El
documental de Álvaro Dorado sobre Chernóbil resulta demoledor. Hora y media de
un recorrido terrorífico por la antigua central nuclear destinada a ser el
orgullo de la Unión soviética. Para dar a entender la magnitud de la tragedia,
el autor recurre a la imagen del tercer jinete del Apocalipsis, de nombre
Ajenjo, que curiosamente es lo que significa la palabra Chernóbil.
A
la 1:23 h del 26 de mayo de 1986, cuando los científicos de la central estaban
realizando uno de los controles o test de la central nuclear, el reactor número
4 saltó por los aires liberando millones de partículas radioactivas. El
hermetismo soviético de la época logró ocultar el accidente al mundo durante 48
horas. Y fueron los científicos suecos, al comprobar los niveles
particularmente altos de la atmósfera, los que dieron la voz de alarma mundial.
A
esas horas, en Chernóbil se libraba una batalla descomunal y caótica por poner
bajo control el resto de los reactores. Cuando nada más ocurrir la explosión,
el personal avisó a los bomberos del incendio, estos acudieron de inmediato y
sofocaron el fuego, pero todos ellos murieron en el trascurso de los días siguientes.
Fueron los primeros héroes. La segunda hornada de héroes fueron los dos mil
quinientos mineros excavaron apresuradamente una zanja subterránea para enfriar
los otros tres reactores. Lo consiguieron. O los 400 pilotos que al mando de
otros tantos helicópteros derramaron agua y arena sobre el reactor. Si una
explosión en cadena hubiera hecho saltar por los aires el resto de reactores,
Europa entera habría desaparecido aquella noche. Ellos salvaron Europa. Y es
justo reconocerlo.
Cuando
los robots teledirigidos intentaron limpiar la terraza de la central nuclear de
elementos altísimamente contaminados, en cuestión de minutos dejaban de
funcionar y se convertían en trastos inútiles. Aún hoy, 30 años después de la
tragedia, los robots abandonados tienen unos niveles de radioactividad 625
veces más de lo normal. Al fallar la
técnica, se echó mano de las personas. Seiscientos mil ‘liquidadores’ (este es
el nombre que recibieron los que tuvieron que limpiar la zona, especialmente la
terraza del reactor) fueron traídos de todas las partes de la Unión Soviética.
A los civiles se les quintuplicaba el sueldo y se les prometía una casa y un coche.
A los soldados, se les cambiaba tres años de guerra en Afganistán por tres
minutos en la terraza de la central nuclear. Los niveles de radioactividad eran
millones de veces lo permitido, y los liquidadores sólo podían permanecer tres
minutos en la terraza, lo que apenas les permitía arrojar un par de paladas
sobre la zona de escombros. En los años siguientes a esta operación más de
doscientos mil liquidadores murieron. Probablemente ninguno de ellos sabía
exactamente a que se exponía en esos tres minutos. Otros se resignaron:
“Alguien lo tenía que hacer”. Los ‘liquidadores’ llevaban un uniforme de
fabricación propia. Iban equipados con máscaras de gas, botas y, aunque no
todos, con láminas de plomo que les cubrían el encéfalo, el torso, la médula
ósea y los pies.
También
con un cierto retraso empezó la evacuación de los habitantes de Pripiat, la
ciudad en la que vivían la mayoría de los trabajadores de Chernóbil. De Moscú
llegaron 1000 autobuses y les dijeron que cogiesen la documentación y una
pequeña bolsa con sus efectos de aseo, porque estarían de vuelta ‘en tres
días’. Nunca más volvieron y Pripiat es hoy una ciudad fantasma, abandonada.
Aún permanecen en pie la guardería, en cuya pizarra, todavía puede leerse “un
futuro brillante para todos”, o la casa de la cultura, o la noria del Parque de
atracciones y cuya inauguración estaba prevista para unos días después de la
tragedia. Y sin embargo, amparados por el bosque algunos residentes se
escondieron y volvieron a sus casas y allí siguen, desafiando la muerte, y su
sinónimo Chernóbil, pero apegados a su terruño y a los muertos de su
cementerio. ¿Algo conmovedor, una locura?
Una
tragedia como la de Chernóbil era la primera vez que ocurría. Y todo lo que
pudo hacerse mal se hizo. Pocos meses después de la explosión, las autoridades
soviéticas decidieron enterrar el reactor número cuatro en un sarcófago de
cemento. Poco tiempo después aparecieron las primeras grietas, demostrando lo
chapucero de la acción. Otro segundo sarcófago estará acabado dentro de poco
tiempo, y tendrá una duración no superior a 100. Luego será necesario otro y
otro más. ¿Y así hasta cuándo? ¿Qué montaña artificial crearemos si cada 100
años hay que construir un nuevo sarcófago y así hasta que pasen 24.000 años?
Los científicos creen – y este es el dato más desolador- que esta zona no estará
libre de radioactividad hasta dentro de 24.000 años.
Los
árboles crecen y los pájaros anidan y los perros salvajes y otros animales
campan a sus anchas, una vez el hombre abandonó este espacio. Pripiat será el
símbolo de una ciudad víctima de la catástrofe nuclear. Y así estaría ahora
toda Europa si el resto de reactores hubiera explotado aquella aciaga noche.
Una noche larguísima de silencio y de muerte que durará 24.000 años.
¿Se
puede seguir apostando por la energía nuclear después de Chernóbil?
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