Habíamos oído hablar de la guerra
de Siria, habíamos oído hablar de los yihadistas del autoproclamado estado
islámico, como se dice en los media, habíamos oído hablar de la destrucción de
obras de arte milenarias, las ruinas arqueológicas de Palmira, principalmente, y
también de los miles de sirios que abandonaban Siria y eran acogidos, a veces
en condiciones muy precarias, en campos de refugiados, por ejemplo en Jordania.
Pero todo ello nos quedaba lejos, eran voces que aquí se oían como en sotto voce,
y esa lejanía nos dejaba indiferentes y tranquilos. Fue el pasado verano de
2015 cuando los que huían de la guerra emprendieron su éxodo de kilómetros y
kilómetros hasta llegar a las puertas de Europa. Fue entonces cuando todos nos
pusimos nerviosos, y empezamos a bascular entre una compasión que proclama que “entren
todos, pobrecitos”, y una terror que pide que “no entre ninguno más”. Luego
vendría la escalofriante imagen de aquel niño, Aylan Kurdi, de tres años muerto
en la playa de nuestros veraneos. Y esto nos sacudió las conciencias, que es
una frase hecha. Es verdad que muy pronto las barreras se abrieron y miles,
puede que un millón de refugiados, entraron en la vieja Europa con el único
objetivo de alcanzar la Alemania de sus sueños. Se habló de cuotas y de reparto
por países; se alcanzaron algunos acuerdos de distribución, pero los refugiados
sólo querían alcanzar Alemania, mientras el resto de los europeos respirábamos
tranquilos. “Hala, que se vayan con la Merkel”. La canciller alemana pasó de
ser el ‘coco’ de Europa a ser el ángel de los refugiados. Así es el mundo y así
mudan los pareceres.
Pero luego vinieron atentados yihadistas en París y en
Bélgica y el miedo volvió a apoderarse de los europeos. La ultraderecha se
frotó las manos, y subió como la espuma en la intención de voto. Y la izquierda
hizo demagogia barata y buenista, como ese cartel del Ayuntamiento de Madrid
que en pancarta cutre decía 'Welcome refuggees', y que yo sepa no ha acogido a
un solo refugiado ni ha dado un solo duro para la causa. Para despropósito ese
pacto entre la unión Europea y Turquia, para que éste haga el trabajo sucio de
expulsar a los refugiados (con los consabidos métodos turcos) a cambio de un
puñado de euros y una promesa de entrar como país miembro del Edén de Europa
dentro de una década.
Pero los refugiados siguen en el
paso de Idomeni, en medio del frío invierno, en medio del barro, en
improvisados campamentos, esperando el cruce de una frontera que les lleve a
una esperanza. Los refugiados han dejado atrás su país que no es sino un montón
de escombros. Con la fuerza de la desesperación cruzan un río de frías aguas en
busca de una orilla y de una tierra más humanas.
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