Solidaridad, altruismo, generosidad, caridad, filantropía,
fraternidad… distintas palabras para hablar del apoyo y adhesión a la causa de otras personas. Cuando definimos a
alguien como ‘solidario’ queremos decir que es una persona que hace suya la
causa del otro y le muestra su cercanía con una ayuda concreta.
Hay una solidaridad verdaderamente comprometida: la de los
voluntarios. Es una solidaridad de quien pone su tiempo y sus cualidades
personales al servicio de personas excluidas o necesitadas. Es la solidaridad de
los que atienden los roperos parroquiales, de los que llevan calor y café a los
que duermen en la calle, de los que escuchan a quienes llaman al teléfono de la
esperanza, de los que colaboran en los almacenes del Banco de Alimentos, de
los que animan un campamento para hijos de migrantes o acompañan a ancianos a
la consulta del médico. Seguro que podéis añadir muchos más ejemplos.
Hay otra solidaridad y es la de quienes comparten sus
recursos económicos con los más desfavorecidos en España o en otros países
empobrecidos del planeta. Los hay que, en tiempos de catástrofes, como por
ejemplo una guerra o una hambruna, un terremoto o un ciclón, envían un
donativo. Y los hay que, de forma estable y continuada, sostienen proyectos
sociales y humanitarios, por ejemplo una investigación contra el cáncer, una
escuela o un comedor social en países pobres. Son los miembros de las más
variadas asociaciones, ongd’s o fundaciones.
Ambas formas de solidaridad son necesarias y son muy
importantes para la sociedad. Existe también una solidaridad de palabra y de
boquilla. Esta solidaridad la vemos todos los días en las redes sociales, Facebook,
Instagram, Twitter, etc. Bien podemos decir que es una “solidaridad de
postureo”. Si la empatía se limita a un ‘me gusta’ y a un emoticono que nada
cuesta, podemos pensar que, más que solidaridad, es el deseo de aparentar que
somos mejor de lo que somos. Mostrar continuamente que algo nos apena o dar un ‘like’
en contra de la guerra de Ucrania o de la falta de escuelas en Sudán, y no
hacer nada más, resulta, como poco, una actitud sospechosa de hipocresía.
Probablemente, solo cuando la solidaridad nos cuesta, aunque
sea un poco, tiene valor. La solidaridad que cuesta tiempo, energías,
disponibilidad y dinero es la que cuenta y la que vale. La solidaridad del “me
gusta” y “yo apoyo la causa” tiene valor cuando va acompañada de un segundo
movimiento: dar algo de nosotros o dar algo de lo nuestro. “La indignación –repetía el filósofo Stéphane Hessel- sólo puede durar
unas horas; luego hay que pasar a la acción”
Últimamente se han publicado muchos estudios sobre la
solidaridad y todos concluyen que ser solidarios nos hace mejores personas. Y
lo que es más importante: nos hace un poco más felices. Ser solidarios
–aseguran estos estudios- no beneficia solo a los destinatarios que reciben la
ayuda, sino a los que dan esa ayuda. Ser solidarios nos ayuda a ponernos en
lugar del otro, a ver el mundo desde un ángulo diferente. Otros beneficios de
ser personas solidarias son: aumenta la autoestima, refuerza la inteligencia
emocional, alivia el estrés, redobla la positividad, desarrolla el sentido de
gratitud ante la vida, te enseña a no quejarte continuamente de lo que te
sucede y de lo que acontece en el mundo. La solidaridad nos ayuda a salir de
nuestro ombligo y a identificarnos con causas
ajenas a nosotros y a nuestro pequeño círculo familiar.
Un aspecto muy importante de la solidaridad es 0que abre
delante de nosotros un horizonte nuevo: el horizonte de la bondad. El mundo no
es únicamente una sucesión de injusticias y de catástrofes, de gente mala y egoísta,
de violencia y de rencor. La solidaridad abre nuestros ojos a la bondad, la
piedad, la generosidad y la luz. En el fragor de la guerra, siempre hay una enfermera
que cura las heridas. Junto al hambre, siempre hay quien prepara un puchero y
lo reparte. Cuando el terremoto desmorona las casas, siempre hay un vecino que
ofrece su hogar. Existen el ébola y la malaria, pero también el voluntario
silencioso que acompaña en la enfermedad.
Todo esto, ese lado luminoso del mundo, es mucho más fácil de
descubrir cuando uno se ha comprometido, cuando uno es solidario con una buena
causa. Quien pasa junto a puente donde un vagabundo andrajoso dormita, solo ve
a un vagabundo andrajoso. El voluntario que cada noche recorre esos mismos
puentes no ve vagabundos andrajosos, ve seres humanos que agradecen un café
caliente, una manta sobre sus hombros, y una palabra de saludo y cortesía.
Las personas solidarias no se pasan el día quejándose de los
males del mundo, de los telediarios infames, de los periódicos nauseabundos.
Las personas solidarias conocen las miserias del mundo, pero también las mil
historias de esperanza y de bondad. También de alegría y gratuidad. Podemos
apenarnos por los niños que no van a la escuela, pero también alegrarnos por
los niños que, gracias a la ayuda de personas solidarias, están ante su
pupitre.
Son muchos los que piensan que la solidaridad es un parche insignificante
en un bache infinito, una gota de agua en el ardiente desierto. Son muchos los
que piensan que no hay que ofrecer solidaridad, sino exigir justicia. Que hay
que cambiar las estructuras de poder y las relaciones internacionales. Y tienen
razón, claro que sí. Pero hasta que las leyes sean justas, hasta que las
estructuras internacionales sean de verdadero progreso y equidad, todavía queda
mucho, muchísimo. A ese territorio de pobreza, a ese vacío de justicia, es al
que se dirige la solidaridad. El niño que no estudia porque su gobierno no paga
la escuela de su pueblo, no podemos decirle que espere hasta que el derecho a
la educación le alcance. Solamente podemos decirle, si aún somos humanos: “cuenta
conmigo, yo me hago responsable de tu educación”.
Juan, sencillamente, ¡Precioso escrito! Gracias.
ResponderEliminarCuánta razón tienes
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