lunes, 3 de septiembre de 2018

36.- El Señor de nuestras manos





Cuando los guanelianos llegaron a México DF, se fueron a uno de los extremos de la ciudad y allí decidieron hacer algo por los pobres. Junto al infame poblado de las Lomas, un secarral áspero donde los haya, en el barrio de San Miguel de Teotongo, allí donde Cristo perdió el zapato, o donde Cristo se detuvo, pensando que no podía haber nadie más allá a quien evangelizar.

Cuando uno llega al aeropuerto del DF, y para un taxi para que lo lleve a San Miguel de Teotongo, el taxista, amable o tajante, le dirá que él no sube hasta ese lugar. Cuando mi amigo, Alfredo Montiel, profesor en el barrio de la Condesa, me vino a buscar para enseñarme el casco histórico de México un domingo, me confesó que había tardado en coche casi dos horas y que nunca hubiera podido imaginar que esto existía en su país y en su ciudad.

Los guanelianos se instalaron aquí, en este cerro empinado y extremo de la ciudad de México. En este barrio de inmundicias por el suelo y construcciones ilegales que otros mexicanos llegados de otros puntos del país levantaban donde podían y como podían. Pero los misioneros cometieron un error de bulto nada más llegar: construir un recio casoplón de considerable altura en un barrio de casas bajas y maltrechas. No fueron ellos, en verdad, sino una imposición desde Italia. Ya se sabe que el mal del ladrillo es un virus que sufren casi todos los italianos cuando salen al extranjero. Donde van, tienen que recrear una pequeña Italia: la pasta, el Corriere de la Sera, la lengua italiana y la manía de los casoplones.

Si olvidamos este pecado, la llegada de los guanelianos al barrio de México DF, como a Amozoc-Puebla, ha supuesto una mejora considerable en las condiciones de la población más cercana. Atención a las personas con discapacidad intelectual, Techos fraternos para los abuelos, guardería para hijos de madres solteras trabajadoras, pequeño ambulatorio y farmacia, campamentos para niños en verano, atención a los adolescentes, promoción social a través de la parroquia samaritana, entrega de ‘despensas’ y de alimentos, visita a las casas de las familias desfavorecidas. Y así un montón de pequeñas acciones. Pero sobre todo, esa certeza de la población de saber que los misioneros son de fiar y que se puede contar con ellos para sentirse escuchados y queridos.


Amozoc, en el estado de Puebla. Una mañana, de hace 20 años,  haciendo una mudanza de una casa en la que había vivido un párroco diocesano, mi amigo Alfonso Martínez se encontró un viejo crucificado de madera sin cruz, corroído por las termitas, por la humedad y por los años. El Cristo no tenía manos. Mi amigo pensó que este Cristo es lo que él necesitaba y que, precisamente en esa ausencia de manos, yacía  todo un símbolo de la misión que él había venido a cumplir a México, como guaneliano y como cristiano. Limpió amorosamente la escultura, la barnizó, le hizo una cruz y le colocó en la capilla del Seminario de Amozoc. Esa era la capilla donde se formarían los futuros guanelianos y era este el mensaje que tenían que aprender los futuros sacerdotes: “Cristo sólo cuenta con vuestras manos”. Le bautizó como “Señor de nuestras manos”.

“Era un Cristo que no tiene manos, porque necesita las nuestras para bendecir, repartir el pan, limpiar, consolar, sembrar, acariciar, ofrecer. Mis manos, nuestras manos, deben ser las manos de Cristo, para que la misión de caridad nunca esté manca ni incompleta. Yo, nosotros seremos las manos de aquel crucificado”.

Desde entonces el Cristo de nuestras manos preside la capilla de Amozoc. Y a él vienen a rezar gentes de alrededor: se postran ante él, le hablan, le traen flores, le rezan. Y prometen ser las manos caritativas de un Cristo que carece de ellas.

 

“Cosas que me traje en la mochila” (México, 2010) – 20 Años de Puentes


 

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