Todos los hombres sueñan con puentes, porque nadie se conforma con lo que hay en su orilla, en su aldea, en su huerto o en su casa. Insatisfecho y curioso por naturaleza, el ser humano quiere saber lo que pasa en el otro lado y más allá. Siempre me has fascinado los puentes. Cuando hice el Camino, fui anotando los puentes que atravesaba, algunos verdaderamente hermosos, como el de Puente la Reina o el de Hospital de Órbigo.
En
el último libro que he leído, el protagonista es un puente.
Ni
conocía la novela ni conocía al autor. Me faltaba apenas una semana para
empezar la jubilación cuando me cité con un compañero de trabajo en una
cafetería de la Plaza San Miguel. Antes de que nos sirviesen el café, me
entregó un libro que, para él, era una de las mejores novelas que había leído: El puente sobre el
Drina, una novela del escritor serbio,
Ivo Andríc.
Ivo Andric nació en Bosnia en 1892, cuando
entonces era un territorio de Austria-Hungría, y murió en 1975 en Belgrado, en
la antigua Yugoslavia, aunque él siempre se consideró un escritor serbio. De
hecho, en su juventud participó en los movimientos pro Serbia y fue encarcelado
poco después del atentado de los archiduques imperiales en Sarajevo en 1914. Ivo
Andríc escribió esta novela en 1945, en lengua serbocroata y con el alfabeto
cirílico (Дрини ћуприја), apenas terminada la II Guerra Mundial, y en
ella el protagonista es el puente que cruza el río Drina a su paso por Visegrado,
en Bosnia.
Esta gran novela abarca cuatro siglos, justamente desde que un niño cristiano de apenas
10 años, arrancado de los brazos de su madre, fue llevado, como tantos otros,
ante el sultán otomano para formar parte, desde pequeños, del ejército de
jenízaros. Era el adzami oglam, o
tributo de sangre. Era el peaje que tenían que pagar las familias cristianas en
el imperio otomano. Durante horas, tal vez días, los niños empapados hasta los
huesos esperaron hasta que un barquero los fue pasando sobre las aguas crecidas
y turbulentas del Drina. En las orillas se juntaban todas las pobrezas y las
desdichas del mundo. Esa mañana de 1516, ese niño de 10 años vio todo esto
mientras los gritos de las madres le desgarraban el alma y un dolor agudo le
golpeaba el pecho. Ese dolor se quedaría ahí por muchos años. El niño creció y
llegó a ocupar un puesto muy importante en el imperio otomano. Sería
mundialmente conocido como el Gran Visir
Mehmed Bajá. Entonces se acordó de aquel penoso viaje. Se acordó de que
todos los hombres sueñan con una “buena
vía, una compañía segura y una posada caliente” y decidió construir un
puente que asombrase al mundo: el puente sobre el Drina, para unir Bosnia con
Oriente.
Durante
años, a las órdenes del implacable Abid
Agá, un ejército de hombres, muchas veces forzados, construyeron el puente,
ante las miradas incrédulas de pequeños y mayores que se acercaban a las
orillas para ver día a día los progresos de la milagrosa construcción que
arrancaba desde el agua y se elevaba poco a poco. Cuando estuvo acabado, el
puente sobre el Drina no solo era útil y seguro, sino también increíblemente hermoso.
En el centro del puente, el maestro de obras había construido una terraza con
unos bancos de piedra, la kapija.
Desde el día de su apertura, este espacio sería el lugar por antonomasia para
charlar, fumar, tomar té, discutir, intercambiar ideas, pero también para
ahorcar a rebeldes como un escarmiento para toda la población de Visegrado y
todos los que cruzaban de una a otra orilla.
Ivo
Andric nos cuenta la historia del puente a lo largo de cuatrocientos años,
desde su construcción en 1571 hasta la I
Guerra Mundial. Pero el autor, que fue galardonado con el Premio Nobel de
Literatura en 1951, cuenta asimismo los avatares pacíficos o turbulentos de
este pequeño rincón de Centroeuropa. Musulmanes, cristianos y judíos fueron
capaces de convivir, mal que bien, durante largos periodos, y compartir los
puestos del Bazar. Leyendo el libro se entiende mejor la turbulenta historia de
estos territorios: primero bajo el imperio otomano, después bajo el imperio
austrohúngaro, luego como parte del Reino de Serbios, Croatas y Eslovenos, más
tarde conformarían la Yugoslavia de Tito, para acabar como pequeñas repúblicas
independientes, llenas de odios de credo, raza y nacionalidad, tras pasar por
una guerra que conmocionó a Europa en los años noventa del pasado siglo. No
sabemos que hubiera escrito Ivo Andric si hubiera conocido estos dramáticos años,
tras la caída del comunismo.
El puente
de Drina fue, desde su apertura, un camino
de occidente a oriente, una vía de religiones, lenguas, costumbres y
productos agrícolas. Un símbolo hermoso de esperanza y convivencia, no obstante
las dificultades de cada momento.
Los
hombres y las mujeres de Visegrado cruzan y descruzan el puente lo mismo que
hacen con sus vidas. Ivo Andric no sólo nos cuenta la alta política y las
diferentes etapas de dominación sobre el puente, sino también las vidas de
personas que habitaron la ciudad y para quienes el puente lo era todo.
Conocemos
la violencia atronadora de Abid Agá
sobre todos los trabajadores en la construcción del puentes y la tortura y empalamiento
de Ridasav que había intentado
sabotear los trabajos de construcción “por
orden del diablo”, pero asimismo el
horror de los visegradenses ante esta ejecución brutal. Y también la respuesta
piadosa de los temerosos de Dios que lo enterraron como a un ser humano
impidiendo que el cuerpo de Radisav lo devorasen los perros, como había
ordenado Abid Agá.
Conocemos
los grandes festejos para celebrar
el fin de las obras y el tránsito de
personas, animales y mercancías por el puente: Era el año 1571 del
calendario cristiano y el 979 de la Héjira. Por fin el pueblo se hartó de
comer, de admirar, de andar de arriba abajo y de escuchar los versos de la
inscripción: “He aquí a Mehmed Bajá, el mayor entre los sabios
y grandes de su tiempo. Cumplió el voto que había hecho en su corazón y con su
afán y esfuerzo erigió el puente sobre el río Drina. Que Dios bendiga esta
obra, este hermoso y prodigioso puente”.
Conocemos
las grandes crecidas e inundaciones
que un siglo después asolaron la zona. El rio creció tanto que el puente entero
desapareció bajo sus aguas impetuosas. La histórica crecida se llevó por
delante casas, graneros, tiendas, ganados
y todo lo que pudo en su inmisericorde avalancha..
A
principios del siglo XIX las revueltas
en Serbia tuvieron una gran repercusión en el puente sobre el Drina. Se
exigía cada vez más a los turcos de Bosnia para que aportaran hombres y
recursos para sofocar la rebelión. El puente empezó a ser controlado. En medio
del puente se erigió una caseta de madera que sirviera de puesto de vigilancia
y controlara el tránsito de personas. Todos podían ser sospechosos de traición.
A Mile, un jovenzuelo, mientras
desbrozaba un bosque, le oyeron cantar una canción tradicional serbia. Fue
suficiente delito para que fuera ahorcado y su cuerpo muerto sirviera de
advertencia e infundiera temor. Jelisije, un vagabundo de monasterio en
monasterio, un viejecillo, tuvo la desgracia de ser el primero en cruzar el
puente después de instalar la caseta de vigilancia. “Así el mozo Mile y el viejo Jelisije, decapitados a la vez en el mismo
lugar, fueron los primeros que adornaron con sus cabezas la torre militar, que
después, mientras duraron las revueltas, nunca careció de adorno semejante”.
Por
la novela –y por el puente- transitan un buen número de personajes
inolvidables. El rico Milan, esclavo
de una pasión: el juego. Azuzado por un forastero que le invita a jugar una y
otra vez, va perdiendo dinero, ganado, bosques, tierras y casi casi la propia
vida en su última apuesta. O la historia del militar Gregor Fedum, de apenas 23 años, encargado de vigilar el tránsito
del puente para detener a los bandidos. Pero Gregor cae en las redes y en las
insinuaciones de una bella joven. Y enredado en sueños de amor o de lujuria,
deja escapar al más peligroso de los bandidos. Lo pagaría caro. A este joven de
honor sólo le quedaba saltar por el puente y ahogarse en el Drina.
El
autor nos habla de un hotel junto al puente. Es aquí donde empieza la historia
de Lotika, viuda joven, servicial,
amable, “Ella les ofrecía todo, prometía
mucho y les daba poco, o mejor dicho nada, porque los deseos masculinos eran de
tal naturaleza que no podían satisfacerse con nada”. Lotika, mujer fuerte
que regentaba el hotel y que ahorraba hasta la última moneda para ayudar a su
larga parentela dispersa por Austria y Hungría. O la vida desdichada del Tuerto en la taberna de Zarije. Le
invitan a una copa de ron, se ríen de él, le recuerdan a una antigua novia, y
así se convierte en entretenimiento y en risa para los parroquianos.
Los
austriacos traen novedades. Pasan los años. La vida es mucho más ligera, más
alegre, como un vals, como un canto. Pero son muchos los que no adoptan ninguna
de las nuevas costumbres ni ligerezas, ni en el vestido, ni en las ideas, ni en
la forma de comerciar o de hablar. Cuando el ferrocarril llega, el puente
pierde parte de su importancia. En pocas horas se llega a Sarajevo y Ali Hoya
reflexiona “lo importante no era cuánto
tiempo ganaba el hombre, sino lo que hacía con ese tiempo que había ahorrado;
si lo usaba mal, entonces era mejor que no dispusiera de él”. El camino por el Puente ya no llevaba al mundo
y no era lo que otrora había sido: un punto de unión entre Oriente y Occidente.
A
veces los hombres con mucho olfato huelen la pólvora de la guerra, antes de que
el primer cañón la haya disparado. Cuando los austriacos abrieron una abertura
en el puente y luego colocaron un tapa de hierro encima, algunos imaginaron que
vendrían malos tiempos para el puente y para Visegrado. En el puente se habían
colocado explosivos por si fuesen necesarios.
El
siglo XX ya está ahí. En Visegrado por todas partes se oyen marchas turcas,
canciones patrióticas serbias o arias vienesas, depende de los lugares y los
parroquianos. Los jóvenes de Visegrado frecuentan la Universidad de Sarajevo y
vuelven con ideas patrióticas y revolucionarias y con un deseo fanático de
acción y sacrificio personal. Las palabras grandes y nuevas (libertad, gloria,
patria, revolución) cruzan el puente de Drina. Por primera vez, los jóvenes
hablan de “política”.
En
1914, los habitantes de Visegrado se han acostumbrado a ver a Zorka y a
Glasicanin como dos jóvenes enamorados. Las sombras se ciernen sobre ellos como
sobre toda la región. Deciden escaparse de la ciudad y buscar otra patria que
garantice su amor y su futuro: América. No lo conseguirán.
El
día de San Vito, 28 de junio, las asociaciones serbias organizaron su verbena
en la pradera para bailar una danza en cadena, el kolo. La verbena acababa de empezar, cuando dos gendarmes pararon
en seco el baile. El archiduque Fernando y su esposa habían sido asesinados en
Sarajevo por exaltados serbios. En pocas horas todo cambio. “Empezó la caza a los serbios. Los hombres
se dividieron en perseguidores y perseguidos. Una sociedad entera se
transformaba en tan sólo un día”.
El
puente adquiere una connotación de frontera. El bombardeo incesante llega por
todas partes. Ahora sólo los refugiados que intentan alejarse cruzan el puente.
“La guerra tuerce las reglas del juego.
La gente que ha prosperado horadamente en virtud de su arduo trabajo pierde,
mientras que los holgazanes y violentos progresan”. Todos buscan
afanosamente su propia vida y la muerte ajena.
Un
buen día, los explosivos que yacían sepultados en el corazón del puente
estallaron. El puente dejó de ser puente, para ser sólo una ruina, un recuerdo
ruinoso de lo que había sido y la razón de su construcción.
La
novela acaba ahí, justo cuando el puente minado salta por los aires y se
interrumpe el tránsito de personas y de productos. Y todos se convierten en extranjeros
y enemigos, los mismos que hasta ayer mismo habían danzado juntos, o se habían
amado, o habían charlado en el bazar, y cruzado y descruzado el puente sobre el
Drina.
El
puente, un símbolo potente de esperanza y fe en la humanidad es también frágil.
En pocos momentos todo puede cambiar. Esta advertencia del gran escritor serbio
Ivo Andric es una gran enseñanza para el lector. Construir un puente lleva
muchos años. Pero destruirlo se puede hacer en unos minutos. Igual que la
confianza, la convivencia y el amor.
Pero el autor no da todo por perdido, y así podemos leer en su última página: “Dios ha abandonado a esta infeliz ciudad en
el Drina. Todo es posible. Sin embargo hay algo que no lo es: no es posible que
desaparezcan para siempre y por completo los grandes hombres, los hombres de
buen corazón que por el amor de Dios levantan construcciones duraderas, para
que la tierra sea más bella y la vida de los hombres más cómoda y mejor. Si
ellos desaparecieran, significaría que también el amor de Dios se apagará y se
desvanecerá del mundo. Y eso no es posible”.

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