viernes, 11 de julio de 2025

David Lafoz: ¡no aguanto más!

 


David Lafoz Gimeno, un agricultor zaragozano de 27 años, ha tirado la toalla. No sólo la toalla de su lucha por defender su oficio de agricultor, su tierra, su trabajo, o por ir en contra de la agenda 2030, sino la toalla de la vida y del vivir.

Este joven agricultor probablemente sabía algo del campo. Tal vez un poco más  que los políticos, los asesores, los expertos que en cómodas salas de reuniones de Nueva York, Bruselas o Madrid dicen lo que tiene que ser o dejar de ser la agricultura y la ganadería. Gente que no ha pisado nunca un establo, que no ha pasado una noche en vela para facilitar el parto de una vaca, que no ha vareado un olivo, que no conoce la picazón del tamo en el cuello sudoroso, o que no distingue el olor inconfundible de la fermentación del mosto…redactan normas, leyes y decretos, con admirables buenas intenciones, pero sin tener en cuenta a los millones de agricultores y ganaderos que cada día trabajan duramente para abastecer los supermercados y los frigoríficos.

David ha tirado la toalla, ha dejado el arado, el tractor, la pala y la cosechadora y ha decidido irse, como él mismo ha escrito… "Lo siento por despedirme de esta manera tan cobarde, pero no aguanto más presión, no aguanto estar discutiendo todos los días con gente, no aguanto más inspecciones de Hacienda ni de trabajo, no aguanto trabajar 18 horas para vivir".

En las inmediaciones de la iglesia donde se ha celebrado su funeral unos dos mil compañeros de lucha han querido acompañarlo. Junto al templo estaba su tractor con el que aró, sembró y cosechó, con el que recorrió caminos parcelarios y carreteras para llamar la atención sobre la causa del campo, que él creía importante para ganarse su pan. Fue con este tractor, el Case, con el que se plantó en el puente de acceso a la Aljafería, sede de las Cortes de Aragón, durante las protestas del año 2024.

Con razón o sin ella, creyó en la causa del campo, en la causa de la agricultura y la ganadería. En medio de tantos ecologistas y animalistas de salón, de tantos discursos buenistas sobre el bosque, las nubes, las mascotas, los árboles y el universo, hay también muchos que trabajan las tierras, se suben al tractor, ordeñan las vacas… Conocen la belleza de los campos en la sementera y en la cosecha, pero también la dureza de los horarios, la frustración de las malas cosechas y las exigencias enloquecidas de los formularios e impresos de la Administración.

Frente a tanto activista de pancarta y megáfono, hay agricultores y ganaderos a los que las protestas les han salido caras. Parece que David, por su actitud reivindicativa y sus protestas, fue hostigado desde varios frentes por los que detentan el poder y no admiten la mínima disidencia.

En estos días se ha recordado que David Lafoz utilizó su tractor y su pala para quitar el barro en las localidades devastadas que dejó la Dana. Otros -no es necesario poner nombres- huyeron cobardemente de la Dana y su barro. O nunca hicieron acto de presencia.  

Recuerdo que en los días calientes de las protestas agrícolas de 2024 se celebró la gala de los Goya  en Valladolid, concretamente el 10 de febrero. Por temor a que los agricultores pudiesen deslucir la gala, el Ministerio del Interior desplegó efectivos de la policía nacional y de la guardia civil por todos los pueblos de la provincia, desde primeras horas de la mañana, para impedir que los agricultores sacasen de sus naves y corrales los tractores. No había convocada ninguna protesta para ese día, pero por si acaso. Y cuando los agricultores intentaban razonar diciendo que sólo querían ir a arar o sembrar a sus fincas, se les dijo que había órdenes estrictas para no permitírselo. Los ministros pudieron llegar tranquilos y sonrientes con su esmoquin y sus vestidos largos a la Gala. Y el presidente Sánchez hizo en avión el cortísimo trayecto entre Madrid y Valladolid. Ninguno de los hombres o mujeres del cine -normalmente muy reivindicativos- hizo mención alguna a los trabajadores del trigo y del viñedo, de los olivos y los establos.

David Lafoz Gimeno. Ni un héroe. Ni un maldito. Solamente un muñeco roto. Uno más de esta maquinaria que hace girar, a veces con demasiada crueldad, el mundo. Entre los engranajes de esta maquinaria, algunos hombres quedan triturados y como hechos papilla.



Durante las tareas de la Dana


Inmediaciones de la iglesia donde se ha celebrado su funeral















martes, 8 de julio de 2025

Matteo Balzano: el suicidio de un sacerdote

 

Italia es un país donde las noticias religiosas aún tienen cabida en el día a día informativo, más allá de la muerte de un Papa y la elección de otro. El pasado 5 de julio la noticia del suicidio de un joven sacerdote fue recogida ampliamente por todos los medios y comentada ad infinitum en las redes sociales del país transalpino y más allá aún.

Ha sido la propia diócesis de Novara la que ha preferido contar la verdad, cancelando rumores e hipótesis descabelladas, y confirmando el suicidio de Matteo Balzano, de apenas 35 años, y párroco de Cannobbio.

Si un suicidio es siempre un misterio que deja un sabor a ceniza en la boca de todos los amigos y conocidos, tal vez lo sea más en el caso de un sacerdote que ha predicado cada domingo que Dios no abandona nunca a sus hijos, que la esperanza es un virtud teologal, que la vida no nos pertenece, que Dios es el único Señor de nuestra vida y de nuestra muerte...  

No sabemos –ni necesitamos saber- que es lo que condujo a Matteo a quitarse la vida. Sólo podemos intuir que en su personal noche oscura no vio, ni siquiera en lejanía, una pequeña candela que le animase a dar un paso más en el camino de su corta existencia.

Los sacerdotes, como los consagrados, no son superhéroes con alzacuellos o hábito. Y la unción sagrada y la gracia no les convierte, por arte de magia, en personas de una sola pieza, inasequibles al desaliento, inalterables en su carácter, impasibles ante el sufrimiento. Como todo hijo de vecino, los sacerdotes conocen la vulnerabilidad de su cabeza y de su corazón, las costuras rotas de su túnica, las frustraciones y los periodos de bajón y de inestabilidad. Como todos, necesitan la gratitud, la sonrisa y el abrazo y el café de la amistad. Con el resto de los humanos, comparten el mismo barro del día de la creación.  

Cuento entre mis amigos a varios sacerdotes. Más de una vez he hablado de educadores sacerdotes que me han marcado con su bondad y su alegría. Conozco también las debilidades y las soledades de algunos. Y por esto mismo, más cercanos a mi amistad.

El suicidio de este joven sacerdote italiano me ha dado que pensar y me ha hecho reflexionar:

¿En qué inmensa soledad vivimos, nos movemos y existimos? ¡Qué inmensa es la pobreza de alguien que no encuentra un hombro sobre el que llorar, unos oídos para confesar su fragilidad, y unos brazos para sentirse abrazado! Una vez un cura me comentó: “Ha habido momentos en mi vida en que hubiera necesitado algo más que la absolución de mis pecados en el confesionario. Hubiera querido tener un amigo ante el que poder llorar y que luego me abrazase y me dijese: “quédate, porque el día atardece”.

Conozco y también intuyo la soledad afectiva en la que viven algunos sacerdotes. Les enseñaron en el seminario a ser perfectos, a no dejarse arrastrar por las emociones, a no mostrar nunca sus debilidades, a no parecer demasiados cercanos, a mostrarse siempre impecables, ejemplares, “superiores”, para no dar mal ejemplo, para hacerse respetar, para ser admirados, para no dar qué hablar, para no ser objeto de murmuración.

Conozco y también intuyo esa presión que los sacerdotes sienten sobre sus vidas y sus conductas. Si van de vacaciones, parecen holgazanes; si se toman una copa, son un vivalavirgen; si se muestran cariñosos, pecan de sentimentales; si acarician a un niño, se les mete en el saco de la pederastia; si pasean junto a una mujer, se cree que tienen la querida; si reciben a un amigo en casa, se sospecha que le pueden gustar los chicos. Si la misa es larga, es un pesado. Si la misa es corta, va con el acelerador puesto. Si el cura es joven, está verde. Si es mayor, ya chochea. Si dice no a alguien, es un intransigente; si dice sí a todos, es un pasota. Y así sucesivamente: que si juega a hacerse el simpático, que si es muy serio, que si es carca, que si es progre, que si no es como el anterior, que si no predica bien… Muchas veces su comportamiento es escudriñado hasta el extremo, y todas sus acciones son vistas con una lupa de aumento.

Y entre esa formación recibida para ser héroes de Cristo en el mundo y esa presión social que les juzga con poca misericordia, algunos sacerdotes se van aislando cada vez más en su soledad no compartida ni abrazada, hasta el punto de vivir y habitar una cárcel. Una jaula de ¡tanto decoro y tan intachable  conducta! que les impide compartir con un amigo de verdad sus heridas, sus rasguños y sus hemorragias internas.

Quizás la tragedia de Matteo Balzano no es ajena a ese malestar en el que transcurre la vida de muchos jóvenes y a esa fragilidad psicológica en la que ha crecido la última generación. La sociedad actual empuja a vivir en estado de permanente felicidad y dicha, en sublime autorrealización, con sonrisa permanente en los labios, con éxito en el trabajo, en las redes sociales, entre los amigos. En un ambiente así, no es de extrañar que los más frágiles y débiles se vayan rompiendo poco a poco, sin que nadie se dé cuenta, sin que nadie perciba nada, obligados hasta el último minuto de la vida a sonreír, a aparentar felicidad y a salir guapos y jóvenes en el selfie nuestro de cada día.

Tal vez Matteo Balzano -y otros muchos jóvenes como él- son los eslabones débiles. Las cadenas siempre se rompen por el eslabón más débil. La mañana del 5 de julio el cuerpo sin vida de este joven sacerdote fue encontrado muerto en los locales de la parroquia. La noche anterior había compartido con sus feligreses una tómbola solidaria que él mismo había organizado. Nadie notó nada. Nadie se dio cuenta de nada. ¿Tan disfrazados vamos por la vida que los demás sólo ven nuestra máscara y no las llagas de la vida sobre nuestro rostro? ¿Tan malos lectores del corazón somos que el otro se ha convertido en una escritura ilegible, en un jeroglífico indescifrable?

Sin duda, “Nuestro Padre de las vidas rotas” habrá estado aquella noche a su lado en el momento más oscuro de su existencia de apenas 35 años.  Una semana antes de su muerte, comentando con una parroquiana del pueblo el suicidio de otro joven de una localidad cercana, Matteo Balzano, el rostro ensombrecido, le había dicho: “Nadie sabe qué infierno se puede llevar dentro para llegar a ese extremo”.









 

 




sábado, 28 de junio de 2025

Campaña de embellecimiento en Theresienstadt

 


Austerlitz es la primera novela que leo de S.G Sebald, escritor nacido en Alemania, pero que se afincó finalmente en Reino Unido, donde murió trágicamente en un accidente de carretera a los 66 años. El narrador de la novela se encuentra causalmente en la estación de Amberes con Jacques Austerlitz que poco a poco le va contando su vida, desde que, siendo niño, para salvarlo de la persecución, fui subido a un tren en Praga con destino a Londres, donde fue adoptado por una familia, pasando por el descubrimiento de su propio pasado, hasta su retorno a Praga para encontrarse con su historia familiar, etc..

Entre otras muchas cosas, S.G. Sebald cuenta “la campaña de embellecimiento” que los nazis llevaron a cabo en el campo de Theresienstadt (actual República Checa). Cuando las autoridades nazis aceptaron, después de muchas presiones y tiras y aflojas, la visita al campo de una comisión de la Cruz Roja, pensaron que era una ocasión única para  blanquear su imagen y engañar al mundo sobre el trato dado a los judíos, haciendo creer que los judíos llevaban una vida normal en “aquella ciudad”.

Los responsables –cuenta S. G. Sebald- emprendieron una “campaña de embellecimiento”, en el curso de la cual los habitantes del guetto, bajo la dirección de las SS, realizaron un enorme programa de saneamiento: se instaló césped, senderos para pasear, se pusieron bancos e indicadores que, al estilo alemán, se adornaron con tallas alegres y ornamentaciones floreales, se implantaron más de mil rosales, una casa cuna para niños de pañales y una guardería con cajones de arena, pequeñas piscinas y tiovivos. Y el antiguo cine Oreal, que hasta entonces había servido de alojamiento miserable para los habitantes más ancianos del guetto, se transformó en pocas semanas en sala de conciertos y teatro, mientras que en otras partes, con cosas de los almacenes de las SS, se abrieron tiendas de alimentación y utensilios domésticos, ropa de señora y caballero, zapatos, ropa interior, artículos de viaje y maletas. También había una casa de reposo, una capilla, una biblioteca, un gimnasio, una oficina de correos y un banco. Se instaló una cafetería, ante la cual, con sombrillas y sillas plegables, se creó un ambiente de balneario. Todo fue saneado, pintado y barnizado antes de la visita de la Comisión. Asimismo, se enviaron al Este a siete mil quinientas personas, las menos presentables del campo. Teheresienstadt se convirtió en una ciudad digna, un El Dorado. La comisión, compuesta de dos daneses y un suizo, fue llevada por las calles de acuerdo con un plan elaborado al detalle por la comandancia. Así los comisionados de la Cruz Roja pudieron ver con sus propios ojos qué personas más amables y contentas habitaban esa ‘ciudad, a las que se evitaban los horrores de la guerra, qué atildadamente iban todos vestidos, qué bien estaban atendidos los escasos enfermos, cómo se distribuía una buena comida en platos y se repartía el pan con blancos guantes, cómo en todas las esquinas los carteles anunciaban acontecimientos deportivos, cafés-teatros, representaciones teatrales y conciertos, y cómo los habitantes de la ciudad, al acabar el trabajo, tomaban el aire, casi como pasajeros en un transatlántico, en un espectáculo en definitiva tranquilizador, hasta el punto de que los alemanes, al terminar la visita, con fines de propagada, para  legitimar ante el mundo su manera de proceder, recogieron en una película…

La película está depositada en Praga, y muchos de sus retazos sirven para cortos audiovisuales como los que se pueden ver en youtube. Algunos supervivientes contaron, después, la otra cara de la película y también denunciaron que los integrantes de la Cruz Roja, en ningún momento, se salieron del recorrido oficial, abrieron alguna casa o se acercaron a hablar con esos ‘judíos felices’. Al final de su satisfactoria visita, certificaron que los judíos eran bien tratados y que se mostraban contentos en esa ciudad que Hitler les había regalado.

La historia, más o menos, funciona siempre así.

 https://www.youtube.com/watch?v=4kKc05jlIFg






W. G. Sebald


 






 

miércoles, 25 de junio de 2025

Otoño alemán, de Stig Dagerman

 


“Fue un otoño triste, con lluvia y frío, crisis de hambre en el Ruhr y hambre sin crisis en el resto del antiguo Tercer Reich. Durante todo el otoño llegaron a las zonas occidentales trenes con refugiados del Este. Gente andrajosa, hambrienta y no grata, apretujada en la oscuridad pestilente de las estaciones ferroviarias…” Es el inicio del libro Otoño alemán, del escritor sueco Stig Dagerman.

En el otoño de 1946, un año y medio después del final de la Segunda Guerra Mundial, el rotativo sueco Expressen envió a un jovencísimo escritor de apenas 23 años a emprender un viaje a Alemania y escribir unos cuantos artículos sobre este pueblo derrotado, que en ese momento concitaba todo el desprecio y el odio del mundo. Puede que no faltasen razones para ello. La guerra había terminado, pero los muertos eran llorados en cada rincón de Europa y más allá. Los cuerpos aún conocían las penurias de la posguerra. Y las almas, humilladas y aplastadas por la ideología totalitaria nazi, aún no habían alzado el vuelo. “Alemania” o “alemanes” eran palabras que se pronunciaban aún con rabia y con ira.

         Stig Dagerman había nacido en Suecia en 1923. Niño prodigio de las letras, publicó su primera novela a los 21 años. El periódico sueco que le envió a Alemania como reportero tal vez esperaba de él artículos incendiarios que confirmasen la locura nazi y reafirmasen la tesis de que los alemanes tenían que ser castigados por sus crímenes horrendos en la misma proporción que ellos habían hecho con las naciones subyugadas y los judíos exterminados.

         Pero Stig Dagerman pisa suelo alemán libre de prejuicios y limpio como un folio en blanco. Quiere saber, para entender. Y quiere observar y hablar con la gente para levantar acta de lo visto, oído y sentido. Deambula en medio de las ruinas de varias ciudades alemanas. Se asoma a los sótanos con 10 centímetros de agua donde varias familias se hacinan, muertas de frío y sin una rebanada de pan que llevarse a la boca. Se sube a trenes atestados, con las ventanas tapiadas con tablas, que acogen a 25 personas de pie en un compartimento pensado para ocho. Observa a los refugiados y a los prisioneros que vuelven de cualquier país de Europa a una Alemania donde no son bien recibidos (basta pensar que cinco millones de soldados eran prisioneros de los aliados en todos los países de Europa). Ve a niños que no pueden ir a la escuela porque no tienen zapatos. Asiste a sesiones de desnazificación en las cuales los colaboradores o presuntos colaboradores del régimen de Hitler tienen que demostrar con certificados de buena conducta y testimonios (a veces pagados) que ellos no fueron tan malos. Ve a escritores cambiar su máquina de escribir por unos gramos de mantequilla. Ve a gente hambrienta recorrer kilómetros hasta llegar a un pueblo donde los campesinos venden a precio de oro unos kilos de patatas. Habla con un joven alemán que lo único que desea es huir a América, torturado por un pasado lleno de culpa y por un presente lleno de humillaciones: “Ya no se puede estar en Alemania”. Y cuando Dagerman le invita a cenar en un buen restaurante se encuentra con un cartel: “Prohibido el paso a los alemanes”. Por todas partes se encuentra con gentes indiferentes o desesperadas que sopesan si las razones para seguir viviendo sobrepasan a las razones para morirse de una vez.

         Lo que Dagerman vio es que, tras la victoria de los aliados, Alemania fue repartida y bombardeada sin piedad. Los que de alguna forma habían ejercido una resistencia al nazismo o simplemente habían sufrido la cárcel o el campo de concentración a manos de los nazis, se encontraron con un ejército victorioso que los castigó colectivamente. Aquellos alemanes que habían anhelado el fin del nazismo se encontraron con otro castigo.

         Dagerman observa, escucha, habla y comparte con ciudadanos de todo tipo ese tiempo inmediato a la victoria de los aliados.  En un momento en el que odiar a los alemanes estaba bien visto y en el que el discurso de humillarlos recibía aplausos, un joven escritor sólo ve el hambre y el frío por doquier, la amargura y la desesperanza. Y siente compasión. Y cree que “preguntarse sobre la ideología de los ciudadanos es menos importante que preguntarse por el hambre de sus estómagos”.

El libro provoca algunas preguntas, por ejemplo, ¿fue necesario arrasar ciudades enteras cuando Alemania ya se había rendido? No olvidemos que la tormenta de bombas dejó a Dresde completamente en ruinas y cerca de doscientas mil personas murieron en esa operación bélica. Y el libro suscita una enseñanza: en los momentos convulsos de la historia, cuando las masas imponen su criterio de venganza y odio generalizados, sólo algunas personas, como lo fue el caso de Stig Dagerman, son capaces de mirar limpiamente a los ojos de los que sufren y sentir compasión.

Ochenta años después de estos acontecimientos, sabemos que Dagerman viajó por nosotros y nos muestra que el terror implantado en Alemania y en media Europa por Hitler, no debe hacernos olvidar otros excesos, en este caso de los aliados, que en el fondo fue un castigo ciego a tantos alemanes, muchos de los cuales había sufrido el nazismo y habían sido las primeras víctimas de un régimen que fue la encarnación del Maligno. Al acabar la guerra, muchos gerifaltes nazis consiguieron huir con su buena cartera a países donde vivieron tranquilamente. Pero los alemanes más pobres perdieron todo: los hijos en el frente, la casa, el pan y la dignidad. Sólo les quedó el frío y el hambre.

         Hay una especie de ‘santidad’ en este escritor sueco que fue capaz de sentir piedad en un momento en que lo normal era sentir odio y desprecio. Stig Dagerman en su recorrido por las ciudades en ruinas no vio alemanes, sólo vio personas necesitadas de una hogaza de pan, un abrigo para el crudo invierno, una casa donde cobijarse y un poco de dignidad para sostenerse en pie.

         Tenía apenas 31 años cuando Stig se quitó la vida a las afueras de Estocolmo. Tal vez, como tantos hombres sensibles en aquella dramática hora de Europa, no pudo soportar tanta bruticie. Dos años antes había escrito una especie de testamento titulado “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”.











Stig Dagerman (1923-1954)






















domingo, 22 de junio de 2025

Mario Bellarini, 30 años después.

 


Un accidente en Medina del Campo

La tarde anterior Mario había acudido a bendecir la bodega de un amigo, en las cercanías de Madrid. Regresó tarde a casa porque la tormenta había provocado un monumental atasco a la entrada de la capital. Apenas descansó esa noche. El 25 de junio de 1995 cayó en domingo. Dijo misa a las monjas guanelianas que le notaron muy cansado y que le aconsejaron que no viajara a Palencia, como era su propósito. Pero a él le habían regalado una lavadora nueva para el piso tutelado de sus “chavalines”, como él llamaba cariñosamente a los chicos con discapacidad de Villa San José, y tenía que llevársela, porque lo prometido es deuda. Les pidió que le esperasen a comer. Y así lo hicieron. Esperaron y esperaron. Una llamada telefónica rompió el angustioso retraso: Mario Bellarini había sufrido un accidente mortal de tráfico a la altura de Medina del Campo.

A 1700 kilómetros, en Pianello Lario, una mujer, María Fontana, amiga e hija espiritual, siega con el dalle la hierba de la pequeña ladera detrás de su casa. Una música conocida llega a sus oídos, Jesús, alegría de los hombres, de Johann Sebastian Bach. No sabe de dónde viene esa música, pero ella la oye. Unos minutos más tarde, escucha el chirrido estridente de unos frenos y el golpetazo de un coche, y el inequívoco ¡crash! de la carrocería al chocar. María baja aprisa hasta la carretera para auxiliar o pedir auxilio, pero en el asfalto no ve ningún coche accidentado, tampoco la marca de la frenada en la carretera. Desconcertada, retoma la tarea en el prado. Ya no suena la melodía de Bach en el aire. Una hora más tarde, ve venir a su hermano, cariacontecido: “Han llamado de España”. No le deja acabar la frase. Y se atreve a balbucir entre sollozos: “Ha muerto Mario en un accidente, ¿verdad?”

Se cumple ahora el treinta aniversario de su fallecimiento. Pero como ocurre siempre a los muertos que, mientras vivían, fueron fuego que encendió fuego, su recuerdo aún no se ha apagado. Desde los primeros homínidos de Atapuerca hasta hoy mismo, la ‘primera resurrección’ responde a una necesidad imperiosa del corazón humano que se niega a que sus seres queridos mueran para siempre. 

Primera evocación de Mario Bellarini

En mi biblioteca aún conservo algunos libros de arte que me fueron regalados tras su fallecimiento. Y también su breviario. Unos días después lo abrí y me encontré con una fotografía mía, en blanco y negro, tamaño carnet. Había sido tomada en 1971, justo al llegar yo al Colegio San José de Aguilar de Campoo. Tenía por entonces 12 años. Se me heló la sangre.

P. Mario Bellarini había sido mi profesor de francés en tercero y quinto de bachillerato, en Aguilar de Campoo. Hablaba perfectamente el francés, ya que había estado viviendo en Francia varios años, pues sus padres eran emigrantes italianos. En un momento en que los profesores de idiomas en España tenían un nivel bastante bajo -cuando no francamente pésimo- Mario Bellarini brillaba con luz propia hablando de Montaigne, Victor Hugo, Stendhal o François Mauriac. Mi devoción a la cultura francesa viene de esas primeras lecciones de bachillerato. Cuando en 1975, nos examinamos de 5º de bachillerato, por libre, en el instituto Alonso Berruguete de Palencia, el nivel demostrado era tan poco común, que la profesora de francés no dudó en marcar el número del colegio y felicitar vivamente al profesor Bellarini. Fue un momento feliz para él.

Mario, preparado y exigente profesor de francés, empezaba sus clases abriendo las ventanas, lo mismo en el buen tiempo que en pleno invierno aguilarense, para que el aula se ventilase y, de paso, los alumnos nos espabilásemos. Al mismo tiempo nos invitaba a hacer algunos ejercicios de gimnasia, al ritmo de “un, deux, trois, ¡forza!”. Una expresión que se convertiría en risueña coletilla de todo el colegio. En algunas ocasiones, las clases acababan con una breve audición de música clásica, una exquisitez extraña a nuestros oídos rurales, más habituados a Manolo Escobar, Formula V o Los Brincos. Bajaba las persianas, nos pedía silencio, y el tocadiscos empezaba a girar mientras el Ave María, de Franz Schubert, o el Agnus Dei de la Misa de la Coronación de Mozart, o uno de los movimientos de la Novena de Beethoven, llenaban el aula del internado. Teníamos oídos duros casi todos. Nuestra cultura de música clásica era nula. Y necesitábamos, por tanto, las explicaciones apasionadas y descriptivas de este profesor melómano que poseía una colección magnífica de música clásica, toda ella de Deutsche Gramophon, como no puede ser de otra manera.

Siempre me he sentido agradecido a los profesores que abrieron la mollera de este pobre hombre y le metieron algunas ideas ‘insanas’ sobre arte, música, literatura, cine, idiomas, religión, solidaridad, paisajes y gentes de otras tierras y de otros colores. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Mi arquitectura espiritual, aunque pequeña y endeble, se la debo, además de a mi familia, a esos primeros maestros italianos, excelentes pedagogos, alegres creyentes y hombres de notable rectitud moral. Ahora que está de moda echar la culpa de los propios fracasos e incompetencia manifiesta a los padres, los maestros, los curas y la sociedad, no está de más reconocer humildemente que sin las influencias bienhechoras de la escuela y de la familia, seríamos aún mucho más desgraciados. Y además: es infantiloide culpar a los demás de todas nuestras penas, desdichas y limitaciones.

Hasta el final de la vida de P. Mario, y mucho después, seguimos siendo amigos. Nos veíamos con frecuencia. Y a su lado siempre experimenté una compañía agradable y serena. Cuando él se instaló en Madrid, en la Pía Unión, siempre tuve la casa abierta y la mesa puesta. Nunca faltaba una larga tertulia acompañada de un buen café y una onza de chocolate que sus muchos amigos italianos, franceses o suizos le enviaban. Durante mi estancia en Francia, nos carteamos con frecuencia. Él era el orgulloso maestro. Yo, el agradecido alumno. Y cuando en 1991 escribí un breve libro sobre Luis Guanella, Mario Bellarini me regaló –y expandió- elogios y parabienes que enrojecerían al más templado.

Un día me comentó que, trasteando en la biblioteca de Aguilar de Campoo, había caído de un libro una pequeña foto mía, a la que he aludido más arriba: “La he recogido y la he guardado en mi breviario. Así todos los días me acordaré de rezar por ti”. Pocas veces me he sentido tan querido y tan bien querido. 

De soñar con ser futbolista a sacerdote guaneliano

         Mario Bellarini nació el 11 de noviembre de 1923 en la provincia de Verona, Italia, en el seno de una familia de humilde procedencia. Muy pronto sus padres hicieron el equipaje, subieron al tren y probaron el amargo pan de la emigración. Se asentaron en la Alsacia francesa y comenzaron a trabajar en una fábrica textil.

Sensible y muy apegado a la madre, Zita, Mario encontró pronto una pasión en tierra francesa: jugar a fútbol. Soñaba con ser una estrella en el Paris Saint-Germain o en la Juventus. El padre, Sereno, no veía con buenos ojos esta afición a dar patadas a un balón. Por otro lado, el clima alsaciano le daba constantes sustos de salud, probablemente asma. Sus padres decidieron enviarlo a Italia con la tía Albina, a la que siempre considerará su segunda madre. El futbol callejero seguía llenando sus días. Y lo demás le interesaba bastante poco, estudios incluidos. Para poner fin a esta situación anómala, se le convenció para que entrase en un internado, concretamente en el colegio de Fara Novarese de los padres guanelianos. Tenía trece años. Los compañeros se reían de él porque apenas sabía hablar italiano. Acabado el bachillerato, ingresó como novicio. En 1939, los superiores decidieron premiar a Mario con un mes de vacaciones para que regresare a Francia. Pero estalló la II Guerra Mundial y todos los planes se rompieron. Solo al acabar la contienda, pudo visitar a sus padres y hermanas. Habían pasado 12 largos años desde que había visto por última vez a su familia: “salió de Francia en pantalón corto y volvió con sotana”, decía su madre. ¡Se dice pronto y bien! Fue ordenado sacerdote en 1949, en el santuario del Corazón de Jesús de la ciudad de Como, donde está el sepulcro del fundador, Luis Guanella.

La obediencia le llevó a Suiza (años 1950-1960), concretamente a un colegio de Roveredo, como educador. Siempre recordó con nostalgia ese espíritu disciplinado, ordenado, respetuoso y silencioso de los alumnos suizos. Una vez me contó que en muchas ocasiones los adolescentes se acusaban en el confesionario de “perder el tiempo, de malgastarlo”, algo inaudito en las confesiones de los adolescentes del sur de Europa. De 1960 a 1968 lo encontramos, también como educador, en Fara Novarese, el colegio donde había estudiado de adolescente. 

Al hablar de esta larga estancia de Mario en Fara, no puedo pasar por alto una propuesta quijotesca que defendió con auténtica pasión. En Fara daba clases de matemáticas Giovanni Forzani, cuyo padre era un escultor muy reconocido en los ambientes artísticos del Norte de Italia, Carlo Forzani. Mario se empeñó en que fuera este escultor el que hiciese una estatua que inmortalizase un episodio que él admiraba muchísimo en la biografía de Luis Guanella: la noche en la que se hizo cargo de tres huérfanos cuya madre acababa de expirar, llevándolos en sus brazos desde la cabaña que ocupaba la pobre familia hasta el orfanato que él mismo había fundado. La estatua original, en bronce, se encuentra en Milán. Y otras muchas copias, de menor tamaño, están por todo el mundo, también en el salón de mi casa.

En 1968, el destino le condujo a Nápoles, a un colegio donde la mayoría de los alumnos eran huérfanos que la camorra napolitana había ido dejando aquí y allá. Se vivía en un ambiente social opresivo, de violencia y silencio culpable. No fiarse de nadie era algo muy interiorizado ya desde niños. El carácter de Mario, dado a la confiabilidad y a la espontaneidad, no podía encajar en el ambiente y mentalidad de Nápoles, aunque nunca se permitió hacer comentarios hirientes o despectivos de su paso por la ciudad. 

Un curriculum con muchos detalles de corazón

En 1972 llegó al colegio de Aguilar de Campoo, con un mandato: abrir una casa para chicos con discapacidad en España. Los tiempos eran lentos, y mientras tanto, entre papeleo interminable, tiras y aflojas, ensayos y errores en el nuevo proyecto, Mario Bellarini se hizo cargo de las clases de francés del internado aguilarense.

En 1976 pudo recibir a los primeros niños con discapacidad en una finca agrícola a las afueras de Palencia, Villa San José. Tuvo que llamar a puertas y más puertas, para poder salir adelante en esos primeros difíciles años. Pero poco a poco los palentinos empezaron a quererlo . Mario sabía llegar al corazón del otro con una escucha atenta, un consejo acertado, una empatía generosa, y unos detalles capaces de acariciar el alma. Acogía a las personas y las depositaba para siempre en su corazón y en sus labios de orante. En Palencia se hizo maestro de la política del corazón. Sólo con el corazón se puede llegar al corazón del otro y tocarlo y conmoverlo. Y esto valía tanto para los primeros “chavalines” de Villa San José, como para los trabajadores y voluntarios o los grises funcionarios a los que tenía que dirigirse con harta frecuencia. En Palencia todo el mundo lo conocía. Tal vez por eso, los municipales hacían la vista gorda cuando la furgoneta ‘irregular’ de color de naranja con matrícula italiana daba una y otra vuelta por la ciudad.

Los últimos años de su vida (de 1988 a 1995) los pasó en Madrid, como responsable de la Pía Unión de San José. Había aprendido el noble oficio de la guía de almas. Monjas clarisas de Aguilar, padres de familia o amigos demandaban dirección espiritual y consejo. A medida que sus años aumentaban, su sapientia cordis crecía. En Madrid, la escucha y el acompañamiento espiritual se hicieron norma en la madrileña Avda. del Recuerdo donde transcurrió sus últimos años. Recibía llamadas y más llamadas, cartas y más cartas, visitas y más visitas. Confesor, padre espiritual, acompañante, amigo consejero. Al final de su vida, se gastó y desgastó, privándose incluso del sueño y del descanso para atender a unos y a otros. Aprendió a multiplicarse. Cuando murió encontraron miles de cartas de amigos, conocidos, simples lectores de la revista Servir o inscritos de la Pía Unión de San José que le ponían cuatros letras y le abrían el corazón, en busca de una palabra de aliento. Hay una foto que lo refleja muy bien: Mario pegado al teléfono para atender una llamada tras otra.

Tras un funeral de lágrimas y de aplausos en Palencia (conmovedor el canto de Resucitó con el que finalizó la misa), sus restos mortales fueron trasladados a Italia, respetando la voluntad de sus tres hermanas, Rosa, Olga e Inés. Desde entonces descansa para siempre en el panteón de los religiosos guanelianos en el cementerio de la ciudad italiana de Como. Pero en España, entrre 1972 y 1995 dejó lo mejor de sí, una siembra a manos llenas y una huella imborrable. Y por ello, su recuerdo aún perdura en muchos de sus amigos.

Segunda evocación de Mario Bellarini

Después de su fallecimiento, y antes de obtener los permisos para el funeral en Palencia y la repatriación a Italia, su cadáver permaneció durante un par de días en el tanatorio de Medina del Campo. Me acerqué a despedirlo. Era una calurosa tarde de junio. En el tanatorio, el empleado accedió a que pudiese ver el cuerpo sin vida del respetado maestro. No había aún nadie en el velatorio. Su rostro desfigurado acusaba el brutal impacto del accidente de tráfico, pero yo reconocí en esos rasgos devastados al amigo bueno y generoso. Me senté ante él y le leí algunos poemas religiosos de un libro que llevaba conmigo “Dios en la poesía actual” (edición de la Bac). Y también le recité el poema de Charles Péguy dedicado a la catedral de Chartres y que él nos había hecho aprender de memoria en 1975:

                                         Un homme de chez nous a fait ici jaillir,

Depuis le ras du sol jusqu’au pied de la croix,

Plus haut que tous les saints, plus haut que tous les rois,

La flèche irreprochable et qui ne peut faillir

        Cuando el empleado de la funeraria entró de nuevo en la sala, se encontró con un alumno agradecido que lloraba en silencio a su maestro muerto y que recitaba versos, lo mismo que, de adolescente en el colegio, repetía la lección de francés.

Una vez Mario me confió que, cuando viajaba y entraba en una iglesia a rezar, sacaba la agenda de los contactos y leía los nombres de sus amigos a Dios. Y, al pronunciar cada nombre, pedía un deseo o una gracia. Estoy seguro de que aún conservará esa agenda en el cielo. Cada atardecer, seguirá recordando a Dios mi nombre y el de otros muchos que tuvimos la suerte –la gracia- de conocerlo y de sentirnos cuidados con su palabra, su abrazo y su sabiduría del corazón. Por cierto, Mario había escrito en la portada de la "agenda de contactos" una frase de Luis Guanella: "La satisfacción más grande que Dios concede a sus hijos es pasar por la vida haciendo el bien".

En una ocasión, María Fontana le preguntó cómo podía llevar a tantas personas en su alma. Esta fue la respuesta: “Mi corazón se ensancha, según las necesidades, y así logro que todos los amigos estén y quepan dentro”.

Mario atiende sonriente una llamada telefónica

Junto a la estatua de San José en Aguilar de Campoo

Celebración de la Santa Misa en Madrid

La sonrisa es siempre la primera expresión de la acogida


María Fontana, P. Mario, P. Vicente, P. Alfonso y Juan Carlos

Palencia. Con los religiosos guanelianos españoles.

Su última tarea: difundir la devoción a San José

Homenaje a P. Mario en la Villa San José

Con los primeros "chavalines": Gonzalo, Mariano, Juanjo, Toñín y Luisito

Escultura de Don Guanella de Carlo Forzani


Poema de Charles Péguy: Presentación de la Beauce a Nuestra Señora de Chartres: 
"Un hombre de nuestra tierra ha hecho brotar aquí,
Desde a ras del suelo hasta el pie de la cruz,
Más alta que todos los santos, más alta que todos los reyes,
La flecha perfecta y que no puede fallar" 






 




























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