Los españolitos medios, que acababan de comprar su
primer televisor a finales de los años sesenta, se sintieron consternados por
las imágenes que repartían los telediarios sobre los niños esqueléticos,
panzudos de aire, de un país que nadie sabía colocar en el mapa. Los niños de
Biafra.
Ellos fueron los primeros niños que
impactaron nuestras retinas con su hambre en blanco y negro, con sus ojos
implorantes o simplemente perdidos ya en el limbo de la nada. Después, un
telediario sí y otro no, nos desayunaríamos
con idénticas criaturas, pero ellos fueron los primeros. También a ellos estuvo
dedicado mi primer ayuno voluntario en aquel Colegio de Aguilar de Campoo donde
los problemas del hambre en el mundo eran un tema mayor. Pero seguí sin saber dónde estaba Biafra. Y
sin embargo, Biafra apareció en este viaje ante mí.
Un día de este viaje nigeriano
estuvo dedicado a visitar Umahaia, la que fue, por unos meses, capital de esta
efímera nación. Tras años de una política gubernamental que favorecía al norte
nigeriano y a las etnias hausa y fulani, algunas provincias del sur se
declararon independientes y proclamaron la República de Biafra (por el Golfo de
Biafra).
Era el año 1967. Tras algunas
pequeñas victorias separatistas, los nigerianos se hicieron con el control de
las principales ciudades, al mismo tiempo que el líder del movimiento
independentista, Ojukwu, abandonaba el país. La guerra estaba perdida de
antemano, pues ningún país, excepto el Vaticano, reconoció este nuevo Estado,
de mayoría cristiana. Por lo tanto, la aventura separatista fue una malaventura condenada al fracaso.
La guerra duró tres largos años y, lo que es peor, provocó entre quinientos mil
y un millón de muertos, la mayoría por enfermedades y hambre. Las provincias
rebeldes fueron arrasadas y los campos ni siquiera fueron sembrados. La
hambruna hizo su trágica aparición. Y por primera vez esta hambruna fue
televisada. El impacto en España de estos niños famélicos fue tanto, que la expresión
‘niño de Biafra’ hizo fortuna, y se
aplicaba a cualquier niño escuálido o enfermizamente delgado.
La visita es, por lo tanto, una
pequeña lección de historia. Ahí están los barcos varados en el lago; ahí están los aviones oxidados caídos nada más levantar el vuelo; ahí están los sótanos desde donde partía la señal radiofónica. El Museo es una sucesión
aburrida de fotos de los generales y demás mandamases, los documentos de
guerra, las condecoraciones, las armas, el
búnker del Ojukkwu con sus
laberínticos corredores bajo tierra. Pero sobre todo están las instantáneas de
los verdaderamente derrotados: madres de pechos resecos envueltas en harapos,
niños llorando desconsolados, hambrientos hasta la vergüenza o simplemente
abandonados a la muerte, hombres de rostros cargados de odio y desesperación, moscas revoloteando
entorno a una escudilla de alimento junto a un niño panzudo que ni siquiera tiene fuerzas para comer.
No había luz en el Museo, y un funcionario iba
apuntando con la linterna las salas de fotografías, pero la memoria del corazón
era capaz de reconstruir la foto que hacía treinta y pico años me había herido
la retina para siempre: los niños de Biafra.
Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
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