viernes, 18 de abril de 2025

"Sed tengo", de Gregorio Fernández

 


Sed tengo es el primero de los grandes pasos que Gregorio Fernández realizó para la Semana Santa de Valladolid. Fue un encargo de la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, integrada por el gremio de los pasamaneros, por entonces muy activos en la ciudad. Gregorio Fernández, con la ayuda de su taller, lo llevó a cabo entre 1612 y 1616. Después de muchas vicisitudes históricas, el paso acabó integrado en las colecciones del Museo Nacional de Escultura, un museo que cada Viernes Santo abandona para participar en la Procesión General de la ciudad del Pisuerga, portado por la Cofradía de las Siete Palabras.

El paso está compuesto por el Cristo clavado en la cruz y cinco sayones: sayón de la escalera o del rótulo, sayón de la esponja de vinagre, soldado vestido con armadura y lanza en mano, sayón descalabrado que lanza el cubilete con los dados y sayón que mira al suelo para ver el resultado de los dados.

         “Tengo sed” fue la quinta de las siete palabras que cristo pronunció desde la cruz (las otras: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Mujer, ahí tienes a tu hijo. ¿Por qué me has abandonado. Todo está consumado. En tus manos encomiendo mi espíritu). Las ‘Palabras’ constituyen, por tanto, una especie de testamento o resumen de la vida de Jesús de Nazaret. Cada Viernes Santo, la cofradía titular de las Siete Palabras convoca a vallisoletanos y forasteros a acudir a la Plaza Mayor para escuchar a un orador sagrado el Sermón de las Siete Palabras. Este acto, con toda su solemnidad y teatralidad, conserva aún la atmósfera de los grandes autos sacramentales llevados a cabo en la Plaza Mayor con motivo de las fiestas religiosas o de los autos de fe que tuvieron lugar en este mismo escenario contra hombres y mujeres acusados de herejía.

         El paso Sed tengo tiene forma de pirámide, geometría que equilibrio y perfección constructiva. Tiene una altura muy considerable, pues encaramado a la escalera y por encima de la cabeza de Cristo, el escultor coloca un sayón. La teatralidad barroca es la seña de identidad de los pasos de Gregorio Fernández. El pueblo iletrado es capaz de leer estas imágenes y conmoverse hasta las lágrimas, darse golpes de pecho, arrancar improperios contra los sayones o arrodillarse conmovido. Desde todos los ángulos de la plaza o de la calle, los devotos podían comprender el desarrollo de la Pasión de Jesús. En el caso concreto que describo, el paso reúne varios momentos de la Pasión: el grito de Jesús que clavado en la cruz, las manos crispadas por la el dolor y la fiebre, grita: tengo sed. El momento en que un sayón acaba de fijar al madero el rótulo del motivo de la condenación, resumida en el INRI, Jesús, el Nazareno, el Rey de los Judíos. La escena en que echan a suerte la túnica de Jesús, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Y finalmente el instante en que un sayón, sirviéndose de una caña a modo de hisopo, acerca una esponja empapada en posca, vinagre con agua, muy utilizada por las legiones romanas,  a los labios de Jesús, mientras que otro sayón-soldado mira, curioso y burlón, al crucificado.

         El Cristo tallado por la magistral gubia de Gregorio Fernández es uno de los más hermosos que salió de sus manos: cuerpo esbelto y delgado, perfección anatómica, huellas de la flagelación en su espalda, marcas de las tres caídas en sus rodillas, rostro hermoso, manos crispadas que indican el momento en que el sufrimiento llega a su límite, expresión de mansedumbre y compasión, ojos entrecerrados, regueros de sangre en la espalda, brazos y piernas.

En cambio, Gregorio Fernández esculpió los sayones con todos los estragos del vicio, la brutalidad y la fealdad. Esto es algo también muy barroco, porque la idea de bondad-belleza y fealdad-maldad ha sido un artificio del que se han servidos muchos artistas. Los fieles debían comprender, al primer vistazo, quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Pero lo que verdaderamente reflejan los sayones, no es la vileza ni el crimen, sino la indiferencia ante el mal. Por costumbre, por supervivencia, por obediencia, por instinto a seguir el juego a los que administran justicia y deciden sobre la vida y la muerte de los demás. Los que echan a suerte sus ropas simplemente están ejerciendo su derecho a quedarse con las vestiduras de los condenados. Una especie de salario por su tarea ingrata de conducir a los reos hasta el lugar de la crucifixión. El sayón encaramado a la escalera simplemente obedecía órdenes de clavar el INRI en el madero. Era su oficio. Probablemente no conocía ni el latín ni el griego ni el hebreo, las tres lenguas en las que estaba escrito el cartel. El sayón que le da a beber la posca, le da a beber lo único que tiene a mano, una mezcla de agua y vinagre, y que podía calmar la sed abrasadora que atacaba a todos los crucificados, pero también provocar las náuseas y el vómito. Lo que sí es cierto, como nos dicen los evangelistas, es que todo el mundo, los sayones y soldados incluidos, se reían y hacían mofa de los crucificados. La mayoría de los condenados habían sido pendencieros y bravucones, ladrones u homicidas, rebeldes contumaces que habían desobedecido las leyes con altanería y chulería, habían atropellado o habían desafiado la autoridad religiosa. Pero en el momento de la crucifixión eran guiñapos de carne destrozada, cuerpos desgarrados por la asfixia, atormentados por la sed o los huesos descoyuntados. Simples piltrafas. Y por ello los sayones podían burlarse de ellos, recordarles sus fechorías y, así, humillarles y vejarles delante de todos. Las masas, ya se saben, son cambiantes y mudables. Bastan cuatro consignas para que cambien de bando y de parecer. Por eso, en el fondo, el populacho acudía gustoso y festivo a estos espectáculos.

         Los sayones son el reflejo, no de nuestra maldad, sino de nuestra capacidad para mimetizarnos con los deseos de los gobernantes y con los eslóganes de la chusma en mayoría. No es la maldad, es la indiferencia la que prevalece. O la obediencia ciega a quien ordena y manda. Hanna Arendt lo resumió muy bien en su famosa expresión: “la banalidad del mal”. El mal puede ser llevado a cabo por personas corrientes y molientes que, en determinadas situaciones de embrutecimiento colectivo, aplauden, gritan, lanzan piedras o bombas. Lo mismo que, en determinadas circunstancias, fríos funcionarios o soldados ejecutan lo que se espera de ellos en esa hora precisa.

         El grito desgarrador de Jesús en la cruz “Tengo sed” será siempre el grito de los hombres y mujeres que sufren en cada momento. Tienen sed los migrantes que en cayucos arriban a nuestras costas, y que esperan desesperadamente que un voluntario acerque a sus labios una botella de agua. Tienen sed de pan, valga la contradicción, los niños desnutridos de tantos países del llamado Tercer Mundo. Tienen sed de paz los soldados que, sin comerlo ni beberlo, tienen que ir al frente a defender decisiones políticas tomadas en impolutos despachos. Tienen sed de compañía los ancianos aparcados que no reciben visitas, ni abrazos, ni un solo gesto de afecto. Tienen sed dignidad los trabajadores a los que un sistema injusto laboral condena a un trabajo de esclavos, incluso en nuestras ciudades opulentas. Tienen sed de respeto tantas mujeres maltratadas en sus propios hogares o víctimas de explotación sexual en burdeles de carretera. Tienen sed de cultura y oportunidades niños y jóvenes de todas las periferias, que desde pequeños se sentirán condenados a una cadena perpetua de subclase.

         “I thirst” estaba escrito por todas las partes en la casa de Madre Teresa de Calcuta, en el Congo. Este grito de Cristo en la cruz fue elegido por la misionera de origen albanés para dar sentido a su vida y trabajo en medio de los pobres más pobres. Tengo sed escrito en inglés lo leí nada más llegar al orfanato de las Misioneras de la Caridad en Kinshasa en 1998. Lo vi escrito en letras grandes en el comedor donde más de dos centenares de niños huérfanos devoraban su plato de fufú y su vaso de agua. Escrita ahí, en este comedor de niños abandonados, tenía todo su sentido y su valor.

         También la Madre Verónica, fundadora de Iesu Communio ha hecho de esta ‘quinta palabra” el centro de su vida. Ella lo escribe siempre en hebreo, la lengua de Jesús. Y suena así: Tsajenà. Y en su caso no se refiere a la sed material, sino a la sed de dignidad de tantos seres humanos. Precisamente ella, nacida María José Berzosa, al emitir sus votos religiosos, quiso llevar el nombre de Verónica, no por la mujer que limpió, según los evangelios apócrifos, el rostro de Jesús en la Calle de la Amargura, sino por la joven maltratada y explotada que conoció en Burdeos. Ella, Véronique, gritaba llorando “nadie me quiere, no tengo a nadie”, que es otra manera de gritar: “Tengo sed”.

         Cada Viernes Santo en la ciudad de Valladolid, el paso Sed Tengo, de Gregorio Fernández, no es solamente una simple evocación de una escena ocurrida en Jerusalén hace dos milenios, sino una fotografía exacta de nuestro mundo. Y tal vez de nuestro corazón.



















 


martes, 15 de abril de 2025

La vegetariana, de Han Kang

        


No conocía a Han Kang antes de que la academia sueca le concediese el premio Nobel. La vegetariana es el primer libro que leo de esta escritora surcoreana. He de confesar que me ha gustado mucho. Y espero hincar el diente a algún otro texto. De la noche a la mañana Yeonghye decide dejar de comer carne. Y no lo hace por dieta o por motivaciones medioambientales. La única razón que nos da es que "tiene sueños" que la inquietan y que sufre por su causa. Pero apenas conocemos el punto de vista de la protagonista. En la primera parte es la voz del marido quien da su versión de los hechos. En la segunda parte es el su cuñado, marido de su hermana, el que nos habla de Yeonghye. En la tercera parte, es la voz de la hermana, sin lugar a dudas la única persona que permanece a su lado en este proceso inexorable de autodestrucción.

            Estamos ante una novela inquietante y desasosegante, pero es una novela que capta la atención y que te sumerge en el cuerpo y el alma atormentados de la protagonista. En la segunda parte hay un momento en que se vislumbra la redención o una posible sanación de Yeonghye, pero es una historia que no podía acabar bien: lanzarse al fuego y creer que este no nos devorará.

            Las novelas son espejos en los que nos reflejamos, porque todo relato habla del ser humano. Unas veces salimos bien parados y otras no. Vale la pena leer esta novela.            


viernes, 11 de abril de 2025

El Mesías de Darfur, de Abdelaziz Báraka Sakin

La novela de Abdelaziz Báraka Sakin tiene como telón de fondo la guerra de Sudán, una de las guerras olvidadas en este Occidente nuestro, donde sólo cuentan Ucrania y Gaza, porque además de ser “guerras” están cargadas de ideología política.

Es muy orientativo este párrafo: “El poder central había buscado y conseguido que la guerra en Darfur tuviese la apariencia de un conflicto entre dos colectivos, los árabes y los “azules”, o sea, los negros”. Pero todo es mucho más mezquino y complejo: el intento de vaciar un inmenso territorio de sus propietarios legítimos.

La región de Darfur, al oeste del Sudán, ha sido el escenario de esta interminable guerra. Se dice que al menos cuatrocientas mil personas han muerto y más de tres millones y medio de personas han tenido que dejar sus hogares. Las temibles milicias yanyauids fueron apoyadas desde el principio por las fuerzas gubernamentales, lo que permitió a sus soldados las mayores atrocidades, al mismo tiempo que el Gobierno sudanés les aseguraba la impunidad. Tal vez porque Sudán es un país desconocido, al principio cuesta entrar en ese laberinto de geografías, grupos revolucionarios, apoyos extranjeros, etnias y tribus. Sobre los temidos yanyauids leemos en la novela: “Los yanyauids no son una tribu ni una raza. La persona nace buena y luego elige convertirse en ser humano o en yanyauid”.

La novela se sitúa en este escenario bélico, y por tanto la narración se ve impregnada del paisaje típico de una guerra: la crueldad, las violaciones, la venganza, las aldeas calcinadas, los prisioneros. Y los campamentos de refugiados, donde “cada vez que encendían los motores de los aviones al atardecer o por la mañana temprano y los oían los niños de campamento, se orinaban encima”. Y la inoperancia de los cascos azules, "esos gandules de la ONU". Pero no es un reportaje periodístico para el morbo o la indignación. La novela tiene personajes bien construidos, como Abderramán, Ibrahín, Jarifía o Shikiri, en los que se mezcla la violencia y el deseo carnal, la heroicidad y la villanía, la traición y la astucia, la ambición personal y la compasión, la brutalidad y el humor, y una buena dosis de aventura. Y también de locura y de desequilibrio mental, ese abismo al que van a parar los seres a los que el sufrimiento les hizo añicos, como es el caso la de la mujer que deambula, demente, con la mirada perdida, en busca de unos hijos que ya nadie le puede devolver.

Tal vez solo en un clima así, de violencia generalizada, puedan surgir, aquí y allá, charlatanes y mesías que anuncian tiempos nuevos, tierras prometidas a solo unas leguas de distancia, y un poco de esperanza, sin la cual no hay mañana ni futuro. Uno de estos profetas es el mesías de Darfur, en el punto de mira de los yanyauids y del ejército, pero en cuya órbita giran también los desesperados, los pobres y los que creen en la utopía: “Os garantizo la vida eterna, pero no os puedo evitar la muerte ahora”

El Mesías de Darfur, así como los familiares y amigos que lo rodean, se inspiran directamente en los evangelios: Aisa, Máriam, Yúsuf, Yahia, Máriam de Magdala, etc. En un territorio en el que la yihad islámica se ha convertido en realidad cotidiana, el autor de la novela ha querido dar a este Mesías todas las características de paz, de amor y perdón del Jesús cristiano. En medio de la noche larguísima que vive el pueblo sudanés, Abdelaziz parece decirnos que solamente un mensaje de profunda humanidad podría llevar un poco de paz y de perdón sobre esta tierra empapada en sangre. Y tal vez sea este el sentido del Cortejo presidido por el Mesías de Darfur, con que termina la novela, y las cosas que suceden a su paso:

“Cuando pasaba junto a las aldeas quemadas, las casas se levantaban de sus cenizas, los pozos se purificaban de ponzoña, crecían los árboles derribados, los utensilios hechos añicos hallaban compostura y quedaban como nuevos. Las bestias, las aves, las liebres, los lobos, las escuelas, los parques, las mezquitas, las calles, las cuadrillas, todo volvía a ser como fue. Los masacrados resurgían de sus tumbas, los que no habían recibido supultura se sacudían el polvo y los hierbajos y se levantaban. Por mucho que pesaran las cruces, se sentían volar, planear muy alto por el cielo, que era como el seno de una madre descomunal, infinita, que los abrazaba y sonreía”.

La novela de El Mesías de Darfur nos habla de una situación de guerra enquistada que llegó a dividir el país en dos estados, y que ha causado una de las crisis humanitarias más trágicas de los últimos años. Las tentativas de entendimiento han chocado una y otra vez contra un muro de cemento impenetrable. Pero el autor, apuesta por la esperanza, algo que nunca se ha extinguido en el desolado caos de Sudán: “La máquina de la muerte está dispuesta para quien la pone en marcha. No temáis a los mensajeros de las tinieblas, porque marchan hacia sus propias tumbas”.

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Dos estados: Sudán y Sudán del Sur. Una región en conflicto: Darfur


Abdelaziz Báraka Sakin, escritor

Cuestionadas intervenciones de la ONU


Campamento de refugiados de Acnur

Y a pesar de todo... la esperanza




















viernes, 4 de abril de 2025

Niño quemado, de Stig Dagerman

 


Mientras paseaba una tarde entre las estanterías y mostradores de la librería Oletum, cogiendo y dejando libros, curioseando carátulas y solapas, un dependiente apuntó a un libro y me dijo: “ese”. Lo tomé en mis manos. Llevaba por título Niño quemado, escrito en 1948 por un jovencísimo escritor sueco, Stig Dagerman. Anoté el libro en mi cabeza, pero salí de la librería con Stoner, de John Willians, que era el libro que venía buscando.

         Un tiempo después, ese libro apareció entre los libros recomendados de la Biblioteca. No sucede a menudo encontrarse con un autor al que no conoces de nada y que te cautiva a la primera. Es como el inicio de una amistad. De hecho, otro libro suyo ya está esperándome.

         Stig Dagerman tenía sólo 23 años cuando el periódico sueco Expressen lo envió a Alemania en 1946, para que escribiera algo sobre una nación en ruinas que por entonces concentraba el odio del mundo entero en cada metro cuadrado de su territorio. Fruto de este viaje surgió Otoño alemán, una crónica bien distinta a lo que se esperaba de un reportero sobre la vencida Alemania. Una frase define su punto de vista: “Los aliados analizan las posiciones políticas de los hambrientos alemanes. Deberían analizar únicamente el hambre”. En su deambular por las ciudades destruidas de Alemania, verdadero “cementerio bombardeado”, la oscuridad y la desdicha se apoderaron de Dagerman para siempre. La alegría lo abandonó.

         En solo seis semanas, en un estado febril, pero con la precisión de un frío cirujano, escribió Niño quemado. Apenas dedicó tres años de su existencia a la escritura. Después entraría en un desierto estéril que le impidió acercarse al folio en blanco. El 4 de noviembre de 1954, a tan solo 31 años, a las afueras de Estocolmo, entró en el garaje, cerró la puerta, arrancó el coche y en pocos minutos los gases acabaron con él.

         Niño quemado no habla de un niño, ¿o sí?, sino de un joven de 20 años, Bengt, que acaba de perder a su madre, lo más querido para él. La novela arranca con el entierro de una mujer que no era amada ni por su marido ni por los asistentes al entierro. Un funeral en el que apenas se llora. Un frío glacial acompaña el momento de la despedida. Poco después Bengt se entera de que su padre llevaba una doble vida al lado de una mujer más joven. La rabia y el odio entran en él. También el cinismo y el amargor. Se cree puro frente a un padre impuro. Y lo que sucede con los que se creen puros es que juzgan sin piedad a los impuros. Apenas cuatro personajes llevan el peso de toda la novela, Bengt, Berit, su novia, Knut, el padre, y Gun, la amante del padre.

         Es una novela dura y cortante. Todos los personajes se sienten incomprendidos y, por lo tanto, dramáticamente solos. Tal vez, únicamente un vaso de alcohol puede encender sus mejillas y su escasa alegría. Si en la primera parte de la novela asistimos al duelo de Bengt por la muerte de su madre y a la explosión de su rabia contra su padre y su amante, en la segunda parte de la novela, entra el juego la potencia tumultuosa del deseo, que rompe todos los principios, echa por tierra las normas y nos enfrenta a nuestras contradicciones. Es un deseo impetuoso y atormentado, sazonado por la culpa y el remordimiento de Bengt y de Gun. Pero hay destellos de luz y de felicidad en el lecho de los amantes que se encuentran por primera vez. Se vive, por breves momentos, en la eternidad de un paraíso, aunque temerosos de que esa eternidad del amor será efímera e ilusoria: “Nada es tan bonito como los primeros minutos a solas con alguien que podría amarnos y a quien nosotros también podríamos amar. Es por esos escasos minutos por los que uno ama, no por los muchos que vienen después”.

         Los dilemas éticos se suceden: la culpa y la dicha, el bien y el mal, el rencor y la reconciliación, la ternura y la ira, el adulterio y la pureza. Pero la novela no es inolvidable por el argumento, sino por la potencia del ritmo, por la atmósfera que el lenguaje recrea, por las reflexiones que Bengt deja en las cartas escritas para sí mismo, por esa capacidad para poner palabras a los sentimientos tan contradictorios que anidan en cada ser humano, capaz de masticar el odio o de paladear el deseo, capaz de justificar el propio cinismo, la hipocresía y la infidelidad.

 Y al lado del ímpetu amoroso de los amantes, se desarrolla la vida de Berit, la novia de Bengt, una joven desvalida, pura y llorosa, acongojada por un mundo que no comprende, temerosa de perder su única referencia en este mundo. En un momento de tristeza, pregunta a Bengt: “Entonces, ¿por qué la amas?”. Es la pregunta de quien se siente traicionada y malquerida. La cadena se rompe siempre por sus eslabones más frágiles.  

         La novela -y en concreto un capítulo- en cierto modo adelanta el final trágico del escritor. Una sentencia devastadora lo confirma: “vivir no significa otra cosa que prorrogar, día tras día, el propio suicidio”. Dentro de sí se alojaba su peor enemigo: “Dos cosas me llenan de espanto. Dentro de mí, el verdugo, y sobre mí, el hacha”.


















martes, 1 de abril de 2025

¿Habría que cerrar escuelas?

 


   Hace unos días en un instituto de Cantabria cuatro menores agredieron con gestos amenazantes e insultos a un compañero con parálisis cerebral en silla de ruedas. La primera reacción cuando se ven las imágenes es de “no puede ser; no puede ser”. Y sin embargo es. Además, la vejación fue grabada y difundida en redes, para que todos puedan ver y conocer la proeza. A los mozalbetes sólo les han puesto una sanción de expulsión de cinco días. Es decir, ¿les han premiado con cinco días de vacaciones? Si nadie lo remedia, el chico con parálisis tendrá que soportar a sus agresores todos los días en el mismo colegio. La  fiscalía pide más duras sanciones. Parece ser que casi todos los escolares con algún tipo de minusvalía son objeto de burlas, bromas pesadas, insultos y agresiones. La sociedad se ha llevado las manos a la cabeza, horrorizada ante esta brutalidad y crueldad en el ámbito escolar, en el que debería predominar el respeto más alto a quien de por sí vive en la vulnerabilidad física o mental. Pero no es suficiente con llevarse las manos a la cabeza, sino preguntarse qué educación reciben a diario los menores en sus casas, qué formación reciben a diario en las escuelas y qué contravalores están recibiendo de las redes sociales, que hoy en día tanto influyen en la personalidad de los menores. ¿Son estos escolares los frutos amargos de una educación basada en la fuerza bruta, en la insensibilidad, en la falta de respeto y en la ausencia de empatía y compasión hacia los compañeros más frágiles y más necesitados? Si es así, tal vez habría que cerrar no pocas escuelas y no pocas familias.

martes, 25 de marzo de 2025

El niño que se enfadó con la muerte, de Enric Benito

 


Cuando su abuelo Sebastián, albañil, un hombre hecho a sí mismo, murió en medio de dolores devastadores, Enric Benito tenía 10 años. Sus padres estaban volcados en su hermano, Tito, con una discapacidad severa, y el abuelo era el único que le hacía caso, así que cuando la muerte se lo arrebató, sintió una tristeza inmensa. Y se enfadó. La muerte se llevaba a quien más quería y él se quedaba ahí, rumiando esa manera tan dolorosa de morir.  

Creyó que hacerse médico sería una forma de vengar la muerte de su abuelo, porque él se dedicaría a curar a los enfermos. Se decidió por la oncología que era la enfermedad que había acabado con su abuelo. Enric tuvo que aplicarse y estudiar como un loco para seguir manteniendo la beca, gracias a la cual estudiaba. El trato asiduo con pacientes con cáncer le enseñó muy pronto que las derrotas eran su pan de cada día (por entonces el cáncer era una auténtica guadaña que, imparable, segaba las vidas de los pacientes). Tuvo que aprender a lidiar con más fracasos que éxitos. Y aprendió que lo peor no era la enfermedad; lo peor era enfrentarse a la muerte. A los enfermos les dolía el cuerpo, la carne y los huesos, perdían facultades físicas, no podían caminar o hacer la digestión, perdían la visión. Pero era su alma y su mente las que sufrían atrozmente, llenos de miedo y angustia. El cuerpo dolía; el corazón sufría. Y esto era increíblemente más angustioso. Enric extrajo una moraleja: había enfermedades que no se dejaban curar, pero que podían paliarse, cuidarse, ‘sanarse’.

Al llegar a los cuarenta y tantos años, los nervios de Enric se rompieron. Sintió que su vida no tenía sentido y que había tocado fondo. Depresión por estrés, le dijeron. Como tantos de su generación empezó a practicar yoga. Hizo un viaje a la India, en busca de un nirvana que le aportara serenidad. Un día con todo el grupo con el que viajaba fue a conocer a un maestro hinduista, para una audiencia exclusiva. Pero el maestro les descolocó. Les preguntó de dónde eran. Y al saber que eran españoles, les dijo: “¿Qué hacen aquí? ¿Por qué no escuchan a sus maestros, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola. Vayan a su tierra, busquen los lugares sagrados, en lugar de venir a una tierra extraña buscando dioses desconocidos en una lengua que no es la suya”.  Esto fue una lección para Enric. De vuelta a España, pasado un tiempo, se atrevió –por vez primera en los últimos 30 años- a recitar el Padre Nuestro. Unos meses después, y ante la incomprensión de sus colegas de hospital, Enric abandonaba el departamento de oncología y se ponía a trabajar con los enfermos terminales. Había oído que en Inglaterra habían surgido “unidades de cuidados paliativos”. Cuando la enfermedad era incurable, había que cuidar y ‘sanar humanamente’ a los enfermos que iban a enfrentarse a la muerte, y también a las familias que, en la mayoría de los casos, se sentían perdidas.

El libro de Enric es una lección sobre la muerte y el morir, en definitiva sobre la vida. No está escrito desde la pena o el desgarro, sino desde la compasión, el respeto a la dignidad de cada ser humano, para que el moriturus, afronte el “morimiento”, con la misma naturalidad con la que el nasciturus afronta el nacimiento.

Enric nos cuenta historias hermosas de hombres y mujeres que han sabido afrontar este viaje con paz y serenidad. Historias de sanación espiritual y humana, cuando ya el cuerpo era un guiñapo. Historias de perdón y de consuelo, de agradecimiento y de celebración. Juan, al que su mujer había llevado de aquí para allá, de consulta en consulta y de hospital en hospital. Solamente cuando los dos aceptaron lo inevitable, pudo irse en paz. Francisca que solamente cuando supo el poco tiempo que le quedaba de vida, quiso irse a su casa, ordenar sus cosas, despedirse de los seres queridos y preparar el funeral. Pablo, 24 años, que decidió vivir sus últimas semanas recibiendo en la terraza del hospital a sus amigos, y al que sus familiares, después de tantas resistencias para aceptar lo inevitable, le dieron ‘permiso para irse’. O Roy, que pidió a los de cuidados paliativos cómo era eso de morirse, qué tenía que hacer, cómo iba a apagarse su cuerpo. Y que al final recordó cómo en el servicio militar había ido un día a hacer limpieza en una ermita abandonada y que allí había encontrado una paz que nunca volvió experimentar: “Cuando acabe esto de la enfermedad, voy a ir allí. Estoy seguro”. O Miguel, enfermo terminal de sida, maltratado y apaleado por la familia y la vida, con un rencor y un odio que le salía por los poros y por la garganta. Y que solamente, cuando notó que el personal de cuidados paliativos le trataba humanamente: “tú eres una buena persona”, pudo llorar durante horas, perdonar y perdonarse, antes de partir en paz. En 1992, se creó Asociación Española de Cuidados Paliativos (SECPAL), a la que Enric ha dedicado lo mejor de su inteligencia y su corazón, pues “el enfermo terminal o que entra en paliativos pasa desde el caos interior y la negación que hace sufrir a la aceptación y el abandono de esa realidad que produce paz y otorga trascendencia”.

La resistencia a aceptar la realidad, aumenta el sufrimiento. La mayoría de los enfermos terminales tienen alguna cosa por lo que quisieran pedir perdón y alguna persona a la que les gustaría dar las gracias. A veces lloran por un dolor antiguo, por una incomprensión, por una herida de décadas. La cercanía de la muerte, les ayuda a sanar estas heridas y a enfrentarse con una mayor dignidad y elegancia al viaje definitivo.  

En estos tiempos en que la muerte ha dejado de ser un hecho natural, para convertirse en un tabú, probablemente el único tabú que queda, podemos caer en la cuenta de que el “morimiento” es consustancial a nuestra naturaleza, y que, si bien no podemos evitar el dolor, podemos evitar o atenuar el sufrimiento. Prepararnos para morir ‘sanos y sanados”, es un reto y a la vez un consuelo. Cuando se logra alejar el miedo a la muerte, se entra en otro estado de conciencia. Todos tenemos experiencia de haber acompañado una agonía, y sentirnos tristes y a la vez llenos de paz y de gozo, agradecidos a la vida por haber dado la mano hasta el último momento, por haber ayudado a pasar al otro lado a un ser querido: “La compasión es el nombre que toma el amor cuando se encuentra con el sufrimiento”.

Enric Benito escribió este libro en 2024, cuando ya contaba 75 años, y había dedicado los últimos treinta años a cuidar enfermos terminales, a dar conferencias, a programar audios y vídeos, a encontrarse con auditorios ansiosos de saber cómo es esto del morir, cómo comportarnos cuando sabemos que el ‘morimiento’ nos está pisando los talones, cómo actuar cuando debemos acompañar a un ser humano y cómo debemos dejarle partir hacia otro lugar. Enric dice que la muerte es mucho más llevadera cuando una persona ha vivido para el ser, en lugar de hacerlo para el tener. Lo que se tiene (propiedades, honores, amigos, familia, fama) da miedo perderlo, en cambio lo que se es (el buen corazón, los valores, la interioridad), uno puede llevárselo allá donde vaya. El cuerpo del ser humano acaba como acaba, como una planta, como una animal, pero el bagaje de humanidad, espiritualidad y transcendencia no desaparecen, se sea creyente o no, se pertenezca a una religión o a otra.

En muchas ocasiones le han preguntado cómo se puede morir bien y he aquí su respuesta: “Teniendo la confianza de que el universo está bien organizado y de que la muerte no es un fracaso, es un traspaso. Y en armonía y en paz con la vida vivida”. Y resume en unas pocas lecciones el morir: “Morir es normal y además es seguro. Morir nos abre a la verdad. Morir no duele. ¿Qué necesitamos saber para morir bien? Haber vivido bien. El sentido nos abre el camino. Podemos morir sanos. Acompañar y estar ahí tiene premio”. 

            El libro empieza citando la famosa frase de Martin Heidegger: “el hombre es un ser para la muerte”. La muerte segura y certera acecha al ser humano desde que nace. Y acaba con una frase luminosa de Rabindranath Tagore: “La muerte no es la oscuridad, simplemente es apagar la linterna, porque ha llegado el amanecer”.

Portada del libro de Enric Benito





Enric Benito con la cómica Paz Padilla, con la que ha colaborado en muchas ocasiones







lunes, 24 de marzo de 2025

Jesús es consolado en la Calle de la Amargura


        El pintor filipino Joey Velasco murió a tan solo 43 años de edad, después de una larga enfermedad renal. En 2005 pintó su obra más famosa Hapag ng Pag-asa, la mesa de la esperanza, una interpretación muy personal de la Última Cena, para la cual eligió como apóstoles a los niños de calle de Manila. La enfermedad, se ha escrito, fue su maestra, y su fe le hizo mover los pinceles y mezclar los óleos. Y aunque nunca había asistido a una academia de pintura, hoy es un artista reconocido. Dejó apenas 30 obras, entre ellas Jesús es consolado en la Calle de la Amargura. No es la Virgen María, ni el Cireneo, ni las piadosas mujeres de Jerusalén las que confortan a un Jesús atribulado en una de sus caídas. Tres niños con discapacidad intelectual bien visible -buonifigli en el argot guaneliano- le rodean, le  consuelan, le dan ánimos, para seguir adelante, para recorrer los últimos metros antes de alcanzar el Gólgota. Los tres niños lo abrazan y sostienen su cabeza a puntos de desplomarse, pero no miran directamente a Jesús. Los tres buonifigli miran, incrédulos, a la masa que grita enloquecida, a los sayones que insultan, a los soldados que amenazan. Sus ojos no dan crédito a tanta rabia y a tanta crueldad. Los inocentes, ya se saben, nunca comprenden del todo lo que pasa, porque el odio y sus mil expresiones superan sus entendederas. Atónitos, desangelados contemplan la ira que crece por momentos. Mientras un globo, expresión de alegría infantil, está ahí, inútil en una calle, donde ha desaparecido la sonrisa y sólo queda la mueca caricaturesca de una carcajada humillante. 

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viernes, 21 de marzo de 2025

Pablo d’Ors: profeta del silencio

  

         Ethic es una revista de pensamiento que “analiza las tendencias y desafíos globales a través de una mirada humanista y liberal”. De vez en cuando la hojeo e imprimo algunos artículos que en varias ocasiones me han acompañado en mis viajes en tren o en bus. Hace unos días descubrí que el artículo publicado en Ethic más leído de 2024 había sido la entrevista que hizo Esther Peñas a Pablo d’Ors, escritor, sacerdote, fundador de Amigos del Desierto y, sobre todo, un profeta del silencio en estos tiempos de descomunal ruido. La entrevista lleva un significativo título: “El éxito es el reflejo de la soledad”.

¿Y de qué habla Pablo d’Ors en esta entrevista? Define la meditación como “la contemplación de nuestra interioridad, que presupone una mirada amorosa sobre nosotros mismos y sobre el mundo”.  Cree que somos víctimas de una accionismo perturbador: “Hemos hecho un mito del pensamiento y de la acción y somos víctimas del espejismo prometeico de creer que somos nosotros los que vamos a cambiar el mundo. Si dejásemos que las cosas siguieran su curso, descubriríamos que muchas veces su deriva es mucho mejor que cuando nosotros intervenimos”. Habla de sus autores preferidos: Stefan Zweig, Hesse, Kafka y de algunos libros sobre los que vuelve a menudo: Ejercicios de Contemplación (Jalics), Stoner (John Willian), El peregrino ruso… D’Ors coincide con San Agustín en que la libertad no es hacer lo que te da la gana, sino elegir el bien, porque esto te hace verdaderamente libre. Afirma que cuando alguien necesita, consciente o inconscientemente, la aprobación y el reconocimiento de los demás, es que se siente muy solo. En más de una ocasión ha dicho que en este siglo XXI falta una literatura de la luz: “La literatura, como decía  Kafka ha de ser un puñetazo en la cara, pero yo añado que también una caricia; la literatura ha de interpelarnos, provocarnos, cuestionarnos, pero también consolarnos, estimularnos y acompañarnos”.  “La buena literatura te ayuda a ser persona. El Quijote nos ayuda a comprender mejor la condición humana y a vivirla con más intensidad y dignidad”

Pablo d’Ors nació en Madrid en 1963 en el seno de una familia de humanistas e intelectuales, en la cual se respiraba una atmósfera de cultura germánica. A los 29 años fue ordenado sacerdote claretiano. Realizó estudios en Nueva York, Roma, Praga y Viena. Estuvo de misionero en Honduras, y de vuelta a España fue capellán universitario, donde tuvo más de un encontronazo con las autoridades eclesiásticas de la época. Entró en contacto con la enfermedad y el final de la vida, cuando empezó a trabajar como capellán en el hospital Ramón y Cajal. Allí conocería a la doctora África Sendino que le abrió su corazón en sus últimas semanas de vida. Fruto de estas conversaciones, surgió “Sendino se muere”.

Un buen día le regalaron un libro “Ejercicios de contemplación”, del jesuita húngaro Franz Jalics. La lectura de este libro le cambió la vida y le hizo comprender, ya sin dudas, su misión y su lugar en el mundo. Marchó a Baviera, Alemania, para conocer y escuchar a este contemplativo para quien el secreto de una vida espiritual consiste no en obrar, sino en ser. Durante 12 días, Pablo d’Ors se sintió escuchado y amado por este venerable anciano que había alcanzado la luz y la irradiaba.

En 2012 Pablo d’Ors publicó un libro breve titulado “Biografía del silencio”. Obtuvo un éxito clamoroso. Un ensayo sobre el silencio se convirtió en best-seller como si fuera una novela policiaca. En 2014, funda la asociación Amigos del Desierto, una red abierta de meditadores que muy pronto se extendió por muchas provincias españolas (creo que en este momento ya hay 60 grupos) y que ha sobrepasado las fronteras, y se encuentra ya en Italia, Portugal, Argentina, Chile, Colombia, Venezuela, Uruguay, México, Ecuador, Perú y Estados Unidos. El Papa Francisco nombró a Pablo d’Ors miembro del Consejo Pontificio de la Cultura.

Amigos del Desierto tiene un fundador: Pablo d’Ors, un padre: Charles de Foucauld (La biografía de Pablo sobre este hermano universal y morabito del desierto, titulada “El olvido de sí”, es para mí su mejor obra), un maestro: Franz Jalics, y una tradición: el hesicasmo (los hesicastas del siglo V buscaban la paz a través de la quietud y constituye algo así como la contrapartida cristiana del yoga). Y a este carisma de los Amigos del Desierto, hay que añadir el icono de la Trinidad del maestro ruso Rublev, ante cuya imagen se reúnen los meditadores en silencio y quietud absolutas.

Pablo d’Ors parte de que el mal de nuestra sociedad está en la dispersión de la atención y en el ruido, verdadero terrorismo que condiciona y empeora nuestras vidas. Se necesita por tanto la meditación, para volver al centro de uno mismo. La meditación sólo requiere silencio y quietud. Y no es reflexión, porque esta activa la inteligencia, mientras que la meditación activa la percepción que es escucha y sentimiento.

He escuchado a Pablo en conferencias y en presentaciones de libros. Y en un par de ocasiones he compartido mesa y sobremesa con él. Y creo que el éxito de sus libros y el éxito de Amigos del Desierto radica en su propuesta de una vida meditativa en la que el silencio, la quietud y la lentitud sean ingredientes necesarios para una existencia transformadora. El silencio da la espalda a la presión productiva, a la agitación interior, al no saber estar quietos y al necesitar continuamente hacer cosas, realizar experiencias y tener sensaciones estimulantes. Y precisamente en esta sociedad occidental en que nos movemos y en que todo se quiere consumir y vomitar inmediatamente para devorar de nuevo, su propuesta de silencio, su modelo de meditación, su búsqueda de la unicidad y su anhelo de mirada amorosa a la interioridad es una propuesta a contracorriente y, por ello, oportuna y necesaria.

Confieso que no soy nada objetivo al hablar de Pablo d’Ors al que descubrí hace algunos años y al que sigo con admiración, no sólo por su literatura, sino también por su personalidad luminosa. No me extraña, por lo tanto, que sus libros sean tan leídos, sus conferencias tan escuchadas y su red de meditadores crezca en tantas partes. La semilla de trigo necesita el silencio absoluto de la tierra en invierno para germinar en primavera y dar fruto. Probablemente, el alma humana necesita idéntico silencio para brotar y dar fruto.  


Un fundador: Pablo d'Ors

Un padre: Charles de Foucauld

Un maestro: Franz Jalics

Una tradición: hesicasmo

Un icono: La Trinidad, de Rublev


Artículos relacionados: 

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https://adanbreca.blogspot.com/2022/02/franz-jalics-una-presencia-de-silencio.html

https://adanbreca.blogspot.com/2019/05/el-olvido-de-si-de-pablo-dors-es-la.html


Entrevista en Ethic a Pablo d'Ors

https://ethic.es/entrevistas/pablo-dors-el-exito-es-el-reflejo-de-la-soledad/





jueves, 20 de marzo de 2025

Días de lluvia y lluvia

 


Llueve casi a diario desde hace un par de meses, aunque es una lluvia lenta, que no causa estropicios y desastres, muy al contrario de lo que está pasando en otras regiones de España. En días de lluvia persistente, la línea del cerro san Cristóbal se borra y se funde con el horizonte, formando un cuadro abstracto de todas las tonalidades del gris. Por aquello de la memoria involuntaria, que diría Marcel Proust, me he acordado de la novela de Camilo José Cela ‘Mazurca para dos muertos’, en la cual la lluvia es una de las protagonistas. Llueve y llueve en esa novela, y a medida que pasan las hojas, las gotas de lluvia entran en los ojos y en el alma del lector, creando una atmósfera de humedad invasiva, inverniza, monótona y gris. Y probablemente nunca un escritor ha sabido reflejar mejor esa cadencia lenta, insistente, contumaz del orvallo galaico.

"Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre la tierra que es del mismo color que el cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento, y la raya del monte lleva ya mucho tiempo borrada. Llueve con tanta monotonía como aplicación desde el día de San Ramón Nonato, a lo mejor desde antes aun, y hoy es San Macario, que trae suerte a los naipes y a las papeletas de la rifa. Orvalla despacio y sin parar desde hace más de nueve meses sobre la yerba del campo y los cristales de mi ventana, orvalla pero no hace frío, quiero decir mucho frío”.

lunes, 17 de marzo de 2025

'Escort' con tarjeta oficial

 


No hay nada nuevo bajo el sol. Mientras el Partido Socialista insistía una y otra vez en que era su intención prohibir la prostitución, el ministro Ábalos buscaba en un catálogo de alta gama una o varias escort, como se dice ahora, y que en romance paladino, se ha dicho siempre prostituta o cualquiera de las 200 palabras que la rica lengua de Cervantes tiene para nombrar a las mujeres del llamado oficio más viejo de del mundo.

Y es que mientras un ciudadano corriente y moliente, cuando acude a un prostíbulo o requiere la presencia de una escort en su domicilio, saca su billetera y paga de su bolsillo, parece que algunos políticos pagan con la tarjeta black a cuenta del erario público y, además, agasajan a la ‘acompañante’ con un despacho en el Ministerio o con un piso en una zona bien de la capital.

Se ve que proclamarse feminista o decir ante los micrófonos que uno es el más feminista de todos y todas, sale gratis. Y nunca mejor dicho: sale gratis al político que elige en el catálogo a la escort de turno. Otra cosa es lo que cueste a la caja común de todos.

Y, según se ha sabido, el ministro trató con tanta galanura y prodigalidad a las escorts que una agencia de publicidad del sector ha utilizado la foto del Sr. Ábalos para hacer campaña y lanzar eslogan: “Aquí encuentras las escorts favoritas de los ministros”. ¡Caramba. A modernidad no hay quien nos gane!  

 

sábado, 15 de marzo de 2025

El príncipe de Ghana, de Gustav Klimt

         


        Una de las noticias de la reciente feria de arte TEFAF ha sido la venta por 15 millones de euros de un retrato de Gustav Klimt, cuya pista se había perdido hace muchas décadas. Lo que tiene de particular este cuadro de Klimt es el retratado: un joven africano, visto de perfil.

William Nii Nortey Dowuona era un joven príncipe de la tribu Osu, actual Ghana. Había llegado con su familia a Viena y encontró trabajo en el Parque de Atracciones de Viena, concretamente en el área del zoológico. Ahora nos parece una monstruosidad, pero a finales del siglo XIX, era bastante frecuente que en estos parques de atracciones expusieran públicamente a gentes de diversas latitudes, razas y colores, en medio de decorados que indicaban su procedencia. Acudir a los zoos para ver expuestos aborígenes, como objetos exóticos, constituía una de las actividades divertidas y modernas de la buena sociedad vienesa, después de tomarse un café en  el Sacher o dejarse ver por la Ópera.

Allí en el Prater de Viena, el más antiguo parque de atracciones del mundo, los pintores austriacos Gustav Klimt y Frantz Matsch vieron expuesto, como un objeto decorativo o como un animal hermoso, al joven príncipe ghanés. Y  ambos pintores decidieron retratarlo, tal vez por su belleza, tal vez por su exotismo.  El cuadro de Frantz Matsch se encuentra en el Museo Nacional de Luxemburgo. Muy pronto la obra de Klimt fue adquirida por Ernestine Klein que la mantuvo en su casa hasta 1938, cuando salió huyendo a Mónaco, para evitar las redadas nazis contra los judíos. El cuadro tal vez fue subastado forzosamente por sus propietarios para poder salir del país, o tal vez fue abandonado en casa, después de la huida precipitada camino del exilio. Desde entonces andaba perdido.

Hace un par de año, una pareja llevó el cuadro a una sala de subastas de la ciudad holandesa de Maastricht. Después de la limpieza de los barnices oxidados, no cupo duda a nadie de que se trataba del cuadro del príncipe ghanés de Klimt. Pero los herederos de Ernestine Klein interpusieron una demanda judicial que les fue favorable, lo que les ha permitido embolsarse los 15 millones de euros por los que fue vendido en la reciente feria de arte TEFAF de Maastricht.

¿Qué fue de la vida del príncipe ghanés? Google no devuelve ni una sola línea cuando se le pregunta sobre la existencia de William Nii Nortey Dowuona. ¿Volvería alguna vez a su tierra, a su tribu, a su lengua y a sus cantos en Ghana? ¿Murió de viejo y fue enterrado en cualquier cementerio para pobres de la capital austriaca? Tampoco sabemos si Klimt y su amigo pintor Matsch pagaron algún dinero al modelo del cuadro, lo que le hubiera permitido, al menos, acudir por una vez a un baile de valses de Strauss o tomarse un café con tarta en el café Sacher. Nada sabemos.

Prater de Viena: exhibición de africanos

El príncipe ghanés, según Gustav Klimt

El príncipe ghanés, según Frantz Matsch

El príncipe ghanés, según la IA 








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