miércoles, 21 de octubre de 2020

Acompañar la fragilidad hasta medianoche




Su historia es la historia de una cabezonería. Y también la historia de un niño que se sabe amado por su Padre. Luis Guanella. Había nacido en 1842 en el seno de una familia numerosa que le había enseñado dos verbos importantes: trabajar y cuidar. Un plato de polenta no faltaba cada mediodía en casa, pero a él siempre le parecía que era escaso. Llegó al mundo en un pueblo de montaña, Fraciscio, Italia, muy cerca de la frontera con Suiza. 
De vez en cuando, alguna familia del pueblo venía a despedirse porque iba a coger un barco para Estados Unidos, como emigrantes de tercera. Y su madre acompañaba el abrazo de despedida con una hogaza. Había visto como comerciantes suizos, de religión protestante, eran acogidos de noche para dormir en casa, una casa católica a machamartillo. Los rostros de unos y de otros no se le olvidarían nunca. 

Sintió siempre un arrepentimiento lacerante por un episodio de su niñez: un anciano le había pedido un caramelo. Y él, en lugar de dárselo, se había apresurado a esconder el cucurucho. Había visto la frente de los campesinos inclinarse hasta rozar el suelo para recoger el heno para las bestias. Había visto a los hombres y mujeres analfabetos que daban a leer al cura la carta del hijo lejano. Había visto el rostro alelado y torpe de un niño retrasado. Y a él le había parecido que era el rostro de un niño bueno e inocente. 
Llevaba todas estas pobrezas en su corazón desde niño. Eran como visiones. También como latigazos. Sueños de heroísmo. Sueños de buen samaritano. Jugaba al infantil juego de hacer sopa con agua y barro para los pobres, soñando y prometiendo que, de mayor, la sopa sería de verdad. 
Correteaba por los prados y descendía por la montaña nevada. Sabía lo que era el viento, el torrente, las estrellas alpinas, las hierbas medicinales de los campos. Apreciaba la libertad de la montaña. Por ello, cuando entró en el seminario, se sintió como en una jaula. Las órdenes, los gritos, la disciplina militar… todo le inspiraba temor. Y cada noche, arrodillado, pensaba y repensaba que la educación debería ser siempre una obra del corazón.
Nada más hacerse sacerdote, quiso facilitar la vida a los necesitados. Cuidar de los frágiles, ayudar a los menesterosos. Su cabezonería genética le llevaba a proponerse una y otra vez construir una ‘choza’ para los más desamparados. Todo le salía torcido y al revés. Los políticos le veían muy clerical, porque no paraba de decir que Dios es un Padre lleno de amor. Y los clericales le veían muy político, porque defendía con inusitado ímpetu a los pobres y sólo pensaba en construir ‘chozas’ para ellos. 


Fue denunciado por insurrecto. Vilipendiado y multado. Un carabinero tomaba nota de sus homilías. Querían sorprenderlo en falta. Le llamaban el cura loco. Clericales y anticlericales estaban de acuerdo en que era un curo peligros, con muchos humos en la cabeza. El obispo le desterró a una aldea perdida, Olmo, para que dejara de dar la tabarra con los pobres y los menesterosos, con los analfabetos, los huérfanos, las mujeres trabajadoras, los ancianos solos, los discapacitados escondidos por vergüenza. 
Y curiosamente en Olmo no se llenó de amargura, ni de rabia. Se supo un fracasado: “Todos mis compañeros hacen grandes cosas, y yo nada”. Pero también se supo un niño amado por Dios, porque Dios no podía dejar de amar a este cura frágil, desterrado, fracasado y loco. Había sobrepasado los 40 años, y en cierta forma se sintió vencido por los hombres. Pero también se sintió rendido por el amor de Dios.
Justo después de su destierro en Olmo, sonó para él 'la hora de la misericordia'. Las fundaciones que él había soñado fueron surgiendo una tras otra. Todos los que llamaban a su puerta, eran acogidos. Era un ‘médico de atención primaria’. A él acudían todos los ‘enfermos’: Niños huérfanos, trabajadoras explotadas como hilanderas, adultos analfabetos, jóvenes aprendices de taller, ancianos solos, hasta curas y monjas que habían sido descartados en otras congregaciones. Pero si por alguien mostraba predilección era por los ‘benjamines de la casa’, los niños con alguna discapacidad, a los que él empezó a llamar ‘buenoshijos’ (buonifigli), porque le parecían que su fragilidad, su incapacidad a los ojos de los ‘normales’, mostraba a las claras su inocencia. Él veía una grandeza y una dignidad donde los demás veían ‘spazzatura’ (basura). 
Hizo alta teología de la amorosa paternidad de Dios. Hizo alta filosofía de la vulnerabilidad intrínseca de cada hombre y de cada mujer. Es en la fragilidad, donde conocemos al verdadero ser humano. Y sólo si amamos esa debilidad, nosotros mismos nos convertimos en ‘humanos’. Mirar con compasión al enfermo o al pobre, nos hace hombres y mujeres de bien. Seres humanos completos. 

Un día, de visita en el Vaticano, le preguntó el Papa Pío X si las preocupaciones le dejaban dormir de noche. Le contestó que no sólo dormía bien de noche, también algunas veces de día. Y siguió el Papa interrogando cómo se las apañaba para hacer tantas cosas. Y Luis: “Bueno, hasta medianoche, me encargo yo; después de medianoche, es Dios quien se encarga de todo”. Esa fe sin fisuras en la bondad de un Dios Padre le hizo escribir en letras grandes en la Capilla de la Casa de Lora: ‘Banco de la Divina Providencia’. 

Murió un 24 de octubre de 1915 en la ciudad de Como, donde había surgido su primera ‘choza’. Y podemos decir que murió con las botas puestas y las manos manchadas de los escombros del terremoto que había asolado el municipio de Avezzano. Intentaron convencerle de que no fuera al escenario de la catástrofe, pero él, como quien suelta una perogrullada, les dijo: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”.

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