de coser, motores fuera borda, motosierras, palas mecánicas y todo lo necesario para instalar una producción maderera. Él mismo aprendió a manejar toda esta maquinaria, para enseñar a otros.

            Antonio Ronchi pertenecía a los guanelianos, pero era un tipo que iba a su aire y a su bola. Se “sentía guaneliano hasta la médula y hasta la muerte , pero era incapaz de atenerse a los tiempos y a los ritmos de una comunidad guaneliana. Entraba, salía, corría. No tenía horarios, no tenía reglas, no pedía permiso. Un viento tan impetuoso como el de la climatología austral, le empujaba siempre más allá. Permaneció guaneliano hasta el final de su vida, pero un guaneliano sui géneris. Algunos le admiraban; otros no lo comprendían o lo juzgaban con severidad. Algunos, a su muerte, reconocieron su humanidad y su santidad. Probablemente sentirse incomprendido o juzgado severamente por algunos de sus hermanos guanelianos o por otros sacerdotes y algún obispo fue la única cruz que sintió sobre sus fuertes espaldas de patagón.

De don Guanella había aprendido dos cosas. Mantuvo una fe sin fisuras en la Divina Providencia a la que ‘culpaba’ de todo el bien que había hecho en La Patagonia. Y memorizó una frase (no sé si la única), que la cumplió al pie de la letra hasta el último aliento: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”. Esta máxima era su razón de ser, su excusa perfecta para no pararse nunca quieto y la gasolina para su actividad desbocada.

            Capítulo aparte merece el tema de las estaciones de radio y televisión que instaló en decenas de territorios. Si los alimentos eran su lucha contra el hambre. Si la maquinaria era su lucha contra el atraso económico. La radio y la televisión fueron su lucha contra el aislamiento secular de la Patagonia. Después de muchos tiras y aflojas, el ministerio chileno tuvo que otorgar los permisos necesarios para la instalación de estaciones de radio y televisión. Las parabólicas intentaban captar las señales, pero desde las estaciones también se retransmitía producción propia: avisos útiles para la población, música, eucaristías, formación. Fue una verdadera promoción humana y social. En este campo, sobre todo, se manifestó como un hombre adelantado a su tiempo. Por primera vez los habitantes de estas regiones aisladas empezaron a conocer lo que sucedía en otros lugares, ver cine televisado, recibir información y formación, misas, catequesis y rezos retransmitidos, y mostrar al resto de los chilenos su forma de vida, sus costumbres, sus pequeños progresos, sus rostros, incluso. Estos canales de radio y televisión fueron bautizados con el nombre de MADIPRO (Madre de la Divina Providencia).

             Su fe en la Divina Providencia, que asiste, protege, consuela y otorga a cada uno de sus hijos, era una fe sin fallas. Cuando recibía aplausos y elogios, siempre decía que todo era mérito de la Divina Providencia. Muchos le tildaron de preocuparse únicamente por el progreso humano. Pero este libro de Roberto Gómez Suárez nos da mil razones para entender que los bienes materiales que el cura Ronchi donaba no eran “más que el anzuelo para llevar a todos los patagones a Dios”. Cuando llegaba a un sitio, lo primero que hacía era celebrar la misa, rezar el rosario, bautizar, casar, visitar a los enfermos y bendecirlos. Dios estaba en sus labios y en su corazón. Pero su fe no era teórica ni abstracta ni descarnada. Su fe iba directamente a la carne llagada de Cristo. Unas llagas de hambre, de atraso económico y de incomunicación.

            Cura extravagante, revolucionario, cura marxista y también fascista (porque defendía a los pobres o se inmiscuía en temas que competían al Estado), bulldozer de la Patagonia, el padre Hurtado de Aysén, activista radical, hombre ejemplar, El cura ‘rasca’, gran promotor social, religioso ‘desobediente’, gigante de la caridad, emprendedor, cristiano cabal que entregaba alimentos, construía casas, abría caminos y ponía en comunicación a los villorrios aislados.

            El paso de Antonio Ronchi por estas latitudes, mejoró las condiciones de vida de muchos patagones. Cuando el 17 de diciembre de 1997 murió en Santiago de Chile, las gentes sencillas de la Patagonia, que no sabían de teologías, lo lloraron como a un padre y lo “canonizaron” como a un santo. Calles, plazas, escuelas, puertos, barcazas, estaciones de radio y televisión, monumentos, un museo, una isla y una fundación llevan su nombre.

            Desde todos los poblados por donde el cura Ronchi había pasado llegaron peticiones para que sus restos mortales descansasen en esa tierra que él había amado y servido hasta el último día. Finalmente se decidió que fuese enterrado en Puerto Aysén, en un sepulcro en forma de barca. Miles de personas lo acompañaron; cada uno tenía un motivo y una anécdota para ese homenaje. El féretro fue depositado en el sepulcro y fue cubierto con saquitos de tierra de islas, poblados, villorrios, puertos y territorios que habían sido pisados por las botas embarradas de P. Antonio Ronchi, mientras que un coro de miles de personas rezaban, lloraban y cantaban a la vez un canto a él tan querido: “Aunque te digan algunos que nada puede cambiar, lucha por un mundo nuevo, lucha por la verdad”.

            A las generaciones venideras probablemente les será difícil creer que un solo hombre pudo llevar a cabo tantas empresas en favor de los hombres y mujeres de Puerto Aysén, de Puerto Marín Balmaceda, de Puyuhuapi, de Lago Verde, de La Tapera, de Villa Amengual, de Caleta Tortel, de Villa O’Higgins, de Puerto Ibáñez, Cerro Castillo, Levicán, Murta, Río Tranquilo, Machinal, Mallín Grande, Guadal, Bertrand, El Plomo, Cochrane, Los Ñadis, Ruta San Carlos, Lago Vargas, Chacabuco, Puerto Cisnes, Mañihuales, Villa Orteg, Ñireguao, Río Negro, Chulín, Chaulinec, Chadno Central, la Junta, Villa la Tapera, Puerto Aguirre, Caleta Andrade, Melinka, Puerto Yungay, Puerto Sánchez, Puerto Cristal, Isla Toto, Puerto Gaviota, El Toqui, Río Tranquilo, Coyhaique…


Portada del libro "El cura Ronchi"




Documental sobre la vida del misionero de La Patagonia

Museo Antonio Ronchi en Villa O'Higgins

Escultura del cura Ronchi en el corazón de La Patagonia

Exposición temporal en el Museo Regional de Aysén

Una Fundación continúa la obra del cura Ronchi






Parabólica en una de las muchas estaciones de radio y televisión







Celebración de la eucaristía de un grupo de peregrinos





Mausoleo de Antonio Ronchi en Puerto Aysén (Patagonia)


jueves, 20 de noviembre de 2025

Bandos, banderas, banderías y bandidos

 



Según cuenta la revista Vida Nueva, y luego he podido ver en otros medios, la iglesia sevillana de Santa María la Real, dependiente del convento dominico de esa ciudad, ha sido noticia en los últimos días por dos altercados sonados. Hace apenas una semana un joven católico tradicionalista –y según su perfil en redes también falangista- irrumpió durante una celebración religiosa, presidida por un sacerdote dominico, en la que participaban miembros del colectivo cristiano Icthys que acoge a cristianos LGTBI+. El joven increpó al sacerdote al que calificó de traidor y le recriminó que aceptase de buen grado las conductas pecaminosas del colectivo. El grupo tradicionalista católico Orate, al que pertenece el joven, ha denunciado estas celebraciones ‘gays’ en una iglesia católica y ha presentado la queja ante el arzobispado de Sevilla y el dicasterio vaticano.

Se da la casualidad de que esta misma iglesia se había negado una semana antes a decir una misa de difuntos por cristianos falangistas asesinados durante la guerra civil. Ante esta negativa, un grupo de falangistas se manifestó con sus cantos y sus banderas a las puertas de la iglesia.

No sé si estos hechos son una mera anécdota o un signo más de la polarización y la ideologización que afectan a nuestra sociedad y que afectan también a la propia Iglesia en España. Tampoco sé si la Iglesia empieza a moverse por la consigna de lo políticamente correcto. Hace décadas, lo políticamente correcto y oportuno era decir misas por los falangistas muertos y despotricar desde el púlpito y la sacristía contra los sodomitas, o por lo señalarlos con acusaciones groseras. ¿Es hoy políticamente correcto hacer una celebración con el colectivo gay, bandera arcoíris como sabanilla de altar incluida, y al mismo tiempo negar una misa de difuntos por cristianos falangistas asesinados por el bando republicano? ¿Se hubiera denegado la misa de difuntos si los asesinados lo hubiesen sido por el bando franquista? 

¿Pero no deberíamos caber todos en la iglesia de Dios? ¿No cabían los publicanos, recaudadores de impuestos, los ricos como Zaqueo, las prostitutas, la mujer adúltera, el centurión romano, la pobre viuda de Naín, José de Arimatea y Nicodemo, miembros del Sanedrín, los rudos pescadores, los novios sin vino, los tullidos y los malditos leprosos en el corazón de Cristo? Únicamente Cristo no soportó a los que utilizaban la religión para condenar y amargar la vida de los demás o se servían de la ella  para hacer lucrativos negocios. Y así Jesús arremetió contra los hipócritas fariseos o los mercaderes del templo.

Llama la atención que a estas horas unos gays causen escándalo porque asistan a una eucaristía o se reúnan en una iglesia para comentar el evangelio o los problemas que tienen cada día, como personas o como colectivo. Y llama la atención que unos sacerdotes se nieguen a celebrar una misa de difuntos por unos cristianos. Pero veo que las etiquetas nos matan. Para unos, “aquellos son unos maricones”. Para los otros “aquellos son unos falangistas”. ¿Pero no somos todos, acaso, hijos de Dios?

¿No deberíamos, tal vez, dejar ‘nuestra bandera’ fuera de la iglesia? ¿No sobran las banderas cuando entramos en una iglesia y nos arrodillamos en un banco para hablar de Dios o de las cosas de nuestro corazón, para rezar por los vivos o por los difuntos o  “mirar al que traspasaron”? Las banderas separan. Tanto la bandera negra y roja del falangista como la bandera arcoíris del gay. Las banderas dividen y condenan. Si con respeto y afecto queremos dar la mano al cristiano que está al lado cuando decimos “Padre nuestro”, la bandera es un estorbo y un impedimento.

Demasiados bandos, banderas, banderías y bandidos tenemos ya por las calles de la ciudad, como para llevar estas divisiones hasta el lugar donde Jesús espera para comprender y perdonar, sin preguntarnos nada más: ni nuestro partido ni nuestra orientación.






lunes, 17 de noviembre de 2025

Una ermita en las Hoces del Riaza


Después de faldear toda la ladera por un sendero estrecho de piedrecillas sueltas, el caminante llega hasta el borde de los cortados de las Hoces del río Riaza. Es entonces cuando, con asombro, descubre un paisaje de sobrecogedora belleza. El río Riaza serpentea por el cañón de piedra rosada que miles de milenios han esculpido con esa paciencia que la naturaleza y los elementos poseen en dosis inagotables. En medio de chopos dorados de otoño, sabinas, rosales silvestres, aparece, humilde y melancólica, la ermita de San Martín del Casuar. Colonias de buitres planean en el cielo, en un movimiento lento y circular que no parece tener fin, formando una especie de corona en el firmamento. La mañana luminosa enrojece los roquedos horadados. Aún parece resonar el rumor bronco de los jabalíes hozando la tierra para buscar un sustento de tubérculos bajo encinas y sabinas. Sonido cristalino del río Riaza que lame piedras y chopos caídos y hace brotar juncos y nenúfares. Los caminantes, empequeñecidos por la grandiosidad del paisaje, descienden cuidadosamente por la ladera.

            La iglesia de San Martín del Casuar es una pequeña construcción románica del siglo XI. Las leyes de Mendizábal la condenaron al abandono. La Guerra de la Independencia (parece que El Empecinado se refugió entre sus muros y los franceses obraron en consecuencia) la condenó a las ruinas. El tiempo continúo el proceso de deterioro. Pero, como allí donde hubo fuego, queda rescoldo, allí donde hubo belleza en piedra y presencia de Dios, queda una brizna de hermosura y un vientecillo de espíritu.

            Y el ser humano, que es depredador por naturaleza, también, por esa misma naturaleza, es creador y hacedor de hermosura. Tal vez, por esta razón las manos de los hombres están ahora mismo levantando esa pura ruina y dando vida a lo que parecía escombrosa muerte. Aún queda mucho por hacer, pero el tejadillo cubre ya el ábside. Han vuelto a la luz capiteles, impostas, columnillas, bolas, pilastras, arcos, canecillos y sillares. La iglesia ha sido desbrozada de zarzas y cardos, y las alimañas han abandonado el recinto sacro para buscar otras guaridas.

            Según se nos cuenta, en el 913, Fernán González y su madre donaron al monasterio de San Pedro de Arlanza la villa de Covasuar, situada en esta zona, de ahí el nombre de la iglesia. Por ello, fueron los monjes benedictinos de San Pedro de Arlanza los custodios de esta iglesia dedicada a San Martín, santo popular donde los haya, conocido por su caridad: partió su capa con la espada para dar un poco de calor a un pobre medio desnudo. El ábside de la iglesia es de cantería; el resto de la iglesia, de mampostería. Una cornisa volada sostuvo, en su día, la cubierta de madera, ahora completamente perdida. A los pies, una espadaña.  Como era habitual por estos pagos, y así lo parecen indicar algunos cimientos, la iglesia tendría en su zona sur un atrio, lugar propicio para reunirse, al solillo del invierno o a la sombra del verano, los campesinos y los monjes de Covasuar.

            A los pies de la iglesia, aún se puede ver la espadaña, con su correspondiente vano que albergaría la campana. Y podemos imaginar aún su sonido que repicaría a gloria o tañería a duelo, según los días y las circunstancias. Los hombres y mujeres de la villa de Covasuar traerían a sus hijos a cristianar y enterrarían a sus muertos en el camposanto pegado a los muros de la iglesia, como era costumbre.

            Pero aunque la campana ya no tañe, la sola presencia de estos muros de la iglesia de San Martín es todavía como una llamada, un aviso, una presencia de Alguien que creó los ríos y las montañas, los chopos columnares y las sabinas, los líquenes, el espliego y los rosales silvestres, las estaciones del año, la lluvia, el sol y el viento, los pájaros del cielo, los animales de la tierra, y también al ser humano, casi insignificante como la hierba del campo, en medio esta grandiosa naturaleza. Pero esta misma naturaleza, estos mismos paisajes, parecen no hacer otra cosa sino esperar paciente y eternamente a esa caña pensante que es el hombre, a esa mirada inteligente del ser humano, a esas manos inquietas y artesanas del hombre que levantan un puentecillo de leños sobre el arroyo, una pequeña cabaña con su ventanuco y su hogar, y una ermita de piedras doradas donde Dios y el hombre puedan convivir y descansar el domingo de los afanes y trabajos de la semana, mientras sus ojos contemplan alrededor un paraíso de rocas, de plantas y de aves. Tal vez con pasmo y asombro. Tal vez con alabanza  y gratitud.
















Corazón tan blanco, de Javier Marías

 


Un verso de la obra teatral Macbeth de William Shakespeare inspiró a Javier Marías no sólo el título de una de sus más conocidas novelas, sino también el argumento: Corazón tan blanco. Lady Macbeth, después de que Macbeth, por ella instigado, haya asesinado al rey Duncan de Escocia dice:

“My hands are of your colour /But I shame to wear a heart so White” (“Mis manos son de tu color / pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”.

            La muerte se llevó a Javier Marías, cuando aún le quedaban obras buenas por  escribir, o eso quiero imaginar después de releer este libro suyo. Javier Marías (1951-2022) era hijo del también escritor y catedrático Julián Marías. Vivió parte de su juventud en Estados Unidos, donde su padre, represaliado por el régimen franquista, había recalado. Javier fue un escritor de mucho éxito, académico de la Española desde 2008 donde ocupó el sillón R, y uno de los pocos candidatos españoles al Nobel de literatura. Un escritor de talante liberal, no atado a ideologías, solitario y de carácter hosco que le granjeó no pocas enemistades, especialmente cuando en sus artículos empezó a dar estopa a los nuevos inquisidores de lo políticamente correcto. Poco amigo de frecuentar los círculos literarios, murió discretamente a los 70 años. En su legado literario, títulos como Todas las almas, Mañana en la batalla piensa en mí, Tu rostro mañana, Berta Isla o Tomás Nevinson. Corazón tan blanco fue publicado en 1992.

            Novelista, traductor, columnista, ensayista, polemista, en 2012 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura, pero rechazó esta distinción: “Estoy siendo coherente con lo que siempre he dicho, que nunca recibiría un premio institucional. He rechazado toda remuneración que procediera del erario público”. Para unos, fue hacer un feo. Para otros, un acto ético.

            Corazón tan blanco tiene uno de los comienzos más deslumbrantes de la novelística en castellano: “No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola…”

            Una novela potente y perturbadora. Marías va desgranando aquí y allá semillas que, con el pasar de las páginas, adquieren su sentido. Una novela que se va construyendo como se construye el pasado de una civilización, a través de las distintas capas de una excavación arqueológica.

            Juan es el narrador al que, adormilado en su dormitorio de regreso de un viaje, le despierta una conversación en el salón de su casa. A oscuras y en silencio oye una conversación que no hubiera querido oír. Su padre, Ranz, confiesa a su nuera Luisa, mujer de Juan, el secreto nunca revelado. Ranz cuenta a su nuera lo que nunca se ha atrevido a contar a nadie después de tantos años de lo sucedido: la razón del suicidio de su mujer, apenas acabado el viaje de novios. Pero a ese suicidio, le precedió otro asesinato y una instigación, o que como tal fue tomada por el narrador. Las tragedias se encadenan, como los eslabones de una cadena, nos enseñó Shakespeare, y ahora nos lo enseña también Corazón tan blanco.

            El narrador se pregunta si acaso es mejor no saber, permanecer en la ignorancia. ¿Hay que desvelar los secretos o hay que irse con ellos a la tumba? Pero parece ser que el ser humano tiene una necesidad imperiosa de descargarse de un secreto, como se descarga de un saco de piedras sobre su espalda o su conciencia. Y una vez dicho lo dicho, ya no hay vuelta atrás. Lo que se revela, no puede ser recogido. Y lo que se escucha, no se puede hacer como que no se ha oído. Y sobre esta confesión o revelación se levanta la novela de Javier Marías: vidas paralelas, situaciones equívocas, malentendidos, pecados que sueñan desvelarse, secretos confesados de los que nos arrepentimos inmediatamente, palabras que nos atrapan o nos liberan.

“Escuchar es lo más peligroso. Es saber que estás enterado y estar al tanto. Los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. Ahora ya sabemos, y puede que eso manche nuestros corazones tan blancos, o quizás son pálidos y temerosos, o acobardados”.    

El episodio sin duda más conocido de Corazón tan blanco es aquel en que Juan y Luisa, como traductores en organismos internacionales, hacen una traducción totalmente ajena al sentido original de lo pronunciado por dos altos mandatarios extranjeros. Este juego, broma, dislate o perversión lleva a una situación disparatada y totalmente inusual en las conversaciones internacionales entre los representantes de dos países. Este episodio marca también el inicio de la relación amorosa de sus protagonistas, Juan y Luisa.

El paralelismo entre Macbeth y Corazón tan blanco podría resumirse en este párrafo de la novela de Javier Marías: “Ya lo he hecho (I have done the deed). He hecho el hecho y he hecho la hazaña y he cometido el acto, el acto es un hecho y es una hazaña y por eso se cuenta más pronto o más tarde, he matado por ti y esa es mi hazaña y contártela ahora es mi obsequio, y me querrás más aún al saber lo que he hecho, aunque saberlo manche tu corazón tan blanco”. 

Javier Marías ejerció de soberano del ficticio Reino de la Redonda, con el nombre de King Xavier I. Y como tal otorgó títulos nobiliarios a personajes de la cultura como Umberto Eco, Alice Munro, Arturo Pérez-Reverte o Milan Kundera






domingo, 9 de noviembre de 2025

Nada, de Carmen Laforet

 


'Nada' es una palabra que se repite a menudo en la novela Nada, de Carmen Laforet. Una relectura me ha llevado a esta novela. En 1944, una mujer, en la primera convocatoria del Premio Nadal, sólo cinco años después del final de la Guerra Civil, se alza con el premio.

Carmen Laforet era una jovencísima, de 23 años. No sé si es una bendición o una maldición escribir a los 23 años una obra considerada maestra. Cuesta creer que a esa edad se tenga ese dominio de la escritura, esa imaginación y, sobre todo, ese conocimiento del alma humana y sus mil contradicciones.

            Carmen Laforet (Barcelona, 1921 – Majadahonda, 2004) procedía de una familia de clase alta y cultivada. Tal vez el premio y la repercusión en la literatura española fue una losa demasiado pesada sobre sus hombros. Y aunque todavía escribió y publicó otras obras, ninguna alcanzó la calidad de esa novela escrita a tan sólo 23 años. Nada es la fotografía certera, en blanco y negro, de una época: la posguerra española. El frío, el hambre, la violencia, la marginación o el apartamiento de los que lucharon en el bando perdedor, la lucha por salir adelante, en medio de la penuria y la escasez, las ansias de dotar a la existencia de una normalidad inexistente. Una novela que se ha clasificado de existencialista, nihilista, pesimista e iniciática.

            Andrea, una joven huérfana de 18 años, llega desde su ámbito rural con toda la ilusión del mundo a una Barcelona que para ella es la viva imagen de la libertad y de las oportunidades, con el propósito de estudiar Letras en la Universidad. En Barcelona, se aloja en la calle Aribau, una calle principal y céntrica, con su familia paterna. Una familia venida a menos, que se ha visto obligada a dividir su amplio piso, para vender una parte. Un piso destartalado, donde los muebles se amontonan por doquier, en un desorden y un caos, imagen del caos que viven sus habitantes. En eses piso, Andrea encontrará no sólo pobreza, sino también miseria moral, delirio, perturbación y un ambiente siniestro, casi aterrador. Y la joven que venía con toda la ilusión del mundo encuentra la nada, el vacío, el silencio, el frío y el hambre. Convive con su abuela, dos tíos, una tía, la criada, y la mujer de uno de sus tíos. Y esta familia representa, como una espléndida metáfora, los odios y reconcomios, las mezquindades, los gritos, la violencia, los golpes, los negocios sucios, la delación, la hipocresía religiosa, las existencias turbias de esa posguerra en que las armas habían callado, pero no así el odio, el resquemor y la frustración entre los hermanos. Solo la abuela parece mantener en sí misma un rescoldo de piedad y comprensión, “aunque no ha salido nunca de casa, entiende todas las locuras y las perdona”. Bastan pocos días, para que Andrea perciba que nada es como ella había imaginado y soñado: “¡Cuántos días sin importancia! Los días sin importancia que habían transcurrido desde mi llegada me pesaban encima, cuando arrastraba los pies al volver de la universidad. Me pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro”.

Al leer Nada, se tiene la sensación de que a todos los personajes la guerra los ha enloquecido y los ha desquiciado. Las condiciones oprimentes han sacado lo peor de sus almas, vapuleadas por la violencia y las privaciones. La guerra apenas se menciona, pero sí sus heridas, sus cicatrices, sus rasguños, su hastío y su odio. Para Román, tío de Andrea, su máxima diversión es hacer enloquecer a su propio hermano, Juan: “Tú no sabes hasta qué punto Juan me pertenece, hasta qué punto se arrastra tras de mí, hasta qué punto le maltrato. Y no quiero hacerle feliz. Y le dejo, así, que se hunda solo”.

            Andrea sólo encuentra un poco de afecto en una compañera de la Universidad, Ena, que pertenece a una familia próspera, feliz, cultivada, que vive sin preocupaciones en medio de una existencia cosmopolita. Aunque todas las impresiones necesitan una matización. Y la familia de Ena guarda viejos lazos con la familia de la propia Andrea. En una larga conversación, la madre de Ena confesará a Andrea: “Ahora viendo las cosas a distancia, me pregunto cómo se puede alcanzar tal capacidad de humillación, cómo podemos enfermas así, cómo en los sentidos humanos cabe una tan gran cantidad de placer en el dolor”.

            Carmen Laforet volcó en esas páginas mucho de su autobiografía. Nada, sin duda, es una novela escrita en estado de gracia. Y tal vez sólo ese estado de gracia le permitió a Carmen Laforet describir maravillosamente bien el ambiente asfixiante y el instinto fratricida de los que habitan el piso de la calle Aribau. Conocemos la nada en la que ha vivido Andrea, la protagonista. Y sin embargo, justo en las últimas líneas del libro, se abre un resquicio de luz en el paredón compacto de esa nada. Andrea recibe una carta de su amiga Ena, que es una oportunidad para abandonar la calle Aribau, la mezquindad familiar, la ciudad decepcionante: “Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la calle Aribau no me llevaba nada. Al menos eso creía entonces”.









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