Conocía a Dom Clemente Serna (Dom, título
honorífico que se otorga a cartujos y benedictinos) por las muchas fotos
publicadas en diversos periódicos, cuando, contra todo pronóstico, la música gregoriana
de la Abadía de Santo Domingo de Silos empezó a sonar en todo el mundo, también
en las discotecas de moda.
La primera vez que lo vi en persona apenas lo
reconocí. Era mi primera visita al monasterio, como huésped, para pasar unos
días de retiro. Al cruzar el claustro vi a un monje literalmente trepando por
el tronco del ciprés para peinar sus ramas, limpiar de hojarasca seca y nidos
abandonados el árbol más famoso de España, desde que un poeta, Gerardo Diego,
le hiciera uno de los sonetos más perfectos de la lengua castellana. Ahí estaba
el Abad de Silos, embutido en un mono de trabajo, la cabeza llena de polvo y
hojas, algún arañazo en la frente y en las manos, mimando y cuidando y
limpiando este mítico árbol. Una tarea ciertamente humilde, más propia de un
hortelano asalariado que de todo un Abad de Silos. Cuando el pasado 27 de
abril, un mensaje de mi amigo J.A. de Barcelona, me comunicaba el fallecimiento
de Clemente Serna, al que ambos admirábamos, esta fue la primera imagen que me
vino a la cabeza.
Tenía apenas 13 años cuando el niño
Clemente entró en el Monasterio de Silos, desde su cercano pueblo burgalés de Montorio.
Muy pronto destacó por su inteligencia y por su piedad. Realizó estudios de
Filosofía, Teología, Patrística, Arqueología Cristiana, Paleografía y
Archivística en España, Roma y Francia. Hablaba correctamente francés, alemán,
inglés e italiano. Y algo verdaderamente sorprendente: desde joven se había esforzado por dominar el
latín y pensar en esta lengua oficial de la Iglesia, porque pensar en latín le
exigía un plus de concentración, y el pensamiento, por fuerza, era más lento,
lo que le ayudaba a ser aún más prudente y sabio en la toma de decisiones. En
1989, con apenas 42 años fue elegido Abad de Santo Domingo de Silos. Permaneció
en el cargo hasta 2012. Fue en este año cuando presentó su dimisión, porque la
desmemoria empezó a disolver sus recuerdos y el Alzheimer le hizo olvidar todo lo
que había aprendido. ¡Así de injusta es la vida! Los últimos años de su larga
enfermedad los pasó en el priorato benedictino de Madrid donde, finalmente, ha
vuelto a la casa del Padre.
Fue, sin duda, el abad más célebre y
conocido de España, acaso también de Europa. Supo dar un impulso formidable a
la Abadía, y no solamente, como han recordado todos los periódicos, por poner
Silos en el mapa de la cultura musical debido al canto gregoriano (no hay que olvidar
que el disco llegó a ser número 1 de ventas en 32 países, allá por 1994), sino
por abrir Silos al mundo, por convertir al monasterio burgalés en una imagen luminosa
del diálogo con los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
El monasterio dejó de ser el lugar
donde unas docenas de hombres venían a recogerse en silencio y oración, como
huidos del mundo, para convertirse en un lugar donde las gentes del mundo
podían ir a saciar su sed de absoluto. La hospedería, la iglesia, el claustro
(beldad secular entre los más hermosos del mundo), las exposiciones de artistas
contemporáneos en diálogo con las obras de arte del monasterio, la Fundación
Silos sobre la historia del monacato… todos ellos fueron puntales y pilares de
ese diálogo con el mundo, sin dogmas y sin aspavientos. Silos, de la mano de
Clemente Serna, se ofreció al mundo como regalo gratuito, como don generoso.
Clemente Serna no sólo era un hombre
dotado de una inteligencia poco común, también era un hombre dotado de una
bondad poco común. En más de una ocasión, compartiendo la mesa con otros
huéspedes, saltaba a la vista la admiración de tantos por ese halo de bondad
que nimbaba ya en vida al abad silense. Recuerdo perfectamente su homilía en
los oficios de un viernes santo. Reflexión pausada, llena de sabiduría y
psicología humana, llena de Dios. Fue dibujando, uno a uno, todos los
personajes que aparecen en la Pasión. Nos los mostró con pedagogía de docente y
puso a los centenares de fieles que abarrotábamos la iglesia abacial frente a
un espejo, de cuya vista no era posible huir. Todos teníamos algo de Judas,
Pilato, Simón de Cirene, Herodes, Juan, María, Pedro, Anás y Caifás… ¡Inolvidable!
Unos años después, cuando ya su
memoria se empezó a disolver, como terrón de azúcar en el café, lo vi, como un
dócil perrillo, obedecer las indicaciones del fraile que tenía a su lado, para
seguir, mal que bien, las páginas del breviario. También en ese mismo periodo,
una tarde que me lo encontré en el claustro, le pregunté cómo se encontraba. Y
con una dulzura increíble y una serenidad desconcertante me contestó: “Muy
bien. Dios me quiere. ¿Qué más podría pedir?”
Los elogios que en estos días he
leído no me han parecido exagerados ni tampoco tenían el tono de las exaltadas alabanzas
fúnebres. Creo que quienes lo conocieron, quienes tuvieron la suerte de
dialogar con él, o dejarse llevar por sus consejos, percibieron en él la luz de
la santidad. Algo que, cuando en el curso de tu vida, te encuentras con ella,
la reconoces a primera vista, como un flechazo (“flecha de fe / saeta de
esperanza”). Él vivía en el claustro, como hijo de un monacato benedictino
que dura ya desde el siglo VI de nuestra época, pero no quiso ‘enclaustrar’ en
el recinto de la abadía el amor de Dios, la oración, la fe de un verdadero
creyente, el don humano de la amistad. En una ocasión confesó a un amigo que “el
día más bonito de mi vida será el de mi muerte, porque ese día, ¡por fin!,
conoceré el verdadero rostro de Dios y podré empezar a vivir entre sus brazos”
Sus amigos testimonian que tenía en
altísima estima el don de la amistad. No se había retirado del mundo para
alejarse de los hombres, sino que había elegido el claustro para acercarse más
a los hombres, compartir su hambre y su sed de Dios, y ofrecerles una respuesta
con delicadeza y amabilidad. También con su eterna sonrisa. Y el sagrado deber
de la amistad lo ejerció con los campesinos de Silos y con reyes y presidentes
de gobierno, con creyentes y agnósticos, con altísimas autoridades y con pecadores
a la deriva. Por el claustro lo vieron pasear charlando con Felipe rey de los
Belgas, con Julio Anguita, con Alicia Koplowitz, con José María Aznar, con el
presidente de la Comisión Europea Jacques Delors o con una pareja gay de
luxemburgueses, con un cura descarriado, con la señora de la limpieza del hotel
del pueblo, con los reporteros de televisión, con gente con fama de comecuras y
sindiós, con algún adúltero reincidente, con escritores de fama, con empresarios
de fuste, con presidentes de multinacionales discográficas, con algún imán
extranjero, con algún pastor protestante, con un chef de estrella Michelin, con
el autor del inmortal soneto del ciprés, con estudiosos de arte de medio mundo,
con diplomáticos de impolutos modales y con albañiles sudados. Y por supuesto, con
algún ‘extasiado’ delante del relieve “Camino de Emaús” o algún poeta lloroso
ante la Virgen de Marzo, con jóvenes ruidosos a los que su charla calmaba y
serenaba…
Cuando en alguna ocasión, otros frailes, tal
vez no tan pacientes ni tan elásticos de pensamiento, le hacían ver a que
personas non sanctas acogía en su despacho y a qué hombres y mujeres de dudosa moralidad
y religiosidad acompañaba en sus paseos… Cuando sus propios hermanos
benedictinos le sugerían más prudencia y más cuidado en la elección de
‘amigos’, él contestaba con dulzura: “también
estos son hijos de Dios”, con una naturalidad y una ternura que desarmaba a
los prejuiciosos y precavidos.
Y en esta frase se resume una forma
de entender el cristianismo y la espiritualidad: no rehuir el diálogo, estar
abiertos a la crítica, oír las razones de la incredulidad, no espantarse ante
los pecadores, escuchar el corazón palpitante de amor o de rabia. O simplemente
hacerles saber, con dulzura y mano tendida, que Dios hace salir el sol para
todos, sobre los buenos y sobre los malos. Y que probablemente, mientras aún
vivimos en esta tierra, intermitente en sus gozos y dolores, es un poco
temerario afirmar categóricamente quiénes son los buenos y quiénes los malos.
La vida de los justos -y el abad de
Silos lo fue- es siempre una invitación a la bondad y a la acogida universales.
Como los centenares de pajarillos que día y noche se refugian, para espantar el
sol abrasador, la helada o la lluvia, en el ciprés (“enhiesto surtidor de
sombra y sueño”), Clemente Serna, ya está ahora y por la eternidad, bajo
las ramas protectoras de un Dios cuyo nombre es Padre.
Después de esto yo no puedo escribir nada. Únicamente que la palabra ha sido sincera y exacta y que algunos tuvimos la suerte de conocer a un sabio y a un santo. Ahora Dom Clemente está en el cielo, hacia donde apunta el ciprés
ResponderEliminarTú lo conociste mucho mejor que yo y sin duda sabes de lo que hablo en este artículo. Muchas gracias por tus palabras!!!!
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