Pues así debería ser: permanecer en
el propio sitio. Pero los acontecimientos que se están produciendo en Cataluña
dejan poco espacio para la calma y para la serenidad. Las redes sociales
tampoco ayudan a ello, ya que solicitan nuestra atención y urgen nuestra
respuesta y nuestra reacción. Los bulos se hacen virales, y las mentiras
trending-topic. La verdad perece como se agostaba el trigo cuando se arrojaba
sal sobre los campos en aquellos castigos medievales. En un clima de vértigo y
de aceleración, es difícil hacer un hueco para la reflexión serena y para el
análisis sosegado. A golpe de emoción respondemos y a golpe de emoción
reaccionamos. La razón ha sido sustituida por el insulto, la descalificación
gratuita, la amenaza ruin y la bandera ondeada al viento. Nada que ver con el
examen, el diagnóstico y la medicina, es decir, nada que ver con las razones
razonadas.
Claro, alguno me dirá: ¿Y no es
bueno pronunciarse, definirse, decir aquí estoy en este campo, con esta
bandera? En estos mismos días hemos visto cómo se forzaba a muchos célebres
futbolistas a que se definiesen. Yo creo que solamente a las instituciones
públicas, a los partidos, se les puede exigir que digan dónde están y con quién
están. Hemos visto, en este campo, a no pocos tibios’. Algún partido y alguna
institución se situaban de perfil ante el conflicto, para que nada les moje ni
les salpique. Una vela a Dios y otra al diablo, la equidistancia exquisita y la
ambigüedad calculada. Éstos imploran el ‘diálogo’ como un mantra. Pero el
diálogo exige que ambas partes estén dispuestas a ceder en algo y a perder, por
el camino, parte de sus exigencias. Lo que pasa que quien exige diálogo no
puede poner condiciones inadmisables y contrarias diametralmente al derecho y a
las leyes que nos hemos dado.
¿Hay víctimas y hay verdugos en este
caso de Cataluña? Yo creo que sí. Y, sin duda, las primeras víctimas son esos
catalanes que no comulgan con el proyecto independentista, que han visto como
les ponen trabas para un ascenso laboral, que les hacen el vacío a sus hijos en
las escuelas, que les llaman charnegos o emigrantes, porque han nacido en
Extremadura o Andalucía. Pero que también, aunque hayan nacido en el Paseo de
Gracia, les tachan de no-catalanes simplemente porque no son de ‘de los suyos’,
de los que ahora tienen secuestrado al ‘Parlament’. Era curioso como algún
etarra era aclamado como un héroe por las calles de Barcelona, y alguna
cineasta de trayectoria intachable era insultada de ‘fascista’, que es el
término que utilizan los fascistas para todos los que no lo son.
Cuando se hacen los diagnósticos de
lo sucedido en Cataluña, muchos expertos hablan de tres factores determinantes:
una educación que se ha encargado de sembrar, desde las guarderías, el
desprecio a todo lo español y la descalificación de todo lo que no sea ‘catalanismo
excluyente’. Dos: unos medios de comunicación sectarios (especialmente la TV3)
absolutamente comprados y en constante genuflexión a la Generalitat. Y unos
mossos de esquadra ‘seleccionados, formados y adoctrinados’ según los intereses
del Govern. Es decir, desde hace décadas el nacionalismo excluyente ha ido
creando una ‘identidad del odio’.
Lo que llamamos fracturación social proviene
de una identificación acérrima con una ideología que nos impide ver a la
persona, y sólo nos interesa, para combatirlo y sentirlo como propio, su
postura política. Así las cosas, lo primero que se rompe es la convivencia
normal y pacífica entre los miembros de una familia, los trabajadores de una fábrica
y los amigos de toda la vida. Como perros sabuesos, se rastrea el pensamiento
del otro y, a partir de aquí, se le clasifica en amigo o en enemigo. Las masas azuzadas
por los políticos independentistas se han lanzado a las calles de Cataluña para
hacer su particular ‘insurrección. Y las masas, admitámoslo, casi siempre se
equivocan. Y además, suelen cambiar de bandera con cierta facilidad y cierta
frecuencia. Es el fenómeno de las banderas reversibles, como los aquellos
abrigos de dos colores que se pusieron de moda hace unos años.
Entre el griterío y el impulso irracional
es difícil escuchar la voz del argumento, el susurro limpio y frío de la razón.
Los griteríos excesivos no anuncian sino los futuros insultos. Las masas,
manejadas por el odio, son un arma que, en los inicios, puede contribuir a los
‘objetivos’ marcados por la ideología de turno, pero al final todo esto acaba
en un desorden estéril y en una violencia gratuita. Unos son los que azuzan,
pero otros, mucho más numerosos, son los que pagan los platos rotos. Y la
tragedia de un pueblo, todos lo sabemos, llega cuando la mayoría se equivoca.
No olvidemos nunca que una mayoría de alemanes siguió al Fuhrer, aunque luego
ni un solo ademán reconociera que había pertenecido al partido nazi.
¿Qué hacer en estos tiempos convulsos,
en estos tiempos de desasosiego y de agresividad creciente? ¿Se puede vivir
como si tal cosa, como quien oye llover? Difícil, sin duda. Pero hay que
intentarlo.
Permanecer en el propio sitio,
mantener el alma en el propio almario. No responder al fuego con el fuego, ni
al insulto con el insulto. Bajar el tono en el hablar. No afilar los dientes
sino dibujar la sonrisa. No responder con el odio a los que por su actitud se
hacen odiosos…
Y esto no es buenismo, sino inteligencia
cordial. Porque si yo también voceo, si yo también insulto, si yo también
prendo la mecha, si yo también ondeo mi bandera como una lanza, ya me he
colocado en el campo del que me insulta. Me ha llevado a su terreno.
Desear que se cumpla la ley, desear
que se haga justicia sólo significa eso: que la ley se aplique y que la
justicia (con sus ojos vendados de alta simbología) se imparta con fría
imparcialidad.
En estos tiempos recios, según la
expresión de Teresa de Jesús, no pueden abrirse las compuertas del
resentimiento, del rencor o del odio en nuestro corazón frente a los
resentidos, a los rencorosos y a los ‘odiosos’. Ni podemos saltarnos la ley ni
el derecho frente a los que se los saltan a diario.
Es tiempo de contención. En tiempos
de riada es cuando las compuertas deben permanecer firmes e inamovibles, ya que
de lo contrario se anegarían los campos, perderíamos los cultivos y vendría el
hambre y la miseria. El hambre y la miseria moral son los frutos inequívocos
cuando la convivencia se rompe y se abre un tiempo de espadas.
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